Prologo

Durante varios años había anhelado conocer y conversar con el doctor T. Furuhata, de Tokio, Japón.

Casi desde que comencé a sentirme atraído por la medicina legal, oí hablar del doctor Furuhata, sus descubrimientos y la importante labor llevada por él a cabo en el aspecto de la serología, la medicina legal y la ciencia policíaca.

Cuando le escribí, pidiéndole una entrevista en Tokio, no sólo me contestó afirmativamente, sino que su recibimiento a mi llegada fue el indicio de la innata cortesía y la consideración de su raza.

En el transcurso de nuestra correspondencia, el doctor Furuhata me sugirió que me dirigiese a su oficina, situada en el Instituto Nacional de Investigación de la Ciencia Policíaca. Nos pusimos de acuerdo en la hora, y yo, por mi parte, traté de ser puntual, pero debido a una serie abrumadora de citas y a la congestión del tráfico, llegué, junto con mis acompañantes, con unos minutos de retraso.

A pesar de que el día era frío y ventoso, hallamos a los dos ayudantes del doctor Furuhata en la acera, con la cabeza descubierta, esperándonos. Probablemente, llevaban allí más de un cuarto de hora.

Nos dedicaron unas ceremoniosas inclinaciones del cuerpo desde la cintura, al estilo japonés, y luego nos estrecharon las manos, según la moda occidental; acto seguido, nos escoltaron hasta el despacho del doctor Furuhata.

Yo sabía lo suficiente respecto a las informaciones estadísticas del doctor, para saber que contaba más de setenta años. También conocía algo respecto a la prodigiosa tarea llevada a cabo durante su vida, y la energía desplegada para superar todos los prejuicios, investigando en nuevos aspectos de la ciencia, apadrinando indagaciones y estimulando nuevos descubrimientos. Esperaba, por lo tanto, hallarme ante un hombre que, al menos, procuraría llevar una existencia sosegada; que tal vez se mostraría un poco fatigado y más que hastiado de todo.

Ante mi sorpresa, me hallé delante de un individuo de mirada firme y penetrante que poseía aún toda la energía de una pelota de tenis saltando sobre una pista de cemento.

Una vez concluidos los preliminares, el doctor Furuhata comenzó a hablar de medicina legal, de los grupos sanguíneos y la ciencia policíaca, y una vez embarcado ya en la discusión de su tema favorito, su mente se desbocó de tal forma que debo confesar mi ignorancia casi total.

De cuando en cuando hacíamos un esfuerzo para ponernos a su altura y obtener una visión general de lo que nos estaba explicando el doctor, pero, en realidad, nos resultaba imposible entender tal cantidad y calidad de detalles técnicos.

Durante largo tiempo los médicos creyeron que la sangre humana se hallaba sujeta a ciertas clasificaciones limitadas. Pero después los serólogos comenzaron a descubrir nuevos factores en dichas clasificaciones, y hombres como el doctor Furuhata se dedicaron a explorar las subclasificaciones de estos diversos factores.

El progreso conseguido en este campo es asombroso.

El doctor Furuhata, moviéndose con la misma rapidez de un atleta profesional, empezó a tirar de diversas tablas que, lo mismo que las persianas, podían descender desde el techo y volver enrolladas al mismo.

El doctor Furuhata es bilingüe. Habla y escribe inglés con la misma facilidad que el japonés; pero sus tablas, naturalmente, estaban redactadas en este último idioma, y aunque sus explicaciones nos las daba en inglés, su técnica era tan grande y profunda, que algunas veces no llegamos a entenderle en absoluto. Yo estaba sentado en el despacho, asintiendo con el gesto, captando algunos detalles, pero mucho más interesado en el personaje como tal que en los principios científicos que nos exponía.

Luego nos condujo al laboratorio policíaco, donde también se halla instalado el museo, y comenzó a contarnos casos en los que había intervenido, casos representados por restos humanos conservados en formaldehido, algunas armas, fragmentos de cuerda, ropas ensangrentadas, y todo ello ilustrado con fotografías de la policía.

En el laboratorio me sentí ya más a gusto, ya que mi principal propósito al visitar al doctor Furuhata era averiguar algo del mismo, en su condición humana. Su estatura es tan grande en su profesión que sólo puede describirla una palabra: la cumbre.

El doctor Furuhata, como otros muchos científicos de primera categoría, es completa y absolutamente imparcial. Su devoción va dedicada a la ciencia, no a la acusación ni a la defensa, sólo a la ciencia de la tarea investigadora, la medicina legal, la serología y las pruebas.

Muy amablemente, sondeó mis ideas. Cuando penetramos en el laboratorio y museo policíaco sabía ya exactamente cuándo yo entendía sus explicaciones y también el significado de lo que él decía.

Se dice que un buen viajante de comercio es aquel que sabe cuándo tiene que cerrar el trato, y por lo mismo cabe afirmar que el buen profesor es aquel que sabe cuándo ha explicado ya debidamente su tesis.

El doctor Furuhata siempre calla en el momento preciso, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, una vez sus oyentes ya le han entendido.

Por todo esto, el tiempo transcurrió velozmente. Cuando por fin consulté mi reloj, me sentí culpable porque sabía cuán atareado se halla siempre el buen doctor y cuán valioso es su tiempo.

El doctor Furuhata es conocido internacionalmente y respetado y admirado en todos los países. Es un científico japonés que posee la meticulosidad que caracteriza a los de su raza y que, por este motivo, tantos descubrimientos han realizado en el campo de la investigación médica. Pero, además, el doctor Furuhata es un individuo sumamente dinámico que reúne todo el material disponible antes de llegar a una conclusión, y que cuando llega a la misma sabe que es la acertada.

Debido a que la medicina legal tiene tanta importancia en nuestra vida, a que los descubrimientos del doctor Furuhata han sido de un gran valor en la investigación de muchos crímenes, y a que sus conocimientos han hecho avanzar grandemente la ciencia de la serología, deseo aprovechar esta oportunidad y dedicar este libro a mi buen amigo,

TANEMOTO FURUHATA, M. D., M. J. A., Profesor Benemérito de la Universidad de Tokio.

ERLE STANLEY GARDNER