El tribunal se reunió a las nueve y media y el juez Kyle proclamó:
—El pueblo contra Daphne Shelby.
Marvin Mosher se puso en pie.
—Con la venia del tribunal desearía volver a llamar al teniente Tragg al estrado para un examen directo.
El teniente Tragg ocupó el sillón.
—Ayer se produjo una cuestión —comenzó a interrogar Mosher— respecto a las marcas de una herramienta en la tubería del gas. Usted declaró que no había separado el sector de tubería como evidencia. ¿Se ha producido algún cambio en la situación desde ayer, teniente Tragg?
—Sí.
—¿Cuál es la situación actual?
—Estuvimos en el pabellón del motel esta mañana y separamos el sector en cuestión. Aquí lo tengo.
El teniente Tragg le entregó al ayudante del fiscal un trozo de tubería.
—¡Protesto, con permiso del tribunal! —tronó Mason—. No hay fundamentos para esto.
—¿A qué se refiere, señor Mason? —inquirió el juez—. Creo que fue usted el mismo que reprochó al teniente su negligencia al no haber separado este trozo de tubería.
—Cierto, pero la Policía no puede demostrar que este pedazo sea el mismo que se hallaba en el pabellón cuando se descubrió el cadáver.
—Oh, éste es un tecnicismo —replicó el juez. Luego se volvió hacia el teniente de policía—. ¿Existe algún indicio que demuestre que ese trozo de tubería ha sido sustituido desde entonces?
—Ninguno en absoluto.
—¿Son las señales que aparecen en este pedazo las mismas que vio usted la primera vez?
—Parecen completamente semejantes.
—Muy bien —decidió el juez—, admitiré la tubería como evidencia.
—Contrainterrogatorio —le ladró Mosher a Perry Mason.
El abogado se levantó y se acercó al teniente.
—¿Ha examinado usted estas señales con una lente de aumento?
—No, señor. Sólo me procuré la evidencia antes de acudir al tribunal. De haber pensado que usted lo quería, lo habría hecho.
La sonrisa del teniente Tragg era burlona.
Mason extrajo una lupa de su bolsillo, estudió las señales impresas en la tubería, y luego le entregó la lupa y la tubería a Tragg.
—Le invito a que ahora estudie estas marcas —le dijo—, y a que las estudie cuidadosamente.
El teniente Tragg cogió la lente de aumento e hizo girar la tubería entre sus manos. De pronto, pareció petrificarse.
—¿Ve algo? —le preguntó Mason.
—Creo —declaró Tragg, cautelosamente— que hay la evidencia de que una de las señales de la herramienta está muy clara. Uno de los bordes de la mandíbula de los alicates parece tener una melladura.
—Por lo tanto, la herramienta con que se desatornilló esta tubería podrá ser identificada.
—Posiblemente —admitió el teniente.
—Por tanto, también, admite que pasó por alto una parte material de la evidencia, ¿verdad?
—Bueno… —se atragantó el interrogado—, la evidencia se halla ya en manos del tribunal.
—Gracias, nada más —concluyó Mason.
—Con esto termina nuestro caso, señor juez —anunció Mosher.
—¿Hay defensa? —preguntó el juez—. Ciertamente, parece que al menos existe un caso «prima facie» contra la acusada.
—Habrá defensa —afirmó Perry Mason—. Llamaré a mi primer testigo, Horacio Shelby.
—¿Cómo? —saltó Mosher, rojo de indignación.
—Mi primer testigo será Horacio Shelby —repitió Mason.
—Con la venia del tribunal, esto ha sido una sorpresa para la acusación —continuó Mosher—. ¿Puedo pedir quince minutos de suspensión? Me gustaría informarle directamente al fiscal del distrito.
—Concedo los quince minutos de aplazamiento —asintió el juez—. El caso parece estar dando un giro insólito.
Cuando el juez hubo abandonado la sala, Mason se volvió hacia Daphne.
—Jovencita, tiene que prepararse para un fuerte golpe. No quiero avisarla. Necesito su reacción. Todos estarán espiando sus reacciones.
Y quiero ver la sorpresa que demuestra usted.
—¿De veras puede llamar a tío Horacio como testigo? —le preguntó la joven.
Mason asintió.
—¡Oh, no, no lo haga!
—¿Por qué no?
—Porque si pueden volverán a encerrarle en el sanatorio.
—¿Me toma por un aficionado? —le interrumpió Mason—. Hice que tres psiquiatras examinaran a su tío, uno de ellos anoche, y otros dos esta mañana. Su tío ha dormido muy bien y ahora está completamente descansado y restablecido. Los doctores le han declarado completamente sano y tan inteligente como un científico atómico. No tiene usted idea de cómo se siente. Estos psiquiatras son expertos. Los mejores en su profesión. Lo único que Borden Finchley podría emplear para apoyar sus declaraciones sería el testimonio de un psiquiatra vulgar, y la del tipo que dirige aquel sanatorio. No, los hombres que han declarado sano a su tío son expertos.
—¡Oh, estoy tan contenta, tanto…!
—¿Le quiere mucho, pues?
—No sé por qué, señor Mason, pero le respeto y admiro mucho.
—Bueno —le aconsejó el abogado—, pues aguarde unos minutos y las cosas comenzarán a ser vistas bajo un prisma más favorable. Ahora, no hable con nadie. Volveré dentro de un instante.
Mason fue hacia el sitio donde se hallaba Paul Drake.
—¿Han seguido tus chicos a todo el mundo? —le preguntó.
Drake asintió.
Mason se desperezó y bostezó.
—Debes de saber lo que estás haciendo, ¿no? —rezongó el detective.
—¿No parezco estar confiado, Paul? —rió Mason.
—Como si tuvieses los cuatros ases en la mano.
—Exactamente —aprobó Mason—. En realidad, lo que tengo sólo es un par de dados, y un montón de fichas azules en el centro de la mesa.
—Alguien tiene la sospecha de que conseguirás llevártelas todas —exclamó Drake.
—Ojalá —suspiró el abogado.
De pronto, apareció en la sala Hamilton Burger, el fiscal del distrito, y Mosher se levantó rápidamente, saludándole con deferencia.
—¿Sabes qué significa esto? —le preguntó Mason al detective—. Que han telefoneado al gran personaje para que venga a ser testigo de otra de sus pifias.
El juez Kyle volvió al tribunal, se sentó y llamó al orden.
—Observo que ha venido el fiscal del distrito en persona. Está muy interesado en este caso, señor Burger, ¿verdad?
—Mucho, Su Señoría. Y pienso asistir a su desarrollo con gran atención.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque —replicó Hamilton Burger— en el caso de que la acusada no hubiese asesinado a Ralph Exeter, lo hizo Horacio Shelby. Y deseo obtener una postura legal desde la que, en caso necesario, podamos proceder contra ese caballero.
—Muy bien —opinó el juez Kyle—. Adelante, señor Mason.
—Que suba Horacio Shelby al estrado.
El anciano prestó juramento, se acomodó en el sillón de los testigos y le sonrió a Daphne.
—¡Un momento! —saltó Hamilton Burger—. Antes, Su Señoría, deseo que se le advierta a este testigo que es sospechoso en un caso de asesinato, ya actuando solo, ya con un cómplice, precisamente la acusada, Daphne Shelby. Quiero que sea avisado que cuanto ahora declare podrá ser usado contra él más tarde.
—¡Su Señoría! —tronó Mason, puesto en pie—. ¡Protesto por ser esto un flagrante desprecio al tribunal! ¡Un intento de apabullar a un testigo de la defensa y amedrentarle para que no preste testimonio!
—Además —añadió el fiscal—, objeto a que este testigo preste declaración fundándome en que es incompetente para ello; padece demencia senil.
Mason se limitó a sonreír antes de responder.
—Me gustaría que el fiscal estuviera completamente seguro de lo que dice, y comprobase que el testigo no sabe lo que hace. Si tal fuese el caso, el tribunal debería advertirle que todo lo que ahora diga puede ser usado contra él más adelante.
El juez Kyle sonrió y se volvió hacia el testigo.
—Este tribunal desea formularle unas preguntas, señor Shelby.
—Sí, Su Señoría —contestó el anciano.
—¿Sabe que esto es un tribunal?
—Sí, Su Señoría.
—¿Por qué está usted aquí?
—He sido convocado como testigo de la defensa.
—¿Fue declarado incompetente por un juzgado de este Estado?
—No lo sé. Sólo sé que mis parientes me atiborraron de drogas y luego me internaron en un maldito sanatorio donde estuve retenido contra mi voluntad y amarrado a una cama. Y tengo entendido que dicho juzgado designó un médico para que me examinase.
Mason volvió a levantarse.
—Con la venia de la sala, el doctor Grantland Alma, que fue nombrado para examinar a este testigo, le ha examinado hoy y le ha hallado competente y capaz. Otros dos reputados psiquiatras le han examinado también y han certificado lo mismo. Si el tribunal lo desea pueden declarar dichos doctores.
—¿Protesta el señor fiscal? —sonrió el juez.
Hamilton Burger sostuvo una conferencia susurrada con su ayudante y al final dijo:
—Tengo entendido que, si el tribunal lo desea, hay dos médicos que atestiguarán que este testigo es incompetente.
—Dos médicos que jamás han sido calificados como especialistas —se burló Mason—. El psiquiatra nombrado por el juzgado le ha declarado sano y competente. Si usted desea robarle tiempo al tribunal a cuenta de esos medicuchos, hágalo.
Hamilton Burger sostuvo otra conferencia susurrada y dijo al final:
—Temporalmente retiramos nuestra objeción, Su Señoría, pero deseamos de todas maneras que el testigo quede advertido.
Entonces, el juez se volvió hacia el anciano.
—Señor Shelby, este Tribunal no quiere intimidarle en modo alguno. Sin embargo, le advierto que de acuerdo con lo dispuesto por el fiscal del distrito, usted puede ser considerado cómplice, accesorio o parte principal en conexión con el crimen de que se halla acusada Daphne Shelby. Por tanto, es mi deber advertirle que cuanto diga podrá más adelante ser usado contra usted, y que tiene usted derecho a gozar de los beneficios de un abogado. ¿Le representa a usted Perry Mason?
—Sólo para demostrar que estoy sano y soy competente.
—¿No le representa en relación con la posible acusación contra usted dimanada de la muerte de Ralph Exeter?
—No, Su Señoría.
—¿Desea algún otro abogado para que le aconseje sobre sus derechos, deberes y privilegios en relación con dicho crimen?
—No, Su Señoría.
—¿Desea continuar y declarar por su libre voluntad?
—Sí, Su Señoría.
—¿Entiende la naturaleza de este procedimiento?
—Sí, Su Señoría.
—¿Tendrá presente la advertencia que le he formulado?
—Sí, Su Señoría.
—¿Sabe que no tiene que contestar ninguna pregunta que tienda a incriminarle?
—Sí, Su Señoría.
—Muy bien —decidió el juez—, proceda con su interrogatorio, señor Mason.
—¿Está relacionada la acusada de alguna forma con usted, señor Shelby?
El aludido miró al frente y dijo:
—Sí, señor. Es mi hija.
—¿Su Hija? —repitió Mason—. Por favor, hable más alto para que pueda oírle el tribunal.
Hubo un murmullo irreprimible y algunos sollozos al fondo de la sala. El juez Kyle exigió silencio.
—¿Quiere explicarse, por favor? —siguió Mason.
—La acusada es hija de la mujer que era mi ama de llaves, mujer a la que amé profundamente. Pero no pude casarme con ella porque surgieron unas complicaciones legales, y más adelante me pareció más oportuno continuar nuestras relaciones sobre la base de que Daphne pasaría por mi sobrina. A fin de protegerla, redacté un testamento. En éste, naturalmente, se lo dejaba todo a la madre de Daphne, pero cuando aquélla falleció, quise cambiar el testamento para dejárselo todo a mi hija, pero lo fui demorando… hasta que casi fue demasiado tarde.
—Usted ha hecho otro testamento ahora.
—Sí.
—¿Libremente, por su propia voluntad?
—Sí.
—¿Estuvo internado en el sanatorio «Buena Voluntad?».
—Sí.
—¿Voluntariamente o contra su criterio?
—Contra mi criterio.
—¿Y qué ocurrió?
—Que Daphne me libertó.
—¿Y después…?
Daphne estaba sollozando quietamente dentro de su pañuelo. El silencio que reinaba en la sala era casi tangible.
Horacio Shelby continuó con su historia, describiendo con todo detalle su fuga del sanatorio, su estancia en el motel Northern Lights, las exigencias de Ralph Exeter, la forma cómo le había drogado, y el robo del coche.
Los espectadores se mantenían en tensión al borde de las sillas. Hamilton Burger, de vez en cuando, conferencia con su ayudante, siempre en susurros.
Al fin, Mason se volvió hacia la mesa de la acusación.
—¿Desea contrainterrogar al testigo?
—Con la venia de la sala —replicó Hamilton Burger—, este testimonio nos ha cogido completamente de sorpresa. Es casi mediodía y el tribunal debiera conceder un descanso hasta las dos de esta tarde, a fin de poder estudiar nuestra estrategia.
—Conforme —accedió el juez—. La vista queda suspendida hasta las dos.
El juez abandonó el estrado.
Horacio Shelby corrió hacia su hija y la abrazó con efusión.
La joven lloraba y reía, a la vez.
Los periodistas, que habían sido avisados del dramático giro del caso, corrieron a los teléfonos.
Paul Drake se acercó a Perry Mason.
—Ocurre una cosa muy graciosa, Perry —le cuchicheó al oído.
—¿Qué?
—Durante el aplazamiento de esta mañana, después de declarar el teniente Tragg, Borden Finchley fue al sitio donde estaba aparcado su coche. Se metió en él, buscó un solar lleno de maleza, miró arriba y abajo para ver si alguien le estaba espiando, sacó unos alicates del auto, se paseó un poco por el solar y por fin dejó caer la herramienta.
—¿Le seguía tu agente?
—Sí.
—¿Recuperó los alicates?
—Aún no ha tenido ocasión, ya que ha seguido vigilando a Borden.
—¿Qué hace éste ahora?
—Se metió en el coche y regresó a la sala para asistir al resto de la sesión.
Mason se dirigió al teniente Tragg, que estaba conversando con unos caballeros de la Prensa.
—¿Me permite un momento, teniente?
—Naturalmente —Tragg se acercó a un rincón de la sala.
—Usted declaró con bastante desenvoltura que la tubería era la misma.
—Vamos, Perry —exclamó Tragg— ¿por qué se muestra tan tecnicista? Usted y yo sabemos que es el mismo trozo de tubería. Naturalmente, no estuve toda la noche en vela para poder jurarlo, ni lo marqué con mis iniciales, pero puedo identificarlo y ya lo hice.
—Cometió un error —le avisó Mason.
Tragg entornó los ojos.
—¿Qué quiere decir con esto?
—Yo saqué el sector de tubería, empleando una piel de gamuza para envolver las mandíbulas de los alicates, y lo sustituí por este otro que tiene unas señales completamente sintéticas, hechas con una herramienta cuyos bordes estaban mellados convenientemente.
El teniente Tragg enrojeció violentamente.
—¿Se da cuenta de lo que dice? —rugió.
—Sí.
—¡Ha destruido una prueba en un caso de asesinato!
—Oh, no —replicó Mason—. Aquí tiene el pedazo de tubería que me llevé. Éste es la verdadera tubería. Si usted juzga que posee algún valor como prueba, tómelo. Yo sólo tomé la precaución de retenerlo bajo custodia.
Los ojos de Tragg comenzaron a despedir chispas.
—Pero —continuó Mason—, el motivo verdadero fue que necesitaba que quienquiera que hubiese aflojado la tubería, creyese que los alicates habían dejado marcas en el hierro. Ahora, para su información, esta mañana, durante el aplazamiento de la audiencia, Borden Finchley se marchó con su coche a un solar lleno de maleza y arrojó en él unos alicates, regresando acto seguido al Tribunal. Bien, si llamo a Borden Finchley como testigo y le aprieto, probablemente obtendré una confesión, pero esto hará que la Brigada de Homicidios parezca una pandilla de ineptos. Si, en cambio, usted actúa durante esta suspensión del mediodía, no le permita saber que las marcas de la herramientas son falsas, ya que antes de las dos puede haber tenido una completa confesión. Ya sé que usted es muy ducho en estas cuestiones. Y, de todas formas —añadió Mason—, nadie necesita saber que fue sustituida la tubería. La Policía se llevará toda la gloria por la solución de este caso. Y Hamilton Burger podrá retirar su acusación contra mi defendida. Todos volveremos a formar una familia muy unida y feliz y…
—¿Dónde está ese solar? —aulló el teniente Tragg—. ¿Dónde arrojó los alicates…?
Mason le hizo un guiño a Paul Drake, el cual se acercó.
—Paul, busca al agente que sigue a Borden Finchley y ordénale que colabore con el teniente Tragg.
El abogado dio media vuelta, le sonrió a Daphne y le dijo:
—Nos veremos después del almuerzo, muchacha.
La joven, fuertemente abrazada a Horacio Shelby, le miró con los ojos anegados en llanto.
Mason se aproximó a Della Street.
—Ha llegado el momento de salir de aquí dignamente —le dijo.