Capítulo XVIII

El taxi se detuvo delante del motel «Casa de Mañana».

Mason ayudó a Della Street a apearse y pagó al conductor.

—¿He de esperar? —preguntó éste.

—No, muchas gracias —repuso Mason, utilizando sus conocimientos de español.

El taxista le dio las gracias a Mason por la generosa propina y arrancó. Mason y Della Street no se movieron de donde estaban.

Inskip, el agente de Drake, les silbó desde su coche estacionado, y Mason y Della cruzaron la calle hasta allí.

—Pabellón 5 —les informó Inskip—. Está dentro.

—De acuerdo. Aguarde aquí, porque nos conducirá al aeropuerto y entonces habrá ya concluido su misión.

El abogado y Della Street anduvieron bajo unos bananos, pasaron por delante de una oficina y finalmente Mason llamó a la puerta del número 5. No hubo respuesta ni el menor sonido.

Mason reprodujo la llamada.

La puerta se abrió ligeramente.

Mason contempló la angustiada faz y sonrió tranquilizador.

—Soy Perry Mason, señor Shelby, y ésta es mi secretaria, Della Street. Creí que ya era hora de mantener una charla con usted.

—¿Usted es… Perry Mason?

—Sí.

—¿Cómo…? ¡Oh, no importa! Pasen.

La puerta se abrió por completo.

—Me disponía a retirarme ya —se excusó el anciano, poniéndose la chaqueta.

Mason le palmeó la espalda y fue a sentarse al borde de la cama.

Della Street se acomodó en uno de los sillones de cuero y Horacio Shelby en el otro.

—Ha sido una batalla muy larga para usted —observó Mason.

—Usted es el abogado de Daphne, ¿verdad?

—Sí.

—¡Pobre muchacha!

—Se halla en un gran apuro —le informó el abogado.

—¿Un apuro? —el viejo levantó la mirada.

—Exacto.

—¿Por qué? ¡No debería tener ningún problema!

—Lo sé.

—¿Qué clase de apuro?

—La van a procesar por el asesinato de Ralph Exeter —dijo Mason, callando de pronto.

El rostro de Shelby fue una sucesión de emociones distintas: sorpresa, consternación y cólera.

—¿Ha dicho asesinato?

—Eso dije.

—Ralph Exeter… —masculló el anciano, escupiendo las palabras—. Un tramposo, marrullero, jugador de ventaja, extorsionista… ¡De forma que ha muerto!

—Ha muerto.

—¿Asesinado?

—Sí.

—¿Quién le mató?

—La policía afirma que Daphne.

—Imposible.

—Pues la policía…

—¿Dónde lo mataron?

—En el pabellón 21 del motel Northern Lights.

Shelby quedó callado largo tiempo.

Della Street, subrepticiamente, extrajo de su bolso un cuadernito y un bolígrafo y empezó a tomar notas.

—Bien, supongo que tendré que cantar al compás de la música —dijo finalmente el anciano.

—¿La música? —se extrañó Mason.

—Si hallaron a Ralph Exeter muerto en el pabellón número 21 del motel Northern Lights, fui yo quien lo mató.

—¿Cómo? —masón estaba asombrado.

—Le administré una dosis excesiva de pastillas somníferas —confesó Shelby a regañadientes.

—Cuéntemelo todo —le animó Mason.

—No hay mucho que contar. Estaba harto de todo, señor Mason, de todo. Ni siquiera quiero pensar en ello, ni menos describirlo.

—Conozco algunas de sus experiencias —le consoló el abogado.

—No, imposible. Usted ve mi experiencia a la luz de un hombre robusto en plena posesión de sus facultades. Yo ya no soy joven. Y sé que mi mente desvaría a intervalos. Hay veces en que me hallo muy bien, y otras en que me siento… me siento como adormitado. No coordino como debiera. Me duermo cuando los otros hablan. No, ya no soy joven. Por otra parte, no soy viejo aún. Puedo cuidarme de mí mismo. Y sé lo que he de hacer con mi dinero. Sé cómo manejar mis asuntos. Usted no tiene idea de lo que significa que a uno le quiten la alfombra de debajo de los pies. Quedarse sin un centavo en el bolsillo, sin nada en absoluto que sea suyo; tener que soportar que los demás te digan lo que tienes que hacer; tener a la gente pegada a la piel, y que te aten a una cama, tras haberte atormentado con inyecciones. No, no pasaría otra vez por esto aunque me viera obligado a cometer media docena de asesinatos.

Mason le contempló con simpatía.

—Daphne me ayudó a fugarme de allí —continuó el anciano—, Dios la bendiga. Supo utilizar su cerebro. Y me condujo a ese pabellón de aquel motel.

—¿Y luego?

—Me ordenó que no me dejase ver; que no tardaría en traerme la cena.

—¿Y cumplió su palabra?

—Sí, entró en un restaurante chino y compró la cena.

—¿Y después?

—Cuando ella se fue, y no estuvo en el pabellón ni dos minutos, se produjo una llamada a la puerta. No contesté durante unos instantes, pero al repetirse la llamada y no queriendo atraer la curiosidad ajena, me decidí a abrir. Bien, allí estaba Ralph Exeter, sonriendo con su odiosa y untuosa sonrisa, y diciéndome: «Ya he llegado, viejo Horacio», y empujó la hoja de la puerta, haciéndome retroceder hasta el fondo de la habitación.

—Cuénteme exactamente lo que ocurrió —le rogó Mason—. Necesito saber todo lo referente a Ralph Exeter.

—Ese bribón entró en el pabellón y me espetó que era él quien controlaba mi porvenir, que si yo accedía a pagarle a él ciento veinticinco mil dólares, seguiría en libertad; que lograría que Borden Finchley y su mujer no se ocuparan más de mí; que podría hacer lo que quisiera con el dinero sobrante; que si no me plegaba a sus exigencias, me entregaría a las autoridades, y que juraría que yo estaba completamente incapacitado, por lo que tendría que pasar el resto de mi vida en un sanatorio bajo el efecto de la droga o atado a una cama.

—¿Qué más? —preguntó Mason.

—Usted no sabe lo que yo había pasado, señor Mason. De no haber sido por tan penosa experiencia, me habría echado a reír y habría telefoneado a la policía. Pero tal como estaba el asunto, nadie me habría creído. Me habrían tomado por un chiflado. Bien, me quedé desesperado.

—¿Y qué hizo?

—Daphne me había entregado unas píldoras somníferas por si me hacían falta, así que me fui al cuarto de baño y las trituré en un vaso de cristal, tras lo cual volví al dormitorio. Pero el individuo se puso él solito en mis manos. Cuando entré estaba mirando ansiosamente la cena china. «¿Tiene un plato para servirme un poco de esto?», me preguntó. Le contesté que tenía palillos, y que lo que veía era lo que quedaba de mi cena. Me pidió los palillos. Se los entregué, y mientras le enseñaba a manejarlos, aproveché una oportunidad para mezclar los polvos con los alimentos. Se lo comió todo. Entonces le manifesté que deseaba reflexionar un poco su proposición; que en principio me hallaba de acuerdo con él, pero que ciento veinticinco mil dólares agotarían todas mis reservas monetarias. Y las píldoras no tardaron en surtir el efecto apetecido. Al cabo de poco rato, Exeter se tumbó en la cama, bostezó y se quedó dormido.

—¿Y usted…?

—Yo lavé las bolsas de cartulina, cogí el coche de Exeter, me fui al hotel Hollander-Heath y pedí la habitación contigua a la de Daphne.

—¿Por qué se llevó el auto de Exeter? —inquirió Mason.

—Me vi obligado a ello —confesó el anciano—. Antes había tratado de llamar un taxi, pero tenía que aguardarle en el cruce y esto podía ser peligroso.

—¿Qué hizo con el taxi?

—Fui a la parte alta y… Bueno, antes fui a la Union Station; pero luego decidí ir al aeropuerto y como tenía dinero pensé alquilar un coche. Sí, fui al aeropuerto y traté de alquilar el auto, pero en ningún sitio me lo quisieron vender sin mi licencia de conductor.

—¿No la llevaba encima?

—No, señor. Sólo poseía un cepillo de dientes, unos pijamas, un peine y un cepillo… en fin, cuatro chismes que Daphne compró para mí.

—¿Qué hizo usted luego?

—Cogí un autobús hasta El Mirar, y anduve los cuatro bloques hasta el motel.

—Ahora sepamos qué ocurrió después de haberse instalado usted en el hotel Hollander-Heath —le apremió el abogado.

—Daphne estaba en mi cuarto. Y no oyó llamar a la puerta. Había colocado un cartel de «No molestar», pero cometió la equivocación de correr el pasador, por lo que la gente tenía que comprender que ella estaba dentro. Y claro, tuvo que actuar con rapidez. Se tragó las restantes pastillas, se desnudó, se puso un camisón y se metió en la cama. Después se levantó para abrir la puerta. Iba a fingir que las píldoras la tenían aturdida. Dijo que le lavarían el estómago y que entre unas cosas y otras, yo tendría tiempo de huir.

—¿Y fue esto lo que usted hizo?

—Sí, Daphne me ayudó hasta el final. Yo tuve que aguardar un poco. Metí todo lo que ella me compró en una bolsa de plástico, bajé a la recepción y me despedí; después fui al garaje a buscar el coche de Exeter, conduje hasta San Diego, estacioné el auto, pasé la noche en un hotel, a la mañana siguiente me dirigí a un negocio de compra y venta de coches, donde no me pedirían seguramente mi permiso, y compré un coche. Quería ir a México, capital, pero me resultó imposible sin permiso turístico, y yo no pude conseguirlo sin demostrar mi ciudadanía, enseñar el permiso de conducir y demás.

—¿Es verdad que Daphne es hija de su antigua ama de llaves? —interrogó Mason.

Shelby le miró directamente a los ojos.

—Es verdad… pero también lo es que yo soy su padre.

—¿Qué? —exclamó Mason.

—Es la pura verdad —prosiguió Shelby—. Yo quise casarme con su madre, pero ella no estaba divorciada ni podía conseguir el divorcio. Entonces, mi hermano y su esposa murieron en un accidente y se me ocurrió adoptar a Daphne como si fuese mi sobrina. Pero, naturalmente, Borden Finchley sabía que esto no era verdad, por lo que le escribí que Daphne era hija del ama de llaves, y que ésta ya estaba encinta cuando llegó procedente del este. Borden jamás se cuidó de mí. Ni yo tampoco le comuniqué que había hecho fortuna. Supongo que fue Ralph Exeter quien efectuó averiguaciones a mi respecto. Borden le debía una crecida suma y Exeter le apretó las clavijas. Entonces, mis amados parientes decidieron venir a verme. La primera vez que Borden y su mujer me visitaron después de veinte años. Y entonces se les ocurrió la idea de desembarazarse de Daphne y comenzar a molestarme hasta el punto de tornarme majareta. No tiene usted idea de todo lo que hicieron. Luego comenzaron a administrarme drogas y todo se tornó confuso. Bien, ahora soy un hombre nuevo. Volveré a Los Ángeles y me enfrentaré con la música. Si le suministré un exceso de droga a Ralph Exeter y falleció a consecuencia de esto, aceptaré toda la responsabilidad de mi acción. Pero lo único que pretendí fue adormecerle a fin de poder escabullirme de su red, ésta es la pura verdad.

—No, no fueron las píldoras las que le mataron —le consoló Mason—. Alguien desatornilló la tubería del gas y murió asfixiado.

—¿Cómo? —se admiró Shelby.

Mason asintió.

El anciano calló unos momentos y luego suspiró.

—Bien, supongo que la culpa fue mía. Y nadie va a creer mi versión.

—La Policía descubrió que usted cogió un taxi delante del motel antes del crimen. Saben que Daphne compró en el restaurante chino la cena para usted y creen que fue ella quien mató a Exeter para procurarle a usted una nueva fuga.

—Me fui pero regresé —explicó Shelby—. Y al hacerlo, quebranté la promesa hecha a Daphne. Ella quería que me quedase allí, pero yo sólo quería poder huir y necesitaba un coche para viajar.

Mason consultó su reloj.

—Nos esperan unos aviones —dijo.

Horacio Shelby suspiró, sacó una maleta debajo la cama y comenzó a amontonar ropa dentro.

—De acuerdo, dentro de diez minutos estaré a punto.