Capítulo XIV

Mason se dirigió a la puerta de comunicación de la habitación de Daphne Shelby. La probó. Estaba cerrada.

Empujó con todas sus fuerzas y la puerta se abrió de repente, precipitando al abogado dentro de la otra estancia.

Pero estaba completamente vacía.

Mason miró en el cuarto de baño y luego corrió al pasillo.

Paul Drake estaba allí de guardia.

—No ha salido nadie —le informó al abogado.

—¡De prisa! Es muy listo. Se despidió del hotel mientras estábamos entretenidos con Daphne. Ésta fingió, no sólo para protegerse, sino también para darle tiempo a su tío a escapar. Vámonos.

El abogado volvió a correr hacia el ascensor, oprimió frenéticamente el botón y cuando la jaula se detuvo le entregó al ascensorista un billete de cinco dólares.

—¡Abajo, de prisa! —le ordenó.

Las puertas se cerraron y el ascensorista, muy contento, mandó el armatoste al vestíbulo. Mason se precipitó al mostrador de la recepción.

—¿Se ha marchado el ocupante de la 720? —preguntó.

—Sí, hace unos instantes.

—¿Qué clase de tipo era?

—Ya mayor, esbelto, de aspecto distinguido, pero muy nervioso… ¡Vaya, allí está!

—¿Dónde?

—Ahora pasa por la puerta giratoria.

Mason atravesó el vestíbulo en cuatro zancadas y le dijo al portero:

—¡De prisa, un taxi!

De nuevo, un billete de cinco dólares obró maravillas.

Mason, Della Street y Paul Drake se apretujaron dentro del vehículo.

—¿Adónde vamos? —preguntó el taxista.

—Siga a ese individuo que va andando por la acera —le ordenó Mason—, pero sin que sepa que le seguimos. Esto es enteramente legal, pero secreto. Aquí tiene veinte dólares para tranquilizar su conciencia.

—Vaya, por veinte dólares soy capaz de prescindir de mi conciencia —exclamó el conductor. Y se embolsó el billete con una sonrisa.

—Esto es aparte de lo que marque el taxímetro —añadió Mason.

—¿No quiere detenerle?

—No, caramba —gruñó el abogado—. Quiero saber a dónde va.

El individuo se dirigió al garaje del hotel.

—Debe tener ahí su coche —le comunicó Mason al taxista—. Tendremos que seguirle. Paul, allí hay una cabina telefónica. Llama a tu oficina y tráete a un par de agentes. ¿Cuántos coches tienes equipados con teléfono?

—Dos.

—Ponlos a ambos en acción. Uno al este y el otro al sur.

Drake efectuó la llamada.

Transcurrieron casi diez minutos antes de que el anciano saliese del garaje, conduciendo un coche con matrícula de Massachusetts.

Mason le echó una ojeada a la matrícula y agarró a Drake por el brazo.

—Es el auto de Ralph Exeter.

Reflexionó un instante y por fin Mason se dirigió al taxista:

—Le seguiremos. Será un poco difícil cuando haya salido de la ciudad, pero es lo mejor que podemos hacer.

—Sí, por estas calles no me costará seguirle —asintió el otro—, pero cuando se halle en una autopista, me costará bastante. Estos taxis son muy buenos en una ciudad, ya que arrancan y frenan casi al instante, pero no sirven para las velocidades de las autopistas.

—Lo sé —reconoció Mason—, haga cuanto pueda.

El viejo conducía cautelosamente, sin correr riesgos y manteniéndose dentro de los límites legales, por lo que el taxi no tuvo dificultad en seguirle. Luego, el coche de Shelby dobló hacia la autopista de Santa Ana y cobró velocidad.

El taxista comenzó a mascullar entre dientes, pero las luces que veía delante no se alejaron en ningún momento con exceso.

Al cabo de diez minutos, el coche de turismo se detuvo ante una gasolinera.

—¿Necesita gasolina? —le ofreció Mason al taxista.

—Bueno… nunca viene mal.

—Entre el coche.

—¿No es peligroso? —intervino Della Street.

—No conoce nuestro aspecto —le recordó el abogado.

El conductor del auto con licencia de Massachusetts pasó a la salita de espera.

Mason se acercó al encargado y le entregó un billete de veinte dólares.

—Tenemos prisa —le dijo—. ¿Podría servirnos a nosotros antes que a ese otro coche?

El encargado sonrió.

—Puedo entretenerme un poco con ese otro auto.

—Hágalo.

Paul Drake fue a telefonear.

—¡Dame el número de ese coche tuyo que va hacia el sur! —le gritó Mason—. Probablemente se halle ya en esta autopista. Dile al conductor dónde estamos, dale tiempo y dile que se reúna con nosotros.

El abogado comenzó a pasear con impaciencia sobre: la superficie de cemento, muy pensativo.

Al fin, el anciano salió de la sala de descanso y Mason pudo saborear a sus anchas el aspecto de aquél. Tenía un rostro aristocrático, con una nariz delgada y algo caballuna, un bigote gris, pómulos altos y ojos azules.

El anciano no dejaba de mirar a su alrededor, nerviosamente. No pareció prestarle la menor atención al taxi, y Mason procuró pasar completamente inadvertido.

Drake emergió de la cabina telefónica y le hizo una seña a Mason, el cual se le aproximó.

—Mi agente se halla a unas cinco millas detrás de nosotros. Cuando nos vayamos, ya habrá llegado aquí.

—Buen trabajo —ponderó Mason—. Estos coches equipados con teléfono valen lo que cuestan.

—Sí —asintió el detective—, y estos taxis resultan tan conspicuos… Si continuamos siguiéndole con éste, acabará por darse cuenta.

—Por esto nos marcharemos antes —decidió Mason—. Ahora ya sabemos que continuará por esta autopista. No existe mucho riesgo de que doble hacia un camino lateral.

—Si lo hace, estamos listos.

—Sí —convino Mason—, pero es un riesgo que debemos correr. En nuestra profesión siempre hay que correr algún riesgo.

El encargado se dirigió hacia Mason.

—Todo listo —le anunció.

Mason pagó la cuenta y le dijo al taxista:

—Por la autopista adelante, muy despacio. Si ese otro coche quiere pasarnos, da igual.

—Es difícil reconocer a los coches que vienen por detrás —rezongó el taxista—. Todos los faros son iguales.

—Ya lo sé, pero esperaremos hasta que nos adelante.

—¡Un momento! —gritó Drake—. ¡Aquí está mi agente!

Un coche alargado frenó delante de la estación de servicio. El conductor hizo sonar un par de veces la bocina.

—Pare —le elijo Mason al taxista, en el momento en que aquél pisaba el arranque—. Aquí tiene veinte dólares. Esto cubrirá el importe de ida y vuelta. Déme su número de licencia a fin de que pueda convocarle como testigo, si es necesario.

—Usted es Perry Mason, el abogado, ¿verdad?

—Sí.

—Vaya, será un placer ser testigo suyo, señor Mason. Aquí tiene mi tarjeta.

Mason, Drake y Della Street cambiaron de coche. Unos momentos más tarde, Drake que estaba mirando por la ventanilla posterior, exclamó:

—¡Aquí viene el viejo, Perry!

—¿Cuánta gasolina queda en el depósito? —le preguntó Mason al agente que conducía.

Drake sonrió.

—No te apures, Perry —le tranquilizó—. Mis coches siempre llevan llenos todos los depósitos.

Mason respiró aliviado.

—Bien, así será más sencillo —comentó.

El auto de Massachusetts les adelantó, y el de Paul Drake inició la persecución.

—No mantenga una distancia siempre igual —le advirtió el abogado al conductor.

—No te apures tampoco esta vez, Perry —sonrió Drake—. Mi agente lleva muchos años de práctica. Y está altamente especializado en la profesión.

—Estoy tan nervioso como un gato —reconoció Mason, retrepándose en el asiento, exhalando un suspiro.

—No lo entiendo —exclamó Drake, después de una larga pausa—. ¿Qué está haciendo Horacio Shelby con el coche de Ralph Exeter, y por qué Daphne le hizo ocupar la habitación contigua y por qué…?

—¡Basta de preguntas! —le atajó Mason—. Ahora, precisamente, estamos obteniendo las respuestas.

—Ésta no es vida para una empleada —se quejó Della Street—. A la hora en que debería abrir la oficina por la mañana, estaremos en Tucson.

—Más seguro, en Ensenada —la rectificó el abogado.

Pero cuando se disponían a tener que soportar una larga persecución, el coche de delante se detuvo delante de un motel de San Diego, y el conductor alquiló un pabellón con el nombre de H. R. Dawson.

Mason le pasó sus órdenes al agente.

—Le conseguiremos el relevo lo antes posible, ya que necesitamos dos o tres agentes para esta labor. Informe por teléfono a la oficina de Paul. Usted tendrá que ayudarnos a vigilar a ese hombre, pero dentro de una hora necesitamos aquí otro agente para que le ayude.

—De acuerdo. Puedo pasar despierto toda la noche, si logro tomarme una taza de café de cuándo en cuándo —replicó el agente—. Y también tengo unas píldoras para no dormir.

—Llame por teléfono a la oficina —insistió Mason, y luego se dirigió a Paul Drake—: Tú ve también al teléfono. Pide un agente a tu sucursal de San Diego.

—De acuerdo —asintió Drake, el cual le dijo luego a su empleado—: Que envíen otros dos coches de relevo a la oficina.

—Preferiblemente, uno de ellos con teléfono —añadió Mason.

—El otro debe hallarse por la autopista de San Bernardino —calculó el detective—. Haré que vuelva hacia aquí. Podrá llegar a las tres de la madrugada.

—Tendrá usted muy pronto el relevo —le prometió aún Perry Mason al agente—. Ahora nosotros pediremos un coche y regresaremos.

El agente usó su teléfono para avisar a un taxi. Este les condujo a una agencia donde alquilaban coches sin conductor, y al cabo de una hora, el abogado, Della Street y Paul Drake se hallaban camino del norte con el auto alquilado.

—¿Sabes qué es lo que sucede? —inquirió Drake.

—No muy bien —contestó Mason—, pero empiezo a formarme una idea.

—¿No tendremos que comunicar lo que hemos hecho?

—¿Por qué?

—Si ése es Horacio Shelby, resulta sospechoso de asesinato, toda vez que está conduciendo el auto del muerto.

—¿Sospechoso para quién?

—Para la policía.

—Pero no para mí —replicó el abogado—. ¡Afortunadamente, sabemos que él no lo hizo!

—¿Cómo lo sabemos?

—Porque la misma Daphne lo dijo. Sí, afirmó que su tío Horacio era incapaz de matar ni a una mosca.

—Quizá haya sufrido un cambio de personalidad —arguyó Drake, con sequedad—. La verdad, sin avisar a la policía que hemos localizado el coche del hombre asesinado, no me siento tranquilo.

—La policía aún no nos ha interrogado, y nosotros tenemos la obligación de permitir que Horacio Shelby logre huir.

—¿Huir?

—Sí, que vuelva a sentirse dueño de sí mismo algunas horas, al menos, y recobre su propia personalidad. También permitiremos que se escurra de la policía tanto como pueda. Si su hermanastro intenta demostrar de nuevo que Horacio es un nombre incapacitado, nosotros demostraremos que supo burlarse del teniente Tragg, lo cual indica un coeficiente de inteligencia muy alto.

—Creí —intervino Della Street— que iba usted a demostrar que ese viejo era el asesino y que, legalmente, está perturbado.

Mason sonrió.

—El buen estratega cambia de planes de acuerdo con las circunstancias.

—¿Y ahora han cambiado?

—Grandemente —afirmó Mason—. Bien, Paul, necesitamos hacer varias cosas. Primero, coge un agente para que registre el motel Northern Ligths. Puedes telefonear desde la próxima cabina que veamos. Que vaya a realizar el registro esta misma noche.

—¿Por qué?

—Porque el sitio estará lleno —repuso Mason—. El único pabellón vacío será el 21. La policía ya quitó el cadáver, han fotografiado el lugar y por estas horas ya debe estar en alquiler. Dile a tu agente que se aloje en el pabellón 21. Luego, emplea otro agente que lleve su tarjeta de investigador privado y vaya al motel a primeras horas de la mañana. Que pida ver las fichas de inscripción y anote las matrículas de todos los coches que vea con matrícula de Nevada. Luego, que se dedique a investigar respecto a sus propietarios, quiénes son y qué hacen.

—De acuerdo —accedió Drake—. Y ahora, ¿me dejas conducir un rato? Todavía queda un buen trayecto.

—Espera otra media hora. Estoy tan nervioso como un gato bajo una tormenta y tengo que meditar.

—Y esto —anunció Della Street gravemente— es invitarnos a permanecer completamente mudos.