Capítulo XIII

Eran más de las diez de la noche cuando sonó en la puerta la llamada especial de Paul Drake.

Della Street le franqueó el paso.

En el despacho de Perry Mason penetró el detective, derrengado, sudoroso y jadeante, y se dejó caer en el sillón.

—He procurado ir lo más de prisa posible —dijo—. Sabía que vosotros queríais iros a casita, pero no ha sido nada fácil.

—¿Qué has descubierto? —quiso saber el abogado.

—Algo que la Policía ha estado reteniendo —fue la respuesta—. He averiguado lo que realmente saben respecto a los barbitúricos.

—Adelante.

—En el cuarto de baño del apartamento donde fue hallado el muerto —prosiguió Drake—, el pabellón 21 del motel, los chicos de la Policía hallaron un vaso, uno de esos vasos de cristal que hay en todos los pabellones de todos los moteles del mundo, ya sabes cómo son, cómo suelen envolverlos con papel embreado y una etiqueta respecto al antiséptico.

Mason asintió.

—Dentro del vaso se hallaba el tubito de vidrio de un cepillo de dientes y un poco de polvo blanco. El teniente Tragg buscó las huellas dactilares del tubito.

—¿Halló algunas?

—Sí, halló algunas. Probablemente, las de Horacio Shelby, aunque todavía no están seguros.

—¿Qué más? —inquirió Mason.

—Alguien había usado el tubito del cepillo de dientes para pulverizar unas píldoras somníferas, usando el vaso como almirez improvisado, y el propio tubito como mano de almirez.

—¿Cómo llegaron a saber que el tubito había sido destinado a ese uso?

—Todavía quedaban unas motas de polvillo en el fondo del mismo.

—Sí, Tragg es un tipo muy eficiente y meticuloso —observó Mason.

Drake asintió, sombríamente.

—¿De qué eran los polvos? —añadió Mason.

—Un preparado barbitúrico llamado Somniferone. Es una combinación muy rápida en su acción, mezclada con otro derivado barbitúrico de efectos más retardados. El resultado es un producto que actúa velozmente y cuyos efectos duran bastante tiempo.

—¿Cómo lo identificaron?

—Por medio de uno de esos aparatos analíticos de rayos X. Tragg obtuvo las huellas del tubito y se apresuró a llevarlo todo al laboratorio de la Policía.

—De acuerdo —asintió Mason, cansinamente—. Ya veo que tienes algo más encerrado en tu melón. Anda, suéltalo.

—El Somniferone —continuó el detective— es el barbitúrico que le fue prescrito a Horacio Shelby por el doctor que avisó Borden Finchley después de haber llevado al viejo al sanatorio. También es el mismo doctor que prescribió el sedante que Daphne se llevó en su viaje. La receta precisamente la firmó muy poco antes de que la muchacha partiese de vacaciones. Por esto la chica se llevó consigo una dosis de Somniferone suficiente para tres meses.

—Prosigue —le animó Mason.

—La Policía todavía no lo sabe pero siguen investigando y están llegando a la buena pista.

—¿Cuál es la buena pista?

—Tu cliente —afirmó Drake—. Ciertamente, esa muchacha puede estar representando una comedia. Se hace pasar por la diosa de la Dulzura, la pequeña señorita Inocencia, y en realidad es más astuta que nadie.

—¿Cómo es eso? —se interesó Mason.

—Bueno, fue al restaurante chino y compró una cena china. Luego se marchó al pabellón 21. Cogió las píldoras somníferas que llevaba en el bolso y las desmenuzó en el vaso de cristal con ayuda del tubito y el cepillo de dientes. Invitó a Ralph a entrar dentro para celebrar una conferencia. Drogó los alimentos, arrojó lo sobrante en el retrete y lavó los recipientes de cartulina. Cuando el individuo se durmió, ella conectó la tubería del gas a fin de dejarlo salir, y se largó. Sabía que, de una manera u otra, Ralph Exeter no la molestaría nunca más.

—No es esto, Paul —Mason sacudió negativamente la cabeza.

—Pues es una teoría magnífica —se ufanó el detective—. Y a la Policía le empieza a gustar.

—Daphne compró la cena para Horacio Shelby —alegó el abogado.

—No —objetó Drake—, Shelby ya se había marchado del pabellón.

—¿Cómo?

—Hemos encontrado a un taxista que recibió una llamada para recoger a un pasajero en la esquina donde se halla localizado el motel Northern Lights. Bien, el taxista fue allí. Un hombre muy mayor, que parecía un poco trastornado, le estaba esperando en la esquina. Se metió en el taxi y pareció un poco vacilante respecto a la dirección que iba a dar. Se decidió por la Unión Station, pero después cambió de idea y se hizo conducir al aeropuerto. Allí fue donde le llevó el taxista. El viejo parecía podrido de dinero. Extrajo un mazo de billetes de su bolsillo, ninguno menor de cien dólares. Y el taxista tuvo que acompañarle a las oficinas del aeropuerto para poder cambiar. El viejo era Horacio Shelby. La descripción concuerda.

—¿El elemento hora? —interrogó Mason.

—El elemento hora da una hora antes de que Daphne Shelby se dirigiese al restaurante chino en busca de la cena.

—Está bien —admitió el abogado—, evidencia circunstancial, pero todavía no hay pruebas definitivas, Paul. Además, Daphne no tenía ningún motivo para asesinar a Exeter.

—No trates de engañarte. Estaba más resentida con Ralph que con los demás de la pandilla. A Borden lo consideraba tío suyo, y también tía a Elinor. En cambio, Exeter era el único que estaba haciendo el daño, presionando al matrimonio Finchley, y Daphne estaba bien enterada de ello.

—¿Y Borden Finchley? —le recordó Mason—. ¿Dónde estaba mientras ocurría todo eso?

—Borden posee una coartada, lo mismo que su esposa, Elinor.

—¿La has comprobado?

—La he comprobado. Naturalmente, se trata de una coartada matrimonial, pero existe una corroboración independiente. Los Finchley estaban sacando todos los efectos de Daphne de la habitación de la joven, haciendo inventario de todos los vestidos y prendas interiores, con frasquitos del maquillaje y los papeles. Pasaron en esto, al menos, tres horas. La asistenta estuvo abajo casi todo el tiempo, sollozando por todo lo ocurrido. Por fin, la señora Finchley bajó, la regañó y la mandó a su casa.

—Había aquellos tipos de Las Vegas muy interesados en Exeter, Paul —volvió a recordarle Mason—. Cuando efectué mi primera visita al sanatorio «Buena Voluntad», un tipo se acercó a mi coche y me preguntó si yo era el doctor nombrado por el Tribunal para examinar a Shelby. Claro está, le contesté que no. Entonces, el individuo se alejó apresuradamente, se metió dentro del auto que tenía aparcado entre unos árboles y se marchó. No conseguí ver con claridad todo el número de la matrícula, pero sí que era del estado de Nevada. Lo supe por los colores. No quise seguirle para que no se diera cuenta, por lo que fingí que entraba en el sanatorio, pero luego cambié de idea, me metí en mi coche y salí en su persecución para obtener su número de licencia. Bien, no lo conseguí. Seguramente se metió por alguna bifurcación.

—De acuerdo, es una pista —concedió Drake—, pero por la hora en que tu cliente estaba en el pabellón 21, del motel Northern Lights, aparentemente llevándole la cena china a Horacio Shelby, éste ya se había largado de allí.

—¿No hay duda respecto a variaciones del elemento tiempo?

—No hay duda —Drake se mostró terminante.

—Está bien —suspiró Mason—, tendremos que someter a Daphne a un interrogatorio exhaustivo. Ya me ha mentido demasiadas veces. Della —añadió, dirigiéndose a la secretaria—, llámela, por favor.

Della Street buscó el número en la ficha y marcó el número de la joven.

—Me gustaría hablar con la señorita Shelby, por favor.

Esperó un instante y agregó:

—Seguramente, la pobrecita estará dormida. Ha tenido un día de prueba.

—¡La pobrecita! —se burló Mason—. Tan pobrecita es ésa, como que yo soy cantante de jazz. A estas horas, debe de estar haciendo alguna de las suyas.

Los tres esperaron con ansiedad.

—¿Está segura —preguntó poco después Della Street por el teléfono— de que está llamando a la habitación que le he dicho, telefonista? ¿Le importaría probar de nuevo?

Se produjo otro silencio y al final, Della Street dijo:

—Gracias, llamaré más tarde. No, no quiero dejar ningún recado.

La secretaria colgó el aparato y se enfrentó con los dos hombres.

—Sin respuesta. O no está en su habitación o…

Su voz se arrastró de manera muy significativa.

Perry Mason, saltando de su butaca, le hizo una seña a Drake.

—Bien, amigo, vámonos.

—¿Un coche? —quiso saber Drake, mientras descendían por el ascensor.

—Taxi. No quiero problemas de aparcamiento al llegar allí, y además tal vez haya muchos autos delante del hotel cuando regresemos.

Salieron del edificio de despachos, hallaron un taxi estacionado a pocos metros del portal y los tres se embutieron en su interior.

Mason le dio al taxista el nombre del hotel de Daphne, el coche efectuó una hábil maniobra y arrancó, no tardando en llegar a las señas dadas más de siete u ocho minutos. El abogado le obsequió con una generosa propina, tras abonar el importe, penetró en el hotel y con el más completo de los aplomos le dijo al ascensorista:

—Al séptimo.

Al salir del ascensor, el abogado torció a la izquierda por el corredor.

Las puertas del ascensor se cerraron.

Mason aguardó hasta que el ascensorista hubo llevado la cabina móvil hacia abajo, antes de consultar los números de las habitaciones. De pronto, se dio cuenta:

—Dirección equivocada. Pero no quise que el botones supiera que no sabía adónde íbamos.

—¿Cuál es el número? —preguntó Drake.

—El siete dieciocho.

Retrocedieron sobre sus pasos hasta hallar el 718.

En la puerta había un cartel con la consabida advertencia: «No molesten, por favor».

—Consideremos una cosa —les rogó Della Street—. Anoche esa pobre criatura se la pasó en vela, trabajando en el sanatorio. Llevaba, por tanto, más de treinta y seis horas sin dormir. Es muy natural que haya colocado ese cartel en la puerta y se haya acostado.

—También sería natural que se hubiese despertado para contestar el teléfono —observó Mason.

—Tal vez no, si duerme profundamente —insistió la secretaria.

Los nudillos de Mason aporrearon la puerta. Esperó un momento y volvió a golpear con más ímpetu. Tampoco hubo respuesta.

—Della, no me gusta pedírtelo, pero tengo que entrar ahí. Vaya al ascensor, baje y salga del hotel; luego, vuelva a entrar, diríjase con desenvoltura al mostrador del conserje y pídale la llave de la habitación 718. Si lo hace con aplomo, obtendrá la llave. Si le pregunta el nombre, conteste Daphne Shelby. Si es un tipo suspicaz y desea más detalles de identificación, confiese quién es y que yo la estoy aguardando aquí. Que Daphne es mi cliente, que temo que la hayan drogado o quizás asesinado, y que si no contesta a mis llamadas es porque no puede. Si llega este caso, pida que el detective de la casa suba también.

—¿Cree, jefe, que puede…?

—¿Cómo voy a saberlo? Ya hemos tenido un asesinato. ¿Por qué no dos? Voy a decirle la actitud que tiene que adoptar con el detective de la casa. Explíquele que yo la espero aquí. Esto hará que el tipo no la acuse de haber querido apoderarse de una llave que no le pertenece.

Della Street asintió.

—¿Cree que podrá hacerlo?

—Pondré en práctica todas mis dotes de actriz consumada —sonrió la joven.

—Ahora procure salir del vestíbulo sin ostentación, para que el conserje no se fije en usted. Y cuando entre, diríjase directamente a pedir la llave.

—¿Pero y si Daphne tiene la llave consigo?

—En estos hoteles tienen casi siempre dos llaves de cada habitación en el casillero, y una tercera en un cajón, que emplean cuando las demás se pierden.

—¿Estará usted aquí?

—Estaré aquí —le aseguró Mason.

Della Street se dirigió al ascensor, oprimió un botón y al cabo de unos instantes comenzó a descender.

Mason, como simple medida de precaución, volvió a aporrear la puerta. Al no obtener respuesta, se recostó contra la pared, apoyando también en la misma el pie derecho, y le dijo a Drake:

—Todavía se presentan más complicaciones.

—Dependiendo, naturalmente, de lo que haya sucedido —objetó el detective.

—No importa lo que haya sucedido —rezongó el abogado. Y añadió, tras una corta pausa—: Lo cierto es que hay complicaciones. Si la chica no ha contestado al teléfono ni a mis llamadas a la puerta, probablemente nos tropezaremos con un cadáver… o quizá con alguien que habrá sido drogado con un barbitúrico. En cualquier caso, nuestra única esperanza será poder llevarla rápidamente al hospital para salvarle la vida. Si no está en su cuarto, empezarán los problemas.

—¿Como cuáles? —preguntó Drake.

—Supongamos que el teniente Tragg desee interrogarla. Le previno que no debía abandonar la ciudad, a fin de estar dispuesta a un interrogatorio en todo momento. Si la chica no está en su cuarto, Tragg lo considerará una fuga, y en este Estado, una fuga es una confesión de culpabilidad.

—¡Oh… oh! —exclamó Drake.

Aguardaron otros cinco minutos, y de repente, el ascensor se detuvo en la planta. Las puertas se deslizaron a los costados y Della Street le dio las gracias al ascensorista y se dirigió hacia los dos amigos.

—¿Salió bien? —quiso saber Mason.

Por toda respuesta, la joven exhibió la llave con el círculo metálico donde se leía el número de la habitación.

Della insertó la llave en la cerradura.

—Será mejor que esto me lo deje a mí —la advirtió el abogado, avanzando—. Si la puerta está cerrada por dentro con el pasador, nos enfrentaremos con un problema más peliagudo. En caso contrario, yo soy el abogado de esa muchacha, por lo que es preferible que sea yo quien abra.

La llave chirrió ligeramente. Mason, muy lentamente, comenzó a girarla, giró también el tirador, empujó la hoja de madera y se volvió hacia los otros.

—Está cerrada con el pasador.

—Lo cual significa que está dentro, ¿verdad?

El abogado asintió, pensativamente.

—Busquemos al detective del hotel —sugirió Drake.

—Probaremos una vez más —arguyó el abogado.

Esta vez sus nudillos sonaron con más fuerza que antes sobre la madera.

—Está bien —decidió al final Mason—, vayamos a buscar al detective y forzaremos esta puerta. Si…

El abogado calló al oír el sonido del pasador al ser descorrido.

De repente, la puerta estuvo abierta.

Daphne Shelby, cubierta con un camisón de encaje, les contempló, adormilada.

—¿Qué…? ¡Estoy… mareada…! ¡Socorro! —y cayó al suelo.

Della Street corrió a su lado.

—Aquí tienen un médico —dijo Perry Mason—. Que le llamen. Pero antes, debemos impedir que se duerma. Paul, busca algunas compresas frías. Aplícaselas a su cabeza y en el cuello.

—De acuerdo —se conformó el detective—. Pero antes metámosla en cama y…

—En la cama, no —le corrigió el abogado—. Si está drogada sería el peor sitio del mundo para ella. Tiene que andar. Yo la cogeré por un costado y usted, Della, por el otro. Por favor, Della, busque unas toallas.

—Sí, en seguida.

La joven corrió el armario, sacó una toalla de baño y entre los tres envolvieron con ella a la muchacha. Entonces, Perry Mason y su secretaria comenzaron a obligar a andar a Daphne. Drake pasó al cuarto de baño.

La muchacha dio uno o dos pasos y de repente cayó, gimiendo.

—Oh, estoy tan dormida… tan… tan dormida…

Drake salió del cuarto de baño con una toalla fría. La colocó en tomo al cuello de Daphne y luego sobre la cabeza.

—Vamos, Daphne —la animó—, tiene que seguir andando.

—¿Qué le ha ocurrido, Daphne? —la interrogó Mason.

—Creo… que me han… envenenado.

—Lo sé. ¿Pero qué le hace sospechar que la han envenenado?

—Me detuve en el mostrador de degustaciones. Pedí un poco de chocolate. No quería nada más que un poco de chocolate caliente y unas tostadas. Estaba tan cansada… Estuve de pie toda la noche pasada.

—Lo sé; adelante —la invitó Mason.

—El chocolate tenía un sabor muy raro —prosiguió Daphne, agregando—: Tuve que telefonear y dejé la taza sola durante un minuto. Le pedí a la camarera que no se la llevara. Había una mujer de aspecto muy gracioso sentada cerca del extremo del mostrador… —bruscamente, Daphne dejó de hablar y se convirtió en un peso muerto.

Mason y Della Street consiguieron incorporarla. Drake apareció con otra toalla fría.

—Ve al teléfono, Paul —le ordenó Mason—. Haz que envíen aquí al médico del hotel, rápidamente. Di que se trata de un envenenamiento con un somnífero.

Mason le entreabrió la «negligé» y empujó la toalla fría hacia la espina dorsal de la muchacha.

—¡Oh! —exclamó ésta—. ¡Está muy fría!

—Le hará bien —le aseguró Mason—. Siga andando.

—No… no puedo. Quiero… irme al lecho y dormir.

—Siga andando, siga andando —la urgió el abogado.

Drake regresó del teléfono.

—Dentro de unos segundos llegará el médico.

Mason se dirigió a Della Street.

—Llame al servicio, y pida dos cafeteras llenas de café muy fuerte.

—Por favor… déjenme… dormir —suplicó Daphne.

—Sigue trayendo toallas, Paul —continuó Mason dando órdenes.

—¡No, no! —protestó la muchacha—. ¡Estoy empapada!

—Estará usted empapada cuando hayamos terminado —la conminó Mason—. Paul, llena la bañera de agua sólo un poco más caliente que templada. Della Street se cuidará de que Daphne se dé un baño tibio… a fin de darle algún estímulo y que no se enfríe excesivamente. Pon el agua a muy pocos grados por encima de la temperatura normal del cuerpo humano.

Drake le entregó a Mason otras dos toallas acabadas de humedecer.

—Ojalá tuviese cuatro manos —refunfuñó.

Mason continuó haciendo andar a Daphne. Della Street pidió el café.

Y desde el cuarto de baño llegó el rumor del agua corriente.

Daphne suspiró. Dejó caer la cabeza sobre el hombro del abogado y se derrumbó de nuevo.

Mason consiguió volver a ponerla de pie.

—Ande, ande, Daphne —la aconsejó—. Tiene usted que ayudarme. Tiene que caminar. No puedo estar llevándola en brazos. ¡Ande!

—No siento el suelo —se quejó la chica—. Mis pies no tocan nada.

—¿Cree que la mujer que estaba sentada cerca de usted le metió algo en el chocolate?

—Tenía un sabor muy raro, amargo, y yo le añadí azúcar.

—¿Puede describir a esa señora? ¿Sabe cómo era?

—No… no puedo concentrarme… Siento defraudarle, señor Mason.

Y sus piernas volvieron a vacilar.

Mason y Della levantaron otra vez aquel peso muerto.

Después, el abogado echó hacia atrás su mano izquierda, y con la palma le propinó a Daphne un golpe soberbio.

La joven arqueó la espalda, al tiempo que se le cortaba la respiración.

—¡No vuelva a pegarme! —rugió ella, y al instante comenzó a quejarse y a gemir.

Esta vez, ni el abogado ni Della Street consiguieron que la muchacha se sostuviese sobre sus piernas.

Mason la miró, acurrucada en el suelo, con los ojos entornados y al final dijo:

—Será mejor que la acostemos.

—Pero usted dijo que así se hundiría en la inconsciencia —protestó Della.

—Lo sé, pero es igual —decidió Mason—. Metámosla en la cama.

Hubo una llamada a la puerta.

Fue Drake quien abrió.

—Soy el doctor Selkirk —se presentó un caballero que llevaba una cartera negra.

—Esta joven parece haber ingerido una fuerte dosis de barbitúricos —le explicó Mason.

—Está bien —asintió el galeno—. Le bombearemos el estómago para un lavado.

—Y guarde lo que pueda —le advirtió Mason—. Estoy interesado en ello.

—¿Tienen aquí algún recipiente indicado? —quiso saber el doctor.

—Hay una jarra de agua.

—Bien, servirá si la necesitamos —se conformó el doctor—. Necesitaremos café.

—Ya lo hemos pedido, doctor —le contestó Perry Mason.

—Y tenemos que taparla y mantenerla bien caliente.

El médico bombeó el contenido del estómago; luego auscultó con un estetoscopio el pecho de la paciente. Frunció el ceño, le tomó el pulso y fue hacia la jarra donde había depositado el contenido del estómago.

Mason entró en el cuarto de baño y le ordenó a Paul Drake:

—Pon el agua casi a cero grados, Paul.

—¿Qué? —Drake abrió desmesuradamente los ojos por el asombro.

—Casi a cero grados.

El doctor Selkirk llamó al abogado.

—¿Podría hablar con usted un instante? —le preguntó.

Ambos se apartaron a un lado. El doctor bajó la voz, mirando con aprensión al rincón donde Della Street estaba alisando el húmedo pelo de Daphne, y apartándole algunos mechones de la frente.

—Veo algo muy gracioso —afirmó el doctor Selkirk—. La jovencita tiene el pulso muy fuerte y activo, su respiración es normal y regular, pero en el contenido estomacal hay restos de unas píldoras, de esto no cabe duda.

—¿Quiere decir que las píldoras no han sido digeridas? ¿Que se las tragó con el chocolate?

—Sí, tomó chocolate hace cosa de una hora —afirmó el doctor—, pero dudo mucho que las píldoras fuesen ingeridas con esa infusión. Creo, más bien, que las tomó más tarde.

—¿Me da permiso para efectuar un experimento, doctor? —inquirió Mason.

—¿Qué clase de experimento?

—Le he dado órdenes al señor Drake, un detective privado, que ahora está en el cuarto de baño —explicó Mason, elevando el tono de voz—, de que llenase la bañera con agua templada. Quiero que…

El doctor Selkirk comenzó a menear negativamente la cabeza.

—Deseo impedir que se enfríe, haciendo que tome un baño de agua caliente —prosiguió Mason.

El médico comenzó a decir algo, pero el abogado levantó un índice obligándole a callar y luego le guiñó un ojo sin disimulo alguno.

—Vamos, Della, llévela a la bañera —añadió Mason—. Nosotros la ayudaremos. Manténgala dentro del agua unos diez minutos.

—Se relajará y se dormirá —advirtió el médico—, y con toda seguridad que la señorita se hundirá en un sopor mortal.

—De todos modos, nada se pierde con probar —arguyó Mason—. Siempre estaremos a punto de reanimarla.

—¡Yo no pienso desnudarla! —protestó Della Street—. ¡Debió avisar a una enfermera si quería…!

—Bueno —accedió el abogado—, la meteremos en la bañera con el camisón puesto. Sólo me interesa que se dé un baño con agua caliente.

—Tendrá usted que ayudarme —aún rezongó Della.

—La ayudaré —le concedió Mason.

Entre ambos cogieron a Daphne, la condujeron al cuarto de baño y la aproximaron hasta el borde de la bañera.

—¿Está despierta, Daphne? —quiso saber el abogado.

Los párpados se movieron, pero no hubo más respuesta.

—Está bien —decidió Mason—, al agua con ella, Della.

Mason y Della arrojaron a Daphne dentro de la bañera, con gran salpicadura de agua.

Al instante se oyó un estridente chillido.

—¿Qué diablos están haciendo? —rugió la joven. Y acto seguido saltó fuera de la bañera, iracunda, pataleando, como loca—. ¡El agua está helada! ¡Es usted un… un…!

—Está bien, Daphne, lo soy —la interrumpió Mason—. Ha sido una representación magnífica, pero no me ha engañado. Della se quedará con usted mientras se seca y se cambia de ropa; luego, tal vez se digne contarnos el motivo de toda esta farsa.

Mason salió del cuarto de baño y cerró la puerta.

—¡Estoy helada! —lloriqueó la muchacha, al cerrarse la puerta.

—Quítese esa ropa —le ordenó Della Street.

—Ponga un poco de agua caliente en la bañera. Ayúdeme usted a ducharme. Estoy helada hasta los huesos.

—¿Cómo demonios te diste cuenta? —le preguntó, mientras tanto, Drake a Perry Mason.

—Los dos primeros pasos que dio cuando empezó a andar fueron perfectamente normales —le explicó el abogado—; luego, de repente, recordó que tenía que estar muy débil y dejó las piernas completamente muertas. Un instante después, toda ella era un cadáver. Después, fingió reanimarse y volvió a hundirse. Sí, lo hizo muy bien, pero ignoraba lo que hacía.

—¿Y el contenido del estómago? —se interesó el doctor Selkirk.

—Olvídelo —le aconsejó Mason—. Lo echaremos todo por el retrete y usted puede pasarme su cuenta, doctor. Me llamo Perry Mason, soy abogado. Ya he averiguado lo que deseaba. Ha sido un tratamiento muy rudo, sumergir a una joven dentro de una bañera de agua fría, cuando espera que el agua esté al menos templada. Pero pensé que esto produciría en ella una inmediata reacción —sonrió finalmente Mason—, aunque no creí que fuese tan grande.

Calló al sonar unos nudillos a la puerta.

El doctor miró interrogativamente al abogado.

—Será la camarera. No creo que debamos responder.

Pero la llamada se hizo más perentoria y a continuación se oyó la inconfundible voz del teniente Tragg.

—¡Abran! ¡Abran en nombre de la ley!

Mason se encogió de hombros.

—Soy el médico del hotel y no puedo ser sordo a semejante llamada.

El doctor abrió la puerta.

Tragg se mostró atónito.

—¿Se halla aquí una tal señorita Daphne Shelby? —preguntó. Y de pronto divisó a Perry Mason y añadió—: Vaya, vaya, vaya, ¿qué hace usted aquí?

—La señorita Shelby está enferma. Ha sido envenenada con barbitúricos. Della Street se halla con ella en el cuarto de baño. Yo necesito hablar con ella cuando salga.

—También yo necesito hablar con ella —replicó el teniente, muy indignado. Luego se volvió al médico—: ¿Quién es usted?

—El doctor Selkirk, médico del hotel.

—¿Qué le ha pasado a la chica?

—Usted la ha tratado con su capacidad profesional, doctor —intervino Mason—, y creo que debe obtener el consentimiento de la paciente antes de responder a esta pregunta.

El doctor Selkirk vaciló.

—No se deje enredar por ese picapleitos —se interpuso Tragg—. ¿Le llamó ella?

—Bueno, alguien me llamó desde esta habitación —admitió el médico.

—¿Es usted el doctor del hotel?

—Sí.

—Usted, pues, representa al hotel —decidió el teniente—. ¿Qué le paso a la chica?

—No… no estoy preparado para contestar por el momento a esta pregunta.

Tragg se aproximó a la jarra que estaba en el suelo, junto al lecho.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—El contenido que he extraído del estómago de la paciente.

—¿Qué es esto rojizo?

—Píldoras. Unas píldoras sólo parcialmente disueltas.

—¿Trató alguien de drogarla? —continuó preguntando el teniente Tragg.

—Por esta razón le hice el lavado de estómago —contestó el doctor, tartamudeando.

—¡Vaya, vaya!

—Sin embargo —siguió el doctor—, yo diría que estas píldoras fueron ingeridas aún no hace quince minutos. Nosotros llevamos casi tanto tiempo en esta habitación. Por tanto, mi opinión profesional es que las pastillas fueron ingeridas unos instantes antes de que la joven abriera la puerta para dejar entrar a estos caballeros.

La expresión de Tragg era de claro triunfo.

—Sí, es exactamente la clase de evidencia que iba buscando —proclamó—. No sé si será tan fácil demostrarlo pero…

—¿Está absolutamente seguro de su diagnóstico, doctor? —preguntó Mason.

El médico sonrió.

—Usted parecía estarlo absolutamente del suyo.

Mason fue hacia la puerta del cuarto de baño.

—El teniente Tragg está aquí —gritó—. Quiere hacerle unas preguntas, Daphne, y yo no quiero que usted conteste ni una sola frase, ni una sola palabra.

—¡Eh, un momento! —protestó Tragg—. Con esta táctica sólo conseguirá acarrearle a esa jovencita una serie de perjuicios.

—¿De qué clase?

—Me la llevaré al Departamento.

—¿Arrestada?

—Posiblemente.

—No se la llevará de aquí si no es con una orden de arresto —objetó Mason, añadiendo—. Y si la arresta, se le pondrá la cara colorada a la luz de los subsiguientes descubrimientos.

Tragg meditó un momento estas palabras, luego se dirigió al asiento más cómodo de la habitación y se repantigó en él.

—Doctor —le dijo al médico—, no quiero que hable usted con nadie hasta que yo no le haya formulado unas preguntas respecto a este caso. Ahora puede irse, si cree que ya no hay el menor peligro para su paciente.

—No hay peligro alguno —afirmó el médico—. Tiene el pulso fuerte y regular, aunque un poco rápido. Aparentemente, se halla un poco excitada. Pero su corazón late bien y con fuerza. La respiración es normal. Las pupilas han reaccionado con toda normalidad, también. Le he lavado el estómago, y los restos de barbitúrico que puedan haber quedado en su cuerpo tal vez la ayuden a descansar bien esta noche, pero no le ofrecerán ningún peligro.

Tragg, entonces, fue hacia la mesita de escribir, dobló una hoja de papel con el membrete del hotel hasta convertirla en un cucurucho y comenzó a pescar las píldoras por entre el líquido de la jarra.

—Un trabajo un poco asqueroso —comentó—, pero creo que será una buena prueba, sí, la clase de prueba que andaba buscando.

Della Street dejó oír su voz desde el cuarto de baño.

—¿Quiere pasarme las ropas que se hallan al pie de la cama, jefe?

Mason obedeció y llamó a la puerta del baño.

Della Street la entreabrió ligeramente y Mason le entregó las prendas pedidas.

—Perry —anunció Tragg—, voy a llevarme a esa chica al Departamento. Si tengo que arrestarla, la arrestaré como sospechosa de asesinato. Poseo bastantes pruebas para justificar esta acción.

—De acuerdo —accedió Mason, con aire aburrido—, pero yo le ordenaré que no conteste a ninguna pregunta a menos que yo me halle presente. Esta joven estuvo en pie toda la noche pasada. ¿Por qué no permite que goce de unas horas de sueño y la interroga mañana?

—De acuerdo, pero dormirá donde podamos estar bien seguros de que no volverá a complicar la vida de nadie con sus condenadas pastillas.

—Haga lo que guste.

Tragg contempló pensativamente al abogado.

—Algo se agita en su cerebro, Perry. ¿Qué es?

—Simplemente, la seguridad de que va a ponerse en ridículo, dando un paso irrevocable antes de estar seguro de lo que hace.

—Ocúpese de sus problemas que yo me ocuparé de los míos —le aconsejó el teniente Tragg, enfurruñado.

Casi al instante salieron Della Street y Daphne del cuarto de baño.

—Lo siento, Daphne —se disculpó Tragg—, pero me la llevo al Departamento. Quiero tenerla esta noche donde pueda estar seguro de encontrarla mañana. Le he prometido a Perry Mason que la dejaré dormir toda esta noche, pero quiero asimismo asegurarme de que no va a tomar más somníferos. ¿Cuántas pastillas ha tomado?

—No conteste a ninguna pregunta —saltó Mason al instante.

Tragg exhaló un suspiro.

—Está bien, recoja sus cosas. No quiero registrar aquí su bolso, pero le advierto que al llegar a la sala de detenidos la registrarán por completo. Y entonces le entregarán unas ropas carcelarias y ninguna pastilla para dormir.

Daphne, con la cabeza muy erguida, llameantes los ojos, fue hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió y le espetó a Perry Mason:

—¡Usted, mamarracho! ¡Usted y su agua helada!

—No cometa niñerías, Daphne —le aconsejó Mason—. Estoy tratando de ayudarla. Pero usted actúa como una vulgar aficionada.

—Bien, pues usted es un profesional, sumamente engorroso.

El teniente Tragg escuchaba el diálogo con suma curiosidad.

—Ya está bien, Daphne, vámonos —la invitó.

Y abandonaron la estancia.

—Guarde la llave, Della —le ordenó Mason a su secretaria, en voz baja.

Bajaron todos en el ascensor. Tragg acompañó a Daphne a través del vestíbulo, hasta un coche policíaco.

—¡Volvamos a la habitación de la joven, de prisa! —gritó de pronto Perry Mason.

—¿Por qué? —se extrañó Drake.

—¿Por qué te imaginas que Daphne ingirió estas pastillas?

—Para despertar nuestra simpatía. Para simular que era otra persona la que anda enredando con las pastillas.

Perry Mason denegó con la cabeza.

—La atrapamos cuando llamamos a la puerta. No se atrevió a presentarse ante nosotros hasta haberse puesto el camisón, haberse tragado unas pastillas y empezar a actuar como una mala actriz.

—¿Por qué? —preguntó a su vez Della Street.

—Para impedir que pensáramos lo que ella estaba haciendo mientras nosotros estábamos aporreando su puerta.

—¿Y qué hacía?

—A menos que esté muy equivocado —explicó Mason—, estaba hablando con su tío Horacio en el cuarto contiguo. Tuvo que abandonar dicho cuarto, cerrar la puerta de comunicación, quitarse la ropa, ponerse el camisón, meterse en la cama, tragarse unas píldoras y luego ir a tropezones hasta la puerta y fingir que estaba drogada para que nadie sospechase el verdadero motivo de no haber contestado a la puerta a la primera llamada.

—¡Ésta es una suposición muy aventurada! —objetó Della Street.

Mason sonrió.

—Tal vez, pero mejor será que volvamos a la habitación de Daphne, llamemos a la puerta de comunicación y veamos qué ocurre. Y mientras yo llame a dicha puerta, tú, Paul, estarás de guardia en el corredor, por si acaso tío Horacio tratase de escurrirse. ¡Vamos, andando!