Mason rodeó a Daphne Shelby por la cintura y la condujo hasta su coche, mientras la joven temblaba como una hoja de un árbol.
—Tranquilícese, Daphne, por favor —le aconsejó el abogado—. Esto tal vez resulte un poco complicado. Veamos, hábleme del tipo que han hallado en el pabellón 21. ¿Era el que usted alquiló para su tío?
La joven asintió.
El abogado la instaló en el asiento posterior del coche, subió a su vez y se sentó junto a la muchacha, con Della al otro lado.
—¿Fue usted al restaurante chino a buscar la cena para su tío?
—Sí.
—¿Quién la sirvió?
—No sé… Una muchacha.
—¿China?
—No. La cocinera sí lo era.
—¿Por qué fue a aquel restaurante?
—Desde aquí se ve la muestra… —la joven señaló el anuncio luminoso. Mason siguió la dirección del dedo y vio el gran letrero luminoso: «Cocina china».
—Cuando el teniente Tragg le pidió a usted el resto de las pastillas, usted iba a abrir el bolso.
La joven asintió con el gesto.
—¿Tiene esas pastillas aquí?
—No. El mío fue un gesto instintivo al ver la mano extendida del teniente. En aquel momento me olvidé de que se las había dado a tío Horacio.
—Procure olvidarlo también la próxima vez —le aconsejó Mason—. No conteste a ninguna pregunta respecto a esas malditas pastillas. Bien, Exeter se inscribió en el motel durante la tarde. Lo cual significa que ellos ya sabían que usted intentaba ocultar allí a tío Horacio.
—Entonces, ¿por qué no pidieron asistencia a la Policía y volvieron a llevárselo al sanatorio? —razonó Daphne—. Esto era, precisamente, lo que temíamos el tío Horacio y yo.
—Probablemente porque, a su vez, ellos temían que el doctor Alma examinase a su tío, y deseaban trabajarle un poco antes de permitir tal examen.
—¿Cree que han raptado a tío Horacio? —gimió la muchacha.
—Cabe esa posibilidad —admitió el abogado.
—¿Qué ocurrirá ahora? —quiso saber ella.
—Procurarán drogarle —fue la respuesta—. Le asustarán. Luego, volverán a llevarlo al sanatorio y avisarán al doctor Alma.
—¿Y no podemos impedirlo? ¿No podemos hacer nada? ¿No hay modo de encontrar a tío Horacio?
—No lo sé —confesó Mason—, pero podemos considerar dos alternativas.
—¿Cuáles son?
—Una es que su tío Horacio se marchase de aquí con Borden Finchley. Pero no sé por qué, no acaba de convencerme esta posibilidad.
—¿Y la otra?
—Que su tío se marchara de aquí por su propia voluntad.
—¿Pero por qué? —exclamó Daphne.
Mason la miró directamente a los ojos, antes de contestar:
—Por haber matado a Ralph Exeter.
—¡Pero tío Horacio jamás…! —no terminó la frase y calló, en un doloroso mutismo.
—Exactamente —puntualizó Mason—. Usted ignora todos los detalles de cómo trataron a su tío. Tampoco conoce su verdadero estado mental. Sí, le entregó unas pastillas para dormir. Supongamos ahora que Exeter estaba en el pabellón contiguo, y que cuando usted abandonó el motel, penetró en el cuarto de Horacio Shelby y empezó a exigirle algo. Tenga en cuenta que Ralph Exeter no era amigo de Borden Finchley, sino que su único interés radicaba en obtener dinero, fuese como fuese, y este dinero sólo podía proceder de Horacio Shelby. Por tanto, supongamos que Exeter le exigió a su tío ciento veinticinco mil dólares como precio por su colaboración. Supongamos, asimismo, que Exeter no había cenado, y que empezó a servirse de los recipientes que aún contenían comida. Bien, Horacio deseaba desembarazarse del sujeto. Y con toda sencillez, mezcló las pastillas con la comida. Pudo haberlas triturado, reduciéndolas a polvo, mientras Exeter hablaba con él. Tal vez su primitiva intención era dejar inconsciente a Exeter y huir. Pero cuando vio el buen resultado de su operación, decidió acabar con él de manera permanente.
Daphne Shelby meneó la cabeza.
—No tío Horacio —exclamó impetuosamente—. Nunca haría tal cosa. No mataría ni a una mosca.
—Entonces —reflexionó el abogado—, a menos que podamos mezclar en esto a Borden Finchley, sólo queda un sospechoso.
—¿Quién?
—Usted.
—¿Yo?
Mason asintió.
—Una cosa así —contestó la muchacha— pudo hacerla tío Borden, pero ni tío Horacio ni yo.
—No tema, también nos ocuparemos de su tío Borden —la tranquilizó Mason.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo —y Mason puso en marcha el motor del coche, arrancando.
—¿Qué tengo que hacer? —quiso saber Daphne.
—Usted regresará a su hotel y se quedará allí. Si vuelve a desaparecer sin mi autorización, se verá enfrentada con una acusación de asesinato en primer grado.
—¿Por la muerte de Ralph Exeter?
—Sí.
—¿Pero por qué motivo tenía que matarle?
—Se me ocurren una docena de motivos —replicó Mason—. Uno, por ejemplo: estaba extorsionando a su tío Horacio. Con más fuerza que Borden Finchley. Y si a mí se me ocurre este motivo, tenga en cuenta que la Policía ideará los otros once. Todavía no está usted a salvo de todo peligro, jovencita. Sigue siendo el sospechoso ideal. Hay algunos que piensan que bajo su aspecto angelical, no es usted más que una personita muy astuta y hábil, que procura labrarse un buen porvenir a toda costa.
—He sido completamente sincera con usted, señor Mason.
—Lo sé —afirmó el abogado—. Me dijo todo lo que deseaba que yo supiese. Puso sobre la mesa las cartas que yo debía ver, pero ninguna más. Bien, yo sé muchas cosas respecto a usted, Daphne. Y una de ellas es que estaría mucho más tranquilo si usted no se hubiese escurrido del hotel, marchándose al sanatorio y sacando del mismo a su tío, a pesar de sus buenas intenciones. Ignoro si todo esto lo hizo por él, o en beneficio propio, pero conmigo se mostró muy poco considerada. Me arriesgué mucho a fin de conseguir aquel dinero para usted, y creo tener derecho a su colaboración.
—Lo sé —murmuró la joven, con acento desdichado—. No crea que no aprecio todo lo que ha hecho.
—Si es cierto que usted le entregó el dinero a su tío —prosiguió Mason—, ésta es una cosa que debo poner en su haber. Pero no se engañe, antes de que concluya la noche, la Policía la andará buscando de nuevo. Si van a arrestarla al hotel, insista en telefonearme. Le daré un número al que podrá encontrarme toda la noche. No conteste a ninguna pregunta, bajo ninguna circunstancia, hasta que yo esté presente. Y al mismo tiempo, no se extrañe ante nada de lo que yo haga.
—¿Por qué he de extrañarme de lo que usted haga? —se interesó la muchacha.
—Porque pienso utilizar a su tío Horacio como conejillo de indias.
—¿En qué sentido? —se indignó ella.
—Pienso hacerle creer a la Policía que fue su tío quien asesinó a Ralph Exeter, y que cuando cometió el crimen estaba clínicamente, si no legalmente, loco de remate.