Cuando Perry Mason y Della Street estaban cerrando la oficina sonó la llamada especial de Paul Drake. Fue Della la que abrió la puerta.
—Hola, Paul —le saludó Mason—, te estábamos esperando, pero habíamos decidido salir a tomar un combinado y cenar un poco… aunque pensábamos pasar por tu oficina e invitarte. Como ya estás aquí, quedas invitado personalmente.
—Es una tentación muy fuerte —sonrió Drake—, pero probablemente tendré que enviar a buscar unos bocadillos y un poco de café.
—¿Qué pasa? ¿Has tropezado con algo sucio?
—No sólo he tropezado con algo sucio, sino que hemos encontrado a Daphne Shelby —anunció Drake.
—¡Diantre! ¿Dónde?
—Donde dijiste. Mis hombres comenzaron a investigar por los moteles de El Mirar, y finalmente localizaron el auto de la muchacha en el motel Serene Slumber. Está en el pabellón 12, sola.
—¿Sóla? —repitió Mason.
Drake se limitó a asentir con la cabeza.
Mason volvió a su mesa, se acomodó en el sillón giratorio y comenzó a tabalear sobre un brazo con las yemas de sus dedos.
—¿Y qué ha sido de Horacio Shelby? —inquirió Della Street.
—Ella puede haberlo escondido —le contestó Mason—. Seguramente está en otro pabellón y…
—No en el Serene Slumber —le interrumpió-el detective—. Mis chicos lo registraron concienzudamente. Miraron en todos los pabellones y también interrogaron a los que dirigen el establecimiento. No hay un solo anciano en el motel, y Daphne Shelby alquiló un solo pabellón, en el que está completamente sola.
—¿Con qué nombre se inscribió?
—Con el suyo —sonrió Drake.
—¡Por fortuna! —suspiró Mason—. Esto nos permitirá establecer alguna defensa cuando la atrapen.
—¿Crees que la encontrarán?
—Probablemente —asintió Mason—. Pero la persona que más nos interesa por el momento es Horacio Shelby. Naturalmente, intentarán acorralarle, y si los Finchley lo encuentran antes que el doctor Alma pueda examinarle, no quiero ni pensar lo que puede ocurrir. Bien, Paul, continúa vigilando a Daphne, con lo cual averiguaremos si no ha escondido a su tío en otro motel.
—¿Con qué objeto? —quiso saber Drake.
—¡Maldito si lo sé! Pero creo que esa chica está queriendo ponernos telarañas en los ojos, a fin de que si alguien da con ella no pueda, automáticamente, encontrar a su tío Horacio. Vamos, Paul, que trabajen tus chicos y deja dicho dónde se nos puede localizar. A nosotros nos aguarda un combinado, un filete muy grueso y jugoso, unas patatas rellenas con mantequilla, unos pedazos de cebolla frita y…
—Por favor, no me tientes —le suplicó el detective.
—Los bocadillos estarán ya pasados cuando lleguen a su oficina —añadió Della Street—. El café estará frío y…
—¡Tocado! —exclamó Drake.
—Vamos —dijo Mason alegremente—. Pasaremos por tu oficina para que sepan dónde estamos.
—Algo me dice que este caso se pondrá dentro de poco al rojo vivo —gruñó Drake—, y que yo no puedo apartarme mucho del teléfono.
—Iremos a un restaurante cercano —le prometió Mason.
—Ya he sucumbido a la tentación —masculló el detective—, de manera que ahórrate la saliva. Vámonos.
Pasaron por la oficina de Paul Drake y el detective dejó a la telefonista instrucciones minuciosas.
—Bien, de prisa —le dijo luego al abogado—. Me apuesto cualquier cosa a que cuando se me habrá abierto más el apetito con el combinado y los filetes estén ya sobre la mesa, muy dorados y jugosos, llamará el teléfono y tendré que salir corriendo…
—Un bocadillo de filete —le recordó Della Street—. Le pediremos al camarero que le prepare una bolsa, con pan con mantequilla, por si acaso.
—Sí, vosotros podéis pensar que bromeo —se quejó Drake—, pero esto es exactamente lo que voy a hacer. No es mala idea.
Fueron al restaurante del León Purpúreo, uno de los favoritos de Mason, a corta distancia de su oficina. Pidieron un combinado y la cena al mismo tiempo.
—Además —le encargó Mason al camarero—, traiga un bollo con mantequilla en una bolsa.
—¿Un bocadillo sin nada? —se aturdió el camarero—. Ustedes ya han pedido tres filetes gruesos…
—Mi amigo tal vez tendrá que conformarse con un bocadillo de filete si tiene que marcharse corriendo de aquí —le explicó el abogado.
—Oh, entiendo —sonrió el sirviente—. Está bien, haré que les sirvan los combinados inmediatamente, que pongan la carne en el asador, y prepararé la bolsa mientras toman las bebidas.
—No es mala idea —sonrió Drake—. En caso de necesidad, podré comerme el bocadillo en el taxi que me lleve a la oficina. ¿Qué diablos supones que hace la chica sola en el pabellón?
—Aguardando los acontecimientos —le contestó Mason—. Pero puedes estar seguro de una cosa: no permitirá que Horacio Shelby vaya a ninguna parte, aunque esté en condiciones de hacerlo.
—¿Y entonces…?
—Entonces —repitió Mason—, Daphne procurará que su tío cene. Como es natural, aunque sea un anciano tendrá que cenar.
—Confiemos en que no le lleve ningún bocadillo —suspiró Drake—. Son muy buenos si te los comes recién hechos, pero cuando han estado dentro de una bolsa de papel se ponen resecos y… Bueno, lo cierto es que he tenido que comer tantos en mi vida, con el teléfono pegado a mi oído, que los aborrezco con todas mis fuerzas.
—¿Por qué no te haces servir otra cosa? —le sugirió Mason.
—¿Qué otra cosa? —bromeó Drake—. ¿Qué puede reemplazar a un buen bocadillo de salchichas con cebolla?
—No, mirándolo así, parece muy apetitoso —asintió el abogado.
El camarero les sirvió los combinados y la bolsa para Paul.
Drake le hizo una burlona reverencia a la bolsa. Apuraron sus bebidas y poco después el camarero les sirvió los filetes.
Della Street, desdeñando su prerrogativa femenina, le dijo al camarero:
—Sirva antes al señor. A lo mejor tendrá que marcharse a media cena.
El «maître» se acercó a la mesa.
—¿Uno de ustedes es el señor Paul Drake? Hay una llamada para usted. ¿Quieren que pase aquí la llamada?
Paul Drake exhaló un gemido.
—Sí, traiga el teléfono —dijo Perry Mason.
Drake cogió la bolsa con el bocadillo, comenzando a trinchar acto seguido el filete del plato, y engullendo los pedazos rápidamente.
Sin dejar de comer, cogió el teléfono que le brindaba el camarero.
—Sí, aquí Drake —el receptor dejó escapar unos ruidos y luego, el detective añadió—: Un momento —se volvió hacia Mason—. Me informan respecto a Daphne. Se marchó a un restaurante chino y pidió comida para fuera: un plato chino, arroz frito, cerdo asado y pollo con piña tropical. Bien, regresaré a la oficina y…
—No te muevas —le ordenó el abogado—. No tienes tiempo de llegar a tu oficina. ¿Qué hace ahora la chica?
—Espera que le sirvan la comida. Mi agente corrió al teléfono.
—¿No sabe que la siguen?
—Aparentemente, no. Cuando salió del pabellón miró a su alrededor, pero por lo visto se creyó a salvo de miradas indiscretas.
—Dile a tu agente que no la pierda de vista. Que no permita que le engañe. Tenemos que saber adónde se dirige. La comida, naturalmente, es para Horacio Shelby.
—¿Quieres decir que puedo terminar mi cena? —preguntó Drake, en el colmo de la incredulidad.
—Puedes terminarte la cena. Pero dile a tu agente que ponga mucha atención en su trabajo.
Drake pasó las instrucciones por el teléfono, dejó la bolsa al lado de la mesa, continuó trinchando la carne de su plato. Luego exhaló un suspiro de éxtasis.
—A veces, Perry, creo que eres un negrero, pero esta vez te admiro. Pensé que me harías salir pitando de aquí en busca de Horacio Shelby.
—Antes tenemos que averiguar a dónde va Daphne, Paul —dijo Mason, meneando la cabeza—. Algo se está cociendo y no sé qué es.
—¿No irás a creer que el viejo esté verdaderamente chiflado y que la muchacha lo mantenga escondido por este motivo?
—Lo dudo —reflexionó Mason—. Si Horacio Shelby estuviera chiflado, como dices, ella no le habría dejado solo y… Al fin y al cabo, Paul, el tipo sólo tiene setenta y cinco años, y tal como la gente vive hoy día, a base de vitaminas y una dieta de colesterol, una persona a esa edad suele hallarse en la plenitud de su vida.
—Algunos se ponen un poco pesados a esa edad —arguyó Drake—. Tú mismo oíste la declaración del doctor, que dijo que le encontró desorientado y confundido.
—Pero ignoramos qué medicamento le fue prescrito —replicó el abogado—, antes de que fuese conducido al sanatorio.
El camarero se llevó el teléfono. Drake atacó su filete con voracidad, bebiendo largos tragos de café entre bocado y bocado. Mason y Della Street comían con más parsimonia, aunque sin perder tiempo. El camarero, presintiendo la urgencia de la situación, apenas se apartaba de la mesa.
Paul Drake se tragó la última patata con mantequilla y se retrepó en su asiento.
—Es la primera vez en mucho tiempo que he podido gozar de una suculenta cena. Os sorprendería saber cuán engorroso es mi oficio. Y cuando tú tienes un caso, Perry, todos estamos en danza horas y más horas, sin descanso.
—Reconozco que exijo un servicio rápido —admitió Mason—, pero es que mis casos casi siempre se desarrollan a gran velocidad.
—Tú eres el factor velocidad —objetó Drake—. Una vez empiezas un caso no paras hasta llegar a su conclusión. Los otros abogados se rigen por un horario fijo de la oficina, hasta las cuatro y media o las cinco de la tarde, y luego se olvidan de sus casos hasta las ocho de la mañana siguiente.
—No son de mi categoría —alegó Mason.
—Sí, en tu categoría eres único —rió el detective.
Drake le sonrió afablemente.
El camarero volvió con el teléfono en la mano.
—Para usted, señor Drake.
—Ahora ya no me importa. Ya he cenado. Esta noche no habrá bocadillos —cogió el receptor—. Drake al habla. Adelante, Jim. ¿Qué ha pasado?
Guardó silencio un buen rato, tapó el micrófono con la mano y se inclinó hacia Mason.
—La chica llevó la comida al motel Northern Lights, y aparcó su coche delante del pabellón 21, llamó a la puerta de manera convenida, la puerta se abrió y volvió a cerrarse detrás de la muchacha.
—¿Qué más?
—Allí sigue. Hay una cabina telefónica en una esquina y mi agente se halla en ella.
—Dile que siga vigilando —le ordenó Mason—, y que particularmente observe el elemento tiempo. Quiero saber a qué hora entró la muchacha en el pabellón, a qué hora sale, y a dónde va cuando salga. ¿Un poco más de café, Paul?
—¿Bromeas?
—No, hablo en serio.
Drake dio las instrucciones del abogado por teléfono y volvió a retreparse en su silla con una amplia sonrisa.
—Paul Drake —proclamó en voz alta, sin referirse a nadie en particular—, está cenando a sus anchas esta noche. Lo cual es inesperado en su existencia.
—Además, puedes pedir lo que se te antoje —le invitó Mason—. Supongo que Daphne se demorará bastante en ese motel, y nosotros aguardaremos aquí.
Lentamente, gozaron del placer del postre.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Drake cuando hubieron terminado.
—Seguiremos esperando.
—Podríamos subir a mi oficina —sugirió Drake—. Mis hombres llamarán allí.
Mason asintió.
—Llama a tu oficina y diles que estamos de camino.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —suspiró Drake—. Por mi parte, lo veo todo nebuloso.
—También por la mía —le confió Mason—. Pero tengo varios ases en la mano y no quiero enseñarlos por ahora.
—¿Es que piensas mover un poco el asunto?
—Tal vez.
—¿Esta noche?
Mason asintió, llamó al camarero, firmó un cheque y entregó diez dólares de propina y luego le dijo al sirviente:
—Le agradezco mucho la presteza con que nos han servido.
El rostro del camarero se iluminó de placer.
—Oh… gracias. Es usted muy amable.
Mason se detuvo delante del «maître» y le entregó otro billete.
—Muchas gracias por habernos pasado las llamadas telefónicas, y quiero observar que el camarero que nos sirvió se comportó de manera admirable, atendiendo a todos los detalles.
El «maître» inclinó la cabeza ceremoniosamente.
—Es uno de nuestros mejores camareros, señor Mason. Por esto lo asigné a su mesa.
—Muchas gracias.
—¿Por qué tantas flores, Perry? Con las propinas ya había bastante. Es lo único que les interesa.
Mason meneó la cabeza, negativamente.
—También les gustan los halagos.
—Ya hay bastante con las propinas —insistió el detective.
—No, hay que acompañarlas con palabras —arguyó Mason—. El dinero sin buenas palabras es algo vulgar. Y las palabras sin dinero son muy baratas.
—Jamás lo había pensado —meditó Drake—. Tal vez por esto te sirven siempre bien en los restaurantes.
—¿No es así? —sonrió Mason.
—Seguro —sonrió también Drake—. Envío a mi secretaria al bar de la esquina en busca de un par de bocadillos con mostaza y cebolla, y una pinta de café. Y siempre me sonríe cuando me lo trae todo. A esto se le puede llamar estar servido con una sonrisa.
—Tendremos que arreglar lo de tus comidas —decidió Mason.
—Dilo otra vez —le retó el detective—: Ahora que me has dejado entrever cómo se come en tu mundo, estoy perdido para siempre.
Dejaron a Paul Drake en su oficina, y Mason y Della Street se dirigieron a la oficina del abogado.
—¿Está la joven cenando con Horacio Shelby? —preguntó la secretaria.
Mason asintió.
—¿Y usted está muy preocupado, verdad?
Nuevo asentimiento.
—¿Por qué?
—En primer lugar —le explicó el abogado—, mi cliente ha empezado a correr riesgos. Y esto no me gusta. En segundo lugar, no se fía de mí, lo cual aún me gusta menos. En tercer lugar, el hecho de que haya tomado tantas precauciones para mantener a su tío fuera de la circulación significa, o bien que verdaderamente el anciano no está muy bien de la cabeza, o que ambos temen que los Finchley vuelvan a llevarle al sanatorio, aunque sea a la fuerza.
—Bueno —opinó Della—, cuando un hombre se ha visto amarrado a una cama, en contra de su voluntad, encerrado en un instituto mental, tiene derecho a temer que le vuelvan a llevar allí.
—Probablemente es esto —asintió Mason—, pero la situación puede resultar mucho más complicada de lo que parece en la superficie. ¿Qué supone que estarán haciendo Borden Finchley y su mujer? ¿Qué supone que está haciendo Ralph Exeter?
—¿No les vigilan los hombres de Drake?
—Cuando encontraron a Daphne, los concentré a todos en ella —le explicó Mason—. Los otros apenas tienen importancia, y no quiero que Finchley pueda quejarse ante el tribunal de que le han estado espiando.
—¿Cree que lo sabe?
—Es bastante listo para haberlo descubierto. Una sombra inteligente puede seguir a una persona algún tiempo, pero cuando son tres las personas seguidas, es muy fácil que una de ellas se dé cuenta, y si se lo cuenta a las demás, y todos están ojo avizor, no tardan en descubrir a la sombra. Claro que resulta más difícil si hay dinero para gastar. Pueden alternarse las sombras, y dedicar varias a una misma persona. Se le pone una delante, otra detrás y con esto, generalmente, se consiguen buenos resultados. Pero yo no quise correr riesgos en este caso, puesto que ya hemos localizado a Horacio Shelby, que era nuestro propósito. Teniéndole a él, tenemos a la pieza más importante del tablero.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Todo depende del estado en que el viejo se encuentre —repuso Mason—. Pienso jugar limpio. Tan pronto como estemos completamente seguros de que le hemos localizado, me pondré en contacto con el doctor Alma y concertaré una entrevista. Si Shelby está normal, haré lo que pueda en favor de Daphne. En caso contrario, si el viejo necesita realmente que alguien se ocupe de sus intereses, tendré que enfocar la cuestión de manera diferente. Sin embargo, procuraré conseguir bastantes pruebas para presentarme ante el Tribunal y conseguir que éste revoque la orden referente a Borden Finchley, y nombre otro tutor.
Mason rodeó la mesa de despacho, procurando refrenar la impaciencia que le dominaba por la forzada espera.
Della, que sabía que Perry Mason reflexionaba mucho mejor cuando se dedicaba a medir el suelo a largos pasos, se hundió más en su sillón, permaneciendo inmóvil para no perturbar los pensamientos de su jefe.
El silencio de la noche se había apoderado ya del gran edificio. Pero aquel silencio fue interrumpido de pronto por la estridencia del teléfono cuyo número no figuraba en el listín.
Sólo tres personas conocían aquel número: Perry Mason, Della Street y Paul Drake, por lo que cuando cogió el receptor, el abogado se limitó a decir:
—Sí, Paul.
—Acaba de llamarme mi agente —le contestó la voz del detective—. La chica ha regresado al motel Serene Slumber. Y mi hombre no pudo telefonearme cuando ella salió del Northern Lights porque se metió rápidamente en su coche, arrancando al instante. Ahora mi agente está al aparato, esperando instrucciones.
—Dile que aguarde hasta que lleguemos allá —le ordenó Mason—, a menos que la muchacha salga. En tal caso, que la siga e informe a la primera oportunidad. Ahora no podemos perderla de vista.
—¿Tu coche o el mío? —quiso saber Drake.
—Los dos. Tal vez más tarde tengamos que separamos. Coge tu auto y abre la marcha. Della y yo te seguiremos en el mío. Pero antes te recogeremos en tu oficina.
Mason colgó, le hizo una muda indicación a su secretaria, y ésta, que ya estaba con la mano sobre el interruptor, apagó la luz.
Ambos se apresuraron por el corredor hasta llegar a la oficina de Paul Drake, y cuando Mason tenía ya una mano aplicada al picaporte, se abrió la puerta y surgió Drake.
—¿Todo a punto? —preguntó.
—Todo a punto —repuso Mason—. Vámonos.
Descendieron en el ascensor, cruzaron el aparcamiento, penetraron en sus coches respectivos, y Drake se puso al frente de la reducida caravana, en dirección a El Mirar.
El abogado sabía que Drake guiaba al auto provisto de teléfono, y varias veces le vio llevándose al oído para consultar, con toda seguridad, el camino más corto para llegar al motel Serene Slumber.
Drake conducía admirablemente, a buena marcha, cuando de pronto apagó por dos veces consecutivas las luces posteriores para llamar la atención de Mason hacia un anuncio de la carretera, brillantemente iluminado, que anunciaba: «Motel Serene Slumber», y algo más allá otro cartel, que rezaba: «Todo ocupado».
Drake buscó un espacio vacío en el aparcadero, que estaba atestado, y aún tuvo suerte. No así Perry Mason, que se vio obligado a dejar aparcado su coche junto a la cuneta.
Acto seguido, Mason y Della Street se unieron al detective, el cual estaba ya hablando con un joven alto, surgido de entre las sombras.
—Creo que ya conoces a Jim Inskip —dijo Drake, a modo de presentación—. Ésta es Della Street, la secretaria del señor Mason.
Inskip se inclinó.
—Sí, ya conocía al señor Mason y ahora estoy encantado de conocerla a usted, señorita Street. La muchacha está en el pabellón número 12.
—¿Alguna señal de que piense salir?
—Ninguna. Tiene el coche aquí. Y en el pabellón hay luz. Es aquél.
El joven lo señaló con el gesto.
—¿Qué hacemos, Perry? —inquirió Drake.
—Que Inskip se quede aquí —replicó el abogado—, y siga manteniendo la vigilancia. Que se pegue a Daphne Shelby, ocurra lo que ocurra. Si nosotros nos largamos, que Inskip no nos siga, sino que se siente en su coche y espere, porque Daphne es bastante lista como para apagar la luz y deslizarse por la ventana de atrás. Más tarde ya dispondremos nuestros sistemas de comunicación telefónica.
—¿Quieres que entre contigo? —se ofreció el detective.
—Sí, pero tal vez luego tenga que pedirte que salgas. Todo lo que un cliente le confía a su abogado es una comunicación privilegiada y confidencial, y todo lo que un abogado le dice a su cliente, también es privilegiado y confidencial. Este privilegio se aplica asimismo a la secretaria del abogado, pero si éste lleva asimismo a alguna persona en calidad de auditorio, dicha persona puede luego ser convocada al estrado a fin de referir cualquier conversación que haya tenido lugar. Tal vez me interese ahora tener a alguien presente en esta entrevista confidencial. Mucho dependerá de lo que la chica intente o haga.
Los tres dejaron solo a Inskip, avanzaron hasta la puerta del pabellón señalado con el número 12, y Mason llamó levemente.
No hubo respuesta, aunque a través de los visillos brillaba una débil iluminación.
Mason volvió a llamar.
Tampoco esta vez hubo respuesta.
La tercera vez, la llamada del abogado fue más fuerte y perentoria.
Al cabo de un instante se abrió la puerta, aunque no mucho, y Daphne Shelby preguntó:
—¿Quién… quién es?
—Buenas noches, Daphne —la saludó Mason.
La muchacha, que no podía ver nada en la oscuridad, se abalanzó sobre la puerta, tratando de cerrarla, pero Drake y Mason aplicaron su peso combinado, y Daphne fue deslizándose sobre la alfombra.
Mason mantuvo la puerta abierta para que pasara Della Street.
Daphne, que al parecer reconoció en aquel momento al abogado, abrió los ojos por la sorpresa.
—¡Usted! —exclamó—. ¿Cómo supo que estaba aquí?
—Daphne, deseo formularle algunas preguntas y quiero que sus respuestas sean lo más precisas posibles. Todo lo que ahora me diga será considerado como comunicación privilegiada, mientras sólo estemos presentes usted, Della y yo. Pero con la presencia de Paul Drake, detective, la comunicación no puede ser privilegiada. Por tanto, si le hago alguna pregunta que la ponga en aprieto, o haya algo que usted no quisiera decirme delante de Paul, dígamelo francamente, y le enviaré fuera o al cuarto de baño. ¿Está claro?
La joven asintió mudamente.
—De acuerdo —prosiguió Mason—. ¿Qué es lo que intenta hacer?
—Intento preservar cuerdo a mi tío Horacio —confesó la muchacha—. De no haberle sacado de aquel lugar se habría vuelto loco sin más remedio. ¿O no sabía que era yo quien lo sacó de allí?
—Lo sabía. ¿Por qué no me dijo lo que intentaba hacer?
—No me atreví. Temí que me lo impidiese.
—¿Por qué?
—Por su idea de la ética profesional.
Mason la contempló pensativamente unos instantes.
—Supongo —añadió Daphne— que ya estará enterado de todo.
—Sí. Usted fue al sanatorio. Vio el cartel buscando enfermera y solicitó el puesto.
Ella asintió.
—Compró un coche nuevo.
Nuevo gesto de asentimiento.
—De acuerdo —prosiguió el abogado—, fue al sanatorio y empezó a trabajar. ¿Qué ocurrió entonces?
—Jamás olvidaré lo que vi allí —Daphne se estremeció ante el recuerdo—. Empecé a trabajar, y tardé un par de horas en poder escurrirme hasta el pabellón 17, donde estaba tío Horacio. Tenían al pobre anciano atado a la cama, absolutamente amarrado, con las cuerdas tan apretadas que le era imposible efectuar el menor movimiento.
—¿Cuál era su estado mental?
—¿Cuál sería su estado mental en una situación semejante? Se lo habían llevado a la fuerza de su casa y lo habían despojado de todos sus bienes. E intentaban dejarlo en el sanatorio hasta que muriese, tratando de hacer cuanto pudieran para apresurar el desenlace. Tío Horacio siempre ha padecido de claustrofobia, miedo a estar encerrado en un sitio, sin poder salir. Y estaba allí, atado, moviendo sólo la cabeza para intentar morder sus ligaduras. Estaba colérico, desgreñado y…
—¿La reconoció? —inquirió Mason.
La joven vaciló y al final respondió:
—Creo que no contestaré a su pregunta hasta que estemos a solas, señor Mason.
—Está bien. ¿Qué más puede decirme ahora?
—Regresé al pabellón, antes de que comenzase el turno de la mañana, precisamente poco después de la llegada de la cocinera. Había cogido un cuchillo de la cocina y con él corté las cuerdas. Hallé la ropa de tío Horacio en el armario y le ayudé a vestirse, después de lo cual logramos llegar hasta mi automóvil, y nos marchamos de allí.
—¿Creyó que la seguirían?
—Sí.
—¿Por qué no trajo aquí a su tío?
—Juzgué más seguro para él mantenerle separado de mí.
—¿La reconoció cuando le ayudó a escapar?
—Oh, sí.
—¿Cuál es ahora su estado mental?
—Casi normal, excepto si le mencionan el sanatorio. En realidad, se halla al borde de un colapso nervioso, debido a todo lo que ha sufrido.
—¿Sabía usted que serían descubiertas sus hazañas?
—Sí, lo creí muy probable.
—¿Y sabía que la buscarían?
—Sí, por esto llevé a tío Horacio a un lugar donde nadie pudiese hallarle.
Mason enarcó las cejas.
—Nadie le encontrará —añadió ella, muy convencida—. Y no se moverá de allí hasta que recobre la tranquilidad de espíritu y hasta que podamos demostrar la clase de individuo que es Borden Finchley. Tío Horacio me contó que tan pronto como yo partí para Oriente, los otros comenzaron a hacer todo lo necesario para irritarle. Le trataron como a un chiquillo. No le permitían realizar sus deseos, y procuraron desquiciarle los nervios. Cree que tía Elinor le suministró alguna droga estimulante. No podía conciliar el sueño, y cuando se lo dijo, ella le dio unas píldoras somníferas. Al cabo de unos diez días, necesitaba ya tanto esas píldoras que no podía dormir sin tomarlas. Aparte de esto, cada vez se sentía más nervioso e irritado, y si no tomaba las píldoras, se pasaba las noches en blanco.
—¿No se le ocurrió pensar que la señora Finchley le estaba drogando deliberadamente?
—Entonces, no. Mi tía le convenció de que lo que le pasaba era simplemente que me echaba a mí de menos, pero que mi viaje había sido algo muy conveniente para mi salud. Luego comenzó a decirle que les estaba produciendo grandes molestias y que sería necesaria para cuidarle más de una persona. Y comenzó a darle más medicamentos. Por fin, comprendió lo que estaban haciendo y fue cuando me escribió la carta.
—¿Con qué propósito la escribió, exactamente?
—Quería que yo sacara todo aquel dinero del Banco, a fin de tener algo con que hacer frente a la situación cuando los otros se decidiesen a actuar.
—¿Sabía lo que intentaban hacer?
—Por entonces, sí. Era algo muy claro… ¡Oh!, es una cosa horrible, señor Mason, llevar a un hombre ante un tribunal para declararle incompetente y despojarle de su último centavo. ¿Cómo se sentiría usted si se viese desposeído de aquello que tanto le ha costado ahorrar, y se encontrase en un sanatorio para enfermos mentales contra su voluntad?
—Muy mal, pero esto ahora no viene a cuento —repuso Mason—. ¿Cuáles son ahora sus planes?
—Intentaba ponerme en contacto con usted.
—Ya tardó demasiado en hacerlo.
—Bueno… estuve disponiendo las cosas para que tío Horacio goce de un merecido descanso.
—¿Dónde está?
La muchacha apretó fuertemente los labios.
—¿No quiere decírmelo? —sonrió Mason.
—No, no pienso decírselo a nadie. Por esto le llevé adonde nadie pudiera encontrarle, hasta que pueda presentarse al tribunal y exigir la derogación de la orden. Y esta vez, nadie volverá a drogarle.
—¿Estaba drogado cuando lo llevaron al juzgado? —preguntó el abogado.
—Naturalmente —le respondió ella, con desdén—. ¿Cree, acaso, que hubieran los otros logrado sus propósitos, de haber estado mi tío en sus cabales? El juez no se dio cuenta de que estaba drogado y ningún médico le reconoció. Claro que también durante tres meses le habían estado haciendo un lavado de cerebro. ¡No lo olvide! Y con una persona de su edad, un tipo listo puede alterar mucho un cerebro en tres meses.
—¿Cómo se encuentra ahora? —inquirió Mason.
—Mucho mejor —repuso la joven, tras corta vacilación.
—¿Le entregó usted dinero?
—Le di cuarenta mil dólares de su propio dinero.
—¿Cuarenta mil dólares?
—Sí —asintió la joven—. Compré el coche, y guardé dinero suficiente para hacer lo que quería. El resto se lo entregué a mi tío.
—¿Le contó que, de acuerdo con las pruebas presentadas ante el tribunal, usted no llevaba su misma sangre?
—No juzgué oportuno decírselo por ahora —replicó Daphne—, aunque debo confesarle a usted que hizo ya testamento.
Mason entornó los ojos.
—Lo temía, y por esto quería que se hubiera usted puesto en contacto conmigo. Esto es algo que jamás debió hacer.
—¿Por qué?
—¿No comprende que les está haciendo el juego a ellos? Afirmaron que si usted conseguía retener a su tío a su lado, bajo su control, le obligaría a redactar un testamento, cediéndole a usted todos sus bienes. Precisamente, aquella carta adjuntándole el cheque por valor de los ciento veinticinco mil dólares, fue la prueba que necesitaban; y si ahora pueden demostrar que su tío hizo testamento a su favor tan pronto como usted le sacó del sanatorio, dispondrán de más municiones contra usted.
—¡Pero si fue idea suya! —gimió la muchacha—. Él insistió en hacerlo. Por tanto, no puede haber la menor duda de que…
—Entonces, debió hacerlo con la ayuda de un abogado, por los cauces regulares —replicó Mason—. El documento debió ser firmado por los testigos y… ¿Qué clase de testamento hizo?
—Me dijo que en este Estado es válido un testamento si está completamente escrito, firmado y fechado de mano del testador; y como usted me había dicho lo mismo, así fue como lo hizo.
—¿Quién lo tiene?
—Yo.
—Démelo.
La joven dudó un momento y luego abrió el bolso, sacó un documento doblado y se lo entregó a Mason.
El abogado lo leyó.
—¿Esto es todo?
—Sí.
—¿Escrito de su puño y letra?
—Sí.
Mason fue resaltando los puntos más importantes:
—Fechado… firmado… «Ésta es mi última voluntad…». Bien, será mejor que lo guarde yo, Daphne.
—De acuerdo.
—Y no hable del testamento a menos que la interroguen específicamente sobre el mismo —la advirtió Mason—. Necesito ver a Horacio Shelby, y en el caso de que se muestre competente, haré que firme otro testamento legal, a fin de que nadie pueda impugnar su validez. Bien, vámonos a ver a Horacio Shelby.
—No pienso decirle dónde está —se negó la muchacha.
—Supongamos que viene usted con nosotros. Yo la conduciré hasta él.
—No puede engañarme, señor Mason —sonrió ella—. Ya sé que me considera una chica muy ingenua, casi tonta, pero no lo soy tanto como se imagina la gente.
—Seguro que no —asintió Mason. Luego le hizo una señal significativa a Della Street, señalándole el listín de teléfonos.
Della Street se acercó a la mesa para consultarlo, y una vez hubo conseguido la dirección deseada, la anotó y le hizo otra señal a Perry Mason.
Mientras tanto, Daphne Shelby miraba a Mason con retadora mirada.
—¡No pienso decírselo! —repitió—. Y no me engañará, haciéndome pensar que ya lo sabe, a fin de que yo me descubra. Ya conozco esa técnica para obtener informaciones.
—Seguro que sí —rió Mason—. Bien, póngase el abrigo y el sombrero y daremos un pequeño paseo en coche.
—Iré con usted, pero no le diré dónde está tío Horacio. Necesita descanso. Necesita tener la seguridad de que vuelve a ser el de siempre. No puede figurarse la experiencia por la que ha pasado.
—¿Le entregó usted cuarenta mil dólares? —volvió a preguntar Mason.
—Sí.
—¿Cómo?
—Endosé siete cheques de caja de cinco mil dólares cada uno, y luego le di cinco mil más en billetes.
—Un hombre en su estado actual no debería llevar tanto dinero encima —observó Mason—. En realidad, nadie debe llevar tanto, pero aún menos su tío Horacio.
—¡Es su dinero! —proclamó la joven—. Y ésta era la única manera de tranquilizarse, haciéndole sentir que volvía a ser dueño de lo que es suyo, y que puede hacer lo que quiera con su dinero.
—Está bien, iremos allí en mi coche —decidió Mason—. Será mejor que tú nos sigas en el tuyo, Paul.
—¿Tal vez se dignará decirme adónde me lleva? —preguntó Daphne, burlona.
—Un poco más abajo de esta carretera —le sonrió Mason—. A su debido tiempo, volveremos a traerla aquí. Pero allí hay ahora un hombre al que quiero ver.
Con la cabeza muy erguida, Daphne Shelby penetró en el auto del abogado.
Perry Mason, Della Street y Daphne se instalaron en el asiento delantero. Paul Drake les siguió en su coche, y todos juntos recorrieron un trecho de carretera, doblaron luego a la derecha, y pronto llegaron ante las luces del hotel Northern Light. Mason observaba con frecuencia el rostro de Daphne.
La muchacha conservaba la mirada fija al frente, y no pestañeó siquiera al llegar delante del motel.
Paul Drake, desde su coche, apagó y encendió los faros, e hizo sonar dos veces la bocina.
Mason acercó su coche al bordillo, bajó el cristal de la ventanilla de su lado y aguardó.
Drake frenó su coche al lado.
—¿Qué pasa? —preguntó Mason.
—Policías.
—¿Dónde?
—Al otro lado del motel. Dos autos.
—¡Oh… oh! —exclamó Mason, pensativamente.
—¿Qué hacemos?
—Nos detendremos en la esquina y esperaremos —decidió Mason—. Tú ve a enterarte. No te andes con rodeos. Pregunta directamente.
—De acuerdo.
Cuando el detective hubo desaparecido con el coche, Mason se volvió a Daphne.
—Esto es lo que sucede por querer engañar a su abogado y tomar la iniciativa. Vea ahora lo que ha ocurrido. Finchley ha descubierto dónde está su tío. Le ha acusado de fugarse del sanatorio donde se hallaba recluido bajo una orden del tribunal, y probablemente ha traído a los policías para que se lo lleven allí.
Daphne, que había mantenido un valeroso silencio, de pronto rompió a llorar.
—¡Si se lo llevan a aquel sanatorio y vuelven a amarrarle a la cama, lo matarán!
—Procuraremos que esto no suceda —la calmó Mason—. Bien, aparquemos aquí y veamos qué puede hacerse.
Cuando Mason estaba llevando el coche a la cuneta del camino, un coche de la policía pasó con su sirena, pero cuando iba a adelantar al coche de Perry Mason, frenó estrepitosamente. Un rayo de luz roja iluminó el interior del auto del abogado.
—¡Vaya, vaya, vaya! —era la voz del teniente Tragg—. ¡Miren quién está aquí!
—¡Caramba!, hola, teniente —le saludó Mason con campechanía—. ¿Qué hace usted por estos andurriales?
—Creo que seré yo quien le haga esta pregunta. ¿Qué hace usted aquí?
—He salido para hacer una visita a un cliente sobre un caso y…
—¿Vive su cliente, por casualidad, en el motel Northern Lights? —le interrumpió Tragg.
Mason sonrió y movió negativamente la cabeza.
—¿Por qué? —inquirió.
—Porque estamos investigando allí lo que parece ser un homicidio —repuso el teniente.
—¿Cómo? —se sobresaltó Mason.
—Hay un tipo muerto en el pabellón 21 —le explicó Tragg—. Evidentemente, alguien le sirvió comida de un restaurante chino, regada con un barbitúrico, y cuando el individuo se marchó a la cama, abrió la espita del gas de la estufa de butano y no la encendió. Los ocupantes del pabellón contiguo olieron el escape de gas, avisaron al dueño del motel, éste empujó la puerta del cuarto, abrió las ventanas y despejó la atmósfera. Pero ya era tarde.
—¿Muerto? —preguntó Mason.
—Como mi bisabuela —afirmó el teniente Tragg—. ¿No sabe usted nada de este asunto?
—¿Respecto a la muerte de ese individuo? ¡Claro que no! No tenía idea de que hubiese muerto alguien hasta que usted me lo ha dicho.
—Bueno, quería comprobarlo solamente —rezongó Tragg—. Vaya coincidencia hallarle a usted aquí. Bien, me largo —le hizo una señal al conductor y arrancó.
Al cabo de un instante, Mason se volvió hacia Daphne Shelby. La muchacha estaba blanca contra la oscuridad de la noche, y tenía los ojos muy abiertos por el terror.
—¿Y bien? —le preguntó el abogado.
Daphne quiso decir algo, miró al abogado fijamente y cayó desvanecida al piso del auto.
—Inskip debe habernos seguido al ver que Daphne venía con nosotros —reflexionó Mason—. Veamos si le descubrimos.
El abogado realizó un viraje con el coche, dobló la esquina y no tardó en avistar un auto aparcado junto a la cuneta. Inskip, al observar la maniobra, hizo avanzar su vehículo.
—Dígale a Paul que regresamos al Serene Slumber —le ordenó Mason—, y que vaya para allá tan pronto como sepa qué es lo que se guisa.
El abogado, acto seguido, condujo su coche al motel donde se alojaba Daphne. Entre él y Della Street sacaron a la desvanecida muchacha del interior del auto. El aire fresco de la noche pareció reavivarla lo suficiente para entregarle al abogado la llave del pabellón. Mason abrió la puerta y escoltó a Daphne al interior.
—Bien, procure serenarse, jovencita, y contésteme con toda sinceridad: ¿Tiene usted algo que ver con la muerte de su tío?
La interrogada sacudió negativamente la cabeza, mientras le temblaban los labios.
—Yo le amaba —murmuró—. Era como un padre para mí. He sacrificado toda mi vida para servirle.
—De acuerdo, pero ahora no se trata de eso. Se trata de pruebas.
—¿Qué pruebas? —inquirió la muchacha.
—Escuche: usted no está relacionada con Horacio Shelby por los lazos de la sangre. Por lo tanto, no puede heredar sin un testamento. El hermanastro de Horacio Shelby hizo una declaración, según la cual usted es una persona astuta y egoísta, que, deliberadamente, trató de granjearse las simpatías de Horacio, a fin de que éste le hiciese donación de toda su fortuna. El expediente del caso demostrará que Shelby le entregó a usted un cheque de ciento veinticinco mil dólares. El tribunal ordenó que Shelby tuviese un tutor para la custodia de sus bienes. Usted ayudó a la fuga de Horacio Shelby del sanatorio y lo escondió en el motel Northern Lights. Luego, le obligó a firmar un testamento a su favor. Y pocas horas después de haber firmado el testamento, el viejo aparece muerto.
—Supongo —replicó la joven—, que puede haberse suicidado, aunque jamás se me habría ocurrido pensarlo.
—Esperaremos a que llegue Paul Drake —contestó el abogado—. Pero es evidente que la policía tiene buenas razones para sospechar la presencia de un barbitúrico. ¿Compró usted esta noche la cena en un restaurante chino?
—Sí…
—¿Se la llevó al motel en algún recipiente de cartón?
—Sí.
—¿Y también las cucharas y tenedores?
—Le gustaba usar palillos. Compré dos pares, y cenamos con ayuda de ellos.
—¿Qué hizo usted con los recipientes vacíos?
—No quedaron vacíos del todo —repuso ella—. Yo tenía que irme, pero tío Horacio me prometió que arrojaría la comida sobrante por el retrete, que lavaría los recipientes de cartulina para que no olieran y luego los echaría a la papelera. Al fin y al cabo, el pabellón no es más que un dormitorio, y yo pensé que podía crearse algún conflicto si mi tío utilizaba la papelera como cubo de basura.
—¿Así que quedó comida y su tío le prometió arrojarla por el retrete?
—Sí.
—Mirándolo desde el punto de vista de la policía —reflexionó Mason—, afirmarán que usted lavó los recipientes, tratando de ocultar una prueba. Que, no contenta con esto, lavó los recipientes con el agua caliente del baño. ¿Le dijo usted a su tío que hiciese esto?
—Sí.
—Esto y el testamento existente a su favor pueden enviarla a la cárcel por toda la vida —le espetó el abogado, con un gruñido.
En la puerta sonó la llamada especial de Paul Drake. Della Street le franqueó la entrada. Drake compareció con una grave expresión en su semblante.
—¿Está muy mal la cosa, Paul? —inquirió Mason.
—Muy mal.
—Bien, cuéntanos.
—Alguien del pabellón 22 salió a cenar y al regresar olió a gas. Entonces fueron a avisar al director del motel. Éste hundió la puerta y entraron. El gas estuvo a punto de acabar con todos. El hombre corrió a la ventana, la abrió y arrastró el cuerpo del ocupante afuera. Luego avisó a la policía. Ésta llegó y probaron a resucitarle. Todo inútil.
—¿Por qué cree la policía que es un homicidio y no un suicidio?
—Alguien dejó escapar el gas de la estufa —explicó Drake—. Ese alguien desatornilló la tubería para que el gas se esparciese libremente por todo el cuarto. El tipo había comido la cena china. El forense cree que se trata de algún barbitúrico. Efectuó un ligero examen. Aparentemente, la comida estaba envenenada. Y también creen haber hallado rastros de droga en el cuarto de baño.
Mason miró suspicazmente a Daphne. Los ojos de la muchacha se desviaron rápidamente mirando hacia otro lado.
—¿Estuvo usted con su tío, mientras ambos ingerían la cena del restaurante chino? —le preguntó aquél.
—Yo me fui antes de que él terminase.
—¿Le dio usted algún barbitúrico?
—No… no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe?
—Ya le conté que mi tío no podía dormir sin aquellas pastillas. Las necesitaba de tal forma, que siempre tenía que llevarlas consigo. Yo lo sabía, por lo que cuando me marché le entregué unas que yo llevaba ya a prevención.
—¿De dónde las obtuvo usted?
—Me las dio un médico… el mismo que lleva a tío Horacio. Cuando me fui de vacaciones, el doctor también me dio unas píldoras, por si me sentía mal de los nervios. Pero no las utilicé. Mientras viví a bordo, dormí siempre como un leño. Pero pensé que tal vez tío Horacio las necesitase, y me las guardé para mejor ocasión.
—Pues se ha colocado usted en una situación excelente para que la acusen de asesinato en primer grado —gruñó el abogado.
—La propietaria del motel —prosiguió Drake— también declaró algo. Afirmó que fue Daphne la que alquiló el pabellón 21, diciendo que era para su tío, que llegaría más tarde. Pero la mujer se fijó muy bien en el coche, observando que era un «Ford» completamente nuevo.
—¿Lo ve, Daphne? —la increpó el abogado.
A continuación, Perry Mason captó una seña de Drake, indicando que deseaba hablar a solas con él.
—Perdone un momento —y el abogado se retiró a un rincón para poder hablar privadamente con el detective.
Éste bajó el tono de voz.
—Oye, Perry, te hallas metido en un buen lío. Lo mismo que tu cliente. Tan pronto como exhiba el testamento, será acusada de asesinato. Y ten en cuenta que esta muchacha no es tan inocente e ingenua como parece. Por el contrario, es astuta, hábil y maliciosa. Localizó a su tío. Lo sacó del sanatorio. Fue lo bastante lista para no llevarlo al mismo motel que ella, sino que lo inscribió en otro. Todo lo que ha hecho indica que posee mucha audacia y nervio. Bien, comprendió que no siendo pariente de Horacio Shelby no podía sacarle el dinero a menos que éste hiciese testamento en favor suyo por lo que se apresuró a llevárselo por su cuenta, burlando a la justicia y a la tutela nombrada por el tribunal, le obligó a hacer testamento, y el individuo murió poco después. Pues bien, si tú quieres olvidarte del testamento, yo también lo olvidaré.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mason.
—Es la prueba más poderosa en contra suya. Cógelo y quémalo. Haz que ella se abstenga de mencionárselo a nadie, y nosotros haremos lo mismo. De esta manera, habremos dispuesto de la peor prueba contra la chica.
Mason sacudió negativamente la cabeza.
—¿Por qué no? —rezongó Drake—. Observa que me juego la licencia para salvar a tu cliente.
—No se trata de esto —denegó Mason—. En primer lugar, como funcionario de la ley, no puedo ocultar pruebas. Y tú, como detective privado, tampoco. En segundo lugar, he descubierto que la verdad es siempre la mejor arma en el arsenal de un abogado. Lo malo de los abogados es que muchas veces no saben dónde está la verdad. Pero en cuanto a mí…
Mason calló de pronto al oír unas pisadas en el porche del motel, y luego una llamada a la puerta del pabellón.
—Permítame, Daphne —dijo, y se dirigió a abrir.
El teniente Tragg, acompañado de un agente de uniforme, se hallaba en el umbral, y apenas logró disimular su asombro.
—¿Qué diablos hace usted aquí? —refunfuñó.
—Estoy hablando con mi cliente —le respondió Mason.
—Pues bien, si su cliente es la dueña del automóvil «Ford», aparcado ahí enfrente, necesitará un buen abogado —exclamó el teniente.
—Pase —le invitó Mason—. Daphne, le presento al teniente Tragg, de la Brigada de Homicidios. Teniente Tragg, ésta es Daphne Shelby.
—Oh… oh… empiezo a ver claro —masculló el teniente—. En el Departamento me dijeron que estaban buscando a Horacio Shelby, el cual se había fugado del sanatorio «Buena Voluntad», burlando una orden legal. Bien —Tragg se volvió al agente—, haga pasar a la mujer y veremos si la identifica.
—Permítame observar —intervino Mason—, que no es éste el mejor procedimiento para efectuar una identificación.
—Sí en este caso. Trabajamos contra reloj.
El agente salió fuera, batió la portezuela de un coche, se oyeron pasos en el porche, y regresó aquél acompañado de una mujer.
—Mire a su alrededor —la conminó Tragg—, y díganos si ve alguna cara conocida.
La recién llegada, instantáneamente, señaló a Daphne Shelby.
—Ésta es la joven que alquiló el pabellón 21 —exclamó—. Me dijo que era para su tío.
Tragg se volvió hacia Perry Mason, sonriendo maliciosamente.
—Ha llegado su hora, abogado. Ya puede largarse. Continuaremos sin usted.
—Creo que se olvida de las recientes decisiones del Tribunal Supremo, teniente —Mason le devolvió la sonrisa—. La señorita Shelby tiene derecho a estar representada y asistida por su abogado en todas las fases de la investigación. Antes de que conteste a ninguna pregunta, Daphne —Mason se había vuelto hacia la muchacha—, míreme. Si muevo la cabeza, no responda; de lo contrario, usted conteste y «diga toda la verdad».
—Vaya manera de interrogar a un testigo —se quejó el teniente.
—Tal vez resulte un poco difícil, pero es la única manera que puede usted interrogar actualmente a un posible acusado —le recordó el abogado—. Tal vez, si llegamos a un acuerdo, podré allanarle un poco las dificultades.
—¿En qué forma?
—Ésta es Daphne Shelby —prosiguió el abogado—. Hasta hace muy poco tiempo, creyó de buena fe que era sobrina de Horacio Shelby. Sin embargo, con lazos consanguíneos o sin ellos, Daphne sentía un gran afecto por el hombre a quien consideraba su tío. Vivía con él y era la que cuidaba de su restringida dieta. A fuerza de atenderle, estuvo a punto de sufrir un colapso nervioso. Cuando enviaron a Horacio Shelby al sanatorio «Buena Voluntad», gracias a los manejos del tutor y un médico contratado por los parientes, Daphne, un día, obtuvo un empleo en el sanatorio. Halló a su tío amarrado a su cama, conque cogió un cuchillo, cortó las cuerdas y se llevó a Horacio Shelby al motel Northern Light, instalándolo en el pabellón 21. Y esto es todo cuanto ha ocurrido, teniente, hasta el momento actual.
Tragg giró en dirección a la muchacha.
—¿Le llevó usted la cena esta noche?
Mason movió la cabeza y Daphne guardó su mutismo.
—Comida china —insistió el teniente—. Sabemos que fue así, por lo que su confesión sólo servirá para allanar las dificultades, como dijo Mason. Después de todo, señorita Shelby, lo que queremos es llegar al fondo de la verdad, y si es usted inocente, no creo que la verdad deba asustarla.
Mason volvió a mover la cabeza.
—¡Cáscaras! —se enfadó Tragg. Cambió de expresión y se enfrentó con el abogado—. ¿Alguna objeción para que identifique el cadáver?
—Ninguna.
Tragg volvió a encararse con Daphne Shelby y extendió una mano.
—¿Quiere darme las pastillas somníferas que posee, señorita Shelby? Las que le queden.
La joven estaba a punto de coger el bolso cuando captó la mirada de Mason.
—No, teniente —sonrió el abogado—. No quiero que use usted estos trucos, pues entonces se acabaría nuestra colaboración.
—Es una mala pasada la del Tribunal Supremo —se quejó amargamente el teniente—, ésta de quitar las esposas de los acusados y ponerlas en las muñecas de los funcionarios encargados de mantener la ley y el orden.
—Yo no veo esposas de ninguna clase —observó Mason.
—Pero yo las siento… —masculló el teniente.
—¿Vamos a identificar el cadáver? —le recordó Mason.
—Sí, vamos —asintió Tragg, añadiendo—: Temo que tendremos que privarla por una temporada de su nuevo «Ford», señorita Shelby. Es evidencia, y tenemos que identificarla.
—De acuerdo —se conformó Mason—. Colaboraremos en todo lo que podamos.
—Sí —gruñó Tragg, llevándose el índice a la garganta—. Ya veo la cordialidad de su colaboración. Llame por radio —le ordenó acto seguido al agente—. Que un experto en huellas dactilares compruebe las que encuentre en el «Ford» —se volvió hacia la joven—. Y usted, acompáñeme.
—Yo iré con ustedes —anunció Mason.
Tragg sacudió enérgicamente la cabeza.
—Bien, entonces Daphne irá en mi coche —objetó el abogado.
Tragg meditó la proposición y al final dijo:
—Está bien. Daphne Shelby irá con usted en su coche, detrás del mío.
—Y yo completaré la procesión —añadió Drake.
—Vamos, Della, usted y Daphne irán en el asiento posterior —ordenó Mason, añadiendo—: Daphne, no conteste a ninguna pregunta, a menos que yo esté presente y la aconseje responder. ¿Entendido?
La muchacha asintió con la cabeza.
—Bien, ahora va a pasar usted por una verdadera prueba —Mason bajó la voz—. Tendrá que identificar el cuerpo de su tío. Supongo que podrá. Pero no quiero que dé información voluntariamente, ¿comprende?
La joven volvió a asentir sin despegar los labios.
—Sí, será una dolorosa experiencia —prosiguió el abogado—, pero no la última en las horas venideras. Ni en las pasadas. No se asuste. Haremos frente a la adversidad. Y ahora, teniente, vámonos.
Los coches formaron una procesión hasta el otro motel.
Una ambulancia esperaba para llevarse los restos mortales al depósito para la autopsia.
El teniente Tragg se acercó a la camilla, cogió la sábana por una punta y dijo:
—Acérquese, por favor, señorita Shelby.
La joven avanzó hasta la camilla. Mason estaba a su lado, cogiéndola por el brazo.
El teniente empujó la sábana.
De repente, Mason sintió cómo la joven se ponía rígida. Se asió al abogado y exhaló un gemido.
Mason le acarició una mano.
—Éste no es tío Horacio —anunció la muchacha—, sino Ralph Exeter.
El teniente Tragg no volvía de su asombro.
—¿Quién es Ralph Exeter? —refunfuñó.
Daphne Shelby tenía los labios demasiado temblorosos para poder pronunciar claramente las palabras.
—Un amigo de tío Borden —consiguió murmurar.
—¿Y quién es tío Borden?
—Un hermanastro de Horacio Shelby.
—¿Entonces, cómo penetró Ralph Exeter en este pabellón, y dónde se encuentra ahora Horacio Shelby?
—Éstas son dos preguntas, teniente —intervino amablemente Mason— a las que tendrá que contestar usted mismo.
La mujer que había identificado a Daphne, se acercó al grupo.
—¿Quiere echarle una ojeada al cuerpo? —le preguntó el teniente.
La mujer asintió.
Tragg retiró la sábana.
—Creo que éste no es el sujeto que estaba en el pabellón 21 —afirmó la mujer—. Más bien parece el que alquiló el número 20 hace unas tres horas.
—¿Cómo llegó aquí? —la interrogó Tragg.
—En su propio coche. Con matrícula de Massachusetts. Debía de haber alguien con él… una mujer. Espere, iré a buscar la tarjeta de inscripción.
—Iré con usted —se ofreció el teniente. La acompañó a la oficina y regresó con la tarjeta.
—Exacto —proclamó—. Se inscribió con su nombre y dio la matrícula de su auto, como referencia. Con licencia de Massachusetts. ¿Pero dónde está el auto? Aquí no está.
Se produjo un intervalo de silencio, y el teniente Tragg añadió:
—Echemos una ojeada al pabellón 20 y veamos qué encontramos allí.
Pero antes de echar a andar se volvió hacia Mason.
—Puesto que en esta fase de la investigación, no pueden ayudarnos en nada, usted y su cliente pueden largarse, pero quiero que se presenten tan pronto como se les necesite.
—Excúseme un instante, Daphne —le rogó Mason a la muchacha—. Sólo un instante.
El abogado se llevó aparte a Paul Drake, bajando la voz.
—Paul, Horacio Shelby estuvo en aquel pabellón. Ahora ya no está. O se marchó por su propia voluntad o fue sacado a la fuerza. En este último caso, nos veremos metidos en un buen lío. Si se fue por su propio impulso, me gustaría asegurarme de ello y de que continúa en libertad de movimientos. Haz que tus hombres se ocupen de las compañías de taxis, inmediatamente.
Drake asintió.
—Además —prosiguió el abogado—, ahora sería fatal que la Policía consiguiera plantar en la mente de la dueña del motel que Ralph Exeter fue el hombre a quien Daphne trajo aquí. La mujer vio a la chica. Identificó la matrícula de su coche, y también a ella. Procura hablar con esa mujer antes que la Policía. Convéncela de que no puede identificar a la mujer que acompañaba a Ralph Exeter cuando éste llegó al motel. Y asegúrate de que más tarde no pueda testificar, desdiciéndose de lo que diga ahora. Tú sabes tan bien como yo que la identificación personal es la peor de todas las pruebas, la única en que no es posible confiar. Naturalmente, no es así cuando un sujeto identifica a otro al que ya conoce, pero sí cuando sólo vio al individuo una fracción de segundo, o en fotografía.
—Seguro que sé todo esto —respondió Drake—. Haré cuanto pueda. ¿Algo más?
—Nada más —finalizó Mason—. Haz que tus chicos se muevan. Utiliza el teléfono de tu coche. Y tú cuídate de esa mujer mientras el teniente Tragg está ocupado en el pabellón número 20.
—De acuerdo. ¿Qué hago antes?
—Habla con la dueña del motel. No sabemos el tiempo que el teniente Tragg se demorará en ese pabellón. Y después, comienza a telefonear desde tu coche a las compañías de taxis.