Exactamente a las dos de la tarde, el juez Ballinger ocupó su sitial en la Sala.
—Este tribunal reanuda la vista del caso relativo a la tutela de los bienes de Horacio Shelby. Veo que el doctor Grantland Alma, nombrado por el tribunal para examinar al señor Shelby, se halla en la Sala. El doctor Alma es testigo directo del tribunal y ahora le ruego que avance para que preste juramento.
Darwin Melrose se puso de pie.
—Con la venia de la Sala, antes de que el doctor Alma sea interrogado, desearía hacer una declaración.
—¿De qué se trata? —inquirió el juez.
—Perry Mason, el abogado de Daphne Shelby, ha empleado un subterfugio para contravenir la orden del Tribunal al nombrar tutor de los bienes de Horacio Shelby a Borden Finchley, mi representado, consiguiendo con sus manejos y artimañas que le fuesen entregados a Daphne Shelby, que no posee ningún lazo consanguíneo con Horacio Shelby, cincuenta mil dólares ingresados últimamente en la cuenta bancaria de aquél. Dinero que se suponía protegido por la orden del Tribunal.
—¿Cómo es esto? —quiso saber el juez—. ¿No se envió una copia de la orden al Banco?
—El Tribunal recordará —continuó Melrose—, que yo cursé al Banco una orden especial, a fin de que le entregasen hasta el último centavo de la cuenta de Horacio Shelby a Borden Finchley, el tutor.
—¿Cumplió la orden el Banco?
—Sí.
—¿Entonces, cómo consiguió Mason entrar en posesión de esos cincuenta mil dólares?
—No formaban parte de la cuenta primitiva, sino de un ingreso posterior.
—¿Cubierto por la orden?
—Pues… —Melrose vaciló y calló.
—Continúe —le invitó el juez.
—No estaban cubiertos específicamente por la orden… no por la letra de la orden, pero sí por el espíritu de la misma.
—De acuerdo, pero antes de continuar ahondando en este asunto, sepamos hasta dónde llega la incompetencia e incapacidad de Horacio Shelby —le atajó el juez Ballinger—. Sé lo muy ocupado que suele estar siempre el doctor Alma. Supongo que esta tarde debe tener su consultorio atestado de pacientes, y por esto le suplico que suba al estrado a fin de poder interrogarle y contrainterrogarle, después de lo cual podrá volver a su consultorio.
El juez Ballinger se volvió al doctor Alma, dejando a Darwin Melrose bastante incómodo con respecto a la iniciativa que había tomado.
—¿Vio a Horacio Shelby, doctor? —le interrogó el juez.
—No.
—¿Por qué no?
—No se hallaba en el sedicente sanatorio o casa de reposo.
—¿Dónde está, pues?
—Lo ignoro.
—¿Cómo ha sido esto?
—Repito que no lo sé. Pero he llegado a algunas conclusiones por lo que he visto.
—¿Qué vio?
—Este sanatorio no es en realidad más que una casa de reposo. Se halla bajo la dirección de un tipo que usa el título de doctor, pero que, en mi opinión, se halla completamente descalificado para trabajar en el campo de la psiquiatría. Hallamos pruebas de que a Horacio Shelby lo habían atado a su cama, quizás desde su ingreso en la institución. Descubrimos que el sanatorio no guarda diagramas ni fichas de los pacientes. En mi opinión es un lugar inadecuado por completo para retener en él a una persona que, seguramente, sólo puede acceder a estar allí contra su voluntad. Procuré averiguar si el señor Shelby podía haberse fugado por sus propios medios, o si se trataba de una treta de la institución a fin de impedir que yo lo examinase y en conexión con mis investigaciones obtuve una declaración bastante notable del individuo que dirige el sanatorio. Me dijo que, en su opinión, el señor Shelby había logrado fugarse sin ayuda de nadie. Le pregunté si esto significaba que el paciente, juzgado como incompetente para cuidar de sus asuntos financieros, había tenido suficiente inteligencia y reflejos como para apoderarse de un cuchillo con que cortar las cuerdas que le retenían amarrado a la cama y efectuar una fuga del establecimiento sin ser visto, sin dinero para coger un taxi o un autobús y desvanecerse tan por completo, y no supo qué contestar a mi pregunta.
—Con la venia de la Sala —intervino Darwin Melrose, rojo el rostro por la indignación—. Insisto respetuosamente en que éste no es un testimonio apropiado para un psiquiatra, aunque haya sido nombrado por el tribunal. Está llegando a conclusiones propias, no del examen del paciente, sino de sus sospechas respecto al tratamiento dado a Horacio Shelby en el sanatorio que dirige el doctor Baxter.
—Sin embargo, se trata de una interpretación muy lógica —afirmó el juez, frunciendo el entrecejo—. ¿Sabe alguien dónde se halla actualmente Horacio Shelby? Le pregunto particularmente al señor abogado, ya que intento hacer responsable al mismo de las acciones de sus clientes en este asunto.
—Debo asegurarle al Tribunal —contestó Melrose—, que no tengo la menor idea de dónde se halla Horacio Shelby, y mi cliente, Borden Finchley, así como su esposa, Elinor Finchley, me han asegurado que tampoco poseen ninguna información al respecto. Y Ralph Exeter, que se encuentra de paso en la casa de ellos, tampoco sabe nada. Entiendo, sin embargo, que Daphne Shelby, la joven que trató de establecer su parentesco con el anciano desaparecido, se halla ausente de su hotel, donde la aguardan varios mensajes, y que, a pesar de que sabía que se iba a celebrar esta vista, no se halla presente en la Sala. Y estoy seguro, además, de que su abogado tampoco sabe dónde está.
El juez Ballinger arrugó la frente de nuevo.
—¿Señor Mason…?
Mason se puso lentamente de pie, volvió la cabeza al oír abrirse la puerta y sin cambiar de expresión, dijo:
—Puesto que Daphne Shelby acaba de entrar en la sala, creo que es mejor que lo explique todo ella misma.
Daphne avanzó corriendo por el pasillo.
—Oh, señor Mason, cuánto lo siento. Me vi embotellada entre el tráfico y…
—No importa —la tranquilizó el abogado—. Siéntese.
Después, Mason se enfrentó con el juez.
—Por lo que a mí se refiere, la desaparición de Horacio Shelby ha sido una gran sorpresa. El doctor Alma me llamó al sanatorio, y fue entonces cuando supe por primera vez que el paciente había desaparecido.
—Este tribunal no piensa entrar en un debate, caballeros. Si por el momento es imposible que el doctor Alma examine a Horacio Shelby, la vista continuará abierta hasta que logre examinarle.
—¿Pero qué hay de los cincuenta mil dólares que Perry Mason sacó del Banco mediante uno de sus subterfugios? —preguntó Melrose, insidiosamente.
El juez Ballinger miró primero a Mason y luego al otro abogado y en sus labios apuntó el esbozo de una sonrisa.
—¿Violó específicamente el señor Mason la orden de este tribunal? —inquirió.
—Pues… no, Su Señoría.
—¿Violó el Banco la orden del tribunal?
—Bueno… creo que el Banco sabía que se nombró un tutor.
—¿Y el Banco pagó con los fondos que tenían que ser entregados a dicho tutor?
—No, Su Señoría. El Banco hizo el pago antes de que el tutor tuviese la oportunidad de reclamar el dinero.
—¿Cubría específicamente la orden cursada al Banco todos los bonos, créditos y dinero que pudieran ser ingresados en la cuenta de Horacio Shelby?
—No exactamente —reconoció Melrose—. La orden establecía que el Banco debía abonarle al tutor toda la suma existente en la cuenta bancaria de Horacio Shelby.
—¿Y los cincuenta mil dólares de dónde procedían?
—De un ingreso posterior, del que el tutor nada supo hasta que hubo sido pagado el cheque de Daphne Shelby.
—¿No estaban cubiertos específicamente por la orden entregada al Banco?
—Ciertamente, no, Su Señoría.
El juez Ballinger sacudió la cabeza.
—Lo mejor habría sido anticiparse a esta situación. Procuraremos que esto no vuelva a ocurrir, pero en lo que respecta al señor Mason, ninguna orden le ha sido cursada a este respecto. La posición del señor Mason es que Horacio Shelby era un hombre completamente competente para cuidar de sus propios intereses y si este hombre tuvo suficiente inteligencia para fugarse de un establecimiento sanitario sin ayuda de ninguna clase, a pesar de estar atado a una cama, no cree este tribunal que se trate de una persona senil, incompetente, desorientada e incapaz.
—No sabemos si le ayudaron o no a fugarse —arguyó Melrose.
—No, es cierto —señaló el juez—, y esto es lo único que le interesa a este tribunal, porque ello da lugar a varias y siniestras posibilidades. Tal vez sacaron a Horacio Shelby del sanatorio para que no pudiera ser reconocido por el doctor Alma, en cuyo caso el Tribunal adoptaría medidas sumamente drásticas. Perfectamente. Esta vista se suspende hasta el próximo miércoles por la tarde, a las cuatro en punto. Mientras tanto, se levanta la sesión.
Mason llamó a Daphne y una vez más la condujo a la salita de los testigos.
—Tiene que estar permanentemente en contacto conmigo —le espetó con severidad—. Estoy corriendo toda clase de riesgos en favor suyo y quería hablar con usted. La he llamado repetidas veces al hotel y…
—Oh, lo siento —repuso, contrita, la joven—. Señor Mason, tendrá que perdonarme por esta vez. Pero es que me vi envuelta en un asunto… Ahora no se lo puedo explicar. Y hubiese llegado a la sala con antelación de no ser por el tráfico de la carretera.
—Lo sé. Pero deseo que esté siempre en contacto con mi oficina. Ya tiene mi número telefónico, de forma que, por favor, llámeme de vez en cuando.
—Sí, lo haré —contestó la muchacha, procurando que sus ojos no se encontrasen con los del abogado.
—Dígame —rezongó, de pronto, Mason— ¿qué le ha pasado?
La joven elevó hacia él sus ojos azules, ingenuos, muy grandes en su inocencia.
—¿A qué se refiere?
—Creo que ha estado actuando de una manera… furtiva.
—¿Furtiva? ¿En qué sentido?
—No lo sé. ¿Sabía que su tío había desaparecido del sanatorio?
—No es ninguna sorpresa para mí —respondió ella, con amargura—. No se atrevieron a permitir que le examinase el doctor nombrado por el tribunal.
—Sí, así parece —contestó Mason—, pero a veces la deducción más obvia no es la acertada. Bien, manténgase en contacto con mi oficina, y yo no dejaré de llamar a su hotel. ¿Queda esto claro?
—Sí. Lo… lo siento, señor Mason.
—Dijo usted que había tenido dificultades con el tráfico —exclamó Mason, repentinamente—. ¿Iba en el coche de alguien?
—No, no, no… Iba en… Bueno, un amigo me dejó su auto.
—¿Qué amigo?
—Tío Horacio.
—¿Su coche? —se extrañó Mason—. Pero si Finchley se apoderó de su automóvil al mismo tiempo que de sus bienes.
La joven bajó la mirada al suelo.
—Se trata de un coche de cuya existencia tío Borden no estaba enterado.
—Oiga, jovencita. Tengo que regresar a mi oficina, puesto que he de atender a dos o tres asuntos urgentes. Creo que lo mejor es que vaya a verme dentro de una hora y sigamos hablando de este asunto.
—¿Pero por qué?
—No lo sé. Por eso quiero investigar un poco más. ¿Cómo consiguió usted apoderarse de otro coche de Horacio Shelby?
—Tenía uno.
—¿Y su hermanastro lo ignoraba?
—Así es.
—¿Un coche bueno? ¿Muy bueno?
—Prácticamente nuevo.
Mason contempló a la muchacha frunciendo el ceño.
Se produjo una llamada a la puerta. Mason abrió.
—Hay una llamada telefónica para usted, señor Mason —le comunicó un ujier—. Dicen que es importante y que será mejor que conteste inmediatamente.
—Está bien. Perdóneme un instante, Daphne.
Mason siguió al ujier hasta el juzgado.
—Puede usar el aparato de esa mesa —le indicó el empleado.
Mason asintió y levantó el receptor.
—Hola —entonces oyó la excitada voz de Paul Drake.
—¿Estuvo Daphne en la sala Perry?
—Sí.
—¿Te dijo dónde había estado?
—No.
—¿La interrogaste detenidamente respecto a lo que había estado haciendo?
—Ahora empezaba a hacerlo —repuso Mason.
—Olvídate de esto. Deja que se largue. Dile que se ponga en contacto contigo mañana por la mañana, pero ahora deja que se largue.
—Se comporta de una manera muy rara, Paul —asintió Mason—. Me ha dicho que tiene un automóvil de Horacio Shelby, del que nada sabe Finchley y…
—Sí, lo sé —le interrumpió Drake—. Hay muchas cosas que nadie sabe. Ahora no tengo tiempo de explicártelo, pero por favor deja que se vaya. Lo necesito ¿entiendes? Te veré en tu despacho y te lo contaré todo.
—Un momento —arguyó Mason—. Creo que empiezo a tener un atisbo del asunto. ¿Investigaste respecto a la joven que anoche se presentó en el sanatorio pidiendo trabajo?
—Sí.
—¿Existe la menor posibilidad de que…? —empezó a preguntar el abogado, mirando por encima del hombro para asegurarse de que nadie estaba escuchando.
—¡No digas nada por teléfono! —le advirtió el detective—. Existen todas las posibilidades del mundo. Nos veremos en tu despacho, y no permitas que Daphne sospeche nada.
—De acuerdo, te aguardo dentro de veinte minutos.
El abogado colgó el aparato y regresó a la sala de los testigos.
Daphne ya no estaba allí.
Mason abandonó la estancia y pasó a la antecámara del juez.
—¿Podría hablar unos momentos con el juez Ballinger para un asunto de cierta importancia? —le preguntó al secretario.
Éste levantó el teléfono de la horquilla y transmitió la petición.
—El juez le recibirá al momento.
Mason asintió, atravesó el umbral y penetró en el despacho particular del juez.
—Querido juez, en la sala efectué una declaración que entonces era completamente cierta, pero desde entonces ha cambiado la situación.
El juez Ballinger le miró con expresión afectuosa.
—Tenga entendido, señor Mason, que se trata de un asunto contencioso-administrativo, y no deseo que usted diga algo que pueda perjudicarle o que me induzca a suspender definitivamente el caso.
—Comprendo. Lo que voy a decirle se relaciona con una declaración que formulé ante el tribunal, cuando afirmé que no tenía idea de dónde podía estar Horacio Shelby.
El juez Ballinger abrió desmesuradamente los ojos.
—¿No fue correcta esta declaración?
—Enteramente correcta —repuso Mason.
—¿Pero ahora ya sabe dónde está Horacio Shelby, verdad?
—No, pero creo justo comunicarle que he obtenido una pista que puede conducirme hasta el señor Shelby antes de que se reanude la vista de este caso.
—Creo que lo mejor será —decidió el juez, tras madura reflexión—, que me cuente de qué pista se trata, porque este tribunal está ansioso de que el doctor Alma se ponga lo antes posible en contacto con el señor Shelby. En realidad, sin que esto sea tomarme por este caso un interés particular, opino que es el camino más directo para aclarar por completo la situación.
—Comprendo —repitió Mason—. Si lo desea, puedo darle la pista.
—Sí, creo que es preferible.
—Existe la posibilidad —declaró Mason—, de que Daphne Shelby sepa dónde está su tío.
El juez enarcó las cejas. La humana curiosidad batalló con la prudencia judicial y, naturalmente, venció la primera.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Tenemos pruebas de que Daphne Shelby compró un coche e inmediatamente montó en él, y creemos que se dirigió al sanatorio «Buena Voluntad», de El Mirar, donde nadie la conocía, solicitando una plaza como enfermera de noche.
—¿La noche pasada?
—La noche pasada.
—¿Ha interrogado a Daphne Shelby al respecto?
—Todavía no he tenido la oportunidad. Me enteré de todo esto apenas hace dos minutos.
Bruscamente, el juez Ballinger echó la cabeza hacia atrás y explotó en una carcajada. Mason aguardó en silencio.
—Mason —continuó el juez, cuando se hubo calmado—, no puedo decir nada sin colocarme en una situación comprometedora. Sin embargo, si esto tiene que ayudarle, le diré que este tribunal no nació ayer. Me alegro de que me haya hecho esta declaración porque esto me tranquiliza, pero opino ahora que esta entrevista ha ido ya más allá de los límites permitidos, aunque, como es natural, sólo deba quedar entre nosotros dos. Creo que era deber suyo comunicarme esta noticia, y añadiré que si, por puro azar, puede usted ponerse en contacto con Horacio Shelby, quiero que el doctor Alma lo examine sin más tardanza. Por motivos que no voy a mencionar y que no creo necesario discutir ahora, juzgo que es altamente importante que el examen se lleve a cabo lo antes posible.
—Lo entiendo perfectamente, señor juez —asintió el abogado.
—Seguro que sí, Mason —dijo el juez, y añadió—: Tampoco usted nació ayer.