Capítulo VIII

Perry Mason penetró en su despacho a las nueve en punto de la mañana siguiente y halló a Della Street abriendo el correo y distribuyéndolo en tres montones: urgentes, importantes y corrientes.

Mason echó una ojeada a varias cartas del montón urgente y exclamó:

—Bueno, Della, creo que no haya nada que realmente merezca la pena. ¿Se sabe algo de Daphne?

—Aún no.

Mason miró su reloj.

—Dentro de una hora, el doctor Alma estará ya en el sanatorio reconociendo a su paciente. Me imagino que por entonces tendremos que emprender alguna acción.

—¿De qué clase?

—Lo ignoro —confesó Mason—. Pueden ocurrir varias cosas. O bien han drogado al viejo, pasando por alto las órdenes del doctor Alma, o inventarán alguna excusa para que éste no pueda visitarle.

—¿Y qué hará entonces el doctor?

—Por la manera como habló conmigo —concluyó Mason—, supongo que les dirá a los del sanatorio que, o le dejan ver a Horacio Shelby, o les acusará ante el tribunal por desacato a la ley.

—¿Y si han drogado al anciano? —quiso saber Della Street.

—El doctor Alma lo averiguará y lo comunicará al tribunal.

—¿Y si no está allí?

—Si no está allí —repuso Mason—, me apuesto diez a uno a que Horacio Shelby está en pleno uso de sus facultades mentales. Probablemente, no excesivamente bien como resultado de sus pasadas experiencias, pero lo suficientemente lógico y coherente como para que el tribunal deje sin efecto la orden nombrando un tutor. Y tan pronto como esto ocurra, Shelby exigirá que los Finchley desalojen su casa, redactará un testamento a favor de Daphne Shelby, y todo volverá a la normalidad.

—¿Qué hay del cobro de aquel cheque? ¿No pueden hacerle pasar a usted un mal rato?

—Lo intentarán —admitió Mason—, pero sospecho que tendrán también otras muchas cosas de qué ocuparse. En un asunto de esta clase, la mejor defensa es una contraofensiva. Bien, veamos qué dicen estas cartas.

El abogado estuvo dictando hasta las diez, y entonces bostezó y se desperezó.

—Ya está bien por ahora, Della. No puedo quitarme de la cabeza ese maldito sanatorio y lo que pueda estar ocurriendo allí. Llame a Daphne, por favor. Dígale que procure estar a mano. Es muy posible que la parte contraria se desmorone de un momento a otro.

—Se siente usted muy optimista esta mañana —rió la secretaria, levantando el teléfono.

—He disfrutado de un magnífico sueño esta noche —le explicó Mason—, luego me he desayunado muy bien y… lo cierto, Della, es que la manera como me habló ayer el doctor Alma por teléfono me hace pensar que sabe muy bien lo que se hace. Tan pronto como un médico así se introduce en un caso, la parte contraria sufre un golpe mortal. Si el sedicente sanatorio y casa de reposo ve que está a punto de perder la licencia, se pondrá rápidamente de parte de la ley.

—La señorita Daphne Shelby, por favor —dijo Della Street ante el receptor—. Habitación 718 —sostuvo el aparato pegado a su oído unos instantes y luego comentó—: No hay respuesta.

—Está bien —le ordenó Mason—, deje un mensaje. Que llame aquí tan pronto como llegue.

Della cumplió el encargo y colgó.

—Habrá dormido hasta bastante tarde y estará en el comedor desayunándose —reflexionó el abogado en voz alta.

—O habrá salido de compras —añadió la secretaria—. Al fin y al cabo, ahora es una muchacha rica, gracias a su ayuda financiera, y a su marrullería.

—No ha habido ayuda financiera —objetó Mason, sonriendo—. Ni marrullería. Darwin Melrose pertenece a esa clase de abogados que se cuidan de los pequeños detalles y se olvidan de lo más importante. Melrose se mostró tan específico respecto a la cantidad exacta de la cuenta de Shelby y del dinero que debía serle entregado a Borden Finchley en su calidad de tutor, que se olvidó mencionar en su nota que el tribunal había nombrado a Finchley custodio de todos los bienes del viejo Horacio; y que todo el dinero, valores, créditos y otros bienes tangibles que el Banco tuviera o recibiese debían ser trasladados a la cuenta de aquél. Se limitó a pedir algo específico respecto a una cuenta y a solicitar el traslado de la misma a Borden Finchley, hasta el último centavo. Y luego, Finchley procedió a abrir otra cuenta en un Banco distinto, en su calidad de tutor —Mason rió—. Si ese joven abogado quiere mostrarse técnico conmigo, yo también sabré emplear algunos tecnicismos legales con él.

—¿Y qué dirá el juez?

—No lo sé. Pero creo que el juez posee amplitud de miras, y sospecha, además, que en este caso hay algo que no resistirá un detenido escrutinio. Naturalmente, el hecho de que Daphne no tenga lazos consanguíneos con Horacio Shelby es lo que nos tiene atados de manos. De no ser por esto, me presentaría al tribunal y empezaría a lanzar fuegos artificiales. Pero tal como está el asunto, no tengo derecho legal para interpelar al tribunal ni interrogar a los testigos.

En aquel instante sonó el teléfono. Della Street cogió el aparato.

—Sí, Gertie —se volvió hacia Perry Mason—. Probablemente será Daphne.

Mason asintió y alargó la mano para coger su extensión de la línea pero se detuvo al notar la expresión en la cara de su secretaria.

—Es el doctor Alma —le comunicó la joven— y dice que es muy importante que hable con usted inmediatamente.

Mason inclinó la cabeza y alzó el receptor.

—Mason al habla.

La masculina voz del doctor Alma le llegó por el aparato.

—Mason, me encuentro en este maldito centro sanitario «Buena Voluntad». Como ya sabe, vine aquí por una orden del tribunal del juez Ballinger, con el encargo de reconocer oficialmente a Horacio Shelby.

—¿Y qué ha ocurrido? —quiso saber Mason.

—Han ocurrido muchas cosas, por lo visto, particularmente al paciente —repuso Alma.

—¡Diantre, no habrá muerto, eh!

—Lo ignoro. No está aquí.

—¿No está ahí?

—Eso dije.

—¿Qué ha sucedido? ¿Permitieron que Finchley se lo llevase a otro sitio?

—No lo sé y me gustaría mucho averiguarlo. El paciente ha desaparecido. Dicen que se ha fugado. Pero antes de que alguien tenga ocasión de destruir las pruebas, me gustaría averiguar… Usted tiene un detective privado que trabaja por su cuenta y posee mucha experiencia en esta clase de investigaciones, ¿verdad?

—Sí.

—Y usted mismo es una figura casi legendaria. ¿Por qué no se dan una vuelta por aquí usted y su detective?

—¿Nos dejarán entrar? —preguntó Mason, guiñándole un ojo a Della Street.

—¿Dejarles entrar? —estalló el doctor Alma—. ¡Yo les dejaré entrar! Voy a revolver todo el lugar y pondré pronto las cartas boca arriba.

—De acuerdo, iremos para allá —repuso Mason.

Colgó el aparato, cogió su sombrero y le dijo a Della Street:

—Llame a Paul Drake. Dígale que coja su coche y que se reúna conmigo en el sanatorio «Buena Voluntad», en El Mirar. Vuelve a llamar a Daphne. Cuéntele lo ocurrido. Dígale que no se mueva y que espere hasta tener noticias mías… que no salga de la habitación.

—¿Y si no contesta?

—Siga llamándola. Ahora me marcho.

El abogado abrió la puerta, atravesó la antecámara y salió al corredor, apresuradamente. Luego tardó treinta y cuatro minutos en llegar a El Mirar.

Aparcó el coche cerca de la tapia del sanatorio y observó, aunque sin concederle ninguna importancia, que los carteles pidiendo personal habían sido arrancados. También vio que la puerta de la oficina estaba completamente abierta. La mujer que tan brusca se había mostrado la tarde anterior, se mostró mucho más efusiva en su saludo.

—El doctor le espera, señor Mason. Está en el pabellón 17. Por ese sendero a la derecha.

—Gracias. Un detective privado llamado Paul Drake llegará dentro de poco. Por favor, envíelo al pabellón 17.

—Sí, claro. —La dura boca de la mujer se distendió en lo que pretendió ser una sonrisa, pero sus ojos continuaron fríos y hostiles.

Mason corrió hacia el pabellón 17, una pequeña sala muy propia de un sanatorio.

El abogado oyó voces iracundas en el interior. Abrió la puerta.

El individuo alto que giró sobre sí mismo para enfrentarse con el abogado tendría unos cuarenta años. Ligeramente encorvado, mantenía sus ojos muy abiertos, y evidentemente, se hallaba muy indignado.

El otro ocupante del cuarto, mucho mayor y más bajo, se hallaba a la defensiva al parecer.

Mason, instantáneamente, captó la situación.

—¿El doctor Alma? —se dirigió al más alto de los dos hombres.

Los indignados ojos del doctor Alma se concentraron en Perry Mason, suavizándose levemente.

—¿Perry Mason?

—Sí.

Los dos hombres se estrecharon las manos.

—Y éste es el doctor Tillman Baxter.

Mason no le ofreció su mano al último.

—El doctor Baxter —prosiguió el doctor Alma— está diplomado como médico neurópata en otro Estado. Y tiene unas teorías muy particulares respecto a la dieta.

—Tengo licencia para dirigir este establecimiento —intervino Baxter.

—Seguro —afirmó Alma—. Pero hasta cuándo va a durarle el permiso es algo que nadie sabe. Bien, ahora deseo que nos cuente todo lo que sepa de Horacio Shelby. Me ha dicho que no llevaban ningún diagrama de este paciente.

—Esto no es un hospital —protestó Tillman Baxter—, sino una casa de reposo.

—¿Y no lleva diagramas ni fichas de los tratamientos?

—Sólo de las cosas muy importantes.

—¿Qué considera usted importante?

—Lo que indica un cambio en el estado físico o mental de un paciente.

—¿Tampoco llevan registro de las drogas administradas, verdad?

—Nosotros no administramos drogas. Esto es una regla.

—¿Qué hacen, entonces? —se interesó el doctor Alma.

—Les damos descanso, intimidad, soledad y buena comida a los pacientes. Nosotros…

—Pues a mí me dijeron que Horacio Shelby se hallaba bajo el efecto de algunos sedantes —intervino Mason—. ¿Qué le dieron?

—¿Sedantes? —repitió untuosamente el doctor Baxter.

—Esto me dijeron.

—Un doctor particular, que no pertenece al sanatorio, estuvo recetando a Horacio Shelby —contestó Baxter—. Aquí, como es natural, no nos oponemos a que nuestros internados estén en manos de sus médicos de cabecera.

—¿Cuál es el doctor?

—No recuerdo su nombre.

Mason miró en torno, tomando nota mental de una cama de hierro, un palanganero, una cómoda con espejo, el linóleo del suelo y los visillos de las ventanas.

—¿Adónde conduce esta puerta? —preguntó después.

—Al cuarto de baño.

Mason abrió la mentada puerta y contempló la vieja bañera, el retrete, el linóleo del suelo, el armario y el espejo encima del lavabo.

—¿Esta otra puerta? —quiso saber a continuación.

—El armario. Donde los pacientes guardan sus ropas.

—Lo he examinado —dijo el doctor Alma—, y no hay nada.

Mason contempló las perchas vacías del interior del armario.

—¿Se lo llevó todo? —inquirió.

—Creo que sí —le contestó Baxter—. Naturalmente, apenas tenía nada. Un practicante le afeitaba. El viejo sólo tenía un cepillo de dientes y un tubo de pasta, que se han quedado en el armarito de baño. Aparte de esto, no tenía virtualmente nada, excepto el traje con que vino aquí.

—En otras palabras —le atajó Mason—, que el paciente no sabía que iba a ser internado en un sanatorio cuando lo sacaron de su casa.

—Yo no diría tanto —objetó Baxter—, aunque francamente no lo sé.

—Un individuo que sabe que va a ingresar en un sanatorio se lleva al menos una maleta con lo más indispensable —reflexionó Mason—. Pijamas, ropa interior, camisas, calcetines, pañuelos…

—Un hombre «normal» sí —corroboró el doctor Baxter.

—¿No era normal Horacio Shelby?

—En absoluto. Estaba irritado, nervioso, excitado, agresivo y se negó a colaborar.

—¿Quién le trajo aquí?

—Vino con sus parientes.

—¿Cuántos?

—Dos.

—¿Borden Finchley y Ralph Exeter?

—Finchley era uno; no conozco el nombre de la otra persona. También había una enfermera.

—¿La señora Finchley?

—Creo que sí.

—¿Y los tres llevaron a Shelby hasta esta sala?

—Le inscribieron en el sanatorio. Por aquel entonces, el paciente estaba sumamente agitado, y la enfermera le administró un sedante.

—¿Sabe qué clase de sedante?

—Una inyección.

—¿No le dijeron qué era?

—La enfermera me comunicó que había sido prescrito por el médico de cabecera del paciente.

—¿No pidió una copia de la receta? ¿No preguntó el nombre del doctor?

—Acepté la palabra de la enfermera. Tenía su diploma.

—¿De este Estado?

—Creo que de Nevada, aunque esto no lo sé con seguridad.

—¿Cómo sabe que tenía un diploma?

—Ella me lo dijo y, naturalmente, por la forma como cuidaba al paciente comprendí que era cierto.

Mason, de repente, cogió una de las sillas de la habitación, la llevó junto al armario, se subió en la misma y rebuscó en el último estante.

—¿Qué es esto? —preguntó, enseñando una serie de cuerdas.

—Pues… unas cuerdas —contestó Baxter, después de haber vacilado y tosido.

—Sí, ya lo veo. Unas cuerdas entrelazadas. ¿Para qué sirven?

—Las empleamos para reducir a los pacientes que se sienten inclinados a mostrarse excesivamente excitados. Las usan en todos los establecimientos frenopáticos.

—O sea que atan a los pacientes a sus camas, ¿no?

—Cuando lo requiere su estado, sí.

—¿Y ataron a Horacio Shelby a su cama también?

—No estoy seguro. Tal vez en alguna ocasión…

—¿Por cuánto tiempo?

—Diría que por un breve intervalo. Sólo empleamos estas cuerdas cuando el paciente está muy alterado, y a veces cuando andamos faltos de personal. Como puede observar, señor Mason, estas cuerdas estaban ya retiradas.

—Sí, lo veo —admitió Mason, mostrando dos fragmentos en sus manos—. Fueron cortadas con un cuchillo.

—¡Válgame Dios! —exclamó el doctor Baxter.

—Por tanto —continuó Mason—, si Horacio Shelby se fugó, tuvo que recibir ayuda del exterior. Alguien cortó estas cuerdas. Un hombre atado a su cama y sin un cuchillo no puede de ningún modo cortar unas cuerdas tan resistentes.

Baxter no contestó.

Mason miró al doctor Alma.

—Creo que lo mejor será que eche una buena ojeada al establecimiento —fue la reacción de aquél—. Quiero averiguar qué ocurre aquí. ¿Fue usted quien inauguró este sanatorio, Baxter?

—«Doctor» Baxter —le corrigió el aludido.

—¿Lo inauguró usted? —repitió el doctor Alma, levantando la voz.

—No, se lo compré al individuo que lo inauguró.

—¿Poseía licencia?

—No me fijé particularmente en sus calificaciones. Vi la licencia y logré que me fuese traspasada.

—¿Por quién?

—Por la persona que me vendió este local.

—Será mejor que esté en el juzgado a las dos de esta tarde —le conminó el doctor Alma—. Creo que al juez Ballinger le gustará interrogarle.

—No puedo ir al juzgado. Hay una imposibilidad física. Tengo aquí muchos pacientes y ando muy escaso de personal. Hemos hecho lo imposible por contratar a enfermeras competentes, pero es muy difícil.

—¿Enfermeras?

—Tenemos varias enfermeras prácticas —le explicó Baxter—. Y una enfermera diplomada, pero nuestra principal preocupación es poseer un personal abundante y competente. Ahora, todos tenemos que prestar muchas horas de servicio.

Se oyeron unos pasos en el corredor.

—Hola, Perry —saludó el detective Paul Drake.

—Adelante.

Drake entró en la estancia.

—El doctor Grantland Alma, Paul Drake. Y el «doctor» Baxter.

—¿Es usted detective? —le preguntó el doctor Alma.

—Sí.

—Bien, opino que el señor Mason ha encontrado la buena pista.

—¿La buena pista? —repitió Drake.

—Respecto a la desaparición de Horacio Shelby.

—A la fuga de Horacio Shelby —le corrigió nuevamente Baxter.

—En lo que a mí se refiere —objetó el doctor Alma—, el paciente se ha marchado, y no sé cómo, a dónde ni quién le ayudó.

—Se fue solo —afirmó Baxter.

—¿Lo cree de veras?

—Sí.

—Está bien. Le recordaré estas palabras —le espetó el doctor Alma.

—¿Qué quiere decir?

—Usted ha sostenido que Horacio Shelby es un anciano desorientado e incompetente —masculló Alma—, un hombre tan senil que no puede cuidar de sus intereses. Cuando se resistió al tratamiento, ustedes lo amarraron a la cama y no permitieron que recibiera a ningún visitante. Ni siquiera dejaron que un abogado le interrogase. Pues bien, ahora usted opina que este paciente fue tan astuto que logró, de manera ignorada, cortar sus ligaduras, saltar de la cama, vestirse, salir por la cancela, continuar por la carretera… y todo esto llevado a cabo por un anciano inválido, desorientado, sin dinero para coger ni siquiera un autobús y… a pesar de todo, se ha desvanecido. De acuerdo, comparezca usted ante el tribunal, afirme que pensó que Horacio Shelby era un anciano desorientado, incompetente y senil, y veremos qué le contesta el juez.

—¡Un momento, un momento! —exclamó apresuradamente el doctor Baxter—. Claro que habrá tenido ayuda del exterior. Pero no de nadie de esta institución. Quiero decir, que no hemos sido nosotros quienes le hemos ocultado para que no pueda declarar ante el tribunal.

—Por lo que a mí respecta —concluyó el doctor Alma—, mi actuación ha terminado. Sólo me queda presentar mi informe al tribunal. ¿Y usted, Mason?

—No creo que ganemos nada quedándonos aquí —reconoció el abogado, contemplando al infeliz y frustrado Baxter—. Particularmente, cuando todos nos veremos esta tarde en el juzgado. Supongo que el doctor Baxter será citado oficialmente.

—Naturalmente —refunfuñó el doctor Alma—. Ya me cuidaré yo de ello.

—¡Un momento! —volvió a suplicar Baxter—. ¡No puedo acudir al tribunal! Estamos faltos de personal y…

—Lo sé —asintió el doctor Alma con simpatía burlona—. A veces, a mí me sucede lo mismo. Me citan para un tribunal, y pierdo todo un día. Son los gajes del oficio, ¿no, «doctor»?

Mason retrocedió hacia la puerta, y se llevó a Drake aparte.

—¿Has venido con el coche que tiene teléfono? —le preguntó.

Drake asintió.

—De acuerdo —prosiguió el abogado—, pon varios agentes a la tarea. Quiero que mantengan una vigilancia continua sobre todo el mundo.

—¿Quiénes son «todo el mundo»?

—Exeter, Finchley, su mujer, el doctor Baxter… y procura descubrir alguna pista que pueda conducirme a Horacio Shelby.

Drake asintió.

—Sospecho —prosiguió Mason—, que alguien ha apretado de firme. Ayer observé aquí dos carteles pidiendo personal femenino. Estos carteles han desaparecido. Lo cual significa que alguien solicitó el puesto anoche y lo consiguió. Probablemente, un turno nocturno. Procura averiguar quién fue la interesada, porque podría tratarse de un truco. Tal vez alguien enviado aquí por Borden Finchley para quitar al viejo de la circulación, para impedir que le reconociera el doctor Alma. Si consigues averiguar quién fue esa persona, en caso de que exista realmente, no repares en gastos para obtener toda la información posible.

—De acuerdo —asintió Drake—, pero esto costará un montón de dinero.

—No me importa. Estamos en una pelea y tenemos que emplear todos los trucos a nuestro alcance.