El Sanatorio y Casa de Reposo «Buena Voluntad», de El Mirar, era, aparentemente, la combinación de un motel convertido y una casa antigua de tres plantas.
Ambos inmuebles habían sido unidos, con una tapia en torno a la propiedad, y en las ventanas del motel, así como en las de la finca alguien había colocado unas rejas de feo aspecto, muy poco ornamentales, pero eficaces.
Perry Mason llegó al sanatorio sin intentar pasar inadvertido. Anduvo hasta la cancela, siguió por el senderito enarenado y se detuvo delante de una puerta señalada como «Oficina».
El abogado se fijó en un cartel de la tapia que decía:
«Se necesita: mujer joven, de agradable aspecto, para trabajos generales».
Había otro cartel semejante al lado de la puerta de la oficina. Como ambos habían sido redactados por una mano profesional, resultaba evidente que el sanatorio andaba escaso de personal y hacía tiempo que necesitaba más muchachas en su servicio.
Mason penetró en la oficina.
Un largo mostrador dividía la estancia en dos partes. Tras el mostrador había una centralita telefónica y una silla; a un lado, una mesa literalmente cubierta de papeles, un sillón giratorio y otras dos sillas de alto respaldo; y también una estantería con casilleros, con los números de las salas y unidades de los mismos.
En la centralita había una luz encendida y se oía el zumbido indicador de una llamada exterior.
Mason se acercó al mostrador.
De pronto, una mujer de mediana edad apareció apresuradamente por una puerta del fondo y, casi sin reparar en Mason, se dirigió a la centralita, cogió el receptor y dijo:
—Sí, éste es el sanatorio «Buena Voluntad» —prestó atención unos instantes y añadió—: Ahora no está. Se lo comunicaré a su secretario. Sí, llamaré tan pronto como llegue… No, no sé cuándo estará aquí… Sí, eso espero. Sí, hoy sin falta… Sí, le llamará, doctor. Tan pronto como llegue… Adiós.
Sacó la clavija del agujero y se dirigió con alguna truculencia al mostrador.
—¿Qué desea? —le preguntó a Mason.
—Tienen ustedes internado aquí a Horacio Shelby.
Instantáneamente, la mujer se envaró y sus ojos se tornaron plomizos.
—¿Y bien?
—Quiero verle.
—¿Es usted pariente suyo?
—Soy abogado.
—¿Le representa a él?
—Represento a un pariente.
—Ya no es hora de visita.
—Pero es de suma importancia que le vea —insistió Mason.
La mujer denegó firmemente con la cabeza.
—Tiene que venir a las horas de visita.
—¿Y qué horas son éstas?
—De dos a tres de la tarde.
—¿O sea hasta mañana por la tarde, verdad?
—Entonces podrá verle. Claro, si no se opone el doctor. Antes tendrá que hablar con éste. El señor Shelby nos ha ocasionado algunas molestias. En su puerta, precisamente, hay un cartel prohibiendo las visitas. ¿Qué nombre me dijo?
—Mason. Perry Mason.
—Le diré al doctor que usted ha venido.
—¿A qué doctor?
—Al doctor Baxter —puntualizó la mujer—. Tillman Baxter. Es quien dirige el sanatorio.
—¿Es doctor licenciado?
—Tiene licencia para dirigir este sanatorio —fue la respuesta—. Esto es cuanto sé y también opino que de nada le servirá volver. No creo que Horacio Shelby se halle en condiciones de recibir visitantes en estos momentos.
Le volvió bruscamente la espalda y desapareció por la puerta del fondo.
Mason se apartó del mostrador, salió de la oficina, dio una ojeada por los alrededores y finalmente regresó al lugar donde tenía aparcado el coche. Un hombre estaba junto al auto.
—¿Es usted el doctor nombrado por el tribunal? —le preguntó a boca-jarro.
Mason le contempló pensativamente.
—¿Qué doctor nombrado por el tribunal?
—Para el caso Shelby.
—¿Por qué?
—Quiero hablar con usted —continuó el desconocido.
—¿Sobre qué?
—Usted no ha contestado a mi pregunta. ¿Es usted el doctor nombrado por el tribunal?
—No. Me llamo Perry Mason y soy abogado. Y ahora dígame por qué tiene tanto interés en…
Pero su interlocutor no esperó el final de la frase, sino que se escabulló prestamente hacia un coche aparcado un poco más lejos, saltó adentro, le dijo algo al tipo que se hallaba al volante y el vehículo comenzó a deslizarse sobre el asfalto de la carretera. Mason trató de divisar la matrícula, pero el coche estaba demasiado lejos. Sólo consiguió ver que era de Nevada.
El abogado fingió regresar al sanatorio, pero volvió sobre sus pasos y de improviso entró en su coche. Accionó el arranque y condujo con rapidez por la carretera. No consiguió distinguir el coche con la matrícula de Nevada. Evidentemente, había tomado por un sendero lateral.
El abogado condujo cosa de un kilómetro sin el menor resultado, por lo que al final decidió regresar a la ciudad.
—Hay una llama del doctor Alma —le comunicó Della Street al verle—. Quiere hablar con usted al momento. Le contesté que usted no tardaría en llegar.
Mason asintió.
—Gertie se ha marchado ya —continuó Della—, por lo que yo misma haré la llamada.
Sus dedos se atarearon en el numerador y poco después dijo por el receptor:
—El doctor Alma, por favor. Al habla el abogado Perry Mason.
Luego, le hizo un gesto al abogado.
—Hola —saludó Mason, cogiendo su propio teléfono—, aquí Mason.
—Aquí Grantland Alma, Mason. ¿Quería usted hablar conmigo?
—Sí. Tengo entendido que ha sido usted nombrado por el juez Ballinger para examinar a Horacio Shelby respecto a sus facultades físicas y mentales.
—Cierto.
—¿Irá pronto a ver a Horacio Shelby?
—No puedo verle hasta mañana por la mañana —repuso el doctor Alma—, pero les he comunicado a los del sanatorio que estaré allí a las diez.
—¿Es prudente que sepan a qué hora irá usted?
—Supongo que sí —contestó el doctor—, porque les he prohibido que le suministren al enfermo ningún sedante después de las ocho de esta noche; también les he pedido un diagrama completo del curso de la enfermedad y los medicamentos administrados al paciente, y he subrayado que no deseo que haya presente ningún miembro del sanatorio durante mi reconocimiento. Incluso llevaré conmigo a mi enfermera.
—Gracias, doctor —sonrió Mason—. Ahora comprendo por qué el juez Ballinger le nombró a usted. Sólo quería asegurarme de que iba usted a adoptar todas las medidas pertinentes al caso.
—Sé a lo que se refiere, Mason. Sí, sé que existen algunos sedantes que, inyectados por vía intravenosa, hacen que el paciente duerma profundamente; pero en algunos casos, el individuo se muestra sólo desorientado y un poco vago unos cuantos días. También hay drogas que, si se le administran a un paciente atacado de arteriosclerosis, pueden provocar un trastorno mental de carácter temporal.
—¿Puede usted detectar estas drogas en un enfermo?
—Sí y no. Puedo efectuar un análisis de sangre, pero me resulta imposible saber si el paciente se halla en su estado normal o bajo la influencia de ciertas drogas. Estoy bien enterado de su reputación, señor Mason, y tengo entendido que usted representa a la sobrina, o la joven que creía ser sobrina, de Horacio Shelby; en fin, la chica que le ha estado cuidando devotamente durante todos estos últimos años. Y en confianza puedo comunicarle que en el sanatorio ofrecieron cierta resistencia cuando les prohibí administrarle esta noche al anciano ningún medicamento. Me contestaron que Horacio Shelby estaba muy agitado, altamente irritable, que no podía dormir, y que habría que darle algún sedante adecuado. Les pregunté qué entendían por tal y sostuvimos una discusión al respecto. Por fin, les fijé un límite a los somníferos para esta noche. No me importa manifestarle, señor Mason, que pienso reconocer al paciente con todo cuidado. Esto es lo que me ha sido ordenado y esto es lo que estoy decidido a hacer.
—Muchas gracias —respondió Mason—. Precisamente, era esto lo que deseaba escuchar de sus labios.
—Sí, ya sé lo que pensaba usted —rió el doctor Alma—. No se preocupe, Mason. Jugaré limpio y pienso mostrarme concienzudo.
—Gracias de nuevo. Y crea que le agradezco de veras su colaboración.
El abogado colgó el teléfono y se volvió a su secretaria.
—Creo que no hay ningún motivo que me impida marcharme de aquí. Todo está en orden. El doctor Alma sabe lo que hace. Evidentemente, ha estudiado todos los aspectos de la situación. Daphne está fuera de circulación por esta noche. El sanatorio se halla a la defensiva y no me sorprendería que mañana fuese un día sumamente agitado, en lo que respecta al sanatorio.
—¿Qué impresión le causó? —quiso saber Della Street.
Mason hizo un gesto displicente con la mano.
—Un sanatorio más. Creo que el tipo a quien llaman «doctor», y que dirige el establecimiento no es un médico diplomado, aunque probablemente posea licencia para figurar como director. Algunos sanatorios de esta clase son muy buenos; otros, no. En realidad, en algunos… ¡que Dios ayude a los pobres desdichados a los que llevan allí! Con frecuencia, los parientes no quieren verse importunados por un anciano que empieza a desvariar un poco y a ponerse pesado, por lo que lo entregan a un sanatorio, se lavan las manos, y prácticamente se olvidan de la pobre víctima. Y todo esto no le importa en absoluto al sanatorio mientras no deje de recibir la pensión mensual. También hay sanatorios que son verdaderos infiernos. En ellos saben que el viejo tiene que pasar por incompetente; y si están enterados de que el paciente les odia, pero saben que la persona nombrada como custodio o tutor es quien ha de pagarles la estancia del anciano, no tardan mucho en decidir de qué lado del pan está la mantequilla.
—¿Y usted opina que el sanatorio «Buena Voluntad» pertenece a esta última clase?
—No me sorprendería en absoluto, Della —respondió Perry Mason—. Sin embargo, creo que por ahora todo va bien. Será mejor que cerremos la oficina y nos larguemos a casita.