No hacía una hora que Perry Mason había vuelto a su despacho cuando sonó en la puerta excusada la llamada especial de Paul Drake.
Della Street fue a abrir.
—Bueno, ya tenemos a Ralph Exeter, etiquetado —anunció el detective, entrando en la estancia.
—¿Qué has descubierto? —inquirió Mason.
—El verdadero nombre de Exeter es Cameron —explicó Drake—. Su primer nombre es muy raro: Bosley. B-O-S-L-E-Y. Viene de las Vegas. Es jugador y posee un pagaré firmado por Borden Finchley por valor de más de ciento cincuenta mil pavos.
—Esto explica muchas cosas —razonó Mason.
—Aún hay algo más —continuó Drake—. Cameron también debe una fuerte suma y hasta que cobre el dinero de Finchley, no puede regresar a Las Vegas. En realidad, anda ocultándose de sus antiguos compinches. Por esto ha adoptado el nombre de Ralph Exeter, de Boston, Massachusetts.
—Buen trabajo, Paul —aprobó Mason—. Un maravilloso trabajo.
—En realidad, yo no he hecho nada —negó Drake—. Pero tuve suerte y me tropecé con las personas que están localizando a Cameron.
—¿Cómo?
—Gracias a una serie de circunstancias fortuitas. Finchley explicó muy por encima dónde había estado últimamente, pero la asistenta observó que en el equipaje había varias etiquetas de Las Vegas, etiquetas que, por lo visto, Finchley trató de quitar el segundo día de llegar aquí. Acuérdate que dijo que vinieron en el coche de Exeter. Bien, averigüé donde estaba matriculado dicho coche. Sí, la placa es de Massachusetts, pero puse una conferencia, hice mover a un par de agentes, y encontré a la persona que estaba registrada como su propietario cuando el auto salió de Massachusetts. Se trata de un individuo que estuvo en Las Vegas, jugó, perdió y quedó a deberle a Cameron unos mil dólares. Entonces ofreció entregarle el coche y algo más. Cameron se conformó, ya que en Las Vegas están muy acostumbrados a esta clase de transacciones, y el auto pasó de manos sin las formalidades de un nuevo registro por el momento. Una vez en posesión de esta pista, telefoneé a Las Vegas y descubrí que Cameron era uno de esos jugadores a gran escala que un día están subidos en las nubes y al siguiente se hallan hundidos en el fango. Le pulieron bastante en una partida de póquer y tiene varios pagarés en circulación. Les dijo a sus compinches que había un pájaro que le debía ciento cincuenta de los grandes y que iba en su busca para cobrarse la deuda, si bien quizás tardaría un poco en conseguir la pasta.
Y entonces, desapareció. Al principio, los que tenían los pagarés de Cameron se dispusieron a esperar, pero ahora se muestran un poco inquietos y les gustaría mucho saber dónde se oculta ese bergante.
—Vaya, Paul —sonrió Mason—, empezamos a obtener buenos resultados. Ésta es la clase de munición que necesitamos.
—Lástima que no la tuviésemos cuando la vista de ayer por la mañana —se quejó Drake.
—La tendremos para la próxima —le consoló Mason.
En aquel momento sonó el teléfono.
Della Street levantó el receptor, contestando a la llamada, y luego miró interrogativamente a Mason.
—¿Quiere hablar con Darwin Melrose? —le preguntó.
—Naturalmente —Mason cogió su propio receptor—. Hola, Melrose. ¿En qué puedo servirle?
Melrose estaba tan excitado que hablaba con la rapidez de una ametralladora.
—¿Qué diablos está pasando aquí? Una compañía me ha dicho que se había efectuado una venta, y que se han ingresado unos cincuenta mil dólares como pago final en la cuenta de Horacio Shelby.
—¿Sí…? —preguntó Mason, aprovechando el momento en que Melrose respiraba.
—Llamé al Banco Nacional de Inversiones y me han contestado que no hay ningún dinero en la cuenta Shelby. Les pregunté por el ingreso de los cincuenta mil dólares, y me han respondido que era cierto, pero que hubo dos ingresos, uno de cincuenta mil y el otro de setenta y cinco mil, pero que ambos han quedado cancelados al abonar el cheque pagadero a Daphne Shelby por el valor de ciento veinticinco mil, con lo cual la cuenta vuelve a estar exhausta.
—Cierto, no hay ningún secreto en esto —contestó Mason—. Ya discutimos lo referente al cheque en el tribunal. Su cliente estaba ya al corriente de todo esto.
—Estar al corriente del cheque es una cosa, pero cobrarlo, es otra muy distinta.
—Mire —le explicó Mason—, el cheque estaba en posesión de Daphne Shelby. En el Banco había dinero para cubrirlo. Por tanto, el Banco estaba en su derecho a pagarlo a la presentación del mismo.
—Pero el Banco sabía que se nombró un tutor.
—Al Banco le comunicaron que se había nombrado un tutor para la cuenta de Horacio Shelby, según estaba la cuenta en aquel momento, pero no se habló nada de cuentas ni de ingresos futuros.
—Creíamos que no era necesario, puesto que íbamos a liquidar toda la cuenta.
—Siento que no entendiesen bien la situación —se lamentó Perry Mason—. Pero la orden al Banco era muy específica. Daba instrucciones para que le entregase al tutor la cantidad exacta que figuraba en aquellos instantes en la cuenta de Horacio Shelby, con la fecha abajo.
—Esto no me gusta —exclamó Melrose—. Ni creo que le guste al tribunal. Es una marrullería.
—¿Cómo?
—¡Una marrullería!
—Creo que usted no aprecia bien la situación —sonrióle Mason al teléfono—. Por mi parte no fue marrullería, sino tener más práctica que usted. Acuda al tribunal si gusta, y ya verá lo que le dirá el juez.
—Esto es precisamente lo que voy a hacer —replicó Melrose, con altanería—. Pienso pedirle al juez una orden que demuestre que usted se ha burlado del tribunal, y otra para que devuelva usted el dinero del cheque al tutor de la cuenta.
—Sí, está usted en su derecho —reconoció Mason—. Adelante. Pero tenga en cuenta que yo también sabré contestar a todas esas órdenes… si las consigue. ¿Algo más…?
En vez de contestar, Darwin Melrose colgó con fuerza el teléfono.
Perry Mason le sonrió a Paul Drake, antes de comentar:
—Es un gusano muy largo que no sabe culebrear.
—Por la conversación, supongo que se trata de algo gordo.
—No lo sé —repuso Mason, juiciosamente—. Darwin Melrose forma parte de esa clase de abogados a quienes gusta ser muy meticulosos. Si desea la descripción de un caballo con la pierna trasera derecha blanca, pone en la reseña: «un caballo con una pierna, la derecha, trasera, blanca». Naturalmente, sabía cuál era el saldo de la cuenta Shelby, por lo que hizo figurar la cantidad exacta en la orden al Banco. Éste le entregó, pues, al tutor la cantidad mencionada, liquidando así, por el momento, la cuenta del viejo Horacio, consistente en tantos miles de dólares, tantos centenares, y tantos centavos. En realidad, un total de ciento cincuenta y seis mil dólares, aproximadamente. Pero no se le ocurrió a Melrose que alguien pudiera ingresar algo a nombre de Horacio Shelby.
—¿Y se hizo un nuevo ingreso?
—Sí.
—¿Tuviste tú algo que ver con ello?
—Oh, muy poco —rió Mason—. En parte, hemos cumplido el deseo del viejo Horacio y ahora, gracias a la información conseguida por ti, creo que podremos cumplir el resto.
—¿Es ya tu cliente la chica?
—Sí, en realidad, ya es mi cliente,
—¿No crees que es demasiado ingenua? —observó Paul Drake.
—Por tratarse de una muchacha que ha manejado todos los asuntos de su tío, escribiendo su correspondencia, y cuidándose de su cuenta bancaria y negocios bursátiles, me parece demasiado sintética en su falta de sofisticación.
Mason estudió al detective con pensativa mirada.
—Lo sé, Paul. Ya lo había pensado. Y también me he preguntando si escudándose en esta apariencia de inocencia no se ocultará un cerebro frío y calculador. Pero recuerda que el Banco la conoce desde hace muchos años, saben las relaciones existentes entre ella y su tío, están a favor suyo en todos los conceptos.
—Oh, ya sé que es una personita estupenda —exclamó Drake—, pero… En fin, no sé. ¿No crees que ella sospechaba su ilegitimidad y fingió ignorarla a fin de que Horacio Shelby no supiese que ella lo sabía?
—Mason se encogió de hombros.
—Lo ignoro, Paul. ¿Qué opina, Della?
La secretaria meneó la cabeza.
—No me obligue a expresar mi opinión.
—¿Tiene alguna?
—Sí.
—¿Y por qué no quiere decírnosla?
—Porque no estoy segura del terreno que piso.
—Bien, por ahora seguiremos haciendo por esa chica lo que podamos —decidió Mason—. Está metida en un verdadero atolladero, pero creo que al final saldremos adelante. Dime, Paul, ¿qué doctor ha nombrado el tribunal?
—No lo sé todavía, pero no tardaré en…
El teléfono le interrumpió. Como siempre, fue Della Street quien contestó a la llamada.
—Es para usted, Paul. Le llaman de su oficina.
Drake se hizo cargo del aparato.
—Repítame el nombre —rogó al cabo de un momento—. Gracias —se volvió hacia Perry Mason, después de colgar—. Bien, Perry tu respuesta ha quedado contestada. El tribunal ha nombrado al doctor Grantland Alma.
Della Street, inmediatamente, hojeó el anuario y poco después pudo proporcionar más información.
—Aquí esta. Tiene el consultorio en el 602 del Cerner Building, y su teléfono es Lavine 2-3681.
—Y todo intento para influir en él —añadió Mason, sonriendo—, le volverá loco, pero no hay ningún motivo por el que yo, en mi calidad de abogado, no trate de ver a Horacio Shelby antes que el doctor.
—No tiene la menor probabilidad —objetó Drake.
Mason sonrió.
—Tal vez sea también conveniente saber si le tienen completamente secuestrado. Seguramente el doctor debe estar en su consultorio a estas horas —añadió, después de consultar su reloj—, y con toda probabilidad no visitará a Shelby hasta mañana por la mañana. Llame a su enfermera, Della.
—¿A la enfermera?
—Sí. Siempre hay que comunicarse con un doctor por mediación de su enfermera.
Della Street marcó el número y Mason cogió el receptor de su extensión.
—Hola, aquí Perry Mason, el abogado. Desearía hablar con el doctor Alma. Si esto no es posible, me gustaría formular una pregunta que él puede contestarme. Se trata de un asunto urgente.
—Yo soy su enfermera —repuso una voz femenina al otro extremo de la línea—. Tal vez será mejor que me haga a mí la pregunta. El doctor está muy ocupado en estos instantes y tiene el consultorio lleno de pacientes.
—El doctor Alma —empezó a decir Mason—, que ha sido nombrado por el tribunal del juez Ballinger para examinar a Horacio Shelby antes de la vista de mañana por la tarde…
—Oh, estoy segura de que el doctor no querrá hablar de este asunto con usted ni con nadie —le atajó la enfermera.
—No quiero hablarle de este asunto —replicó Mason—. Estoy simplemente tratando de averiguar si le molestaría al doctor que yo fuese al sanatorio «Buena Voluntad» a visitar al señor Shelby.
—Oh, estoy segura que no —accedió la enfermera—: Pero no haga nada que pueda alarmar o trastornar al paciente. ¿Figura usted en el caso como abogado?
—En el caso general, sí.
—Pues procure no excitar al señor Shelby, por favor.
—Gracias. Y a propósito, ¿en qué sala está?
—Se halla en una de las unidades aisladas, según creo. Un momento… Pabellón 17.
—Muy agradecido.
—De nada, abogado.
—Por favor, dígale al doctor Alma que he llamado.
—Así lo haré.
—Bien —sonrió Mason, tras colgar el aparato—, si uno desea obtener información debe buscarla abiertamente.
—Un buen detective —comentó Drake, riendo— habría tardado dos días, a cincuenta dólares diarios, en obtener estos datos, Perry. ¿Quieres que te acompañe?
—No, prefiero ir solo.
—Tal vez la cosa se presente un poco dificultosa —le advirtió Paul Drake.
—Cuando esto ocurre —repuso Mason—, sé cómo corresponder sin ayuda de nadie.