Capítulo V

Daphne se asió al brazo de Mason como el náufrago a la tabla de salvación.

Borden Finchley le dedicó una débil sonrisa y salió de la Sala.

Darwin Melrose avanzó hacia Perry Mason.

—No quería tirar de la alfombra debajo de sus pies, Mason, pero fue la única manera en que pude actuar.

—No ha tirado de ninguna alfombra —sonrióle Mason. Luego rodeó afablemente con su brazo a Daphne—. Vámonos, jovencita.

Y la condujo a la salita contigua, donde solían esperar los testigos.

—Siéntese aquí hasta que los demás hayan abandonado el juzgado. Y después tendrá que enfrentarse con los periodistas, probablemente con los de la peor especie.

—Señor Mason, esto es absolutamente increíble —sollozó la muchacha—. El mundo entero se ha derrumbado ante mí. ¡Dios bendito, lo que he pasado durante estas últimas horas!

—Lo sé —Mason procuró calmarla con sus palabras—, pero usted ya es una persona mayor. Está en el mundo. Tiene que aprender a resistir los golpes y a devolverlos. Para empezar, demos un repaso a la situación y veremos por dónde debemos atacar.

—¿Qué podemos hacer?

—En primer lugar comprobar varias cosas —le explicó Mason—. Aunque tengo la certeza de que ellos se hallan muy seguros de los hechos, o no los habrían revelado. Lo contrario sería un suicidio.

—Sigo sin entenderlo.

—Los parientes de su tío creyeron que éste iba a desheredarles y pensaron que, si no existía un testamento, ellos podrían controlar los bienes. Por tanto, se dispusieron a visitar a su tío, consiguieron quedarse a solas con el anciano y manejaron las cosas de forma que pudieran denunciar su estado senil, y, por tanto, la necesidad de una persona que cuidase de su fortuna, protegiéndole de personas astutas y egoístas. Y, naturalmente, la persona astuta y egoísta que siempre se designa es precisamente aquella a la que piensa beneficiar el testador. Si conseguían que el tribunal nombrase un custodio o tutor, tanto mejor. De lo contrario, al menos habrían establecido un factor gracias al cual más adelante podrían afirmar que bajo una influencia extraña, y por falta de capacidad testamentaria, alguien había inducido al viejo a dejar su fortuna a dicha persona astuta, con lo cual resultaría muy fácil impugnar dicho testamento.

—No comprendo cómo la gente puede obrar de esta manera —comentó Daphne.

Mason la contempló largo rato antes de contestar.

—¿Tan inocente es usted?

—No, pero no puedo comprender que la gente sea tan mezquina, particularmente en relación con tío Horacio. Tío Horacio es el hombre más bueno y cariñoso del mundo.

—¿Cuáles eran sus sentimientos hacia Borden Finchley?

—Lo ignoro, señor Mason. Sólo sé que pensaba que ya duraba demasiado la visita de su hermanastro, pero cuando tío Borden sugirió que yo debía emprender ese viaje por mar, tío Horacio se entusiasmó con la idea. Sé que esto significó mucho para él. Y aunque comprendió que tendría que soportar muchas molestias, deseó que yo gozase de este descanso y me divirtiera una temporada. Ya le dije a usted que tía Elinor había sido enfermera, y fue ella quien le dijo a tío Horacio que yo me estaba matando a trabajar, aceptando demasiadas responsabilidades a mi edad, y que lo mejor sería que me tomase unas largas vacaciones.

—Está bien —replicó Mason—, daré un vistazo por ahí fuera y veré si hay todavía periodistas. No le diga a nadie dónde se aloja usted, y procure no ser interviuvada por la Prensa. Y si la abordan, conteste que no tiene ninguna declaración que hacer, a menos que yo esté presente; que, por órdenes de su abogado, no puede hablar de este caso. ¿Sabrá hacerlo?

—Naturalmente —respondió la joven—. Será muy fácil. Precisamente, no tengo ningún interés en airear el asunto. Pero sigo sin imaginarme cómo ha podido ocurrir todo esto.

—Nuestro sistema de justicia no es absolutamente perfecto —le explicó Perry Mason—, pero el caso todavía no está concluso. Ellos pueden poseer cartas de su tío Horacio, hablándoles de usted y de sus orígenes, pero dichas cartas son sólo una prueba de «oídas», excepto para el propósito de la denuncia. Usted siga en sus trece y no se amilane por nada.

—Estoy completamente aturdida —confesó ella, moviendo pesarosamente la cabeza—. Soy ilegítima, no soy nadie. Me veré obligada a luchar contra todo el mundo y a ganarme el sustento. Y apenas sé hacer nada. No poseo ninguna habilidad. Estuve demasiado ocupada cuidando a tío Horacio, y no tuve tiempo de aprender nada que ahora pueda ayudarme a vivir.

—¿Escribe a máquina, no?

—Seguro —fue la amarga respuesta de la muchacha—, pero no sé taquigrafía, ni tengo experiencia en el dictado, ni tampoco con todas las clases de máquinas. Sólo sabía redactar las cartas y llevárselas a tío Horacio para la firma. Bien, supongo que esto ha terminado.

—¿Emplea el sistema del tacto? —inquirió Mason.

—Sí, por fortuna. Aprendí por mí misma. Al principio escribía sólo con dos dedos de cada mano, y comprendí que si no me despojaba de esa mala costumbre, nunca llegaría a ser una buena mecanógrafa, por lo que comencé a practicar con el sistema del tacto y por fin conseguí dominarlo.

—Bien, todo irá bien —la consoló Mason—. Podrá obtener un buen empleo, si las cosas se ponen peor.

—Lo peor ya ha ocurrido —replicó ella—. Estoy destrozada —de repente enderezó los hombros—. ¡No, aún no! No quiero convertirme en una pordiosera. Voy a abrirme paso en el mundo… pero antes quiero ver si puedo ayudar a tío Horacio. No permitiré que esas horribles personas consigan lo que buscan.

—Así está mejor —aprobó Mason.

—Sí, de ningún modo me convertiré en una pordiosera —afirmó la joven, sonriendo.

—¿Endosó el cheque de los ciento veinticinco mil dólares cuando fuimos al banco a cobrarlo? —le preguntó el abogado.

Ella asintió.

—Esto la deja a usted con un cheque de ciento veinticinco mil dólares, endosado en blanco, que puede no tener ningún valor; pero la carta que usted recibió de su tío prueba que…

—Señor Mason —le interrumpió la muchacha—, no creo que no sea mi tío. ¡Oh, esto es terrible, como una espantosa pesadilla de la que tengo que despertar!

—Es posible —sonrióle Mason—. Mi experiencia me dice que estos casos siempre parecen peores de lo que son en realidad. Por esto siempre les aconsejo a mis clientes que nueve veces de cada diez, se digan a sí mismos: «Las cosas no están tan mal como parecen».

—Gracias por sus consuelos, pero la verdad es que no sé qué voy a hacer. ¿Qué podré hacer para vivir? ¿En dónde podré alquilar una habitación y cómo…? No, no —agregó, al ver que el abogado se disponía a hablar—, no me diga que usted me ayudará. No puedo vivir a expensas de la caridad.

—No es caridad. Se trata de una buena inversión. Entrégueme el cheque y la carta. Yo lo guardaré todo en mi caja fuerte.

—Temo que esta carta —sollozó la joven—, demuestre que tío Horacio —o tal vez sea mejor que le llame el señor Shelby—, no hizo nunca testamento a mi favor, y que se dio cuenta de ello de manera repentina.

—No esté tan segura —opinó Mason—. Muchas veces una persona redacta un testamento de su puño y letra —lo cual es perfectamente válido y legal—, pero desea complementarlo con otro testamento ejecutado en presencia de testigos.

—¿Es válido un testamento caligráfico, sin testigos? —quiso saber la joven.

—En este Estado, sí. El testamento hológrafo, redactado, firmado y fechado por entero por el testador, es válido. Naturalmente, hay algunas pegas. No puede estar hecho en un papel que contenga algo más, aparte de la escritura del testador. Dicho de otro modo, si parte de la fecha, por ejemplo, está impresa, y el testador sólo ha puesto el día y el mes, el testamento es considerado inválido por no estar redactado enteramente por su firmante. Éste debe escribir su última voluntad en una hoja de papel completamente en blanco, en la que no haya ni una sola letra impresa. Debe empezar afirmando que se dispone a redactar su testamento. Debe asegurarse de la fecha. Debe disponer con toda claridad de sus bienes y al final estampar su firma. Y yo creo que puesto que su tío es un hábil hombre de negocios, debió redactar un testamento de esta clase.

—Pero ahora ellos son quienes se hallan a cargo de todos sus papeles —gimió Daphne—, y si lo encuentran lo destruirán. Probablemente, lo hayan hecho ya.

Mason se encogió de hombros.

—Todavía no puedo contestar a esto. Siempre existe la posibilidad de que así sea. Sin embargo, recuerde que hemos logrado poner a Borden Finchley en mala postura gracias a esta carta; después de haber jurado que jamás se le había ocurrido la posibilidad de que su hermanastro quisiera desheredarle, tuvo que admitir que había visto esta carta, lo cual le colocó en una posición bastante precaria con respecto al juez. Ya vio cómo éste comenzó a interrogarle con saña tan pronto Borden reconoció haber leído la carta. Bien, Daphne, admito que las cosas están bastante feas, pero continuaremos luchando, y no se desaliente. ¿Tiene bastante dinero para sus necesidades actuales?

—Sí, muchas gracias por su generosidad.

—De acuerdo, pero le repito que se trata sólo de una inversión. Cuando usted cobre la herencia podrá abonar mi minuta y todo lo que me deba.

—Temo —contestó ella, sonriendo débilmente— que sus oportunidades de cobrar la minuta sean excesivamente escasas. Pero supongo que cuando consiga un empleo podré pagarle a razón de diez o quince dólares mensuales…

Mason le acarició un brazo.

—Permita que le dé un buen consejo, Daphne: deje de preocuparse por el futuro.

El abogado salió de la salita y se marchó a su despacho, en el que entró usando su llave. Una vez dentro, miró a Della Street y movió negativamente la cabeza.

—Pobre chica… Lo siento por ella. El mundo acaba de derrumbarse a sus pies.

—¿Le queda alguna esperanza? —se interesó Della.

—No lo sé —confesó Mason—. Si conseguimos que se anule la orden nombrando el tutor, y si Horacio Shelby es la clase de hombre que espero, tal vez logremos algo decente. Pero recuerde que el viejo ha pasado por una serie de experiencias demoledoras, que probablemente se han visto aumentadas gracias a algún medicamento no indicado en su condición actual. En realidad, puede, en efecto, tener ahora algo perturbadas sus facultades mentales. Sí, no ha sido mala la estrategia de sus parientes —continuó Mason, como hablando para sí mismo—. Se desembarazaron de Daphne por una larga temporada, y mientras estuvo lejos hicieron cuanto pudieron para minar la salud mental de Horacio Shelby. Luego, cuando ya no se atrevieron a esperar más, acudieron al juzgado. Naturalmente, el hecho de que el viejo intentase regalarle a su sobrina —que por lo visto, no pertenece siquiera a su misma sangre— ciento veinticinco mil dólares, que virtualmente liquidaban su cuenta bancaria, fue un factor que pesó mucho en la decisión del tribunal. Sí, hay que ponerse en el lugar del juez para comprender que todas éstas forman un cúmulo de circunstancias favorables a la concesión del nombramiento de tutor para proteger a un anciano.

Della Street asintió y luego dijo:

—El señor Stanley Paxton está esperándole en la antesala.

—Sí, que pase. Y mientras tanto, Della, recuerde que yo tengo el cheque de Horacio Shelby, endosado por Daphne, y la carta en que iba adjuntado el cheque. Quiero que lo ponga todo en la caja y que saque fotocopias de ambos documentos.

Della Street alargó la mano.

—Por el momento, me quedo con ambos papeles. Ya se los daré más tarde. Ahora no hagamos esperar al señor Paxton, cuyo tiempo es muy valioso.

Della Street salió fuera y regresó al momento con Stanley Paxton.

—Señor Mason —comenzó diciendo el banquero—, me encuentro en una situación muy peculiar.

Mason enarcó las cejas, interrogativamente, e indicó el sillón a su visitante.

Paxton se instaló cómodamente en aquél, se pasó una mano por la húmeda frente, miró astutamente a Mason y prosiguió:

—Nosotros poseemos muy poca experiencia en estos asuntos, pero sí la suficiente para comprender a la gente. Nuestro primordial interés, como banqueros, es proteger a nuestros clientes.

Mason asintió.

—Horacio Shelby es nuestro cliente —continuó Paxton—. Por lo que a nosotros se refiere, el tutor es sólo un extraño, un intruso.

—Con una orden del tribunal —le recordó Mason.

—Con una orden del tribunal, seguro —repitió Paxton—. Y de esto, precisamente, deseo hablar con usted.

—Adelante.

—Claro está, esto es algo insólito, porque usted es el abogado, no de Horacio Shelby, sino de su sobrina.

Mason guardó silencio, esperando la continuación. Paxton juntó las yemas de sus dedos y contempló fijamente, por unos instantes, un punto del suelo, a unos dos metros del sillón. Luego comenzó a hablar con el tono de quien está acostumbrado a tratar con cifras exactas y desea que no quede ninguna duda respecto a lo que desea expresar.

—Al tratar con el tutor, la costumbre es que éste nos entregue una copia certificada de la orden del tribunal, y tengamos que transferir la cuenta a su nombre.

—¿No se siguió esta costumbre en esta ocasión? —preguntó Mason con curiosidad.

—En el presente caso, recuerdo la orden del tribunal con toda claridad porque tuve ocasión de leerla. Decía que Borden Finchley, como tutor, debía posesionarse de todos los fondos existentes en depósito en el Banco Nacional de Inversiones, a nombre de Horacio Shelby, para proteger dichos fondos en calidad de tutor de los mismos. Se envió una orden al Banco para que entregásemos todos los créditos existentes a nombre de Horacio Shelby en aquella fecha al nombrado tutor. Entonces, Borden Finchley, que por lo visto no se fiaba de nosotros, firmó un talón por la cantidad exacta del balance contra la cuenta de Horacio Shelby.

—¿Y abrió una nueva cuenta en calidad de tutor?

—Sí, temporalmente. Abrió una nueva cuenta como tutor, pero a las dos horas fue a otro Banco, abrió una cuenta a nombre de Borden Finchley, tutor de los bienes de Horacio Shelby, y canceló la de nuestro Banco.

—Evidentemente —sonrió Mason—, no quería enemistarse con usted hasta que el Banco hubiera transferido todo el dinero de Horacio Shelby a su propia cuenta, tras lo cual no le importó darle a su Banco con la puerta en las narices.

—Probablemente —concedió Paxton— comprendió que nuestra actitud hacia él no era de mucha simpatía. Nosotros consideramos a Horacio Shelby como un hombre algo anciano, pero muy listo. Algunas personas son viejas a los setenta y cinco años, y otras poseen una viva inteligencia a los noventa.

—¿Y Horacio Shelby pertenece a esta última categoría?

—Nosotros le consideramos un caballero que goza de todas sus facultades físicas y mentales. Para ser sincero con usted, señor Mason, a veces se confundía un poco, y se daba cuenta, por lo cual casi todo lo confiaba a su sobrina, Daphne.

—¿Y cuál es su opinión de esta última?

—Es una joya. Dulce, leal con su tío por el que ha sacrificado toda su vida; pero que lo hizo por afecto, no por ningún mezquino interés, sin mirar de qué lado del pan estaba la mantequilla.

Mason asintió.

—Bien, el dinero fue entregado por una orden del tribunal y luego sacado del Banco —estableció el abogado.

—Exacto —afirmó Paxton—. Hubiera sido mejor de haber Borden Finchley llevado a cabo el asunto del modo ordinario, pidiendo que pusiéramos la cuenta de Horacio Shelby a su nombre, con la orden de que sólo hiciéramos honor a su firma.

—¿Cómo?

—Lo digo por esto —prosiguió el banquero—. Ayer por la tarde, acreditaron en el Banco la suma de cincuenta mil dólares a nombre de Horacio Shelby.

—¿Qué? —exclamó Mason.

—Fue en pago de un contrato de compra —asintió Paxton—, y el contrato estipulaba que el dinero se depositase a crédito de Horacio Shelby en su Banco. Horacio Shelby había efectuado una escritura de concesión, con el aval de una compañía, acompañada de instrucciones por las que, cuando el comprador mostrase un recibo de depósito demostrando que los últimos cincuenta mil dólares habían sido abonados a la cuenta de Horacio Shelby en nuestro Banco, debía ser entregada la escritura. El comprador nada sabía del nombramiento de un tutor, por lo que insistió en depositar el dinero en la cuenta de Horacio Shelby, recibiendo un duplicado del recibo de ingreso, que entregó a la compañía avalante.

Mason apretó los labios.

—Pues bien —continuó Paxton—, ahora nos hallamos en una situación, repito, muy especial. Si le notificamos a Borden Finchley la presencia de estos cincuenta mil dólares en nuestro Banco, simplemente preparará otra orden para que los transfiramos a la cuenta que tiene a su nombre en otro Banco. ¿Pero necesitamos notificárselo?

—Ciertamente —afirmó Mason. Y añadió tras una pausa—: Su deber es comunicárselo.

La expresión de Paxton fue de desaliento.

—Deben enviarle una carta inmediatamente, explicándole todas las circunstancias de este nuevo ingreso.

Paxton se puso de pie.

—Esperaba —dijo en el tono de quien se siente defraudado— que usted pudiera sugerirme otra forma de manejar la situación.

Mason meneó la cabeza.

—Ésta es la única forma ética de hacerlo. Vaya a su Banco y escriba la carta. Yo iré con usted, ya que tengo que realizar una gestión allí cerca. Podemos bajar juntos.

—Si Horacio Shelby estuviese enterado de la existencia de esta cantidad —opinó Paxton—, creo que desearía que Daphne se encargase de la misma.

—Ya no puede hacer nada —le recordó Mason—. Su abogado le aconsejaría que es mejor no correr ningún riesgo.

—Sí, supongo que sí —suspiró el banquero—. Pero usted posee la reputación de ser muy ingenioso, señor Mason, y creí preferible consultarle este caso.

—Lo cual le agradezco muy de veras —correspondió el abogado—. Como el Banco está muy cerca, le acompañaré hasta allí.

—¿Y sigue pensando que debo escribirle una nota a Borden Finchley?

—Sin perder un solo instante.

Bajaron en el ascensor y luego se internaron entre el tráfico de peatones. Paxton parecía tener alguna dificultad en arrastrar los pies.

—Claro —dijo—, usted ya se dará cuenta de lo que intenta Shelby. Quiere proteger financieramente a su sobrina. Sí, esto es lo que desea. Y de no haberse mostrado tan ansioso en este sentido, el tribunal tal vez habría vacilado antes de nombrar un tutor.

—Es muy fácil. A propósito —Mason cambió de tema— ¿cuál es mi crédito en su Banco?

—¿Su crédito? —se extrañó el banquero—. Vaya, absolutamente A-1.

—Me gustaría obtener un préstamo de setenta y cinco mil dólares.

—Puede arreglarse. ¿Posee algunos valores?

—Ninguno —admitió Mason—, pero le daré cualquier garantía.

Paxton comenzó a menear negativamente la cabeza, y de repente frunció el ceño.

—¿Por cuánto tiempo necesita ese dinero, señor Mason?

—Por unos diez minutos.

Paxton le contempló con incredulidad.

—¿Setenta y cinco mil dólares por diez minutos?

—Sí.

—¿Pero qué intenta hacer con esa suma?

Mason sonrió.

—Depositarla en la cuenta de Horacio Shelby.

—¿Está loco? —exclamó Paxton—. ¿Es que…?

De pronto calló, miró al abogado y súbitamente estalló en una carcajada.

—Vamos, debemos llegar al Banco lo antes posible.

Comenzó a andar con más agilidad y Mason tuvo que apretar el paso para seguirle.

Cuando llegaron a la entidad bancaria, Paxton llamó a su secretaria.

—Si no le importa, señor Mason, dictaré una carta para Borden Finchley, diciéndole que…

—Opino… —le interrumpió Mason— que el mejor procedimiento es enviar una carta a Horacio Shelby, a la consideración de Borden Finchley, tutor.

—Entiendo —sonrió Paxton—. Es una especificación legal, muy importante. Bien —el banquero se volvió hacia la secretaria—, ponga en el encabezamiento: Horacio Shelby, a la consideración de Borden Finchley, tutor. Luego, añada: mi querido señor Shelby: el pago final de cincuenta mil dólares por la compra de los valores Broadway, fue depositado en su cuenta por el comprador, el cual se llevó un duplicado del recibo de ingreso para entregarlo a la compañía avalante. Punto y aparte. Esa cantidad se halla ahora en el Banco a su nombre. Sinceramente, etcétera.

—Muy bien —aprobó Mason—. ¿Podría ahora ir al departamento de préstamos?

—Ahora mismo. Creo, señor Mason —agregó Paxton—, que en estas circunstancias, yo mismo avalaré el préstamo. ¿Quiere setenta y cinco mil dólares?

Mason asintió.

—Le haré el préstamo por treinta días.

—Por el tiempo que guste. No lo quiero para tanto tiempo, pero si necesita una fecha para el archivo, digamos que está bien el plazo.

Paxton redactó la nota de préstamo y Mason la firmó.

—¿Cómo quiere el dinero? —le preguntó Paxton.

—En estas circunstancias, creo que es preferible en billetes: setenta y cinco de mil dólares cada uno.

Paxton fue a la caja fuerte y regresó con setenta y cinco billetes de mil dólares cada uno.

—Creo que a partir de ahora —le dijo a Mason—, será mejor que todo se efectúe por los canales regulares.

—Exactamente —y Mason estrechó la mano del banquero, saliendo del despacho.

Luego se metió el dinero en el bolsillo y se dirigió a una ventanilla, donde garabateó un duplicado de ingreso y se puso en la cola.

Cuando le llegó su turno, sacó del bolsillo los setenta y cinco mil dólares y el boleto de ingreso por duplicado.

—Por favor, deposite esto en la cuenta de Horacio Shelby.

El cajero contempló los billetes con cara de asombro.

—¿Un depósito de setenta y cinco mil dólares al contado? —preguntó.

—Exactamente.

—Creo que esta cuenta ha sido transferida —tartamudeó el cajero—. Lo siento, pero…

—¿No puede el Banco aceptar un depósito?

—Sí, supongo que sí.

—Entonces, por favor, deposite esta cantidad en la cuenta de Horacio Shelby.

—Un momento —le rogó el cajero—. Iré a preguntar.

Regresó al cabo de un par de minutos.

—Si insiste en efectuar este ingreso, señor Mason, no tenemos más remedio que aceptarlo.

—Muy bien. Insisto en ello.

El cajero estampilló y firmó el duplicado del boleto de ingreso.

—Ahora —continuó Mason, sacando de su bolsillo el cheque endosado por Daphne Shelby—, aquí tengo un cheque que deseo hacer efectivo. Es por la cantidad de ciento veinticinco mil dólares.

—¿Quiere usted hacer efectivo un cheque de ciento veinticinco mil dólares? —el cajero estaba atónito ante aquella inesperada petición.

—Exactamente —y Mason le entregó el cheque.

El cajero lo estudió con incredulidad, pero de repente una sonrisa le iluminó el rostro.

—Un momento. También debo consultar esto.

Esta vez tardó un poco más en volver.

—Vaya, resulta que poseemos precisamente dinero suficiente para pagar esta cantidad.

—No me interesa cuál sea el montante de la cuenta —replicó Mason—. Lo único que quiero es cobrar este cheque.

—Ésta es una situación un poco crítica, señor Mason —se excusó el cajero.

Mason reprimió un bostezo.

—Tal vez lo sea para usted —comentó, consultando significativamente su reloj de pulsera.

—¿Cómo lo quiere, señor Mason?

—En billetes de mil dólares.

El cajero abrió un cajón, contó cuidadosamente los setenta y cinco billetes que acababa de depositar Mason, luego añadió otros veinte billetes del mismo valor y, por fin, llamó a un botones.

—Un momento, por favor —le ordenó al subalterno que fuese a la caja a buscar el resto de la suma, y unos instantes después Mason entraba en posesión del importe total del cheque.

—Gracias —dijo.

Volvió a meterse el dinero en el bolsillo y se dirigió al despacho del vicepresidente.

—Señor Paxton, le pedí prestados setenta y cinco mil dólares hace poco.

—Sí. Tengo entendido —contestó el banquero— que fue un préstamo personal, sin garantías, señor Mason.

—Exacto. Y como ya no necesito esa suma, desearía anular el préstamo, devolviendo la cantidad recibida.

—¡Caramba, esto es algo muy extraordinario! —fingió asombrarse Paxton.

—Lo sé. Como usted debe recibir el interés de un día, creo que tendré que añadir doce dólares y treinta y dos centavos.

Y el abogado, con toda gravedad, colocó sobre la mesa setenta y cinco billetes de mil dólares, otro de diez, dos de uno y treinta y dos centavos.

—¡Sí, es extraordinario! —repitió Paxton—. Sin embargo, si insiste usted en cancelar el préstamo, no me queda más remedio que aceptarlo. Un momento, por favor —Paxton cogió el dinero, lo metió en un cajón de su mesa, luego levantó el receptor telefónico y dijo—: Envíenme la nota del señor Perry Mason por setenta y cinco mil dólares, por favor… Sí, pongan «pagado»… Sí, sí, ya sé que acaba de ser archivada… Sí. ¡Repito que pongan «pagado»!

Al cabo de tres minutos, un joven llamó a la puerta, con la nota en la mano.

—Aquí la tiene —Paxton se la entregó a Mason—. Siento que no haya dispuesto de este dinero por más tiempo. Nos gusta colocar nuestros préstamos en manos que nos produzcan buenos intereses.

—Entiendo —asintió Mason—. Bien, he de formularle otra petición. Aquí tengo cincuenta mil dólares en billetes, y quisiera adquirir diez cheques de caja por cinco mil dólares cada uno, pagaderos a Daphne Shelby. Creo que usted ya conoce a la señorita Shelby.

—Oh, sí, muy bien —aprobó Paxton—. Se cuida de los intereses de su tío. ¿Así que quiere diez cheques de caja por valor de cinco mil dólares cada uno, eh?

—En efecto.

—Si tiene la bondad de aguardar un minuto…

Paxton cogió los cincuenta mil dólares, salió del despacho y al cabo de quince minutos regresó con los diez cheques de caja.

—Otra vez muchas gracias —le agradeció el abogado.

El banquero extendió su mano.

—Ya le estreché una vez la mano, señor Mason. Y ahora repetiré ese gesto, y espero que sabrá perdonar mi momentánea duda respecto a su habilidad. Cuando me decidí a violar una confidencia, dándole información bancaria, lo hice esperando, contra toda esperanza, que usted hallaría la manera de capear la situación. Ante sus palabras sentía que mis ilusiones se venían al suelo. Pero ahora comprendo que debí tener más confianza. Buena suerte, señor Mason —finalizó el banquero, asiendo con firmeza la mano del abogado.

—Gracias. Y gracias también al Banco Nacional de Inversiones por el interés que se toma por sus clientes. Le aseguro que esta acción, al final, redundará en su beneficio.

—Gracias. Muchas gracias —repitió Paxton.

El abogado, con los diez cheques de caja en el bolsillo, abandonó el Banco, dirigiéndose al hotel donde se alojaba Daphne.

—Daphne —le espetó, cuando estuvo a solas con la joven—, ya no es una pordiosera, aunque siga siendo muy bella.

—¿Qué quiere decir?

Mason se sacó los cheques del bolsillo. La muchacha los miró con incredulidad.

—¿Qué diablos…?

—Limítese a endosar este cheque, poniendo: pagadero a la orden de Perry Mason.

—¿Es por su minuta?

—Todavía no se trata de minutas —objetó Mason—. Pero quiero que endose este cheque para que pueda yo cobrar cinco mil dólares en dinero contante y enviárselos a usted. Esto es lo único que tendrá por ahora. En realidad, será mejor que cambie su dinero por cheques de viaje, por un valor de cuatro mil quinientos dólares. ¿Entiende? Los cheques servirán para protegerla contra un día de lluvia.