Exactamente a las nueve y media, el juez Ballinger penetró en la sala, tomó asiento en su sitial y dijo:
—Se abre la sesión para el caso de la tutela de los bienes de Horacio Shelby. Este tribunal dictaminó, cuando firmó la orden, que requeriría evidencia adicional de vez en cuando, para lo cual conservaría abierto el expediente. Y ahora este Tribunal desea escuchar la evidencia adicional. ¿Tiene algo que presentar, señor Mason?
—En efecto —contestó el abogado.
—¿Desea presentar un testigo o una declaración jurada?
—Poseo una declaración jurada de Daphne Shelby, sobrina de Horacio Shelby, estableciendo que hace tres meses, cuando la persuadieron a emprender sus vacaciones hacia Oriente, dejando a su tío Horacio en casa, al lado de Borden Finchley, su esposa y Ralph Exeter, que estaban sólo de visita, gozaba de buena salud mental y se hallaba en la plena posesión de todas sus facultades. Poseo, también, una declaración jurada de Stanley Paxton, del Banco Nacional de Inversiones, afirmando que Shelby es, en su opinión, un hombre completamente competente; que ha demostrado siempre estar en posesión de un juicio muy acertado en los asuntos bursátiles; que sus propiedades han aumentado de valor en los últimos años; que ha realizado varias inversiones afortunadas; que Daphne Shelby siempre se ha cuidado de sus intereses, y que ha demostrado ser una persona muy eficiente. Esta declaración también añade que desde el momento en que Daphne Shelby fue persuadida a emprender el viaje, Borden Finchley comenzó a husmear en el Banco, tratando de obtener información respecto a los negocios del viejo Shelby, pretextando para ello que su hermanastro estaba enfermo. Que Paxton llamó a Horacio Shelby por teléfono y que éste le pareció completamente normal y muy claro su raciocinio. Y ante la fuerza de estas declaraciones que presento, Su Señoría, sugiero que sea declarada nula la tutela, o que si hubiere necesidad de un tutor, sea nombrada para ese puesto Daphne Shelby, que ha regresado ya de su viaje y se halla mucho mejor calificada como tutor que Borden Finchley. Y como parte de mi recurso, deseo convocar a Borden Finchley como testigo.
El juez Ballinger frunció el ceño cuando avanzó el nombrado.
—Jure, señor Finchley. Sí, ya sé que prestó juramento en este caso, pero deseo que vuelva a repetirlo para evitar todo malentendido.
Borden Finchley, un individuo de cuello grueso y casi sesenta años, levantó la mano y juró, tras lo cual fue a ocupar el sillón de los testigos, contemplando a Perry Mason con sus ojillos penetrantes y maliciosos.
—Bien, usted se llama Borden Finchley. Es hermanastro de Horacio Shelby y fue quien promovió el expediente de tutela, ¿verdad? —le interrogó Mason.
—Exacto.
—¿Se halla de paso en casa de Horacio Shelby?
—Si.
—¿Cuánto tiempo lleva allí?
—Unos seis meses.
—Dicho de otro modo, llegó usted tres meses antes de que Daphne Shelby emprendiese su viaje de vacaciones, ¿no?
—Poco más o menos.
—¿Quién vive ahora en la casa, señor Finchley?
—Mi esposa Elinor y Ralph Exeter.
—¿Ralph Exeter? —el tono de Mason contenía la nota exacta de sorpresa—. ¿Es pariente de Horacio Shelby ese Ralph Exeter?
—No.
—¿Un amigo íntimo, tal vez?
—No de Horacio. Es un íntimo amigo mío. Vino con nosotros a la costa del Pacífico. En realidad, vinimos en su auto.
—¿E inmediatamente, fueron todos a visitar a Horacio Shelby?
—Fuimos a visitar a Horacio, y cuando observamos su estado de avanzada debilidad mental, decidimos quedarnos para mejorar su situación.
—¿Y Ralph Exeter les ayudó a mejorar esa situación?
—Estaba con nosotros y habíamos venido en su coche. No podíamos pedirle que se fuese. Uno tiene su urbanidad.
—Y debido a su urbanidad, usted procuró apartar a Daphne Shelby de su camino, a fin de poder hacerse cargo de los asuntos financieros de su hermanastro ¿verdad?
—Nada de eso. En realidad, Ralph Exeter fue lo bastante amable como para postergar sus asuntos personales y quedarse con nosotros hasta que la situación estuviese aclarada.
—¿Qué quiere decir con esto de estar «la situación aclarada»?
—Hasta que mi hermanastro dejase de hallarse bajo la influencia perniciosa de una jovencita que utilizaba sus encantos personales para manejar su fortuna, usando sus poderes de persuasión para inducirle a entregarle ciento veinticinco mil dólares en forma de un cheque contra su cuenta corriente, y pidiéndole que fuese a ver a un abogado para que custodiase el dinero, a fin de que nadie pudiera seguirle el rastro.
—Entiendo —afirmó Mason—. ¿Se enteró usted del contenido de esta carta?
—Sí.
—¿Y cómo fue esto?
—Vi la carta antes de que fuese enviada al correo.
—¿Dónde la vio?
—Sobre la mesa de mi hermano.
—¿Pensó que la carta estaba dirigida a usted?
—No, sabía que no estaba dirigida a mí.
—¿Entonces, sabía a quién iba destinada?
—Ciertamente.
—¿Y a pesar de todo la leyó? —la voz de Mason dio a entender su incredulidad ante lo que podía parecer como un crimen sumamente odioso.
—¡Sí, la leí! —gritó Finchley—. ¡La leí! Llamé a mi mujer, que también la leyó, y vimos que el cheque era por valor de ciento veinticinco mil dólares, y fue en aquel momento cuando adopté la decisión de impedir que mi hermano perdiera toda su fortuna, explotado por una completa desconocida.
—¿Una completa desconocida? —se extrañó Mason—. ¿Se refiere a su sobrina, Daphne Shelby?
—Me refiero a Daphne Raymond, que ostenta el nombre de Daphne Shelby, y que se cuidaba de los asuntos financieros de mi pobre hermano. En realidad, no es su sobrina sino la hija del ama de llaves, y no tiene ningún lazo de consanguinidad con Horacio Shelby.
Mason, a pesar de ser un veterano de los tribunales, apenas consiguió impedir que su rostro traicionase la emoción que acababa de sufrir. Sonrió empero y continuó el interrogatorio.
—Supongo que usted, como hermanastro de Horacio Shelby, habrá oído muchas veces como éste la llamaba sobrina, ¿no?
—Sí —Finchley hizo una mueca de indignación—, y cada vez que lo oía comprendía que ello era un indicio más del reblandecimiento cerebral de Horacio, y la influencia nefasta ejercida sobre él por esa joven.
—¡Pero es mi tío! —gritó Daphne, poniéndose de pie—. ¡Yo…!
El juez Ballinger golpeó la mesa con su pluma.
—Joven tendrá amplias oportunidades de declarar sus opiniones, pero por ahora, refrene su impaciencia. Modérese, señorita Shelby… o Raymond —luego se volvió a Finchley—. Acaba usted de hacer una declaración señor Finchley, y supongo que se hallará en condiciones de demostrarla.
—Ciertamente, Su Señoría. No me importa sacar a relucir ese desdichado asunto, aunque no deseo mortificar a esa joven, pero ya que ella lo niega, estoy dispuesto a presentar todos los hechos a este Tribunal.
—¿Cuáles son los hechos? —inquirió el juez.
—Marie Raymond era una mujer muy atractiva que tuvo unos desdichados amores en Detroit. Llegó a Los Ángeles buscando un empleo, sin un centavo y sin amistades, y como apenas sabía hacer nada, no le quedó otra alternativa que dedicarse al servicio doméstico. Puso un anuncio en un periódico como ama de llaves y fue Horacio quien lo leyó. Concertó una entrevista. Ésta resultó satisfactoria y Marie Raymond comenzó a trabajar para él. Por aquel tiempo, Marie ya sospechaba que estaba encinta, aunque no estaba segura. Más adelante, cuando tuvo la certeza de su estado, se lo contó todo a Horacio. Éste se mostró lo bastante generoso como para permitirle que tuviese el hijo, que en realidad fue niña, y continuase en su empleo. Más tarde, cuando el hermano menor de Horacio murió en un accidente automovilístico junto con su mujer, Horacio le sugirió a Marie Raymond que hicieran creerle a Daphne que era hija del matrimonio recién fallecido. De esta forma, Daphne podría tener un apellido y nadie estaría enterado de su procedencia ilegítima. Y así se hizo.
—¿Puede probar todo esto? —le pidió el juez.
—Naturalmente. Poseo cartas escritas por Horacio a mi esposa y a mí, cartas en las que relata toda la historia.
—¿Cómo consiguió entonces Daphne su nueva identidad? —quiso saber el juez.
—Por la declaración jurada de Horacio —replicó Borden Finchley—. El juzgado del condado donde residían el hermano de Horacio y su esposa se incendió, y todo el registro civil fue pasto de las llamas. Yo puedo afirmar que Horacio, que no volvió a casarse una vez hubo fallecido su esposa, siempre ha sido muy susceptible a los encantos femeninos… hasta cierto punto, naturalmente. No tenemos tampoco otras razones para creer que entre Horacio y Marie Raymond hubiese otras relaciones que las de amo de la casa y su sirvienta, y que tal vez fue ella quien le persuadió a darle a su hija el apellido de la familia. Asimismo afirmo que la jovencita usó de esta oportunidad para insinuarle en el afecto del pobre Horacio. No hay duda de que mi hermano la quiere de veras ni tampoco de que la joven, bien enterada de la situación, procuró aprovecharse de la misma.
—¿Dónde se halla ahora Marie Raymond? —preguntó el juez.
—Falleció hace unos dos años. Fue entonces cuando mi esposa y yo decidimos enterarnos de la situación, sospechando que alguien estaba imponiéndose a mi hermano.
—Entonces, ustedes llegaron aquí con el deliberado intento de enterarse de la situación, ¿verdad? —estableció el juez Ballinger.
—Sí —admitió Borden Finchley—. Horacio es un anciano, pero no intentamos dominarlo en modo alguno.
—Quería proteger sus intereses, ¿no es cierto? —sugirió el juez.
Antes de que Borden Finchley pudiera contestar la cuestión, Darwin Melrose estaba ya de pie.
—Con la venia de la Sala —dijo—, hemos mostrado harta paciencia en este caso porque creímos que, de ser posible, era preferible no sacar a relucir la ilegitimidad de la joven Daphne, pero en vista de las circunstancias que acaban de ser reveladas, respetuosamente debemos afirmar que nada tiene que ser declarado ya ante este tribunal; que Daphne Raymond, conocida también como Daphne Shelby, es una completa extraña a la controversia; que Perry Mason, abogado suyo, no tiene estado legal ante el tribunal y que, por tanto, no tiene derecho a recusar la decisión del Tribunal ni a interrogar a ningún testigo.
—Un momento —le atajó el juez—. Ciertamente, ésta es una situación muy peculiar. No voy a rechazar la objeción por ahora, pero seré yo quien interrogue ahora al testigo. Sin tener en cuenta el asunto relativo al parentesco o no de la joven Daphne y al derecho que pueda tener su abogado ante este tribunal, yo sí puedo aclarar algunos puntos dudosos.
—No tenemos ninguna objeción que oponer a un interrogatorio llevado a cabo por el Tribunal —se conformó el abogado Melrose—, pero sí invocamos la improcedencia de una sesión muy prolongada, en la que una completa extraña se insinúa en litigio, sin tener en el mismo interés ni derecho.
El juez Ballinger asintió y se dirigió a Borden Finchley.
—Naturalmente, usted comprendió que su hermanastro estaba siendo víctima de los manejos de esta joven.
—Juzgué que existía esa posibilidad. Y decidimos intervenir.
—Por el plural, se refiere a usted, a su esposa y a Ralph Exeter.
—A mi esposa y a mí. Ralph Exeter no sabía nada de la situación antes de venir a Los Ángeles.
—Y usted, naturalmente, se dio cuenta de que esta joven se insinuaba en el afecto de su hermanastro y que era muy posible que éste firmase un testamento dejándole todos sus bienes, ¿no?
Finchley vaciló y al final desvió la mirada.
—Nosotros no llegamos a considerar este punto —declaró.
—¿En ningún momento? —insistió el juez.
—No.
—Pero sí comprendió que era necesario nombrar un tutor, y que era preferible que éste fuese usted, y que debía conseguir convencer al tribunal de que el sujeto de la orden extendida por aquél se hallaba incapacitado de manejar sus intereses, ¿no es así?
—¡No, en absoluto! ¡Esto no se nos ocurrió, siquiera!
—Deme la carta —le pidió Mason a Daphne.
La joven obedeció, entregándole el sobre que había recibido en el buque, de parte de Horacio Shelby.
Perry Mason se puso de pie.
—No estoy enteramente seguro de mi estado legal en este caso, Su Señoría —dijo—, y no deseo interrumpir el examen del Tribunal. Sin embargo, en vista de lo declarado por el testigo, respecto a haber visto esta carta antes de que Daphne Shelby la recibiese en Honolulú, creo aconsejable que el Tribunal esté enterado de su contenido.
Y Mason le entregó la carta al juez Ballinger, el cual procedió a leerla atentamente, tras lo cual se volvió hacia Borden Finchley.
—¿Declaró usted que no se le había ocurrido que su hermanastro pudiera hacer un testamento desheredándole?
—Pues… no —tartamudeó el interrogado.
—Hace poco contestó usted con un no seco, sin vacilaciones —observó el juez—. Ahora ha dudado pero la respuesta sigue siendo «no», ¿verdad?
—En efecto.
—¿No desea cambiar su respuesta?
—No.
—Sin embargo, en esta carta que tengo en la mano —prosiguió el juez—, la carta que le fue enviada a Daphne y que usted reconoció haber leído previamente, carta firmada por Horacio Shelby, éste especifica que Perry Mason debe redactar un testamento, en el que la heredera única del mismo sea Daphne. Bien, señor testigo, en vista de que usted ha declarado que vio esta carta, ¿insiste todavía en afirmar que jamás pensó que su hermanastro pudiera desheredarle?
—Bueno… después de leer esta carta, pensé en esta posibilidad —admitió Finchley.
—¿Y fue después de haber leído esta carta que dio usted los pasos necesarios para ser nombrado tutor de su hermanastro?
—Llevaba ya algún tiempo pensándolo y entonces…
—Conteste sólo «sí» o «no» —le exhortó el juez Ballinger—. ¿Fue después de leer esta carta que decidió usted dar los pasos necesarios para que los bienes de su hermanastro Horacio Shelby fuesen puestos bajo su custodia?
—Sí.
—¿Dónde se halla ahora Horacio Shelby?
—En un sanatorio particular. Fue necesario llevarle allí. Estaba completamente desorientado, se mostraba violento y nosotros no podíamos cuidarle debidamente. Sí, necesitaba los cuidados profesionales, ésta es la verdad. Mi esposa —añadió Finchley, señalando a Elinor Finchley—, es una enfermera diplomada… bien, lo era. Ha visto muchos casos semejantes y no dudó en afirmar que Horacio Shelby padecía demencia senil.
—Exacto —tronó un vozarrón femenino, al levantarse Elinor Finchley—. Me hallo en situación de apoyar la declaración de mi marido.
—Todavía no está declarando, señora Finchley —la cortó en seco el juez Ballinger—. Ni ha prestado juramento. Sin embargo, quisiera preguntarle si vio también la carta que Horacio Shelby le escribió a la señorita Daphne Shelby.
—Sí, la vi.
—¿Quién se la enseñó?
—Mi marido.
—¿Antes de ser puesta dentro del sobre?
—No vi cuándo fue puesta dentro del sobre.
—¿Estaba firmada la carta?
—Sí.
—¿Doblada?
—No me acuerdo.
—¿Cuánto es lo que recuerda?
—No recuerdo nada.
—¿Qué hicieron ustedes con la carta después de leerla?
—Borden la devolvió al so… —se mordió la lengua, pero ya era tarde.
—¿Al sobre? —inquirió el juez.
—Sí.
—¿Le habían, pues, aplicado vapor para abrirlo?
—Sí.
—La pusieron dentro del sobre. ¿La echaron al correo?
—No. Dejamos el sobre sobre la mesa de Horacio, después que éste nos preguntó por él. Y fue él mismo quien la echó al correo.
—No tengo tiempo de insistir más en este punto en esta sesión —declaró el juez Ballinger—, porque hay otro caso concertado para esta hora, pero lo consideraré todo con suma atención. Esta sesión queda suspendida, pues —se volvió al secretario—. ¿Cuál es el primer día que tenemos…? Un momento. Creo que el caso Johnson contra Peabody se ha suspendido, lo cual nos concede libre medio día mañana, ¿verdad?
El secretario asintió.
—Entonces, proseguiremos esta sesión mañana a las dos de la tarde —decidió el juez—. A dicha hora deseo que acuda a la Sala Horacio Shelby; y, mientras tanto, nombraré a un médico para que le examine. ¿En qué sanatorio se halla recluido Horacio Shelby?
Finchley vaciló.
—En el sanatorio «Buena Voluntad», de El Mirar —contestó por aquél Darwin Melrose.
—Muy bien —repuso el juez—. Queda suspendida la vista hasta mañana a las dos. Un médico nombrado por este tribunal examinará a Horacio Shelby en el sanatorio. Quiero que el señor Shelby se presente en esta Sala, y deseo que quede bien entendido que este Tribunal no piensa descalificar al abogado Perry Mason como defensor de los intereses de Daphne Shelby, o Daphne Raymond, hasta haber prestado más consideración al caso. Puedo adelantar que probablemente me referiré a esta objeción a la conclusión de la sesión de mañana por la tarde, y que mientras tanto permitiré el interrogatorio de los testigos por parte del señor Mason hasta que este Tribunal haya decidido. Este Tribunal sustenta la opinión de que la parte pública tiene derecho a ayudar a la Sala en la obtención de toda clase de informes que puedan ayudarle a dilucidar este caso, por lo que este Tribunal puede decidir que el señor Mason no está en condiciones de interrogar a ningún testigo en beneficio de su representada, pero sí tiene el derecho de prestar su asistencia a este Tribunal en calidad de «amicus curiae». La vista queda aplazada hasta mañana a las dos de la tarde. Se levanta la sesión.