Cuando Mason se iba a almorzar le detuvo Della Street.
—Ha vuelto, jefe.
—¿Quien?
—Daphne Shelby.
—La veré ahora.
Della asintió y fue en busca de la joven.
—¿Qué ocurre, Daphne? ¿Malas noticias? —le preguntó Mason cuando la muchacha penetró en el despacho.
Los ojos de Daphne pregonaban que había estado llorando, y parecía estar como atontada bajo el impulso de un gran golpe.
—Han hecho algo terrible, señor Mason.
—¿Quiénes?
—Borden Finchley, Ralph Exeter y Elinor.
—¿Qué han hecho?
—Se han deshecho de tío Horacio.
Y al decir estas palabras, la muchacha estalló en sollozos.
—Calma, calma —la consoló Mason—. No se desespere. Veamos de qué se trata. ¿Qué quiere decir con esto de que se han deshecho de su tío?
—Le han hecho declarar incompetente o insano, o algo por el estilo; se han hecho cargo de la casa, han cerrado mi habitación y me han dicho que tengo sólo tiempo hasta mañana por la noche para llevarme mis cosas. Y se han negado a explicarme lo sucedido.
—Siéntese, Daphne —la invitó Mason—, y veremos qué ha pasado.
Acto seguido, Perry Mason cogió el teléfono.
—Gertie, dígale a Paul Drake que venga, que tengo un caso para él —soltó el receptor y se volvió a Daphne—. Ahora, trate de tranquilizarse, jovencita. Paul Drake es un buen detective privado. Tiene su oficina en esta misma planta y estará aquí dentro de un minuto. Mientras tanto, deseo que me dé algunos datos.
—¿Qué quiere que le diga?
—¿Ha estado usted tres meses en Oriente?
—En Oriente y a bordo de un barco. Fue un crucero muy largo. Fuimos a Honolulú, Japón, Hong Kong, Manila y luego regresamos.
—¿Recibió alguna carta de su tío durante esta travesía?
—¡Oh, sí!
—¿Qué clase de cartas?
—Unas cartas muy simpáticas.
—¿Y luego, en Honolulú, recibió esta última, eh?
—Sí. De no haber tenido tantas ganas de bajar a tierra, la habría recibido al atracar el buque, y entonces habría podido telefonear o coger un avión. Pero como tenía unos amigos en Honolulú, unos conocidos de la primera vez que pasé por allí, a la ida, vinieron al muelle a recibirme, por lo que dejé el barco tan pronto como pude. Y no volví hasta muy poco antes de que levase amarras. Además, permanecí en cubierta hasta que estuvimos en alta mar. Y cuando bajé al camarote, allí estaba esperándome la carta. Al terminar de leerla, el buque ya había dejado atrás el Diamond Head. Además, la carta, en realidad, no me dijo gran cosa. Pensé que tío Horacio estaría preocupado por alguna tontería sin importancia y que quería dejarme este dinero… ¡Oh!, no sé, señor Mason. Pensé que quizá tuviese algo que ver con los impuestos. Sí, creí que deseaba dejarme este dinero en su testamento, pero que deseaba que lo recibiese libre de gravámenes.
—Habría sido una transferencia en contemplación de la muerte —observó Mason, meneando la cabeza—. No, no le envió el cheque con este propósito. Pero la cuestión es: ¿por qué se lo envió?
—Lo ignoro.
—¿Eran simpáticas y normales sus cartas?
—Sí…, pero, pensándolo mejor, tal vez sus frases fuesen un poco forzadas, como si… Bueno, ahora que usted lo ha mencionado, recuerdo algunas cosas. Sí, eran unas cartas un poco estereotipadas y… Quizá deseaba que me divirtiese y no quiso preocuparme con sus tribulaciones hasta que regresara.
—Volviendo a esta mañana —añadió Mason—, ¿qué la…?
El abogado se interrumpió al oír la llamada en clave de Paul Drake en la puerta excusada del despacho. Mason le hizo una seña a Della Street, la cual fue a abrir.
Paul Drake, alto, flaco, anguloso, entró en la pieza y le dedicó a Perry Mason una sonrisa a guisa de saludo.
—Paul, ésta es Daphne Shelby —les presentó el abogado—. Siéntate mientras yo averiguo qué ha sucedido. Después forjaremos algunos planes, pero, ante todo, es muy importante saber exactamente lo ocurrido —Mason se volvió a Daphne—. Cuénteme lo que pasó cuando llegó usted a su casa.
—Bueno… yo me hallaba muy inquieta y deseosa de ver a tío Horacio, por lo que no llamé, sino que usé mi llavero, entré y grité: «¡Huuu… huuu… ya estoy aquí!». Pero no me contestó nadie. Corrí al estudio de tío Horacio y estaba vacío, lo mismo que su dormitorio. Entonces subí a mi cuarto y lo encontré cerrado.
—¿No tenía usted la llave? —inquirió Mason.
—Caramba, no. Siempre había una en la puerta interior de la cerradura, pero yo jamás cerraba la habitación.
—¿Y esta vez lo estaba, no? —insistió el abogado.
—Sí. Entonces comencé a buscar a tío Borden, a Ralph Exeter o a tía Elinor.
—¿Y a quién encontró?
—A tía Elinor.
—¿Y qué sucedió?
—Tía Elinor me sonrió y exclamó: «¡Oh!, hola, Daphne. ¿Has tenido un buen viaje?». Yo le contesté: «Sí. ¿Qué pasa? ¿Dónde está tío Horacio?».
Y ella me respondió: «Tu tío Horacio no está aquí. Se halla en un lugar donde le atenderán bien. Y suponemos que tú te llevarás todas tus cosas lo antes posible». Me sonrió con frialdad y añadió: «Hemos cerrado tu dormitorio para guardar mejor tus trastos. Nos gustaría que te marchases antes de mañana por la noche porque Borden desea alquilar la casa amueblada. Creo que le dan una bonita cantidad».
—¿Qué más? —la urgió Mason.
—Pues la miré consternada y le contesté: «Éste es mi hogar. Lo ha sido desde que yo era una niña. Y ciertamente, no pienso marcharme. Quiero ver a tío Horacio y averiguar qué ha pasado». Y entonces, tía Elinor se irritó. Jamás la había visto de aquella manera. Parecía de granito. Me dijo, furiosa: «Por supuesto, no te quedarás aquí, jovencita. ¡Ya has abusado bastante de tu pobre tío!». «¿Que he abusado de él? ¿A qué te refieres?», me indigné a mi vez. Y agregué: «Lo único que he hecho ha sido cuidarle y ayudarle en todo. Si vosotros mismos me aconsejasteis que me tomase estas vacaciones, por lo mucho que había trabajado».
—¿Y qué repuso ella a esto? —se interesó Mason.
—Dijo que habían averiguado muchas cosas a mi respecto desde que me había ido y que a su marido le habían nombrado tutor de los bienes de Horacio Shelby, y que intentaba conservar dichos bienes, procurando que no fuesen malgastados ni dilapidados, o entregados a personas dudosas y alocadas. Añadió que tenían pruebas de que yo intentaba engañar a tío Horacio y quedarme con todo su dinero, y que me había mostrado demasiado ansiosa para esperar su muerte, que le había estado exprimiendo como a un limón y que su ama de Llaves, antes de morir, había hecho lo mismo, de acuerdo conmigo.
—¿Y después…?
—Al oír esto me eché a llorar. Creo que fue una escena terrible. Pero me resultaba imposible escuchar serenamente todas aquellas idiotas acusaciones. Salí de la casa corriendo, y aún la oí gritarme que tenía tiempo hasta mañana por la noche para llevarme todas mis cosas o, de lo contrarío, ellos las sacarían.
—¿Algo más?
—Temo que me puse histérica. Yo… bueno, sólo quería llegar aquí cuanto antes mejor, porque… porque estoy segura de que ha sucedido algo terrible. Estoy segura de que lo tienen todo bien planeado. Por esto se trasladaron a casa de tío Horacio y me quitaron de delante con el pretexto de que necesitaba unas vacaciones. Luego, tan pronto como me fui, debieron comenzar a importunar a tío Horacio de tal manera que éste se enfureció. Pero mi tío, que me quiere mucho, no quiso contarme nada en sus cartas para no estropearme las vacaciones.
—El hecho de que su tío le enviase el cheque —observó Mason, enarcando las cejas— indica que pensaba que tendría un poco más de tiempo… o quizá que usted cogería un avión para llegar antes. Sea como sea, los otros han actuado con más rapidez de lo previsto por su tío y acudieron a los tribunales. Della —añadió, volviéndose a la secretaría—, póngase en contacto con el Palacio de Justicia, averigüe en qué juzgado se llevó a cabo la sesión Shelby, anteayer, qué juez firmó la orden y cómo está el caso en la actualidad —luego se encaró con Paul Drake—. Paul, quiero que descubras dónde se halla Horacio Shelby. Probablemente lo sacaron de la casa en una ambulancia. Pueden, o no, tener a algún médico complicado en la conspiración, y probablemente hayan empleado alguna droga —finalmente, volvió a dirigirse a Daphne—. ¿Tienen su tío o su tía alguna experiencia clínica, o estudios médicos?
—Sí —fue la respuesta—. Tía Elinor es enfermera diplomada.
—Ya. Existen drogas que pueden aplacar a una persona de edad, cuando está muy excitada, y otras que pueden trastornarla por completo. Temo que su tío haya sido víctima de una conspiración, jovencita. ¿Vale mucho su tío Horacio?
—Pues… —la muchacha arrugó la frente, reflexionando—, al menos un millón de dólares. Seguramente más, entre todo lo que posee.
Mason, por su parte, lanzó un silbido y meditó unos instantes.
—Paul —dijo luego—, quiero que averigües otra cosa. Tú recibes informes de los Bancos. No te darán ningún informe confidencial, pero sí algo que no lo sea y que figure en los archivos. Pues bien, quiero que te dirijas a este Banco —y le dio las señas—, y descubras qué ha pasado exactamente con la cuenta de Horacio Shelby.
—La orden nombrando tutor a Borden Finchley —intervino Della Street, soltando el teléfono—, para los bienes de Horacio Shelby la firmó el juez Ballinger, anteayer. Borden procedió inmediatamente a hacerse cargo de la custodia de todos los bienes de su hermanastro.
—Está bien —exclamó Perry Mason, consultando su reloj—, conozco al secretario del juez Ballinger, y sé que siempre se queda en el juzgado hasta las doce y media. Llámele y concierte una cita con el juez para la una y media, si es posible. De todas formas, quiero verle antes de que abandone el Palacio de Justicia esta tarde. Dígale que es muy importante.
Della Street asintió y volvió a conferenciar por teléfono. Transcurridos unos instantes le comunicó a Mason:
—El juez no llegará hasta que se abra la sesión del tribunal, pero si está usted allí a la una cuarenta y cinco podrá verle unos minutos antes de que empiece la sesión de la tarde. El juez tiene concertado un almuerzo para hoy, por lo que llegará al juzgado con el tiempo bastante justo.
—De acuerdo —asintió Mason—. Iré a verle a esa hora —se volvió a Daphne, cuya carita estaba muy triste—. ¿Dónde tiene su equipaje?
—En el taxi. No lo he sacado porque no sabía qué hacer… Sé que todo esto resultará terriblemente caro, y ahora estoy viviendo con dinero prestado y no tengo un centavo a mi nombre.
—No se preocupe —la tranquilizó Mason—. Ya procuraremos que no se muera de hambre.
—Yo… supongo que podré hallar algún empleo… pero todo esto ha sido un golpe tan grande para mí…
Mason se volvió a Della Street.
—Della, vaya con la señorita Shelby y ayúdela a encontrar un hotel por el centro. Antes coja unos doscientos dólares de la caja y entréguele lo necesario para cubrir sus gastos.
—¡Oh, señor Mason, no puedo aceptar! —objetó la muchacha—. No quiero… no quiero ser una pordiosera.
—Deje de llorar, Daphne —sonrió Mason—. Si todas las pordioseras fuesen tan bellas como usted, éste sería un mundo maravilloso. Pero usted no es ninguna pordiosera, sino una cliente y yo soy su abogado.
—Pero es que yo no puedo pagar sus servicios, señor Mason, y tal como veo las cosas, no podré pagarle jamás. Dígame: si tío Horacio ha hecho un testamento a mi favor y ellos los han encontrado y lo han quemado, ¿qué podría hacer?
La expresión de Mason era dura.
—Probablemente nada, a menos que podamos probar que existía tal testamento y ha sido quemado. ¿Sabe si su tío hizo algún testamento?
—Me indicó que pensaba hacer uno.
—Su carta indica que todavía no lo redactó —observó Mason—. Daphne, tendrá que vivir preparada para lo peor. Ha sido usted víctima de una conspiración muy bien fraguada. Aunque en realidad se trate de una confabulación tan vieja como las montañas. Un hombre acaudalado tiene parientes. Algunos de éstos viven junto a él; otros no. Los que viven lejos vienen a visitarle, se quedan en su casa, se desembarazan de la única parienta molesta, se aprovechan de su ausencia para proclamar que el viejo está mentalmente débil y que hasta ahora ha sido explotado por personas maliciosas y con fines perversos. Se hacen nombrar tutores, destruyen cualquier testamento que pueda existir y se sitúan en una posición adecuada para apoderarse de la herencia.
—¿Pero no puede mi tío hacer otro testamento?
—No, después de haber sido declarado incompetente. Esto es lo bueno del plan.
—¿Pero cómo puede una persona ser declarada incompetente si goza de la plenitud de sus facultades mentales?
—Ésta es la parte más diabólica del esquema. Coja usted a una persona de edad, acostumbrada a vivir rodeada de amor, afecto y cuidados, póngale al lado a unas personas deseosas de cometer un perjurio, que le irriten constantemente, que tal vez usen drogas… y el viejo no tardará en parecer incompetente y senil. Sí, temo que su tío haya caído en una vieja trampa.
—¿Una trampa?
—Sí. La carta que le envió a usted —añadió Mason.
—¿Cómo? ¡Pero si mi tío sólo quería que me hiciera cargo temporal de su dinero!
—Sí —asintió Mason—, pero si los otros se presentaron al juzgado y formularon esta denuncia: «Aquí hay un viejo que le entrega a su sobrina un cheque de ciento veinticinco mil dólares y le dice que meta el dinero donde no pueda ser hallado. Por tanto, declaramos que ese individuo necesita un tutor que vele por la custodia de sus bienes», el juez les da la razón.
Daphne abrió desmesuradamente los ojos.
—¿Quiere decir que utilizaron esa carta…?
—Creo que es posible —le confirmó Mason—. Sospecho que fue así como ocurrió todo. Sin embargo, no se apure y vaya con Della. Yo acabaré de darle a Paul todos los datos, él empezará a trabajar y antes de las dos yo ya habré visto al juez Ballinger. Y por entonces, estaremos enterados de otras muchas cosas.
—¿Y todo lo que tengo yo en la casa de mi tío?
—Por el momento, déjelo allí —le aconsejó Mason—, a menos que haya algo que usted necesite.
—¡Pero me dijeron que sólo tengo tiempo de sacarlo todo hasta mañana por la noche!
—Tal vez mañana por la noche —la calmó Mason— sea usted quien haya vuelto a su casa y los otros quienes hayan tenido que largarse.
—¡Pero, señor Mason, yo no sé… no sé cómo podré pagarle!
—Ya veremos. Por el momento, recuerde que yo soy un funcionario del foro, un sacerdote del templo de la justicia. Usted es una criatura ingenua que ha sido víctima, precisamente, de una terrible injusticia, y, como es natural, yo voy a tratar de rectificarla. Y ahora, váyase con Della.
Mason le estrechó la mano y le recomendó a su secretaria:
—Asegúrese de que mi cliente almuerza, y usted haga lo mismo.