Capítulo I

Della Street, la secretaria confidencial de Perry Mason contempló al abogado con suplicante mirada.

—Por favor, jefe, recíbala.

Mason frunció el entrecejo.

—Tengo la entrevista de las diez y media, Della, y antes deseo ver a ese tipo que… ¡Oh, está bien, no quiero fastidiarle el día! ¿De qué se trata?

—Acaba de llegar a los Ángeles, procedente de Oriente, por Honolulú. Tiene una carta de su tío, pidiéndole que se ponga inmediatamente después de su llegada en contacto con usted, incluso antes de ir a su casa.

—¿Y no envió ningún radiograma pidiendo hora?

—No es de esa clase —replicó Della, sonriendo—. Tiene unos veintidós años, es bastante ingenua, reservada y parece muy trastornada.

—¿Así que tenía que verme inmediatamente después de llegar a Los Ángeles, eh?

—Exacto. Su tío, Horacio Shelby, le envió una carta y…

—¿Cómo está redactada la carta?

—No lo sé. La chica ha dicho que su tío le prohibió enseñársela a nadie que no fuese Perry Mason.

El abogado exhaló un suspiro.

—Bien, que pase. Veré qué quiere, me desharé de ella lo antes posible y…

Della Street, como una centella, ya había salido del despacho antes de que Mason terminara la frase.

Perry Mason sonrió ampliamente y se levantó cuando Della cedió el paso a una bellísima joven.

—Daphne Shelby —la presentó, y luego, dirigiéndose a la recién llegada, añadió—: Y éste es Perry Mason.

Daphne musitó un saludo, abrió su bolso, sacó una carta y dijo:

—Muchas gracias por haberme concedido esta entrevista, señor Mason. Supongo que debí pedir cita por anticipado, pero estaba tan angustiada… Trataré de ser lo más breve posible.

Della cogió el sobre con la carta y se lo entregó a Mason.

El abogado sostuvo el sobre en sus manos un instante, durante el cual examinó a Daphne.

—¿Quiere sentarse? —le indicó.

La muchacha lo hizo en una butaca de alto respaldo, en lugar del muelle y recargado sillón reservado a los clientes.

Mason, antes de hablar, la contempló pensativamente.

—¿Qué edad tiene usted?

—Veintidós años.

—¿Y quiere verme a instancias de su tío?

—Sí, Horacio Shelby.

—¿Qué edad tiene él?

—Setenta y cinco.

—¿Es su tío? —siguió interrogándola Perry Mason.

—Sí —afirmó ella, observando las enarcadas cejas del abogado—. Yo soy la hija de Roberto Shelby, que tenía dieciocho años menos que tío Horacio.

—¿Vive su padre?

—Papá y mamá fallecieron en un accidente de automóvil cuando yo contaba un año de edad. Tío Horacio envió a buscarme y es él quien me ha criado.

—¿Está casado?

—No, es viudo, pero tenía a una maravillosa ama de llaves, que a mí me quería tanto como si fuera mi madre.

—¿Sigue con él?

—Murió hace dos años… Por favor, señor Mason, creo que debería usted leer la carta y entonces comprenderá la urgencia del caso.

Mason extrajo la misiva del sobre, la desdobló y observó que la misma iba dirigida a Daphne Shelby, a bordo de un buque, en Honolulú, y estampillada como «urgente».

Estaba escrita a pluma y la caligrafía ostentaba los trazos temblorosos de una persona cuyos reflejos se han desvanecido con la edad. La carta decía:

Querida Daphne:

No vengas a casa hasta que hayas hecho lo que voy a pedirte. No permitas tampoco que nadie sepa que has recibido esta carta mía. No podré ir a recibirte al barco. Cuando llegues coge un taxi y dirígete lo antes posible al bufete de Perry Mason, el célebre abogado. Haz que Mason vaya al Banco contigo; cobra el cheque que te adjunto y dile a Perry Mason que se haga cargo del dinero, en custodia, a fin de que nadie pueda apoderarse del mismo.

Una vez efectuado todo esto, ven a casa y procura disimular tu inquietud. Pero prepárate a recibir una gran sorpresa.

Dile a Perry Mason que prepare un testamento, dejándote a ti toda mi fortuna. Quiero que sea un testamento muy breve y deseo que lo tenga listo lo antes posible. Que Perry Mason venga a casa cuando tenga el testamento a punto de firma. Dile que traiga unos testigos, y que a la primera oportunidad tendrá que entregarme el testamento, yo lo firmaré y se lo devolveré para que lo guarde. Nadie más que Mason y los testigos deben saber que tiene un testamento preparado para que yo lo firme, o que ya ha sido firmado. Es necesario el mayor de los secretos.

Recuerda, por favor, Daphne, que, suceda lo que suceda, te quiere con todo su corazón

Tu tío Horacio

Mason leyó la carta, arrugando la frente en su afán de concentrarse.

—Sí, parece un caso de emergencia —observó al fin—. ¿Tiene idea de qué se trata?

—Todo lo que sé es lo que dice la carta. La recibí en Honolulú. He pasado tres meses de vacaciones en Hong Kong. Ellos juzgaron necesario que descansara.

—¿Quienes son «ellos»? —inquirió Mason.

—Borden, el hermano de tío Horacio, y su amigo.

—¿Borden Shelby?

—No, su apellido es Finchley, porque es sólo hermanastro de mi tío. Él y su esposa vinieron a los Ángeles a visitar a tío Horacio, y Borden vino acompañado de su amigo Ralph Exeter, y como tía Elinor sugirió que…

—¿Tía Elinor? —la interrumpió Mason.

—Es la esposa de Borden. Dijo que ella se haría cargo de todo. Los tres estuvieron de acuerdo en que yo tenía los nervios destrozados y necesitaba un largo descanso, que lo mejor sería que emprendiese un viaje por mar y que me olvidase de todo, excepto de mi salud.

—¿Y ha estado usted fuera varias semanas?

—Casi tres meses.

Mason extendió la mano como por casualidad.

—¿Había un cheque en el sobre? —preguntó.

La joven le entregó un pedazo de papel verde.

—Aquí está.

Mason estudió el cheque y, de repente, se enderezó en su butaca, frunció el ceño, volvió a mirar el cheque y exclamó:

—¡Está extendido por valor de «ciento veintiocho mil dólares»!

—Lo sé, y no lo entiendo en absoluto —confesó Daphne.

—Evidentemente —observó Mason, comprimiendo los labios—, algo preocupa a su tío —el abogado consultó su reloj—. Está bien, vayamos al Banco y haremos efectivo este cheque. ¿La conocen a usted allí?

—¡Oh, sí!, yo me cuido de los asuntos bancarios de mi tío.

—¿Y sabe si en su cuenta hay saldo suficiente para cubrir esta cantidad?

—Sí. Cuando me marché de viaje tenía unos ciento cuarenta y cinco mil dólares en su cuenta corriente. Lo sé muy bien porque yo siempre he llevado los libros y extendido los cheques.

—¿Pero los firma él? —preguntó Mason.

—¡Oh, sí!

Mason le dirigió a Della Street una mirada conturbada.

—Respecto a la entrevista concedida para las diez y media —le dijo—, por favor, diga que me esperen unos minutos… Bien, Daphne, ¿qué quiere que hagamos con su dinero? No puede ir por ahí con una suma tan elevada.

—No, no, en la carta, como ya ha visto, mi tío quiere que usted se haga encargo de él y que arregle las cosas de modo que nadie se entere de que lo tiene.

—No me gusta este encargo —expresó Mason, frunciendo el ceño—, pero creo que podré custodiar su dinero hasta que averigüemos qué es lo que ocurre —avanzó hacia la puerta y se detuvo repentinamente—. ¿Lleva usted dinero encima?

—Pues… no. Tío Horacio me entregó unos cuantos cheques de viaje cuando me fui de vacaciones. Pero todo estaba mucho más caro de lo que habíamos calculado, y tuve que cambiar mi último cheque en Honolulú. Apenas me quedó lo suficiente para coger un taxi en el muelle hasta llegar aquí. El taxi para irme a casa tendré que pagarlo con el dinero que saquemos del Banco. En realidad —añadió, disculpándose—, no esperaba nada semejante. Además, el taxi hasta aquí me costó bastante y… Bueno, la verdad es que estoy sin blanca.

—Ya —asintió Mason. Cuando iban por el corredor hacia el ascensor, añadió—: ¿Es rico tío Horacio?

—Mucho, o al menos, yo así lo considero. Posee gran cantidad de bonos y acciones, fincas y una buena suma en dinero.

—Sí, debe ser rico —afirmó Mason—. ¿Pero por qué guarda tanto dinero líquido?

—Le gusta tenerlo a mano para poder efectuar inversiones rápidas, sin tener que molestarse en vender valores.

Bajaron en el ascensor, recorrieron los dos bloques necesarios para llegar al Banco y, una vez en él, Mason le preguntó a la joven:

—¿Conoce a alguno de los cajeros?

—¡Oh, sí! Los conozco a todos. Allí, precisamente, está el señor Jones. Delante de su ventanilla hay una pequeña cola.

Y la muchacha ocupó el último lugar de aquélla. Mason se colocó a su lado. La cola fue acortándose y, al llegar a la ventanilla, Daphne entregó el cheque, después de endosarlo.

—¡Ah, hola, Daphne! —la saludó el cajero, cogiendo el cheque—. ¿Un depósito?

—No, quiero cobrar este cheque.

El cajero abrió un cajón.

—Está bien, ¿cómo lo quieres? —miró la cantidad y se quedó inmóvil—. Perdóname un momento, por favor.

Abandonó la ventanilla y unos momentos después volvió acompañado del cajero mayor, el cual miró a Daphne y luego a Perry Mason.

—¡Vaya, si es el famoso abogado! ¡Hola, señor Mason!

Mason correspondió amablemente al saludo.

—¿Te acompaña? —le preguntó luego el cajero mayor a la muchacha.

Ésta asintió.

El cajero mayor le devolvió el cheque.

—Lo siento, Daphne, pero no tenemos dinero con que pagarte.

—¿Que no hay dinero? —exclamó ella—. Estoy segura de lo contrario. Cuando me marché había…

—La cuenta de tu tío fue cancelada por orden del Tribunal —replicó el cajero mayor—. Fue transferida a un tutor. Ejem… Creo que es mejor que vayas a ver a tu tío. El señor Mason podrá explicarte también lo que sucede.

—No sé si lo entiendo —confesó Mason—. ¿Cuál es el estado exacto de la cuenta?

—Un tribunal dio la orden de nombrar un tutor. Éste pidió el balance de la cuenta y extendió un cheque por la cantidad exacta, transfiriendo los fondos a una cuenta a nombre de Borden Finchley, el tutor.

—¿Cuándo fue esto? —quiso saber Mason.

—Anteayer.

—Empiezo a entenderlo.

La mirada del cajero mayor era de suma simpatía al devolverle el cheque a Daphne.

—Lo siento… aunque, bien mirado, es un cheque un poco fuera de lo común, ¿eh?

—Sí, lo sé —asintió la joven—. Fue cosa de tío Horacio.

—Pues será mejor que hables con él y también con Borden Finchley. ¿Le conoces?

—¡Oh, sí!, es tío mío, también. Bueno, un hermanastro de tío Horacio. Ahora vive con él.

El cajero mayor dirigió una suspicaz mirada a Perry Mason, y luego volvió a posar sus ojos en la chica.

—¿Estuviste fuera? —le preguntó.

—Sí, me fui de vacaciones hace unos tres meses.

—Pues, al parecer, han ocurrido bastantes cosas durante tu ausencia —observó el cajero. Entonces miró la cola que se estaba formando detrás de Daphne y Mason, y agregó—: Estoy seguro, sin embargo, de que el señor Mason se encargará de todo.

Le dirigió una simpática sonrisa y regresó a su mesa.

Mason cogió a Daphne por el brazo.

—Creo que lo mejor será que me entregue este cheque, Daphne, y también que me quede con la carta. Ahora debo acudir a una cita que no puedo aplazar, ya que la persona que he de ver estará ya en mi despacho. Por tanto, le aconsejo que tome un taxi y vaya a ver a su tío Horacio. Si no consigue hablar con él, póngase de nuevo en contacto conmigo y…

—¿Por qué no he de poder hablar con él? —se sobresaltó la muchacha.

—No lo sé —confesó Mason—. Puede haber sufrido un ataque, o algo parecido. Una persona de su edad está propensa a que le ocurra cualquier cosa. Estoy completamente seguro de que se ha producido un cambio drástico durante su ausencia. Repito, pues, que si por cualquier motivo no pudiera ver a su tío, quiero que regrese inmediatamente a mi oficina. Puede telefonear antes y mi secretaria, la señorita Street, aguardará su llegada.

—¿Cree que mi tío Horacio puede…? —la joven no terminó la frase; sus ojos se abrieron desmesuradamente por la alarma.

—No lo sé. Su tío Horacio gozaba de todas sus facultades cuando escribió la carta, pero es evidente que luego ha ocurrido algo. Tal vez no se entienda muy bien con su hermanastro…

—Sí, podría haber algo por aquí —afirmó la muchacha—. No le gustó mucho la visita de Borden y su esposa.

—Bien —repuso Mason—, aquí tiene veinte dólares para el taxi y algún otro gasto. Ahora, váyase a su casa y yo volveré a mi despacho. Llame, si acaso, a la señorita Street y, de todos modos, hágame saber lo que ha ocurrido.

El abogado le dio una palmadita tranquilizadora, la ayudó a montar en el taxi y luego emprendió la marcha hacia su oficina.