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LA ROCA DEL CAOS

«U

sar» significaba moverse deprisa por terreno desconocido, buscando un poro-abertura. Toby pensaba en los lugares de ruptura por donde el esti se abría como un hervor, como confusiones vertiginosas, pero Quath hablaba de ellos como de las obras más inteligentes que había visto.

Mientras corrían, saltando sobre láminas de piedra de tiempo, Toby procuraba entenderlo. Aún le dolía la mano y pisaba con cuidado, temiendo que aquella roca aparentemente sólida lo engullera. Quath soltaba su risa chirriante, pero a él no le parecía gracioso.

Le costaba comprender que fuera posible unir espacio y tiempo para crear algo por donde él pudiera caminar. Era consciente del tiempo, del realzado y vivido ahora que separaba el conocido pero evanescente pasado del desconocido y fantasmal futuro. Pero ¿cómo se unía eso con la distancia?

—El tiempo… bien, nadie puede detenerlo, ¿verdad? Y el espacio es lo que impide que todo se haga papilla… ¿Qué tienen en común?

Toby trataba de provocar a Quath, pero ella se lo tomaba todo con solemnidad. Se lo explicó con suma gravedad.

Escuchándola, Toby comprendió algunos detalles. Los humanos tenían conciencia del devenir, de que las cosas alcanzaban un grado concreto de materialización y luego se desvanecían en el limbo de la memoria. Quath decía que el espacio-tiempo, el esti, contenía tiempo real, y que la transitoriedad de las experiencias humanas era sólo una ilusión propia de las criaturas vivientes.

¿Y de qué valían sus opiniones, pensó Toby con amargura, si existían durante un lapso tan breve? Su Aspecto Isaac le recordó una antigua rima:

Pasa el tiempo, dicen otros.

¡No! El tiempo permanece,

sólo pasamos nosotros.

Y se echó a reír.

Pasaron frente a enormes murallas de piedra de tiempo con poros de luz imprecisa. Torres gigantescas trabajaban y estallaban de energía, creciendo como árboles triangulares. Algunas parecían sacudir el cielo y desgarrar las estrellas con su inquieto vigor. Quath y Toby pasaron de largo. Se aventuraron en curvas pronunciadas, en laberínticas avenidas de piedra de tiempo. Toby se había mantenido en forma en el Argo, pensaba, pero le costaba seguir el ritmo de Quath. Le ardían los pulmones. Los servos se le recalentaban.

Se paró en seco.

—Quath, yo estaba equivocado. Totalmente equivocado.

‹¿En qué?›.

—Hemos abandonado a la Familia. Ese pájaro… ¿Y si aquí los mecs ya están por todas partes?

‹¿Crees que los mecánicos buscarán a todos los humanos de este lugar?›.

—Al menos a los Bishop. Vamos.

‹¿Adónde?›.

—Regresaré.

Se sintió bien consigo mismo en las horas siguientes, mientras desandaban el camino. Quath callaba. Al final Toby entendió porqué.

—¿Adónde vamos desde aquí?

‹No lo sé›.

—Vinimos por aquí, ¿verdad?

‹Así es›.

—La conexión con la Vía estaba por aquí.

Colinas, árboles, cielo: todo cambiado.

‹El esti es muy estocástico en las conexiones de las Vías, pero se trata de focos de inestabilidad›.

Toby se sintió abatido.

—¿Entonces no podremos encontrar el camino de regreso?

‹Me temo que no›.

Desandaron el camino nuevamente. Recorrer infructuosamente el mismo terreno era desalentador. Y el lugar era sutilmente diferente, lo cual aumentaba el desánimo de Toby. Había huido de su padre para caer en una trampa. Un lugar que no perdonaba los errores.

Quath seguía mirando a su alrededor. Cuando Toby le preguntó por qué, ella respondió:

‹Estoy dejando que el factor estocástico, es decir, el azar, opte por favorecernos›.

—No lo entiendo. ¿Qué buscamos?

‹Un accidente propicio›.

—Estos términos parecen contradictorios —jadeó Toby.

‹Una vez mencionaste un sencillo acertijo que habías resuelto. Helo aquí›.

En el sistema sensorial de Toby apareció un conjunto de pares de números.

1 100

2 99

3 43

61 97

5 96

: :

50 51

—Lo has embrollado. Cada par debía sumar ciento uno. Eran cincuenta, de modo que la multiplicación daba cinco mil cincuenta.

‹Es verdad. Pero en esta suma me he limitado a reordenar los números al azar. Sin embargo, los he conservado todos, de modo que el total sigue siendo cuatro mil novecientos noventa y nueve. El esti está diseñado de este modo. Lo que Andro llamaba las Vías son subconjuntos de todo el espacio-tiempo de aquí, túneles que se abren y cierran al azar. Pero la suma de todo, de los cuatro mil novecientos noventa y nueve, permanece igual. Nada se gana ni se pierde›.

—Si tú lo dices… Pero ¿adónde vas?

‹El esti se conserva a sí mismo. Pero el desplazamiento continuo de las Vías impide trazar un mapa del esti. El único modo de protegerlas es basarse en la naturaleza estocástica del interjuego de las Vías›.

—¿Me estás diciendo que los mecs no pueden encontrar ninguna Vía específica porque nunca está dos veces en el mismo sitio?

‹Ni en el mismo tiempo›.

—¿Ocultarse en el tiempo, no en el espacio?

‹En ambos… en el esti. Las Vías evolucionan por interacción. La caída de una sola piedra de tiempo puede multiplicar su efecto, provocando desorden. Análogamente, en el clima de un planeta, un viento pasajero puede provocar una tormenta. La interferencia con las Vías del esti las reordena en el tiempo y el espacio. Ningún algoritmo matemático puede desvincularlas ni seguir su evolución. La seguridad reposa sobre la firme roca del caos›.

Toby aminoró la marcha, asimilando la idea. En aquel lugar se había escondido gente. Hacía tiempo, en la Era de la Agachada. En aquella época los Bishop y todas las Familias se habían refugiado en los planetas, pensando que los mecs eran más eficaces en el espacio.

Pero una fracción de la humanidad había huido al caos del esti. Los mecs no podían trazar mapas de ese espacio espagueti, así que nunca podían tener la certeza de encontrar colonias humanas. Entendía a qué se refería Quath con su aritmética, hasta cierto punto. Pero aun así resultaba extrañísimo que aquel intrincado desorden fuera más seguro que los planetas.

Los números encerraban una sencilla y dócil grandeza. Tal vez el aspecto más interesante de todo aquello era que la realidad reflejaba la danza de los números. Leyes que dependían de la lógica del caos obligaban al esti a anudarse y flexionarse. En comparación con aquel misterio, los mecs parecían algo vulgar.

—¿Adónde vamos, pues?

‹Hacia adelante. Cuanto más avancemos, más se enmaraña nuestra trayectoria›.

—¿Cómo regresaremos con la Familia?

‹No lo sé. Sospecho que la Familia también entrará en el laberinto›.

—¿Siguiéndonos?

‹No te olvides de Abraham›.

—Tienes razón. Encontrémosle a él primero. —Toby asintió. Al haberse fijado una meta se sentía mejor. Y prefería con mucho estar allí que encerrado en el Argo.

‹Estás siguiendo el comportamiento típico de tu especie›.

Toby tuvo la perturbadora sensación de que Quath le leía el pensamiento.

—¿A qué te refieres?

‹En las sociedades de primates se repetían los viajes rituales. Los jóvenes iban en busca de tierras desconocidas. Vivían aventuras, aprendían mucho, y regresaban transformados›.

—¿Nos has estado estudiando otra vez?

‹Os estudio siempre›.

Toby empezaba a sentirse culpable por disfrutar de aquella situación, sobre todo ahora que no podían regresar con la Familia.

—¡No somos tan previsibles!

‹Yo percibo constantes en vosotros. Tal vez tú necesitabas escapar de tu padre con el objeto de definirte a ti mismo›.

—Oye, no digas sandeces.

‹Trato de entender a una especie muy extraña›.

—A veces el entendimiento es el premio de los bobos, insecto. —Toby se echó a reír y apartó todas las teorías de su mente. Eran un lujo, algo para la gente de ciudad. Se concentró en el ritmo de la carrera.

Observó el paisaje con cauto respeto, sabiendo que se necesitaba tiempo para modelar el tiempo. Las tormentas esti habían tallado intrincados desfiladeros con un conglomerado de instantes. Las compresiones y torsiones levantaban murallas inexpugnables, abrían abismos vertiginosos, ponían trampas de tiempo curvo y silencioso.

Subir las empinadas cuestas y cruzar las repentinas brechas era extenuante. A Quath le sobraban energías, pero la carrera empezaba a agotar a Toby. Miraba hacia atrás buscando indicios de persecución. Recordó las palabras de su padre en su último encuentro.

Shibo estaba allí para confortarlo, para sumergir los punzantes recuerdos en su blanda presencia. Cantaba y lo deleitaba con distracciones.

Aun así, la sensación de persecución no lo abandonaba. Le dolían las pantorrillas, le faltaba el aliento. Se obligó a seguir el ritmo de la enorme Quath, que parecía deslizarse con facilidad sobre los amontonamientos de grava y las rocas cada vez mayores.

Al fin, cuando Toby no pudo más, descansaron al pie de un peñasco escarpado. Quath se tendió sobre las piernas y pareció dormirse al instante; era el primer indicio que tenía Toby de que la alienígena dormía. O tal vez, gracias a sus mentes múltiples, estaba descansando mientras una parte de ella montaba guardia.

El peñasco tenía torres, charcos que pendían de la empinada ladera como lágrimas de hierro negro, y estacas amarillentas que perforaban el cielo. Pero la ladera en sí era lisa. Toby observó un friso cremoso que parecía salir flotando de la roca, un vacío sesgado donde caracoleaban manchas y cordeles. Se acercó a mirar.

Observó un campo profundo donde jugaban las sombras. Un momento de otro tiempo y lugar, una pintura de sufrimientos. El lento mosaico emitía sonidos lacerantes, como el del acero contra el acero.

En las profundidades de la piedra de tiempo, borrones rojizos y palpitantes caían sobre tallos verdosos, estrujándolos hasta que brotaba pus de puntas rojas. Estallidos de imágenes surgían de la roca como dolores liberados.

Toby lo observó fascinado, e interpretó esa acción como una batalla, un exterminio de los tallos a manos de manchas depredadoras del color de la sangre seca. Al cabo de un rato distinguió los tallos diminutos y grises que rodaban en la estela de cada batalla. Pensó que las manchas colaboraban en el apareamiento de los tallos, o que los ordeñaban para obtener una joven generación de tallos, todavía torpes y vacilantes.

Pero también esta impresión quedó desmentida cuando vio manchas amarillentas surgiendo de la punta de los nuevos tallos, flotando como burbujas de jabón, y adhiriéndose al moteado vientre de las manchas más grandes.

Mientras lo hacían, la muralla de piedra de tiempo emitía alaridos. Láminas de frágil sonido, como los últimos y desesperados gritos de pequeñas aves desgarradas.

Pero el mosaico continuaba tarareando melodías zumbonas; era un perpetuo juego flotante de fuerzas que él no podía comprender. Toses ásperas, alaridos de dolor, parloteos de insecto. Y nada parecía repetirse ni infundir sentido a la acción.

Sólo entonces Toby comprendió que sus intentos por encontrarle un sentido a la visión eran vanos. Estaba presenciando un acontecimiento de un lugar desconocido, que surgía de la piedra de tiempo. Un antiguo registro disolviéndose en la niebla mientras se desprendía de la esponjosa superficie. El movimiento que él presenciaba se presentaba como un desgajamiento de planos delgados, cada cual de un grosor tan inapreciable como el delgado corte que separa el futuro del pasado.

Reflexionó sobre lo que había dicho Quath. No le gustaba mucho la ciencia, que él consideraba una cosa temible, más una fuerza natural que un conjunto de ideas, pues nunca había conocido a un científico y no sabía qué aspecto tenían. Aquí la ciencia había cogido el tiempo, lo había despojado de sus aspectos cotidianos y lo había convertido en algo inestable y plástico. Hacía que las vidas parecieran páginas de un libro.

Extendió la mano, acarició el rostro de aquella materia hecha de acontecimientos. Era fresca como el agua en algunas partes, candente en otras. Una vez más, no había lógica ni patrón. Y así eran las cosas: sucesos que sobrepasaban las categorías humanas, traídos de lugares inconcebibles.

La piedra de tiempo se fracturó. Él la había inspeccionado suponiendo que los acontecimientos que presenciaba eran planos, pues cada cual se manifestaba a medida que las capas se desprendían formando una pátina neblinosa.

De pronto un tallo saltó de la niebla. Caracoleó. Soltó astillas de hielo plateado. El tallo, que parecía de goma, se desgajó de la piedra de tiempo, más grueso y más largo que el brazo de Toby. Se soltó y cayó a sus pies con un aullido profundo, con una llamada plañidera.

Y le siguieron más. Saltaban húmedos y brillantes de la piedra de tiempo, como si esta los escupiera, convirtiendo las imágenes distantes en algo real y provisto de olor. Un surtidor de obsidiana líquida brotó a su izquierda. Se cristalizó en el aire y cayó con un tintineo. Paneles de bruma húmeda sobrevolaron su cabeza. Una de las manchas creció desde la piedra y se adhirió a un charco flotante. El tallo rodeó un núcleo de gas azul y oscuro y la mancha respondió con un remolino de fuego aterciopelado.

Estremecedor, irreal.

Shibo dijo:

Recuerda que todo esto proviene de leyes físicas. Estos son acontecimientos apresados en otra parte del esti. Deberíamos explorarlo.

—¿Por qué?

Es un modo de saber qué más se oculta en el esti. No podemos visitar esos sitios en persona.

—No creo que me interese, de todos modos —susurró Toby.

¡No seas timorato!

—Parece raro…, arriesgado.

Avanza. Cuando yo vivía, nunca me acobardé.

—No, me has entendido mal. Yo sólo decía…

Quería saber más acerca del mundo. Es el único modo inteligente de seguir vivo. Créeme, sé cuan muerto puedes estar por dentro si algo te impide… si dejas de aprender, de cambiar, de intentar cosas.

—Shibo, yo no…

Cobarde. No te cierres.

Toby se acercó.

Llamas negruzcas brotaron y lamieron a Toby antes de que pudiera moverse. Eran tibias y blandas y le hicieron desear más de esa confortante calidez. Sentía aprensión, pero en su interior bullía un tumulto de impulsos contrarios. La Personalidad Shibo acometía, bloqueando su cautela con una sedosa y sedante curiosidad.

Debemos explorar este lugar. Creo que es maravilloso. Tuviste mucha razón al venir aquí.

—Yo sólo…

Toby enmudeció. Shibo quería explorar aquella llama atezada, así que se agachó y hundió las manos y los brazos en la masa rojiza.

Fresca, lustrosa. No era fuego. Ahora era más agradable. Era placentero hundir en ella los hombros, el rostro. Lo atravesaban fragancias dulces, dóciles.

Era tan reconfortante, tan acogedor.

Entonces recordó los entretenimientos adictivos de la ciudad gris. En eso había algo importante.

Aquella cosa le bailaba en la cara. Se apartó. Se la arrancó con manos pesadas. Se le adherían cordeles pegajosos, algunos mechones le lamían la boca, la nariz, los ojos. Los golpeó, los arrancó.

Un olor nauseabundo le invadió la nariz. Olores como emociones. Furiosos, vengativos, despectivos, amor ultrajado.

Enrolló el viscoso filamento, luchando contra oleadas de emociones fugaces pero agudas. Soltó aquella blandura hospitalaria y fofa y al instante lo lamentó. El aguijonazo de remordimiento era intenso y amargo. Shibo le advirtió:

¡Aléjate! ¡Pronto!

Toby se apartó deprisa, lleno de remordimiento y miedo.

—¿Qué era eso?

Una forma parasitaria bastante compleja.

—Tú me dijiste que lo hiciera.

Yo sólo sugiero. No puedo actuar.

Aquel tono ofendido lo irritó.

—Tú te apoyaste en mí, maldita sea, me hiciste…

En su apresuramiento tropezó con Quath. Mientras recobraba la compostura, ella soltó uno de aquellos agudos estallidos que eran lo más parecido a una risa humana.

‹¿Tienes miedo de los peces?›.

Quath se había perdido todo el episodio.

—Son peligrosos —dijo Toby, comprendiendo que todo había ocurrido en su interior. Febriles ondas de emociones encontradas bailaban por su piel. La nueva epidermis del dorso de la mano herida le envió un insistente placer, como si una boca ancha y sensual lo besara.

‹Aquí todo lo es›.