PROFUSIÓN INÚTIL
T
oby pasaba por un corredor lateral cuando olió el humo. Pestañeó, olfateó, y buscó el origen del acre hedor.
El corredor estaba en penumbras, pues habían apagado las luces fosforescentes. Vio cómo las llamas bailaban delante. En una nave estelar nada había peor que el fuego, pues consumía el aire mismo, al tiempo que amenazaba con agrietar el casco y dejar paso al vacío. Se dio prisa, y tropezó con un hombre acuclillado cerca del fuego.
Al recobrar el equilibrio vio, a la luz de las llamas, que había gente reunida en torno a un gran montón de humeantes mazorcas de maíz y crepitantes ramas secas. Pero las llamas estaban bajo control. El brillante reflejo del fuego bailaba en los ojos de los presentes, que se reían de su sorpresa.
—¡Siéntate y relájate! —dijo alguien.
Sabía que el fuego dejaría manchas de hollín en el cielo raso, como había ocurrido en otros muchos rincones de la nave, pero comprendió la necesidad que de él sentían. Eran una Familia de gente errante. El fuego comunal los llevaba de vuelta al único refugio de su confianza, aunque los rodeara una noche amenazadora.
También él se dejó llevar. Era tranquilizador recordar los largos viajes de su infancia, las noches de frío cortante bajo un cielo luminoso. El humo le lamía los ojos. Los crujientes espíritus amarillos danzaban. Las sombras acariciaban rostros que escrutaban melancólicamente el misterio de las llamas.
—Pareces cansado, Toby —dijo Cermo.
Toby se sorprendió de ver allí a Cermo y a Jocelyn. Habitualmente los oficiales de alta graduación mantenían las distancias. Pero Cermo estaba sentado sobre sus carnosas nalgas a la manera tradicional, que le permitía a uno estar siempre listo para levantarse de un salto y seguir viaje en caso de ser sorprendido. De nada servía aquí, pero era un afectuoso recordatorio de su pasado común, de lo cauto de su vulnerabilidad.
—He estado trabajando en los campos —respondió Toby.
—¿Buena cosecha?
—Espárragos. Se ha perdido la mayor parte.
—Hubo un tiempo en que recogíamos los alimentos y seguíamos nuestro camino —comentó Jocelyn.
Cermo asintió tristemente.
—Cazábamos, recolectábamos, atacábamos los centros mecs cuando queríamos algún extra.
El círculo que rodeaba la fogata asintió con un murmullo. Toby sonrió.
—Oye, yo estuve allí. Había que vivir como podíamos con los mecs pisándonos los talones a cada minuto. Si te descuidabas, te costaba la vida.
Cermo sacudió la cabeza, moviendo los gruesos músculos del cuello, recibiendo el fulgor de las crujientes llamas.
—Al menos no nos limitábamos a trabajar la tierra. Un poco de jardinería en Ciudadela Bishop, sí, pero no éramos granjeros. Éramos libres. La naturaleza era el único granjero, y nosotros recogíamos los frutos de su trabajo.
Toby sabía a qué venía aquello. La gente siempre sentía nostalgia de un pasado dorado que mejoraba con el recuerdo. Y la expresaba cuando el presente era duro y difícil.
—Jocelyn, ¿te acuerdas? Siempre mirando por encima del hombro, buscando mecs, comiendo sobras, en fuga de la mañana a la noche…
—¿Y eso en qué ha cambiado? —replicó Jocelyn.
La voz de otra mujer surgió de la penumbra:
—Los mecs nos tienen atrapados.
Su acento era Fiver.
Toby asintió.
—Pero estamos en una nave humana, luchando para abrirnos paso.
—Estamos corriendo —dijo Jocelyn—. Esos grandes bichos se encargaron de pelear. Ahora están detrás de nosotros, conteniendo las naves mecs… y nosotros comemos.
—Oye —protestó Toby—, eso es lo que quieren las miriapodia. Quath está en contacto con ellas, y dice que nos están sirviendo de retaguardia. Así nosotros podemos averiguar qué es tan importante en este lugar. Con un poco de tiempo…
—Tiempo es lo que no tenemos —dijo Cermo con solemnidad—. Ya nos estamos recalentando, y ni siquiera hemos llegado a ese chorro galáctico.
—Ten confianza en el capitán —dijo Toby—. Tal vez el chorro sea lo que necesitamos.
Jocelyn rio secamente.
—¿Eso? Es sólo una columna de gas que se enfría. Escombros que escapan del agujero negro.
Toby no quería actuar de defensor de su padre, pero algo le hizo reaccionar contra esa charla sin objeto que a nada conducía.
—Pues dale tiempo. Nos estamos moviendo, estamos en forma…
—Él nos trajo aquí sin tener idea de en qué nos metíamos.
Un viejo rio entre dientes.
—Yo diría que no sabe vaciar de orina una bota con la punta agujereada y las instrucciones escritas en el talón.
Soltaron una sonora carcajada.
—Mira, a todos nos gusta airear los pulmones —dijo una voz con acento de Trump—. Pero allí de donde yo vengo, estábamos con el capitán.
Toby asintió vigorosamente.
—No trataré de endulzar la situación. Pero en efecto, tenemos que mantenernos leales.
Ahora llegaban voces de todas partes, de oposición o de respaldo. Las Familias de Cards a favor de Killeen, inflexibles como el acero. Los Bishop criticando al capitán, a pesar de que era uno de los suyos.
El aroma a hollín del aire y la penumbra alentaban a la gente a hablar, a decir palabras hirientes, ponzoñosas. Las mazorcas despedían su humareda dulzona, crujiendo y siseando. Poco a poco la charla se volvió más reflexiva, perdió su rudeza a medida que la gente expresaba sus miedos, los reconocía y los guardaba en los espacios mentales donde todos debían guardar sus oscuros impulsos. El fuego cumplía su función, y la creciente bruma azulada hacía de aquel rincón un lugar más cálido y humano.
Cuando llegó una llamada para Toby, este se resistía a marcharse. Pero era el Puente, y se dio prisa.
Pasó frente a una pantalla. El chorro azul colgaba delante de ellos, y su brillo contrastaba con los rojizos y dorados del virulento disco. Un calor seco agitaba el aire. Un extraño zumbido resonaba en la nave, una nota grave y lejana. Toby sintió escalofríos. Cuando llegó el Puente, no le sorprendió ver a su padre cansado y macilento, con el uniforme arrugado después de tantas horas.
—¡Toby! Te necesitamos.
—¿Por qué? —Todos parecían alterados, pero no había nada nuevo en las pantallas.
—Por eso.
Killeen señaló los largos filamentos de gas rosado que bordeaban el chorro. El Argo atravesaba con cierta dificultad las inmensas y fulgurantes filigranas. Habían capeado antes tales «temporales», pero aquellos mechones luminosos palpitaban de energía.
—¿Y? Más fuegos artificiales.
—No del todo. Ya hablé una vez con ellos.
—¿Hablar? —Su padre había estado de servicio demasiado tiempo.
—Hace muchos años, y quizá no lo recuerdes. La voz del cielo.
—¿Qué? —Toby sacudió la cabeza. ¡Habían pasado tantas cosas, y él entendía tan poco!
—La Mente Magnética. ¡Es esto!
Ahora Toby lo recordó.
Hacía años, en un valle rocoso donde caprichosas venas amarillas y verdes surcaban el cielo como dedos. Estrías que manejaban el aire violento y que finalmente habían dado con ellos. Filamentos calientes vibrando como brisas coléricas, hablando por el sistema sensorial que todos llevaban en la nuca.
Una inteligencia que vivía en resplandores plateados. Le había hablado a Killeen, pero toda la Familia había sido testigo del mensaje que un intelecto colosal escribía en el cielo. Toby evocó repentinamente aquel recuerdo de su infancia, tan repentinamente como el olor de una cocina caldeaba puede evocar la voz vibrante de una madre.
Recobró la compostura. Los recuerdos de la lejana infancia, de la vida en el feliz refugio de la Ciudadela, podían acudir en cualquier momento, pero este momento no era el adecuado. Eran recuerdos de niño, y tenía que dejar de pensar como un niño.
Se concentró en la enorme y nudosa luminiscencia que creía delante del Argo y se obligó a preguntar:
—¿Cómo lo sabes? Podría ser una especie de relámpago o algo similar.
Killeen sonrió sin ganas.
—Sospecho que en cierto modo lo es. Un relámpago vivo, así como tú y yo somos combustión controlada ambulante. Eso es lo que nos permite andar, pensar, actuar. El oxígeno quema los alimentos que formamos, dice uno de mis Aspectos. Esta cosa se sirve de la electricidad generada por ese disco de allá abajo.
—¿Cómo?
—No lo sé. Pero la energía es energía, y a mi modo de ver esta cosa ha aprendido a amontonar campos magnéticos, a construir con ellos algo parecido a un cuerpo.
Toby quería dar a los oficiales la impresión de ser listo y capaz, pero las estrías que vibraban frente el Argo no se parecían a lo que él recordaba.
—He notado una sensación de hormigueo —explicó Killeen—, como si algo me sondeara. Es difícil de explicar, pero es como aquella vez. La Mente Magnética se mantiene unida mediante campos magnéticos. O tal vez sea campos magnéticos. Y vive aquí, así que…
Un profundo temblor sacudió los tobillos de Toby. Al principio creyó que se trataba de la aceleración de la nave que contrarrestaba los tirones gravitatorios de esa turbulencia de masa y luz. Luego notó que el temblor iba y venía de forma rítmica. Lo notaba en los oídos y las manos. Pulsaciones. La rara vibración subió por las macizas paredes y llenó el aire del Puente con su pesada presencia.
Dad señal de que percibís.
La voz rechinaba, dura como el granito, inconmensurable.
—No es como la otra vez —susurró Killeen—. Entonces usaba nuestro sistema sensorial. Ahora tiembla toda la sala.
Vengo para determinar si sois de la tribu de Bishop. Si es así, decidlo.
El Puente servía de amplificador gigantesco de aquella hueca y majestuosa voz, y las paredes vibraban como un altavoz. Toby se preguntó cómo un simple conjunto de campos magnéticos, sin peso ni sustancia, podía conseguir aquello.
Killeen parecía arrinconado, rodeado por la voz. Al fin ladró.
—Somos Bishop. Yo soy Killeen, ¿recuerdas?
Así es. No olvido nada, y en los bucles y nudos de mi ser guardo noticias de tiempos más antiguos de lo que puedas imaginar. Recuerdo tu olor insípido y tu aplastado y sesgado ser. Bien, me han ordenado que te inspeccione.
—¿Quién? —preguntó Killeen. Los tripulantes estaban estupefactos. La voz lo ignoró.
También busco a otro. Se llama «Toby», y debe estar contigo si has de recibir más atenciones del reino interior.
—Estoy aquí —gritó Toby.
¿Eres tú? Déjame saborear… cada una de vosotras, pequeñas criaturas, tiene un aroma diferente, una angularidad. ¡Qué profusión más inútil!
—Somos diferentes —protestó Toby.
Lo atravesaron como descargas eléctricas, con pinchazos de dolor. Un sondeo. Luego desaparecieron.
Sí, eres el sabor denominado «Toby». Tus marcas animales concuerdan con el inventario genético, a pesar de su tosquedad. La creación, en su trivial diversidad, dota a cada uno de vosotros con aromas genéticos oblicuos y matices crepusculares. ¡Qué derroche de habilidad natural! Detalles e ingeniosos giros multiplicándose innecesariamente, llevando a la ruina la razón.
—Nos gustamos tal como somos —protestó Toby.
Así es. Todo es ilusión. No obstante, debo comunicar que estáis aquí. Luego espero quedar libre de esta molesta obligación.
—¡Aguarda! —exclamó Toby—. ¿De qué se trata? ¿Quién quiere saber?
Un poder cuya sede está más adentro.
—¿Y qué es?
No es de frías y muertas partículas de materia como las que habitáis vosotros. El poder que me impone esta tarea habla por mis pies, que reposan en la cálida lumbre del disco de plasma.
—¿Entonces es una nube de plasma? —insistió Toby. Fuera lo que fuese una nube de plasma.
Mora debajo de mí, en una majestad azotada por las tormentas, pero es incognoscible para una entidad tan grande como yo.
—La última vez —intervino Killeen—, hace años, dijiste que mi padre tenía algo que ver con esto.
¿Años? No conozco ese término.
—Gran parte de nuestras vidas presentes…
Pero ¿en qué «presente» vivís? Duración, distancia… son términos primitivos.
Killeen estaba visiblemente desconcertado.
—Mira, ¿fue mi padre…?
Las formas diminutas como vosotros son imposibles de concretar en la turbulencia de energías que bulle a mis pies. Pero esos términos y nombres suben ondeando por los cables de mi yo. Ignoro cuándo se cargó esa información en mi eterna maraña de nódulos de conocimientos, y por ende la edad de este conglomerado de datos. Allí hubo una vez formas como vosotros, sí, míseras y primitivas. Que subsistan en ese reino de inmensos e imponderables choques es muy improbable.
—¿Me estás diciendo que ha muerto? —preguntó Killeen.
Las vidas diminutas parpadean como llamas bajo mis pies. Mi única motivación para asumir esta forma es elevarse sobre la mortalidad y sus minúsculos asuntos. No puedo registrar pequeños finales, así como los animales como vosotros no pueden sentir los granos de arena que pisan.
—¿Él está…?
Me voy. Si el poder de abajo desea algo más, estableceré contacto de nuevo.
—¡Aguarda! Necesitamos saber qué hacer aquí, cómo escapar.
La vibración del Puente cesó, dejando un silencio.
Killeen alzó las manos con un juramento y dio un puñetazo en la pared. Un golpe doloroso.
Esto impresionó a Toby más que la partida de la Mente Magnética. Comprendió hasta qué punto su padre se había estado conteniendo, cuánta desesperación disimulaba bajo su rostro inmutable.
—Papá… ¿qué significa esto…?
—Que me cuelguen si lo sé. Esa cosa nos trata como si fuéramos insectos.
—Bien, no es que nosotros hablemos mucho con los insectos —comentó Toby razonablemente, tratando de animar a Killeen. Reflexionó un instante y pensó: Salvo con Quath.
—Me pregunto si es posible. ¿Mi padre Abraham, aquí? No entiendo cómo. No encontramos su cuerpo en la Ciudadela, pero tuvimos que irnos deprisa, no había tiempo. —Sacudió la cabeza con fatiga—. Eso fue hace mucho tiempo, y muy lejos.
Toby volvió a recordarlo todo. El acero separado de la piedra, los techos derrumbados, la mampostería y los muebles triturados, las vidas segadas. El humo levantándose de los fuegos que crepitaban. Intrincados refugios reducidos a piedra y escombros.
Sangre fluyendo a raudales. Riachuelos rojizos brotando de edificios desmoronados. El extraño silencio tras la partida de las naves mecs. El viento gimiendo entre vigas arrancadas.
Y su padre errando entre las ruinas. ¡Abraham!, gritaba. Una y otra vez. Un viento voraz se tragó el nombre, que se perdió entre volutas de humo.
Toby regresó de sus lacerantes recuerdos. Su padre parpadeó, se recobró.
—Yo pensaba que había muerto —dijo con voz trémula—. Tenía que estarlo.
Toby vio hasta qué punto su padre deseaba creer que Abraham estaba allí, que la Mente Magnética sabía más que ellos. Pero al mismo tiempo, era evidente que la Mente sentía repugnancia por los humanos y que no movería un dedo para ayudarlos.
Entonces Toby procuró recordar que la Mente no tenía dedos, sólo presiones y ondas electromagnéticas. Pero ¿no había dicho que tenía pies?
Cuando la Mente les había hablado la otra vez, en Trump, había dicho ser una inteligencia que, libre de la materia, vivía únicamente en los estados disponibles para los campos magnéticos. Aparentemente esos estados eran más duraderos. La Mente parecía creerse inmortal. Killeen había reído entre dientes, comentando que la eternidad era muy larga, porque la Mente podía ser enorme y poderosa, pero también podía parecer insignificante y finita. Lo que haría que tratar con ella fuese todavía más difícil.
—¿Qué haremos, papá? —Tal vez, en un momento de apertura como este, Killeen dijera lo que realmente pensaba.
—¿Hacer? —Killeen miró a Toby como si no lo viera—. Meternos en ese chorro. Eso haremos.
—¿Por qué? ¿Podemos escapar por allí?
La mirada de Killeen era turbia.
—Ese gas se desplaza a gran velocidad. Nos dará un buen impulso, incluso tal vez nos proteja, nos vuelva difíciles de localizar.
—¿Podemos seguirlo hacia fuera?
—Tal vez.
Toby sonrió.
—Magnífico. La tripulación se alegrará de oírlo.
—¿Por qué?
—Temen que quieras seguir hacia dentro, a pesar de todo.
Killeen no se inmutó.
—No afirmo que la idea vaya a dar resultado. Lo intentaremos, eso es todo.
—Claro, papá, claro… pero hay esperanzas, ¿verdad?
Killeen miró a su hijo largo rato mientras las emociones le cruzaban el rostro a tal velocidad que Toby no alcanzaba a interpretarlas.
—Tal vez. Tal vez.