Había nevado.
Llegó a casa, miró el reloj, vio que llegaba tarde y se precipitó hacia un pub que conocía al final de la calle. Empujó la puerta y un pastor alemán atado con una cadena saltó hacia él ladrando. Unos niños pequeños, uno de ellos lleno de moretones, se perseguían por el suelo mojado por la nieve derretida, tropezando con los pies de los adultos. La máquina de discos estaba a todo volumen, igual que el televisor, y también las voces de los que bebían eran altas. No había estado allí desde hacía meses, pero reconoció a los mismos parroquianos de siempre.
Estaba a punto de salir cuando el barman le gritó:
—Eh, tío, Alan. Alan, ¿dónde has estado? —Y empezó a tirarle una cerveza.
Alan se sentó en la barra, encendió un cigarrillo y se bebió de un trago la mitad del vaso. Si acababa pronto, tendría tiempo de tomarse otra cerveza. Eso quería decir que no le quedaría dinero, ¿pero para qué necesitaba dinero esa noche? La última vez que había asistido a un auto de Navidad escolar y a un servicio religioso con cántico de villancicos tenía catorce años, y el mejor amigo de su padre había llegado tan borracho que no se dio cuenta de que la corbata se le había empapado de vino tinto y todavía le goteaba. Los niños lo señalaban y se reían de él, y su hijo estaba muerto de vergüenza.
Alan le hizo una señal con la cabeza al barman y éste le puso una segunda pinta de cerveza junto a la primera. El hijo de Alan era demasiado pequeño para sentir vergüenza; de hecho, Mikey estaba empezando a adorar a su padre.
Alan necesitaba calmarse. Melanie, su actual novia, con la que llevaba viviendo un año, le había perseguido calle abajo cuando él salió del apartamento, tirándole de la mano y rogándole que no fuese. Él le había repetido varias veces que le había prometido a su hijo que asistiría al auto navideño.
—Todos los padres estarán allí —le había dicho Mikey.
—Y este padre también —le había prometido Alan.
Después de gritar mucho, Alan había dejado a Melanie plantada en la nieve. Dios sabe en qué estado se la encontraría cuando volviera a casa, si es que la encontraba allí. Alan trabajaba en el teatro, aunque no era actor. Pero hoy se sentía como si ella le hubiese asignado el papel de criminal, un papel para el que no estaba preparado.
Alan se acabó las dos cervezas y se puso en pie para marcharse. Sería la primera vez que él, su esposa y su hijo estarían juntos como una familia desde que él se marchó de casa, ocho meses atrás.
Tal vez era su propio miedo lo que él le había transmitido a Melanie. Sin embargo, no estaba seguro de que miedo fuese la palabra adecuada. Mientras acudía a la cita, había estado tratando de identificar ese sentimiento. Ni siquiera era pavor. La solución le vino a la cabeza ahora, mientras se acercaba a la casa. Era pesar; una enorme bola de pesar sin digerir en el pecho.
El chico estaba de pie encima de una silla junto a la ventana. Al ver a su padre se puso a saltar, gritando, mientras golpeaba en el cristal sucio:
—¡Papá, papá, papá!
Hacía una semana que Alan no veía a Mikey, y estaba acostumbrado a escudriñar los cambios que se producían en él. Le seguía pareciendo raro visitar a su hijo como si se dejase caer para tomar el té con un amigo. Lo que más le gustaba era llevar a Mikey a tomar algo a un café. En algunas ocasiones el chico saltaba de su taburete para mostrarle la altura de la que era capaz de tirarse, pero la mayoría de las veces simplemente se sentaban y conversaban como amigos, y Mikey le hacía preguntas difíciles de responder
—Llegas tarde —le dijo Anne en la puerta—. Has estado bebiendo.
Anne temblaba y tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija. A Alan le resultaban familiares esos breves raptos, los repentinos ataques de rabia que padecía a lo largo del día, normalmente cuando tenía que pedir algo.
Alan pasó rápidamente por delante de ella y dijo:
—Bonito árbol de Navidad.
Se acuclilló y Mikey corrió a sus brazos. Llevaba pantalones de cuadros y un jersey. Le dio a Alan un gorro de lana granate. Anne fue a coger su abrigo. Alan le puso el gorro a Mikey y tiró de él hasta taparle la cara, y mientras el niño forcejeaba y gritaba, Alan lo levantó y hundió la cara en su estómago.
A Alan nunca le había gustado ni la calle, ni la zona, ni la casa. Proyectaban cierta culpabilidad sobre él. Cuando visitaba a su hijo, sentía que debía subir al piso superior, meterse en la cama, cerrar los ojos y asumir de nuevo su antigua vida, como si fuese su obligación y su destino.
Anne seguía culpabilizándolo por haberse ido, pese a que Alan no entendía cómo ella no se daba cuenta de que había sido lo mejor para ambos.
—Bésala —le dijo Mikey a su padre cuando Anne se unió a ellos—. Besaos.
—¿Qué dices?
—Besa a mamá.
Alan miró a su mujer.
Había adelgazado, por primera vez en años su cara formaba un ángulo puntiagudo en su barbilla. Había hecho régimen, se diría que se había matado de hambre. Llevaba la cara cubierta de maquillaje o polvos de tono blanquecino. Los labios rojos. Él nunca le permitió que se los pintara, no le gustaba con los labios pintados. Ahora Anne vestía mejor, presumiblemente gracias al dinero que él le pasaba. Alan sabía que Anne no había dormido mucho en casa últimamente. Su madre se quedaba con Mikey, y no sabía —o no lo decía— cuándo volvería su hija.
Alan y Anne se las arreglaron para juntar los labios durante un momento. El perfume de ella le provocó a Alan un flash de incontrolables recuerdos y se estremeció. Intentó recordar la última vez que se habían acariciado. Debió de ser un par de meses antes de que se marchase. Recordaba haber pensado entonces que aquélla sería la última vez.
Ya había oscurecido cuando salieron de casa. Mikey, que caminaba entre su padre y su madre, les cogía la mano y ellos lo balanceaban. Para alivio de Alan, el niño no paraba de charlar.
Ante el colegio, los padres, de punta en blanco, bajaban de los coches y cruzaban la verja cubierta de nieve. Para su sorpresa, Alan comprobó lo felices que parecían los niños y la facilidad con que rompían a reír, mientras que los padres se limitaban a intercambiar los saludos de rigor. ¿Era él una persona especialmente pesimista? Su novia decía que sí lo era. «Si lo soy, la culpa es tuya», le había replicado él. Desde luego que se sentía pesimista. Quizá fuera cosa de la edad.
El interior del colegio era cálido y con mucha luz, e incluso los profesores sonreían. Alan rió entre dientes, imaginando lo que la gente pensaría al verlo con Anne. Qué poco habitual resultaba hoy en día ver juntos a un marido y su mujer. Alan intercambió varias palabras amables con ella, de cara a la galería.
El auto navideño lo protagonizaban los niños de ocho y nueve años, mientras que los más pequeños hacían de pastores, árboles y estrellas. Dos niños pequeños sostenían un cielo pintado cogido entre dos palos de escoba recortados. Los ángeles llevaban alas de cartón y unos atuendos hechos con visillos. El próximo año Mikey ya tendría la edad requerida para participar.
Varias semanas atrás, el profesor le había pedido a Alan consejo sobre cómo montar el auto navideño. Alan era el administrador de un pequeño grupo teatral itinerante. Le encantaba la intimidad emocional que creaban los actores entre ellos, y seguía gustándole la «excitación» del teatro, la conexión en vivo entre sus colegas sobre el escenario y aquellas personas que habían salido de sus casas para asistir a un buen espectáculo. Había una suerte de miedo trascendental que los unía a todos, que convertía el teatro en algo diferente del cine. Su trabajo, claro está, estaba mal pagado. Algunos de los actores con los que trabajaba aparecían en televisión; el director estaba casado con una millonaria. Alan, sin embargo, no tenía otra fuente de ingresos. Su novia, Melanie, era actriz. Estaba embarazada y dentro de poco no podría trabajar durante algún tiempo.
Cuando empezó el auto navideño, Alan se palpó el bolsillo. Se había traído un pañuelo, un pañuelo de tela como Dios manda que, inexplicablemente, le había regalado Anne años atrás. No salía de casa con un pañuelo en el bolsillo desde su último día de colegio. Pero durante toda la tarde había estado temiendo que las voces de los niños le hiciesen perder el control. Para animarse, había pensado en su padre, en la iglesia por Navidad —la única ocasión en todo el año en que acudía—, que cantaba tan fuerte como podía, sin preocuparse por desafinar. Estaban celebrando misa, decía su padre, no grabando un disco para la Deutsche Grammophon.
Los padres no dejaron de gritar y reírse durante toda la representación, y los niños más pequeños, como el hijo de Alan, chillaban de alegría.
Alan se comparó con la gente que había allí a la que conocía. En la puerta le había saludado un tipo que le dijo:
—Yo también me tomaría un trago, pero me lo han prohibido.
Hasta que el tipo le recordó que le había reparado el coche en un par de ocasiones, Alan no atinó a saber quién era, ya que estaba delgado y decrépito, y con la cabeza afeitada.
—Pero al menos usted tiene buen aspecto, tiene buen aspecto —dijo el tipo mientras Alan se alejaba incómodo; sólo entonces reparó en lo enfermo que debía de estar aquel hombre.
Había una mujer sentada en la fila contigua. Hacía unos meses, un conocido le había contado a Alan que aquella mujer se había tirado desnuda por una ventana, se había destrozado la cara y roto las costillas, y se la habían llevado al hospital con una camisa de fuerza. Otra mujer, sentada más lejos en la misma fila, hizo como que no lo veía, o no lo había visto. Pero había paseado a menudo por el parque con él, mientras los hijos de ambos jugaban. Le había contado que iba a abandonar a su marido.
Había sido un siglo mortífero, sin embargo en aquella confortable esquina del mundo, por alguna casualidad, la mayoría de ellos se había librado. Por eso Alan cantaba, preguntándose, de todas formas, por qué todos se sentían tan infelices.
Melanie no llevaba mucho tiempo embarazada, pero su cuerpo había empezado a cambiar. Estaba perdiendo su aspecto aniñado. Además de que había perdido la cintura, se sentía pesada y ya caminaba como un pato. Ahora ya no trabajaba, así que no importaba que se tuviera que volver a la cama por la mañana. Cuando no peleaban, él se sentaba con ella y desayunaba.
Melanie tenía una cita al día siguiente para un aborto. Él la recogería un día después. Tiempo atrás Alan se había visto implicado en otros dos abortos. El primero había evitado presenciarlo marchándose con otra mujer. Del segundo sólo recordaba cómo después la mujer estaba echada en el suelo y lloraba. Recordaba que él se sentó en la otra punta de la habitación, con los ojos cerrados, contando hacia atrás a partir de mil. La relación se había ido a pique inmediatamente después. También llegaría a su fin su vida junto a Melanie. Parecería imposible seguir adelante. ¿Por qué era importante que las relaciones siguiesen adelante? Al día siguiente por la noche sus esperanzas se harían añicos. Ya no podría seguir saltando de una mujer a otra.
Sus peleas eran a muerte y sus reconciliaciones ya no resultaban dulces. Él había cerrado la puerta del apartamento dejándola a ella fuera. Ella había tirado un cuadro que le había regalado a Alan su mujer. Alan había lanzado a la calle varias pertenencias de ella. Durante semanas se habían machacado mutuamente, emergiendo al mundo como quien escapa de las llamas, con la piel ennegrecida y la mirada perdida, sin saber qué había sucedido. ¿Seguirían juntos mucho tiempo, o sólo hasta el día siguiente?
Mirando de reojo a su esposa, por encima de la cabeza del niño que los conectaba para siempre, Alan supo que no podía volver a cometer el mismo error.
Cuando estaban de buen humor, Melanie y él le hablaban a la niña que ella llevaba en el vientre y pensaban qué nombre ponerle. Habían hablado de tener un hijo al cabo de unos años. Pero un niño no era una nevera que podías pedir cuando quisieras tenerla, o cuando te la pudieses permitir. El bebé que Melanie llevaba en el vientre ya tenía rostro.
Cuando salieron del colegio, mientras los tres se alejaban caminando, Alan vio un carrito de supermercado abandonado. Sin pensárselo dos veces, cogió a Mikey, lo metió en él y se puso a correr con el carrito por la acera. Los gritos del entusiasmado niño, que se agachaba en el traqueteante carrito cuando derrapaban en las esquinas y cada vez que Alan daba un acelerón, y los gritos de Anne, que corría detrás de ellos intentando no perderlos de vista, atravesaron la oscuridad de las últimas horas de la tarde.
Riéndose, sin aliento y acalorados, no tardaron en llegar a casa. Anne cerró los postigos y encendió las luces del árbol de Navidad. La casa había cambiado desde que él no vivía allí. Ahora sólo había cosas de ella. No quedaba nada de él.
Anne le sirvió a Alan una copa de brandy. Mikey se bebió su zumo. Anne le dijo que podía coger una chocolatina del árbol de Navidad si la compartía con ellos. Mientras comentaban el auto navideño, Alan se percató de que su hijo parecía receloso y vacilante, como si no estuviera seguro de a cuál de sus progenitores dirigirse, intuyendo que no podía favorecer a uno sin contrariar al otro.
Finalmente, Alan se levantó para marcharse.
—Oh, lo olvidaba —dijo Anne—. He comprado pastelitos de fruta y dulce de brandy. No sé por qué me he tomado la molestia, pero lo he hecho. Todavía te gustan, ¿verdad? Los pondré en un plato para que tú y Mikey los compartáis. ¿Te parece bien?
Anne fue a la cocina a calentarlos. Alan le había dicho a Melanie que no tardaría. Tenía que volver con ella. La imaginación podía ser una máquina aterradora. Si aquella noche pasaba algo terrible entre ellos, al día siguiente podían hacer algo irreversible. Alan temía que ella pudiese tomar una actitud inflexible.
—Parece que tienes prisa —dijo Anne cuando regresó.
—Me acabaré la copa y me comeré uno de estos pasteles, y después me marcho.
—¿Vendrás el día de Navidad?
Alan negó con la cabeza.
—¿Ni siquiera un rato? Ella no puede soportar que la dejes sola, ¿eh?
—Ya sabes cómo es eso.
Anne le miró enojada y dijo:
—¿Cómo es que no puedes pasar un rato con tu hijo?
Alan no podía explicar que Melanie quería que pasase el día de Navidad con ella, y que de lo contrario lo abandonaría.
Mikey guardaba silencio y los observaba atentamente.
—Dura mucho, lo de esa mujer —dijo ella—. Para lo que es habitual en ti.
—Está funcionando bien, sí. Y vamos a tener un hijo.
—Ya veo —dijo Anne al cabo de un rato.
—Estoy muy satisfecho —aseguró él.
Melanie le había dicho a un montón de amigas que estaba embarazada; hablaba de ello a todas horas por teléfono. En cambio, Anne era la primera persona a la que Alan se lo había contado.
—Podrías haber esperado.
—¿Para qué? —dijo él—. Lo siento. No podía esperar. Ya sabes cómo es eso.
—¿Por qué no dejas de decir eso?
—Es un hecho. Ahí está. Debes vivir con ello.
—Lo haré, gracias —dijo ella. Y añadió—: Entonces ya no querrás ver a Mikey tan a menudo.
—Claro que querré.
—¿Y por qué ibas a querer?
—¿Y por qué no iba a querer? —dijo él.
—Nos abandonaste. Yo sólo le tengo a él. Ella lo tiene todo.
—¿Quién?
—Tu novia.
—Escucha —dijo Alan—. Hablaremos de esto en otro momento.
Se puso en pie y se dirigió al vestíbulo.
En la puerta el chico se agarró al borde de su abrigo y le rogó:
—Quédate aquí para siempre.
Alan le dio un beso y le dijo:
—Volveré pronto.
—Duerme en la cama de mamá —le pidió Mikey.
—Eso puedes hacerlo tú por mí.
Mikey le puso un trozo de chocolatina en la mano.
—Por si tienes hambre cuando yo ya esté durmiendo. —Y añadió—: Hablo contigo cuando no estás aquí. Hablo contigo a través del suelo.
—Y yo te escucho —dijo Alan.
Su hijo se apostó en la ventana y se puso a saludarlo con la mano y a gritar. Alan vio a su mujer, de pie un poco más atrás, contemplando cómo él se marchaba.
Se alejó de la casa y se metió en el pub. En la barra pidió una cerveza y un licor. Cuando el barman se los puso delante recordó que no llevaba dinero. Se disculpó, pese a lo cual el barman empezó a decir algo. Alan se dio la vuelta y se marchó.
Ahora hacía frío. Todo estaba helado, la chapa metálica de los coches, la sabia de las plantas, la propia tierra. Pasó por calles que le eran familiares pero que bajo la nieve le resultaban extrañas. Muchas casas estaban a oscuras; la gente se acostaba. Conforme la nieve se hacía más abundante, un inusual silencio se apoderaba de la ciudad. Empezó a caminar más rápido, moviendo las manos en los bolsillos del abrigo, hasta que entró en calor. Pensó en el moribundo con el que se había encontrado en la puerta del colegio, y en lo terrible que resultaba no haberlo reconocido. Quería dar con aquel hombre y decirle que todos evolucionamos y cambiamos, día tras día; se trataba de eso, sólo de eso. Desde luego, en cuanto Alan creía que había entendido algo de sí mismo, ya había cambiado. Eso era la esperanza.
Desde cierto punto de vista, el mundo estaba constituido por cenizas. También lo podías convertir en polvo quemando toda esperanza, apetito o deseo. Pero vivir era, en cierto sentido, creer en el futuro. No podías seguir volviendo al mismo asqueroso lugar.
Subió por la escalera de su casa. La luz estaba encendida. Sabía que todo iría bien si ella llevaba puesto el salto de cama que él le había regalado.
Melanie estaba en la cocina, calentando una quiche y preparando una ensalada. Lo miró sin hostilidad. Pero no dijo nada; él tampoco. Alan la observó, pero estaba decidido a no acercarse a ella. Creía que si desdeñaba el deseo que sentía hacia ella, lograría sobrevivir. Pero al mismo tiempo sabía que sin deseo no quedaba nada.
Allí sentado, pensó que nunca se había percatado de que la vida podía resultar tan dolorosa. Y comprendió también que ninguna cantidad de alcohol, drogas o meditación podía lograr que las cosas fueran mejor. Recordó una sentencia de Sócrates que había aprendido en la universidad: «Un hombre bueno no puede sufrir mal alguno, ni en la vida ni en la muerte». Wittgenstein, comentando la frase, hablaba de sentirse «absolutamente seguro». Buscaría la cita. Quizá allí había algo para él, alguna postrera «seguridad interior».
Se desvistieron y por fin se metieron en su lugar favorito, la cama. Alan le abrió el salto de cama, le puso la mano sobre la barriga y la acarició. Durante unos momentos, Melanie permaneció echada en sus brazos mientras él la acariciaba. Después ella lo acarició a él un poco, antes de volverse y quedarse dormida.
Alan empezó a pensar en su hijo, que estaba durmiendo, como siempre hacía a aquella hora, preguntándose si Mikey se habría despertado y estaría hablándole «a través del suelo». Sentía deseos de ir allí y darle las buenas noches a su hijo con un beso, tal como hacían otros padres. Quizá tendría otro hijo, y sería diferente. Echó un vistazo al dormitorio. No había espacio suficiente para un armario ropero; la ropa de ambos estaba apilada al borde de la cama. En una silla que tenía al lado, iluminada por una lámpara ladeada, había un ejemplar de Grandes esperanzas, un frasco de aceite para masaje, recubierto de suciedad grasienta, sus gafas de leer, un vaso con restos de vino y un cuaderno de notas.
Su vida y su mente habían estado tan ocupadas que la idea de sentarse en la cama para escribir en su diario, o incluso para leer, le parecía un lujo excepcional, la representación de un sosiego imposible. Pero este tipo de soledad también se parecía demasiado a esperar a que algo diese comienzo. Había deseado que algo lo perturbase, y así había sido.
Sabía que el resentimiento entre ellos era profundo y seguía creciendo. Pero Melanie y él estaban más asustados que crispados. A su manera torpe, cada uno luchaba por preservar su individualidad. El amor podía derribarse en un minuto, como quien rompe con un palo la tela de una araña. Pero el amor era una suma de cosas; nunca llegaba de manera pura. Alan sabía que había suficiente amor y cariño entre ellos; y que el amor no debía desperdiciarse.