El paraguas

En cuanto llegaron al parque infantil, los dos hijos de Roger subieron por una larga rampa y no tardaron en estar aferrados a la red metálica que colgaba de una alta barra. Contento por el hecho de que les costaría un rato bajar, Roger se sentó en un banco y se puso a leer la sección de deportes del periódico. Siempre le había parecido relajante leer reportajes sobre partidos de fútbol que no había visto.

Entonces empezó a llover.

Cuando media hora antes había recogido a sus hijos, que estaban al cuidado de la au pair, éstos, de cuatro y cinco años y medio, se habían negado a ponerse sus impermeables. Los impermeables les hacían parecer «gordos», habían refunfuñado, y Roger tuvo que cargar con ellos bajo el brazo.

El mayor llevaba un disfraz verde, fino y ceñido, y un sombrero de cartón con una pluma: era Robin Hood o Peter Pan. El pequeño llevaba una pistolera de plástico y dos pistolas plateadas, una daga y una espada de plástico, unas botas militares azules, tejanos con la cremallera abierta y un pañuelo de cuadros con el que se cubría la boca.

—Los cowboys no llevan impermeables —le había dicho a través del pañuelo.

Con frecuencia los niños hacían caso omiso a los requerimientos de Roger, aunque él no podía decir que su rebeldía y caprichos le molestasen. Pero sí le creaba problemas con su mujer, de la que llevaba un año separado. Esa misma mañana, ella le había recriminado por teléfono:

—Eres débil e incompetente para imponer disciplina. Sólo te importa ganarte su cariño.

Mientras le fue posible, fingió que no llovía, pero cuando el periódico que estaba leyendo empezó a empaparse y todas las demás personas ya habían abandonado el parque, llamó a los niños.

—Jodida lluvia —dijo, mientras les ponía apresuradamente los impermeables amarillos con capucha a sus hijos.

—No digas palabrotas —le reprendió Eddie, el pequeño—. Las mujeres dicen que es feo.

—Perdón —se rió Roger—. Estaba pensando que debería haber cogido una gabardina además del traje.

—Necesitas una gabardina bonita, papá —dijo Oliver, el mayor.

—Mi amigo me dijo que me llevara una gabardina, pero a mí me gustó más el traje.

Roger había recogido el traje color chocolate de la tienda esa mañana. Desde los primeros setenta, la más extravagante de todas las épocas, a Roger le había gustado verse como a un dandy, aunque sobrio. Uno de sus mejores amigos era diseñador de ropa que tenía tiendas en Europa y Japón. Unos años atrás, este amigo, divertido por el interés que mostraba Roger por el negocio, le había invitado, durante un desfile de moda en la embajada británica en París, a desfilar por la pasarela, junto a hombres más altos y jóvenes, ante la prensa especializada. Este amigo era el que le había regalado el traje color chocolate por su cuarenta cumpleaños, y le había insistido en que lo llevase con una camisa azul de seda. A los hijos de Roger les gustaba dormir con la ropa recién comprada puesta, y él entendía su entusiasmo. Normalmente no se le ocurriría ponerse un traje para ir al parque, pero esa tarde iba a la fiesta de una editorial y después a su tercera cita con una mujer a la que le habían presentado en casa de un amigo; una mujer que le gustaba.

Roger cogió a los niños de la mano y tiró de ellos.

—Será mejor que vayamos al salón de té —dijo—. Espero que no se me estropeen los zapatos.

—Soy muy bonitos —comentó Oliver.

Eddie se detuvo y se inclinó para limpiar los mocasines de su padre.

—Pondré las manos encima de tus zapatos mientras andas —le propuso.

—Eso nos haría ir un poco lentos —dijo Roger—. Vamos a correr, chavales.

Cargó a Eddie, cogiéndolo en brazos como a un bebé, con sus botas llenas de barro apuntando hacia fuera. Los tres se apresuraron a través del parque en el que ya oscurecía.

El salón de té era una amplia nave de techo bajo, cálida, intensamente iluminada, pintada de blanco y negro y con banderas del Newcastle United como decoración. El café era bueno y tenían todos los periódicos. El lugar estaba muy concurrido, pero Roger vislumbró una mesa y envió a Oliver a que guardase el sitio.

Roger reconoció a la madre de uno de los compañeros de guardería de Eddie, además de a varias niñeras y au pairs que parecían congregarse en determinada zona del parque la mayoría de los días. Tres o cuatro de ellas habían trabajado en su casa cuando él vivía con su esposa. Roger dudaba de si las chicas parecían reticentes con él porque eran jóvenes e ingenuas, o si más bien era debido a que lo veían como a un patrón, como al jefe.

Era consciente de que era el único hombre en el salón de té. Los hombres con niños con los que se encontraba o eran más jóvenes que él, o más viejos y habían formado una segunda familia. Roger deseaba que sus hijos fuesen mayores y comprendiesen más cosas; debería haberlos tenido antes. Había disfrutado y malgastado los años anteriores al nacimiento de sus hijos; había sido un prolongado e insatisfactorio relajo.

Una chica que hacía cola delante de Roger se volvió hacia él y le dijo:

—¿Otra vez pensando?

Él reconoció su voz, pero no llevaba las gafas.

—Hola —dijo finalmente. Llamó a Eddie—: Eh, es Lindy. —Eddie se cubrió la cara con las manos—. ¿Recuerdas que te bañaba y te lavaba el pelo?

—Eh, cowboy —saludó Lindy al niño.

Lindy cuidó de los dos niños después de que naciera Eddie, y vivió en la casa hasta que decidió marcharse precipitadamente. Les dijo que quería dedicarse a otro tipo de cosas, pero se puso a trabajar para otra pareja del vecindario.

La última vez que Roger se había cruzado con Lindy, la había oído imitando el acento de sus hijos y riéndose. Eran «pijos». A Roger le había sorprendido lo pronto que empezaban esas nociones de «clase».

—Hacía tiempo que no te veía —le dijo ella.

—He estado viajando.

—¿Adónde?

—A Belfast, Ciudad del Cabo, Sarajevo.

—Qué maravilla —comentó ella.

—La semana que viene me voy a Estados Unidos —dijo él.

—¿Para qué?

—Doy unas clases sobre derechos humanos. Sobre el desarrollo de la noción de individuo…, sobre la idea de un yo individual. —Roger quería decir algo sobre Shakespeare y Montaigne, ya que había estado reflexionando sobre ellos, pero se dio cuenta de que ella no sentía ninguna curiosidad por el tema—. Y sobre la idea de los derechos humanos en la posguerra. Todo sobre ese tipo de temas. Espero que se hará una serie de televisión.

—La semana pasada, al volver del pub encendí el televisor y allí estabas tú, comentando no sé qué brillante libro. No entendí nada.

—Bueno.

Roger siempre había sido amable con ella, incluso cuando era incapaz de levantarla porque la chica había estado bebiendo por la noche. Aquella joven lo había visto sin afeitar, y en pijama a las cuatro de la madrugada; había abierto la puerta y los había encontrado a él y a su esposa insultándose; había estado en la casa de campo que alquilaban en Asís cuando su esposa tiró bruscamente del mantel con cuatro platos llenos de pasta encima. Esa chica tenía que haber oído reconciliaciones intensas.

—Espero que te vaya bien —le dijo Lindy.

—Gracias.

Los niños pidieron donuts grandes y zumo. El zumo se derramó por la mesa y a los dos les quedaron trozos de donut alrededor de la boca. Roger tuvo que apartar su capuchino para impedir que los niños metieran los dedos sucios en la espuma para después lametear el cacao que se les quedaba pegado. Para su alivio, se reunieron con el niño de Lindy.

Roger inició una conversación con una mujer sentada a la mesa contigua que le había felicitado por los hijos que tenía. La mujer le dijo que tenía intención de escribir un artículo periodístico sobre lo difícil que le resulta a alguna gente decirles «No» a los niños. No se los podía complacer, mantenía, como a los invitados a un cóctel; debían saber dónde estaban los límites. A él no le gustó la idea de aquella mujer de convertir la educación de sus propios hijos en un manifiesto, pero le pediría su número de teléfono antes de marcharse. Desde hacía más de un año no tenía vida social por miedo a que la gente se percatase de su desasosiego.

Roger estaba sacando su cuaderno de notas y su bolígrafo cuando Lindy le llamó. Se volvió. Sus hijos estaban en la otra punta del salón de té, encima de un chico más grandullón que gemía:

—¡Me está mordiendo!

Eddie mordía, y también daba patadas.

—¡Chicos! —los llamó Roger.

Les volvió a poner los impermeables apresuradamente y les susurró indignado que se callasen. Se despidió de la mujer sin pedirle el número de teléfono. No quería parecer libidinoso.

Siempre se había sentido orgulloso pensando que era una buena persona que trataba a la gente de manera ecuánime. No quería imponer su presencia. El mundo sería un lugar mejor si la gente reflexionase sobre sus acciones. Quizá él se había colocado sobre un pedestal. «Gozas de una alta reputación… ¡contigo mismo!», le había dicho un amigo. Todo el mundo tenía derecho a cierto grado de orgullo y vanidad. Sin embargo, los problemas con su esposa le habían hecho añicos sus certidumbres morales. No había un modo justo u objetivo de resolver reivindicaciones contrarias: de libertad —la libertad de él— de vivir y desenvolverse como él quisiese contra el derecho de su familia a confiar en su presencia. Pero ni toda la conciencia y la moral del mundo lo habrían hecho regresar. Por el momento, no echaba de menos a su esposa.

Mientras salían del parque, Eddie arrancó varios narcisos de un parterre y se los guardó en el bolsillo.

—Son para mamá —explicó.

La casa estaba a diez minutos caminando. Cogidos de la mano, se dirigieron apresuradamente hacia allí bajo la lluvia. Su esposa volvería pronto y entonces él ya se habría marchado.

Hasta que sacó la llave no recordó que su mujer había cambiado la cerradura una semana atrás. Lo que había hecho era ilegal: él era el propietario de la casa; pero le daba risa la idea de que ella pensase que él pretendería entrar en la casa, cuando lo que quería era mantenerse lo más alejado posible.

Les dijo a los chicos que tendrían que esperar. Se resguardaron en un pequeño porche en el que el agua goteaba sobre sus cabezas. Los niños no tardaron en cansarse de estar allí de pie con él y se negaron a cantar las canciones que él empezaba a entonar. Se pusieron las capuchas y se dedicaron a perseguirse por el camino de acceso a la casa.

Había oscurecido. La gente regresaba del trabajo.

El vecino de al lado pasó junto a ellos.

—¿Os habéis quedado sin poder entrar?

—Me temo que sí.

—Papá, ¿por qué no podemos entrar y ver los dibujos animados? —preguntó Oliver.

—Es a mí a quien tu madre no deja entrar —le dijo Roger—. No a ti. Pero tú ahora estás conmigo.

—¿Por qué no nos deja entrar?

—¿Por qué no se lo preguntas a ella? —le dijo él.

Su mujer lo desconcertaba y asustaba. Sin embargo, la saludaría civilizadamente, metería a los niños en casa y se despediría de ella. Pero era difícil conseguir un taxi en aquella zona; imposible a aquella hora y con aquel tiempo. Y tenía una caminata de veinte minutos hasta la estación de metro, atravesando el parque encharcado en el que alcohólicos y yonquis se congregaban debajo de los árboles. Sus zapatos, ya mojados, quedarían hechos un asco. En la fiesta tendría que intentar limpiarse el barro en el lavabo.

Después de la violencia de la separación, Roger había tenido la esperanza de que el interés y el desprecio que ella le dispensaba disminuyese. Él mismo había sobrevivido a la peor parte y ya vislumbraba cierto sosiego. La cordial indiferencia se había convertido en lo que parecía una importante bendición. Pero ella, además de negarse a concederle el divorcio, le enviaba cartas de sus abogados sobre los asuntos más triviales. Una de las misivas, recordaba, estaba consagrada por entero a un bocadillo de queso que él se había preparado en una ocasión en que fue a visitar a los niños. Se le impelía a que en el futuro se trajese su propia comida. Roger pensó en su esposa años atrás, riéndose y sacando la lengua llena de semen.

—Hola —saludó ella mientras se acercaba por el camino de acceso a la casa.

—¡Mamá! —gritaron los niños.

—Míralos —dijo Roger—. Están empapados.

—Vaya por Dios.

Ella abrió la puerta y los niños entraron en el vestíbulo. Le hizo un gesto con la cabeza a Roger y le dijo:

—Vas a salir.

—¿Cómo?

—Llevas traje.

Roger entró en el vestíbulo.

—Sí, una fiestecilla.

Roger echó un vistazo a su antiguo estudio; sus libros estaban empaquetados en cajas amontonadas en el suelo. Todavía no tenía adónde llevárselos. Junto a ellos había un par de zapatos negros de hombre que no había visto nunca.

—Voy a prepararos el té —les dijo ella a los niños. Y a él—: No les has dado nada de comer, ¿verdad?

—Donuts —dijo Eddie—. El mío con chocolate.

—Y el mío con mermelada —añadió Oliver.

—¿Dejas que coman esas porquerías? —le preguntó ella.

Eddie se sacó del bolsillo las flores aplastadas y se las ofreció a su madre.

—Para ti, mamá.

—No debes arrancar flores del parque —le recriminó ella—. Son para que todo el mundo disfrute con ellas.

—Joder, joder, joder —dijo Eddie de pronto, tapándose la boca con la mano.

—¡Cállate, a la gente no le gusta eso! —protestó Oliver, y golpeó a Eddie, que empezó a llorar.

—Escúchalo —le dijo ella a Roger—. Les has enseñado a decir palabrotas. Realmente no tienes remedio.

—Tú tampoco —replicó él.

Durante los últimos meses, para preparar sus clases, Roger había visitado algunos lugares caóticos y peligrosísimos. El odio del que había sido testigo todavía le desconcertaba. Era atávico, pero abstracto; la mayoría de personas no se conocían unas a otras. A Roger le había hecho tomar conciencia de cómo se aferraba la gente a sus antipatías, y cómo las utilizaban para mantener una distancia fundamental. Pero al final no logró entender por qué sucedía. Después de todos los análisis políticos y de hablar sobre derechos humanos, había llegado a la conclusión de que la gente tenía que agarrarse a la necesidad de amar al prójimo, y si eso resultaba demasiado arduo, debía dejar al prójimo tranquilo. Como esa conclusión resultaba insuficiente y banal, sospechó que iba por el camino equivocado, que estaba tratando de decir algo sobre sus propios problemas disfrazándolo de discurso intelectual. ¿Por qué no podía encontrar un modo más directo de hacerlo? De hecho, se había planteado la posibilidad de escribir una novela. Tenía muchas cosas que decir, pero no podía dedicarle tanto tiempo a una actividad por la que no recibiría un pago inmediato.

Miró hacia la calle.

—Está lloviendo a cántaros.

—Ahora no llueve tan fuerte.

—No tendrás un paraguas, ¿verdad? —preguntó Roger.

—¿Un paraguas?

Roger se empezaba a impacientar.

—Sí. Un paraguas. Ya sabes, eso que sostienes abierto sobre la cabeza.

Ella suspiró y se metió en la casa. Roger supuso que estaría abriendo la puerta del armario del lavabo.

Él permaneció de pie en el porche, listo para marcharse. Ella volvió con las manos vacías.

—No. No tengo ningún paraguas —dijo.

—Había tres la semana pasada —dijo él.

—Quizá los hubiera.

—¿Y ya no están los tres paraguas?

—Quizá estén —dijo ella.

—Dame uno.

—No.

—¿Cómo?

—No te voy a dar ninguno —dijo ella—. Aunque tuviese un millar de paraguas en casa no te daría ninguno.

Roger se había percatado de lo insistentes que eran los niños; pedían, rogaban, amenazaban y lloraban, hasta que él cedía.

—Son mis paraguas —dijo él.

—No —insistió ella.

—Te has convertido en una persona encantadora.

—¿No te lo he dado todo?

Él se aclaró la garganta y respondió:

—Todo menos amor.

—También te di eso —dijo ella—. He telefoneado a mi amigo. Está de camino.

—Me da igual —dijo él—. Sólo quiero que me des un paraguas.

Ella negó con la cabeza. Hizo ademán de cerrar la puerta. Él puso el pie y ella le golpeó con la puerta en la pierna. Roger iba a frotarse la espinilla para aliviar el dolor, pero se negó a darle ese placer.

—Tratemos de ser racionales —dijo Roger.

A veces había odiado a sus padres y a su hermano. Pero era simple rabia, no un odio profundo, intelectual y emocional como aquél. Se había sometido a psicoterapia; tomaba tranquilizantes, pero pese a todo seguía sintiendo deseos de pulverizar a su esposa. Ninguna de sus ideas sobre la vida lograría alejar ese deseo.

—Antes la lluvia te parecía «refrescante» —comentó ella con sorna.

—A esta situación hemos llegado —dijo él.

—Así estamos —añadió ella—. No rompas a llorar por eso.

Él empujó la puerta y dijo:

—Yo mismo cogeré el paraguas.

Ella empujó la puerta contra él.

—No puedes entrar.

—Es mi casa.

—No sin un acuerdo previo.

—Lo hemos acordado —dijo él.

—Ese acuerdo ya no es válido.

Él la empujó.

—¿Me estás agrediendo? —dijo ella.

Roger miró hacia fuera. Al fondo del camino de acceso a la casa, vio a una borracha a la que había tenido que sacar en varias ocasiones del escalón de la entrada, con una lata de cerveza en la mano.

—Te estoy vigilando —vociferó la mujer—. ¡Si la tocas, llamo a la policía!

—¡Cuidado con lo que dices! —gritó él.

Entró a la fuerza en la casa y empujó a su mujer contra la pared. Ella gritó y se golpeó la cabeza, pero era lo que en términos futbolísticos se llama un «placaje». Los niños se lanzaron sobre las piernas de Roger. Él los apartó.

Fue hasta el armario del lavabo, cogió un paraguas y volvió hacia la entrada.

Cuando pasó junto a ella, su mujer agarró el paraguas. Su fuerza sorprendió a Roger, pero él tiró del paraguas y se dispuso a seguir su camino. Ella levantó la mano. Él pensó que le iba a abofetear. Sería la primera vez. Pero ella cerró el puño. Y le golpeó en la cara sin dejar de mirarlo.

No le habían pegado desde que dejó el colegio. Había olvidado el impacto físico y el posterior desconcierto, el desmoronamiento de la sensación de que el mundo es un lugar seguro.

Los niños lloraban. Roger había dejado caer el paraguas. Le palpitaba la boca y le sangraban los labios. Debía de haberse tambaleado y perdido el equilibrio, ya que ella estaba logrando empujarlo fuera.

Roger oyó cómo la puerta se cerraba violentamente detrás de él. Podía oír el lloriqueo de los niños. Se alejó de la casa, pasó junto a la borracha, que seguía al fondo del camino. Se volvió para mirar la casa iluminada. Cuando se hubieran calmado, su esposa bañaría a los niños y después se prepararían para acostarse. Les gustaba que les leyeran algo antes de dormirse. Era la parte del día que Roger siempre había disfrutado más.

Se subió el cuello de la americana, aunque sabía que de todas formas quedaría empapado. Se secó el labio con la mano. Su mujer le había arreado un buen puñetazo. No podría comprobar hasta más tarde si le iba a quedar marca. Si así era, provocaría interés y diversión en la fiesta, pero no a él; y menos teniendo que acudir a una cita después.

Se detuvo en la entrada del jardín, contemplando a la gente que pasaba apresuradamente. Los pantalones se le pegaban a la piel. No dejaría de llover durante un buen rato. No podía quedarse allí esperando durante horas. Lo que debía hacer era no preocuparse. Empezó a caminar y atravesó Green Park a oscuras, calado hasta los huesos, pero yendo hacia adelante.