Siempre es medianoche

Ian estaba recostado en la única silla de la habitación parisina, esperando a que Marina terminase en el baño. Tardaría un rato, porque se estaba aplicando sus ungüentos —siete diferentes, le había explicado— por la mayor parte del cuerpo y los extendía lentamente. Se cuidaba muchísimo.

Él se alegraba de disponer de unos minutos de soledad. Los últimos días habían sido importantes; y sospechaba que aquél podía ser el más importante y que su futuro dependía de él.

Durante las últimas mañanas, antes de que saliesen a desayunar, él había estado escuchando la Sonata en si bemol mayor de Schubert, que no conocía. Aparte de unas pocas cintas pop, era la única música que había en el apartamento de Anthony. Ian la había sacado de debajo del futón el primer día que pasaron allí.

Ahora, al levantarse para poner el CD, atisbo su reflejo en el espejo del armario y se vio a sí mismo como un personaje de un cuadro de Lucien Freud: un hombre maduro con una fina gabardina ocre, lívido, de pie junto a una planta agonizante en un tiesto, con sobrepeso y, para su sorpresa, con una absurda expresión de esperanza, o de ganas de complacer, en los ojos. Se hubiera reído, de no ser porque había perdido el sentido del humor.

Subió el volumen de la música. Tapaba las voces que llegaban de un colegio cercano. Le trajeron a la memoria a su hija, que actualmente estaba en casa de su abuela, en Londres. A la esposa de Ian la habían ingresado en el hospital. Tenía que hablar de esto con Marina, que todavía no sabía nada. Marina no quería oír hablar de su esposa y él no quería hablar de ella. Pero, a menos que lo hiciera, su esposa seguiría proyectando su sombra sobre él —sobre ambos— y oscureciéndolo todo.

A pesar de que Ian había sido un chico de la era pop, intimidado por lo que él imaginaba que significaba la música clásica, escuchó con avidez la sonata de Schubert, a veces paseándose arriba y abajo. Por mucho que la escuchase, era incapaz de recordar qué venía a continuación; no sabía qué le transmitía la pieza, ya que no tenía un movimiento definido. Le gustaba la idea de que fuese música que nunca llegaría a entender; eso parecía ser una parte sustancial de ella. También era un alivio que todavía conservase la capacidad de interesarse por cosas nuevas y fuese capaz de absorberlas, además de disfrutarlas. Algunas mañanas se despertaba deseando escuchar la pieza.

Marina y él habían pasado diez días en el minúsculo apartamento del íntimo amigo y socio de Ian, Anthony, que tenía una amiga o amante francesa. Situado en la Rue du Louvre, el apartamento tenía la ubicación ideal para dar paseos e ir a los museos y a los bares, pero estaba en un sexto piso. A Marina le producía una tensión cada vez mayor tener que subir por la estrecha y retorcida escalera de madera. Y no es que saliesen más de una vez al día. Habían tenido días claros y soleados, pero helaba. El apartamento era frío, excepto en un sitio, junto a la estufa eléctrica clavada a la pared, donde estaba el único sillón y hacía demasiado calor.

¿Qué había entre él y Marina? ¿Sólo habían soñado el uno con el otro? No lo sabía, ni siquiera a aquellas alturas. Todo cuanto podía hacer era tratar de averiguarlo, viviendo hasta el límite cada suspiro y grito del absurdo, maravilloso y egoísta amor que había entre ellos. Entonces ambos sabrían si eran capaces de seguir adelante.

Ian había escuchado la sonata dos veces cuando ella volvió a la habitación, desnuda y aguantándose la barriga. Se sentó en el futón para vestirse. Él la había anhelado durante meses y años, y ahora no podía ni recordar si se hablaban o no.

—No cojas frío —dijo él.

—No tengo nada que ponerme.

Ahora que estaba embarazada le entraban muy pocas faldas y pantalones. El propio Ian se había marchado de Londres con sólo dos pares de pantalones y tres camisas, una de las cuales se solía poner Marina. Ian se había sentido como un ladrón al pensar en recuperar su ropa del apartamento que compartía con su esposa, sobre todo si lo hacía cuando ella no estaba. Tenía menos posesiones ahora que cuando era estudiante, veinte años atrás.

—Tenemos que comprarnos ropa —dijo.

—¿Cuánto dinero nos queda?

—Una de las tarjetas de crédito todavía funciona. Al menos ayer noche funcionaba.

—¿Cómo la pagaremos?

—Conseguiré un trabajo.

—¿En serio? —resopló ella.

Antes de marcharse de Londres, a ella la habían despedido de un trabajo por estar embarazada.

—Tal vez en una licorería —dijo él—. ¿Por qué te ríes?

—Tú, tan fino y orgulloso, vendiendo cervezas y patatas fritas.

—Para mí es importante no fallarte.

—Siempre me las he arreglado sola —dijo ella.

—Nunca puedes estar segura.

—¿No?

—Anthony tal vez me preste algún dinero —dijo él—. No has olvidado que llega esta tarde, ¿verdad?

—No podemos seguir pidiéndole dinero.

—Te quiero —dijo él.

Ella le miró y dijo:

—Me alegro.

La noche anterior habían ido a un restaurante cerca del Jardín de Luxemburgo y habían comentado lo muy en serio que los parisinos se toman la comida. Los camareros eran camareros profesionales y no estudiantes, y la comida era abundante y a la antigua usanza, pensada para ser ingerida más que contemplada. La gente mayor se colocaba grandes servilletas sobre el pecho y los niños se sentaban encima de cojines en sus sillas.

—Cuando era adolescente soñaba con esto —había comentado Marina—, venir a París a vivir y trabajar.

—Estamos viviendo en París —había replicado él—. Más o menos.

—No imaginaba que sería así —dijo ella—. En estas condiciones.

Su amargo comentario le hizo sentir a Ian que la estaba reteniendo; tal vez ella sintiera lo mismo. Mientras regresaban a casa, en silencio, Ian se preguntó quién era ella en realidad, debajo de las capas y capas que la ocultaban. Ambos estaban pelando y rascando, con la esperanza de encontrar a la persona que había debajo, como si eso les fuese a revelar la única verdad útil. Pero al final uno tenía que convivir con una persona diferente.

Marina y él habían estado en París en un viaje de negocios inventado hacía más de un año, pero por lo demás se habían visto sólo intermitentemente. Esos diez días fueron el tiempo más largo que estuvieron juntos. Ella todavía vivía en una habitación en una casa compartida con otros jóvenes. Su embarazo provocó que las chicas se mostrasen envidiosas y desconcertadas, y los chicos desmesuradamente entrometidos, ya que ella guardaba el nombre del padre en secreto.

Cuando Ian abandonó a su esposa, él y Marina pasaron varias noches juntos en la casa londinense de Anthony. Anthony vivía solo; la casa era grande, con paredes blancas y suelo de listones de madera, lo último en diseño. Estaba prácticamente vacía de muebles, a excepción de varios caros sofás de tonos pálidos, y tenía un aire de escenario listo para que los actores empezaran a interpretar una obra. Pero Ian se sentía como un intruso y le dijo a Anthony que debía marcharse. Cinco años atrás, habían montado juntos una productora cinematográfica. Sin embargo, Ian no acudía al trabajo desde hacía al menos tres meses. Le había dado instrucciones a Anthony para que le congelase el sueldo y se había dedicado a rondar por la ciudad borracho, hablando sólo con chiflados y marginados, gente que no lo conocía. Si te hundías en la miseria, tenías que vivir en el presente; no había otra opción. Pero matarse a sí mismo era una tarea difícil que requería su tiempo, y Anthony lo frenó. Ian no sabía si podría volver al trabajo. No sabía lo que estaba haciendo. En parte, era por eso por lo que Anthony iba a París, para obligar a Ian a tomar una decisión.

Ian no podía olvidar lo generoso que había sido Anthony. Gracias a su insistencia y a su dinero Ian y Marina habían viajado a París y vivían en su apartamento.

—Id allí y decidid si queréis vivir juntos —le había dicho Anthony—. Quédate todo el tiempo que quieras. Y después comunícame tu decisión.

—Todo el mundo me ha aconsejado que la deje y vuelva con Jane. No paran de recordarme lo maravillosa que es Jane. No puedo hacerlo, pero todo el mundo cree que estoy loco…

—Sé un loco y manda al infierno a todo el mundo —le había aconsejado Anthony.

Mientras Marina se vestía, Ian era consciente de que estaban permanentemente al borde de la ruptura. Habían dispuesto de su tiempo en París y la distancia entre ellos era considerable. En los últimos días ella había hablado de regresar a Londres, buscar un pequeño apartamento, conseguir un trabajo y criar al niño sola. Muchas mujeres lo hacían hoy en día; parecía casi una cuestión de orgullo. Él resultaba superfluo. Ian era consciente de que para ella era importante saber que era capaz de salir adelante sin su ayuda. Pero si su amor, desde cierto punto de vista, parecía una peligrosa adicción, debía persuadirla de que tenían una oportunidad juntos, pese a que la mitad del tiempo ni siquiera él lo creía. No quería luchar; todo se estaba yendo al infierno y ése era el destino que debía asumir. Pero una parte de él no estaba preparada para asumirlo. Creer en el destino era un intento de creer que no tenías ninguna voluntad, y a él eso tampoco le gustaba.

—Tengo hambre —comentó ella.

—Entonces vamos a comer algo.

La ayudó a levantarse.

—Me siento mareada —dijo ella.

—Dime en cualquier momento si quieres sentarte y buscaré una silla.

—Sí. Gracias.

Ian la sostuvo, inclinándose sobre su barriga.

—Me alegro tanto de que estés a mi lado —dijo ella.

—Siempre estaré a tu lado, si tú quieres.

Marina se miró en el espejo y comentó:

—Parezco un pingüino.

—Pues entonces demos un paseo por la tundra —dijo él.

—No te burles de mí.

—Lo siento si te he ofendido.

—No empecemos —dijo ella.

Marina estaba inquieta; ahora tenía los pechos hinchados, las mejillas rojas y sus brazos, piernas y muslos tenían un aspecto tan macizo que temía que él sólo se hubiese sentido atraído por su esbeltez y juventud. También se sentía cansada, y parecía, a punto de llegar a la treintena, haber pasado a un nuevo periodo de su vida sin desearlo. Lo único que le apetecía la mayor parte del tiempo era permanecer echada. Las venas se le marcaban a través de la pálida piel de las piernas, y cada noche le pedía a Ian que le masajease los doloridos tobillos. Pero su piel no tenía manchas, su larga melena brillaba. Y no le sobraba ni un gramo de carne. Tenía un cuerpo terso y un aspecto sano.

Después de bajar toda la escalera Marina estaba sin aliento, pero ambos se alegraron de salir.

A Ian le gustaba pasear por París: las calles bordeadas de galerías y las tiendas repletas de pequeños objetos; era una ciudad de gente que se preocupaba por sus sentidos. Parecía tranquila y ahogada por el buen gusto, en comparación con las vulgares prisas, ferocidad y consumismo de Londres, que se había vuelto a poner de moda. Las paredes de los quiosqueros londinenses rebosaban de revistas y periódicos con perfiles de nuevos artistas, dramaturgos, compositores, actores, bailarines y arquitectos…, todos airados, cínicos, agitadores y polemistas a la nueva manera británica. Se abrían restaurantes nuevos todos los días y los chefs se hacían famosos. A medianoche en el Soho y en Covent Garden tenías que abrirte paso entre una multitud como si estuvieses en plena celebración de un carnaval. No era algo que pudiese interesar a Ian, al menos no mientras no hubiese encontrado un amor y estuviese asentado.

Mientras paseaban, Ian vio a un hombre maduro, elegantemente vestido, que venía hacia él y llevaba de la mano a una niña que tendría más o menos la misma edad que su hija. Iban hablando y riendo. Ian supuso que la niña llegaba tarde al colegio y su padre la acompañaba; no había nada más importante para un hombre. Cercano, alentador, generoso, accesible…, Ian pensaba en el padre que le hubiera gustado ser. Sabía que los niños necesitaban que los escuchasen. Pero ésas eran ideas que debería revisar; ahora no podría comportarse como su propio padre en otra generación. Habría una distancia. Se imaginó a su hija diciendo: «Papá se marchó. Nunca estaba aquí». Lo hacía lo mejor que sabía, pero no era lo mismo; había fallado sin quererlo.

Ian se volvió y esperó a que Marina le alcanzase. Ella iba con la cabeza inclinada, como hacía a menudo, y llevaba un gorro de lana gris con una borla. Encima del largo vestido negro llevaba un abrigo con el cuello de piel que le llegaba hasta los tobillos y calzaba zapatillas deportivas. Cuando lo alcanzó, él la tomó del brazo.

Ian se había acostumbrado al volumen de Marina. Durante días parecía olvidar que iban a tener un hijo hasta que, en los momentos más inesperados, le atenazaba el terror al pensar en lo abrumador que podía resultar, y además había que sumar el hecho de que no podrían escapar el uno del otro. Al principio habían hablado de la posibilidad de un aborto, pero ninguno de los dos habría sido capaz de vivir con tan cruda negación de la esperanza. Se amaban, ¿pero podrían vivir juntos? Ésta era la dura prueba que debía pasar Ian. Si era incapaz de lograr que aquello funcionase, entonces no sólo habría roto su familia para nada, sino que él se quedaría sin nada, nada excepto él mismo.

Ian pensó en lo que ella debería asumir: sus lamentos sobre lo horrible que era todo; sus gimoteos y gritos durante el sueño, como si estuviese poseído por fantasmas; sus miedos y dudas; sus repentinos éxtasis; su insensatez, sabiduría, experiencia e ingenuidad; lo mucho que la hacía reír y lo furiosa que podía ponerse ella. ¡Cuánto había de otras personas! Si el enamoramiento podía producirse con tan sólo entrever al otro, ¿a quién se dirigía en realidad la pasión? Ian y Marina estaban viviendo una prolongada y cercana contemplación del otro.

En un café cercano, al que habían estado yendo cada día, Marina se sentó mientras él se acercaba a la barra para pedir el desayuno. Habló en inglés en voz baja, ya que a Marina le indignaba que no intentase hablar en francés. Hacía casi veinticinco años que había estudiado esa lengua, y el esfuerzo que debía hacer y la impotencia que sentía le resultaban humillantes.

Ian observaba a los parisinos que entraban, se tomaban su café, devoraban su cruasán y salían pitando hacia el trabajo. Marina estaba sentada con las manos debajo de la barriga. El bebé debía de estar despierto —sabían que era un niño—, porque le daba patadas. A veces, de tan dilatado como tenía el vientre, Marina pensaba que iba a reventar, como si el niño tratase de abrirse camino hacia el mundo exterior. También le rondaban otras obsesiones —que el niño naciese ciego o autista— y sentía nuevos dolores, sacudidas y palpitaciones en la barriga. Eran los temores habituales; Ian ya había pasado por eso con otra mujer, pero no le gustaba recordárselo a Marina.

—Hoy pareces todavía más guapa —le dijo, mientras se sentaba junto a ella—. Los ojos te brillan como hace mucho que no te brillaban.

—Estoy sorprendida —dijo ella.

—¿Por qué?

—Está resultando tan complicado.

—Un poco sí —admitió él—. Pero todo irá sobre ruedas.

—¿De veras?

Evidentemente, él tenía una actitud ambivalente ante la idea de tener otro hijo. Recordaba cómo Jane y él habían regresado a casa desde el hospital con su hija. Él había cogido una semana de permiso en el trabajo y entonces se dio cuenta del poco tiempo que Jane y él habían pasado juntos durante los últimos cinco años. En una ocasión sus temores coincidieron; había habido amor durante un tiempo. Él se dio cuenta de que habían tenido que mantenerse a distancia por temor a convertirse en alguien a quien el otro odiase. Él no quería utilizar las palabras de ella; ella no quería que él le bombardease con sus opiniones. La niña se convirtió y siguió siendo, sobre todo cuando se enfadaba, en la expresión o recordatorio de su incompatibilidad, de unas diferencias que eran incapaces de sortear. Ian se moría de ganas de ver a su hija sin la presencia de Jane.

—¿Qué te preocupa hoy? —preguntó Marina mientras tomaban el café—. Llevas horas con la mirada perdida. Y de pronto vuelves la cabeza bruscamente, como un mirlo. Me pregunto qué tipo de gusano has avistado. Pero no pasa nada, ¿no?

—No. Es sólo que… tengo que hablar con Anthony esta tarde… y todavía no he decidido qué decirle.

—O qué hacer.

—Exacto.

—¿No quieres volver? —preguntó ella.

—No lo sé. —Untaron con mantequilla los cruasanes en silencio—. Empiezo a tener la sensación de que todo es un poco absurdo —dijo él—. Anthony ha cambiado.

—¿En qué sentido?

—No quieres que siga, ¿verdad?

—Pero me gustan nuestras conversaciones —dijo ella—. Me gusta el sonido de tu voz…, incluso aunque no escuche todo lo que dices.

Ian le explicó que Anthony y él habían montado la empresa para ellos, por diversión. Nunca quisieron trabajar demasiadas horas, o aceptar proyectos sólo por dinero. En los últimos cinco años habían hecho tres películas, una de la cuales fue un éxito de crítica, y recuperó la inversión. También produjeron varios documentales televisivos. Pero recientemente, sin discutirlo a fondo con Ian, Anthony había asumido un proyecto de comedia norteamericana muy caro, que debía rodarse en Londres a las órdenes de un director irritable y mediocre.

Anthony había hecho nuevos amigos en el mundo del cine y la televisión. Cogía un avión para ir a ver los partidos en casa del Manchester United y se sentaba en el palco presidencial. Iba a las cenas del Nuevo Laborismo, e Ian suponía que donaba dinero al partido. Anthony presumía de un nuevo amigo que tenía un arroyo con truchas en el extremo de su jardín, aunque Ian dudaba de que su socio fuese capaz de reconocer una trucha a menos que se la sirvieran en un plato.

En los últimos veinte años Ian había conocido a casi toda la gente de su profesión. Su actitud natural era la de un hijo al que le gustaba escuchar y admirar; coleccionaba mentores. Buena parte de esos amigos, en su mayoría de origen humilde, vivían con un lujo ostentoso, como los grandes industriales del siglo XIX. Eran directores de periódicos, directores de cine, presidentes de grupos editoriales, jefes de empresas de televisión, periodistas y profesores universitarios. En su tiempo libre, del que parecían disponer en abundancia, ejercían la presidencia de diversas fundaciones dedicadas al teatro, el cine o el arte. Para los hombres, el principio de la cincuentena era una etapa de frivolidad, solaz y autoindulgencia.

Si Ian estaba perplejo era porque los miembros de esa generación, diez años mayores que él, habían sido un grupo de personas obstinadas, liberadas y discrepantes. De algún modo, la Thatcher las había ayudado a acceder al poder. Siguiéndola, se habían escorado hacia la derecha y habían acabado en el centro. Su izquierdismo había acabado convirtiéndose en tolerancia social y falta de deferencias. Por lo demás, fumaban puros y un chófer los llevaba a sus casas de campo los viernes por la tarde; sentados con los amigos mientras contemplaban la tierra que poseían y varias mujeres de la zona trabajaban en la cocina, ellos pensaban con inquietud en cuándo se les concedería el título de sir. Se emocionaban como adolescentes cuando veían sus nombres en los periódicos. Aspiraban a ser prefectos.

—Han perdido su arrojo intelectual —dijo Ian.

—Hay una parte de ti que ve todo eso como el futuro —comentó Marina.

—Soy consciente de que uno tiene que encontrar cosas nuevas —dijo él—. Pero no sé cuáles.

Ian miró a Marina. Se sentía preparado para abordar el tema de su esposa.

—Al final tendremos que regresar a Londres —dijo—. Probablemente en breve, y… afrontarlo todo. Quiero y no quiero hacerlo.

—¿Adónde iremos? —preguntó ella—. No tengo nada, tu dinero está en casa de tu mujer, y no tienes trabajo.

—Bueno…

Ian creía que ella confiaba en él e imaginaba que, pese a todo, él sabía lo que hacía. Mientras contemplaba el encantador rostro de Marina y sus largos dedos partiendo el cruasán, Ian reparó en la dignidad interior de ella. Si él pensaba que ella era esplendorosa no era porque fuese imperiosa, sino porque era sosegada. Marina nunca se mostraba inquieta; no había ningún gesto superfluo en nada de lo que hacía.

Habían dejado de hablar del futuro y de lo que harían para afrontar la vida juntos, como si se hubiesen transformado en niños y quisieran que alguien les dijese qué debían hacer. Paseaban por París siguiendo cierta rutina implícita, consultaban sus guías y visitaban galerías, museos y parques, y por las noches iban a restaurantes.

Si pretendía amar a Marina, tenía que dejar de ser el hombre que no fue capaz de amar a Jane y convertirse en el que sí podía amarla a ella. Y la transformación tenía que ser rápida, antes de que la perdiese. Si no lograba llevarse bien con aquella mujer, no lo lograría con ninguna y estaría perdido.

—¿Nos vamos? —preguntó ella. Ian la ayudó a ponerse el abrigo. Cruzaron el Sena por el puente de madera, en cuyos bancos se sentaron, mirando hacia el Pont Neuf, para disfrutar de la vista. Él pensó que era un momento idóneo para empezar a hablar de su esposa; pero tomó a Marina del brazo y siguieron su camino.

Sabían que la impaciente cola ante el Musée d’Orsay no tardaría en disminuir. A Ian le asombraba el afán de las multitudes por ver cosas de calidad.

Una vez dentro, mientras Marina andaba por otro lado, Ian, junto a Las puertas del infierno de Rodin, se encontró ante esa torre blanca que era el Balzac. Lo había visto muchas veces desde que era adolescente, pero en esta ocasión le provocó una repentina carcajada. ¿Verdaderamente Balzac había sido un personaje fofo y desgreñado, más obsesionado por el dinero que por la inmortalidad hacia la que Rodin le hacía dirigir la mirada? Por lo que Ian recordaba, Balzac había vivido con apuros y había recibido pocas satisfacciones; sus ambiciones habían sido un poco ridículas, o acaso mezquinas y poco reflexivas. Y, sin embargo, era un hombre: alguien que había actuado, convirtiendo la experiencia en algo intenso y sensual.

Por supuesto Rodin había retratado a Balzac como un personaje enérgico. Ian recordó lo asustada que estaba su propia madre, tan tímida ella, de lo ruidoso y enérgico que era él; siempre le estaba diciendo que «se calmase». Que él mostrase tanta vitalidad parecía alarmarla. También en su relación con Marina, Ian había temido su irascibilidad, su intensidad y el daño que creía que podía hacer el ser hombre, y cómo todo ello podía provocar que ella le retirase su amor. ¡Cuánto daño habían hecho los indeseables del siglo XX! ¿No había herido él a su esposa? Y sin embargo, contemplando la impresión que tenía Rodin de Balzac, pensó: Mejor ser una bestia que un ángel castrado. Si las tragedias del siglo XX habían sido el fascismo y el comunismo, el gran triunfo era que ambos habían sido derrotados. ¡Sin la culpa perdemos nuestra humanidad, pero si hay demasiada, es imposible la redención!

Al salir del Musée d’Orsay, Ian se percató de que caminaba muy rápido, y de que se sentía reactivado y estimulado. Rodin y Balzac le habían sentado bien.

En el momento en que entraban en un restaurante, Marina le comentó que el sitio parecía caro, pero él la animó diciéndole:

—No te preocupes, ¡comamos… y bebamos!

Ella le miró inquisitivamente, pero él quería hablar, con el Rodin en mente a modo de talismán, o como recordatorio de cierto éxtasis infantil reprimido. Podía meterse con el mundo y éste sobreviviría. Probablemente había leído demasiado a Beckett cuando era joven. Le habría ido mejor con Joyce.

—Sé que no quieres oír hablar de eso —dijo—. Pero mi esposa…

—¿Sí? ¿Qué sucede?

Ya la había alarmado.

—Está en el hospital. Ingirió pastillas y alcohol… y perdió el conocimiento. Creo que lo hizo después de que yo le comentase lo del bebé. Nuestro bebé, ya sabes.

—¿Ha muerto?

—Quizá eso parecería un alivio, pero no. —Y continuó—: Es terrible hacer una cosa así a los demás, sobre todo a nuestra hija. Me sorprendió, porque a Jane nunca parecí gustarle. Debió trastornarse en ese momento. Debió darse cuenta de que no podía aferrarse a mí para siempre. No quiero seguir hablando de esto. Sólo quería que lo supieses, eso es todo.

Durante un rato Marina permaneció en silencio.

—Lo siento por ella —dijo finalmente, y empezó a llorar—. Haber perdido un amor que creías que duraría siempre, y tener que recuperarse de eso. ¡Qué terrible, terrible, terrible!

—Sí, bueno…

—¿Cómo sabes que a mí no me harás lo mismo? —le preguntó a Ian.

—¿Disculpa?

—¿Cómo sabes que a mí no me dejarás, igual que la has dejado a ella?

—Como si tuviese por costumbre… hacer este tipo de cosas.

—Lo has hecho una vez. Quizá más. ¿Cómo puedo saberlo?

A Ian la indignación le sellaba la boca. Si hablaba, diría cosas terribles, y él y Marina no se entenderían. Pero debía seguir hablando con ella.

—Constantemente temo —continuó ella— que te canses de mí y vuelvas con ella.

—Nunca haré eso, nunca. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Nos conoces a las dos.

—A partir de cierta edad —dijo él—, todo sucede bajo el signo de la eternidad, que es probablemente la mejor manera de hacer las cosas. Ahora ya no tengo tiempo para vacilaciones.

—Pero eres débil —dijo ella—. No luchas por ti mismo. Dejas que la gente te manipule.

—¿Quién?

—Yo. Anthony. Tu mujer. Siempre la has temido.

—Eso es cierto —admitió él—. No puedo evitar el anhelo de confiar en la bondad de los demás.

—No puedes sobrevivir sólo con eso. —Marina no lo miraba—. Tu debilidad confunde a la gente.

—No soy un ente fantástico, sino un desdichado ser humano, con sus debilidades y algunas virtudes, como cualquier otro. Pero quiero estar a tu lado. De eso estoy seguro. —Pagó la cuenta—. Necesito dar un paseo —dijo—. Quiero pensar en lo que le voy a decir a Anthony. Te veré en el apartamento más tarde.

Marina le tomó la mano y le dijo:

—Sería una pena que tu inteligencia e ingenio…, que tus ideas se desperdiciasen. Dame un beso.

Ian salió, dejando a Marina en el restaurante con su cuaderno de notas. Caminó sin rumbo en la fría noche. No tardó en llegar al café en que debía encontrarse con Anthony, con una hora de antelación, y se puso a beber cerveza y café.

Pensó que Anthony entendería los problemas que uno podía tener con una mujer. Pero no estaba seguro de que como socio Anthony fuese tan paciente. Ian se había comportado con imprudencia, con temeridad incluso. Anthony había perdido confianza en él. Si Ian se había deshecho de su esposa, Anthony podía hacer lo mismo con él.

Desde el interior del café, Ian vio aparecer el Mercedes con chófer de Anthony. Después de bajar del coche, Anthony se retocó el pelo. Junto a él había una mujer joven a la que daba instrucciones. Debía de ser su nueva ayudante. Anthony la dejó haciendo llamadas telefónicas mientras caminaba arriba y abajo por la acera, y entró en el café.

Llevaba un traje oscuro de corte impecable y se había teñido el pelo. Anthony era alto y flaco; y bebía un poco más de la cuenta. Aparte de su despiste congénito y su incapacidad para llevarse bien con las mujeres, tenía pocos vicios. Ian había intentado presentarle a unas cuantas. Después de la primera pastilla de éxtasis de Anthony (suministrada por Ian, que las consiguió de su cartero), tomaron drogas —sobre todo éxtasis, junto con cocaína, para mantenerse despiertos; y cannabis, para relajarse— durante un año, que fue el tiempo que les llevó darse cuenta de que les era imposible revivir el placer que habían alcanzado la primera noche. Ahora Ian sólo tomaba tranquilizantes.

—¿Dónde está ella? —preguntó Anthony mirando a su alrededor—. ¿Qué tal está?

—Se ha ido al apartamento. Está estupenda. Sólo que… le he contado lo de Jane.

Anthony se sentó y pidió una tortilla.

—Un jodido chantaje afectivo —murmuró.

—El miedo a contárselo me estaba volviendo loco —dijo Ian—. ¿Puedes decirme qué tal está Jane?

Le había pedido a Anthony que lo averiguase. Él sabría cómo hacerlo.

—No tiene ninguna secuela física —dijo Anthony—. Evidentemente, está afligida y deprimida, pero sobrevivirá. Hoy sale del hospital.

—¿Crees que debería ir a verla?

—No lo sé.

—Mi lucidez está resultando un poco tenaz en estos momentos —dijo Ian—. ¿Dónde están mis tranquilizantes?

—Le dije al matasanos que eran para mí. No me quiso dar ninguno. Me dijo que ya estaba suficientemente tranquilo.

—¿Así que no me los has traído?

—No.

—Oh, Anthony.

Anthony abrió el maletín y sacó un artilugio, un minúsculo ordenador, para el que hizo sitio en la mesa.

—Escucha. —Era un hombre ocupado. El actual ritmo sosegado de Ian no era el de Anthony—. Necesito tu consejo sobre un director al que quizá voy…, vamos… a contratar. Creo que lo conoces.

Mientras Ian le daba su opinión, Anthony tecleaba de un modo que a Ian le pareció bastante torpe; los dedos de Anthony parecían demasiado gruesos para las teclas. Era una máquina que Ian sabía que jamás entendería, igual que su madre decidió que era demasiado tarde para molestarse en aprender el funcionamiento de los vídeos y los ordenadores. Sin embargo, Ian se preguntaba si realmente era el tonto por el que le gustaba tomarse. Sus ideas no eran tan malas.

Anthony y él saltaban de un tema a otro rápidamente, tal como le gustaba a Ian, y se pusieron a hablar de fútbol. Últimamente Ian no había mirado los periódicos ingleses y quería conocer los resultados. Anthony le contó que había ido a Stamford Bridge para ver jugar al Manchester United contra el Chelsea.

—Supongo que quieres darme envidia —dijo Ian.

—¿Por qué no me acompañas la próxima vez?

—Es verdad, echo de menos Londres.

Cuando no podía dormir, a Ian le gustaba imaginarse que atravesaba Londres en un taxi. La ruta lo conducía a través del West End y Trafalgar Square, por el Mall, cruzando por delante de Buckinham Palace, con el Creen Park iluminado como una gruta a la derecha; a través de los peligros de Hyde Park Corner y después junto al Cinema (en el que proyectaban una desconocida película española) y los escaparates de Harvey Nichols. Si uno no conocía la ciudad, se podía pensar que Londres era un lugar para gente individualista. Ian empezaba a cansarse de las privaciones de aquel pequeño exilio.

Empezó a preguntarse si Marina estaría durmiendo o paseando por París. Se le pasó por la cabeza que podía haberse marchado y regresado a Londres. Se preguntó si en el fondo él no lo deseaba, para acabar de una vez por todas con aquella ansiedad. Pero sabía que no era eso lo que quería que sucediese. Sintió deseos de volver corriendo al apartamento para tranquilizarla.

—¿Qué tal va el proyecto americano?

—Se rodará este verano.

—¿En serio?

—Por supuesto. No resultó difícil conseguir el dinero, tal como te dije.

Ian tenía la sensación de que Anthony lo trataba con condescendencia, pero se sentía a gusto con él.

—No sé por qué no llevaste adelante aquellos proyectos que a mí me gustaban.

—Estabas en pleno proceso de separación. Y de pronto desapareciste. ¿Por qué no los pones en marcha ahora? Hay dinero para llevarlos adelante.

—Marina y yo no teníamos dónde vivir.

Anthony le hizo una señal a través de la ventana a su ayudante, que seguía caminando arriba y abajo por la calle.

—Ella te encontrará un apartamento. Si vuelves a Londres, te reservo una habitación de hotel mañana mismo y a partir del lunes tienes el apartamento. ¿De acuerdo? —Ian no dijo nada. Anthony continuó—: Hiciste lo correcto dejando… a Jane y después Londres.

—Jane no paraba de decir que yo no había puesto suficiente de mi parte para solucionar nuestros problemas. Es cierto que yo… tenía la cabeza en otras cosas parte del tiempo. Pero estuve con ella seis años.

—Tiempo suficiente, sin duda, para saber si quieres estar con alguien. Ya has tomado la decisión. Se ha terminado. Eres libre —dijo Anthony.

A Ian le gustaba la manera que tenía Anthony de hacer que todo pareciese sencillo.

—Estoy muy arrepentido —aseguró Ian— de lo infeliz que he sido durante la mayor parte del tiempo.

Anthony suspiró y dijo:

—No puedes seguir cargando con esta infelicidad eternamente.

—No —dijo Ian—. He llegado a creer en el amor romántico. Me siento estúpido por haberme tragado esa idea. ¿Qué hay de malo en la sublimación? Mejor Rembrandt que una paja, ¿no crees?

—¿Y por qué no sublimar y además copular? —dijo Anthony—. Piensa en Picasso. —Se inclinó sobre la mesa—. ¿Qué tal te va con Marina?

—Es la ordalía de mi vida. Pavo frío, psicosis y muerte, todo a la vez. He tratado de entender algo sobre mí mismo…, y sobre qué podría hacer. Ahora lo tengo más claro. No quiero dejarla.

—¿Y por qué habrías de hacerlo? Sólo tienes que mirarla para comprobar cuánto te ama. Es curioso lo ciego que uno puede estar ante cosas tan obvias. Ian, hay muchos asuntos en marcha en la productora. Quiero que vuelvas. Pronto. Digamos el lunes. —Anthony lo miraba—. ¿Qué te parece?

—¿Verdaderamente necesitas saberlo?

—Sí.

Ian se percató de que no había hablado de eso con Marina. Muy rara vez le pedía consejo. Estaba acostumbrado a tomar todas las decisiones solo. Si pudiera pedirle su consejo, si pudiera aprender a contar con ella, quizá Marina se sintiese más implicada. Tal vez el amor fuese un intercambio de problemas.

—Le pediré consejo a Marina.

—Estupendo —dijo Anthony.

Ian quería seguir hablando, pero Anthony llegaba tarde a una reunión. Y después había quedado con su amante. Ian se levantó para marcharse.

—La cosa es que en estos momentos voy un poco justo de dinero.

—Por supuesto.

Anthony abrió su chequera y rellenó un cheque. Y después le dio un poco de dinero en metálico a Ian. Una vez en la calle, Anthony le presentó a su ayudante. Ian se preguntó qué debía de saber ella acerca de él. Anthony dijo que Ian volvía al trabajo el lunes. Cuando Anthony y la chica subieron al coche, Ian los despidió con la mano desde la acera.

Mientras regresaba al apartamento caminando, Ian pensó que tenía ganas de estar en casa, en una casa que le gustase, con una mujer y unos hijos que le gustasen. Quería perderse en cosas triviales, sin importancia. Tal vez esas cosas estuvieran ahora al alcance de la mano. Una vez las consiguiera, podría pensar en otras y hacer algo útil.

Introdujo la llave en la cerradura, entró en el edificio y subió por la escalera con paso rápido. Tocó el timbre insistentemente. Hacía frío, pero él estaba sudando. Volvió a llamar. Intentó abrir con la llave. Por fin lo logró y entró en el recibidor. La casa estaba a oscuras. Encendió la luz. Marina estaba echada en la cama. Se incorporó.