Por fin un encuentro

El marido de la amante de Morgan le tendió la mano.

—Hola, por fin —dijo—. He disfrutado observándote allí de pie al otro lado de la calle. Me he alegrado de que, después de pensártelo, te decidieras a hablar conmigo. ¿Quieres sentarte?

—Morgan —se presentó Morgan.

—Eric.

Morgan asintió, dejó las llaves del coche encima de la mesa y se sentó en el borde de la silla.

Los dos hombres se miraron.

—¿Quieres beber algo? —preguntó Eric.

—Dentro de un rato…, tal vez.

Eric pidió otra cerveza. Ya eran dos en la mesa.

—¿No te importa si yo bebo?

—Por supuesto que no, eres muy libre.

—Sí, lo soy.

Eric terminó la botella y la dejó en la mesa, sosteniéndola con los dedos por el cuello. Morgan vio el grueso anillo de compromiso de oro de Eric. Caroline siempre se sacaba el suyo y lo dejaba encima de un plato en la mesa del recibidor de Morgan, y se lo volvía a poner cuando se marchaba.

—¿Eres Morgan? —había preguntado Eric por teléfono.

—Sí —respondió Morgan—. ¿Quién…?

—¿Eres el amante de Caroline? —inquirió la voz.

—¿Quién lo pregunta? —dijo Morgan—. ¿Quién eres?

—El hombre con el que vive. Eric. Su marido, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Ya veo.

—Estupendo. Ya ves.

Eric había dicho «por favor» por el teléfono.

—Por favor, quiero conocerte. Por favor.

—¿Por qué? —dijo Morgan—. ¿Por qué tenemos que vernos?

—Hay algunas cosas que necesito saber.

Eric propuso un café y una hora. Ese mismo día a última hora. Allí estaría. Y esperaría.

Morgan telefoneó a Caroline. Tenía varias reuniones, como Eric debía de saber. Morgan meditó durante todo el día, pero sólo en el último momento, caminando arriba y abajo por la sala de su casa, cuando ya llegaba tarde, decidió salir, tomó el coche y se quedó mirando el café desde el otro lado de la calle.

Pese a que Caroline le había descrito cómo eran los padres de Eric, sus ataques de rabia durante los cuales era incapaz de expresarse, el modo en que le colgaba la cabeza cuando estaba deprimido, e incluso, entre risas de Morgan, la manera en que se rascaba la espalda, Eric había sido para Morgan un hombre envuelto en sombras, una figura oscura y desenfocada que rondaba alrededor de sus vidas desde que se conocieron. Y mientras que Morgan sabía cosas de él que no tenía por qué saber, no tenía ni idea de lo que Eric podía saber acerca de él. Tenía que enterarse de lo que Caroline debía de haberle contado recientemente. Los últimos días habían sido los más absurdos de la vida de Morgan.

La camarera le trajo a Eric una cerveza. Morgan estaba a punto de pedir otra para él, pero cambió de idea y pidió agua.

Eric mostró una sonrisa forzada.

—Bueno —dijo—. ¿Qué tal estás?

Morgan sabía que Eric trabajaba muchas horas. Volvía a casa tarde y se levantaba después de que los niños se hubieran marchado a la escuela. Mientras lo miraba, Morgan trató de imaginar algo que le había contado Caroline. Mientras ella se preparaba para ir al trabajo por la mañana, él permanecía echado en la cama en pijama durante una hora, sin decir nada, pero concentrado en sus pensamientos, con las manos sobre los ojos, como si sintiese dolor y tuviese que resolver algo.

Caroline salía tan pronto como podía hacia el trabajo para telefonear a Morgan desde el despacho.

Al cabo de un par de meses, Morgan le rogó que no le hablase de Eric, y sobre todo que no le contase sus tentativas de hacer el amor. Pero como los encuentros de Morgan con Caroline se organizaban en función de las ausencias de Eric, éste era inevitablemente mencionado.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó Morgan.

—Hay algunas cosas que quiero saber. Creo que tengo derecho.

—¿En serio?

—¿No tengo ningún derecho?

Morgan sabía que el encuentro con aquel hombre no iba a resultar fácil. En el coche había intentado prepararse, pero era como repasar para un examen sin saber qué tema iba a salir.

—De acuerdo —dijo Morgan para tranquilizarlo—. Te comprendo.

—Después de todo, me has quitado mi vida.

—¿Cómo?

—Me refiero a mi esposa. Mi esposa[4]. Eric bebió un trago de cerveza. Después sacó un pequeño bote de píldoras y lo agitó. Estaba vacío.

—No tendrás algún calmante, ¿verdad?

—No.

Eric se secó el sudor de la cara con una servilleta.

—Tengo que tomar estas píldoras —dijo.

Sin duda estaba alterado. Podía estar en estado de shock. Morgan lo estaba; y Caroline también, por supuesto.

Morgan era consciente de que Caroline había empezado a salir con él para animarse. Tenía dos hijos y un buen trabajo, aunque un poco aburrido. Entonces su mejor amiga encontró un amante. Caroline conoció a Morgan a través del trabajo e inmediatamente decidió que él tenía las credenciales adecuadas. A Caroline le convenían el amor y el romance. ¿Por qué no había disfrutado de lleno de semejante placer antes? Ella pensaba que todo lo demás, al margen de su «desliz», podía seguir igual. Pero, como a Morgan le gustaba decir, había «consecuencias». En la cama, ella le llamaba «Señor Consecuencias».

—No me voy a marchar de mi casa —dijo Eric—. Es mi hogar. ¿No estarás intentando quitarme eso, además de a mi esposa?

—Tu esposa…, Caroline —dijo Morgan llamándola por su nombre—. Yo no te la he robado. No tuve que convencerla. Ella se me entregó.

—¿Se entregó? —preguntó Eric—. ¿Te deseaba? ¿A ti?

—Es la verdad.

—¿Las mujeres hacen eso contigo?

Morgan intentó reírse.

—¿Lo hacen? —insistió Eric.

—Sólo ella…, últimamente.

Eric lo miraba fijamente, esperando que continuase. Pero Morgan no dijo nada, recordándose a sí mismo que podía largarse en cualquier momento, que no tenía por qué aceptar nada de aquel hombre.

—¿La quieres? —preguntó Eric.

—Creo que sí, sí.

—¿No estás seguro? Después de hacer todo esto, ¿no estás seguro?

—No he dicho eso.

—¿Entonces qué quieres decir?

—Nada.

Pero quizá no estaba seguro. Se había acabado acostumbrando al tipo de relación que mantenía con Caroline. Había demasiadas llamadas telefónicas apresuradas, cartas malinterpretadas, encuentros furtivos y amargas despedidas. Pero habían aprendido a vivir con eso. Incluso tenían una rutina. Había recibido más de la esposa de Eric —viéndola un par de veces por semana— que de cualquier otra mujer. Por lo demás, cuando no estaba trabajando, Morgan visitaba galerías de arte con su hija; llenaba su mochila, cogía su guía y paseaba por zonas de la ciudad en las que nunca había estado; se sentaba junto al río y tomaba notas sobre el pasado. ¿Qué había aprendido de Caroline? La veneración por el mundo; la capacidad de valorar los sentimientos, ciertos objetos creados por el hombre y al resto de la gente como cosas importantes, de hecho, inestimables. Ella lo había introducido en los placeres de la despreocupación.

—Conocí a Caroline cuando ella tenía veintiún años —dijo Eric—. No tenía ni una sola arruga en la cara. Sus mejillas eran sonrosadas. Actuaba en una obra de teatro en la universidad.

—¿Era una buena actriz? Es buena en muchas cosas, ¿no crees? Le gusta hacer las cosas bien.

—No tardamos en desarrollar malos hábitos —dijo Eric.

—¿A qué te refieres? —preguntó Morgan.

—En nuestra… relación. Ésa es la palabra que todo el mundo usa —dijo Eric—. No teníamos la habilidad, el talento para evitarlos. ¿Cuánto hace que la conoces?

—Dos años.

—¡Dos años!

Morgan se sintió confundido.

—¿Qué te ha contado ella? ¿No habéis hablado de eso?

—¿Cuánto tiempo crees que me llevará digerir todo esto? —preguntó Eric.

—¿Qué haces? —dijo Morgan.

Había estado observando las manos de Eric, preguntándose si iba a agarrar el cuello de la botella. Pero Eric estaba rebuscando algo en el maletín que había sacado de debajo de la mesa.

—¿En qué fecha exactamente? ¡Seguro que lo recuerdas! ¿No celebráis el aniversario? —Eric sacó un enorme cuaderno rojo—. Mi diario. ¡Quizá anoté algo ese día! ¡Hay que replantearse los últimos dos años! ¡Cuando te engañan, cada día adquiere una nueva dimensión!

Morgan echó un vistazo a la gente que había en el café.

—No me gusta que me griten —protestó—. Estoy demasiado cansado para aguantarlo.

—No, no. Perdón.

Eric se puso a hojear el cuaderno. Cuando se percató de que Morgan lo observaba, lo cerró.

—¿Alguna vez te han engañado? —preguntó Eric en voz baja—. ¿Te ha sucedido en alguna ocasión?

—Puedo suponer que sí —respondió Morgan.

—¡Qué pomposo! ¿Y crees que engañar a alguien es correcto?

—Se podría decir que hay circunstancias que lo hacen inevitable.

—Lo falsea todo —dijo Eric. Y continuó—: Tu conducta sugiere que eso tampoco te importa. ¿Tan cínico eres? Esto es importante. ¡Mira cómo va el siglo!

—¿Perdón?

—Trabajo en un noticiario televisivo. Sé lo que sucede por ahí. Tu crueldad está en el mismo saco. Piensa en los judíos…

—Vamos…

—¡Que el resto de la gente no tiene sentimientos! ¡Que no importan! ¡Que puedes pisotearlos!

—No te he asesinado, Eric.

—Podría morir por todo esto. Podría morir.

Morgan asintió y dijo:

—Eso lo entiendo.

Recordó una noche en que Caroline tenía que volver a su casa para dormir con Eric, y dijo: «Si Eric muriese…, si se muriese…».

«¿Plácidamente?».

«Muy plácidamente».

Eric apoyó los codos en la mesa y dijo:

—¿Entonces lo has pasado mal?

—Sí.

—¿Por esto?

—Por esto. —Morgan se rió—. Por todo. Pero desde luego por esto.

—Bien, bien —dijo Eric—. La madurez es un periodo solitario.

—Sin duda —dijo Morgan.

—Esto es interesante. ¿Crees que te has sentido más solo que en cualquier otro periodo?

—Sí —respondió Morgan—. Porque todas tus carencias parecen irrevocables.

—Cuando yo tenía entre doce y trece años —explicó Eric—, mi hermano mayor, al que yo adoraba, se suicidó, mi padre murió de pena y mi abuelo murió sin más. ¿Puedes creer que todavía los echo de menos?

—¿Cómo podrías no hacerlo?

Eric se bebió su cerveza y pensó en ello.

—Tienes razón, hay un vacío en mi vida —dijo—. Ojalá hubiera un vacío en la tuya.

—Ella me ha escuchado —dijo Morgan—. Y yo a ella.

—Realmente cuidáis el uno del otro, ¿no es así? —dijo Eric.

—Hay algo en el hecho de que se preocupen por ti que te hace sentirte mejor. Nunca me siento solo cuando estoy con ella.

—Estupendo.

—En esta ocasión estoy decidido a no dejarlo correr.

—Pero es mi esposa.

Hubo un silencio.

—¿Qué es lo que dice ahora la gente? —preguntó Eric—. ¡Es tu problema! ¡Es mi problema! ¿Crees que es así? ¿Qué opinas?

Morgan había bebido mucho whisky y había fumado hierba por primera vez. Estuvo en la universidad a finales de los setenta, pero se identificó con la izquierda puritana, no con los hippies. Últimamente, cuando necesitaba desconectar, se daba cuenta de lo tenaz que era la conciencia. Tal vez quería desconectar porque en los últimos días se había planteado olvidar a Caroline. Olvidarlos a todos, a Caroline, a Eric y a sus hijos. Quizá ahora lo conseguiría. Tal vez el secretismo y la inaccesibilidad de ella los había mantenido a todos a la distancia adecuada.

Morgan se percató de que llevaba un rato con la mente en otra parte. Se volvió hacia Eric, que golpeaba la botella con una uña.

—Me gusta tu casa —comentó Eric—. Pero es demasiado grande para una persona sola.

—¿Has dicho mi casa? ¿La has visto?

—Sí.

Morgan miró a Eric a los ojos. Parecía bastante animado. Morgan casi le envidió. El odio podía proporcionarte mucha energía.

—Tienes una pinta estupenda con tus pantalones cortos de color blanco y tus calcetines blancos cuando corres. Siempre me hace reír.

—¿No tienes nada mejor que hacer que plantarte delante de mi casa?

—¿Y tú no tienes nada mejor que hacer que robarme a mi mujer? —Eric le señaló con el dedo—. Un día, Morgan, tal vez te despertarás por la mañana y te encontrarás con que las cosas ya no son como eran la noche anterior. Que todo lo que tienes ha sido mancillado y corrompido. ¿Puedes imaginártelo?

—De acuerdo —dijo Morgan—. De acuerdo, de acuerdo.

Eric había volcado su botella. Puso la servilleta encima de la cerveza derramada y colocó la botella encima.

—¿Tienes intención de llevarte a mis hijos? —le preguntó.

—¿Qué? ¿Por qué iba a hacerlo?

—Te lo diré. He modificado mi casa siguiendo mi criterio, ¿sabes? Tengo una pérgola. No me voy a marchar, ni la voy a vender. De hecho, para serte sincero —en la cara de Eric apareció un gesto entre la sonrisa y la mueca—, estaría mejor sin mi esposa y mis hijos.

—¿Qué? —preguntó Morgan—. ¿Qué has dicho?

Eric enarcó las cejas y dijo:

—Ya sabes a qué me refiero.

Los hijos de Morgan vivían con su madre, la chica estaba en la universidad y el chico en un colegio privado. A los dos les iban bien los estudios. Morgan había conocido a los hijos de Eric fugazmente. Se había ofrecido a acogerlos si Caroline estaba dispuesta a vivir con él. Él pensaba que estaba preparado para asumirlo. No quería rehuir los deberes importantes. Pero con el tiempo uno de los niños podía, por ejemplo, convertirse en yonqui; la otra en una prostituta adolescente. Y Morgan, enamorado de su madre, podía encontrarse con un peso sobre sus espaldas. Conocía a gente a la que le había sucedido.

—Mis hijos se van a enfadar mucho contigo cuando se enteren de lo que nos has hecho —dijo Eric.

—Sí —admitió Morgan—. ¿Quién puede culparlos?

—Son grandes y caros de mantener. Comen como caballos.

—Dios mío.

—¿Sabes algo sobre mi trabajo? —preguntó Eric.

—No tanto como tú del mío, sin duda.

Eric no respondió, pero dijo:

—Resulta gracioso pensar en vosotros dos hablando sobre mí. Apuesto a que estáis acostados deseando que tenga un accidente con el coche.

Morgan parpadeó.

—Es prestigioso —dijo Eric—. Lo de trabajar en la redacción, ya sabes. Está bien pagado. Hay mucha acción, una continua sucesión de historias. Pero es insulso, no tiene ningún valor. Ahora lo veo. Y la gente está quemada. Están agotados y al mismo tiempo con una descarga de adrenalina. Siempre he querido empezar a caminar…, a caminar por el campo, ya sabes, con botas y mochila. Quiero escribir una novela. Y viajar y vivir aventuras. Ésta podría ser una oportunidad.

A Morgan le sorprendió. Caroline le había contado que a Eric le interesaba muy poco el mundo exterior, excepto a través del periodismo. Qué aspecto tenían las cosas, cómo olían o sabían no le producía ninguna fascinación; ni tampoco las motivaciones de la gente. En cambio, a Morgan y Caroline, mientras pasaban el rato en un bar, jugando el uno con las manos del otro, les gustaba comentar las relaciones de conocidos de ambos, como si juntos pudiesen destilar el espíritu del amor.

Morgan recogió las llaves de su coche y dijo:

—Parece sugerente. Entonces todo te irá bien, Eric. Que tengas suerte.

—Mil gracias.

Eric no hizo ademán de moverse.

—¿Qué te gusta de ella? —le preguntó a Morgan.

Morgan sintió deseos de gritarle, de dar un golpe en la mesa y decirle: Me gusta la manera como se quita la ropa, se echa de costado y me deja lamer y besar las partes más dulces de su cuerpo, como si alzase la copa de la vida hasta mis labios y a través de ella entrase en el país de las maravillas del amor para siempre.

Eric estaba cada vez más tenso e insistía:

—¿Qué es?

—¿Qué?

—¡Lo que te gusta de ella! Si no lo sabes, tal vez seas lo suficientemente honesto para dejarnos en paz.

—Escucha, Eric —dijo Morgan—, si te tranquilizas durante un minuto, te diré algo. Hace más de un año, ella me dijo que quería vivir conmigo. Yo he estado esperándola. —Señaló a Eric—. Tú has dispuesto de tu tiempo con ella. Has tenido un montón de tiempo. Yo diría que has tenido suficiente. Ahora me toca a mí.

Se puso en pie y caminó hacia la puerta. Había resultado sencillo. Una vez fuera, se sintió bien. No se volvió para mirar atrás.

Morgan se sentó en el coche y suspiró. Arrancó y se detuvo ante el semáforo de la esquina. Estaba pensando en que debía ir al supermercado. Caroline podía presentarse después del trabajo y él cocinaría. Le prepararía su cóctel favorito, un whisky Mac. A ella le gustaba que la mimasen. Después podían acostarse.

Eric abrió la puerta del coche, entró y la cerró. Morgan lo miró fijamente. El conductor que tenía detrás hizo sonar la bocina insistentemente. Morgan arrancó.

—¿Quieres que te deje en algún sitio?

—Todavía no he terminado contigo —dijo Eric.

Morgan miraba alternativamente la calzada y a Eric. Eric estaba sentado en su coche, en su asiento, con los pies encima de su esterilla.

Morgan maldecía en susurros.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Eric—. ¿Lo has decidido?

Morgan siguió conduciendo. Vio que Eric había cogido un pedazo de papel del salpicadero. Morgan recordó que era la lista de la compra que Caroline le había preparado. Eric la dejó en su sitio.

Morgan giró y aceleró.

—Iremos a su despacho y hablaremos de esto con ella. ¿Es eso lo que quieres? Estoy seguro de que ella te dirá todo lo que deseas saber. De lo contrario, dime cuándo quieres apearte —le espetó Morgan—. Dime cuándo.

Eric siguió mirando al frente.

Morgan pensó que temía la felicidad y la había mantenido alejada de él; temía a la gente y la había mantenido alejada de él. Seguía teniendo miedo, pero ya era demasiado tarde.

De pronto golpeó el volante y dijo:

—De acuerdo.

—¿Qué? —preguntó Eric.

—He tomado una decisión —dijo Morgan—. La respuesta es sí. ¡Sí a todo! Ahora sal. —Detuvo el coche—. ¡Te he dicho que salgas!

Mientras se alejaba, vio por el retrovisor cómo Eric se iba haciendo cada vez más pequeño.