Algo que anhelar, eso era lo que quería, aunque fuese poca cosa. Cada tarde, cuando Marcia volvía a casa en coche desde la escuela a través del tráfico de la ciudad, malhumorada y apática, con un audiolibro en el casete y su hijo sentado en el asiento trasero, tenía la esperanza de que le hubiese llegado una carta de un editor o un agente literario. O podría haber una de un teatro, si hubiese escrito una obra teatral. En algunas ocasiones —bastante a menudo— recibía «aliento». No costaba nada darlo, pero ella lo agradecía.
Cuando abrió la puerta y su hijo Alec entró corriendo en casa para encender el televisor, encontró sobre el felpudo, escrita a mano con tinta negra en una tarjeta gris imponentemente formal, una nota de una escritora famosa, Aurelia Broughton, de la que Marcia había leído un par de libros.
—Esto es emocionante —le dijo a Alec—. Lo puedes mirar, pero no lo manosees. —Su hijo era alumno de una escuela en la que ella daba clases a los niños de siete años. Marcia la volvió a leer—. Esos cabrones del taller de escritura creativa estarían muy interesados. Será mejor que sigamos adelante.
Tres años atrás Marcia había conseguido que le publicasen un relato en una pequeña revista dedicada a nuevos autores. Hacía un año habían interpretado en un centro cívico de barrio una obra teatral de una hora escrita por ella. La había dirigido un serio y enérgico joven que trabajaba en el mundo de la publicidad pero adoraba el teatro.
Marcia se había quedado desconcertada por lo poco que los actores se parecían a las personas en que estaban basados los personajes. Uno de los hombres incluso llevaba bigote. ¡Con qué despreocupación llevaban los actores la obra en una dirección que ella no se había planteado! Después hubo un debate en el bar. Varios miembros del taller de escritura habían ido a apoyarla. El histrionismo de aquellos jóvenes rostros, los gestos de las manos y las interrupciones apasionadas empezaron a divertirla. ¡Estaban discutiendo de su obra!
El director se la llevó aparte y le dijo:
—¡Deberías enviar la obra al Teatro Nacional! Necesitan dramaturgos jóvenes.
Había olvidado que Marcia cumpliría los cuarenta ese año.
Un par de meses más tarde, cuando le devolvieron la obra, Marcia no abrió el sobre. No veía la manera de seguir adelante. A veces se sentía así, aunque ahora resultaba más ominoso. Llevaba diez años escribiendo y nunca había perdido la esperanza. Ahora su necesidad de publicar y de sentir el orgullo que le supondría conseguirlo se habían hecho más agudos.
Últimamente escribía en la cama, en ocasiones durante quince minutos. Otras veces sólo cinco. Por la mañana —¡oh, la energía desperdiciada y la claridad perdida de las palabras por la mañana!— escribía en la mesa del comedor, de pie, con el abrigo puesto, la bolsa con las cosas de la escuela preparada y su hijo esperándola en la puerta, haciendo malabarismos con unas pelotas de tenis. Era lo máximo que podía hacer. En otras ocasiones, deseaba con todas sus fuerzas hacerse daño a sí misma. Pero la automutilación era un lenguaje equivocado. Las cicatrices no podían hablar.
Marcia metió la tarjeta en el bolso, junto con sus bolígrafos y un imponente cuaderno en el que tomaba notas. Los llamaba «las herramientas de su amor».
Mientras Alec se tomaba el té, su madre telefoneó a Sandor, su «novio» —pese a que se había jurado no volver a hablar con él— y le comentó lo de la tarjeta. Él prestó poca atención al entusiasmo de Marcia; no acababa de entenderlo. Pero no se la podía desanimar.
Marcia fue con su hijo en coche a casa de su madre, que estaba a diez minutos de la suya. Era la sencilla casa adosada en la que había crecido y en la que ahora vivía sola su madre.
Dejó a Alec junto a la casa y le dio su bolsa con las cosas para pasar la noche.
—Corre hasta la puerta y llama al timbre. No tengo tiempo para quedarme.
Marcia condujo hasta el final de la tranquila calle por la que de niña iba en bicicleta. Dio la vuelta y volvió a cruzar por delante de la casa, tocando la bocina y acelerando mientras su madre salía precipitadamente al jardín delantero con sus pantuflas, levantando la mano como para detener el coche, mientras Alec esperaba de pie ante la puerta.
Los miembros del taller de escritura estaban preparando té y colocando las sillas en el gélido local en el que se reunían una vez por semana. Otras noches lo utilizaban grupos de scouts, de cadetes de aviación y trotskistas.
Marcia había creado el grupo anunciándose en un periódico local. Originariamente tenía que ser un grupo de lectura; pensó que así acudiría más gente. En el último momento cambió «lectura» por «escritura». Llegaron a su buzón dos docenas de poemas, varios guiones y una novela acabada. No sólo ella ambicionaba dar su visión de las cosas.
Doce de ellos estaban sentados en sillas rígidas dispuestas en círculo e iban leyendo sus textos alternativamente. Durante los dos últimos años habían expuesto terribles confesiones que sólo provocaban silencio y lágrimas; sueños y fantasías; episodios de culebrón y, ocasionalmente, alguna página escrita con fervor e imaginación, normalmente de la mano de Marcia.
Supuestamente el grupo no tenía un líder oficial, aunque Marcia se veía a menudo abocada a ocupar esa posición. Los demás miembros del grupo sentían por ella admiración e incluso rencor y envidia, que ella consideraba «literarios». Marcia tenía siempre junto a la cama al menos una biografía de un escritor, y era consciente de que escribir era un deporte de contacto. A Marcia también le gustaba hablar del proceso de escritura y de cómo se desarrollaba la creatividad, como si se tratase de un misterio que algún día lograría descifrar. Sabía que a lo que quería dedicar su tiempo era a reflexionar sobre la relación entre el lenguaje y los sentimientos, escuchar los nombres de los escritores y hablar de sus asuntos y sus infaustas vidas.
Pero tenía la sensación de que eso era autocomplacencia. La vida no consistía en pasarse el día haciendo lo que a uno le daba la gana. ¿Pero no era eso precisamente lo que hacía Aurelia Broughton?
Las enfermeras, contables, libreros y oficinistas que formaban parte del taller de escritura —todos, de algún modo, frustrados— daban lo mejor de sí mismos. Todos sin excepción tenían la confianza, la convicción, la esperanza de ser capaces de interesar y atrapar a algún lector. Escribían cuando podían, durante la pausa para comer o robándole horas al sueño de madrugada. Pero sus relatos se estrellaban en un abismo y nunca lograban dar el salto para superar la distancia cargada de electricidad que hay entre las personas. Estos «escritores» cometían errores supinos y se quedaban helados y amargados cuando otros miembros del grupo se los señalaban. Marcia no podía creerse que fuese tan estúpida; no podía creérselo. Ninguno de ellos podía.
—Reniego. Reniego. Reniego.
Marcia se puso las gafas y miró al chico que se había puesto en pie para leer, un camarero de una pizzería de High Street. En alguna ocasión había ido a su casa y había jugado con Alec. Era guapo, aunque un poco fantasioso. Estaba loco por Marcia. Durante algún tiempo, después de leer a George Sand, ella se planteó darle una oportunidad. Un rato antes él soltó un grito cuando se le pidió que leyese en voz alta. Marcia lamentó haberle insistido en que «compartiese» su trabajo con los demás. No podías saber qué tal sonaría la prosa de alguien por su aspecto físico. Ese chico había estado escribiendo un relato largo sobre un camarero de una pizzería que trataba de parir a una solitaria que había crecido dentro de su cuerpo. Mientras el grueso y grisáceo gusano hacía su lento y repugnante avance hacia la luz, a través del recto del camarero —Dios había creado el mundo más rápido—, Marcia bajó la cabeza y releyó la tarjeta de Aurelia Broughton.
En la escuela, dos semanas atrás, Marcia había visto en el periódico que Aurelia Broughton daba una lectura de extractos de su última novela. Y el acto se celebraba esa noche. Instintivamente, pero consciente de que estaba hambrienta de influencias, dejó a Alec en casa de su madre y se fue con el coche a Londres. Aparcó en una zona de pago, en el único sitio libre. La sala estaba llena. Gente que acababa de salir de la oficina se acumulaba de pie en las escaleras. Había estudiantes sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Hubo aplausos dispersos y cuando Aurelia se dirigió hacia el atril se produjo un silencio. Al principio se la veía nerviosa, pero cuando se dio cuenta de que el público la apoyaba, pareció entrar en trance; las palabras manaron de su boca.
Después hubo abundantes preguntas respetuosas de gente que conocía su obra. Marcia se preguntaba por qué habían ido. ¿Qué la había impulsado a ir a ella? No sólo un vehemente deseo de poesía y de encontrar algo vigorizante. Quizá, pensó Marcia, podía localizar el talento de Aurelia observándola atentamente. ¿Estaba en sus ojos, en sus manos o en toda su persona? ¿El talento era inteligencia, pasión o sólo un don? ¿Podía desarrollarse? A Marcia observar a Aurelia la había hecho reflexionar sobre el misterio de por qué algunas personas podían hacer ciertas cosas y otras no.
Aurelia había hecho una observación interesante. A veces Marcia pensaba en su propia habilidad para escribir como en una pila vieja de linterna, como en una fuerza con una intensidad parpadeante que podía agotarse por completo.
Sin embargo, Aurelia había dicho de modo tajante:
—La creatividad es como el deseo sexual. Se renueva cada día. —Y continuó—: Yo nunca dejo de generar ideas. Manan de mí. Puedo escribir durante horas. Y a la mañana siguiente estoy impaciente por empezar de nuevo.
—Entonces es como una obsesión —comentó alguien del público.
—No, no es una obsesión. Es amor —dijo Aurelia.
El público deseaba una vida transformada por el arte.
Marcia se puso en una cola para que Aurelia le estampase su firma en una cara edición en tapa dura. La escritora estaba rodeada de periodistas y empleados de la librería, que le abría y le pasaba los libros. Enjoyada y vestida con ropa cara y un extravagante pañuelo de seda, Aurelia sonrió, le preguntó a Marcia su nombre y lo escribió con una «e» final en lugar de una «a».
Marcia se apoyó en la mesa y le dijo:
—Yo también soy escritora.
—Cuantos más seamos, mejor —replicó Aurelia—. Buena suerte.
—He escrito…
Marcia trató de hablar con Aurelia, pero tenía gente detrás, empujando con sus bolígrafos, preguntas y pedazos de papel. Uno de los libreros la apartó.
Al día siguiente, a través del editor de Aurelia, Marcia le envió el primer capítulo de su novela. Incluyó una carta en la que le explicaba sus luchas por entender ciertas cosas. Durante años había intentado contactar con escritores. Muchos no le habían ni contestado; otros le decían que estaban demasiado ocupados para atenderla. Ahora Aurelia le había escrito para invitarla a tomar el té. Aurelia sería la primera escritora seria a la que conocería. Era una mujer con la que Marcia podría mantener una conversación trascendental y franca.
Hoy Marcia niega con la cabeza cuando le preguntan si tiene algo que leer al grupo. Y después no va con los demás a tomar una copa, sino que se marcha inmediatamente.
Mientras subía al coche, el chico que había escrito el relato de la solitaria salió corriendo detrás de ella.
—Marcia, no has hecho ningún comentario: ¿Te gusta mi texto? No temas ser implacable.
Mientras esperaba una respuesta, el chico iba retrocediendo. A Marcia la habían acusado ya en el grupo de ser arrogante e incluso despectiva. Era cierto que en un par de ocasiones había tenido que salir porque le habían entrado ganas de reír.
—Parecías absorta en tus pensamientos —le dijo.
—La escuela —le explicó ella—. Nunca conseguiré liberarme.
—Perdona. Pensé que era por la solitaria.
—¿La solitaria?
—Del relato que he leído.
—No me he perdido ni una coma —le aseguró ella—. Te está saliendo, ¿no crees?, ese relato. Te está saliendo… bien. —Le dio una palmadita en la espalda y se metió en el coche—. Nos vemos la semana que viene, supongo.
El suelo de la sala de la casa de Marcia estaba cubierto de juguetes. Recordó que un amigo le había dicho en una ocasión que los niños te obligan a vivir de una manera sórdida. En el rincón de la estancia la humedad de la pared había empezado a hacer saltar la pintura, y había dejado una capa de polvillo blanco sobre la moqueta. Las estanterías, clavadas de cualquier manera por su incompetente marido, se combaban por el centro y se estaban saliendo de la pared.
Le escribió una nota a Aurelia en la que le decía que estaba ansiosa por encontrarse con ella a la hora prevista.
Con la tarjeta de Aurelia colocada encima de las novelas y relatos de Aurelia, Marcia empezó a escribir. Visitaría a Aurelia y con su ayuda conseguiría colocar su novela. Aurelia estaba bien relacionada; podía ayudarla a encontrar un editor.
A la mañana siguiente, Marcia se levantó a las cinco y escribió en la gélida casa hasta las siete. Y esa noche, cuando Alec se acostó, dedicó una hora más a escribir. Normalmente, cada vez que se le ocurría una buena idea, se ponía a pensar algún motivo por el que en realidad no era una buena idea. El entusiasmo de su padre y la ineptitud de su madre habían dado como resultado una criatura que daba un paso adelante y otro atrás, con el único resultado de permanecer siempre en el mismo sitio. Se desafiaba a sí misma —¿por qué no puedes hacerlo?, ¿por qué no lo haces mejor?— hasta que su parte más dinámica se convertía en una niña acuclillada e intimidada.
El apremio de preparar algo para enseñarle a Aurelia neutralizó las dudas de Marcia. Así es como le gustaba trabajar; sólo tenía ante sí un bolígrafo, papel y algo perentorio desarrollándose entre ellos.
Durante el día, incluso mientras gritaba a los niños o escuchaba las quejas de los padres, Marcia pensó una y otra vez en Aurelia, en algunas ocasiones con fastidio. Aurelia la había invitado a acudir a su casa a las cuatro y media, una hora en la que Marcia todavía estaba en la escuela. Como Aurelia vivía en el oeste de Londres, a dos horas en coche, Marcia tendría que inventar una excusa y tomarse el día libre con objeto de prepararse para el encuentro. Ése era el tipo de cosas en las que los escritores famosos nunca tenían que pensar.
Varios días después, estaban de pie en la minúscula cocina, contemplando el jardín en el que antaño ella, su padre y su hermano pequeño jugaban a tenis con una diminuta red, cuando Marcia decidió darle la buena noticia a su madre.
—Me escribió Aurelia Broughton, ya sabes, la escritora. Has oído hablar de ella, ¿no?
—He oído hablar de ella —dijo su madre.
Su madre era baja pero fornida. Llevaba dos jerséis y una gruesa rebeca, lo cual la hacía todavía más gorda.
—He oído hablar de montones de escritores —dijo la madre—. ¿Qué quiere de ti?
Alec salió al jardín y chutó una pelota. Marcia pensó que ojalá su abuelo estuviese vivo para jugar con él. A todos les faltaba la presencia de un hombre.
—A Aurelia le gustó lo que escribo. —Marcia consideraba que tenía derecho a llamar Aurelia a la escritora; se harían amigas—. Quiere hablar de ello. Es fantástico, ¿no crees? Le interesa lo que estoy escribiendo.
—Déjame un libro suyo para que pueda ponerme al corriente de quién es —le pidió su madre.
—Ahora los estoy releyendo yo.
—Pero no durante el día. Estás en la escuela.
—También leo en la escuela.
—Nunca me permites participar de tus cosas. Siempre me dejas a un lado. Éstos son los últimos años de mi vida…
—Necesitaré escribir un poco las dos próximas semanas —la interrumpió Marcia.
Eso significaba que su madre tendría que hacerse cargo de Alec por las tardes y durante una parte del fin de semana. Su padre se lo llevaba todos los sábados por la tarde y lo traía de vuelta los domingos.
—¿Puede pasar el domingo contigo? —preguntó Marcia. Su madre puso su cara de «ya estamos otra vez»—. Por favor.
La madre adoptó la cara que ponía en el pasado, cuando tenía que cuidar de dos niños y un marido, haciendo evidente con su desconsuelo que consideraba a su familia, insoportable y fastidiosa. Los depresivos tienen una gran fuerza de voluntad, capaz de acabar con toda vida sensible en varios kilómetros a su alrededor.
—Tenía una cita, pero la cancelaré —dijo la madre.
—Si no te supone demasiado problema…
Desde que seis años atrás falleció su padre, su madre había empezado a frecuentar museos y galerías. Por las noches, después de cenar salmón ahumado y crema de queso, a menudo iba al teatro o al cine. Por primera vez desde que era joven, tenía amigas con las que asistía a conferencias y conciertos, y regresaba a casa en taxi, gastándose el dinero que el padre de Marcia había recibido al jubilarse. Incluso había empezado a fumar. La madre había comprendido que era tarde para continuar viviendo mal.
Marcia no quería esperar treinta años.
Últimamente había adquirido una terrible conciencia de la vida. Tal vez se inició cuando empezó a conocer hombres a través de la agencia matrimonial, lo cual la había hecho sentirse…, bueno, morbosa. Hasta hacía poco había vivido como si un día fuese a encontrar un bálsamo para sus heridas; alguien, un pariente, un amante, un benefactor que la arrancase del caos.
Marcia no empezó a ejercer de maestra hasta que tenía casi treinta años. Ella y su marido habían comenzado a sentir deseos de romperse la cara mutuamente. Ella lo había sacado literalmente a patadas de la cama; él salió a la calle en pijama y zapatillas. Sin él, ella mantuvo al niño y pagó la hipoteca con unos ingresos irrisorios, trabajando en un bar y escribiendo por las mañanas. El primer día del curso de formación para docentes fue horrible. Ella siempre había soñado que llevaría echarpes como Aurelia Broughton y escribiría con plumas de oro.
Marcia coleccionaba historias sobre mujeres luchadoras que al final se convertían en artistas reconocidas. Ella creía en la perseverancia y la dedicación. ¿Si no fuese escritora, cómo viviría consigo misma y qué valor tendría su existencia? Cuando fuese una verdadera escritora, su alma no estaría escondida; la gente la conocería tal como era. Ser una artista, vivir una vida singular de la que una es dueña, y seguir a la imaginación allí donde la llevase a una, eso era vivir para uno mismo y ser útil. La creatividad, la confluencia de la razón y la imaginación, era la suprema consecución de la vida.
Si pasaba por delante de una librería y veía docenas de bestsellers con cubiertas de colores chillones, sabía que esos escritores pésimos, y a menudos jóvenes, ganaban mucho dinero. Le parecía trágico e injusto que, a diferencia de ellos, ella no pudiese entrar en una tienda y comprar los muebles, la ropa y los discos que le gustaría tener.
—Detestas que me entrometa —dijo su madre—. Pero no te gustaría llegar al final de tu vida y darte cuenta de que la has malgastado.
—¿Como papá?
—Llenando pedazos de papel con un montón de garabatos noche tras noche.
—¿Cómo puedes considerar que expresarte es malgastar el tiempo?
Desde que tenía ocho años, después de ver bailar a Margot Fonteyn, Marcia había querido ser bailarina, o al menos su madre había deseado que lo fuese. Marcia asistió a una cara escuela de danza, mientras su madre, que jamás había trabajado, empaquetaba cajas en una fábrica para pagársela. Marcia abandonó la escuela a los dieciséis años para convertirse en bailarina, pero además de no ser tan buena como sus compañeras y carecer de la vanidad y ambición necesarias, le aterraba subir a un escenario. Ahora la madre tenía tres pares de zapatillas de ballet de su hija encima de la repisa de la chimenea para recordarle a Marcia cómo había desperdiciado los sacrificios maternos.
—Alec siempre está por aquí —dijo la madre—. Y no es que yo no agradezca la compañía. Pero sería estupendo que esa escritora te orientase sobre tu… trabajo. Espero que conozca a gente que trabaja en las redacciones de los periódicos.
—¿Ya estás otra vez hablando de los periódicos?
Su madre insistía en sugerirle a Marcia que se hiciese periodista, que escribiese sobre el estrés en el trabajo o el maltrato infantil en la sección femenina del Guardian.
Marcia fue a la sala. Su madre la siguió, diciéndole:
—Ganarías dinero. Podrías quedarte en casa y seguir escribiendo novelas. No estaría mal que hicieses algo que te diese dinero.
Hacía poco Marcia había escrito varios artículos que había enviado al Guardian, al Mail, a Cosmopolitan y a otras revistas femeninas. Se los habían devuelto. Ella era una artista, no una periodista. Si su madre entendiese que se trataba de dos cosas diferentes.
Marcia se paseó por la habitación. El papel pintado era de vistosas rayas y sólo había una lámpara en el techo. Su hermano solía decir que era como vivir en un cuadro de Bridget Riley[2]. La gruesa butaca con un puf delante, encima del cual su madre amontonaba las revistas de televisión y las chocolatinas, estaba allí plantada, como su propia madre, pesada e inamovible. Marcia no quería sentarse, pero no podía marcharse sin más después de pedirle favores.
—Lo único que te pido es que me ayudes a disponer de un poco de tiempo para mí misma —dijo Marcia.
—¿Y qué pasa conmigo? —replicó su madre—. Hoy ni siquiera he podido tomarme una taza de té. ¿Yo no necesito disponer de mi tiempo?
—¿Tú? —dijo Marcia—. Te compadeces de ti misma, pero yo te envidio. —La cara de su madre empezó a enrojecer. Marcia se sentía vacía, pero las palabras brotaban imparables de su boca—: ¡Sí! Ojalá me hubiese pasado veinte años sentada en casa, mantenida por un buen hombre, siendo un «ama de casa». Piensa en todo lo que hubiera podido escribir. Limpiar por la mañana y trabajar en serio por la tarde, antes de ir a buscar a los niños al colegio. No hubiera desperdiciado ni un minuto… ¡ni un minuto de todo ese maravilloso tiempo libre!
Su madre se hundió en la silla y se cubrió la cara con una mano.
—Entonces sería mejor que encontrases un hombre, si puedes —le dijo.
—¿Qué se supone que significa esto? —preguntó Marcia acaloradamente.
—Alguien que quiera cuidar de ti. ¿Cómo se llama ese tipo?
—Sandor —murmuró Marcia—. No es mi novio. Es tan sólo un hombre en el que estoy vagamente interesada.
—Yo no me interesaría por ningún hombre —dijo la madre—. Esas criaturas repugnantes nunca están verdaderamente interesadas por ti. ¿A qué se dedica?
—Sabes a qué se dedica.
—¿Y no puedes conseguir algo mejor?
—No, no puedo —respondió Marcia—. No puedo.
A su madre le encantaba vivir sola, y presumía de ello constantemente. Cuando Marcia era una niña, vivían seis personas en la casa, y a excepción de su madre todos habían muerto o se habían marchado. Su madre proclamaba que viviendo sola podía hacer lo que le diese la gana cuando le diese la gana, exceptuando el pequeño asunto de dar y recibir afecto emocional y físico, tal como a Marcia le gustaba recordarle.
—¿Quién quiere a un montón de hombres sobándola a una? —era la respuesta de la madre.
—¿Quién no los quiere? —apostillaba Marcia.
Marcia recordaba a su padre sentado en el sofá con su bloc de notas y su bolígrafo. Le pedía con indiferencia a su madre que le preparase una taza de té. De la madre, estuviese haciendo lo que estuviese haciendo, se esperaba que la preparase, se la pusiese delante de las narices y se quedase hasta comprobar si estaba a su gusto. Se daba por hecho que ella estaba al servicio del padre. No era sorprendente que hubiese adoptado la soledad como una filosofía. Marcia hablaría de ello con Aurelia.
Eran tres generaciones de mujeres que vivían muy cerca unas de otras. La abuela de Marcia, que tenía noventa y cuatro años, también vivía sola, en un apartamento de un solo dormitorio a cinco minutos a pie de allí. Estaba lúcida y era fácil de entretener; su cabeza funcionaba perfectamente, pero la artritis la hacía retorcerse de dolor y rogaba al Señor que se la llevase pronto. Su marido había fallecido veinte años atrás y desde entonces apenas había salido de casa. Para Marcia, su abuela era como un animal enjaulado, privada de las cosas buenas de la vida. ¿Dónde estaban los hombres? El abuelo y el padre de Marcia habían muerto; su hermano, médico de profesión, se había marchado a Estados Unidos; su marido se había largado con una vecina.
Marcia fue al lavabo, se tomó un valium, le dio un beso a Alec y se metió en su coche.
Esa noche, sola en casa, escribiendo y bebiendo —tan desamparada y orgullosa como Martha Gellhorn[3] en el desierto, le gustaba pensar—, telefoneó a Sandor y le comentó la indiferencia y desdén de su madre y lo intensamente que ella estaba trabajando.
—¡Verdaderamente estoy avanzando con la novela! —dijo Marcia—. Nunca he leído nada semejante. Es tan veraz. ¡No puedo creer que no haya interesado a nadie!
Habló hasta que sintió que estaba conversando en el vacío. Incluso su psicoanalista, cuando Marcia se podía permitir concertar una cita con ella, hablaba más que Sandor.
Marcia lo había conocido en un pub, después de que el hombre con quien ella estaba, escogido entre los expedientes de una carpeta negra en la oficina de la agencia matrimonial, tras excusarse se había ido. ¿Qué había de malo en ella? ¡Ese tipo sólo le llegaba a la altura del pecho! Una mujer del taller de escritura salía con un hombre diferente cada semana. Resultaba chocante, comentaba, la cantidad de ellos que estaban casados. Sandor no lo estaba.
Después de soltarle su monólogo, Marcia le preguntó a Sandor qué estaba haciendo.
—Lo de siempre —dijo él, y se rió.
—Voy a ir a verte —le propuso ella.
—¿Por qué no? Siempre estoy aquí —dijo él.
—Sí, siempre —añadió ella.
Él se rió de nuevo.
Marcia se veía con este búlgaro de cincuenta años una vez al mes aproximadamente. Era portero en un elegante edificio de apartamentos en Chelsea y vivía en una habitación en Earl’s Court. Él consideraba su empleo, que había conseguido después de vagar por Europa durante quince años, el trabajo ideal. Ataviado con un traje negro, sentado detrás del mostrador de la entrada, avisaba a la gente por el interfono, recogía paquetes y aceptaba flores, hacía recados a los inquilinos y releía a sus escritores favoritos: Pascal, Nietzsche y Hegel.
Ninguno de los hombres a los que Marcia había conocido a través de la agencia estaba interesado por la literatura, y ninguno era atractivo. Sandor tenía la cara de un cura inseguro y el cuerpo del ciclista olímpico que había sido. Era inteligente, educado y seductor en varias lenguas. Era capaz, cuando estaba «a tono», como él decía, de seducir a mujeres sin ningún esfuerzo. Se había acostado con más de mil y no había mantenido una relación estable con ninguna de ellas. ¿Qué clase de hombre no tenía ni ex mujer, ni hijos, ni familia cercana, ni abogados, ni deudas, ni una casa? Marcia se maravillaba de su habilidad para detectar la melancolía en la gente. Tendría que descongelar el alma muerta de Sandor con el soplete de su amor. ¿Dispondría de suficiente combustible? Si pudiese encontrar algo mejor que hacer…
—Ya nos veremos, Sandor —dijo Marcia.
Bebió un trago de vino de la botella que tenía junto a la cama. Consiguió dormirse, pero se despertó al poco rato, enardecida con una incontrolable rabia contra su marido, su madre, Sandor y Aurelia. Entendió esas pinturas llenas de diablos y demonios retorcidos. En efecto, existían en la mente. ¿Por qué no había ningún afecto a su alrededor?
Llegó con una hora de antelación a casa de Aurelia, comprobó dónde estaba, aparcó y dio un paseo por el vecindario. Era un soleado día de invierno. Marcia no conocía esa zona de Londres. Las calles estaban llenas de anticuarios, tiendas de comida biológica y cafés con hombres jóvenes con sus hijos sentados junto a la ventana. La gente se paseaba con gafas de sol y ropa de tonos oscuros, y se reunía en grupos en la acera para chismorrear. Reconoció a varios actores y a un director de cine. Echó un vistazo al escaparate de las oficinas de una agencia inmobiliaria: una casa unifamiliar costaba un millón de libras.
Compró manzanas, vitaminas y café. Eligió un pañuelo en «agnès b.» y lo pagó con tarjeta de crédito, logrando apartar la mirada del precio, igual que previamente había evitado enfrentarse con un espejo en la tienda.
A la hora convenida, Marcia llamó al timbre de Aurelia y esperó. Le abrió la puerta una mujer joven, que la invitó a pasar. Aurelia estaba terminando su lección de piano.
En la cocina, que daba al jardín, había dos chicas cocinando; en el comedor estaban preparando con cubertería de plata y gruesas servilletas una mesa larga y encerada. En la biblioteca, Marcia inspeccionó las docenas de ediciones extranjeras de novelas, relatos y ensayos de Aurelia; el registro de una vida dedicada a la escritura.
Se oyó un ruido en la puerta y entró un hombre. El marido de Aurelia se presentó.
—Marcia —dijo ella adoptando su mejor tono de clase media.
—Tendrá que excusarme —se disculpó el hombre—. Mi consulta está al final de la calle. Debo ir allí.
—¿Es usted escritor?
—He publicado un par de libros. Pero me gano la vida conversando. Soy psicoanalista.
Era un tipo pequeño, con aire de rana y ojos alerta. Marcia se preguntó si aquel hombre sería capaz de averiguar sus secretos, y descubrir que ella pensaba que se había hecho psicoanalista para que nadie lo observase.
—Un pañuelo deslumbrante —dijo el hombre.
—Gracias.
—Adiós —se despidió.
Marcia esperó, echando un vistazo a los capítulos de la novela que llevaba consigo para enseñarle a Aurelia. Leídos en aquel ambiente le parecieron abominables.
Vio a Aurelia en el vestíbulo.
—Enseguida estoy con usted —dijo la escritora.
Aurelia despidió al profesor de piano, recibió a un hombre que traía flores, conversó con alguien en italiano por teléfono, inspeccionó el comedor, habló con la cocinera, le dijo a su secretaria que no le pasase llamadas y se sentó frente a Marcia.
Sirvió el té y observó a Marcia durante lo que pareció un largo rato.
—Me gustó mucho lo que me envió —comentó Aurelia—. Esa escuela. Era una ventana a un mundo sobre el que una no sabe nada.
—He escrito más —dijo Marcia—. Mire.
Puso los tres capítulos sobre la mesa. Aurelia los cogió y los dejó de nuevo encima de la mesa.
—Ojalá pudiese escribir como usted —suspiró.
—¿Perdón? —dijo Marcia—. Por favor, ¿habla en serio?
—Mis libros son largos. Pero no podría escribir una obra larga con ese estilo.
—¿Por qué no? —preguntó Marcia. Aurelia la miró como si debiera saberlo sin necesidad de explicárselo—. El caso es que no dispongo de tiempo para… extenderme. —Empezaba a dejarse llevar por el pánico—. ¿Cómo lo consigue usted?
—Acaba usted de conocer a Marty —dijo—. Desayunamos temprano. Él se va a su consulta. Empieza a trabajar a las siete. Entonces yo me pongo con lo mío. En realidad, no he tenido elección. A veces escribo aquí, o me marcho a mi casa de Ferrara. Para los escritores raramente hay otra opción que escribir.
—¿No se le va la mente hacia cualquier otro sitio que no sea la página? —preguntó Marcia—. ¿Sigue algún tipo de disciplina férrea? ¿No encuentra excusas absurdas para dejar de escribir?
—Escribir es mi droga. La consigo fácilmente. Estoy empezando a desarrollar mi nueva novela. Ésa es la mejor parte, cuando ves que algo está empezando a germinar. Me gusta pensar —continuó Aurelia— que puedo crear una historia a partir de cualquier cosa. Un murmullo, una insinuación, un gesto…, convertidos en otra forma de vida. ¿Qué puede resultar más satisfactorio? ¿Puedo preguntarle qué edad tiene?
—Treinta y siete.
—Tiene motivos para plantearse con entusiasmo el futuro —dijo Aurelia.
—¿A qué se refiere?
—El final de la treintena es un periodo de desilusión. El principio de los cuarenta es un periodo maravilloso… de recuperación de la ilusión. Todo se equilibra, ya lo verá, y se renuevan los propósitos.
Marcia contempló el póster de una película basada en uno de los libros de Aurelia.
—A veces la vida es tan complicada… —dijo— que resulta imposible escribir. ¿No siente usted una auténtica desesperanza?
Aurelia negó con la cabeza y siguió mirando a Marcia. Su marido era psicoanalista; él le debía de haber enseñado a no alarmarse por las lágrimas.
—Son esos condenados hombres que no nos dejan levantar cabeza —se quejó Marcia—. Cuando yo era joven, usted era una de las pocas escritoras vivas que las mujeres podían leer.
—Somos nosotras mismas las culpables de no levantar cabeza —dijo Aurelia—. Desprecio de una misma, masoquismo, pereza, estupidez. Ya somos mayorcitas para admitir nuestras culpas, ¿no cree?
—Pero somos, o al menos fuimos, víctimas políticas.
—Gilipolleces. —Aurelia bajó el tono de voz y añadió—: ¿Quiere explicarme cómo es su vida en la escuela?
—¿Qué quiere saber?
—Su rutina. Cómo es un día cualquiera. Cómo son sus alumnos. Y los demás profesores.
—¿Los demás profesores?
—Sí.
Aurelia estaba esperando.
—Son cortos de miras —dijo Marcia.
—¿En qué sentido?
—No tienen cultura. Sólo les interesan los culebrones.
Aurelia asintió.
Marcia mencionó a su madre, pero Aurelia se impacientó. Sin embargo, cuando Marcia relató la ocasión en que había sugerido a la escuela donar las sobras de la Fiesta de la Cosecha al asilo de ancianos de la comunidad asiática y un par de maestros se habían negado a darles fruta a los «pakis», Aurelia anotó algo con su bolígrafo de oro. De hecho, Marcia lo había denunciado al director de la escuela, pero él había desestimado la queja diciendo: «Tengo a mi cargo toda esta escuela».
Marcia miró a Aurelia como diciéndole: ¿Por qué te interesa saber todo esto?
—Me ha sido de gran ayuda —dijo Aurelia—. Quiero escribir algo sobre una mujer que trabaja en una escuela. ¿Conoce usted a muchos profesores?
Los colegas de Marcia eran profesores, pero ninguna de sus amigas lo era. Una de sus amigas trabajaba en una constructora, otra acababa de tener un hijo y estaba en casa de baja por maternidad.
—Debe haber gente en su escuela con la que podría hablar. ¿Qué me dice del director?
Marcia hizo una mueca. Entonces recordó algo que había leído en un perfil de Aurelia que publicó un periódico.
—¿No tiene usted una hija en el colegio?
—Pero en ese colegio el tipo de profesores que hay no me interesa.
—¿Disculpe?
—Buscaba un entorno más duro.
Marcia se sintió incómoda y preguntó:
—¿Ha dado usted cursos de escritura creativa?
—Sí, cuando me apetecía viajar. Los estudiantes son espantosos, por supuesto. A un buen número les recomendaría que iniciasen un tratamiento psiquiátrico. Muchos no quieren escribir, sólo les interesa la fama. Deberían orientarse hacia otros objetivos.
Aurelia se puso en pie. Mientras le firmaba a Marcia un ejemplar de su última novela, le pidió su número de teléfono de la escuela. A Marcia no se le ocurrió ningún motivo para no dárselo.
—Gracias por venir a verme —dijo Aurelia—. Le echaré un vistazo a sus capítulos. —Ya en la puerta, añadió—: ¿Vendrá a la fiesta que doy? Quizá podríamos hablar más. Le mandaré una invitación.
Desde el otro lado de la calle, Marcia contempló la casa iluminada y la actividad que había en su interior hasta que cerraron los postigos.
Marcia esperó junto a Sandor en su garita de portero hasta que él terminó su trabajo a las siete. Tomaron una copa en el pub en el que se habían conocido. Sandor iba allí cada tarde para ver los deportes en la televisión por cable. No le preguntó a Marcia por qué había aparecido repentinamente, ni mencionó a Aurelia Broughton, pese a que Marcia le había telefoneado para contarle que iba a ir a verla. Sandor comentó lo mucho que le gustaba Londres y lo muy liberal que era la ciudad; a nadie le importaba quién o qué eras. Dijo que si algún día tenía una casa la decoraría como el pub en el que estaban sentados. Habló de lo que estaba leyendo de Hegel, aunque de una manera tan confusa que Marcia no entendió de qué le estaba hablando ni por qué le interesaba. Sandor también le contó historias sobre los criminales a los que había conocido y sobre cómo en una ocasión lo contrataron como conductor en una fuga.
Le preguntó a Marcia si quería acostarse con él. Formuló la petición con un tono de voz que denotaba que si no le apetecía no había ningún problema. Ella dudó porque la casa en la que él tenía la habitación podría ser un museo dedicado a los años cincuenta, sin contar que la estufa eléctrica de dos tubos apenas alcanzaba a calentar un poco el bloque de hielo mortal que se instalaba en centro de la estancia. Y estaba también la bruja de la casera, que se sentaba en la punta de la cama de Sandor a medianoche.
—No te preocupes, le he dado Crimen y castigo para que lo lea —se rió Sandor mientras dejaba entrar primero a Marcia en su habitación. Los libros estaban apilados en el suelo junto a la cama. La ropa para lavar colgaba del respaldo de una silla. Todo lo que Sandor poseía estaba allí.
Echada en la cama con él, Marcia vio un pan de molde blanco cortado y un cartón de leche encima de un mueble con cajones.
—¿Ésa es toda la comida que tienes?
—Con pan y mantequilla ya me quedo saciado. Y después leo durante cuatro o cinco horas. No dejo que nada me agobie.
—No es una vida muy envidiable.
—¿Qué?
—No estás en la cárcel.
Sandor la miró sorprendido, como si nunca se le hubiese ocurrido pensar que no estaba en la cárcel y no tenía por qué arreglárselas sin apenas nada.
La besó y ella pensó en invitarlo a pasar el fin de semana en su casa. Era buena persona. Y entretendría a Alec. Pero de este modo Marcia empezaría a contar con él; cada vez le exigiría más. Y la reacción de Sandor si alguien le pedía que cediera, que modificase ciertos hábitos o cambiase, era abandonar a esa persona. Quizá Marcia no quisiese de verdad a Sandor, pero sobre todo no quería que la dejasen.
Después, Marcia se levantó y se vistió, mientras contemplaba a Sandor echado y tapándose los ojos con la mano. Marcia no soportaba pasar la noche en un sitio como aquél.
Esa noche, por primera vez, Marcia anheló que Alec no estuviese en casa de su madre. Durmió con la cara apoyada en la ropa por lavar de su hijo. Por la mañana no escribió. Había perdido el deseo de hacerlo, que para ella era también el deseo de vivir. Vaya ilusorias esperanzas había depositado en Aurelia. La visita le había despojado a Marcia de algo. Ella se había quedado vacía y Aurelia rebosante. ¿Dónde iba a encontrar los recursos, el norte para seguir adelante?
Aurelia le había pedido que llevara a alguien a su fiesta; a otro profesor, un profesor «puro» le había dicho Aurelia, refiriéndose a que no fuese un profesor con ínfulas de escritor. Tal vez Marcia debería haber rechazado la invitación. Pero quería dejar una puerta abierta en su relación con Aurelia, para ver qué sucedía. Quizá Aurelia se leyese los tres capítulos y la entusiasmasen. En cualquier caso, Marcia quería acudir a la fiesta.
—¿Qué tal te fue con la señorita Broughton? —le preguntó su madre cuando Marcia fue a visitarla—. Cuando hemos hablado por teléfono no me has comentado nada.
—Fue bien, estupendamente.
—Ya estás otra vez huraña, como una adolescente.
—No sé qué explicarte.
—¿Qué has sacado en claro? —preguntó la madre con un tono más suave.
—Deberías haber visto la casa. Tiene cinco dormitorios… ¡cómo mínimo!
—¿Subiste a la planta de arriba?
—Tuve que hacerlo. ¡Y tenía tres recibidores!
—¿Tres? ¡Y qué hacen con tanto espacio! ¿Qué haríamos nosotros?
—¡Carreras!
—Podríamos…
—¡Y las flores, mamá! ¡Y toda la gente que trabajaba en la casa! Nunca había visto nada igual.
—Apuesto a que no. ¿Estaba en una calle principal?
—Justo al lado. Pero muy cerca de las tiendas. Lo tienen todo a mano.
—¿Los autobuses? —preguntó la madre.
—No creo que vaya en autobús.
—No —dijo la madre—. Yo no volvería a coger otro autobús si pudiese evitarlo. ¿Tenían aparcamiento privado?
—Sí. Me pareció que con espacio para dos coches —le explicó Marcia—. Conversamos en la biblioteca y nos fuimos conociendo. Me invitó a una fiesta.
—¿A una fiesta? ¿Y no me ha invitado a mí?
—No te mencionó —dijo Marcia—. Y yo tampoco.
—Estoy segura de que no le importaría que fuese contigo. ¡Me pondré mis mejores galas!
—¿Pero por qué?
—Para salir un poco. Para conocer gente. Quizá a ellos les interese conocerme a mí.
Un tiempo atrás, todo esto habría sido una broma, y la madre habría vuelto a su habitual aire taciturno. Sin duda estaba recuperando su salud, si pensaba que podía interesar a la gente.
—Lo pensaré —dijo Marcia.
—¡Me muero de ganas! —exclamó la madre—. ¡Una fiesta!
Aurelia telefoneó desde su coche. No se oía bien, pero Marcia dedujo que Aurelia estaba «por el barrio» y quería «acercarse para tomar una taza de té».
Marcia y Alec estaban comiendo barritas de pescado y judías. Aurelia debía de estar muy cerca; Marcia apenas había terminado de recoger la mesa y Alec no había acabado de esconder sus juguetes detrás del sofá, cuando el coche de Aurelia se detuvo delante de la casa.
En la puerta, le ofreció a Marcia otro ejemplar firmado de su última novela y se sentó en el borde del sofá.
—Qué niño más mono —le dijo a Alec—. Un pelo muy bonito, casi blanco.
—¿Qué tal está? —le preguntó Marcia.
—Cansada. He estado dando lecturas y concediendo entrevistas, no sólo aquí, sino también en Berlín y Barcelona. Los franceses están rodando un reportaje sobre mí, y los americanos quieren que haga una película sobre mi Londres… Perdón —dijo—. La estoy volviendo loca.
—Casi, casi.
Aurelia suspiró. Hoy tenía un aire perspicaz y parecía bullir de vigor. No parecía muy dispuesta a hablar o escuchar. Cuando Marcia le comentó que se le habían quitado las ganas de seguir trabajando, ella dijo:
—Ojalá me sucediese a mí.
Se levantó y echó un vistazo a las estanterías en las que Marcia tenía sus libros.
—Me gusta —dijo Marcia nombrando a una escritora de la generación de Aurelia.
—Es incapaz de escribir. Parece más bien una buena escultora aficionada.
—¿En serio? —dijo Marcia—. Me gustó su último libro. ¿Leyó usted los capítulos que le di? —Aurelia la miró sin comprender de qué le hablaba. Marcia añadió—: Los capítulos de mi novela. Los que dejé en su casa.
—¿Dónde?
—Encima de la mesa.
—No, no los he leído.
—Quizá todavía siguen allí.
Marcia sospechó que Aurelia quería ver cómo vivía; que no la miraba a ella, sino a través de ella, pensando en las frases y párrafos que escribiría sobre ella. Era de una crueldad digna de admiración.
En la puerta, Aurelia la besó en ambas mejillas.
—Espero verla en la fiesta —le dijo.
—Tengo muchas ganas de ir.
—No se olvide…, traiga a alguien del mundo de la pedagogía.
Marcia dejó la novela de Aurelia en una estantería. Los libros de Aurelia ocupaban su lugar entre las hileras de libros; libros repletos de historias, historias repletas de personajes y oficio, esperando ser llevados a la vida de alguien que supiese qué hacer con ellos. O tal vez no.
Su madre se negó a quedarse con Alec. Era la primera vez que lo hacía. Era el día antes de la fiesta.
—¿Pero por qué, por qué? —preguntó Marcia por teléfono.
—Me he dado cuenta de que no vas a llevarme a la fiesta, pese a que no te has molestado en decírmelo. He hecho otros planes.
—No pensé en ningún momento en llevarte a la fiesta.
—Nunca me llevas a ningún sitio.
Marcia temblaba de exasperación.
—Mamá, quiero vivir mi vida. Y quiero que me ayudes.
—Te he ayudado siempre.
—¿Cómo? ¿Tú?
—¿Quién te crió? Has recibido una educación, tienes…
Marcia colgó.
Telefoneó a varias amigas y a un par de personas del taller de escritura, incluso al chico que había escrito el relato de la solitaria. Nadie estaba disponible para hacer de canguro. Media hora antes del momento en que tenía previsto salir de casa, la única persona que quedaba por tantear era su marido, que vivía cerca. Se mostró sorprendido y sarcástico. Hablaban muy rara vez, pero cuando era necesario deslizaban notas por debajo de la puerta del otro.
Él le dijo que tenía previsto pasar la noche con su nueva novia.
—Qué tierno —dijo Marcia.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó él.
—¿No podéis venir aquí los dos?
—Estás desesperada. Debe tratarse de un nuevo pretendiente. ¿Tienes palomitas… y bebidas alcohólicas?
—Coge lo que quieras. Siempre lo has hecho.
Era la primera vez que dejaba entrar a su marido en su casa desde que se fue. Si acudía con su novia, al menos no se dedicaría a curiosear.
Cuando llegaron y la novia se quitó el abrigo, Marcia se percató de que estaba embarazada.
Marcia se cambió en el piso de arriba. Los oía hablar en la sala. Después oyó música.
Estaba en la puerta, lista para salir. Alec les estaba enseñando su nueva gorra de béisbol.
Su marido le mostró la carátula de un disco.
—¿Sabes?, este disco es mío.
—Tengo prisa —dijo ella.
En el coche pensó que debía de estar loca, pero lo que estaba haciendo lo hacía en favor de la vida. La gente no corre suficientes riesgos, pensó. Sin embargo, no llevaba con ella a ningún profesor que pudiese interesarle a su anfitriona. Pero Aurelia no le cerraría la puerta en las narices. Marcia había hecho suficientes cosas por ella. ¿Y había hecho Aurelia suficiente por ella?
Fue el marido de Aurelia quien la invitó a pasar y le pasó una copa de champán, mientras Marcia echaba un vistazo a su alrededor. La fiesta se celebraba en la planta baja de la casa y Marcia reconoció a varios escritores. Los demás invitados parecían críticos, académicos, psicoanalistas y editores.
El esfuerzo de llegar hasta allí la había puesto tensa. Se bebió con rapidez dos copas de champán y se pegó al marido de Aurelia, la única persona, aparte de Aurelia, a la que conocía.
—¿Quiere que la presente como profesora o como escritora? —le preguntó—. ¿O de ninguna de las dos formas?
—Por el momento de ninguna. —Marcia lo tomó del brazo—. Porque no soy ni lo uno ni lo otro.
—Manteniendo abiertas las opciones, ¿eh? —comentó él.
Le presentó a varias personas, que hablaban en grupo. El principal tema de conversación era la familia real, un asunto que a Marcia le sorprendió que interesase a los intelectuales. Era como estar en la escuela.
A Marcia le gustaba el marido de Aurelia, que de vez en cuando asentía y sonreía; le gustaba temerlo. Él comprendía a los demás y sabía cuáles eran sus deseos. Nada debía de desconcertarlo.
Más tarde, en el invernadero, se quedó un poco desconcertado cuando Marcia se le abalanzó para darle un beso. Ella estaba diciendo: «Por favor, por favor, sólo uno…», cuando, en la otra punta de la habitación, vio al director de su escuela y a su esposa hablando con una escritora.
El marido de Aurelia se apartó de ella amablemente.
—Perdóneme —se disculpó Marcia.
—La perdono. Me siento halagado.
—Hola, Marcia —la saludó el director—. He oído que le has sido de gran ayuda a Aurelia.
A ella no le hizo ninguna gracia que el director la viese borracha y abochornada.
—Sí —dijo.
—Aurelia va a venir a la escuela para ver cómo trabajamos. Y les dará una charla a los alumnos mayores. —El director acercó la boca a la oreja de Marcia y añadió—: Me ha regalado la colección completa de sus libros. Firmados.
Marcia sintió ganas de decirle: «Están todos firmados, jodido estúpido».
Marcia salió de la casa y caminó un rato. Después volvió y atravesó la fiesta. Algunas personas ya se marchaban. Otras conversaban animadamente. Nadie le prestó la más mínima atención.
Sandor estaba echado en la cama, tapándose los ojos con una mano. Marcia estaba sentada junto a él.
—He venido para decirte que ya no voy a venir tan a menudo. No es que nunca haya venido muy a menudo, excepto últimamente. Pero… ahora vendré incluso menos.
Él asintió. La estaba observando. A veces él reflexionaba sobre lo que ella decía.
—El motivo —continuó ella—, si es que quieres saber el motivo…
—¿Por qué no? —dijo él. Se sentó en la cama—. Te invitaría a algo… pero, no me avergüenzo de ello, aquí no tengo nada.
—Aquí nunca hay nada.
—Te invito a una copa fuera.
—Ya he bebido suficiente —dijo ella—. Sandor, esto es odioso. Hay una frase que en la fiesta no dejaba de rondarme por la cabeza. He venido para decírtela. Chupar piedras. Eso es todo. Contemplamos las cosas antiguas y los lugares antiguos en busca de asidero. Allí es donde antes lo encontrábamos. Incluso cuando allí no hay nada, seguimos adelante. Pero debemos encontrar cosas nuevas, de lo contrario chupamos piedras. Para mí, esto —señaló la habitación— es estéril, pobre, está muerto.
Sandor siguió con la mirada el gesto de ella abarcando la habitación que reprobaba.
—Pero yo lo intento —dijo él—. Las cosas van a mejorar, sé que va a ser así.
Ella le dio un beso y se despidió:
—Adiós, ya nos veremos.
En el coche, Marcia lloró. No era culpa de Sandor. Volvería otro día.
Llegó tarde a casa. Su marido estaba dormido en brazos de su novia, con una mano sobre la barriga de ella. En el suelo había una botella vacía de vino y varios platos sucios; el televisor estaba encendido y con el volumen alto.
Marcia sacó el disco de la platina, lo rayó con la uña y lo guardó en su funda. Despertó a la pareja, les dio las gracias, le puso a su marido el disco debajo del brazo y los acompañó a la puerta.
Empezó a subir por la escalera, pero se detuvo a mitad de camino, subió un escalón más y bajó. Volvió a la sala y se puso el abrigo. Salió al pequeño patio de cemento que había detrás de la casa. Estaba oscuro y silencioso. El frío la despejó. Se quitó el abrigo. Quería sentir el castigo del frío.
Por la mañana temprano, durante las vacaciones de verano, a veces bailaba allí fuera, con Alec como espectador, fragmentos de Romeo y Julieta de Prokófiev.
Encendió la luz de la cocina y colocó varios ladrillos formando un cuadrado. Se metió en casa y reunió sus carpetas. Las llevo fuera y las abrió. Quemó sus relatos; quemó la obra teatral y los primeros capítulos de la novela. Había mucho papel e hizo un buen fuego. Le llevó su tiempo quemarlo todo. Sentía escalofríos y percibía el olor del humo y la ceniza. Barrió el patio. Llenó la bañera y permaneció en ella hasta que notó que el agua estaba tibia.
Alec se había acostado en su cama y estaba dormido. Marcia dejó su cuaderno de notas en la mesilla de noche. Lo guardaría y lo utilizaría como diario. Pero por lo demás dejaría de escribir durante un tiempo; para empezar durante al menos seis meses. Tenía claro que no era masoquismo ni un suicidio. Tal vez su sueño de escribir había sido una especie de posesión, o adicción. Era consciente de que uno podía engancharse también a las cosas buenas. Estaba creándose un espacio. Era un vacío importante, que no llenaría con otras intoxicaciones. Sabía que posiblemente haría las paces con su madre, chupando piedras ante el televisor noche tras noche, sobrecogida de entusiasmo.
Después de algún tiempo podría encontrar otras metas.