Chica

Tomaron el tren en la estación Victoria, se sentaron juntos y se besaron suavemente. Cuando el tren empezó a moverse, ella sacó su libro de Nietzsche y se puso a leer. Al volverse hacia el hombre sentado a su lado, le divirtió su cara y la estudió meticulosamente. Se sacó los guantes para quitarle restos de espuma de afeitar de las orejas, legañas de los ojos y migas de la boca, mientras se reía para sus adentros. La combinación de la vanidad y la inconsciente ingenuidad de aquel hombre normalmente la embelesaba.

Nicole no quería ir a visitar a su madre después de tanto tiempo, pero Majid, su amante —era mayor y sonaba ridículo llamarlo «novio»—, la había convencido de que lo hicieran. Todo lo que tenía que ver con ella despertaba su curiosidad; formaba parte de la relación amorosa. Él le había insistido en que sería bueno «reconectar» con su madre ahora que ella era más fuerte. Sin embargo, durante todo el año anterior, Nicole se había negado a hablar con ella, y se había asegurado de que su madre no tuviese su dirección; había borrado muchos recuerdos que la atormentaban, fantasmas que temía que regresasen como consecuencia de aquel viaje.

¿No se percataba Majid de lo intranquila que estaba? Probablemente sí. Ella nunca había contado con nadie que la escuchase con tanta atención y se la tomase tan en serio; era como si él quisiese conquistar cada fracción de ella. Majid era la persona con más fuerza de voluntad que había conocido, aparte de su padre. Estaba habituado a hacer las cosas a su manera y a menudo hacía caso omiso de los deseos de ella. Temía que un día ella decidiese abandonarlo.

Él nunca había visto a su madre. Podía estar enajenada o sufrir brotes de demencia o algo peor. La madre de Nicole había cancelado la visita propuesta tres veces, en una de las ocasiones con una voz de borracha que bordeaba la animosidad. Nicole no quería que Majid pensase que ella —que tenía la mitad de la edad de su madre— se parecería a ella cuando cumpliese los cincuenta. Él le había comentado hacía poco que la consideraba, en cierto sentido, «oscura». A Nicole la preocupaba que también su madre considerase a Majid oscuro, pero en otro sentido.

Casi inmediatamente después de dejar la estación su tren cruzó las espumosas aguas invernales del río. Atravesaría los barrios residenciales y después la campiña, para llegar al cabo de dos horas a un pueblo costero. Por suerte, no era un viaje largo, y la próxima semana iban a ir a Roma; en enero él la iba a llevar a la India. Quería que Nicole conociese Calcuta. Él no viajaría nunca más solo. Únicamente disfrutaba con ella.

Cogidos de la mano, contemplaron las escuelas victorianas y los pequeños garajes situados bajo las arcadas del ferrocarril. Pasaron junto a campos de fútbol helados, la parte trasera de polígonos industriales en los que se fabricaban planchas de corcho y accesorios de baño, y también junto a almacenes para guardar alfombras y metalisterías.

Cuando el paisaje se fue haciendo más abierto, las vías del ferrocarril se extendían en varias direcciones como un abanico de posibilidades. Majid comentó que atravesar las afueras de Londres le hacía pensar en lo antigua que era Inglaterra y en lo notoriamente destartalada que estaba.

Nicole apoyó su mano sobre el regazo de Majid y le acarició mientras él lo iba asimilando todo, comentando lo que veía. Tenía un aire apuesto con su camisa de seda, su bufanda y su gabardina. También ella se vestía para él y no podía entrar en una tienda de ropa sin preguntarse qué le gustaría a él. Hacía unos días, se había cortado su negra cabellera y se había dejado una melena que rozaba el cuello de piel del abrigo que llevaba, combinado con botas de motorista que le llegaban hasta la rodilla. Junto a ella había un bolso en el que llevaba sus vitaminas, el diario, el protector labial y el espejito que la había convencido de que con la edad en sus párpados estaban apareciendo nuevos pliegues y arrugas. Esa mañana se había arrancado de la cabeza su primera cana y la había depositado entre las páginas de un libro. Y además le había aparecido una mancha en la mejilla y otra encima del labio. Antes de salir, Majid le había insistido en que las ocultase con maquillaje, que ella nunca se ponía.

—Por si nos encontramos con algún conocido mío —le había dicho.

Majid estaba bien relacionado, pero ella estaba segura de que allí donde iban él no se cruzaría con ningún conocido suyo. Sin embargo, había obedecido.

Nicole se obligó a seguir leyendo el libro. Poco después de conocerse, dieciocho meses atrás, él le comentó: «Has ido a la universidad, pero las cosas deben haber cambiado desde mi época». Era cierto que ella no conocía ciertas palabras: «Desorientar», «peyorativo» o «empírico».

En la casa que ahora compartían, él tenía miles de libros y estaba familiarizado con todos los escritores, músicos y pintores. Como él señaló un día, ella no había oído hablar de Gauguin. A veces, cuando él conversaba con sus amigos, ella no tenía ni idea de qué estaban hablando y se acababa persuadiendo a sí misma de que si su ignorancia a él no le fastidiaba, era porque sólo valoraba su juventud.

Desde luego, él consideraba la conversación un placer. Recientemente había sucedido un incidente ilustrativo cuando fueron a tomar el té a casa de la madre de la mejor amiga de Nicole. Esa mujer, una profesora de sociología, la conocía desde que ella tenía trece años, y probablemente seguía viéndola como a una persona conmovedoramente carente de afecto. Nicole la veía a ella como a una mujer serena, experimentada y por encima de todo culta. Cinco años atrás, cuando uno de los amantes de su madre le dio una paliza al hermano de Nicole, esa mujer había acogido a Nicole durante varias semanas. Nicole se quedó sentada obstinadamente en su apartamento, rodeada de paredes repletas de libros y cuadros. Cosas que, excepto alguna pieza de música ocasionalmente consoladora, le parecían vanas e irrelevantes.

Cuando la visitó con Majid, el máximo logro que había conseguido Nicole a medianoche fue despegar la mano de él de la de la mujer. Después tuvo que insistirle en que se marchasen o al menos que soltase la botella de whisky. Entretanto, la mujer estaba confesando sus más atormentadas pasiones y comentándole a Majid que le había visto pronunciar un discurso ante una manifestación en los años setenta. ¡Un hombre como él, clamaba, necesitaba una mujer con enjundia! Sólo cuando la anfitriona fue a buscar sus poemas para leérselos a Majid, Nicole logró agarrarlo por el pelo y sacarlo de allí.

¡Dándole la conversación que ella anhelaba, él había seducido a la madre de su mejor amiga! Nicole tuvo la sensación de que ella sobraba. Aunque él ni se había dado cuenta. Mientras lo empujaba fuera de allí, recordó la ocasión en que, cuando ella tenía unos catorce años, tuvo que sacar a su madre de una casa del vecindario y arrastrarla de un lado a otro de la calle, soportando todo su peso, ya que sus piernas no la sostenían, mientras todos los vecinos miraban.

Él se reía cada vez que Nicole recordaba aquella ocasión, pero a ella la incomodaba. Majid se había pasado buena parte de su juventud leyendo, y, ya maduro, se preguntaba qué aventuras había dejado de vivir. Proclamaba que los libros podían interponerse en el camino de lo que era importante en las relaciones entre las personas. Pero ella era incapaz de sentarse, leer, escribir o hacer cualquier cosa sin buscar compañía, ya que nunca le habían enseñado el provecho de la soledad. El compromiso al que llegaron entre ellos fue éste: cuando ella leyese, él se sentaría junto a ella, mirándola a los ojos y suspirando cada vez que ella pasara una página.

No; la queja de él era que ella era incapaz de transformar los sentimientos en palabras y esperaba que él la entendiese por clarividencia.

A Nicole la experiencia le había enseñado a mantener la boca cerrada. Había pasado su infancia entre gente ruda cuyas historias le encantaba escuchar a Majid, a quien le parecían personajes de dibujos animados. Pero habían sido presencias reales y amenazadoras. Si percibían cierta distinción en tu voz, sospechaban que eras una persona ambiciosa y que pretendías dejarlos atrás, y por ello te envidiaban, se mofaban de ti y te odiaban. Consideraban Londres una «farsa», y a la gente que vivía allí, artera. Teniendo eso en cuenta, ella se percató de que se había pasado la mayor parte de su vida, día tras día, sintiéndose física y emocionalmente atemorizada. Incluso ahora, sólo lograba relajarse cuando estaba en la cama con Majid, ya que temía que si no estaba alerta la mandarían de vuelta a casa en un tren.

Nicole pasó varias páginas del libro, tomó el brazo de Majid y se acurrucó pegada a él. Estaban juntos y se amaban. Pero flotaban en el ambiente miedos a los que no lograba acostumbrarse. Tal como le recordaba Majid cuando se peleaban, él había renunciado a su casa, a su mujer y a sus hijos por ella. Aquella mañana, cuando él fue a ver a sus hijos y a hablar con su esposa sobre la escuela, Nicole empezó a angustiarse mientras lo esperaba, convencida de que él se había acostado con su esposa y no volvería. Resultaba perturbador desear tanto a alguien. ¿Cómo se podía nunca tener suficiente de esa persona? Quizá resultase más sencillo no anhelar nada. Cuando uno de sus hijos enfermaba, Majid pasaba la noche en su antigua casa. Quería ser un buen padre, le explicaba, y añadía con un tono brusco que ella carecía de experiencia en ese tema.

Nicole salió con su vestido blanco y no volvió a casa. Se lo había pasado bien yendo a clubs y a fiestas, estando fuera toda la noche y durmiendo en cualquier sitio. Tenía montones de conocidos que la incomodaba presentar a Majid, porque él no sabía de qué hablar con ellos. «La gente joven ya no es interesante en sí misma», comentó en una ocasión sentenciosamente.

Majid mantenía que era ella la que se estaba alejando de ellos. Era cierto que esos amigos —que a Nicole le habían parecido espíritus libres y que ahora yacían en sus casas okupadas virtualmente inertes por el excesivo consumo de drogas— carecían de imaginación, determinación y entusiasmo, y que a ella le resultaba difícil hablarles de su vida por miedo a que la despreciaran. Pero Majid, que en el pasado había sido director de publicaciones radicales, podía comportarse como un esnob. En esa ocasión la acusó de tratarlo como a un pariente o un compañero de piso, y de no entender que ella era la primera mujer sin la que él no podía dormir. Y, sin embargo, ¿no se había pasado ella dos años esperando mientras él dormía con otra persona? Cuando recordaba la ocasión en que él decidió marcharse de vacaciones con su familia y se lo comunicó el día antes, pese a que le había pedido que se casase con él, le entraban ganas de darse con la cabeza contra un muro. Los hijos de él eran un encanto, pero en el parque la gente daba por sentado que eran de Nicole. Se parecían a la madre y la unían a Majid para siempre. Nicole había dicho que no quería que vinieran a su casa. Sentía deseos de castigarle y de destruirlo todo.

¿Debía Nicole abandonarlo? Enamorarse era sencillo; bastaba dejarse llevar. Sin embargo, aguantar a otra persona y preservar el amor era un trabajo arduo, nada sencillo. Los sentimientos y los temores la abrumaban. Si por lo menos su madre fuese sensata y accesible. En cuanto a la mujer con la que habitualmente discutía estos temas —la madre de su mejor amiga—, Nicole se sentía demasiado incómoda para ir a verla.

Notó que el tren aminoraba la velocidad.

—¿Ya hemos llegado? —preguntó él.

—Creo que sí.

—¿No podemos ir a pasear por la playa?

Nicole metió el libro en el bolso y se puso los guantes.

—Otro día, Majid.

—Sí, sí, hay tiempo para todo.

Majid la cogió del brazo.

Salieron de la estación y caminaron por una zona suburbana con pasos subterráneos, edificios acristalados de oficinas, multitudes apresuradas, indigentes inmóviles en el suelo y chavales colocados vestidos con ropa demasiado ligera. «La mala América», lo llamaba Majid.

Hicieron cola durante veinte minutos esperando un autobús. Ella no permitiría que él parase un taxi. Por alguna razón, pensaba que eso sería condescendiente. Y además no quería llegar demasiado temprano.

Tomaron asiento en la parte delantera del piso superior del autobús, mientras éste se alejaba del centro. Pasaron por calles sinuosas y prados. A Majid le sorprendió que el lento y pesado autobús lograse subir la colina. El lugar en el que estaban no era ni ciudad ni campo; no era sino una suma de zonas cubiertas de hierba, galerías comerciales con las tiendas imprescindibles, iglesias y casas de las afueras. Nicole fue señalando con el dedo la escuela en la que había estudiado, las tiendas en las que había trabajado por un sueldo mísero y los parques en los que había esperado a diversos novios.

A Majid el lugar también le traía recuerdos horribles. Era hijo de un político indio y cuando sus padres se separaron él creció con su madre a doce kilómetros de allí. A Majid y Nicole les gustaba hablar del hecho de que ella había nacido cuando él estaba estudiando en la universidad; que cuando ella empezaba a dar sus primeros pasos, él vivía con su primera esposa; que él podía haberle dado unas palmaditas en la cabeza a Nicole al cruzarse con ella en alguna calle. Compartían la fantasía de que él se había pasado varios años esperando a que ella creciese.

Hacía frío cuando bajaron del autobús. El viento soplaba con fuerza en los espacios abiertos. Parecía que empezaba a oscurecer. Caminaron más de lo que él había imaginado, y atravesaron varias zonas embarradas. Majid se quejó de que ella debería haberle advertido que se pusiese otro tipo de calzado.

Sugirió que le llevasen algo a la madre de Nicole. Majid podía ser muy educado. Incluso decía «disculpa» en la cama si hacía un movimiento brusco. Entraron en un supermercado resplandeciente de luces y pidieron flores; no tenían ni una. Él pidió bolsitas de lapsang souchon[1], pero antes de que el dependiente pudiese responderle, Nicole lo arrastró fuera.

La zona era sombría pero no deprimente, pese a que alguien había pintado una esvástica en una valla. La casa de la madre de Nicole estaba situada en un terreno con césped, en una urbanización construida en los años sesenta, y tenía vistas a un parque. A medida que se acercaban, Nicole parecía arrastrar cada vez más los pies. Finalmente, se detuvo y se abrió el abrigo.

—Abrázame —le pidió a Majid, que notó que Nicole temblaba—. No entraré a menos que me digas que me quieres.

—Te quiero —dijo él, rodeándola con sus brazos—. Cásate conmigo.

Ella le besaba la frente, los ojos, la boca.

—Nadie se ha preocupado nunca por mí como lo haces tú.

—Cásate conmigo —insistió él—. Dime que sí, dilo.

—Oh, no lo sé —dijo ella.

Nicole cruzó el jardín y golpeó con los nudillos el cristal de una ventana. Inmediatamente su madre abrió la puerta. El vestíbulo era estrecho. La madre le dio un beso en la mejilla a su hija y después a Majid.

—Estoy encantada de verte —dijo tímidamente. No parecía haber bebido. Miró a Majid de arriba abajo y le preguntó—: ¿Quieres que te enseñe la casa? —Parecía tenerlo preparado.

—Me encantaría —aceptó él.

Las habitaciones de la planta baja eran cuadradas, pintadas de blanco y por lo demás desnudas. Los techos eran bajos; la moqueta, gruesa y de color verde. Ante el televisor había un sofá y dos sillones a juego de color marrón con forma de barca.

Nicole estaba impaciente por enseñarle a Majid el piso de arriba. Le guió por las habitaciones que habían sido escenario de las historias que le había explicado. Él intentó imaginar las escenas. Pero los dormitorios que otrora estuvieron ocupados por inquilinos —conductores de furgoneta, trabajadores de mudanzas, carteros, albañiles— ahora estaban vacíos. El papel de las paredes estaba despegado y descolorido, las cortinas hacía una década que no se lavaban, y lo mismo sucedía con las ventanas; había colchones mugrientos apoyados contra las paredes. En el pasillo el suelo de madera estaba sin barnizar y había clavos salidos. Lo que a ella le evocaba recuerdos del pasado, a él simplemente le transmitía una sensación de miseria.

Mientras su madre les servía zumo, le temblaron las manos y derramó el líquido por la mesa.

—Esta zona es muy tranquila —le dijo Majid a la madre—. ¿A qué dedica el día?

Ella pareció desconcertada, pero reflexionó durante unos instantes.

—La verdad es que no lo sé —respondió—. ¿Qué suele hacer la gente? Antes cocinaba para los hombres, pero andar todo el día detrás de ellos acabó provocándome una depresión.

Nicole se puso en pie y salió de la habitación. Se hizo un silencio. La madre miraba fijamente a Majid. Él se percató de que la mujer parecía tener cardenales por todo el cuerpo.

—¿Ella te importa? —le preguntó la madre.

A Majid le gustó la pregunta.

—Mucho —respondió—. ¿Y a usted?

Ella bajó la mirada y dijo:

—¿Cuidarás de ella?

—Sí, se lo prometo.

Ella asintió y dijo:

—Eso es todo lo que quería saber. Os prepararé la cena.

Mientras ella cocinaba, Nicole y Majid esperaban en la sala de estar. Majid le comentó que, al igual que él, ella tenía tendencia a sentarse en el borde de las sillas. Nicole se recostó deliberadamente. Majid se puso a dar vueltas por la habitación, con la cabeza llena de cosas que decir.

Le comentó a Nicole que su madre era una persona inteligente y digna, y que Nicole debía de haber heredado su gracia de ella. Pero la casa, aunque no era sórdida, resultaba desoladora.

—¿Sórdida? ¿Desoladora? ¡No tan alto! ¿De qué hablas?

—Me dijiste que tu madre era una persona egoísta. Que siempre se anteponía a sí misma y a sus amantes por encima de sus hijos.

—Dije…

—Bueno, me esperaba a una mujer sólo pendiente de complacerse a sí misma. Pero nunca he estado en una casa más fría. —Señaló la habitación—. Ningún recuerdo, ninguna fotografía familiar, ni un solo cuadro. Cualquier referencia personal ha sido borrada. No hay nada hecho con sus manos o elegido para reflejar su personalidad.

—Sólo haces lo que te interesa —dijo Nicole—. Trabajas, te sientas en juntas directivas, comes, viajas, hablas. «Haz sólo lo que te proporciona placer», me dices constantemente.

—Soy un chico de los sesenta —dijo él—. Era una época romántica.

—Majid, la mayoría de gente no puede llevar una vida tan lujosa. Nunca lo han hecho. Tus años sesenta son un enorme mito.

—No es la falta de opulencia lo que me sorprende, sino la escasez de imaginación. Me hace pensar en lo que significa la cultura…

—Significa pavoneo y esnobismo.

—No me refiero a este aspecto de ella. O al decorativo. Sino a la cultura como una forma indispensable de expresión humana, como un modo de decir: «¡Aquí hay placer, deseo, vida! ¡Esto es lo que ha hecho la gente!».

Majid ya le había comentado en otras ocasiones que la literatura, y de hecho toda la cultura en general, era una celebración de la vida, si no una declaración de amor por las cosas.

—Lo que me sorprende aquí —continuó Majid— no es la codicia o el egoísmo de la gente. Sino lo poco que la gente le pide a la vida. Las exiguas pretensiones que se plantean y los problemas en los que se meten para refrenar su hambre de experiencias.

—Posiblemente te sorprenda —dijo ella— porque conoces a triunfadores egoístas que hacen lo que les gusta hacer. Pero la mayoría de la gente no hace nada la mayor parte del tiempo. Simplemente piensa en apañárselas un día más.

—¿Realmente es así? —Pensó en ello y dijo que él se levantaba cada día lleno de vida y de planes. Quería obtener mucho, del mundo y del resto de la gente. Y añadió—: Y de ti.

Pero Majid entendía la infecundidad, porque a pesar de toda la «cultura» que él y su segunda esposa habían compartido, sus seis años con ella habían sido estériles. Ahora él disfrutaba de este amor —y sabía que era amor por la lobreguez que lo había precedido—, que le había permitido ver lo que era posible conseguir.

Nicole le besó y le dijo:

—Querido, querido.

Señaló la puerta con cerrojo de la que le había hablado en alguna ocasión. Nicole quería bajar por la escalera. Pero su madre los llamaba.

Se sentaron en la cocina, donde la madre había preparado la mesa para cenar. Nicole y su madre vieron que Majid estudiaba la comida.

—Resulta un poco raro preparar comida india para un indio —dijo la madre—. No sabía qué tipo de comida comes.

—No hay ningún problema —aseguró Majid.

—Pensé que serías más indio —comentó la madre.

Majid meneó la cabeza y dijo:

—Trataré de serlo. —Se produjo un silencio. Y él añadió, dirigiéndose a la madre—: Ayer fue mi cumpleaños.

—¿En serio? —dijo la madre.

Ella y su hija se miraron y rompieron a reír.

Mientras él y Nicole comían, la madre, que estaba muy delgada, permaneció sentada, fumando. A ratos parecía observarlos y en otros momentos caía en una especie de ensueño. Tenía un aire sereno y parecía dispuesta a pasarse todo el día allí sentada. Majid se sorprendió tratando de encontrar indicios de la ferocidad interior de aquella mujer, pero ella parecía más resignada que otra cosa, y le recordó a sí mismo cuando estaba de determinado humor: sin esperanza ni deseos, toda la curiosidad reprimida en la oscura y agitada confusión de su mente.

Al cabo de un rato, la madre le preguntó a Nicole:

—¿Qué es de tu vida? ¿Qué tal te va en el trabajo?

—¿En el trabajo? He dejado mi empleo. ¿No te lo había comentado?

—¿En el programa de televisión?

—Sí.

—¿Y por qué? Era un trabajo estupendo.

—Me dejaba agotada y no me aportaba nada. Estoy decidida a hacer lo que de verdad quiero hacer, no lo que creo que debería hacer.

—¿Y qué se supone que significa eso? —preguntó la madre—. ¿Te quedas en la cama todo el día?

—Eso sólo lo hacemos algunas veces —murmuró Majid.

—¡No me puedo creer que dejases un empleo así! —dijo la madre—. Yo ni siquiera consigo trabajo en una tienda. Me dijeron que no tenía experiencia suficiente. Y yo les dije: ¿Qué clase de experiencia se necesita para vender panecillos?

En voz baja, Nicole habló de lo que se había prometido a sí misma: dibujar, bailar, estudiar filosofía, cuidar su salud. Quería dedicarse a lo que le interesaba. Hasta que se fijó en Majid y él le expuso una de las extrañas teorías que la ofuscaban e inquietaban. Él mantenía que no era conocimiento lo que ella ansiaba, sino un maestro, alguien que la ayudase y la guiase; quizá una suerte de marido. Y Nicole se encontró sonriendo ante la manera que tenía él de remitirlo todo a la relación que había entre ellos.

—Debe ser maravilloso —dijo la madre—. Hacer sólo lo que te apetece.

—Todo irá bien —dijo Nicole.

Después de cenar, en la sala, Nicole abrió el cerrojo metálico y Majid la acompañó abajo por un oscuro tramo de escaleras. Era el sótano en el que ella, su hermano y su hermana solían dormir; Nicole con un gorro de lana y una bufanda, ya que su madre sólo caldeaba la sala. La húmeda habitación daba a un pequeño jardín en el que los niños tenían que orinar si el cerrojo estaba echado. A lo lejos se veían prados.

De madrugada Nicole oía los gritos y ruidos de cosas rompiéndose procedentes de arriba. Si uno de los amantes de su madre —fuese cual fuese el hombre que hubiese ocupado el sitio de su padre— se había olvidado de echarle el cerrojo a la puerta, Nicole se ponía su abrigo y sus botas de lluvia y subía escaleras arriba. Las botas eran necesarias debido a los ceniceros volcados y los vasos rotos. Se aseguraba de que a su madre no le hubiesen pegado o hecho algún corte, e intentaba persuadir a todos de que se acostasen. Una mañana vio mellas en la pared, junto con restos de pelos y sangre, en el lugar donde había golpeado la cabeza de la madre. En algunas ocasiones acudió la policía.

Majid observaba a Nicole mientras ella examinaba archivadores llenos de viejos libros escolares, revistas y fotografías. Abrió varias bolsas y rebuscó en ellas algunas prendas de ropa que quería llevarse a Londres. Eso le iba a llevar un rato. Majid decidió subir y esperarla arriba. Allí se encontró con la madre.

Majid dio una vuelta por la casa, preguntándose dónde se había ahorcado el padre de Nicole cuando ella tenía diez años. No se había atrevido a preguntárselo. Pensó en cómo debía de ser llevar una vida normal y corriente, y que de un día para otro tu marido se suicide, dejándote a cargo de tres niños.

Cuando se disponía a regresar a la sala, se detuvo al borde de la escalera. Madre e hija estaban hablando, no…, peleándose. La voz de la madre, antes suave y contenida, tenía ahora un tono colérico. La casa parecía de papel. Las oía igual que antes la madre le debía de haber oído a él.

—Si te lo ha pedido —estaba diciéndole a su hija—, y si lo dice en serio, debes decirle que sí. Y si tienes celos de sus malditos hijos, ten alguno con él. Eso lo mantendrá junto a ti. Tiene dinero y es inteligente, puede conseguir a quien quiera. ¿Sabes lo que ve en ti, aparte del sexo?

—Dice que me quiere.

—¿Me tomas el pelo? ¿Te mantiene?

—Sí.

—¿En serio?

—Sí.

Sin hacer ruido, Majid se sentó en el último escalón. Nicole luchaba por mantener la dignidad y el sentido común que por la mañana se había propuesto conservar.

—Si dejas de trabajar —dijo la madre—, te quedarás sin nada. Como me sucedió a mí. Será mejor que te asegures de que no se larga con alguna más joven y más guapa.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Nicole hoscamente.

—Ya lo ha hecho.

—¿Cuándo?

—Idiota, contigo.

—Sí, sí, lo ha hecho.

—Los hombres son monstruos.

—Sí, sí.

—Si te abandona —dijo la madre—, siempre puedes quedarte aquí…, durante algún tiempo. —Dudo unos instantes y añadió—: No será como antes. No te daré la lata.

—Quizá lo haga. ¿Puedo?

—Siempre serás mi niña.

Nicole debía de estar trajinando con cajas; empezó a respirar con más fuerza.

—Nicole, no me desordenes la casa. Después me tocará arreglarlo a mí. ¿Qué buscas?

—Tenía una foto de papá.

—No sabía que la tenías.

—Sí. —Al cabo de un rato Nicole dijo—: Aquí está.

Majid se las imaginó a las dos de pie y muy juntas, mirando la foto.

—Antes de hacerlo —recordó la madre—, nos dijo que nos enseñaría algo, que nos daría una lección. Y lo hizo.

Por el tono, parecía estar orgullosa de su marido.

Nicole subió por la escalera, guardó su ropa en una bolsa y bajó a buscar algo en un armario; quería recuperar otras cosas.

—Debo hacerlo —dijo correteando apresurada.

Majid pensó que quizá ella quisiese, querría, que quizá le haría volver solo a casa. Se puso el abrigo y esperó nervioso en el vestíbulo.

—Tienes prisa —le dijo la madre.

—Sí.

—¿Tienes algo urgente que hacer en casa?

Él asintió y dijo:

—Montones de cosas.

—No te gusta estar aquí, lo sé.

Él no dijo nada.

Para su alivio, vio aparecer a Nicole con la bufanda puesta. Ambos besaron a la madre y se marcharon apresuradamente por donde habían venido. Llegó el autobús; después esperaron el tren, golpeteando en el suelo con el pie. Cuando el tren se puso en marcha, Nicole sacó su libro. Él la miró; había varias cosas que quería preguntarle, pero ella se había situado fuera de su alcance.

Cerca de casa, se detuvieron a comprar periódicos y revistas. Después compraron pan, pasta, humus, yogur, vino, agua, zumo y galletas de frutos secos cubiertas de chocolate. Lo sacaron todo de las bolsas y lo dejaron encima de la mesa de la cocina, en la que había pilas de libros, compacts, invitaciones y tarjetas de cumpleaños, mientras que debajo estaban desparramados los juguetes de los hijos de Majid. Sólo entonces advirtieron que Nicole se había dejado la bolsa con la ropa en algún sitio, probablemente en el tren. Los ojos se le llenaron de lágrimas antes de que se diese cuenta de que aquella ropa no tenía ninguna importancia; ni siquiera la quería, y él le dijo que se podía comprar la ropa que quisiese.

Majid se sentó a la mesa con los periódicos y le preguntó a Nicole qué música le apetecía escuchar, o si le daba igual una cosa que otra. Ella negó con la cabeza y se fue a duchar. Al acabar, se paseó desnuda por la casa antes de extender una toalla en el suelo y sentarse sobre ella para ponerse crema en las piernas, suspirando y tarareando mientras lo hacía. Majid empezó a preparar la cena, sin dejar de mirarla, lo cual era una de sus ocupaciones favoritas. Pronto cenarían. Después se llevarían té y vino a la cama; se quedarían allí echados durante horas y repasarían todo lo que habían hecho aquel día, sabiendo que se despertarían uno junto al otro.