Somos infalibles en nuestra elección de amantes, especialmente cuando necesitamos a la persona equivocada. Hay un instinto, imán o antena que nos guía hacia la peor decisión. La persona equivocada es, por supuesto, la adecuada para algo: para castigarnos, intimidarnos o humillarnos, defraudarnos, darnos por muertos o, lo peor de todo, darnos la impresión de que no es inadecuada, sino prácticamente perfecta, para de este modo colgarnos en el limbo del amor. No todo el mundo puede hacerlo.
Se pasó toda la mañana preguntándose si Natasha intentaría matarlo.
No estaba seguro de qué quería ella, pero desde luego no iba a ser una conversación normal. Después de cuatro años de silencio, de pronto se volvió extrañamente persistente, le escribió varias veces a casa y a la oficina de su agente. Cuando él le envió una nota explicándole que no tenía ningún sentido que se vieran, ella le telefoneó dos veces a su nueva casa y finalmente logró hablar con Lolly, su mujer, quien se quedó tan preocupada que abrió la puerta del dormitorio de su marido y le preguntó:
—¿Está intentando recuperarte?
Él se volvió lentamente y dijo:
—No se trata de eso. Yo no me preocuparía.
—¿La vas a ver?
—No.
—¿Le dirás que no vuelva a llamar?
—Sí.
—Estupendo —dijo Lolly—. Estupendo.
Natasha bebía café en una mesa de la terraza del café, vestida de negro, pero al menos no de cuero; probablemente era la única persona en el parque con un aire tan sombrío y reconcentrado. Él había llegado pronto, pero, para aparecer cuando ella ya llevase un rato esperando, se había ido con su café y el periódico al invernadero, donde había contemplado los parterres y añorado a su hijo. Pronto empezarían a mantener conversaciones y Nick tendría menos necesidad de otras personas.
Había telefoneado inesperadamente a Natasha por la mañana para decirle dónde y cuándo se verían: en los jardines de una villa de estilo palladiano del siglo XVIII en el oeste de Londres. Él estaba inquieto, pero no podía negar que también sentía curiosidad por ver cómo iban a reaccionar el uno ante el otro. Calculó que hacía cinco años que no la veía.
Había sido un verano aburrido y los colegios llevaban dos semanas abiertos. Pero un día como aquél, con el sol apareciendo súbitamente, le hacía pensar en las estaciones y los cambios. En el prado que se extendía hasta el estanque, la gente iba en manga corta y con gafas de sol. Había parejas jóvenes tendidas en el suelo, uno sobre el otro. Y como era una zona de clase media, las familias se sentaban sobre mantas con elaborados picnics; descorchaban botellas de vino, repartían servilletas de algodón y llamaban a los niños para que dejaran de buscar castañas en las ramas de los árboles y entre la hierba alta.
Se levantó y se dirigió hacia Natasha con determinación, pero la mala visibilidad provocada por la bruma y las alternativas caricias del calor y el fresco otoñales le provocaron un inesperado acceso de sensualidad. Este renovado amor por la vida fue como una carga erótica de baja intensidad. Acudía regularmente a aquel parque con su mujer y su hijo y si, como aquel día, no estaba con ellos, sentía su ausencia al pensar en lo precarias que eran las cosas sin ellos. Por la noche, cuando se reunía con su esposa en la cama —ella llevaba un pijama azul y su hijo, que armaba jaleo en su cuna al fondo del dormitorio, un pelele de manga corta de rayas azules que parecía un traje de baño de la época eduardiana—, sabía, finalmente, que allí era donde quería estar.
Pretendía echar una mirada furtiva a Natasha, pero le pareció que ella ya se había percatado de su presencia. Resultaría indigno jugar al escondite.
Con la mirada fija en ella, salió de detrás de los arbustos y cruzó la terraza de cemento que había delante del café, sorteando las mesas en las que se acumulaba una multitud de gente con perros, niños y bicicletas, a través de la cual se abrían paso malhumoradas camareras. Natasha alzó la vista y al verlo se puso a agitar la mano para indicarle dónde estaba sentada. Incluso se levantó y se puso de puntillas. Si él mostraba interés en ver cómo había envejecido ella, ella hacía lo mismo con él.
Natasha le dio un beso en la mejilla y comentó:
—Te has cortado el pelo.
—Ahora lo tengo cano, ¿verdad? —dijo él—. ¿O ya lo tenía gris?
Antes de que él pudiese dar un paso hacia atrás, ella ya le pasaba los dedos por el pelo.
—Tenías unas pocas canas detrás de las orejas —comentó ella—. Ahora… hay uno negro. ¿Por qué no te lo tiñes?
Él se percató de que el cabello de ella seguía siendo lo que denominaban «negro rock’n’roll».
—¿Por qué tomarme la molestia? —dijo él.
Ella se rió y comentó:
—No me digas que ya no eres vanidoso. Mírate con tu lustrosa gabardina azul oscuro. ¿Y cuánto cuestan esos zapatos?
—Ahora tengo un hijo, Natty.
—Lo sé, papaíto —dijo ella, y golpeó en la mesa con el enorme anillo de plata que le había regalado cuando era una adolescente su novio de los Ángeles del Infierno.
—¿Te gusta la paternidad?
Él desvió la mirada hacia las mesas repletas de los periódicos del domingo, platos, tazas y juguetes de niños. Escuchó los nombres de colegios caros, como una lista de santos. Recordó que cuando era niño sus padres le exhortaban a ser educado, y sintió añoranza de los tiempos en que los buenos modales te protegían de los excesos de la intimidad, cuando la honradez no era algo idealizado.
—Mi hijo es rollizo —dijo él—. Hay mucha carne en la que darle besos. Creo que todavía no le hemos visto el cuello. Pero tiene una boca burbujeante y la barbilla llena de saliva. Lo traigo aquí con su sombrerito blanco…, y cuando se enfada se pone colorado y parece un cocinero rabioso.
—¿Por eso me has hecho venir hasta aquí? Me ha costado encontrar este maldito sitio.
—Pensé que te gustaría saber que… —dijo él—. En mayo de 1966 los Beatles rodaron aquí los cortos promocionales de «Rain» y «Paperback Writer».
—Ya veo —dijo ella—. ¿Por eso me has hecho venir aquí?
—Bueno, sí.
A Natasha y a él les gustaba el pop de los sesenta y setenta; en su apartamento se tumbaban sobre almohadones orientales y bebían té de menta, entre otras aficiones exóticas, y ponían discos y los comentaban.
Antes de conocerla, él había trabajado como periodista especializado en el mundo pop durante muchos años y escribía sobre la moda, la música y la política laborista vinculada con esa manera de vivir. Después se volvió casi respetable, al trabajar como cronista de arte de un periódico tradicional. A los periodistas de ese diario les divertía verlo como un joven contradictorio y promiscuo. Le contrataron para que fuese beligerante y escandaloso.
De hecho, por las noches trabajaba para demostrarles lo complejo que era. Sin comentárselo a nadie, escribió, con una apremiante tenacidad, un desinhibido libro de recuerdos sobre su padre. En él hablaba de sus terrores infantiles, además de retratar la vanidad y la ternura de su padre. En el último capítulo reflexionaba sobre qué pueden hacer los hombres, y los padres, después de haberse liberado, tal como hicieron las mujeres dos décadas antes, de algunas de sus expectativas convencionales. Antes de que apareciese publicado, temía que se mofasen de él; era un libro casi sincero.
El libro fue aplaudido y ganó premios. Se dijo que ningún hombre se había desnudado así. Dejó el periodismo para escribir una novela sobre un grupo de chicos que trabajaban en una revista de música pop, que fue adaptada al cine con gran éxito de público. Vivió en San Francisco y Nueva York, dirigió talleres de escritura y reescribió películas nunca realizadas. Había triunfado. Despertaba envidias, incluso se envidiaba a sí mismo. La gente hablaba de él, del mismo modo que él había hablado antes de las estrellas del pop. Entonces conoció a Natasha y las cosas se torcieron.
—¿Todavía sigues escuchando esa música? —preguntó ella.
—¿Cuántas veces puedes escuchar «I Wanna Hold Your Hand» y «She Loves You»? Y las cosas nuevas no me dicen nada.
—Todas esas sinfonías y conciertos me suenan igual —replicó ella.
—Al menos pueden tocar —dijo él.
—Los músicos sólo leen las notas. Eso no es hacer música, es descifrar un mapa.
—¿Cuántos de nosotros somos capaces de hacerlo? Es mejor que la gente no le endilgue sus primeros trabajos al público. No olvides que me pasé años yendo a conciertos cada noche. Es gracioso. Me moría de ganas de volver a casa y ponerme alguna canción tranquila de los Isley Brothers.
Se rió, saludó a una persona.
—¿Qué tal las vacaciones? —le preguntó alguien—. ¿Y los albañiles?
—Esta gente te reconoce —le dijo ella—. Supongo que son el tipo de personas que lee. El insomnio debe de ser su único problema en la vida.
Él se rió y levantó la cara hacia el sol.
—Me conocen como la única persona que viene al parque con un hijo vestido con una cazadora de cuero.
Natasha le dejó sentarse, pero ambos estaban a la espera.
Ella se inclinó hacia adelante y dijo:
—Después de intentar evitarme, ¿qué ha motivado que me quisieses ver hoy?
—Lolly, hablaste con ella por teléfono, ha ido a echar un vistazo a una casa que compramos en Wiltshire.
—¿Te has hermanado con la aristocracia?
—No es una de esas casas de campo con un perro empapado y unos cuadros horrorosos. Es una casa londinense en un prado. Por primera vez en mucho tiempo he tenido una tarde libre. —Y añadió—: ¿Qué es lo que quieres?
—No pretendía molestarte, aunque haya podido parecer lo contrario. —Natasha le miró con aire concentrado y sincero—. ¿Quieres un pitillo?
—Lo he dejado.
Ella encendió el cigarrillo y dijo:
—No quiero que me borres de tu vida…, que me anules, que me barras.
Él suspiró y dijo:
—El otro día estaba pensando en que no volvería a querer a mis padres, no como los quise. No hay verdaderos motivos para nada, simplemente sentimos afecto y dejamos de sentirlo…, gracias a Dios.
—Lo aceptaría, si no hubieses escrito sobre mí.
—¿Lo he hecho?
—En tu segunda novela, publicada hace dos años y medio. —Natasha le miró fijamente, pero él no dijo nada—. Nick, en la época en que manteníamos una relación, dos años antes, creía que vivíamos juntos y que nuestra relación era privada.
—¿Vivíamos juntos?
—Tú dormías en mi casa y yo en la tuya. ¿No nos veíamos todos los días? ¿No pensábamos mucho el uno en el otro?
—Sí —dijo él—. Eso hacíamos.
—Nick —continuó ella—, utilizaste mis intimidades sexuales. Lo que me gusta que me metan en el coño.
Él bajó la voz para explicarle:
—Acaba de aparecer la versión croata del libro. Lo han traducido a diez idiomas. ¿Quién va a reconocer tus sobacos peludos o mi prominente estómago y escuálidas nalgas?
—Yo. ¿No es suficiente?
—¿Quién dice que es tu coño? A veces un coño…
Ella se frotó la cara con una mano y dijo:
—No empieces. Al coño del libro se le llama IM: Inglés Medio. A los que se introducen en él, de los cuales parece haber un número innecesariamente elevado y resultan además bastante grotescos, se les llama Ingleses Medios. Nosotros…
—Era mi broma.
—Nuestra broma.
—De acuerdo.
—Pensé que dejaría de molestarme. Pero no lograba quitármelo de la cabeza. Me sentí maltratada, Nick.
—Pero eso no puede ser el origen de esa sensación.
—No, tal como señalabas en el libro, cuando mi padre se ausentaba de casa para dar conferencias, mi madre me sometía a desagradables abusos.
—La mayoría de las mujeres a las que he conocido —dijo él— han sufrido abusos sexuales. Si algunas mujeres temen a los hombres, o los detestan, ¿no hay que buscar ahí el origen de ese sentimiento?
Ella no le escuchaba. Tenía muchas cosas que decirle; él la dejó seguir.
—La primera vez que te vi —dijo ella— me quedé impresionada. Se supone que los escritores tienen la sensibilidad a flor de piel y saben mucho. Son sabios, poseen suficiente honestidad, coraje y conciencia para transmitir a todos los demás. Ahora me ofende que me vieses de ese modo. Y me ofende que lo escribieses. ¿Eres capaz de explicar cualquier cosa, de poner en evidencia a cualquiera con tal que sirva a tus propósitos? Si lo único que te importa es lo que a ti te resulte más conveniente, tendrás que estar de acuerdo conmigo en que es un comportamiento patético. —Cogió su paquete de cigarrillos y lo tiró sobre la mesa—. ¿Por qué no hiciste que el personaje femenino fuese fuerte?
—¿Quién es fuerte? ¿Hitler? ¿Florence Nightingale? ¿La Thatcher? Desea ser fuerte, impermeable a la perplejidad humana. ¿No sería eso más certero?
Trató de mirarla sin alterarse. Nunca la había visto en aquel estado. La había visto confusa, tolerante, temerosa de perderlo. Habían roto de manera repentina, abruptamente. Pero durante más de un año habían seguido hablando por teléfono varias veces al día y se habían visto en los momentos difíciles. Él se preguntaba a menudo por qué no habían sido capaces de seguir adelante; incluso se había planteado volver a intentarlo, si ella estaba dispuesta. Se llevaban bien mientras duró la relación.
Natasha era desgarbada y pensaba que tenía los codos muy salidos; caminaba con los pies hacia dentro, pese a que habían intentado corregírselo cuando era niña, y ella se lo hacía saber a él. Era aguda y había leído mucho, pero consideraba que todo lo que sabía era insuficiente. Siempre había una mancha, una imperfección, una nueva arruga, un párpado caído o un trozo de piel seca en su mejilla que a ella le resultaba imposible no mencionarle a él. Carecía de confianza en sí misma, por decirlo suavemente, pero tenía ataques de vehemente autoestima, alegría y determinación de los que posteriormente se arrepentía. Después de reírse estruendosamente, se tapaba la boca abierta con la mano. Pero no se inhibía; cuando la acuciaba un miedo o una fobia, lo anotaba y lo combatía. Quizá cuando llegase a la cincuentena lograría un mayor equilibrio.
Mientras la miraba, el contorno de Natasha pareció desdibujarse. No se trataba sólo de que el pasado y el presente se estuviesen fundiendo para conformar una nueva imagen de ella, se trataba de que una tercera persona se había sentado con ellos. Esto ya había sucedido antes. Natasha parecía haber colocado entre ellos a otra mujer, una ficción, que se parecía a ella pero era su antítesis y su ideal platónico. Esta Natasha, la estrella del pop, era serena, segura y refinada. Fotografiada con una luz diferente, vestida con las mejores ropas, dotada para la práctica del ballet, la cocina y la conversación, este personaje arrastraba a Natasha hacia cosas mejores, mientras la minaba y se mofaba de ella. Ambos se habían enamorado de esa deseable mujer imperante que los perseguía como una presencia viva, pero que jamás les permitiría poseerla. Comparada con ella, Natasha sólo podía fracasar. Habían tenido que encontrar a otros —desconocidos— para que contemplasen y adorasen a la Natasha ideal; y cuando la ilusión se esfumaba, como un proyector cinematográfico que se estropea, tenían que deshacerse de ellos.
—Escribiste un poco —le dijo él—. Ya sabes lo variadas y complejas que son las fuentes de inspiración.
—Sigo escribiendo —le corrigió ella—. Pese a que te reías de mí.
—Era la justicia lo que te interesaba, y cómo vivir. La literatura no te hace recomendaciones. No es una guía, tienes que aprender que la imaginación eleva algunas cosas y las lleva a otro sitio, transformándolas mientras realizan el recorrido. La idea original no es más que un pretexto.
Ella simuló que se le hacía un nudo en la garganta y dijo:
—La alfombra mágica de tu imaginación no te lleva muy lejos, cariño. ¿Por qué tomas partes de mí y las pones en tu libro? Nick, fuiste feroz conmigo. He consultado a otras personas sobre esto.
—¿Y estuvieron de acuerdo contigo? —Ella asintió con la cabeza. Él añadió—: ¿A qué te dedicas actualmente?
—Terminé mi cursillo de capacitación. Ahora trabajo como terapeuta. Estoy hasta el cuello de deudas por compras con la tarjeta de crédito. Me embargaron el coche. En cuanto empiezas a perder pie, te hundes muy deprisa. No podrías… —Negó con la cabeza—. No, no voy a humillarme.
—No más de lo que te gusta hacerlo —dijo él.
—No. Está bien. Eh. Mira.
Natasha tiró su cigarrillo y se levantó la manga. Exhalando aire, tensó el bíceps. Apareció una considerable protuberancia.
—He estado yendo al gimnasio.
Nick se preguntó si ella esperaba que él también enseñase músculo.
—Veo que Popeye se ha comido sus espinacas —le dijo a Natasha.
—Me hace sentirme a gusto —le comentó ella.
—Eso es lo importante.
—Me relaciono con chicos jóvenes.
—Estupendo.
Nick se percató de que Natasha llevaba las orejas perforadas en varios puntos. Quizá se había hecho agujeros por todo el cuerpo. Debía de ser como acostarse con un cactus. Mejor no comentarlo. Cuanto menos hablase, antes se acabaría el encuentro. Se dio cuenta de que él estaba ahí sólo para escuchar. Sin embargo, a Nick se le ocurrió algo.
—No he perdido por completo la memoria —dijo—. Pero últimamente cojo un libro y no recuerdo lo que he leído el día anterior. Sin embargo, estaba leyendo una biografía de setecientas páginas de alguien que me gustaba. Estaba repleta de datos. Casi la única parte que me parecía insoportable era la ciática y la hernia discal del personaje; ya sabes lo que pasa a nuestra edad. Al final no tenía ni idea de cómo debía de ser el hombre. Toda la información personal y humana había sido omitida. Entonces pensé: ¿Cómo puedes atrapar la complejidad y los detalles de las emociones interiores sino con la literatura? Es el medio más próximo para llegar a representarnos cómo somos interiormente.
Ella miró hacia otro lado y dijo:
—Nunca he tenido vocación.
—¿Por qué no te vas a España?
—¿Qué? He dicho vocación, no vacación.
—¿Por qué es importante tener vocación?
—Quiero encontrar algo en lo que sea buena. Uno de mis pacientes es un skinhead que ha sufrido abusos sexuales por parte de su madre y de su hermana. No creo que sea ni siquiera capaz de leer lo que lleva escrito en sus propios tatuajes. No es a mí a quien odia y trata de herir cuando se sienta allí diciendo: «Hijaputa, hijaputa, hijaputa». ¿Por qué estoy obligada a ayudar a ese cabrón? Nick, en esa pequeña habitación eres omnipotente y autosuficiente, con tus bolígrafos que nadie más está autorizado a utilizar, el café que sólo tú puedes prepararte, música cuando te la puedes permitir, postales de cuadros célebres colgadas frente a ti. ¿Es lo mismo?
—Exactamente.
—Tú siempre te retirabas a ese útero, a ese escondite. Lo que me sacaba de quicio era cómo alejabas siempre la locura de ti y me la colocabas a mí, la chiflada semiadicta, promiscua y autodestructiva. ¿No es eso misoginia?
Él pareció desconcertado y dijo:
—No estoy seguro.
—Te creaste a ti mismo, Nick, ¿sabes?, antes de que las cosas… empezaran a desquiciarse. No eras un privilegiado, como algunos de esos escritorzuelos fanfarrones. Te recuerdo sentado con tus novelas favoritas, subrayando pasajes. Los listados de palabras pegados en el espejo ante el que te afeitabas; palabras para aprender, palabras para utilizar. Escribías la misma frase una y otra vez, de maneras diferentes. No me puedo imaginar a una mujer tan metódica y voluntariosa. Quieres que te tengan en gran consideración. Sólo que ojalá no te hubieses vengado de mí de una manera tan artera y rencorosa.
—Nunca dejará de haber fricciones entre hombres y mujeres —dijo él— mientras quieran cosas unos de otros; y tienen que querer cosas, en eso consiste una relación.
—¡Eso es sofistería!
—¡Es la realidad!
—¡Es engañarse a uno mismo! —dijo ella.
Él se levantó. No tardaría mucho en llegar a casa. Podría sacar una tumbona a su nuevo jardín, en el que se acababan de gastar un montón de dinero, y ponerse a leer y echar una cabezada. Por la puerta de servicio habían entrado seis hombres con plantas, árboles y losas; Lolly y él deseaban rodearse de naturaleza. No había sido con su dinero, ni siquiera con el de Lolly, sino con el del padre americano de ella. Nick se preguntaba si lo que él sentía era lo que debían de sentir las mujeres casadas económicamente dependientes de sus maridos, cuando lo que uno tiene no lo ha ganado ni merecido. No era exactamente humillación lo que sentía, pero sí cierto resentimiento.
Había conocido a Natasha en una fiesta privada un primero de mayo en el Instituto de Arte Contemporáneo, situado junto a Buckingham Palace y desde el que se ve el Big Ben. Para desinhibirse, Nick siempre bebía y fumaba marihuana antes de salir de su apartamento; y se estaba riendo entre dientes de las ironías de la actualidad. Dejando a un lado la invasión soviética de Hungría, no podía ser un momento peor para el socialismo. Desde luego, ninguna de las personas a las que conocía admitía pertenecer a la izquierda ortodoxa, o haber apoyado a la Unión Soviética. «Siempre fui más un anarquista que un hombre de partido», oyó Nick mientras se abría paso entre la multitud hacia la mesa de las bebidas. Y una voz replicó: «Nunca he sido partidario de afiliarme». Sus amigos izquierdistas más imaginativos se habían ido a Berlín para ser testigos de la caída del muro, «para estar en el centro de la historia», tal como lo expresó uno de ellos. «Por primera vez», había comentado Nick.
Era fácil adoptar un aire despectivo. ¿Qué sabía él? Justo ahora estaba empezando a leer libros de historia, ya que le intrigaba el hecho de que, unas pocas décadas atrás, gente no muy diferente de él se hubiese dejado atrapar por la fatal seriedad de ideologías asesinas capaces de poseer la mente. Él sólo había creído en el pop. La frivolidad y rabia de este movimiento eran puramente subversivas; no prometía nada. Si le preguntaban por su punto de vista, él temía darlo. Pero era capaz de perfilarlo.
Al igual que él, Natasha trabajaba sólo por las mañanas, dando clases o trabajando en estas teorías. A ambos les gustaban ciertos aspectos de Londres, no el teatro, el cine o los restaurantes, sino los lugares más duros, que parecían salidos de una novela de Colin McInnes. Nick había conocido a gente rica y famosa, le invitaban a cócteles e inauguraciones, a comidas y a cenas de beneficencia, pero todo eso resultaba demasiado gazmoño para dejar que se convirtiera en su mundo cotidiano. Empezó a encontrarse con Natasha a las dos en punto en un enorme y vacío pub de Notting Hill. Comían, tomaban sus primeras copas, hablaban sobre todo y saludaban a los viejos rastas que parecen instalados permanentemente en ese tipo de pubs. Compraban droga a jóvenes camellos de las casas cercanas y escuchaban sus planes para futuros robos. Notting Hill era un barrio rico y las casas eran espléndidas, pero la gente todavía no se había acabado de enterar. Los pubs aún eran descuidados, con moquetas húmedas y polvorientas barras de roble cubiertas de quemaduras de cigarrillos, pero estaban a punto de convertirse en lugares resplandecientes repletos de gente con pinta de aparecer en televisión, aunque lo único que hacían era trabajar allí.
Natasha y él tomaban cocaína o éxtasis, o un poco de LSD, o las tres cosas, y se recluían toda la tarde en el cercano sótano de ella. Cuando oscurecía, se ayudaban mutuamente a levantarse de la cama, se aplicaban la sombra de ojos en sendos espejos situados uno junto al otro y salían con zapatos de tacón alto.
Ahora ella le tomó la mano y dijo:
—¡No puedes dejarme! —Y tiró de él para que volviera a sentarse.
—¡No tires de mí! —protestó él.
—¡No olvides las flores con las que te presentabas ante mí! —dijo ella—. ¡La pasión! ¡Las caminatas por la ciudad por la noche y los desayunos por la mañana! ¡Y las conversaciones, las conversaciones! ¿No colocábamos las sillas una junto a la otra y yo te ayudaba con tu trabajo? ¿Has olvidado con qué facilidad en aquella época perdías la esperanza y cómo yo lograba una y otra vez que volvieras a sentarte ante tu escritorio? Todas las personas que conocías querían convertirse en escritores de verdad. Ninguna de ellas lo consiguió, pero tú pensabas: ¿Por qué no iba a conseguirlo yo? ¿No te ayudé yo a lograrlo?
—¡Sí, lo hiciste, Natasha! ¡Gracias!
—Pero eso no lo pusiste en el libro, ¿verdad? ¡Pusiste todo lo demás!
—¡Eso no encajaba!
—Oh, Nick, ¿no lo podías haber hecho encajar? —Lo miraba fijamente—. ¿Por qué te ríes de mí?
—No hay forma de zanjar esta conversación. ¿Por qué no caminamos un poco?
—¿Podemos?
—¿Por qué no?
—Sigo pensando que te vas a largar. ¿Tienes tiempo?
—Sí.
—Mi hombre agridulce, te llamaba. ¿Lo recuerdas? —Pareció relajarse un poco—. Una vida sin trabas y creativa, que transformaba el tedio habitual y los sentimientos dolorosos en arte. Las satisfacciones de un niño autosuficiente jugando solo. Eso es lo que yo quiero. Por eso precisamente la gente envidia a los artistas.
—Vocación —dijo él—. Suena como el nombre de alguien.
—Sí. Un guía. Alguien que sabe. No quiero parecer religiosa, porque no se trata de eso.
—Un consejero. Un hombre.
—Probablemente —suspiró ella.
—Estaba pensando en cómo… —dijo él— nuestra generación amó a Marilyn Monroe, a Jimi Hendrix e incluso a Kurt Cobain. En cierto modo amábamos la muerte. Muy poca de la gente a la que admirábamos era capaz de acostarse sin ahogarse en su propio vómito. ¿No era ése el gran problema… del pop y de todos nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Se dijo que éramos una generación autoindulgente. No fuimos a la guerra y sin embargo teníamos instintos bastante asesinos hacia nosotros mismos. Casi todos los que conozco… o conocí.
—Pero yo iba a… —Natasha rebuscó en su bolso y se inclinó hacia él—. Dame la mano —le pidió—. Vamos. Tengo algo para ti. —Le puso algo en la palma—. Ahora mira.
Él abrió la mano.
En una deprimente hilera de comercios en North Kensington, entre una librería de viejo y una tienda medio en ruinas en la que alquilaban disfraces, había una tienda en la que Nick y Natasha iban a comprar ropa de cuero y de goma. Las ventanas tenían barrotes, las paredes estaban pintadas de negro y apenas había luz, para disimular el hecho de que muchos de los brillantes artículos de color rojo estaban mal acabados o directamente raídos. Las dependientas, vestidas con versiones discretas de la ropa en venta —Nick prefería referirse a ella como disfraces— eran entusiastas y ofrecían a los clientes té y galletas.
Envueltos en abrigos de cuero de imitación comprados en tiendas de segunda mano con fines benéficos, Natasha y Nick empezaron a frecuentar lugares en los que los demás asiduos tenían gustos similares, en busca de nuevos peligros y transgresiones, que abundaban durante aquella época del sida. Si las parejas necesitan aspiraciones, ellos habían descubierto su meta. Era posible ser un forajido sexual, ya que todavía había gente inocente. Se presionaban mutuamente, interpretando a Virgilio ante el otro, hasta que ya no tenían claro si eran niños o adultos, hombres o mujeres, amos o esclavos. La trasformación en placer de lo banal, lo desagradable y lo sencillamente nada apetecible era como magia negra; pobre Don Juan sobre una cinta de correr, obligado a crear eternamente la electricidad de la vida.
Nick recordó una noche en que salió a la terraza de un inmenso club buscando a Natasha y se encontró con un espectáculo de disfraces estrafalarios, plumas, semidesnudez, máscaras y ropa de todas las épocas, que representaban todas las pasiones, todos los posibles vicios y desviaciones. Natasha estaba entre ellos, esperándolo con un viejo que trabajaba en correos al que sujetaba con una brida.
Nick se preguntó si a todos los presentes les gustaba participar de un secreto, ya que recreaban el misterio que los niños descubren entre susurros: que lo que a la gente le gusta hacer unos con otros resulta raro y que en el descubrimiento de esa rareza está toda la excitación. Por supuesto había iniciaciones aterradoras, y continuamente. Eran la gente más extraña; Nick aprendió que había pocas cosas simples en el comportamiento de la humanidad. Pero lo que parecía aterrorizarlos a todos era lo rutinario, lo familiar, lo corriente.
Como actores incapaces de dejar de interpretar un papel, como si pudiesen permanecer por siempre sobre el escenario, Natasha y él querían mantenerse en un punto drástico en el que no había desilusiones, conciencia de uno mismo o desarrollo, tan sólo un estado de constante urgencia narcisista y una nítida luz blanca en la cabeza.
Para disfrutar al mismo tiempo de su castigo y su placer, a lo que algunos llamarían una comodidad, se colocaban. Nick recordaba a un amigo del colegio que decía —y era el mejor alegato contra las drogas que había oído jamás—: «Si vas colocado, no puedes hacer nada». ¿Por qué vivir era un problema? Si echaba un vistazo a su alrededor, a sus amigos y conocidos, ¿cuántos de ellos eran capaces de sobrevivir sin ayuda? Buscaron el abandono hasta que se convirtieron en algo parecido a una generación perdida para la guerra. Los supervivientes pasaban sus días en sesiones de terapia para superar el shock de los bombardeos en sanatorios en plena campiña. Nick sospechaba que habían dejado el éxito para los idiotas y los mediocres. A medianoche raramente era capaz de ver algo ante sus narices; él y Natasha se ayudaban mutuamente a levantarse, como los lados verticales de un tambaleante triángulo. La sobriedad resultaba aterradora, aunque ya no recordaban por qué, y sus héroes, leyendas y mitos eran inútiles sin esperanzas, ensueños trágicos empapados de muerte.
Vio a gente que se enganchaba a la heroína como si se tratase de un destino obligado; imaginar que uno podía evitarlo era arrogante y pomposo. Nick había deseado encontrar seres humanos con ideas afines, y los había convertido en sus carceleros. Recordaba a gente con máscaras de goma, que se acercaban a él como verdugos. Era un trabajo arduo convertir a las personas en objetos cuando uno no había sido educado para ello.
En una ocasión, se despertó en casa de Natasha a mediodía. Se levantó y caminó pesadamente por el apartamento intentando familiarizarse con un objeto extraño: su cuerpo. Le habían propinado una buena paliza; tenía la cara y las manos llenas de rasguños: debía de haberse caído en alguna parte y nadie, ni siquiera él, se había dado cuenta.
Ella se había ido a trabajar y le había dejado una nota: «¡Recuerda, recuerda!», había garabateado con su lápiz de labios.
¿Recuerda qué? Se volvió. Su misión era retirar tres mil libras de su cuenta bancaria —que, aparte de su apartamento, era todo lo que tenía— y comprar drogas a un tipo que vendía de todo, pero sólo en grandes cantidades. Les ahorraría el problema de tener que estar buscando continuamente. En un par de horas tendría las drogas en sus manos; unos minutos después la cocaína estaría haciendo su efecto, robándole un día y una noche más de su vida. Natasha regresaría y más tarde tenían que encontrarse con otra pareja; habría jaulas, fustas, hielo, fuego.
Había padecido las actitudes rancias de profesores y jefes, y se había lanzado a la rebelión, las drogas y el placer. Nadie le había enseñado qué era una vida con sentido y las voces que retumbaban en su cabeza no eran amables.
Y sin embargo le sucedió algo. Salió del apartamento y, pese al dolor que sentía, siguió caminando hasta que llegó a los suburbios; finalmente cayó por prados y prados. Nunca volvió al apartamento de Natasha. El resto fue fría y deprimente abstinencia y duelo, la mitad de la jornada sentado ante su escritorio, día tras día, evocando insistentemente una disciplina recordada a medias, deseando que alguien le atase a la silla. Esos personajes de las obras de Chejov, siempre clamando «trabajo, trabajo, trabajo». Vaya plegaria más rancia, pensaba, como si el mundo pudiera mejorar gracias a la esclavitud. Pero el aburrimiento era un antídoto para los deseos díscolos, disipaba sus sospechas de que la desobediencia era la única forma posible de energía. Tenía que aprender de nuevo a sentarse tranquilamente.
Después de un mes de bloqueo total, redescubrió la capacidad y el coraje. Incluso volvió a rondarle la idea de reconocimiento público, junto con la competitividad, la envidia y un poco de orgullo. Nick se alejó de Natasha, y cuando volvieron a verse, cautamente, su miedo a cualquier adicción, que le había salvado, pero que era también miedo a fiarse de nadie —a algunas adicciones se las llama amor—, hizo que ya no pudiera quererla. ¿Qué podían hacer juntos? Eso nunca le hubiera sucedido a la Natasha ideal, deseable.
Natasha le había puesto un pequeño sobre en la palma de la mano.
—Toma.
Él bajó la mirada.
—Te equivocabas al pensar que eran las otras cosas lo que me gustaba —dijo ella—, cuando en realidad eran nuestras conversaciones y tu compañía. Eras cariñoso, Nick, y en ocasiones extrañamente atento. Me cuesta meter esto en el mismo saco junto con todo lo que me has hecho. —Le tocó la mano—: Adelante.
—¿Ahora?
—Y después damos un paseo.
En los servicios del parque había un niño en uno de los cubículos con los pantalones bajados y sentado en la taza. Su padre le limpió y le ayudó a abotonarse el pantalón, subirse la cremallera y ajustarse el cinturón. Nick se metió en el cubículo contiguo y cerró la puerta. Abriría el minúsculo sobre, echaría un vistazo por los viejos tiempos y se lo devolvería a Natasha. Así ella habría tenido el día que había deseado.
Le temblaban las manos. Sostuvo el sobre en la palma de la mano antes de abrirlo. Un gramo de polvo de calidad, intacto. Polvo celestial. Llevaba la tarjeta de crédito en el bolsillo trasero.
Regresó con ella.
—Tomé las partes de ti —le dijo— que necesitaba para mi libro. No se trataba de someterte a un juicio imparcial o definitivo, sino de una transformación práctica, para expresar algo. Una persona en una obra narrativa se convierte en una figura fantaseada…, sacada de un contexto e introducida en otro para servir a un propósito concreto. Sólo se utiliza una pequeña porción de esa persona.
Natasha asintió, pero había perdido el interés.
Pasearon junto al estanque, la cascada y el campo de críquet. Había niños jugando encima de troncos talados, gente dibujando y pintando; y desde sus pedestales los bustos de varios emperadores romanos contemplaban a los allí presentes. Natasha y Nick caminaban entre zonas de intenso sol y corredores más frescos. Las corrientes cálidas se habían vuelto frías. A medida que oscurecía, las nubes adquirían una tonalidad carmesí. Los padres llamaban a sus hijos.
Natasha rompió a llorar.
—Nick, ¿me sacas de aquí?
—Si quieres.
—Por favor.
Natasha se puso las gafas de sol y Nick la guió hacia la salida entre las familias que caminaban sin prisa.
Una vez en el coche de él, ella se secó las lágrimas.
—Todas esas respetables voces blancas detrás de los altos muros. La riqueza, la limpieza, la esperanza. Estaba empezando a sentir un ataque de agorafobia. Todo eso me pone enferma de arrepentimiento.
Natasha estaba temblando. Nick había olvidado cómo le contrariaba la agitación de ella. Estaba empezando a impacientarse. Quería estar en casa cuando Lolly regresase. Tenía que preparar la cena. Esperaban a unos amigos que venían con su hijo recién nacido.
—¿No vamos a tomar un trago? —preguntó ella—. ¿Hacia dónde vamos? ¿Dónde estamos?
—Mira —dijo él.
Conducía por una calle de altas y respetables casas de estuco, con columnas y escalones. Junto a las entradas había enormes coches familiares. Al otro lado de la estrecha calle había una plaza con césped, y entre unos árboles enormes se veían pistas de tenis y un parque para niños. Durante la semana los autobuses escolares recogían y traían de vuelta a niños vestidos con austeros uniformes; a media tarde niñeras filipinas y de la Europa del Este se sentaban en el parque infantil vigilando a los críos. Allí vivía Nick ahora, aunque no pudiera admitirlo.
—Estamos pensado en mudarnos aquí —le dijo a Natasha—. ¿Qué te parece?
—No sirve de nada que me lo preguntes a mí —respondió ella—. Todo se ha vuelto muy convencional. Uno está dentro o fuera de eso. Yo estoy fuera…, con los raros, los imposibles, los discriminados, los destrozados. Es el único sitio donde se puede estar.
—¿Por qué convertir una costumbre en un principio?
—No lo sé, Nick. Llévame a alguno de los sitios de antes. Tenemos tiempo, ¿no? ¿Te aburres conmigo?
—Todavía no.
—Me alegro.
Nick condujo hasta uno de los pubs que solían frecuentar, con su sucesión de pequeños recovecos, techos oscurecidos, bancos y grandes mesas redondas. Nick pidió ostras y una Guiness.
Mientras se sentaba, preguntó con cierto embarazo:
—¿Tienes más de ese material?
—Si me das un beso —respondió ella.
—Vamos —dijo él.
—No —dijo ella, acercando la cara hacia él—. ¡Paga por lo que quieres!
Él se inclinó hacia los cálidos labios de ella.
Ella le pasó el sobrecillo.
—Si no dejas un poco, te mato.
—No te preocupes —la tranquilizó él.
—Sí lo hago —dijo ella—. Porque sé lo que te salvó: la codicia. —Ella no apartaba la mirada de él—. ¿En mi casa? No mires el reloj. Sólo un rato, ¿vale?
Al ver el piso, Nick pudo deducir que Natasha no había enloquecido. Los muebles no estaban deteriorados o sucios; había flores, un sofá grande y caro con libros sobre nutrición en equilibrio sobre uno de los brazos. Los discos ya no estaban en el suelo. Ahora tenía compacts, ordenados alfabéticamente y dispuestos en hileras. Como de costumbre, había periódicos y revistas musicales encima de la mesa. Natasha puso un compact. Nick pensó que ojalá no fuese uno que él conociese.
Nick se metió en el dormitorio. Estaba tan oscuro como de costumbre, pero sabía dónde estaban los interruptores. Mientras contemplaba los familiares tapices indios colgados de la pared, se dejó caer sobre el colchón para sacarse los zapatos. Tiró su ropa al suelo de madera sin barnizar, cubierto con gastadas alfombras. Conocía el olor de la cama de ella. Tenía a mano las botellas de vino abiertas y el cenicero, tomó un trago de un vino tinto avinagrado y cogió las pastillas.
Ella casi cayó encima de él; sabía que a él le gustaba sentir su peso y que lo inmovilizase. Nick cerró los ojos.
Cuando ella lo ató con rapidez y movimientos de experta, él recordó los escalofríos del miedo, la indefensión, y el placer que llegaban de un lugar escasamente iluminado. Nick opuso resistencia, soltó risitas nerviosas y chilló.
Cuando se despertó, Natasha estaba sentada a su mesa, en la otra punta de la habitación, con el salto de cama de seda negro, rodeada de papeles, ungüentos, latas y cajas, con las manos colocadas como si fuese una pianista a punto de tocar una canción. Natasha se volvió y le sonrió. La puerta del armario en el que guardaba sus «disfraces» estaba abierta.
—Desátame.
—Dentro de un rato. Quizá mañana.
—Natasha…
—Mira. —Se abrió el salto de cama y se sentó encima de él. Qué lasciva era—. Escucha. Si no te portas bien, te leeré unos pasajes de lo que has escrito.
Nick levantó la mirada y vio que Natasha fruncía los labios en un gesto de concentración. Finalmente, ella lo desató. Ambos estaban satisfechos, un trabajo bien hecho. Nick empezó a moverse precipitadamente en la cama, como si una necesidad interna acompañada de furor le impulsase a anhelar satisfacción. Tenía que encontrarse con un hombre en un pub, un hombre codicioso y desequilibrado, que sin duda tenía talento para resolver problemas matemáticos con extrema rapidez. Pero Nick no encontraba su ropa entre la maraña de cosas que había encima de la cama.
Como hacía frío, se vistió debajo de las sábanas, como solía hacer antaño. Pero las prendas olían mal, como si hiciese varios días que las llevaba. Le dio la vuelta al jersey.
Natasha lo ayudó a levantarse, tirando de él. Nick encendió un cigarrillo.
—Natty, estoy sin blanca para pagarte el material.
Ella asintió y le preguntó:
—Bien. ¿Conseguirás dinero?
Él dio unas palmaditas en su bolsillo y dijo:
—¿Estarás aquí cuando vuelva?
—Oh, sí —respondió ella.
Nick fue al recibidor y se estremeció, como si de pronto se despertase.
Ella lo siguió y le preguntó:
—¿Qué te sucede?
—Tengo marcas —dijo él, subiéndose las mangas—. ¡Dios mío, mira! Mis muñecas.
—Sí que las tienes —dijo ella—. Eres un hombre marcado. Pero se borrarán.
—No esta noche.
—Espero haberme quedado preñada —dijo ella—. Es el momento del mes idóneo.
—Eso para mí sería un fastidio.
—Pues para mí no —aseguró ella—. Sería un buen recuerdo. Un honorable souvenir.
—No sabes lo que estás diciendo —dijo él.
—Sí lo sé. ¿Quieres que te lo haga saber si sucede?
—No.
—Como quieras.
—Había olvidado que las drogas hacen tolerables las cosas más triviales —dijo él—. Espero que todo te vaya bien.
Nick salió a la calle. Empezó a caminar a paso rápido, pero sin saber hacia dónde se dirigía. Tenía la mente en blanco; había cosas buenas, pero no al alcance de la mano. Si simplemente la droga dejase de hacer efecto. Finalmente, se acordó de su coche y regresó a buscarlo. Condujo rápido, pero con prudencia. Lolly debía de haber acabado lo que tenía que hacer en la casa de campo. Estaría regresando, cantándole canciones al niño en el coche. Deseó que estuviera sana y salva. Pensó en la satisfacción que se dibujaba en el rostro de su mujer cuando lo veía, y la manera como su hijo se volvía al escuchar su voz. Tenía tantas cosas que enseñarle a ese niño. Pensó que los placeres se borran a sí mismos a medida que acontecen; nunca recuerdas el último cigarrillo que te has fumado. Si la felicidad se acumula no es porque permanezca en la corriente sanguínea, sino porque es la propia corriente sanguínea.
Abrió la puerta de su casa. Todavía no se había acostumbrado a la amplitud y luminosidad de la cocina, ni al silencio, tan poco habitual en Londres. El refrigerador era en sí mismo una habitación. Sacó la comida y la puso en la mesa. Ahora tenía que ir al supermercado a comprar el champán.
Antes de salir abrió la puerta de su estudio. Llevaba varios días sin sentarse a su escritorio. Quería pensar que había otras cosas que le gustaban más, que no estaba poseído por él. Entró y garabateó deprisa algunas notas. Ahora no podía ponerse a escribir, pero después de la cena se acostaría con su esposa y su hijo, y cuando ambos estuvieran dormidos, él se levantaría para trabajar.
Sentado al volante del coche, se examinó las doloridas muñecas. Se bajó las mangas de la camisa. Antes nunca se las cubría; conocía a algunos hombres y a muchas mujeres que mostraban los cortes, las cicatrices o las incisiones de sus brazos como marcas distintivas.
Había algo que le hubiera gustado decirle a Natasha cuando se marchaba y al volverse vio su rostro detrás de la ventana, observándolo mientras subía los escalones. «Hay mundos y más mundos y más mundos en tu interior». Pero quizá para ella no hubiese significado nada.