Desconocidos cuando nos encontramos

¿Me oyes? No, nadie me oye. Nadie sabe que estoy aquí.

Los oigo.

Estoy en una habitación de hotel, sentado en una silla, inclinado hacia adelante y con la oreja pegada a la pared. En la habitación contigua hay una pareja. Llevan un rato hablando, en un tono bastante cordial; su diálogo parece conciso pero natural. Sin embargo, conversan en voz baja; pese a que estoy muy atento, no logro entender lo que dicen.

Me viene a la memoria que, cuando se escucha a través de un tabique, puede ser útil usar un vaso. Me dirijo caminando de puntillas al lavabo, cojo un vaso, lo pongo contra la pared y pego la oreja, intentando mejorar las condiciones de escucha. ¿Cómo hay que colocar el vaso? ¡Si alguien me viera agachado de esta manera! Pero estoy solo y todo se ha fastidiado.

Iban a ser mis vacaciones de verano en un pueblo de la costa. Tengo la bolsa de viaje abierta sobre la cama, con un libro de poesía amorosa y una biografía de Rod Stewart encima. Ayer fui a Kensington High Street para comprar guías, botas para caminar, novelas, juguetes eróticos, drogas y cintas de Al Green para escuchar en el walkman. Hice la maleta ayer por la noche y me fui a dormir temprano. Esta mañana ha sonado el despertador a las seis y he leído un poco de Mi vida en el arte de Stanislavsky: «He vivido una vida turbulenta, durante la cual me he visto obligado en más de una ocasión a modificar mis convicciones más profundas…».

Después he hecho footing por Hyde Park y como de costumbre he desayunado en un café con mis compañeros de piso, una actriz y un actor con los que había estudiado en la escuela de teatro. «¡Buena suerte! Pásatelo muy bien, ¡eres un cabrón con suerte!», me han dicho, mientras yo salía camino de la estación con la bolsa al hombro. Se entusiasman con todo, como suelen hacer los jóvenes actores. Quizá por eso prefiero la compañía de personas más mayores, como Florence, que está en la habitación contigua. Ya de adolescente, prefería a los padres de mis amigos —normalmente a sus madres— antes que a mis propios amigos. Lo que de verdad me entusiasmaba era lo que la gente contaba de sus vidas, los detalles de sus descripciones, y no el fútbol o las fiestas.

Acabo de volver de la playa, que está a diez minutos del hotel, detrás de una hilera de bungalows nuevos. El mar tiene una tonalidad lúgubre, casi gris. He caminado por la arena junto a unas casetas de baño vacías situadas en una zona de matorrales. Había una belleza especial en la desolación del día nublado y lluvioso, y en las distancias abiertas y despejadas. Un puñado de hombres con impermeables amarillos pescaban en la orilla. En una zona asfaltada había un grupo de gente apiñaba en autocaravanas, contemplando el mar. Aparte de ellos, no se veía a nadie más. Considero que éstos son los elementos esenciales para unas vacaciones en Inglaterra. Una pareja que necesite hablar encontrará aquí su oportunidad.

Situado en una zona llena de granjas y prados con reses y caballos, el hotel es una enorme casa de campo con establos a un costado, y rodeado por un jardín rebosante de flores. Hay un comedor, luminoso como una lámpara de araña, con profusión de copas y cubertería, en el que se exige corbata; estos pequeños esnobismos se incrementan cuanto más te alejas de Londres. Pero puedes comer lo mismo en el bar, situado (como dice la guía de hoteles que Florence y yo estudiamos juntos) en el sótano del hotel. Las habitaciones son cómodas, aunque un poco demasiado floreadas, y con una innecesaria abundancia de motivos equinos. En cualquier caso, tienen cama doble, televisor y un cuarto de baño del que no hay nada que recelar.

¡Ahora se oye una risa en la habitación contigua! Hay que reconocer que sólo se ríe él; es la risa despreocupada de una persona con una vida sólida y estable. Y sin embargo ella se ha tomado la molestia de decir algo gracioso. ¿Por qué conmigo no lo hacía? ¿Qué habrá dicho Florence? ¿Cuánto tiempo voy a ser capaz de soportar esta situación?

Súbitamente me pongo en pie, tropiezo con una esquina de la cama y el vaso que llevo en la mano sale volando. Quizá mi grito y el estrépito aplaquen su idilio, pero ¿por qué debería ser así?

Dudo que mi amante sepa que me han alojado en la habitación contigua. Aunque llegamos en el mismo coche, no nos registramos juntos, porque yo me fui a «explorar», como habríamos hecho mis hermanas y yo de vacaciones con nuestros padres. Fue al abrir la puerta más tarde cuando oí su voz y me percaté de que teníamos habitaciones contiguas.

Me voy a marchar; tengo que hacerlo. Pero no esta noche. La idea de regresar a casa se me hace insoportable. ¿Qué dirán mis compañeros de piso? No son mis mejores amigos; puedo sobrevivir a su desconcierto, y podría vivir en el apartamento como si no estuviera, con las cortinas echadas, sin responder al teléfono, evitando los pubs y cafés en los que hago crucigramas y escribo cartas para pedir trabajo. Pero si llamo a mis mejores amigos, ¿qué dirán? ¿Por qué has vuelto tan pronto? ¿Qué ha ido mal? Se reirán y chismorrearán. Gente que ni me conoce repetirá el cotilleo, que quizá me persiga durante años. ¿Qué hay más interesante que el deseo frustrado, cuando se trata del deseo de los demás?

Mañana podría ir a Devon o Somerset, tal como Florence y yo planeamos. Pensábamos decidirlo en el último momento. Nuestra primera escapada —de hecho, nuestra primera noche entera juntos— tenía que ser una aventura. Queríamos disfrutar el uno del otro sin pensar en que ella tenía que volver con su marido a las pocas horas. Nos despertaríamos, haríamos el amor y nos contaríamos nuestros sueños durante el desayuno.

No estoy de humor para decidir nada.

Sin duda, en la habitación contigua tienen muchas cosas que decirse, algo desde luego un poco inusitado tratándose de una pareja que lleva cinco años casada.

Me froto los ojos, me lavo la cara y me dirijo a la puerta. Tomaré unas copas en el bar y pediré la cena. He ojeado el menú y la comida parece prometedora, especialmente los puddings, de los que a Florence le encanta tomar una cucharada, apartar el plato y decirle al camarero: «¡Ya he terminado!». Quizá tenga el privilegio de verla hacer eso desde la otra punta del comedor.

Pero vuelvo a mi posición contra la ya familiar pared, me masajeo la espinilla, y trato de imaginar qué están haciendo, como si estuviese escuchando una obra de teatro por la radio. Probablemente se están cambiando. A menudo, cuando estoy a solas con Florence, me vuelvo y ella ya se ha desnudado. Se quita la ropa con la misma facilidad con la que otros se quitan los zapatos. Con veintinueve años, tiene un cuerpo muy ágil. La recuerdo desnuda en mi cama, leyéndome un guión y dándome su opinión, mientras yo preparo algo para comer. Interpreta los papeles con voces burlescas, hasta que temo tomarme el proyecto en serio. Tengo un jersey suyo y varios guantes que se dejó en mi casa. ¿Por qué no llamo a su puerta? Me encanta el surrealismo.

Después cenarán en el comedor. No veo por qué a él tendría que ocurrírsele llevarla a otro sitio esta noche. El tipo cenará frente a su esposa, pidiéndole su opinión sobre las salsas, obviamente satisfecho de todo lo demás, sabedor de que los labios, las bromas, los pechos y el cariño de Florence le pertenecen. Temo enloquecer. No es que vaya a saltar sobre su mesa y estrangular a uno de los dos. Permaneceré sentado con mi indignación y no disfrutaré de la comida. Me acostaré triste y medio borracho, sólo para volver a oírlos. El hotel no está lleno, puedo pedir otra habitación. En el bar me he fijado en una mujer que leía The Bone People. También había un montón de jóvenes turistas austríacos, con calcetines largos, consultando mapas y guías. Cómo podríamos pasárnoslo todos.

Pero tengo una horrible obligación. Necesito saber qué tal están juntos. No despegaré la oreja de esta pared.

Y pensar que esta mañana estaba sentado en el tren a punto de salir de la estación. Había comprado vino, sándwiches y, como sorpresa, un pastel de chocolate. El sol atravesaba la ventana. (Resulta curioso cómo uno se imagina que simplemente porque en Londres hace sol, tiene que hacer sol en todas partes). Había reservado asientos de primera clase, pagando el viaje con dinero ganado con una película en la que interpretaba el papel principal, un chico de la calle, un drogata, un ladrón. Me han mostrado el copión; la están montando y llevará una banda sonora con rock. El productor confía en colocarla en la Quincena de los Realizadores del festival de Cannes, donde, según él, tienen tanta pasta y son tan privilegiados que adoran cualquier cosa sórdida y cruel.

Sin duda, Florence es más astuta que mi agente. Cuando oí por primera vez hablar de la película a otros actores, me dijo que cuando ella era actriz cenó en varias ocasiones con el productor. Supuse que era un farol, pero el hecho es que lo llamó a su casa e insistió en que el director me viese. Me senté sobre sus rodillas, acariciándole el pezón con los dedos, mientras ella hacía la llamada. No le dijo que nos conocíamos, sino que me había visto en una obra de teatro. «No sólo es guapo», le aseguró mientras me pellizcaba la mejilla. «Posee una tristeza conmovedora, y encanto».

Había montones de actores jóvenes candidatos al papel. Reconocí a la mayoría de ellos, fumando, arrastrando los pies y quejándose, en la cola ante la sala de audiciones. Supuse que seríamos rivales de por vida, pero fue a mí a quien el productor dijo: «Si lo quieres, el papel es tuyo».

Mientras esperaba en el tren a Florence O’Hara, la sangre me hervía hasta el punto de que pensé en montármelo con ella en el lavabo. Jamás había intentado semejante audacia, pero ella raramente rechazaba mis propuestas. O tal vez ella pudiese deslizar la mano por debajo de mi periódico. Llevaba días imaginando toda una gama de placeres. Pasaríamos una semana solos antes de que yo me marchase a Los Ángeles por primera vez, a Hollywood, para interpretar un pequeño papel en una película independiente norteamericana.

Cuando faltaban dos minutos para la salida del tren —y ya empezaba a preocuparme, después de casi una hora paseando por la estación— la vislumbré detrás de una ventana y casi grité. Para confirmar que nos íbamos de vacaciones, Florence llevaba un sombrero flexible de color violeta. A veces se vestía de forma incongruente, combinando, por ejemplo, joyas de anticuario y una blusa de seda con unos zapatos deformados y raídos, como si en el momento de pensar en los pies hubiera olvidado lo que se había puesto en el resto del cuerpo.

Detrás de ella iba su marido.

Lo reconocí por una fotografía de la boda que vi cuando me colé cautelosamente en su apartamento para contemplar la vista del puente de Hammersmith y el río. Florence me había sugerido que pintase esa panorámica. Hoy, por alguna razón, él había venido a despedirla. Ella le saludaría con la mano a través de la ventanilla —yo tenía la esperanza de que no le besaría— antes de desaparecer junto a mí.

Siempre hay algo sospechoso en la necesidad de estar solo. El viaje había requerido algunos preparativos. Primero, conspirando en la cama, Florence y yo pensamos que debía decirle a su marido que se iba de vacaciones con una amiga. Pero a Florence las mentiras complicadas le provocan sudoración en las manos. En lugar de eso, se aseguró de abordar a su marido en un momento en que estuviese especialmente saturado de trabajo en la oficina, y le insistió en que ella necesitaba tiempo para leer y pensar.

—¿Pensar en qué? —le preguntó él, inevitablemente, mientras se vestía para ir al trabajo. Pero, sin perder los nervios, ella se sabe mostrar inflexible y a él le gusta ser magnánimo—. De acuerdo, cariño —cedió—. Ve a estar sola y comprueba cuánto me echas de menos.

Durante la semana antes de la partida, Florence y yo nos vimos en un par de ocasiones. Me telefoneó y yo tomé un taxi en la puerta de mi casa de Gloucester Road. Ella se puso un pañuelo en la cabeza y gafas de sol, y salió sin llamar la atención para encontrarse conmigo en uno de los numerosos pubs que hay cerca de su apartamento, junto al río. Ese aire suyo distraído hace que yo la desee más y suponía que nuestras vacaciones juntos lo subsanarían.

Su marido caminaba por el tren hacia donde yo estaba sentado. Pese a que había salido de la oficina sólo por una hora, llevaba una chaqueta de lino de color crema, tejanos y unos náuticos viejos, sin calcetines. Estupendo, pensé, es tan atento que está acompañando a su esposa hasta su asiento; una actitud de la que una persona de veintisiete años como yo debería aprender.

El marido colocó la bolsa de Florence en el maletero y se sentaron uno frente a otro, al otro lado del pasillo. Él miraba con aire indiferente en mi dirección. Ella tenía la mirada fija en el movimiento que había en el andén. Él dijo algo y ella sonrió. Entretanto, ella tiraba de un padrastro en el dedo pulgar hasta que le salió sangre y tuvo que rebuscar un pañuelo de papel en el bolso. Florence llevaba su alianza, algo que nunca hacía cuando estaba conmigo, a excepción de la primera vez, cuando nos conocimos.

Con una inconfundible sacudida, el tren se puso en marcha y salió de la estación, en ruta hacia nuestro destino de vacaciones, conmigo, mi amante y su marido a bordo.

Me puse en pie, me volví a sentar, me di una palmada en la frente, rebusqué en mi bolsa de viaje y eché un vistazo a mi alrededor con aire trastornado, como buscando a alguien que me explicase la situación. Finalmente, después de ver cómo me comía el pastel de chocolate —en otra situación, habría lamido las migas de mis labios—, Florence se levantó de su asiento para ir a buscar unos sándwiches. Me dirigí al lavabo, donde ella me estaba esperando.

—Ha insistido en venir —susurró, clavándome las uñas en el brazo—. Fue ayer. No me dio opción. No podía resistirme sin provocar que se pusiese celoso y sospechase algo. Y no tuve ocasión de hablar contigo.

—¿Se va a quedar toda la semana?

Parecía nerviosa.

—Se aburrirá. Este tipo de cosas no le gustan.

—¿Qué tipo de cosas?

—Ir de vacaciones. Normalmente, vamos a algún sitio… como Italia. O los Hamptons.

—¿Dónde?

—Cerca de Nueva York. Ya lo convenceré de que vuelva a casa. ¿Me esperarás?

—No lo sé —le dije—. ¡Buena las has liado! ¡Cómo has podido hacerme una cosa así!

—Rob…

—Eres idiota, ¡idiota!

—No, no es eso.

Trató de besarme, pero la rechacé. Antes de volver con su marido, me pasó la mano por la entrepierna; ojalá no lo hubiera hecho. Caminé arriba y abajo por el tren antes de regresar a mi asiento. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de sentarme en cualquier otro sitio. Me había manchado el brazo y la mano con la sangre de su dedo.

Nunca la había visto con un aspecto tan abatido. En ocasiones se pone tan nerviosa que tira todo lo que lleva en el bolso en plena calle y después tiene que arrodillarse para recogerlo. Y puede ser valiente. Una vez, en el metro, tres chicos empezaron a acosar y robar a los pasajeros. Mientras todos los demás estábamos aterrados, ella se enfrentó a los ladrones con tal arrebato de ira que se ganó un premio al coraje.

Durante el resto del viaje Florence simuló dormir. Su marido leía una novela policíaca.

En la estación del pueblo, mientras yo caminaba por el andén, me percaté de que el hotel había enviado un coche para recogernos; un único coche. Antes de que me diese tiempo de preguntar los horarios de los trenes de regreso a Londres, el chófer se me acercó.

—¿Robert Miles?

—¿Sí?

—Sígame, por favor.

El patituerto campesino me condujo fuera de la estación, donde el aire era fresco y frío. La inmensidad del horizonte conseguía sosegar a cualquiera. Ésa es la razón por la que Florence y yo decidimos una tarde escaparnos y venir aquí.

El tipo me abrió la puerta del coche.

—Suba, señor. —Dudé. El hombre sacudió del asiento unos pelos de perro—. Conduciré lo más despacio que pueda y le contaré algunas cosas del lugar.

Colocó mi bolsa de viaje en el maletero. No me quedó otra opción que meterme en el coche. Cerró la puerta. A Florence y a su marido les invitó a que ocupasen el asiento trasero. Mientras nos alejábamos de la estación, el coche se impregnaba de nuestra presencia y de la temperatura corporal que emanaba de nosotros. El chófer me hablaba a mí y les escuchaba a ellos.

—Me alegro de haberme decidido a venir —decía el marido de Florence—. Sin embargo, podríamos haber ido a la Casa.

—Oh, ese lugar —suspiró ella.

—Sí, es como tener un tercer progenitor. No tienes que estar siempre recordándome que no te gusta. ¿Por qué decidiste venir aquí?

Sentí deseos de volverme y decirle: «Decidí…».

—Lo vi en un folleto —respondió ella.

—Me dijiste que habías estado aquí de niña.

—Sí, el folleto me lo recordó. Estuve en muchos sitios de niña, con mi madre.

—Tu chiflada madre.

Por el retrovisor vi que él la rodeaba con el brazo y apoyaba la mano sobre el pecho de ella.

—Sí —dijo Florence.

—Solos tú y yo —dijo él—. Me alegro de haber venido.

Tengo hambre.

Finalmente, despego la oreja de la pared, meneo la cabeza como para aclarármela, bajo y ceno en el bar abarrotado de borrachines locales, que prefieren el hotel a los pubs.

Ceno dando la espalda a la sala, con un libro delante, preguntándome dónde estarán sentados y de qué estarán hablando Florence y su marido; como si estuviera sentado en la caverna de Platón, intentando descifrar las sombras. A mitad de la cena, finalmente, he decidido encararlos, me he levantado bruscamente, he cambiado de silla y me he vuelto. No estaban en el comedor.

Pido otra copa, la chica regordeta que sirve en la barra me sonríe y me dice:

—Pensábamos que esperaba usted a alguna afortunada que finalmente no ha aparecido.

—No hay ninguna afortunada, pero tampoco pasa nada.

Tomo mi copa y me alejo, sin saber muy bien adónde me dirijo. Las camareras entran y salen del caldeado comedor, apresuradas, cohibidas y nerviosas, sin la arrogancia y belleza de las londinenses. Mujeres de mediana edad, con el rostro maquillado y vestidos de colores vivos, y hombres de aire satisfecho ataviados con traje y corbata, que no se cuestionan su derecho a estar aquí —éste es su mundo— empiezan a abandonar el comedor, con copas en la mano. Durante un rato permanecen en pie en este lugar concreto de la tierra, mientras el planeta se mueve imperceptiblemente, y gorjean y ríen felices.

Con optimismo, sigo a una pareja a uno de los salones del hotel, donde seguirán tomando copas y cafés. Me desplomo sobre un sofá de respaldo alto.

Al cabo de un rato reconozco la voz que oigo. Florence y su marido han entrado en el salón y están sentados detrás de mí. Se ponen a jugar al Scrabble. Estoy tan cerca que me llega el olor de ella.

—Me ha gustado el pescado —comenta Florence—. Y las verduras estaban en su punto, ni demasiado cocidas ni crudas.

He estado pensando en lo orgulloso que me sentía de haber cazado a una mujer casada.

—Florence —dice el marido—. Te toca a ti. ¿De verdad estás concentrada?

Cuando empecé a salir con Florence quería ser discreto pero al mismo tiempo sentía deseos de exhibirla. Tenía la esperanza de encontrarme con algún conocido; estaba convencido de que mis amigos chismorreaban sobre mí. Nunca había tenido una aventura de este tipo. Si fracasaba, saldría indemne.

—Deberíamos comer pescado más a menudo —dice ella.

Desde luego, yo no pensaba en cómo debía de ser el marido o por qué se había casado con él. Ante mí, ella lo convertía en un personaje irrelevante. Sólo estábamos ella y yo.

—No te gusta besarme cuando he comido carne —dice él.

—No, no me gusta —replica ella.

—Bésame —le pide él.

—Reservémonos para más tarde.

—No.

—Archie…

El tono de voz de Florence es forzado y apagado, como si estuviese a punto de romper a llorar. ¿Cuánto tiempo voy a permanecer aquí sentado? La cabeza me da vueltas; he olvidado quién soy. Imagino catástrofes y castigos por todos lados. Supongo que si me deprimo tan a menudo es para salvarme de esa furia dolorosa. Cuando estoy deprimido desconecto de todo y vivo sólo en una minúscula parte de mí, mi sexualidad o mi anhelo de ser actor. Por lo demás, aniquilo todas mis otras facetas. He hablado con Florence de todo esto —de la «melancolía», según su expresión— y ella lo entiende; es la primera persona que conozco que lo hace.

Me percato de que si vuelvo la cabeza y miro disimuladamente por encima del sofá veo a Florence de perfil, sentada en un taburete. Me muevo un poco; ahora la veo mucho mejor: lleva una blusa blanca ceñida, unos pantalones anchos de color crema y unas sandalias blancas.

Paradójicamente, me estoy comportando como si ese hombre me hubiese robado a mi mujer. Y de hecho soy yo quien se la ha birlado a él; y si lo descubre, podría fácilmente molestarse y quizá ponerse violento. Pero no paro de mirarla, de contemplar la forma en que se lleva la mano derecha a la cara y apoya el dorso sobre la mejilla, con los dedos debajo del ojo; un gesto que ya debía de hacer de niña y probablemente seguirá haciendo cuando sea una anciana.

Si Archie es una presencia determinante en nuestras vidas, lo es de una manera invisible; y si ella a veces se comporta de una forma, digamos, enigmática, es porque vive detrás de una pared ante la cual lo único que puedo hacer es escuchar. Ella es libre durante el día, pero le gusta explicar adónde ha ido. Él podría darse por más que satisfecho con un «he pasado la tarde en la Tate», y conformarse con un vago comentario sobre los Giacomettis. Pero cuando nos separamos después de cada encuentro, ella se siente nerviosa e incómoda.

Supuse que no la quería lo suficiente como para preocuparme por su marido. Nunca se me pasó por la cabeza que ella y yo pudiésemos vivir juntos, por ejemplo; continuaríamos saliendo de manera informal hasta que un día rompiésemos. Sin embargo, viéndola ahora, no me siento preparado para eso. Quiero que ella me desee, y que me desee sólo a mí. Debo interpretar el papel protagonista y no ser un mero comparsa.

La camarera se acerca y retira mi copa.

—¿Le traigo alguna otra cosa?

—No, gracias —le respondo en voz baja.

Me percato de que Florence levanta un poco la cabeza.

—¿La cena ha sido de su agrado? —pregunta la camarera.

—Sí, sobre todo el pescado. Las verduras estaban en su punto. Ni demasiado cocidas ni crudas. —Y añado—: ¿Cuándo cierra el bar?

—¡El jueves! —me dice riéndose.

Sin mirar a Florence ni a su marido, sigo a la camarera fuera del salón y me apoyo cansinamente en la barra del bar.

—¿A qué ha venido por aquí? —me pregunta, como si estuviese segura de que éste no es el tipo de sitios que suelo frecuentar.

—A relajarme —respondo.

La camarera baja la voz para decirme:

—Los que vivimos aquí detestamos este sitio. Lo único que puede hacer uno es relajarse. Va a tener todo el tiempo del mundo para relajarse.

—¿Qué tipo de cosas te gusta hacer?

—Solíamos jugar a la ruleta rusa con coches. Nos saltábamos sin frenar los cruces de carretera, confiando en que no viniera nadie por el otro lado. Ese tipo de cosas.

—¿Cómo te llamas?

—Martha.

Me sirve la copa. Le digo mi número de habitación.

—De acuerdo —dice. Martha se inclina hacia mí—. Escuche… —añade.

—¿Sí?

El marido de Florence se sienta pesadamente en el taburete contiguo al mío y se mueve sobre él, como si tratase de clavarlo en el suelo. Yo me aparto un poco.

Él se vuelve hacia mí y me pregunta:

—¿Le molesta si me siento aquí?

—En absoluto.

Pide un puro.

—Y un brandy —le dice a Martha. Me mira antes de que yo pueda volverme de espaldas y me pregunta—: ¿Le apetece tomar algo?

Empiezo a ponerme en pie.

—Ya me iba.

—¿He dicho algo que le haya molestado? —Y añade—: Lo he visto en el tren.

—¿En serio? Ah, sí. ¿La señora era su mujer?

—Por supuesto.

—¿Va a unirse a nosotros?

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Quiere que llame a la habitación?

—No quiero que haga usted nada.

—Tómese un brandy. —Me pone la mano encima del hombro—. ¡Camarera, un brandy para este joven!

—De acuerdo —acepto—. De acuerdo.

—¿Le gusta el brandy? —me pregunta en tono amable.

—Mucho —respondo.

Se saca la corbata y se la guarda en el bolsillo de la americana.

—Siéntese —dice—. Esto son unas jodidas vacaciones. ¡Disfrutémoslas! ¿Puedo preguntarle cómo se llama?

Conocí a Florence hace aproximadamente un año en una sala de proyecciones, en la que estábamos los dos solos viendo una película de un amigo común. Ella estaba repantigada en su amplia butaca y se pasó toda la película gruñendo, riéndose y resoplando. Al final —de hecho, antes del final— empezó a hablar de las interpretaciones. La invité a tomar una copa. Después de dejar la universidad, había trabajado como actriz durante un par de años.

—Era como una feria de ganado, cariño. No soportaba que se me comparase con otras personas.

Sin embargo, varios días después de nuestro encuentro estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de mi apartamento, mientras mis compañeros de piso anotaban los nombres de directores de casting con los que ella nos sugería que contactásemos. Encajó sin problemas en mi mundo de agentes, pruebas, guiones y la confusión de la gente joven cuya vida depende de la suerte, de su apostura y de su habilidad para soportar una gran carga de incertidumbre. No era sólo que le gustase esa vida semiestudiantil, los porros, la anárquica promiscuidad y el exhibicionismo, sino que parecía envidiarla y echarla de menos.

—Ojalá pudiese quedarme —decía teatralmente junto a la puerta.

—Entonces quédate —le gritaba yo desde lo alto de la escalera.

—Todavía no.

—¿Cuándo?

—¡Diviértete! ¡Vive a tope!

Nuestra «aventura» empezó sin anunciarse. Me telefoneaba —yo raramente lo hacía— y me proponía que nos viésemos «a las diez y cinco en el Scarsdale», y yo llegaba con diez minutos de antelación. Desde luego, no tenía otra cosa que hacer que asistir a talleres de interpretación y leer obras de teatro y biografías de actores. Algunas veces nos acostábamos. Sexualmente ella es capaz de decir o hacer cualquier cosa con el entusiasmo de alguien que baila o corre. Pero no siempre estoy seguro de que esté allí en cuerpo y alma; en ocasiones tengo que recordarle que no está interpretando un soliloquio.

A menudo, vamos al teatro por las tardes y después a un pub para discutir sobre la obra, la actuación y la dirección. Me lleva a ver singulares grupos teatrales del continente que utilizan elementos extraños, llevan máscaras y recitan diálogos incomprensibles; y me introduce en el mundo de la danza y el mimo. Cuando se despide de mí con un beso y se marcha a casa, o a algún otro lugar donde ha quedado con su marido, yo salgo con actrices, chicas que trabajan en televisión, estudiantes y au pairs. Me ayudan a no encoñarme con Florence. Recuerdo una noche de alcohol y pesar, en la que rompí a llorar y la detesté por su inaccesibilidad. No he tenido una novia apropiada desde hace más de dos años. La última mujer con la que viví acabó siendo únicamente mi amiga; a la relación le faltaba velocidad y futuro. Mi vida tiende al estancamiento, tal como Florence reconoce.

Siempre me ha resultado difícil romper con mis orígenes del sur de Londres. Los tipos con los que crecí eran duros y vocingleros, y alardeaban de su incultura y zafiedad. Estaban convencidos de que la agresión era la mejor arma. Al abandonar la escuela, se convertían en maleantes y ladrones. Cuando cumplían los veintitantos y tenían hijos, se reorientaban profesionalmente hacia la venta de coches, la construcción o la «seguridad». Seguían acudiendo a partidos de fútbol, bebían como cosacos y perseguían sueños adolescentes, unas quimeras a las que se habían hecho adictos. Lo que yo quiero hacer —actuar— representa una ambición inexplicable que los intimida y, dada su naturaleza, los bloquea. No digo que no existan actores de clase obrera. Espero interpretar muchos papeles. Quiero transformarme hasta resultar irreconocible. Pero no me convertiré en un actor cuyo «papel» es interpretar a un currante. Nada de polis o criminales en series televisivas para mí.

En el pub, con esos amigos, trato de mantener el acento y las actitudes del pasado, pero he dejado el mundo del anonimato y se muestran desdeñosos y provocativos. «Recítanos algo, Larry. ¡Pedir una cerveza o no pedirla!», gritan tirando de mi cara camisa. Estoy a punto de meterme en una pelea entre las divergentes ideas de mis amigos sobre a qué debo dedicarme. Empiezan a parecerme cobardes, tienen una vida mediocre, hablan mucho pero no hacen nada ni van a ninguna parte. Sólo más tarde Florence me ha enseñado que una parte del éxito reside entre otras cosas en tener la habilidad de soportar la envidia y el rechazo.

No soy una persona cultivada. En caso de que Florence se percate de ello, jamás ha hecho ningún comentario sobre mi ignorancia. Ella misma puede resultar veleidosa y frívola; en una ocasión se fue de compras durante dos días. Sin embargo, me sienta en una butaca ante las películas más estimulantes. Por ejemplo, considera necesario que ambos absorbamos en toda su profundidad Gritos y susurros de Bergman a fuerza de verla una y otra vez; es como si ella cantase acompasadamente con las películas, o, en el caso de ésta en concreto, como si se lamentase. No clasifica estas cosas como arte, como hago yo, sino que las utiliza como objetos de aplicación inmediata.

Casi enseguida después de conocerla, Florence alteró la dirección de mi vida. La Royal Shakespeare Company me había ofrecido un contrato de dos años. Compartiría una casa en Stratford. Ella se sentaría junto a mí a orillas del Avon. Lo había celebrado en Joe Allen con unos amigos y mi agente estaba trabajando en el contrato.

Para celebrarlo, llevé a Florence a cenar. Leí en una revista que el restaurante que elegí era uno de los más elegantes de Londres, pero ella se dedicó a columpiarse en su silla. Debería haber recordado que a Florence le desagrada comer; es delgada y plana de pecho como una bailarina. Desde luego no le gusta sentarse a comer rodeada de gente a la que ha visto en la televisión y a la que considera pomposa y carente de talento.

—Tengo que decirte que debes rechazar la oportunidad de Stratford —me hizo saber.

—Es el sueño de cualquier actor joven, Florence.

—Rob, no seas tan simplón. Son muy poca cosa, muy poca cosa —me dijo—. Te quedan estrechos. Ir a la Royal Shakespeare Company será una pérdida de tiempo. —Me dio un leve golpe con una uña en la nariz.

—Aug.

—Debes escucharme.

Lo hice.

Mi agente se quedó atónito y se puso furioso. Sin entender muy bien por qué, hice caso del consejo de Florence. Y enseguida he empezado a interpretar papeles importantes en teatros pequeños. El Biff de Muerte de un viajante, en Bristol; el papel principal en una obra nueva en Cheltenham; Romeo en Yorkshire.

Florence acudió en tren con una amiga para ver el estreno, y volvimos juntos a última hora de la noche, bebiendo vino en vasos de plástico. Diseccionó mi actuación con tal rigor que tomé notas.

—Ha habido un par de momentos espantosos cuando has intentado que nos riésemos del personaje que estabas interpretando —me comentó—. He pensado: Si lo vuelve a hacer, voy a la taquilla y exijo que me devuelvan el dinero.

Su crítica, supongo, me recordó mi dependencia de ella. Sin embargo, cuando terminó y yo me sentí casi acabado, Florence seguía mirándome sin haber perdido un ápice de deseo y amor.

A ella le gustaba que yo aceptase pequeños papeles en series de televisión o películas. Tenía que familiarizarme con la cámara para poder concentrarme en el cine, «como Gary Oldman y Daniel Day-Lewis». Aunque yo era incapaz de tomarme en serio eso, Florence me dijo que ella sí entendía qué era lo que a las mujeres les podía gustar de mí en la pantalla. También me dijo que la mayoría de actores ven sólo momentos sueltos; yo debía aprender a desarrollar un personaje a lo largo de toda la película. Me instó a aprender todo lo que pudiese, para que cuando se me presentase la oportunidad pudiese llegar a la cima muy rápido. Incluso sugirió que debía dirigir películas, argumentando que «si generas tu propio trabajo, te proporcionará otro tipo de placer».

Como en el caso de mis amigos de la escuela de teatro, yo tenía la cabeza llena de planes y fantasías. Siempre me ha impresionado la gente que se toma las cosas con calma, pero la ambición y los anhelos me hacen perder los nervios. Me aterrorizan mis deseos, el pensar dónde se cumplirán y qué pensarán los demás de mí. Sin embargo, tal como explica Florence, ¿cómo se construyen las catedrales y los bancos, cómo se eliminan las enfermedades, cómo se depone a los dictadores, cómo se ganan los partidos de fútbol?: sin frustración y con el vehemente deseo de lograrlo. A menudo, hasta las cosas más simples hay que explicarlas. Florence me llena de esperanzas, pero me asegura que son unas esperanzas realizables.

No sé muy bien qué sueños tiene Florence y en qué mundo se mueve con Archie, que la tiene en «propiedad»; dudo que esté atrapada en algún tipo de Casa de muñecas. En medio de la ciudad en la que vivo hay una imperturbable rutina inglesa: todos son «bohemios» londinenses. La suya es una indolencia y una despreocupación cara, pero el dinero para las casas en la campiña, para las villas en Francia y en las Indias Occidentales, para las fiestas, la ópera, las excursiones y los fines de semana fuera nunca se acaba. En este grupo social se conocen todos desde hace generaciones; sus padres eran amigos y amantes en aquellos tiempos en que triunfaba el alcoholismo, los cincuenta y los sesenta. Quizá Florence está inmersa en algo que no le gusta o no entiende del todo, pero cuando se refiere al mundo de su marido como un mundo «adulto», me molesta la idea de que considere infantil mi mundo. Mi sospecha es que ella se siente incómoda en un mundo tan intransigente, pero es incapaz de llevar una vida acorde con sus propios deseos.

—Rob —digo.

El marido de Florence me ofrece su mano, en la que luce un anillo. Apenas puedo soportar tocarle, y él debe de haber notado mi incomodidad porque tengo la palma de la mano húmeda.

—Archie O’Hara. ¿Ha estado usted aquí antes?

—No… He venido… para escapar.

—¿De qué?

—Bueno, ya sabe.

—Sí —dice con indiferencia—. Cómo no voy a saberlo. Eso es lo que hacemos. Escapar.

Permanecemos sentados y Martha nos mira como si todos nos conociésemos. Archie lleva americana azul, camisa blanca y unos pantalones de pana amarillos; va perfectamente afeitado y tiene el aspecto de un hombre bien alimentado. Ya que Florence ha decidido estar a su lado —la mayor parte del tiempo— supongo que debe de poseer algunas cualidades poco usuales. Es completamente diferente de mí, ¿o se parece a mí en algo que se me escapa? Quizá aprenda alguna cosa.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar? —le pregunto.

Da una calada a su puro y no responde.

—Puedo decirles adónde ir y qué vale la pena ver, si quieren —comenta Martha.

—Gracias —dice Archie—. Pero he pensado en comprar otra casa en el campo. He heredado una casa señorial, como las llaman hoy en día, con un montón de japoneses que me fotografían a través de las ventanas. A veces me dan ganas de sentarme allí ataviado con un vestido de época y una tiara. Mi esposa dice que no puedes sentarte sin pedorrearte sobre el polvo de una docena de siglos. Así que deberíamos darnos una vuelta por allí para ver… a administradores de fincas y demás.

—¿A su mujer le gusta el campo? —le pregunto.

—Las londinenses sueñan con praderas. Pero ella tiene fiebre del heno. Yo no le veo la gracia a ir a un lugar donde no conoces a nadie. Pero tampoco le veo la gracia a nada.

Echa la cabeza hacia atrás y se ríe.

—¿Está usted deprimido?

—Se nota, ¿no? —Suspira—. Salta a los ojos como si tuviera la garganta rebanada. —Y al cabo de un rato añade—: No voy a suicidarme. Pero podría hacerlo.

—En una ocasión la padecí durante dos años.

Me aprieta el brazo, igual que hace Florence a veces.

—¿Ya la ha superado?

—Sí —digo, y con la mano toco la madera de la barra del bar.

—Es bueno oír eso. Ahora es usted un hombre feliz, ¿verdad?

Estoy a punto de decirle que me está volviendo a dar, probablemente como consecuencia de haberlo conocido a él. Pero esto es desesperación, no depresión. Estas distinciones son fundamentales.

Hablamos sobre el vacío, el miedo a vivir, la creación de un erial, el menosprecio de los valores y los significados. Le explico que la melancolía formó parte de mi escenario interior y que llegué a pensar que el mundo era así, hasta que le planté cara.

—Las personas enferman cuando no llevan la vida que deberían llevar —sentencio.

—Qué tópico, pero qué cierto —admite, y golpea la barra del bar.

El lugar está ya casi vacío. Martha recoge los vasos, barre el suelo y pasa un trapo húmedo por la barra. Continúa llenándonos las copas de brandy.

Nos mira y comenta:

—No se pueden tener demasiadas conversaciones inteligentes por aquí.

—¿Qué opina de la meditación? —pregunta Archie—. ¿Una parida oriental o algo verdaderamente útil?

—Ayuda a concentrarse —digo—. Soy actor.

—Hay montones de actores que la practican. Tantos que casi los pisas mientras te hablan de «centrarse» y todo eso.

—¿Conoce usted a algún actor o actriz?

—¿Hace usted diez respiraciones profundas o sólo cuatro cuando medita? —me pregunta.

—Cuatro —respondo—. Así se pierde menos tiempo.

—¿Quién le enseñó?

—Tuve una buena maestra —digo.

—¿Dónde se impartían las clases…, me lo puede decir?

—La mujer que me enseñó… La conocí por casualidad en un cine. Tuve la impresión de que le gusté desde el primer momento. Y a mí me gustaba el hecho de gustarle. Se podría decir que ella me engatusó.

—¿En serio? —pregunta Martha, apoyándose en la barra del bar.

—Sólo que entonces me tomó la mano y me confesó, con cierta tristeza, que estaba casada. Pensé que eso podía venirme bien. En cualquier caso, me enseñó bastantes cosas.

—¿No le dijo que estaba casada? —preguntó Martha.

—Lo hizo, sí. Justo antes de que nos acostásemos juntos.

—¿Justo antes? —dijo Martha—. Parece una persona detestable.

—¿Por qué?

—¡Hacerle eso a usted! ¿Usted quiere que ella deje a su marido?

—¿Para qué? No lo sé. No he pensado en ello.

Archie se ríe y dice:

—¡Espere a que el marido la pille in fraganti con usted!

—Espero no estar entreteniéndolo —le digo.

—A estas horas mi mujer estará en plena fase REM. Por hoy he perdido mis derechos matrimoniales.

—¿Normalmente ella se acuesta a esta hora?

—No puedo mantener a esa mujer fuera de la cama.

—¿Y lee en la cama? ¿Novelas?

—¿Qué es usted?, ¿bibliotecario?

—Me gusta obtener información elemental sobre la gente. Hechos, no opiniones —respondo.

—Sí. Eso es tener un interés elemental en la gente. ¿Todavía lo tiene?

—¿Usted no?

Se lo piensa y responde:

—Quizá usted estudia a la gente porque es actor.

Martha enciende un cigarrillo. Se ha quedado pensativa.

—No es sólo eso. Sé que no. Es una excusa para mirar. Pero lo importante es mirar. —Se vuelve hacia mí y me sonríe.

—Puede que sea cierto, querida —dice Archie—. Las cosas raramente tienen una única interpretación.

Poniéndose de mi parte, Martha le lanza una mirada enojada y yo le sonrío a ella.

—Será mejor que me vaya —dice Archie—. Será mejor.

Quiero preguntarle más cosas:

—¿A qué se dedica su esposa? ¿La ha visto actuar en alguna ocasión?

—Debo de haberle comentado que era actriz, ¿verdad? No recuerdo haberlo hecho. No suelo decirlo, porque no es cierto. Le gustan las mujeres, ¿eh?

—¿Disculpe?

—En el tren me fijé en cómo miraba a mi esposa. —Baja del taburete y se tambalea—. Todo va de maravilla mientras estoy sentado. Será mejor que alguien me ayude a subir a la habitación.

Encuentra mi hombro y se agarra a él. Pesa mucho y me entran ganas de dejar que se caiga. No me gusta estar tan cerca de él.

—Les echaré una mano —se ofrece Martha—. No están ustedes muy lejos. Ocupan habitaciones contiguas.

Colocándonos uno a cada lado, le ayudamos a subir por las escaleras. Los últimos escalones los sube con cautelosa independencia.

Al llegar ante su puerta, se vuelve y dice:

—Guíenme por la habitación. No conozco la distribución. Y estará oscura como un pozo, con los dientes de mi mujer como única iluminación.

Martha coge la llave de Archie y le abre la puerta.

—Buenas noches —digo.

No voy a acompañarlo hasta su cama.

—Eh. —Tropieza al entrar en la habitación.

Me despido de Martha agitando la mano.

—Archie —dice una sobresaltada Florence desde la oscuridad de la habitación—. ¿Eres tú?

—¿Quién si no, maldita sea? ¡Desvísteme!

—Archie…

—¡Es la obligación de una esposa!

Me dejo caer junto a la pared como una gárgola y me imagino a Florence tirando del cálido montículo en que se ha convertido él después de caerse. Ahora que ya lo conozco, su voz resulta más clara.

Le oigo decir:

—Estaba hablando con uno…

—¿Quién?

—El chico de la habitación de al lado.

—¿Qué chico?

—El actor, tonta. Iba en el tren. Se aloja en el hotel.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Archie enciende el televisor. Yo no lo hubiera hecho sabiendo que ella estaba durmiendo. Me imagino a Florence durmiendo. Sé la cara que pone cuando duerme.

A la mañana siguiente hay silencio en la habitación contigua. Recorro el pasillo con la esperanza de no toparme con Florence y Archie. Las camareras están empezando a limpiar las habitaciones. Me cruzo con varias personas en las escaleras y les digo «Buenos días». El hotel huele a cera para muebles y a fritos.

En la puerta del comedor en el que se sirve el desayuno me topo con ellos. Nos sonreímos, yo me adelanto y me aseguro una mesa que queda detrás de una columna. Abro el periódico y pido bacalao, tomates, setas y patatas fritas.

Por la noche soñé que padecía una crisis nerviosa; que caminaba por una ciudad extraña, incapaz de pensar o actuar, sin saber quién era ni adónde iba. Me pregunto si pretendo hacer de mí un inútil en lugar de considerar seriamente qué debería hacer. Necesito recordarme a mí mismo que tanta desesperanza me abocará a la depresión. Sería mejor hacer algo. Después de desayunar tomaré el tren de regreso a Londres.

Estoy pensando en que es probable que no vuelva a ver a Florence, cuando de pronto la veo asomar precipitadamente por la esquina.

—¿Qué haces? ¿Qué vas a hacer? Oh, Rob, dímelo.

Está muy cerca de mí, me echa encima su aliento; su cabello me roza la cara, ha posado su mano sobre la mía, y de nuevo la deseo, aunque la detesto y me detesto a mí mismo.

—¿Qué vas a hacer tú? —le pregunto.

—Le convenceré de que se marche.

—¿Cuándo?

—Ahora. Tomará el tren de mediodía.

—Y sin duda se sentará junto a mí.

—¡Pero podemos hablar y estar juntos! Haré lo que me pidas.

La miro dubitativo.

—No te marches esta mañana. No me hagas eso —me ruega.

Por alguna razón, un hombre al que no he visto en ningún momento, con una chapa en la solapa en la que se lee «Director», se ha detenido junto a mi mesa.

—Disculpe —dice.

Florence no se percata de su presencia.

—Te lo ruego —me dice—. Dame una oportunidad. —Me besa—. ¿Me lo prometes?

—Disculpe, señor —insiste el director del hotel—. Ya ha llegado el coche que ha pedido. —Le miro fijamente. Parece vernos como a una pareja—. El coche de alquiler. Con capacidad para un hombre y una mujer, para hacer una visita turística.

—Oh, sí —le digo.

—¿Quieren echarle un vistazo ahora?

Florence se marcha y se despide de mí agitando la mano. En el exterior, contemplo el enorme turismo de cuatro puertas, elegido en un momento de arrebato romántico. Me siento al volante.

Después de desayunar conduzco hasta Lyme Regis y camino por Cobb; después me dirijo con el coche hasta Charmouth y subo caminando hasta el acantilado para contemplar el mar. Esto empieza a parecerse a pasar las vacaciones con tus padres cuando ya eres demasiado mayor para hacerlo.

Regreso al hotel para despedirme de nuevo de Florence. Descubro a Archie en el jardín interior, leyendo los periódicos y ataviado con americana, camiseta, pantalones cortos marrones y calcetines y zapatos negros, con la pinta de alguien que se ha vestido para ir a la oficina pero se ha olvidado de ponerse los pantalones.

Mientras retrocedo, esperando que no me haya reconocido o que, en caso contrario, no recuerde bien quién soy, me pregunta:

—¿Ha tenido una mañana agradable?

Ante él hay una botella de vino medio vacía. Tiene el rostro cubierto por una fina capa de sudor.

Le digo dónde he estado.

—Un muchacho ocupado —comenta.

—¿Y usted? ¿Todavía está… por aquí?

—Hemos dado un paseo e incluso leído libros. Estoy realmente contento de haber venido.

Llena un vaso de vino y me lo ofrece.

—¿Piensa quedarse más tiempo? —le pregunto.

—Sólo si a usted le molesta.

Su esposa asoma por la otra puerta. Parpadea varias veces, abre la boca y parece bostezar.

—¿Qué te pasa? —le pregunta su marido.

—Estoy cansada —susurra ella—. Creo que voy a echarme un rato.

El marido me guiña el ojo y le pregunta:

—¿Eso es una invitación?

—Perdón, perdón —dice ella.

—¿Por qué demonios te disculpas? Contrólate, Florrie. Conocí a este joven ayer por la noche. —Me clava el dedo—. Dijo usted una cosa… —Mira a lo lejos y se masajea las sienes—. Dijo… que si sentíamos deseos, impulsos interiores, destruíamos lo que habíamos creado y volvíamos a empezar una vida nueva. Pero eso producía consecuencias serias. Esa palabra me ha rondado por la cabeza toda la noche. Consecuencias. No he sido capaz de seguir esos impulsos de los que habla. He intentado apartar todo eso de mi pensamiento, pero no he podido. Me persigue esa imagen… de meter un montón de cosas en una maleta que no se puede cerrar, que resulta demasiado pequeña.

»Ésa es mi vida. Si viviese según lo que pienso… mi vida se derrumbaría…

Me percato de que Florence y yo llevamos un rato mirándonos. A veces miras a una persona como si la acariciaras.

Archie me observa con curiosidad.

—¿Qué pasa? ¿Conoce a mi mujer?

—En realidad, no.

Mi amante y yo nos damos la mano.

—Florrie, este chico ha sido infeliz en el amor —dice Archie—. Mujeres casadas y todo eso. Debemos levantarle el ánimo.

—¿Es infeliz? —pregunta ella—. ¿Estás seguro? La gente debería levantarse el ánimo por sí misma. ¿No crees, Rob?

Estrecha mis dedos y se marcha. Su marido reflexiona sobre su vida de falsedad. En cuanto mete la cara entre las manos, me largo y subo escaleras arriba a toda velocidad.

Mi amada está esperándome en el pasillo.

—Ven.

Me toma del brazo; con manos temblorosas abro la puerta de mi habitación; ella me conduce precipitadamente por la estancia hasta el lavabo. Abre la ducha y los grifos, tira de la cadena del váter y se lanza a mis brazos, besándome la cara, el cuello y el pelo.

Estoy a punto de pedirle que se fugue conmigo. Podemos recoger nuestras cosas, subir al coche y estar en la carretera antes de que Archie haya levantado la cabeza y se haya secado las lágrimas. La idea me quema las entrañas; si hablo, nuestras vidas podrían cambiar.

—Archie lo sabe.

Me echo hacia atrás para mirarla.

—¿Lo de nuestra relación?

Ella asiente y dice:

—Nos está espiando. Nos vigila.

—¿Por qué?

—Quiere estar seguro antes de dar el paso.

—¿Qué paso?

—Cazarnos.

—¿Cazarnos? ¿En qué sentido?

—No lo sé, Rob. Es una tortura.

Sin duda todo esto la ha afectado; esta paranoia es aborrecible. La realidad, sea la que sea, es el ancla adecuada. Sin embargo, yo mismo le he estado dando vueltas a la idea. No me lo creo y sin embargo al mismo tiempo me lo creo.

—Me da igual si lo sabe —digo—. Estoy harto.

—¡Pero no debemos renunciar!

—¿Qué? ¿Por qué no?

—Hay algo entre nosotros… que merece la pena.

—Ya no estoy seguro, Florrie. Florence.

Ella me mira y dice:

—Te quiero, Rob.

Nunca hasta ahora me lo había dicho. Nos besamos durante un buen rato.

Cierro los grifos y voy a la habitación. Ella me sigue y acabamos en la cama. Le levanto la falda y ella no tarda en estar encima de mí. Nuestros aullidos deben de oírse por todo el condado. Cuando me despierto ella ya se ha marchado.

Camino por la playa; sopla un viento muy fuerte. Echo la cabeza hacia atrás: la lluvia me cae sobre los ojos. Pienso en Los Ángeles, en mi trabajo y en lo que sucederá durante los próximos meses. Tengo la sensación de que una parte de mi vida ha acabado y estoy esperando a que emerja la nueva.

Después de la cena me quedo en el jardín junto al comedor, fumando hierba y respirando el aire húmedo. He decidido que es demasiado tarde para regresar a Londres esta noche. Desde que me he despertado no he hablado con Florence, sólo he echado un vistazo al comedor: ella y su marido están sentados en una mesa del centro. Esta noche lleva un vestido largo de color violeta. Vuelve a tener un aire potente, insistente, una pequeña diva, con todo el personal del hotel moviéndose a su alrededor como hormigas, incapaces de resistirse a su atractivo. Una noche más y es capaz de arrasar la sala con una ola y arrastrarla hacia el mar. Sé que se encontrará conmigo más tarde. No es más que un deseo, evidentemente, pero ¿no lo está deseando también ella? Probablemente es nuestra última oportunidad. ¿Qué sucederá después? He preparado mis maletas y he dejado el coche listo para salir.

Percibo un movimiento detrás de mí.

—Qué maravilla —dice una voz femenina, y respira profundamente.

Extiendo los brazos y Martha me sujeta durante un momento. Le ofrezco el canuto. Da una calada y me lo devuelve.

—¿En qué piensas?

—La semana que viene viajo a Los Ángeles para actuar en una película.

—¿En serio?

—¿Y qué me dices de ti?

Vive cerca de aquí con sus padres. Su padre es profesor de psicología en la universidad local, un alcohólico de comportamiento agresivo que lleva un año sin trabajar. Un día la tomó contra Londres, como si la ciudad le hubiese ofendido personalmente, e insistió a su familia hasta convencerlos de que se trasladaran de Kentish Town al campo, apartándolos del que era su mundo.

—La cocinera y yo siempre especulamos sobre la gente que viene por aquí. —Y de pronto añade—: ¿Sucede algo?

Se vuelve y mira hacia atrás. Mientras Martha hablaba, yo he visto que Florence entraba en el jardín, nos observaba un rato y alzaba las manos como alguien a quien le han dicho que represente con mímica la palabra «desesperación». Un destello violeta y ha desaparecido.

—¿Qué sucede?

—Dime lo que habéis pensado de mí —le pido.

—Pero no sabemos qué estás haciendo aquí. ¿Me lo vas a decir?

—¿No te lo imaginas? —digo con impaciencia—. ¿Por qué sigues haciéndome estas preguntas?

Se molesta, pero yo tengo cierta idea de cómo conseguir que los demás hablen de sí mismos. Descubro que hace poco ha sufrido un aborto, el segundo; que conduce una moto; que los jóvenes llevan cuchillos, toman drogas y copulan tan a menudo como les es posible; y que ella quiere largarse de aquí.

—¿El bar ya está cerrado?

—Sí. Pero si quieres puedo traerte una cerveza.

—¿Te gustaría tomar un vaso de cerveza conmigo? —le pregunto.

—Más de un vaso, espero.

Le doy un beso en la mejilla y le digo que se venga a mi habitación.

—¿Pero qué dirán tus padres si llegas tarde a casa?

—No les importa. A menudo, encuentro una habitación vacía y me quedo a dormir en ella. No quiero volver a casa. —Y añade—: ¿Estás seguro de que sólo quieres cerveza?

—Lo que tú prefieras —le digo—. Procúrate una llave.

Mientras subo por la escalera echo un vistazo al salón de la entrada. Florence y Archie están bailando en medio de la sala, o más bien él la sujeta mientras se mueven esforzadamente. El tablero de Scrabble y todas las letras han caído al suelo. La cabeza de él reposa sobre el hombro de ella; dentro de cinco años estará calvo. Florence se percata de mi presencia y levanta una mano intentando que él no se dé cuenta.

—Eh —grita él.

—Otra vez borracho —le digo a ella.

—Sé lo que has estado haciendo. ¡Hasta el último detalle! —asegura él con un énfasis lascivo.

—¿Cuándo?

—Esta tarde. Durante la siesta. Ya sabes.

Miro a Florence.

—Las paredes son delgadas —dice él—. Pero no lo suficientemente delgadas. Subí. Tenía que coger una cosa del lavabo. Y vaya diversión. ¡Ñaña ñaca, ñaca ñaca!

—Me alegro de proporcionarte diversión, jodido cabrón —digo—. Ojalá también tú me entretuvieses.

—¿Qué estaba haciendo Rob esta tarde? —pregunta Florence—. No me dejes al margen.

—¡Ja, ja, ja! Eres una tontita que nunca se entera de nada.

—¡No le hables así! —digo—. ¡Háblame así a mí, si te atreves, y verás lo que recibes a cambio!

—Rob —interviene Florence tratando de poner paz.

Archie le da una palmadita en la espalda y le dice:

—¡Baila, que pareces un cadáver!

Miro fijamente la espalda de Archie. Está demasiado borracho para preocuparse por el hecho de que le he provocado.

Me siento como un intruso y recuerdo la sensación que tenía de niño, cuando visitaba casas de amigos, de que los muebles, las bromas y la manera de hacer las cosas eran diferentes de como las hacíamos en casa. El mundo de Archie y Florence no es el mío.

Estoy esperando a Martha en la cama cuando oigo a Florence y Archie en el pasillo abriendo la puerta de su habitación. La puerta se cierra; escucho atentamente, preguntándome si Archie está inconsciente y Florence, echada en la cama, sigue despierta.

Se abre la puerta y entra Martha con una bolsa llena de tintineantes botellas de cerveza. Abrimos las ventanas, nos echamos en la cama, bebemos y fumamos.

Se inclina sobre mí.

—¿Quieres una de éstas?

Le beso el puño y se lo abro.

—Sé lo que es —le digo—. Pero nunca las he probado.

—Yo tampoco hasta que vine aquí —me comenta—. Éstas son buenas.

—Trae un poco de agua del lavabo.

Entretanto, muevo una silla que hay junto a la pared y empiezo a empujar la pesada cama.

—Pongámosla… allí…, junto a la pared —le digo cuando vuelve.

Martha viene a ayudarme; una chica entusiasta, con unos brazos gruesos.

—¿Para qué quieres moverla? —pregunta.

—Creo que será mejor para nuestros propósitos.

—De acuerdo —dice—. De acuerdo.

Unos minutos después, cuando estamos de nuevo echados, ahora ya desnudos, alguien llama a la puerta. Nos abrazamos, como niños asustados, escuchamos y no decimos nada. Vuelven a llamar. Martha no quiere perder su trabajo esta noche. Después ya no se vuelven a oír más golpes en la puerta. Ni siquiera oímos los pasos alejándose.

Cuando recuperamos el aliento, susurro bajo las sábanas:

—¿Qué opinas de la pareja de la habitación contigua? ¿Habéis hablado sobre ellos? ¿Crees que se pegan?

—Me gusta él —dice.

—¿Qué? ¿En serio?

—Me hace reír. Ella es guapa…, pero peligrosa. ¿Te gustaría follártela?

Me río y respondo:

—No he pensado en ello.

—Escucha —me dice, llevándose el índice a los labios.

Ninguno de los dos se mueve.

—Lo están haciendo. En la habitación de al lado.

—Sí —digo—. Lo están haciendo.

—Son silenciosos —comenta ella—. Sólo lo oigo a él.

—Se lo está montando solo.

—No. Ahí…, ahí está ella. Un ligero gemido. ¿La oyes? Acariciante.

—Espera.

—Ahí…, ahí.

—Martha…

—Por favor…

Voy al lavabo y me lavo la cara. La droga está empezando a hacer efecto. Es parecida al speed, que conozco porque lo he tomado con mis amigos de los barrios residenciales de las afueras de Londres. Esta droga, sin embargo, abre otras puertas: me hace sentirme más solo. Vuelvo a la habitación y enciendo la radio. El volumen debe de estar alto. También nosotros hemos debido de estar a todo volumen. Martha es magnánima haciendo el amor. Más tarde hay una tormenta. Una brisa sobrenatural, fresca, extrañamente tranquila y vigorizante nos abanica.

Martha baja temprano para preparar los desayunos. Al amanecer corro por la playa de piedras hasta sentirme exhausto; entonces me detengo, camino un poco y vuelvo a correr, y durante todo el rato admiro el naciente resplandor del mundo. Me ducho, preparo la maleta y bajo a desayunar.

Florence y Archie ocupan la mesa contigua. Archie estudia un mapa; Florence está cabizbaja. Parece que no se ha peinado. Cuando Archie se levanta para buscar algo y ella alza la cabeza, su rostro parece una máscara, como si hubiera abandonado su cuerpo.

Después de desayunar y recoger mis cosas me percato de que la puerta de su habitación está abierta, con una silla apoyada para que no se cierre. La camarera está limpiando otra habitación al fondo del pasillo. Echo un vistazo a la cama deshecha, me meto en mi habitación, encuentro el jersey y los guantes de Florence en mi bolsa de viaje y los llevo a su habitación. Permanezco allí de pie. Sus zapatos están en el suelo; su perfume, collar y plumas estilográficas sobre la mesilla de noche. Trato de ponerme su jersey. Es pequeño y las mangas demasiado cortas. Me pongo los guantes y muevo los dedos. Los dejo encima de la cama. En el lavabo cojo unas tijeras de su neceser y corto la punta del dedo corazón de uno de los guantes. Coloco el trozo cortado en su posición original.

Conduzco por el camino lleno de baches que lleva a la carretera principal, bajo del coche, contemplo el hotel al borde del mar y medito sobre la posibilidad de volver. Detesto las separaciones y las decisiones irrevocables. Tengo demasiada facilidad para soportar las cosas, ése es mi problema.

Londres parece hecha sólo con materiales duros y el polvo que no puede posarse sobre ella; todo es angular, sobre todo la gente. Voy a casa de mis padres y me echo en la cama; varios días después me marcho a Los Ángeles. Allí sólo soy un joven actor más, pero al menos un joven actor con un trabajo. Cuando regreso a Londres todos dejamos el apartamento y por primera vez consigo un piso para mí solo.

Le he cogido afición a salir a tomar un café temprano, con mi hijo en su cochecito, mientras mi mujer duerme. A menudo me encuentro con otros hombres cuyas esposas necesitan dormir, y los domingos a las ocho en punto tomamos batidos de chocolate en McDonald’s, el único sitio abierto en la deprimente High Street. Hablamos de nuestros hijos y nos quejamos de nuestras mujeres. Después voy al parque, normalmente solo, para estar con el niño lejos de mi esposa. Ella y yo tenemos ideas totalmente diferentes sobre cómo educarlo; ella no se da cuenta de lo importantes que pueden ser estas diferencias para nuestro hijo. Los momentos de tranquilidad en casa son poco habituales.

En el parque veo a Florence por primera vez desde nuestras «vacaciones». Ha pasado como un relámpago junto a mí, igual que pasó por la ventanilla del tren hace nueve años. Durante un instante pienso en la posibilidad de dejar que se esfume de nuevo en mi memoria, pero soy demasiado curioso para hacerlo.

—¡Florence, Florence! —la llamo insistentemente, hasta que ella se vuelve.

Me dice que después de ver una de mis películas por televisión ha pensado en mí y que tenía la esperanza de que nos encontrásemos.

—He seguido tu carrera, Rob —me dice mientras nos inspeccionamos mutuamente.

Llama a su hijo, que viene y se queda de pie junto a ella; Florence lo coge de la mano. Ella y Archie han comprado una casa al otro lado del parque.

—Incluso fui a ver las obras de teatro en que actuabas. Sé que es imposible, pero me preguntaba si alguna vez me habrías visto desde el escenario.

—No. Pero me preguntaba si tú estarías interesada en lo que yo hacía.

—¿Cómo no iba a estarlo?

Me río y le pregunto:

—¿Qué tal me ves?

—Mejor, ahora sobreactúas menos. Probablemente ya lo sabes… ¿no te molesta que te lo diga?

Niego con la cabeza y digo:

—Ya me conoces.

—Eras un actor intenso. Tú mismo te bloqueabas las salidas. Me gustas sosegado. —Duda un instante y añade—: Quiero decir más sosegado.

Tiene el mismo aspecto, pero como si le hubieran extraído de la cara una capa de saludable grasa, dejando al descubierto los pespuntes que hay debajo. Es menos ella; parece un poco débil, o frágil. Siempre ha sido delicada, pero ahora se mueve con cautela.

Mientras hablamos, recuerdo haberla defraudado, pero soy incapaz de acordarme de los detalles. Florence siguió presente en mi memoria durante los meses posteriores a nuestras «vacaciones», pero el recuerdo se hizo menos persistente después de relatarle a un amigo la historia como un cuento de insensatez y desgracias juveniles. Cuando mi amigo se rió, lo olvidé todo; no hay nada más indulgente que un chiste.

Sin embargo, a menudo he deseado poder contar con los consejos y el apoyo de Florence, sobre todo cuando la prensa sintió un particular interés por mi persona y empezaron a escribir historias falsas. En los últimos años he interpretado buenos papeles y me han elogiado y pagado bien. Sin embargo, mi percepción de mí mismo no ha registrado este cambio. He seguido deprimido y alejando de mí la felicidad. «El éxito no te ha cambiado», me dice la gente, como si se tratase de un cumplido.

Cuando nos despedimos, Florence me dice cuándo volverá a pasear por el parque.

—Por favor, ven —me pide.

En casa apunto la hora y el día, y escondo la nota debajo de un montón de papeles.

Florence y yo somos cautelosos el uno con el otro y sólo mantenemos conversaciones amables y corteses; sin embargo, me gusta sentarme junto a ella en un banco soleado, cerca del salón de té, mientras su hijo de ocho años juega al fútbol. Es un chico magullado y suspicaz, con una melena hasta los hombros que se niega a cortarse. Le gusta pelearse con chavales mayores que él y su madre no sabe qué hacer. De no ser por él, ella quizá habría abandonado a su marido.

En estos momentos tengo pocos amigos y agradezco la compañía de Florence. El teléfono suena constantemente, pero casi nunca salgo y nunca invito a nadie a venir a casa, ya que he desarrollado una suerte de fobia hacia la gente. No sabría decir lo que pienso de los demás, la mente humana rara vez resulta transparente. Quizá sea que estoy agotado después de interpretar el papel protagonista en una película.

Durante el día grabo obras de teatro para la radio y audiolibros. Me gusta aprender a utilizar mi voz como un instrumento. Probablemente paso demasiado tiempo solo, pensando que soy completamente autosuficiente. Mi médico, con el que salgo de copas, muestra un estúpido entusiasmo por las pastillas y la alegría. Dice que si no puedo ser feliz con lo que tengo, no lo seré jamás. Niega la utilidad de los conflictos humanos y pretende que tome antidepresivos, como si fuese preferible estar catatónico a profundizar en mis zonas oscuras.

Después de meses preguntándome por qué me levantaba cada día triste, he empezado una terapia. Soy consciente, en parte gracias a mi relación con Florence, de que aquello que no puede ser expresado es el secreto más peligroso. Aunque sólo estoy empezando a entender la teoría psicoanalítica, me estimula la idea de que no vivimos en un momento concreto de conciencia, sino que existimos en todas las zonas de nuestro ser simultáneamente, especialmente cuando dormimos. Hasta que empecé a estirarme en el diván del doctor Wallace, jamás había mantenido una conversación tan larga sobre los asuntos personales más profundos. Para mis adentros denomino al psicoanálisis —dos personas conversando— «el apogeo de la civilización». Echado en la cama, he empezado a darle vueltas a mi relación con Florence. La cosa consiste más en soñar despierto —los «vuelos de especulación descontrolada» de Coleridge— que en reflexionar seriamente, como si me propusiese a mí mismo un tema para la noche. Todo vuelve en esta fase de meditación, especialmente la infancia.

Una tarde de otoño, después de habernos visto cuatro o cinco veces, hace un tiempo lluvioso y Florence y yo nos sentamos a una mesa del húmedo salón de té. Sólo hay otros dos clientes, una pareja de ancianos. El hijo de Florence se sienta en el suelo y se pone a dibujar.

—¿Podemos tomar una cerveza? —pregunta Florence.

—Aquí no tienen.

—Jodido país.

—¿Quieres ir a otro sitio?

—¿Nunca hay nada que te irrite? —me pregunta.

—No.

Ya había percibido el olor a alcohol en su aliento. Es un refugio que conozco bien; yo mismo he empezado a beber más de la cuenta.

Mientras estoy en el mostrador, recogiendo el té, veo cómo Florence sostiene el menú con el brazo extendido, después se lo acerca y vuele a alejarlo, buscando la distancia adecuada para leerlo. Ya me había percatado de la presencia de un estuche de gafas encima de su bolso, pero no me había dado cuenta de que eran gafas para leer.

Cuando me siento, Florence dice:

—Ayer por la noche Archie y yo fuimos a ver tu última película. Resultó desconcertante sentarse allí y verte con mi marido al lado.

—¿Archie se acordaba de mí?

—Al acabar la película se lo pregunté. Recordaba el fin de semana. Dijo que tenías más enjundia que la mayoría de actores. Le ayudaste.

—Espero que no.

—No sé de qué hablasteis aquella noche, pero varios meses después de vuestra conversación Archie abandonó su trabajo y se metió en el mundo de la edición. Aceptó un sueldo más bajo, pero estaba decidido a encontrar un trabajo que no le deprimiese. Sorprendentemente, resultó que se desenvolvía con brillantez en su nuevo empleo. Le va estupendamente. Como a ti.

—¿A mí? Pero eso es gracias a ti. —Quiero agradecerle el haberme enseñado algunas cosas sobre autoestima y determinación—. Sin tu ayuda no habría empezado con buen pie…

Mi agradecimiento la hace sentirse incómoda, como si le recordase un talento que no quiere dar por malgastado.

—Pero es tu consejo lo que yo quiero —dice con ansiedad—. Sé sincero como yo lo fui contigo. ¿Crees que puedo volver a actuar?

—¿Te lo estás planteando en serio?

—Es lo único que deseo de verdad.

—Florence, hace años leímos algunas obras juntos, pero nunca te he visto sobre un escenario. Aparte de eso, el teatro no es una profesión a la que puedas volver así de pronto cuando te venga en gana.

—He empezado a enviar mi fotografía a varios sitios —continúa explicándome—. Quiero interpretar los grandes papeles, las mujeres de Chejov e Ibsen. Quiero aullar y bramar con pasión e ira. ¿Resulta extraño? Rob, dime si me estoy comportando como una lunática. Archie considera que se trata de una chifladura de mujer de mediana edad.

—Estoy totalmente de acuerdo —digo.

Cuando nos despedimos, me coge de un brazo y me dice:

—Rob, el otro día te vi. Tú no me viste, ¿verdad?

—Si te hubiera visto te habría saludado.

—Estabas comprando en la charcutería. ¿Era tu mujer? La chica rubia…

—Era otra persona. Vive por aquí cerca.

—Y tú…

—Florence…

—No quiero ser indiscreta —dice—. Pero lo hacías conmigo, ponerme las manos sobre la espalda, para guiarme a través de la multitud…

No me gusta que me descubran con esa chica por miedo a que aparezca en los periódicos y llegue a oídos de mi esposa. Pero me molesta tener que llevar una vida secreta. Estoy confundido.

—Me sentí celosa —dice Florence.

—¿En serio? ¿Pero por qué?

—Había empezado a tener esperanzas… de que no fuese demasiado tarde para nosotros dos. Creo que me importas más que ninguna otra persona. Resulta extraño, ¿no crees?

—Nunca te he entendido —digo, irritado—. ¿Por qué te casaste con Archie… y empezaste a verte conmigo?

Es una pregunta que nunca me había atrevido a hacerle por miedo a que pensase que la criticaba, o por miedo a tener que escuchar una explicación de su perfecta compatibilidad.

—Detesto admitirlo —dice—. Pero imaginé, por algún tipo de superstición, que el matrimonio resolvería mis problemas y me haría sentirme segura. —Cuando me río, me lanza una mirada severa—. Eso pone sobre el tapete una pregunta que ambos debemos hacernos.

—¿Cuál?

Echa una ojeada a su hijo y dice con un tono muy dulce:

—¿Por qué tú y yo nos relacionamos con personas que jamás nos satisfarán?

Durante un rato no digo nada. Entonces aparece el chiste que no es un auténtico chiste, pero que nos hace reír de buen grado por primera vez desde que nos volvimos a encontrar. He estado leyendo el relato de la ruptura con su pareja de un escritor contemporáneo. Es implacable y, probablemente porque suena convincente, ha ofendido a más de uno. En broma, le aseguro a Florence que el divorcio es un placer subestimado. La gente habla de la violencia de la separación, pero ¿y el placer? ¿Qué puede resultar más refrescante que no tener que dormir siempre en la misma cama junto a ese cuerpo repelente y escuchar las quejas de siempre? Tal momento de liberación debería quedar grabado en nuestra memoria para siempre, como la pérdida de la virginidad o el convertirse en millonario.

Me quedo junto a la puerta del salón de té para observar a Florence mientras se aleja caminando por el parque, bajo los árboles; lleva un paraguas blanco y camina con tanta cautela que apenas roza las gotas de lluvia que se acumulan sobre la hierba; su hijo corretea delante de ella. Estoy convencido de que oigo una risa que flota en el aire como un duendecillo etéreo.

La siguiente ocasión en que me encuentro con ella, se me acerca muy rápido, me besa en las mejillas y me dice que quiere contarme una cosa.

Llevamos a los niños a un pub con jardín. Le he cogido simpatía a Ben, su hijo rapado, aunque al principio no sabía cómo hablar con él. «Como con un ser humano», he decidido que es el mejor método. Dejamos a mi hijo en el suelo sobre un abrigo y él se pone a gatear, apoyándose en las manos y las piernas arqueadas, con la cabeza gacha y el trasero en pompa. Ben lo persigue y se esconde; la risa de mi pequeño nos hace reír a todos. El deleite que provoca en los demás acrecienta el mío. Me ha costado lo suyo, pero empiezo a acostumbrarme a cuidarlo y disfrutar de él, en lugar de pensar primero en mí.

—Rob, tengo un trabajo —me dice Florence—. Les escribí y me hicieron una prueba. Es un café teatro, un sótano que huele a cerveza y humedad. No pagan un sueldo, sólo un porcentaje de la taquilla. ¡Pero es un buen trabajo, un trabajo estupendo!

Interpreta a la madre de El zoo de cristal. Por una coincidencia, el local está al final de mi calle. Le digo a Florence que me alegro por ella.

—Vendrás a verme, ¿no?

—Por supuesto.

—A menudo me pregunto si todavía sigues disgustado por aquellas vacaciones.

Nunca hemos hablado de ello, pero ahora Florence parece de humor para hacerlo.

—He pensado en ello miles de veces. Ojalá Archie no hubiese venido.

Me río. Ya es demasiado tarde; ¿cómo me voy a preocupar por eso ahora?

—Quiero decir que ojalá no lo hubiera llevado conmigo. Estar sentada en aquel tren parado en la estación, contigo enfrente frunciendo el ceño, fue el peor momento de mi vida. Pensé que me volvía loca. Tenía muchas ganas de pasar contigo aquellas vacaciones. La noche antes de partir, Archie me preguntó si quería que fuera conmigo. Notaba que yo estaba inquieta. Mientras hacía la maleta, me di cuenta de que si nos íbamos tú y yo mi matrimonio se haría añicos. Tú estabas a punto de marcharte a Estados Unidos. Tu película te haría famoso. Las mujeres te desearían. Sabía que en realidad no me deseabas.

Resulta duro. Pero entiendo que Archie está demasiado metido en sí mismo para dejarse trastornar por ella. Le basta pedir y lo obtiene todo. Él no la ve como un problema que debe resolver, como me sucede a mí. Florence ha sido sensata al encontrar a un hombre al que no puede volver loco.

—Necesitaba la fortaleza y la seguridad de Archie —continúa—, más que la pasión… o el amor. Para mí eso era amor. Me preguntó si tenía una aventura.

—Y para demostrarle que no era cierto le invitaste a acompañarte.

Posa su mano sobre mi brazo.

—Ahora soy capaz de hacer cualquier cosa. Basta que me lo pidas.

No alcanzo a pensar en nada que desearía que ella haga.

Durante varias semanas no la vuelvo a ver. Ambos tenemos ensayos. Un sábado, en el supermercado, mi esposa Helen empuja el carrito de la compra con el niño dentro mientras yo me paseo con un cesto. Florence aparece por una esquina y nos ponemos a hablar. Está disfrutando con los ensayos. El director no la exprime lo suficiente —«¡Rob, puedo dar mucho más!»—. Pero él no subirá con ella al escenario, donde se siente «como una reina».

—De todas formas —dice con un gesto cargado de sentido—, nos hemos hecho amigos.

A Archie no le gusta que actúe; no quiere que haya extraños mirándola. Pero es lo suficientemente inteligente para dejarla seguir con sus deseos. Florence busca más trabajo. Cree que se saldrá con la suya.

Después de que nuestros respectivos cónyuges hayan metido en bolsas sus compras, aparece Archie y somos presentados de nuevo. Es enorme; tiene una buena mata de pelo; el rostro es rubicundo y las cejas parecen un maizal del que acaba de emerger una pesada criatura, Helen observa la escena con suspicacia. Florence y yo estamos pegados; quizá uno de nosotros está tocando al otro.

Una vez en casa, me meto en mi habitación con la esperanza de que Helen no llame a la puerta. Sospecho que no me preguntará quién es Florence. Deseará saber tanto que preferirá no descubrir nada.

Sin haber visto el espectáculo, me animo a invitar a varias personas del mundillo del cine y del teatro a ver la obra en la que actúa Florence. Mientras tomamos una copa antes de la función, constato que, para sorpresa del director, el teatro está lleno; el tipo se pregunta de dónde ha salido toda esta gente elegante con mocasines caros que se mezcla con la habitual parroquia de bebedores con los codos apoyados en la barra salpicada de cerveza que miran el partido de fútbol en el televisor con el cuello estirado como si contemplasen las maravillas del cosmos. Empiezo a preocuparme, cuestionándome mi confianza en Florence y preguntándome hasta qué punto no es más que gratitud por los ánimos que en su día me dio. Incluso si he perdido mi espíritu crítico, ¿qué más da? Tengo la sensación de conocerla desde hace tanto tiempo que no puedo someterla a evaluación o crítica, porque simplemente forma parte de mi vida. En nuestro último encuentro en el salón de té, me confesó que hacía ocho meses le habían extirpado un tumor benigno que le había aparecido detrás de la oreja. El temor de que se reproduzca le ha dado nuevas fuerzas.

Suena el timbre. Atravesamos una puerta en la que se lee «Teatro y aseos» y bajamos a tientas por una escalera empinada y vieja hasta llegar a un sótano convertido en pequeño teatro. El programa es una simple hoja que nos va repartiendo el director a medida que entramos. La sala huele a moho y a pesar de la oscuridad se vislumbra que el sitio es cutre; delante de mí hay una columna en la que puedo apoyar la mejilla. De la calle llega el ruido de alarmas de coches y de lo alto de la escalera el de un grupo de personas dando vítores. Pero en esta pequeña sala el silencio está cargado de la concentración y la esperanza de algo bello, aunque hecho en casa. Por primera vez en muchos años siento la pureza e intensidad del teatro.

Cuando salgo durante el intermedio me percato de la presencia de Archie, que sube por la escalera detrás de mí. Una vez arriba, resollando, me agarra el brazo para mantener el equilibrio. Pido una bebida y, para estar solo, salgo a la calle a tomármela. Me aterroriza pensar que si mis amigos, la gente «importante», se quedan después del intermedio es porque me molestaría que se marchasen; y que si ante mí alaban a Florence es sólo porque habrán adivinado que hay algo entre nosotros. Para mí es evidente la profundidad y pasión de Florence sobre el escenario. Pero sé que lo que los artistas encuentran interesante sobre su propio trabajo, la parte que consideran original y penetrante, no tiene por qué impresionar necesariamente a la audiencia, que puede no percatarse siquiera, concentrada simplemente en seguir la historia que se cuenta.

La cabeza de Archie asoma por la puerta del bar. Sus ojos dan conmigo y se acerca. Veo que lleva con él a su hijo Ben.

—Hola, Rob. ¿Dónde está Matt? —pregunta Ben.

—Matt es mi hijo —le explico a Archie—. Está en la cama, espero.

—¿Os conocéis? —inquiere Archie.

Le doy un tirón a la gorra de béisbol de Ben y digo:

—Nos hemos visto en el parque.

—En el salón de té —añade el chaval—. A él y a mamá les gusta hablar. —Me mira—. A ella le gustaría actuar en una película en la que salieras tú. Y a mí también. Voy a ser actor. Los chicos de la escuela opinan que eres el mejor.

—Gracias. —Miro a Archie—. Supongo que será una escuela cara.

Archie permanece allí de pie con la mirada perdida, pero su mente está trabajando.

—¿Qué te parece mamá en esta obra de teatro? —le pregunto a Ben.

—Está genial.

—¿Qué opinas tú? —me pregunta Archie—. Como actor de cine y teatro.

—Parece sentirse cómoda en el escenario.

—¿Llegará lejos?

—Cuanto más trabaje, más lejos llegará.

—¿Es así como funciona? —me pregunta—. ¿Es así como lo consigues tú?

—En parte. También tengo talento.

Me mira con odio y dice:

—Seguirá adelante, ¿no crees?

—Si quiere mejorar, debe hacerlo.

Parece orgulloso y enojado al mismo tiempo, tiene la mirada turbia, como si su universo familiar estuviese desapareciendo en la bruma. Hasta el momento Florence ha ido al ritmo de él. Me pregunto si ahora él será capaz de seguir el de ella, y si ella querrá que él lo haga.

Vuelvo dentro y encuentro a mis amigos; de pronto aparece él detrás de mí, interrumpiéndome, y me dice que debe hablar conmigo urgentemente.

—Conforme pasa el tiempo, amo a Florence cada vez más —me dice—. Simplemente quería que lo supieses.

—Sí —digo—. Muy bien.

—Perfecto —dice—. Perfecto. Te veo abajo.