Ha transcurrido el tiempo. Los posos del agua turbia están asentados en el fondo del recipiente de las emociones. Tengo ya bastantes canas para recordar tranquilo aquel viaje patrocinado por el abuelo, hace más de veinte años. Continúo solo, viviendo en casa de mis padres; pero ahora soy yo quien cuido de ellos. Mi padre se reúne todos los días con ex compañeros de trabajo en la residencia para la tercera edad que hay cerca de casa; desde hace tres años le ha sacado el gusto a jugar al dominó. Mi madre no sale mucho.
He ocupado los espacios del abuelo. Paso las horas en su despacho, sentado en el escritorio, parapetado en torres de hojas blancas, tan blancas y tan altas como las que él construyera, comenzadas desde el regreso de Calamarí. ¡Haciendo literatura! Todavía no alcanzan el techo; pero ya me puedo refugiar tras ellas. Todos los días agarro firme la pluma y comienzo a pensar en Lorenza. Escribo sistemáticamente, al dictado del alma. Cuando termino el folio lo pongo sobre cualquiera de las torres. No corrijo. El papel se termina a menudo. Entonces me visto, me pongo la bufanda, bajo a la papelería a tres manzanas de casa, compro una resma. ¿Para quién escribo? Para mí. Descargo la conciencia en el papel. No me cabe. Trato de definir lo que significa Lorenza, y no hay espacio.
Algunas veces, sobre todo por la tarde, algunos personajillos asoman entre los pilares de papel. Son parecidos a los que vi en los ojos del limpiabotas: negritos, indios, piratas, frailes…, diminutos demonios de mi mente. No sé si escapan de las letras o los tengo en mis pupilas y se proyectan sobre el blanco del papel amontonado. ¡Qué más da! El caso es que están ahí, y me acompañan. Saben de mi soledad desde que tuve noción de ellos. Hace mucho deduje que al romper el pergamino también había roto mi proyección, mi herencia y el futuro de los apellidos Acevedo y Santander, correspondientes a una misma rama genealógica. Patricia Acevedo, por lo poco que he sabido de ella, no ha podido tener descendientes. Aunque los hubiera tenido, sus hijos, salvo otro cambio como el causado por Lorenza, no hubieran transmitido el apellido a las generaciones posteriores. Y yo, Álvaro Santander, no he buscado siquiera la posibilidad de tenerlos. He ocupado demasiado tiempo en liberarme de los fantasmas de Calamarí… tanto, que ya no creo pueda conseguir ni una cosa ni la otra. Patricia y yo éramos los nuevos retoños, los últimos brotes de dos árboles que eran uno solo, esquejes de un mismo tronco; pero no lo sabíamos. Y cuando supimos la verdad, las ramas se habían separado excesivamente.
El conjuro, en su juego de venganza, nos unía. Si Patricia lo hubiera leído, nos hubiéramos besado en la orilla del mar. Lorenza, desde las olas, se habría fundido en ella. Lo habríamos entendido, y el Destino, poco después, nos habría juntado para siempre. La familia volvería a ser una. Estaría cerrado el círculo que habían iniciado Francisco y Lorenza. Pero no sucedió así. Se quebró antes de unir los extremos. El conjuro era la soldadura que lo sellaba. Patricia y yo quedamos en el aire, iniciamos el sacrificio. Ambos, aunque ella no lo sepa, cumpliremos con impuesta dignidad la tarea de rematar el árbol, de cerrar el paréntesis de nuestra familia. ¿Era también misión del mensajero continuar la estirpe?
Lorenza sigue dentro de mí, enterrada en mi alma.
La cartulina que dibujó el abuelo con nuestro árbol continúa colgada en la pared. ¡Si hubiera sabido lo incompleta que estaba! Me gusta mirarla cuando paso delante; es un involuntario monumento al sueño de un pasado real.
Cinco años después de regresar de Cartagena tuve la oportunidad de viajar a Londres, en calidad de invitado a un congreso de Historia Precolombina. Aproveché mi estadía en la capital inglesa para rastrear los antecedentes de Jean Aimé, e intentar descubrir al visionario que se escondía tras las iniciales del pergamino. En aquel entonces lo veía como a un dios en la sombra que había manipulado mi vida. Un dios que sólo tenía un par de letras.
Ayudado por miembros de la Royal British Academic of History, localicé los registros correspondientes a navíos y tripulaciones que zarparon del Támesis entre 1570 y 1590. Resultó relativamente fácil descubrir un francés entre tanto nombre sajón. El 14 de junio de 1583, zarpó el Marigold, cuya misión estaba encuadrada en la categoría de «making business in the Caribean», o sea, piratería encubierta, llevando entre sus navegantes a un tal Jean Aimé de Foix. Ya tenía el apellido, índice, a la usanza de la época, del lugar de nacimiento.
El hallazgo permaneció en dique seco hasta que un viejo amigo francés, Michel Privat, compañero de universidad al que había referido parte de la crónica de Calamarí (sólo la parte histórica), me envió un libro en el cual se hacía referencia a un Christian von Hund, hermético alemán radicado en Francia. Procedía de una familia acomodada que perdió su patrimonio, casi la vida, al ser acusada de apoyar la reforma luterana. Desde entonces, Von Hund comienza a cultivar un odio exquisito contra España y contra el emperador Carlos V. El visionario germano supo ganarse el favor de la corte francesa, inclinada a las adivinaciones, magias, ritos, cábalas y todo tipo de distracciones esotéricas que les acercasen al futuro, les propinaran la esencia del erotismo o, algo más vulgar, convirtieran el plomo en oro.
Nació en 1503 en Erlangen, cerca de Nuremberg. Salvo que fue un chico introvertido y huraño, enjuto y de malas pulgas (tanto en el genio como en la ropa), no hay mayores datos que nos acerquen a su juventud e infancia.
En 1525 ejerce como médico en Narbona y Burdeos, a pesar de no tener título oficial. En 1529 se traslada a Montpellier, donde estudia medicina y alcanza el doctorado. Allí conoce a Jean Aimé de Foix, alumno de menor edad, pirenaico, quien acaba convertido en su mejor amigo, admirador y discípulo. Por aquel entonces, Von Hund ya revolucionaba las casas de los notables con sus proféticas adivinaciones.
Casi todas sus ágoras le llegan durante el sueño. Dormía con papel y pluma en la cabecera de la cama. Nada más despertarse, escribía e interpretaba cuanto había soñado. Luego utilizaba a sus amigos y seguidores para hacer llegar las predicciones a los lugares en que habían de producirse. Cuentan que envió emisarios a Rusia, a Nápoles, a Inglaterra, a Alemania y a las tierras del Nuevo Mundo. Hablaba varios idiomas, incluido el latín. Muchas de sus profecías iban dirigidas contra la Corona española. No se conoce la efectividad de la mayoría. «¡Pero yo puedo dar fe!».
Jean Aimé permanece siempre a su lado. Estudian juntos, transitan los caminos alquímicos, buscan, como todos, el Santo Grial. No está comprobado, pero se les tacha de haber pertenecido a la secta de los rosacruces.
Von Hund contrae matrimonio en 1534, del que nacen dos hijos. Inicia una etapa de viajes por el África durante ocho años, acompañado de Jean Aimé.
Puede que víctimas de su propio invento, porque lo predijo con tres meses de anticipación, sus hijos mueren envenenados, sin que él pueda llegar a tiempo a su casa para impedirlo.
En 1544 se muda a Salon. Pronostica para ese mismo año una gran epidemia de peste, que cae sobre Francia en el mes de diciembre. Es reclamado en Lyon, donde obtiene, ayudado por Jean Aimé, grandes éxitos terapéuticos. Enrique II le otorga sus favores, haciendo la vista gorda a su origen alemán. El rey está interesado por sus servicios, pero la Iglesia no piensa de la misma manera. Con el fuego de la hoguera pisándole los talones, huye a Italia y busca la protección de Catalina de Médicis, conocida mecenas de los más afamados nigromantes europeos. Descrestan sus saberes adquiridos en el continente africano.
Sueña la muerte de Enrique II y manda a París su profecía. La corte sabe de la predicción, y se aterra cuando fallece el monarca. Quedan divididas las opiniones: unos le consideran un vidente, un sabio, otros un charlatán. En 1555 se interesa en la astronomía. Jean Aimé, por su cuenta, ya se había iniciado bastantes años antes. Le lleva ventaja al maestro.
Muere su esposa y Von Hund termina fascinado con el mundo de las estrellas para matar los recuerdos.
En noviembre de 1565 pide a su amigo Jean Aimé que le acompañe a Salon. Se siente viejo y quiere arreglar los asuntos familiares. A mediados de diciembre tiene un sueño que lo sume en persistentes desmayos. Redacta un manuscrito, al borde del delirio, y ruega a Jean Aimé que lo entregue a una niña inglesa nacida en tierra española del nuevo mundo. Le da las instrucciones pertinentes y cae en un profundo letargo durante algunos meses, hasta que fallece, sin recuperar la razón, balbuceando extraños conjuros africanos.
Ése fue C. H. ¿Qué tenía que ver conmigo? Nada. Somos una circunstancia mutua. Él fue mi dios por un tiempo. Y al final yo me convertí en su dios, al menos, en su juez. En mis manos tuve la posibilidad de ejecutar su profética venganza, en la que, pienso, metió la mano. Porque a la profecía se sumaba el conjuro, y al conjuro la venganza. En su sueño tuvieron que mezclarse las visiones con los deseos. Allí estuvo el fallo y mi oportunidad. Tuve ocasión de discurrir, de colarme por la fisura que habían dejado sus anhelos. Todas las piezas encajaron en la predicción: Lorenza, Francisco, Patricia, el padre Ferrer, el abuelo… todos menos el mensajero. ¿Por qué? Porque Calamarí no podía traicionarse a sí mismo y me dio la oportunidad de elegir.
Jean Aimé… el viejo francés, ¿quién era? Sólo he podido contestarme: fue una encarnación del Destino. ¿Qué más podía ser?
Cuando leo los periódicos percibo que, sea o no venganza de alguien, el mundo está invadido por la droga, la nieve, y que esa parte de la profecía se ha realizado parcialmente. Von Hund soñó una gran nevada, una imagen apocalíptica, como si un nuevo diluvio universal en forma de nieve inundara y terminase con el Imperio español; cualquier excusa, cualquier visión catastrófica, aniquiladora, le servía como pretexto para organizar la trama de sus vengativos deseos. Y con esa mezcolanza de adivinación y odio maquinó una cuasi fantasía que a punto estuvo de realizarse. El brazo de Pastor y Acevedo fue cercenado en la destrucción del pergamino; pero no cabe duda de que esta alianza hubiera supuesto una importantísima ayuda a la expansión de los mercados internacionales de la droga, un incremento de su difusión y consumo a una escala que hubiera resultado sumamente complicada de manejar…, mucho más complicada de lo que ya hoy puede suponer el entramado de las organizaciones de la droga. Sin embargo, Von Hund no supo dimensionar las consecuencias de su sueño profético, y lo amasijo, por conveniencia, con sus particulares enemistades hacia la Corona española, creando, o creándose, una ilusión plagada de medias verdades. Este descubrimiento significó, por expresarlo de una forma gráfica, el pegamento que unió las piezas que ya estaban montadas. Pero no trastocó nada.
Tengo un amigo, editor, empeñado en que le escriba un libro para publicarlo. Lo estoy pensando. ¿O ya lo estoy haciendo?
Me gustan las mañanas soleadas del invierno. En verano comienzo a sudar, y cuando sudo, se me escapan por los poros las remembranzas de Calamarí. Es el mismo sudor agrio de los marineros del puerto.
Francisco de Santander contrajo matrimonio en Santa Marta, el 26 de mayo de 1618, con Mercedes Sánchez de Oruño. ¿No esperó a Lorenza? Posiblemente sí, pero nunca como esposa. Francisco encontró en Mercedes, hija del tesorero del cabildo, la oportunidad para encaramarse en la cúspide de la escala social. Comenzó a ocupar cargos importantes en la administración, hasta llegar a ser delegado de la Gobernación para Santa Marta, ya al final de sus días.
¿Después de abandonar Baza, correría Lorenza a su lado? No lo sabemos con exactitud. Cualquier especulación que se haga sólo será eso, una conjetura sin basamento. Unas croniquillas que localicé en el Archivo de Indias, picantonas por lo demás, relacionan a Francisco Santander, a comienzos de los años veinte, con una mujer siniestra, anónima, encubierta, a la que nadie llegó a ver, o al menos a descubrir, entre los habitantes de la villa. Si era Lorenza, la situación de Cartagena se habría volteado completamente. Santander sería entonces el acaudalado funcionario, sujeto a las estiradas costumbres de la rancia clase pudiente, y Ella la mujer libre (aunque no creo que sea el adjetivo más afortunado) que visitaba al encopetado amante.
La verdad es que nunca se supo el paradero de Lorenza, ni por qué huyó del lado de su hijo: ¿para protegerle de la Inquisición o de algún otro riesgo? ¿Por amor? ¿Porque estaba gravemente enferma? ¿Porque fue a recogerla el barco de nácar? ¿Por orgullo? ¿Porque Mañozca la había localizado? ¿Por placer? ¿Por aburrimiento? ¿Porque se lo indicó el Destino? Muy poderosa sería la causa. He construido una torre de enigmas, posibles e imposibles, todos sin solución. Nadie conoce su final, ni dónde se produjo su muerte, si es que murió.
De la unión de Francisco Santander Rivamonte y Mercedes Sánchez de Oruño nació, en 1619, Manuel José Santander Sánchez. Y tuvieron una hija: Mercedes Santander Sánchez. Manuel José se casó con Catalina del Fresno González, quienes engendraron a Francisco Manuel Santander del Fresno en 1642.
Estoy refiriendo todos los hijos legales, tal como los había rastreado el padre Ferrer. Los naturales e ilícitos, mucho más numerosos que los reconocidos, son incontables, así que, a pesar de tener conocimiento de alguno, prefiero ignorarlos en este listado.
Francisco Manuel tuvo que casarse con una robusta costeña, Asunción Morales Cárdenas, y en 1667 nació el primero de sus vástagos, Juan Pedro Santander Morales, quien después de poco pensarlo, se metió a cura. En 1669 nació el segundo, Mariano José Santander Morales, a su vez padre de dos hijos y una hija. Conste que el cura también los tuvo, pero no los registró. Los hijos de Mariano José nacieron de su matrimonio con María Clara Fuenmayor Caballero. Esta rama legalizada es la que va guiando mi línea descendente. La pareja decidió trasladarse a El Socorro, en el departamento que luego llevaría el nombre de su tataranieto: Santander. El primogénito, Mariano José, bautizado como su padre, falleció a los nueve años. La hija, Asunción, era un poco tonta. El que restaba, Juan Alfonso Santander Fuenmayor, nacido en 1695, salvaría el apellido. Con tanto esfuerzo extramatrimonial resultaba complicado tener muchos hijos en casa.
Juan Alfonso cometió matricidio contra doña Consuelo Hernández Arteaga, la rica del pueblo, y procrearon, en 1715, a Agustín Santander Hernández.
Agustín se casó con Josefina Colmenares Taboada, y en 1752 nació Juan Agustín Santander Colmenares. Del matrimonio entre este último y Manuela Antonia Omaña Rodríguez, nacería, en 1792, el hombre de las leyes, el primer presidente: Francisco de Paula Santander. Había llegado el momento, épico y terrible, en que los hijos se rebelaron contra las ideas de los padres. La independencia, la libertad, el relevo en el poder. De Francisco de Paula hacia abajo, hasta mí mismo, siguen los Santander conocidos. La cadena está completa. Jamás dibujé ni me propuse continuar, tupir, el árbol que pintara el abuelo. Como están las cosas, están bien.
De Francisco y Lorenza nacieron los Acevedo, a quienes ha sido imposible seguir la pista. De Francisco y Mercedes, los Santander. En Patricia y en mí se cierra el paréntesis. «¡Sigan viviendo los naturales, nada es perfecto en esta Tierra!».
Trabajo en casa. Escribo para varias revistas de Historia. Cuando lo hago, no me siento en el escritorio del abuelo. Prefiero que mis mundos no se mezclen, aunque a menudo es difícil evitarlo.
Pero no me gusta pasar mucho tiempo alejado de mi castillo. Hoy miraba, desde mis torres de papel, la cartulina con el árbol dibujado, y su sombra, la del árbol, alcanzaba a tocarme. Se me escurrió de la pluma una frase curiosa, una pregunta: ¿Lorenza fue el bien al servicio del mal, o el mal al servicio del bien? Demasiada filosofía para la simpleza, estoicismo más bien, en el que han convergido mis sentimientos, mucho más hieráticos que antes. Si el abuelo viviese, me estaría diciendo que ni siquiera son hieráticos, sino científicos. Me sirve la opinión para ir a celebrar a la nevera.
Hoy también me he dado cuenta de una cosa: desde que podo el árbol, desde que no crece, tiene flores como las del jardín de Baza, algo resecas, rodeando el tronco.
Pero quizá todo esto ya no importe. Lo fundamental de la historia son Lorenza y Calamarí, si comprendemos, como yo he llegado a comprender, que una es el alma de la otra.
No he vuelto a soñar contigo. Esta mañana también te estuve pensando. Y así continuaré hasta que un día, lejano aún, salga La Mojana de alguna de las torres de papel y me arrope con su manto.
Me pregunta mi madre por qué estoy tan apático. ¿Acaso no sabe mirar, como todas las madres, y se da cuenta de que la Vida la llevo adentro?
He abierto la ventana tratando de encontrarte, de encontrarme. Me he visto reflejado en el cristal, y he suspirado…