¿Descansé? En absoluto. Las emociones se confabularon para hacerme el sueño imposible. A las seis de la madrugada la desesperación y yo no cabíamos en la cama. Pedí el desayuno y el periódico por teléfono a la habitación.
Me tumbé un rato más para leer el diario. «Privilegio de marqués». Hasta la página de sociales todo transcurrió en la normalidad de las peculiares noticias que genera Colombia. Aparecía, sobre el crucigrama, una foto de Patricia Acevedo. Al lado, un aviso similar al que recortase el padre Ferrer, anunciando la celebración de su onomástica. A continuación, un retrato de los aparentemente felices y sacrificados padres: el senador, con la misma pinta de patrón de velero; la madre, oh my God!, Catherine Gibson, made in Usa. Gringa, con todos los aditamentos de los gringos: rubia, ojiclara, rellenita y traje color pastel. «¡El pirata se volvió nativo y la española inglesa!», típicos pensamientos producto de una noche de insomnio. Continué leyendo. El periódico destacaba los nombres de algunos invitados notables: políticos, empresarios, militares, financieros y hasta ministros. Estaba claro que el senador aprovechaba los actos, fueran del tipo que fueran, para apuntalar su candidatura presidencial. Releí la lista con mayor detenimiento. Dos de los apellidos se me hicieron familiares: Bioho y Esquivel. «¡Me parece que estoy empezando a adivinar dónde ponen los huevos las garzas!». Me duché a toda prisa, me vestí, creo que no me peiné, y bajé al vestíbulo. El hotel aún estaba desierto. El negrito-dientes-blancos salía de turno. Ya vestía la pantaloneta de costeño feliz. Le pedí el favor (mil pesos por delante) de que me facilitase la lista de invitados al cumpleaños de la señorita Acevedo. «¡Uy, hermano, me la pone cuesta arriba!». Dos mil pesos, y una fotocopia del listado estaba en mi poder.
Regresé a la habitación. Saqué los papeles del proceso inquisitorial, los recortes del padre Ferrer, y comencé a comparar nombres y apellidos. Al cabo de unas horas había establecido buena cantidad de coincidencias: el ministro del Interior se llamaba Augusto Esquivel, como doña Bárvola; el comandante del ejército, Ernesto Bioho, igual que Potenciana; el presidente del Banco Colombino, Jorge Eduardo Señor, tal vez casualmente, como el hungan Domingo; el fiscal general, Julián de los Ángeles, como Catalina; la viceministra de Relaciones Exteriores, Cecilia Vitoria, como Elena; el presidente de la Cámara de los Diputados, José Harold Tasajo, como María; la gobernadora del departamento del Huila, Martha María Sánchez de Eguiluz, como Paula; y el gerente general de Cafetales del Viejo Caldas, Fernando José Olaneaga, igual que doña Ana María. «Demasiadas casualidades». El padre Ferrer me había dejado los recortes porque intuyó, o descubrió, todos aquellos nombres arremolinados en torno a la fiesta. La solución, si la había, no podía estar sino en el pergamino. Se hacían de caucho, alargadas sin compasión, las horas hasta la tarde.
Después del medio día se encapotó el cielo. «Hay una tormenta tropical dirigiéndose a la costa», me anunció el conserje cuando salí del hotel. Aún no llovía. «Ni rastro de Ramiro Biáfora». En la sacristía de San Pedro Claver, una empleada del servicio me indicó que esperase al padre Manuel. Al cuarto de hora apareció el viejo cura con el pergamino en la mano.
—Aquí lo tienes. He preferido no hacer interpretaciones, y aunque no entienda nada, he sido fiel al original. Lo único que no he podido traducir es un párrafo intermedio, escrito en una arcaica lengua africana. Parece un conjuro extraído de alguna desaparecida religión. Por lo demás, no sé si es lo que estabas esperando; pero yo no jugaría con estas cosas.
—¿Alguna revelación interesante?
—El diablo sabe cómo hace sus cosas, aunque todavía no he visto ninguna que le salga bien. Extraños los caminos escogidos a veces por el Señor. Mucho ojo… ya es suficiente con una muerte.
Me lo entregó. También un papel con la traducción.
—¿Sería tan amable, padre, de prestarme un escritorio donde pueda analizarlo tranquilamente?
—Sigue al despacho del padre Ferrer. Ya sabes dónde queda.
Reparé en los inmensos vacíos del cuarto. Solamente quedaban los momentos de mi primer contacto con Calamarí. Antes de leer la traducción, sentado en la mesa redonda, invité de corazón al sacerdote, a mi breve pero intenso amigo. Tenía el derecho y el deber de acompañarme, así fuera desde los balcones de la memoria. «¡Aquí tenemos el pergamino, padre!».
Del vientre de sangre inglesa
nacerá un vástago en un altar
señalado como vengador al imperio de las Españas.
Veo el número dieciocho rodeado de gente
el día que el cometa esté más cerca de la Tierra
poco antes de la Era de Acuario.
El mensajero les llevará este pergamino
con el conjuro de las puertas,
que desentrañadas por la sangre sajona renovada
abrirá de nuevo los caminos de la Memoria,
y despertará los demonios de la guerra, el Mal y la venganza,
y las gentes rodeando el número
provocarán una gran nevada que postrará el mundo.
Volverán los endriagos al monte.
Una dinastía de origen francés
reinará en España.
Ellos no sabrán que están esperando al mensajero
a orillas del mar,
subidos en su propia Historia,
porque el mensajero, sangre sobre la sangre,
trae la llave que los adueña del Reino.
Será éste el conjuro leído sin voz por el número:
«Ajkatala, ipsis notur acantaliga, diew noxa ugta,
patra neva tot orbagka. Sumi tedater owka
novalwaramma wannagea. Akywa stugta».
Leído el conjuro,
antes de que muera el día,
la orden de memoria y fuego
caerá sobre Ellos desde las estrellas rojas.
Pero si el pergamino es destruido,
el mar se llevará en su calma
la nieve y el fuego,
la Memoria, la venganza y la sangre,
la Vida que lo mantuvo y la que debería venir,
y no se abrirán las puertas que guarda el Destino.
C. H.
Salon, 1566
Debía estudiar el manuscrito punto por punto. «Tranquilidad. Despejo la mente. No quiero tinto, me altera los nervios. Comienzo a montar el puzzle».
Estaba claro, del vientre de sangre inglesa, Lorenza, había nacido un vástago en un altar: Francisquito. ¿Por qué señalado como vengador del imperio de las Españas? Al ser el primer eslabón de la cadena genealógica de Lorenza, le corresponde el sañudo calificativo. ¿Quién quería vengarse de quién? Francia mantenía, en la fecha marcada en el manuscrito, pésimas relaciones con España. C. H., por adivinación o por deseo, indica que la descendencia de la inglesa se ocupará de hacerle el favor a los franceses. ¿Cuándo? Existía un incontrovertible indicio aclaratorio: «¡Hoy!». El día que el cometa esté más cerca de la Tierra, poco antes de la Era de Acuario… El primero de abril, tal como lo festejó el romántico astrónomo de Baza. Largo tiempo de incubación el de la venganza, estimado en más de cuatrocientos años.
¿Qué era el número dieciocho rodeado de gente? Dieciocho, dieciocho… ¡dieciocho! El cumpleaños de Patricia. Ella era el número, y la gente que la rodearía, evidentemente, los invitados. Ahí se acomodaba la coincidencia de los apellidos. Generaciones de brujos, así no supiesen que lo eran, congregados alrededor de Patricia, descendiente de Lorenza de Acereto, de Francisco Acevedo, para reunirse a orillas del mar a esperar al mensajero. ¡El mensajero! El quid de la cuestión, el rotor del engranaje. Sin él, no se movería el mecanismo de las puertas. «¡Padre Ferrer, hemos sido astutos!». Eso pensaba. Me adelanté al mensajero. Quizá por poco. Tal vez apareciera de un momento a otro reclamando el pergamino… Hasta entonces era nuestro…
Patricia, al leer el conjuro, las incompresibles frases en africano que no pudo traducir el padre Manuel, abriría unas puertas, imaginarias, y de alguna mágica manera, recuperarían la memoria dormida los congregados. No sería un instante de reencuentros, ni de «yo ya te conocía», o «por fin estamos todos». Posiblemente ellos no se enterasen de nada, porque de igual forma que Patricia leería el conjuro sin voz, o sea, para sí misma, los invitados, entiendo, empezarían a estrechar lazos, a sufrir acercamientos, y tiempo después, finalizarían en obras concretas… en la venganza. ¿En qué consistiría?… Las gentes rodeando el número provocarán una gran nevada que postrará el mundo. ¿Una nevada? ¿A qué podía referirse tan gélida metáfora? Entonces no pude atar cabos. Me sacudía la prisa. Caía la tarde. ¿Qué debía hacer con el pergamino?
… por la sangre sajona renovada… otra alusión a Patricia, hija de una estadounidense. Ya podía afirmar que C. H. había escrito una profecía. Él no era el artífice de la venganza. Era un adivinador, un agorero. ¿Pero quién era C. H? ¿Qué nombre respondía a dichas iniciales? También era imposible adivinarlo esa tarde. En cualquier caso, recogía el odio de alguien, o de sí mismo, hacia España. ¿Del gobierno francés, de una secta, de un grupo oculto de gente, de los militares galos, de la magia negra, de los eternos enemigos del catolicismo…? ¿Era un odio militar, vecinal, visceral, ontológico, diabólico, religioso, territorial, económico, plural, particular, espontáneo, provocado…? Je ne sais pas.
Volverán los endriagos al monte… ya se lo dijo Lorenza a Rufina Biáfora. La esclava conoció parte del secreto. «¿También lo conoce el gerente del hotel?».
No le tuvo que hacer, como no le hizo, ninguna gracia a la Inquisición que Lorenza hablara de una dinastía francesa reinando en España. Los Austrias ostentaban el poder. Felipe II estaba empeñado en agrandar el Imperio, y los franceses estaban hasta la coronilla de que el monarca español les provocara constantemente, inventando todo tipo de argucias políticas, económicas y militares, para anexar el país vecino a sus ya vastos territorios. Supuestamente, debía ser al revés: un rey de la dinastía de los Habsburgo en el trono de Francia. ¿Cómo iba un Borbón a reinar en España? La Inquisición, tan preocupada o más que por las desviaciones de fe en la Iglesia, se encargó de mantener firmes, en todos los órdenes, los intereses del rey. Junto al poder del soberano discurría el suyo.
¿Sería posible que existieran fuerzas ocultas, activadas porque una chica leyera ciertas frases en un incomprensible idioma desaparecido?
… el mensajero, sangre sobre sangre… ¿Sangre sobre sangre? ¿Estrellas rojas? Escuché los primeros golpes de una lluvia espesa en los cristales de las ventanas. El aire entraba por los huecos, silbando mis disparatadas elucubraciones. Un relámpago. Se fue la luz. Un trueno. Una sombra… ¿una sombra?
En la puerta de la oficina había alguien. Al apagarse la luz quedé ciego unos segundos. Al recuperar la visión, se fue haciendo nítida la figura de… «¡Ramiro Biáfora!».
—Disculpe. He tenido que refugiarme aquí de la lluvia —dijo.
No le creí. No quise creerle. Guardé rápidamente los papeles en el bolsillo.
—¿Le interrumpo? —preguntó. Movía la cabeza como si la tenebrosidad no le permitiera verme.
Sólo tenía una salida: correr. Esperé a que diera un paso hacia el interior del despacho, y aproveché el hueco a su espalda para salir y perderme en la sacristía.
Allí estaba el padre Manuel, consultando un tarifario.
—¿Qué hace ese hombre aquí? —le pregunté antes de salir.
—Es el gerente del hotel Santa Clara. Ha venido a consultar el valor de una misa que quiere dar el gobernador en atención a los ilustres invitados que ocupan la ciudad.
En su última palabra, yo corría bajo los goterones. A las dos cuadras me había calado hasta los huesos. Los faroles, más mortecinos que nunca, acababan de prenderse, antes de su hora, para intentar paliar la amenazante oscuridad. ¡Otra vez la oscuridad! Arreció la tormenta. El agua se me colaba en los ojos y me dificultaba la vista. «¿También tú contra mí, lluvia?». Instintivamente me dirigí al hotel. ¿Por qué?, pienso ahora. No lo sé. Repito, fue instintivo. Era el único sitio que me ofrecía refugio, mi cuarto. Acababa de dejar atrás al mensajero. Continuaba corriendo, sofocado, respirando fuerte, tragando incertidumbre, cuando llegué a media manzana del Santa Clara.
Frené en seco.
En este instante me parece mentira recordar todo esto y poder contarlo.
Me limpié los ojos con la mano. En la puerta del hotel estaba Patricia. Detrás su padre. Recibían a los invitados que no se habían alojado en el Santa Clara. Las limusinas paraban en la entrada, descendían los ocupantes, protegidos por el paraguas del botones, saludaban a Patricia, luego al senador y a su esposa, y seguían hacia dentro. Me acerqué lentamente. Saqué el pergamino del bolsillo. Lo sostuve en la mano derecha. Patricia se desvanecía tras la cortina de agua. Cuando estuve cerca, me miró. Abandonó el acto protocolario ante la incomprensión de su padre. Dio unos pasos, bajó un escalón y se dirigió hacia mí. Paró a escasos cinco metros de donde yo estaba.
En la esquina estacionó un Mercedes azul. El ocupante bajó la ventanilla trasera. Era Ramiro Biáfora, con su joroba y sus ojos de murciélago. Nos miraba.
Los guardaespaldas trataron de sujetar a Patricia. No se dejó. La lluvia le había empapado el vestido de algodón blanco, largo, al estilo de las sayas de las esclavas. El pelo mojado. La tela se hacía transparente al contacto con el agua. Eran sus ojos, los de Lorenza, los mismos que me perturbaron en la despedida del día anterior y en toda mi estancia en Calamarí. Ya no tenía cara ni poses de niñita inocente y desprevenida. Su rostro recogía la entereza, la rabia, el valor, el miedo, la magia, el encanto mortal de Lorenza.
Entonces comprendí. Estrujé el pergamino en la palma de la mano. Lo miré. Miré a Patricia.
¡Era Yo!
«¡El mensajero está en mí!»
«¡¡¡Yo soy el mensajero!!!»
¡Yo, el único destinatario de ese gran juego del Destino!
Juguete, fantoche, conductor, hilos, risa, furor, engaño, rabia, estupidez, timo, farsa, jugada, iluso, bobo, utilizar, ilógico, incomprensible…
El mar. «El agua limpia y purifica», le había dicho Margarita a Lorenza cuando fueron a tirar al río el muñeco atravesado con estacas que le habían dejado al tío Luis. Un río… «¡Una corriente!». El agua bajaba por la calle hacia el mar, chocaba contra mis zapatos, los sobrepasaba, y seguía su curso hasta la playa. Me agaché. Rasgué el pergamino por el centro, de arriba abajo. Luego lo volví a rasgar de derecha a izquierda. Repetí el corte hasta convertirlo en añicos. Y con cada corte sentí un desgarrón, una muerte, un alivio. Lo solté sobre el agua que borraba la calle. Los papelillos navegaron en fila, casi ordenados marcialmente. En la playa los esperaba el Destino para entregárselos al Mar.
Pero si el pergamino es destruido,
el mar se llevará en su calma
la nieve y el fuego,
la Memoria, la venganza y la sangre,
la Vida que lo mantuvo y la que debería venir,
y no se abrirán las puertas que guarda el Destino.
Me incorporé. Recorrí los cortos pasos que me separaban de Patricia. Me puse a su lado. Ella me sujetó el brazo. Paré. La miré otra vez desde la lluvia.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí con la cabeza. Le di un beso en la mejilla y, atravesando toda la comitiva que aguardaba la fiesta, subí a la habitación.
Estoy desconcertado, Lorenza. ¿Qué acabo de hacer contigo? No tengo parámetros para evaluar si mi actuación ha sido la correcta. ¿Dónde está, padre Ferrer? ¿Por qué no me ayuda? Abuelo, al menos tú…
Has muerto despacio, bajando por la calle sobre el agua de la lluvia. En la playa, en el Mar que te ha bañado la infancia y el silencio, aguardaba La Mojana, anónima, metálica, con sus grandes párpados de madera cubiertos por el capuchón negro. Te acogió en su manto batido por el viento. Desapareciste entre las olas, quitándote la saya blanca, caminando desnuda con el manto estrellado de La Mojana cubriéndote de Noche. ¿Buscabas el barco de nácar? Ya no estás sola. Serás uno más de tus fantasmas. Y todos tus fantasmas serán míos. Como tus ojos… como Calamarí.
¡Yo era el mensajero! ¿Quién quiso jugar así conmigo? Vas a contestarme que el Destino. Lo vi esperándote en la playa, mientras los papelillos del pergamino descendían por la riada, antes de que La Mojana te vistiera de Luna para siempre.
Hoy tu alma murió en la mía, eternamente. Aquí estará enterrada…
Salía de la tina, llamaron a la puerta. A pesar de haberme calado hasta la médula, decidí darme una ducha caliente para intentar relajarme. Aún estaba aturdido y desconcertado por lo que acababa de suceder.
Abrí. Era la sonrisa rodeada del negrito. El conserje me entregó un papel de parte de Patricia Acevedo, una nota escrita por ella misma: «Te espero en la fiesta. Baja hacia las nueve». Ya no había treguas.
Busqué en el closet lo más aparente de mi vestuario: camisa azul y pantalón siena de gabardina italiana.
Recogí la ropa mojada que me había quitado. Revisé los bolsillos, como suelo hacer siempre y encontré, escurriendo agua y tinta, la traducción del pergamino. Extendí el papel sobre el escritorio y le di aire caliente con el secador del baño. Aún existían las palabras del hechizo, allí estaban. ¿Si alcanzaba a leerlo Patricia, causaría el mismo efecto que si lo hubiera leído en el pergamino original?
No me interesó la respuesta. Doblé el papel, lo escondí bajo el forro de la maleta, puse ropa doblada encima, la cerré con candado, me vestí y bajé al salón de recepciones.
Busqué a Patricia entre la multitud. Biohos, Esquiveles, Olaneagas, Eguiluces, Tasajos… danzaban concentrados en sus pasos, ignorantes de lo acontecido, al compás de una orquesta salsera. También estaba Ramiro Biáfora. No me atreví a pedirle disculpas hasta dos días después.
La Torre de Babel de Calamarí, sus sombras alargadas cuatro siglos, bailaban a mi alrededor como los títeres que no saben que lo son, como las marionetas incapaces de distinguir si están muertas porque les han cortado los hilos, o son libres porque ya nadie las manipula.
La vi desde lejos. Se había puesto un vestido negro, corto, muy escotado en la espalda, y llevaba la melena recogida en una cola de caballo.
—¿Cómo estás? —me preguntó cuando llegué a su lado.
—Confundido. ¿Y tú?
—También. —Despidió a dos amigas—. ¿Qué pasó ahí afuera? —Volvía a tener aspecto de niña consentida—. Durante unos momentos no supe qué estaba haciendo. Perdí el control de mí misma. ¡Como si me la hubiera fumado verde…! Tenía necesidad de ir hacia ti, esperaba que me dieras algo, no sé qué. Luego, cuando rompiste ese papel, me di cuenta de que estaba emparamada, en medio de la calle, y todo el mundo nos miraba escandalizado. Me sentí ridícula. ¡Qué oso!
Llegó un camarero con trago y pasabocas. Cogimos un vaso de güisqui cada uno.
—Hoy es el primer día que me dejan beber mis padres.
—No será la primera vez…
—¡Qué va! Imagínate en la universidad…, pero nunca me han pillado.
Seguía colgando de su cuello el abalorio.
—¿Otra vez obsesionado con el dije?
—Disculpa. —Traté de cambiar la conversación—. ¿Por qué me invitaste?
—Quería entender lo que había pasado. He tenido, y sigo teniendo, una sensación rara. Me siento culpable por no haber hecho algo que estaba en la obligación de hacer, como si no hubiera terminado una tarea del colegio. ¿No te has sentido nunca regañado injustamente? —Hizo un puchero con la boca.
—Puedo decirte lo que debías haber hecho. Pero no sé si va a gustarte.
—Cuéntamelo, ya te diré si me gusta o no.
—Te contaré… pero aguardemos a que pasen las doce —le dije, por si acaso las tentaciones.
—¿No me irás a contar el cuento de la Cenicienta?
—No. Es mi propio cuento. Mi propio y cruel cuento…
—¿Actúo?
—Tienes un papel protagónico.
Alzó el vaso de tubo, invitándome a un brindis. «Feliz cumpleaños… número dieciocho», pensé.
—¿Sabes bailar?
—No…
… No pude terminar el no. «¡Cuuumbiaa!». De buenas a primeras, tenía una mano de Patricia en el hombro y le cogía la otra. Un camarero había repartido velas encendidas entre las parejas danzantes y habían apagado las luces. Me hubiera gustado regalarme la belleza de Patricia, pero estuve muy ocupado fijándome en cómo se movían los demás.
La rumba siguió con más güisqui y más baile: merengue, salsa, vallenato, porro, cumbia, pasillo, chucu-chucu. Patricia me presentó a algunas amigas, ñoñas. Con el trago fueron diluyéndose los pensamientos profundos y los miramientos. «¡Uepa je!».
A medianoche se había retirado mucha gente. Yo apuraba mi último vaso en la victoria por reconocerme un bailarín extraordinario. Patricia me tomó del brazo. «Ha llegado la hora». Ella tampoco estaba en sus seis sentidos. Salimos a la terraza, desde la que había visto tantas puestas de sol cuando aún eran serenas. La lluvia había cesado, la noche permanecía nublada, sin luna, y todo estaba mojado, cubierto de una humedad pegajosa. Nos quedamos de pie, apoyados en la baranda.
—¿Qué era el papel que rompiste y tiraste al agua? —Directa al grano.
—Déjame confesarte algo: ayer no te dije toda la verdad.
—¿Por qué?
—Por precaución. Entiéndeme, todo este jaleo ha sido tan fascinante, tan ilógico…
—Tan mágico…
—Sí, tan mágico… que siento haber perdido la proporción de la realidad.
—¿Ya la has recuperado?
—No. Simplemente el estar aquí contigo, como si fueras Lorenza viva…, como si te hubieras escapado de mi mente y te hubieras materializado…, como si te conociera de siempre… —Le aparté un mechón rebelde que le caía sobre la mejilla—. Déjame preguntarte otra vez, ¿de verdad no tenías ni la más remota idea de todo esto?
—Te lo prometo.
Sus ojos me obligaron a creerla. Y la creí.
—Está bien. Te diré… El papel que rompí era el pergamino.
—¿El de Lorenza?
—Sí… el manuscrito que le dio el francés, por el cual sufrió, perdió a su esclava y amiga Catalina de los Ángeles, a su hija, a Guiomar, a tantos otros, y por el que llegó a ser torturada. Ayer lo encontré en el convento de las Carmelitas. Lorenza había dejado en Baza las pistas necesarias para localizarlo y, afortunadamente, el libro utilizado para esconderlo no se había perdido.
—¿Qué decía? —preguntó con cautela, tal vez con miedo.
—No lo he estudiado suficientemente como para darte una explicación precisa. Contenía una profecía y un conjuro. La profecía hablaba de venganza, de una venganza contra España, todavía no sé quién sería su promotor, llevada a cabo por un hijo de Lorenza nacido en un altar, y su descendencia.
—Francisco Acevedo.
—Tu antecesor. Después, el visionario, que responde a las iniciales C. H., habla del número dieciocho rodeado de gente, justo el día de hoy.
—¿Hoy?
—El día en que el cometa, el Hale-Bopp, está más cerca de la Tierra. Hoy, el día de tu cumpleaños… tú eres el número dieciocho; la sangre sajona renovada.
—¡Bonita definición!
—Al menos efectiva: eres hija de una estadounidense. ¡Sangre sajona renovada! Chica, qué quieres que te diga, yo no lo escribí. En esos tiempos eran un poquito retorcidos.
—Lo que eran era un poco hijoemadres. ¡Menudos jueguecitos!
Reímos. Se levantó un poco de brisa.
—También hace referencia a la dinastía de los Borbones; en aquel entonces no convenía, ni se esperaba, accediese al trono español. Este aparte… lo poco conocido, es la que desesperó a Mañozca.
—Por el interés te quiero Andrés.
—Más o menos. El cambio de dinastía tocaba a la Inquisición las narices, la estabilidad y la cartera. Más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer.
—¿Y dónde está mi papel protagónico? —refunfuñó.
—Aguarda un poco. La profecía, según la adivinación de C. H., reúne a un grupo de personas, en torno a ti, a orillas del mar. O sea, aquí.
—Quieres decirme que todo ha ido cumpliéndose al pie de la letra…
—Por increíble que parezca, así es. Hasta el momento en que rompí el pergamino, la profecía se estaba consumando. ¡Y yo era el encargado de hacerla realidad!
—Tú eras el mensajero.
—Supuestamente. Pero eso lo sabemos ahora…
—¿Ahora?
—Bueno… esta tarde, cuando te vi en la puerta del hotel, cuando se formó ese cuadro bajo la lluvia y caí en cuenta… «Sangre sobre sangre»… al principio no capté el significado de la frase; pero está clara: somos familia, la misma sangre; somos descendientes de Francisco y Lorenza.
Pero aquella frase tenía más vueltas.
—Esperaba que el mensajero —continué—, cuando no sabía quién era, me hiciese la vida imposible, intentara adelantarse para conseguir el pergamino antes que nosotros…, cosas parecidas.
—¿Nosotros?
—El padre Ferrer y yo.
—¿Y tienes claro lo demás? —trató de apurar.
—No. Hay cuestiones como la descripción de la propia venganza…, no la entiendo. Habla de una gran nevada que postrará el mundo. Y también menciona demonios de la guerra, y del mal, y de no sé cuántas otras hermosuras. Tampoco sé por qué habla de estrellas rojas.
—Si las hay, no podremos verlas con este cielo cubierto.
No recordaba el manuscrito con exactitud. Matizamos algunos pormenores de mi aventura, hasta acabar en las advertencias del padre Manuel. Patricia quiso saber, de una vez por todas, qué sucedía con ella.
—Tú eras la encargada de culminar la profecía y de generar el principio de la venganza. Leerías un antiguo conjuro africano escrito en el pergamino, y desde ese momento se abrirían unas puertas… o algo así, una figura retórica, supongo, que provocaría que tus invitados, ya los hemos relacionado con los viejos brujos, comenzasen el proceso vindicatorio. Tengo la impresión de que algo, además de tu cumpleaños, iba a pasar aquí esta noche.
—Sabes que no toda esa gente es trigo limpio. He tenido una bronca con mi padre: yo estaba muy ilusionada; pero se empeñó en invitar a un montón de tipos mal vistos. Nunca ha respetado los límites entre su política y sus negocios, y nuestra vida privada.
—De todas formas, ha sido una fiesta estupenda —pretendía animarla.
—¿Para quién? He pasado la mayoría del tiempo saludando indeseables.
—Bueno, para nosotros. ¿No te parece emocionante lo que estamos viviendo?
—Ya… —Miró hacia el mar—. ¿Bajamos a la playa?
Asentí. Por los efectos del alcohol no percibía el fresco. Salimos del hotel, cruzamos la carretera y entramos en la playa. Nos descalzamos. La arena estaba apelmazada por la lluvia. Se habían borrado todas las huellas, sólo quedarían impresas las nuestras, nuevas y paralelas. «Vamos hasta la orilla».
—¿Hubieras leído el conjuro? —le pregunté.
—Sí. No me preguntes por qué, pero estoy segura de que lo hubiera hecho. Todavía, si me lo entregases, lo leería.
Preferí no seguir indagando. Lo llevaba dentro, como yo. Callamos un trecho.
—Somos las dos caras de una moneda, y Lorenza es el canto —dijo de repente.
No me atrevo a juzgar si la observación fue acertada.
Caminamos hasta el borde y metimos los pies en el agua para que Lorenza nos acariciase desde las olas.
La cogí por la cintura y la miré intensamente a los ojos.
—No me beses —dijo.
—¿Por qué?
—Porque ese beso sería para Lorenza, no para mí.
Patricia se fue al día siguiente. Un accidente inesperado había obligado a la familia Acevedo a viajar urgentemente a Bogotá. Me dejó una nota de despedida, recomendándome que le escribiera desde España. Sabía, como yo lo supe desde la noche anterior, que no volveríamos a vernos. El último pedazo del pergamino lo habíamos rasgado a la orilla del mar. Entendí que el conjuro, de abrirse, nos hubiera unido. «Sangre sobre sangre». Y en la playa preferimos dejar roto lo que roto estaba. Cada cual debería controlar cuanto se le había colado en el alma, misteriosas fuerzas legadas por el Destino. El mismo Destino que reía en la arena, por la tarde, cuando destruí el manuscrito.
Fui hasta la recepción a por un periódico. Tenía un guayabo pomarroso, inconmensurable. Agarré El Tiempo y me senté junto a la piscina. Antes de leerlo quedé embobado con los reflejos del agua.
«¿He traicionado a Lorenza?». A fin de cuentas, había destruido lo que Ella protegió con tanto sacrificio. ¿Cómo puede arriesgarse la vida por un misterio? ¿O realmente Lorenza fue la gran bruja, como la mayoría pensó? Tal vez empleara sus encantos, sus poderes amatorios africanos, para llegar hasta mí y hacerme creer enamorado. Pero si me creía enamorado, sólo por creerlo, no debía haberla traicionado, porque si estoy convencido de que no hay límites en el amor, debería haber corrido el riesgo. Ella se me entregaba en Patricia: mi recompensa. «¡Bendito triunfo rechazado!». Tuve que ser el árbitro entre el Bien y el Mal, cuando ambos iban vestidos de igual manera. ¿Cómo distinguirlos? «Espero que por una vez mi espíritu rebelde haya optado por el bando de los ganadores, aún sintiéndome dolido por ti, Lorenza».
Nada más ojear la primera página, encontré la gran respuesta, la penúltima incógnita del pergamino; la razón que justificó mis decisiones. «Empresario de televisión, presunto narcotraficante, muerto en accidente de avión. Anoche, cuando la avioneta privada de Pablo Miguel Pastor se dirigía a Cartagena, estalló en el aire sobre la Ciénaga Grande, a la vista del aeropuerto de la Ciudad Heroica, a causa del mal tiempo reinante en la costa. Según investigaciones policiales, Pastor tenía intención de reunirse con el senador Hugo Acevedo, quien celebraba el cumpleaños de su única hija en el hotel Santa Clara. La fiscalía tiene fundadas sospechas de que Pablo Miguel Pastor estaba dispuesto a financiar la campaña presidencial de Acevedo. En contraprestación, Acevedo permitiría mayores libertades a la organización de Pastor, a quien se le acusa de ser el responsable de los mayores cargamentos de cocaína enviados a Europa». «¡Cocaína…! ¿No la llaman también nieve?». La nieve que C. H. vio en su profecía. No se refería el adivino a las nieves del Nevado del Ruiz, ni de la Sierra Nevada de Santa Marta, ni a ningún paraje invernal. Estaba refiriéndose a la droga. «… las gentes rodeando el número provocarán una gran nevada que postrará el mundo». «Pues los primeros copos han caído hace rato», pensé. Copos como Rafael Estrada, el colombiano que entrevisté en la cárcel de Carabanchel. Copos esparcidos a través de redes organizadas. Copos que congelan y aturden la vida. Copos de muerte. Después tendría tiempo de profundizar en este apocalíptico sueño del visionario, que me pareció en aquel entonces más deseado que cierto, motivado por anhelos de venganza y no por una realidad que necesariamente habría de transformarse en la agonía de sus enemigos.
Permitiendo a la sinrazón facilitarme las deducciones, supuse que el accidente de la avioneta se produjo, no por causa del mal tiempo como aseguraba el diario, sino porque, al despedazar el manuscrito, quedó rota la línea de acontecimientos que debía desembocar en el encuentro entre Acevedo y Pastor, lo cual hubiera supuesto el posible triunfo del político, quien, convertido en presidente, hubiera facilitado la labor de Pablo Miguel Pastor en su endiablada carrera de distribución de coca en sus principales áreas de acción: España, Alemania, Italia y Portugal. «¡Los antiguos territorios del Imperio español durante el reinado de Felipe II!». Los invitados conformaban el equipo de trabajo del senador. Equipo que lo hubiese llevado hasta el Palacio de Nariño, y el mismo que hubiera ocupado los principales puestos en su administración: los demonios de la guerra, el Mal y la Venganza.
La avioneta no estalló por la tarde, sino durante la madrugada, después de que Patricia rechazara el beso… Fue entonces cuando terminó de quebrarse el alma del manuscrito.
Si no hubiera roto el pergamino, «perdona, Lorenza», sólo habría sido el arquitecto inconsciente de una pesadilla.
Los días restantes no salí del hotel. Me dediqué a expiar mis culpas, a tratar de enfadarme con Ella, a examinarla desde todos los puntos de vistas para culparla, para desenamorarme, para librarme de su hechizo, de sus ojos, y tratar de recomponer mi integridad y mi cordura.
El día 5, temprano, cogí el vuelo directo a Madrid. El avión despegó en medio de una mañana luminosa. Sólo algunas nubes surcaban el cielo. Al pasar por ellas me asomé a la ventanilla. Abajo quedaban las murallas, las callecitas empezando a bullir, los balcones floreciendo, los faroles apagados, las golondrinas volando sobre la Plaza, los galeones atracados en la Bahía de las Ánimas.
Después de que la azafata me retirase la bandeja del almuerzo, cogí la revista de la aerolínea para entretener un rato las lágrimas. Las páginas centrales estaban ocupadas por una foto a doble página del Hale-Bopp mostrando su cola ardiente, majestuosa, como si llevara un velo de fuego.
¡Las estrellas rojas!
Un pie de foto aclaraba que la cola del cometa dejaría caer, en años venideros, una lluvia de polvo cósmico y pequeños meteoritos sobre la Tierra. ¡Claro, la venganza no era para una sola noche! El primero de abril era la fecha de partida, la reunión entre Acevedo y Pastor; pero se desarrollaría durante varios años, y cuando las partículas estelares de la cola del cometa, «las estrellas rojas», cayeran sobre el planeta, la labor realizada por los narcos, «la gran nevada», sería irreversible o, al menos, traumática para los países afectados. «¡Sutil vendetta!».
Hay venganzas que terminan volviéndose contra todos: vengados y vengadores.
Entendía completo el pergamino. Pero continuaba sin entender a Lorenza y sin entenderme del todo a mí mismo. El frío de Madrid tendría que espabilarme o que congelar definitivamente mis recuerdos.