Capítulo 9

Sonaba en los altavoces el allegro moderato del Concierto para violín y orquesta en re mayor opus 55 de Chaikovsky… creo recordar, entonces no sabía el nombre. Dos muchachas, orgullosas de sus rasgos indios y su piel de campo, ataviadas con uniforme azul oscuro, mandil de encajes, cofia y guantes blancos, servían el caldo en sopera de plata. Así era Baza: lujo y misticismo criollo.

De las paredes colgaban pendones con símbolos emblemáticos, oro sobre añil, enaltecidos por el resplandor de las velas. Aunque la había, no utilizaban luz eléctrica. La vajilla era de porcelana inglesa de principios del siglo pasado. La cubertería, también de plata, sabía hacerse notar sobre los manteles de hilo. El comedor tenía siete mesas de cuatro puestos, todas ocupadas. Al fondo, en una esquina, un joven cargaba de leña la chimenea.

Compartía mesa con un matrimonio vestido contra la ocasión, él de frac y ella con traje de cóctel, y la dueña, doña Leticia, empeñada en que la llamáramos sólo Leticia. «Me hacen parecer más vieja». Tenía cincuenta y…

—Esta crema de mazorca está exquisita —dijo el tipo del frac relamiendo la cuchara como si fuera un caramelo.

—Me alegro que les guste. Es receta de la casa —agradeció la anfitriona, limpiándose la comisura de los labios apenas rozándolos con la servilleta—. Y usted, joven, ¿cuál era el estudio ese que me comentó esta tarde que andaba realizando?

—Ah, sí… —Me pilló de improviso, concentrado en los dibujos chinescos del plato—. Una investigación de la vida en monasterios y conventos durante la primera época colonial.

—¡La madre patria preocupada por sus legados en las inhóspitas tierras de ultramar! ¡Oh, tierras de barbarie y fantasía, conquistadas a los indios idólatras y pecadores, en favor y para gloria de su majestad el rey! ¡Dios salve al rey! ¡Viva España! —El joven del frac levantó la copa de vino. La mujer del vestido de lentejuelas le reprimió con un apretón en el brazo.

—Tendrán que perdonarnos —se disculpó ella—. Carlos no está acostumbrado a beber.

Una sola copa había bastado para jumarle. Con un dedo estirado trataba de colocarse las gafas de pasta, a riesgo de sacarse un ojo. La muchacha, rubia, delgada, de unos treinta y cinco años, aparentemente mayor que él, intentó convencerlo para que, de motu proprio, se retirase al cuarto. Yo la miraba con extrañeza, lo notó.

—No me mire así de feo. Estamos de celebración —trató de justificarse.

—¿Algún aniversario? —preguntó la dueña.

—No, señora. Mi marido es astrónomo y lleva muchos años dedicado al estudio del cometa Hale-Bopp

—¡Ja! ¡El rey de los cometas! ¡El príncipe del universo! —interrumpió el esposo, ya en pie, con la pajarita descolocada y un mechón de pelo sobre la frente—. ¡Festejemos su saludo, la gran reverencia que nos hará dentro de cuatro días! —Él también la hizo—. Y sacaremos luego los pañuelos para despedirlo en su fuga, surcando las constelaciones de Perseus y Taurus… —Se despedía de todo el comedor agitando su pañuelo blanco, balbuceando una inteligible lista de cuerpos siderales.

—¿Por qué aquí, en Baza? —alcancé a preguntar antes de que se perdieran por el arco de la puerta.

—Porque el romanticismo no está reñido con la ciencia —contestó la mujer desde la puerta.

«No me agrada esta casualidad», pensé, y me pateó recordar el trágico cometa. En su cola llevaba prendida la muerte del padre Ferrer. Rechacé los pensamientos que llamaban a mi puerta y procuré volver a sosegarme. Después del viaje, no tenía ganas de sobresaltos. Quedé a solas con doña Leticia. De vez en cuando se acercaba alguna criada para preguntarle asuntos referentes a la cocina. Ella respondía, e inmediatamente retomaba la conversación.

—Me decía usted que está interesado por los monasterios coloniales.

—Bueno…, por éste en concreto.

La dueña era una de esas mujeres delicadas, sutiles, distinguidas, cuya finura no pelea con la dureza del trabajo. Sus ojos rebosaban inteligencia y cordialidad. Intentaba demostrar esa seguridad aplastante, un poco fingida, de las mujeres que arrastran un divorcio lejano, asumido y superado en todas sus extensiones. Debió de ser hermosa. Tenía el pelo castaño recogido en un moño, los ojos azules, los labios finos y la tez morena.

—¿Y qué le atrae de Baza?

—Sigo los pasos de una mujer.

—¡Es la primera vez que alguien llega aquí buscando a una dama! —Sonrió mezclando la duda y la sonrisa.

A Baza habían venido buscando paz, descanso, desintoxicación, arte, vestigios arquitectónicos, amor, intimidad, protección, aventuras, espiritualidad… «¿Qué vendría a hacer una mujer en un convento de agustinos?».

Cuando terminé de contarle, a grandes rasgos, la historia de Lorenza hasta su desaparición, y la posibilidad de que hubiera llegado al monasterio acompañando a los fundadores, Leticia estaba perpleja, con las cejas en alto y la boca apenas abierta, lo suficiente para denotar sorpresa.

—¡Caramba, Álvaro, qué historia tan fascinante! Pero ¿en qué podríamos serte útiles? Mi familia es propietaria de la hacienda sólo desde 1861, cuando el presidente Mosquera, a través de un decreto de desamortización, expropió a la Iglesia todas sus propiedades en favor de los Estados Unidos de Colombia. Y luego, a la postre, quedaron en manos de la oligarquía… No se extrañe por mi forma de hablar. Pertenezco a esa clase pudiente, y reconozco el gran favor que le hizo Mosquera a mi familia, propietaria no sólo del monasterio, sino de toda la comarca de Márquez, incluyendo nueve pueblos; pero me precio de ser una persona ecuánime. Ni fue, ni será, la única martingala apañada en este país del Sagrado Corazón. En la actualidad sólo tenemos la hacienda… y de milagro.

—Ya. ¿Pero no guardaron ustedes archivos, cartas, actas, cuentas o algún documento que estuviera en el monasterio cuando pasó a manos de su familia?

—Algo queda. Hay unos libros guardados en un baúl. Si quiere que le diga la verdad, nunca me he entretenido en leerlos con detenimiento. Apenas he ojeado uno que otro, muy por encima. Dudo que mi madre o mi abuela lo hicieran. Las pobres no sabían leer…, eran las costumbres de su época. ¿Sabe un dato curioso? Desde que perdió sus funciones religiosas, Baza siempre ha pertenecido a mujeres. La propiedad ha pasado por todas y cada una de las mujeres de la familia, desde mi tatarabuela hasta mí. Quizá ésa haya sido la causa de que la construcción se salvara. No sé si por tradición o castigo divino, hemos dedicado la vida a su mantenimiento. Para convertirla en hotel, hace veinte años, tuve prácticamente que reconstruirla. Toda esta tierra, en vez de aumentar nuestra riqueza, se la comió; pero es un justo precio por disfrutarla. —Ella formaba parte de aquello… ella era Baza—. En cuanto a los documentos, libros y demás papeles, muchos se han perdido. En mi casa, allí abajo, pegada al río, guardo lo que ha llegado hasta nuestros días. Con mucho gusto mañana podré mostrárselo. Ojalá encuentre lo que busca. Sería otra leyenda para sumarla a las tantas del lugar.

—¿Leyendas?

—Sí…, leyendas. Duendes, apariciones, fantasmas, ninfas, demonios, milagros, curas sin cabeza, espantos, hadas, historias de amor entre campesinas y clérigos, pasiones sin límite protagonizadas dentro de estos muros y en los bosques aledaños por famosos personajes de Colombia, pasados y actuales…

Charlamos hasta consumirse la chimenea. Nos retiramos cuando ya todos dormían. Doña Leticia apagó las velas con una campanita de hierro. Me deseó buenas noches y cruzó el jardín. Hacía frío. Unos botes con petróleo ardiendo marcaban los caminos. En la luz del fuego busqué el rastro de Lorenza, como Ella buscó a Francisco en el camino de espermas por las calles de Calamarí.

En enero de 1614, Emeterio Cifuentes, asesino a sueldo por no tener otra forma de matar el hambre, apareció torturado y muerto, colgado de un árbol por el pescuezo, a la vera del camino que unía las poblaciones de Lorica y Montería.

Un mes después, Juan de Talavera, apodado Llano por haberse extendido más a lo ancho que a lo alto, bajó flotando por las aguas del río Cauca con una amoratada mueca de estupor en el rostro.

Y a mediados del mismo año, el Consejo General de la Inquisición, compuesto por «los Señores Valdés, Çapata, Castro, Pimentel, Ramírez y Mendoza», resolvió (aunque no por unanimidad, ya que «los señores don Juan Çapata y don Enrique Pimentel fueron de differente parecer») aceptar la propuesta realizada por Andrés del Campo, con este fallo, lacónico y conciso, pero inapelable: «que se le dé testimonio que no le obste y se le buelva el dinero».

Guste o no guste, el escribano pudo festejar por todo lo alto la recuperación del oro. El padre Bernardino de Almansa obtuvo la mejor satisfacción a sus recriminaciones legales. Por lo demás, unos quedaron contentos y otros rabiando… unos vivos y otros muertos. ¿Y Lorenza?

Amaneció tarde, pero me levanté temprano. El sol tardaba en escalar los riscos del oriente. Las chicas del servicio mariposeaban de un lado a otro iniciando labores. Paseé un rato dando vueltas a la alberca que había en el traspatio de las cocinas donde, según la leyenda, había sido enterrado un duende. A finales del siglo XVII, un joven aspirante a fraile hizo amistad con un duende que vivía en los bosques de Baza. El muchacho, recluido a la fuerza por sus padres en el monasterio, se afanaba en hacer la vida imposible a los agustinos. Y nadie mejor que su amigo el pequeño duende para llevar a cabo las singulares maldades que habrían de perturbar durante diez años la vida monacal. Sonaban las campanas a las cuatro de la madrugada. El granero aparecía revuelto muchos días, con los granos mezclados y las sacas rotas. La cocina amanecía embadurnada de harina, sin que aparentemente nadie hubiese estado en ella. Cuando los frailes salían a orinar durante la noche, una escoba les perseguía por los corredores hasta recluirles en sus habitaciones muertos de miedo. Las diabluras del chico y su cómplice alteraron la voluntad de los monjes, a tal punto que pocos osaban abandonar los dormitorios después de la hora de queda, y aún algunos, durante el día. El joven conoció a una campesina y se enamoró de ella. Comenzó a frecuentarla y olvidó a su compinche. El duende, celoso, trató de vengarse del muchacho. En cierta ocasión, cuando la campesina cabalgaba por el bosque, salió a su encuentro y golpeó las patas del caballo. El animal se desbocó y lanzó a la chica contra las ramas de un árbol, causándole la muerte. El duende, arrepentido, confesó al joven su culpa, argumentando que lo había hecho porque ante todo estaba la amistad entre ambos, deteriorada por la intromisión de la mujer. El muchacho le otorgó su perdón, aunque en el fondo clamaba venganza. Una noche llamó al duende y le dijo que al vaciar la alberca los monjes habían descubierto un tesoro en un túnel que partía del fondo, pero era muy angosto y nadie había podido sacarlo. Le convenció de que, gracias a su baja estatura, él podía entrar y coger el tesoro para repartirlo entre los dos. Así lo hizo. Pero cuando el duende entró en el túnel, no era otra cosa que el desagüe, el joven bajó la compuerta. Horas antes ya había taponado con piedras la boca del pasadizo que vertía el agua en el río. Llenó el estanque y levantó nuevamente la compuerta para inundar el desagüe. Los frailes recuperaron la tranquilidad. Pero el muchacho no volvió a salir de su dormitorio, carcomido por sus dolores de amor y los gritos del duende, que cada noche le atormentaban desde el fondo de la alberca.

—Está más bonita cuando hace verano y las rosas caen sobre el agua para mirarse —dijo doña Leticia cuando llegó a buscarme.

Me aseguró que nunca había escuchado ningún alarido proveniente del aljibe, aunque eran muchos los sonidos intrigantes que recorrían Baza. Caminaba apoyada en un bastón, no me había dado cuenta, aunque era coja. «Cosas de la edad». Me invitó a tomar tinto en el porche de su casa. Vivía sola. «Mis hijos trabajan en Bogotá. Vienen algún que otro fin de semana».

—¿Tiene usted alguna hija?

—¿Por qué lo pregunta?

—Sería la heredera…

—No. No la tengo. —Dejó aflorar una insípida preocupación—. Baza no tiene heredera. Sólo tengo dos hijos varones.

—No siempre pueden seguirse las tradiciones. Si las monarquías han persistido por acomodarse a las circunstancias, bien pueden hacerlo ustedes.

—El espíritu de Baza es femenino. No sé si un hombre, aunque sea hijo mío, pueda entenderlo.

—Quizá, con mayor razón.

—¿No dicen ustedes que no entienden a las mujeres?

—Puede que no las entendamos; pero sabemos cortejarlas, incluso, hacerlas felices.

—No siempre…

Me estaba metiendo en terreno pantanoso. Le pregunté por los viejos documentos. «Sígame». Me guió hasta una especie de estudio-biblioteca. Contra la ventana había un escritorio antiguo con una silla de cuero. En las estanterías, libros de mayor o menor edad, arbitrariamente colocados.

—Los documentos están en ese baúl.

Señaló un arcón de madera arrinconado en la esquina. Me invitó a destaparlo.

—Siempre le he tenido respeto a ese mueble. Cuando lo abría mi padre, yo corría a esconderme en el jardín. Ya ve, miedo a lo desconocido. Y aunque sé lo que contiene, sigo temiéndole. No hay justificación para ello, ¿verdad? Parezco boba. Bueno, no le distraigo más.

Había dos carpetas con hojas sueltas y una docena de tomos encuadernados en piel.

—Quédese aquí tranquilo. Si necesita algo, pídamelo con confianza. Y si yo no estuviera, llame a Margarita, la mucama.

Se marchó. Vacié el arcón y puse todos los libros sobre la mesa. Miré inicialmente las páginas sueltas. Continué de pie. La mayoría eran recibos comerciales, cartas instructivas y partidas de bautismo que no me llamaron la atención, las pasé un poco por alto. Los doce volúmenes tenían inscritos en la primera página los años que abarcaban. Fui devolviendo al arcón los que no correspondían a las fechas requeridas. Cada diario recogía las actas de un lustro. Las fechas saltaban bruscamente en el tiempo. Después de revisar diez tomos, había encontrado dos pertenecientes al comienzo del siglo XIX, cuatro al XVIII, tres a la segunda mitad del XVII y uno desde 1640 hasta 1645. Únicamente quedaban un par sobre el escritorio. El primero iba de 1634 a 1639. Curiosamente, empezaba narrando que en aquel año del Señor de mil y seiscientos y treinta y cuatro se decretaba fundado el monasterio de Baza; es decir, habían tardado algo más de veinte años en terminarlo completamente. La construcción no ameritaba tanto tiempo, pero los recaudos, en tan remotos lugares, no debían ser copiosos. Lo revisé por si acaso. Ni una palabra sobre Lorenza ni sobre algún acontecimiento, cuestión o persona relacionados con ella. «¡Al baúl!». Abrí el último con la desesperanza prendida del cuello. De repente, un golpe en el cristal de la ventana me hizo dar un paso atrás y cerrar el tomo que me disponía a revisar. Quedé atónito al ver las cabezotas de dos gigantescos mastines ladrándome desde el exterior. Con las patas trataban de rayar el vidrio. La mucama apareció gritando desde el césped, y los calmó.

—Disculpe, señor, no están acostumbrados a gente extraña —me dijo, sujetando a los perros por la correa.

Procuré no demorarme en recuperar el aliento. Me senté en la silla de cuero y coloqué el libro sobre el escritorio. Los animales seguían en el patio, dando vueltas, amenazantes más que vigilantes, traspasándome con la mirada. Abrí el tomo. No tenía fechas. Desde la primera página la caligrafía era apretada y torcida, como si hubiera sido escrito sin lugar donde apoyarse. Los mastines volvieron a ladrar.

«… y a vista del cruce de los Candiles, fué llegada a nos una muger que yba seguida de la muerte…».

¿Haría falta describir la pasmosidad que me invadió? En medio de la rigidez de mis emociones, sucedió algo que no puedo, a pesar de las facilidades concedidas por el tiempo, relatar en toda su magnitud. Porque no sé a ciencia cierta si lo percibido en las siguientes horas fue realidad o entré en un estado de hipnosis, catarsis o sueño ilógicamente adquirido. Sentía los mastines reanudar sus ladridos, más lejos, como si hubiera surgido un espacio entre el escritorio y la ventana. Luego escuché una voz hablándome a las espaldas, pero no hice nada por volverme. Era una voz tranquila. No vi a nadie en concreto, aunque sentí la presencia de un fraile, un religioso de barba larga y hábito color café. Podía tratarse del primer abad del monasterio. Sin verlo necesariamente con mis ojos, me di cuenta de que tras la barba del monje se escondía, o se mezclaban, los rasgos del padre Ferrer. No puedo certificar si cuanto ahora escribo lo escuché o lo leí en el libro. Quiero expresarlo como todavía lo siento, y concederme la gracia de ponerlo en boca del padre Arcadio Vanegas.

«La mujer llegó a todo galope sobre un caballo negro. Emergió de la selva como un pedacito de nube, un soplo de vapor desprendido de otra nube más grande. No aparentaba buena salud. Le di un hábito agustino y lo vistió. Arrancó la carreta y comenzamos a orar. En la parte donde suponíamos el mayor peligro, la mujer se desmayó y le vinieron arcadas a la garganta. Afortunadamente pudo contenerse hasta que el camino abrió y empezó a descender hacia el río. No pronuncio su nombre porque ella misma rogó encarecidamente no desveláramos su identidad. Pedía a gritos que la olvidara el mundo. Nos detalló, y corroboramos, la forma en que un teniente, amigo común, había organizado la evasión. Arribamos al puerto del Magdalena sin novedad. La mujer iba recobrando el aliento. El padre José, conocedor de algunas artes médicas, la examinó antes de subir al barco. La mujer estaba embarazada, de ahí sus mareos y vómitos. Le dije que no se preocupara, nos encargaríamos de cuidarla, así como a su hijo cuando naciese, si era su decisión permanecer algún tiempo con nosotros. Remontamos el río varios días hasta el puerto de Girardot. Ella colaboró, como uno más, en las tareas y quehaceres diarios del barco. Eludió acompañarnos durante las oraciones. A menudo la atacaban desfallecimientos, por lo que el padre José optó por llevar las sales permanentemente en el bolsillo. La mujer no disfrutó de la travesía. ¿Cómo podía hacerlo en tal estado? Pareciera que todo le daba lo mismo. Pero era fuerte. Luchó por su hijo y centró su vida y sus anhelos, pocos le quedaban, en sacarlo adelante. Desde Girardot subimos a lomo de mula hasta Santafé. Fueron cuatro jornadas insoportables: insoportable el calor del trópico, insoportable el ascenso a la sabana, insoportable el dolor de riñones, insoportable el frío de los páramos, insoportable la humedad, insoportables los zancudos… En la capital recibimos de los superiores de nuestra orden los títulos de propiedad de las tierras de Márquez. Repuestos del viaje, reanudamos la marcha. Un par de días bastaron para llegar a nuestro destino. El padre Sagunto, experto en construcciones, examinó el terreno denominado como Baza para el monasterio: una encrucijada de montañas, aislada de tal forma, que la muralla de montes lo protegería de las devastadoras manos del hombre. La mujer, en cierta ocasión, le dijo a su barriga que aquellas montañas tenían espíritu de hembra. Los amaneceres olían a leche fresca. Se iniciaron los trabajos de construcción, guiados por el padre Sagunto, quien cada mañana nos reunía para dar las órdenes precisas. Nunca dibujó un plano, todo lo llevaba en la cabeza. Las primeras semanas fueron terribles, no teníamos techo para cobijarnos; el clima de la región es generalmente benigno, sin embargo, las caprichosas tormentas nos jugaron malas pasadas. Dormíamos cubiertos por la misma lona que nos sirviera de parasol en el carretón. Cuando se llenaba de agua, era peor quedarse debajo que salir a exponerse a la lluvia. El primer edificio fue un barracón que entonces sirvió para todo; luego se convertiría en la biblioteca. Y después, como era nuestra obligación, construimos la capilla, nueve meses tardamos en acabarla. Cuando digo acabarla, me refiero a la obra, porque Cristos, Vírgenes, bancos, custodias, candelabros, velas y demás elementos llegarían más tarde, a medida que los fueran donando las gentes principales de la comarca. Nuestra alimentación era rica y abundante… en patatas: caldo de patata para desayunar, patatas guisadas para comer y patatas hervidas para cenar. La mujer, algunas ocasiones, conseguía en el bosque ciertas hierbas masticables y las echaba al puchero. El padre José tenía preocupación de que el hijo naciera con cara de patata. Gracias a Dios, no fue así, aunque no pongo en duda que al enfermero le hubiera encantado estudiar semejante fenómeno. La mujer llevaba colgado del cuello un abalorio, azul y naranja, parecía una piedra alegremente coloreada, si bien ella afirmaba que era una semilla del África y, de muchas como aquélla, heredó un collar de su aya que la protegió de los malos espíritus hasta que un gañán lo rompió en un ataque de estupidez. No tengo mayores datos para aclarar las circunstancias. Por muchos intentos que hicimos para desterrar de su mente dichas idolatrías, contestaba que le había ido mejor creyendo en ellas que estando cerca de la Iglesia. Entraba en pánico si alguien nombraba la Inquisición. Hicimos un trato: ni ella manifestaría sus creencias paganas, ni nosotros intentaríamos volver a inculcarle ninguna idea a cristazo limpio. Guardaba esa pieza como oro en paño. Me aseguró que en el convento de las carmelitas debió esconderla de la furia de la superiora. Tuve ocasión de conocer a la monja el día antes de partir. ¡Retorcida señora! La mujer rescató su abalorio en el último momento, gracias a la colaboración de una hermana, quien terminaría azotada por contravenir a la abadesa. El amuleto había permanecido a buen recaudo en unas piedras del claustro, junto al pozo, dijo. Le causó risa el hecho de que la hermana a quien solicitara el favor, una gallega, llamase “perifollo” a su abalorio. Durante la construcción del monasterio acabamos haciendo buenas migas. Todos aprendimos un poco de todos, en aquella soledad que nos imponía el muro de montañas. No obstante, surgieron algunos problemas con los hermanos, alocados por el encierro, y propusieron a la mujer favores del cuerpo. Para evitarlos, le pedí que durmiera sola en la capilla una vez terminada. Y allí le sorprendió el alumbramiento. Era de noche. Acudimos a los primeros gritos. El padre José la atendió como buenamente pudo, con los escasos medios disponibles. Ordené que todos regresaran al barracón. Esperé en la puerta. El enfermero me pidió agua en varias ocasiones. Se la llevé del río en un balde un poco sucio. La mujer no cesaba de gritar. Yo no quería que nuestra iglesia registrara, como primer acto trascendental, un fallecimiento. Por suerte, fue al contrario. El padre José me indicó cuándo podía pasar. La mujer estaba arropada en una manta, al pie de la mesa de piedra que ya ejercía como altar. Desconozco por qué extraña razón, ella tenía el rostro alterado, con un gesto de asombro, quizá de terror, como si estuviera recapacitando o cayendo en cuenta sobre algo inesperado. El enfermero sostenía en los brazos al recién nacido, cubierto aún de bellas inmundicias. Se lo entregó a la madre, era un varón. El chico se crió sano y fuerte. Los campesinos, enterados del acontecimiento, venían a menudo con cantinas de leche y cestas de quesos y huevos. La verdad es que todos nos beneficiamos y comimos como si hubiéramos nacido a la par de la criatura. Quise extender, como es natural, la partida de nacimiento y bautismo. Me costó convencer a la mujer para hacerlo. Declaró no conocer al padre, y optamos poner al niño su mismo apellido. Nuestra relación siempre se desarrolló bajo pactos establecidos. Para seguir adelante entablamos otro: solicitó un pequeño cambio en el apellido del chico, argumentando que el peso de la Inquisición recaería directamente sobre él, pues había sido procesada y sentenciada (yo siempre vi una estupidez, por parte de los dominicos, utilizar como arma de sus pretensiones el perjuicio a la familia); accedí a la petición, y a cambio, ella permitiría el bautismo de la criatura. Dicho y hecho. El pequeño Francisco quedó en manos de Nuestro Señor. Poco después la capilla serviría para bautizar muchos otros bebés de la comarca; los lugareños los traían creyendo que el nacimiento de Pachito había sido una señal del cielo. Los estipendios contribuyeron a que la construcción siguiera adelante, así fuese con la lentitud establecida por los reducidos ingresos y la falta de brazos. La huerta también dio sus frutos. El niño creció aportando más quehaceres que alegrías. El día de su quinto cumpleaños, de puro rebelde, harto de comer patatas, metió varios terneros en el huerto para acabar con la plantación de tubérculos. Ese mismo día, su madre solicitó hablarme a solas. Fuimos a pasear al bosque, quería pedirme un favor. Esta vez no me propuso un pacto, pues no exigía retribución de mi parte. Me rogó que si algo le sucedía, o ante cualquier circunstancia futura, entregase a Pachito el abalorio azul y naranja, y, cuando tuviera uso de razón, si ella no estaba, le pusiera en conocimiento de una frase que pretendía dictarme. Regresamos al monasterio y copié lo que me dijo. Esa noche, sin avisar a nadie, la mujer desapareció. Supongo que se despediría de su hijo, aunque el chico jamás quiso hablar del asunto. Se perdió para siempre, nunca he vuelto a saber de ella. Posiblemente, Pachito tampoco. No entiendo por qué lo hizo, ni las justificaciones que ampararon su deserción. Tampoco me siento quién para juzgarla: aquella mujer cargaba en el alma pesos desmedidos. El chico, a los pocos meses, se fue a vivir al rancho de unos labradores en un pueblo vecino. Nos visitaba a menudo. Cuando cumplió quince años vino a verme, se plantó frente a mí y me dijo que tenía algo para él, quería recorrer mundo, y su madre le había dicho que, antes de alejarse del monasterio, el abad le daría una encomienda. Casi me había olvidado. Le di al chico el abalorio y leí la frase dictada por ella. Según la cara que puso, no la entendió. La copié en un papel y se lo di. Pachito también desapareció, como su madre… sin dejar huella».

Los ladridos arreciaron y volvieron los perros a estar cerca, tras el vidrio. ¿A qué ladraban? Se esfumó mi ensoñación. Yo seguía con los ojos suspendidos en la menguada letra del libro, de renglones más rectos que los primeros, justo en las frases dictadas por Lorenza al fraile. Doña Leticia entró en el estudio y me preguntó si quería almorzar. Ya era la una de la tarde.

—¿Encontró algo de provecho? —preguntó.

—Todo —respondí sin estar compuesto del todo.

Rechacé la invitación. Si me acuciaba el hambre, no me enteré. Volvió a dejarme solo. Continué hasta la última línea referida a Lorenza. Luego medité sobre las revelaciones, y admito reconocer que lo conseguí metódicamente, a pesar de mis exaltaciones desbordadas.

Obviemos el regocijo de saber que Lorenza llegó a Baza. El consabido «perifollo» rescatado del majano por la hermana portera no era, ni más ni menos, que el abalorio de Margarita, azul y naranja, y que antes de abandonar el monasterio legó a su hijo. El papel húmedo entregado a la superiora no era cosa distinta que el envoltorio con el cual había protegido la simiente. Por lo tanto, nunca sacó el pergamino del convento de las Carmelitas.

El «gesto de asombro» en la cara de Lorenza descrito por el fraile tras el nacimiento del niño obedecía a que ella se dio cuenta inmediatamente de que el manuscrito había recobrado toda su validez. La hija nacida en el altar y asesinada en Cartagena constituía una protección, un despiste o una simple coincidencia. El legado arrancaría de su hijo Francisco. ¿Francisco? Queda claro que la afirmación al abad: desconocía la identidad del padre, fue una celada para esconder la verdadera filiación de su hijo. Sin embargo, algún reconocimiento quiso tener Lorenza al bautizarle con el nombre del progenitor.

Quedaban por resolver dos interrogantes: uno, cuál sería el apellido que dio al niño; y dos, qué significaban las frases leídas al final del texto. Debían encerrar un gran secreto, constituían la herencia de Francisco, su hijo. No capté el significado claro en la primera lectura. Descifrar el mensaje me llevaría tiempo. Así las cosas, retomé el caso del apellido. Saqué nuevamente del baúl las partidas de bautismo. Seleccioné todas las que registraban el nombre de Francisco, hasta un total de ocho. Luego descarté seis al no corresponder las fechas. Por último, centré mi atención en las dos posibles. Ambas estaban bastante deterioradas, me resultó complicado adivinar los caracteres. La primera se extendía a nombre de Francisco Arbeláez Sánchez, hijo de Francisco y Leonora. La segunda pertenecía a Francisco Ac… el apellido era ilegible, y no registraba, intencionalmente, el nombre de los padres. Estaban datadas con tres semanas de diferencia. ¿Cuál podía ser, si es que era una de las dos? Había un portalápices sobre el escritorio. Nunca fui especialmente ingenioso en labores detectivescas; pero, por si acaso, cogí un lápiz y sombreé muy suavemente el rugoso papel encima del apellido borrado. No era magia, ni la palabra apareció con nitidez. Tuve que ayudarme de una lupa y seguir, letra a letra, el trazado. Las dos primeras letras eran una A mayúscula y una c. La siguiente se me antojaba una e. Luego apareció una v seguida de otra e. Un corte. Después arrancaba una d excesivamente florida, para terminar con una o abierta y prolongada. No existía segundo apellido. Recompuse la palabra: «Acevedo». ¡Joder! ¡El apellido de Patricia y de su padre, el senador! ¡Patricia Acevedo! Me lo repetí un centenar de veces, lo escribí incluso. Lorenza había permutado la r por una v, y la t por una d. Seguramente el padre Vanegas no le permitió mayores modificaciones; sólo las necesarias para hacerle un quiebro a la Inquisición, al Destino, y ajustarse al aprieto. Entonces… entonces… entonces Patricia sí era descendiente de Lorenza. ¡Eso explica muchas cosas! Y además me permitía sacar la irremediable conclusión de que Patricia era familiar mía. ¡Los Acevedo y los Santander éramos consanguíneos! De no haber negado Lorenza la identidad del padre, todos tendríamos el apellido Santander. Voilà!

Para intentar descifrar el contenido de las frases que dictara Lorenza me levanté de la silla. Comencé a dar vueltas alrededor de la alfombra, procurando no pisar las esquinas… manías. El texto legado a su hijo era el siguiente:

La verdad está en los libros.

El Catecismo nos enseña

a sobrevivir en el tiempo

hasta que se cumplan

los designios.

El Ángel de la Guarda

nos protege.

Es lo que entendí y copié del tomo del abad, aunque para mayor compresión actualicé un poco el castellano. Enseguida me pregunté por qué nombraba Lorenza el catecismo, o el ángel de la guarda, siendo elementos cristianos con los que poco comulgaba. Al padre Vanegas debió de parecerle el mensaje muy adecuado y propio para Francisquito. Pero resultaba evidente que escondía una clave debajo de las palabras. Lo primero que había de encontrar era el objeto cifrado. ¿A qué aludía el comunicado? Y en concreto, según la última frase, ¿qué protegía Lorenza? No cabía otra respuesta que el pergamino. En él unifiqué todos los razonamientos. «Cuando se refiere a que la verdad está en los libros… entiéndase, en uno de ellos lo ha escondido. Es lógico. El papel entre papel se pierde. El libro que más tuvo en las manos, y pudo manipular con tranquilidad fue, como señala, el Catecismo. En concreto, el Catecismo Tredentino, cuya lectura le impusiera el padre Almansa en el convento a través del confesor. ¡La madre que me…!». Habíamos acariciado el libro; el padre Ferrer lo había sacado de la estantería y me lo había mostrado. Continuaba dando vueltas sobre el perímetro de la alfombra. «Si dice: nos enseña a sobrevivir en el tiempo, es porque albergaba la esperanza de que el manuscrito permaneciera oculto el tiempo necesario, corto o prolongado. La única certeza era que al abandonar Cartagena, seguía en su lugar. Hasta que se cumplan los designios… ¿los conocía?». Me rugieron las tripas. El estómago dio un aviso: necesitaba más que palabras. «El Ángel de la Guarda nos protege… ¿desde cuándo Lorenza creía en él?». Discurrí bastante. En ese momento llamaron a los perros. «¡El Ángel de la Guarda! ¡Por supuesto…! No se refería al ser celestial que nos cubre las espaldas. La alusión no puede ser más directa: el ángel dibujado en la guarda…». Las guardas de los libros son el papel pegado a la tapa por el interior. Y el Catecismo Tredentino encontrado por el padre Ferrer tenía uno, con trompeta y todo, en la pasta de la contracarátula. «¿Estará allí?». Cabían varias posibilidades: o el hijo recibió el mensaje y lo entendió, si Lorenza le había ampliado la información anteriormente; o Francisquito no comprendió el mensaje y dio a su madre por loca; o tomó al pie de la letra el contenido y se metió a monje, algo así, con lo cual el manuscrito seguía escondido en la guarda del libro; o el Catecismo del convento podía no ser el mismo de Lorenza; o alguien ya podía haberlo encontrado tiempo atrás…, quizá el mensajero.

Quedaba en el aire otra cuestión, que de antemano era imposible solucionarla, al menos inmediatamente: ¿por qué se había largado Lorenza sin más, después de cinco años en el monasterio, abandonando a su hijo y desechando la protección que, así fuera comprada, había recibido de los agustinos?

La tensión y los nervios pudieron conmigo. Tomé los apuntes necesarios y salí del estudio en busca de doña Leticia. No estaba en casa. Debían de ser las cinco o cinco y media. Ascendí por el camino hasta la entrada y entré a Telecom. Solicité al dependiente, un chaval del pueblo cercano, una comunicación con Avianca, en Bogotá. Contestó al teléfono una chica un tanto seca. Le expliqué mi necesidad de viajar con urgencia a Cartagena, a ser posible, en algún vuelo del día siguiente.

—Lo siento, señor. No hay vuelos disponibles hasta la media mañana del treinta y uno.

Insistí. No hubo forma. Me tomó la reserva con la frialdad que sólo son capaces de mantener las empleadas de una aerolínea. Me veía abocado a refrenar mis impulsos y mis ansias hasta el lunes. ¿Qué podía hacer yo, convertido en un manojo de nervios, un fin de semana en una hacienda de reposo?

El domingo 30 amaneció pletórico. El sol se agarraba a las cumbres con las manos y asomaba la cara por la campana invertida que formaban los riscos. Yo me había calmado un poco. Narrarle detalladamente durante la cena mis descubrimientos a doña Leticia me había servido para liberar unas cuantas emociones. Sin embargo, no pude sacudirme la sensación de que ella sabía más de lo que me había dado a entender. Varias veces asintió con la cabeza, inconscientemente, aseverando y confirmando mis teorías.

Me fui temprano a pasear por el bosque. Miré hacia lo alto y me pregunté si allí estaba Dios, en los picos de aquellas montañas incomprensibles. Caminé por un sendero marcado con letreritos indicando la dirección adecuada para no perderse. Los eucaliptos cubrieron mi cielo. Me puse a recapacitar sobre cuál sería la mejor forma de establecer contacto con Patricia. A todas luces, la situación se había complicado. Ahora era mucho, y complejo, lo que debía decirle; además, no tenía tiempo. ¿Cómo aceptaría una persona a la que de buenas a primeras, un perfecto desconocido, le confesara haberle dejado la fotocopia de unos manuscritos acerca de un proceso inquisitorial acontecido cuatro siglos antes, y cuya protagonista era, aunque pareciese increíble y no portara su apellido, una especie de tatarabuela, y encima, no era prima mía de milagro…, y cosas como la cuestión del pergamino, si no la conocía ya? Los pies de plomo iban a ser diminuta precaución. ¿Qué sucedería si al cantarle la tabla ella fuera consciente de todo, porque Francisquito transmitió la información a toda su descendencia? Por muchas vueltas que le di, siempre llegué a la misma conclusión: tenía que presentarme en el Santa Clara y arriesgar el pellejo. «El mayor atractivo de las mujeres es la incertidumbre escondida en sus primeras palabras».

Después de comer encontré a los románticos-astrónomos en el patio nominado por mí «de lectura». Las empleadas terminaban de arreglar las habitaciones de los más perezosos. Carlos no se había desprendido del frac, aunque sí de los síntomas etílicos. La señora vestía otro impertinente modelito de lentejuelas. Las lentejuelas no deben exponerse al sol porque se vuelven ofensivas. «Pertenecen al espíritu de la noche», le dije. Como si la hubiera avergonzado, se tapó los hombros con un pañolón negro. El estrellólogo (innovación etimológica por considerar al científico más cercano a la bóveda celeste que a la tierra) leía sin tomar aire una revista de astronomía. La portada tenía unas gigantescas letras en fucsia, destacadas de otros textos en inglés: Hale-Bopp.

—Perdón, le interrumpo —me atreví—. Un amigo me habló hace un par de semanas del cometa. Estaba entusiasmado con la idea de observarlo y ascendió en globo, de noche. Su locura le costó la vida…

—¡Ah! —Por fin levantó la cara, las pesadas gafas de pasta en la punta de la nariz—. Se refiere usted al jesuita muerto en Cartagena.

—Al mismo.

—Hay personas que cometen verdaderas atrocidades para intentar descubrir los misterios del universo —intervino la señora.

—A mediados de marzo podía observarse el cometa. Pero más al norte hubiera sido mejor. Para verlo en toda su inmensidad debía haber viajado a Europa. Por desgracia, su amigo no podrá disfrutar, pasado mañana, del gran día. ¡El perihelio del Hale-Bopp…! ¡La anunciación de una nueva era!

Con la pronunciación de aquellas frases discurrí una nueva teoría, tal vez descabellada, tal vez desesperada: si el cometa era el anunciante de una nueva era, ¿no podría ser quien respondiera al término de «mensajero»?

Han sido muchas las noches que, como chocolate, me derretí sobre tu recuerdo. Empalagosa negación de mis sentidos. ¡Cómo te hubiera hecho vivir, vibrar, siempre en un sueño! Lorenza de entonces, Lorenza de todos los tiempos que me atañen, del infinito que me pertenece.

Pusiste sobre mi alma, si la tengo, las vendas de la incertidumbre.

Las noches de Cartagena fueron Tú. Los deseos de romperle la cara a la gloria fueron Tú. Las manchas de amor que me quedaron en el alma fueron Tú. Tú fuiste Tú, y Yo fui Tú. Persisten las evocaciones en seguir volando, como las golondrinas, sobre mis sienes. Y pesan…

Entonces, ¿por qué me hiciste un mal tan dulce? ¿Acaso puede haber luna al medio día? Las mañanas no serán tan luminosas.

El resto de mi estancia en Baza fue un juego de «tú sí sabes, yo no sé» con doña Leticia. Claro, no descarto la posibilidad de que yo mismo, en mi iniciática carrera, elevase circunstancias sin importancia al rango de sospecha.

El regreso a Cartagena fue tranquilo, pero no exento de ansiedad. ¿Qué me deparaban las horas próximas?

Entré al Santa Clara a las cuatro y diez de la tarde. El negrito-todo-dientes estaba de turno. «¡Quiubo, patrón!». Le conté lo imprescindible. «Cumplí su encarguito». Me miró suplicando propina. Mandé la mano al bolsillo.

—La señorita insistió mucho en saber quién le había dejado el sobre —dijo con cara de culpabilidad.

—¿Usted se lo dijo?

—¡Pucha, jefe, ni siquiera lo conoce! Pensé que le despejaría el camino…

Saqué la mano del bolsillo, vacía.

En ese instante caí en cuenta de que había, diseminados por todos los rincones, hombres corpulentos con pinta de matones y radios en las manos o colgadas del cinturón.

—¿Quiénes son ésos? —pregunté.

—Tiras.

—¿Qué?

—Tiras… guardaespaldas. Llegaron esta mañana con el senador Acevedo y algunos invitados. Cada vez que se hospeda algún personaje importante en el hotel esto se llena de tiras. No se arrime, son mala papa.

—¿Pertenecen a algún cuerpo de seguridad del Estado?

—Los del senador son del Departamento Administrativo de Seguridad. Los de Pablo Miguel Pastor, que llegará mañana por la noche, son particulares.

—¿Pablo Miguel Pastor?

—Un conocido empresario de televisión, aunque todo el mundo sabe que es traqueto.

—¿Traqueto? —Me tenían loco los colombianismos.

—Narcotraficante. Venga. —Me hizo señas con el dedo para que acercase la oreja—. La fiscalía ha implicado al senador Acevedo el mes pasado en un proceso por tráfico de drogas. Es uno de los casos que aparece a menudo en la prensa y los noticieros.

Le agradecí la información. Ya me retiraba cuando me volvió a llamar.

—Oiga…, la señorita bajó por la tarde a leer sus papeles. Suele sentarse hacia las siete en el patio de los bronces.

Subí a la habitación. No deshice la maleta. Entré al cuarto de baño. Cogí una maquinilla de afeitar deshechable y la rompí. Extraje la cuchilla, la envolví en el papel grueso del jabón y la guardé. Salí a toda prisa y, sin despedirme del negrito, me dirigí al convento de las Carmelitas.

La superiora, atenta como solía ser, me acompañó hasta la biblioteca. No le conté nada relevante: los posibles mensajeros no tenían derecho a saber nada. Cogí de la estantería un libro cualquiera, fingí que leía. Esperé a que Carmen se aburriera y saliese. Cuando estuve solo, me levanté y busqué el Catecismo Tredentino en el lugar donde el padre Ferrer lo había dejado. Allí estaba. Lo puse sobre la mesa y me senté. Verifiqué otra vez que no me observara nadie. Lo abrí por la última guarda. ¡El ángel! Un querubín con los carrillos hinchados como el fuelle de una gaita tocando la trompeta. Lo palpé con los dedos. Estaba abultada, pero nada hacía parecer que hubiera algo escondido debajo. Desenvolví la cuchilla. Con sumo cuidado despegué los bordes de la guarda. Estaba pegada con algún tipo de engrudo de harina, mezclado con un pegante reseco. El indicio era bueno. Si tenía dos clases de pegamento, el engrudo encima de la goma, era porque había sido despegado y pegado nuevamente. El papel crepitó como leña ardiendo. Llegué a la esquina de un documento doblado. Continué despegando. Descubrí totalmente el papel, plegado en cuatro. Antes de pararme a estudiarlo, coloqué la guarda como buenamente pude, sin volver a pegarla, y deposité el libro en el anaquel.

«¡Lo tengo en la mano!». Lo tenía en el corazón. Lo desplegué. El pergamino se quejó cuando lo abrí. Era un papel hecho a mano. Los pedazos de madera, los tallos y las hojas de las plantas con los que estaba confeccionado podían verse y tocarse en la textura. Tenía un color amarillento fuerte, intensificado por el paso del tiempo. Reconocí las palabras escritas por el francés para recordar su nombre a Lorenza: «He cumplido la misión que me encomendó el maestro. Nunca me olvides. Jean Aimé». El resto, latín, manuscrito en pluma sepia, había tratado de fugarse. Pero el papel logró retener la suficiente tinta para hacerlo legible. Al final, se adivinaban las iniciales C. H., y el nombre de una ciudad y las siglas de un año, muy borrosas: «Salon, 1566».

«¡Aquí está el pergamino…, José María Ferrer! ¡Aquí lo tengo, abuelo! ¡Aquí lo veo, Lorenza de Acereto! ¡Lo encontré antes que tú, Ramiro Biáfora…, mensajero del fastidioso Destino! Ven por él, cometa Hale-Bopp, si es que tú también tienes algo que decirme. Sólo yo, Lorenza, he podido tocar tu gran secreto. Sólo yo, Lorenza».

Quedó abierto el marco de las grandes incógnitas.

Mis conocimientos de latín no alcanzaban para traducir el pergamino. ¿Quién podía hacerlo, que me ofreciese suficientes garantías? ¡El padre Manuel! Si debía arriesgar con alguien, mejor con el anciano sacerdote. Copié los textos, rápido, no quería comprometer la pérdida de todos mis logros. Doblé el manuscrito, lo escondí en el bolsillo, recordé a Lorenza y las veces que hubo de llevarlo encima, la volví a querer y, tras despedirme de Carmen, fui a la parroquia.

Encontré al padre Manuel limpiando su altar. Me atendió con seca amabilidad y el mismo tabaco infumable entre los labios. Le expliqué lo del viejo documento, uno encontrado sin importancia, lo había pensado por el camino, y requería de un experto en latín para traducirlo. Él lo era, me lo había dicho el padre Ferrer. Desistí de mayores explicaciones: cuando alguien depende de superiores, tiende a contar o consultar con ellos. Me dejé aconsejar bien por la prudencia. El jesuita no puso objeciones.

—Ven mañana por la tarde.

—¿No lo puede tener antes? —El sacerdote no imaginaba el estado de ansiedad que me invadía.

—Esto lleva tiempo. Parece un latín impuro.

De regreso al hotel, fui directamente al patio de los bronces. Patricia estaba, como anunció el negrito, leyendo los papeles que le había dejado. Me amparó su concentración y la miré con detenimiento; la recorrí desde la punta de los pies hasta el cabello rubio posado en sus hombros. Vestía una falda larga, blanca, y una blusa roja. Me acerqué despacio, recreándome en ella. La toqué con la mirada, y levantó los ojos.

—Hola —dije.

—Buenas tardes.

Dos guardaespaldas salieron desde las columnas y se abalanzaron sobre mí.

—Tranquilos. Está bien. Pueden retirarse —los frenó.

—Gracias. Perdón que te interrumpa. Mi nombre es Álvaro Santander.

—Soy Patricia Acevedo… pero eso ya lo sabes.

Tenía el mismo deleitoso descaro que Lorenza, quizá, también el mismo repique en los ojos. Sin embargo, no era Ella. Una estaba viva, palpable, de la otra sólo había recibido impresiones, la tenía muy cerca, a menos de un metro; pero a Lorenza la tenía dentro.

—Si quieres, siéntate. Creo que me debes una explicación.

Fue entonces, al sentarme, cuando lo vi en su cuello.

—¿Qué pasa? —me preguntó inquieta.

—Perdona. Me ha impresionado el colgante que llevas.

—Un recuerdo de familia, un antiguo dije heredado de mi abuela. Mi padre me lo dio el día de mi puesta de largo, tiene por lo menos cuatro siglos.

—Perteneció a Lorenza.

—¿Cómo?

—Es una de las cuentas del collar que Margarita le dejó con Catalina de los Ángeles el día de su muerte.

—¿Te refieres a la Lorenza de estos papeles que me enviaste?

—A esa Lorenza. Y este amuleto azul y naranja se lo dio a su hijo en un monasterio, Baza, del que acabo de llegar.

Los dos teníamos la misma cara de asombro y desconcierto, supongo. Nos tanteamos con la vista, calibrando si debíamos darnos confianza. Mi duda inicial se iba despejando: Patricia no tenía conocimiento de sus antepasados. No obstante, preferí asegurarme.

—¿Nunca tu padre, o tus abuelos, te hablaron de Lorenza de Acereto, de Francisco Santander o de alguien relacionado con lo que has leído?

—No, nunca.

Poco a poco calmé los nervios. Ya estaba nadando, sin pensarlo, como si el abalorio hubiera actuado como un imán y nos hubiera acercado. Me fijé en la simiente. Aquello también era una pieza del rompecabezas: acababa de cumplir su función.

—Deduzco que tienes mucho para contarme. Dispongo de una hora hasta la cena… —me dijo inquisitiva.

Gran parte de la historia ya la conocía, porque la había leído en los papeles (quiero suponer que era la única razón). «Camarero, dos cremas de curuba». A salto de mata, entre síes con la cabeza y preguntas aclaratorias, llegamos al destierro de Lorenza y su huida con los agustinos. Tardamos cuarenta minutos en reconstruir los hechos; casi tres cuartos de hora en los que no fue posible revelarle la totalidad de los misterios de Calamarí.

—¿Por qué abandonaría a su hijo? —preguntó.

—No lo sé, ni tampoco para dónde marchó. Posiblemente algún día lo averigüe. Pero no son datos primordiales en este instante…

—¡Me tienes impresionada! Entiende, no es muy normal que un desconocido te mande un sobre con un antiguo proceso de Inquisición y unas anotaciones acerca de una tal Lorenza de Acereto… de repente, sin más, y que se cruza en tu vida para contarte que esa señora es tu pasado, tu tatatarabuela…, no sé cuántas tatas delante, y te descubre que llevas un colgante que le perteneció, y además, por si fuera poco, que estás involucrada en un tremendo jaleo cósmico donde intervienen cometas, mensajeros, altares, amores extraños…, un jurgo de cosas. ¿No te parece demasiado?

—Comprendo, no es fácil de encajar. Pero es la verdad. ¡Caray! Creí que nunca reuniría valor para contártelo, tenía miedo que lo malinterpretaras. He pasado todo el fin de semana pensando cómo acercarme a ti.

—Normalmente no muerdo.

—No es por eso. Date cuenta, para mí eras, o eres, como la reencarnación de Lorenza. Cuando te vi por primera vez en el coche de caballos, aquella mañana en la puerta de San Pedro Claver, casi me muero del susto. Después te vi fugazmente, ya estaba convenciéndome de la existencia de los fantasmas.

—Bueno…, los fantasmas existen.

—Puede ser. Pero tú no eres un fantasma.

—Eso espero. Después de lo que me has contado, puedo ser cualquier cosa.

Había oscurecido. El camarero prendió la vela del centro de la mesa.

—¿Qué piensas de Lorenza? —le pregunté.

—Fue… como una guerrillera.

—¿Una guerrillera? —Me pareció una respuesta disparatada. Aunque, curioso, el término me acercó a la historia del padre Ferrer y la subversiva. «No deben ir de la mano el amor y la muerte».

—Una guerrillera de su tiempo, una superviviente.

—El término superviviente me gusta más. No eres la única en definirla así.

Tal vez estaba tratando de convertirla en mi cómplice. No había resultado difícil impresionar a la chica, a punto de cumplir los dieciocho, abierta a la magia de su tierra y a la seducción de un pasado fantástico que la tomaba por la cintura y la sumergía en una historia de espadachines, amor, brujería, misterios…, su propia historia.

No le dije nada de la posesión del pergamino. Ella no preguntó tampoco.

—¿Y quién podrá ser el mensajero? —quiso saber, lúdica.

—Esperaba que tú me lo dijeras.

—Siento decepcionarte. Ya ves, no tenía ni la más remota idea de todo este embrollo.

Le sugerí la candidatura del gerente del hotel. Se mostraba fascinada con el juego que había irrumpido en su vida. Seguramente estuvo a punto de afirmar: «Cuando se enteren mis amigas les va a dar un paro cardíaco», o cualquier otra frasecilla esnob.

Luego hizo una pregunta muy lógica:

—¿Entonces tú y yo somos familia?

—Me temo que sí.

Antes de que el senador Hugo Acevedo entrara en escena, alcanzamos a charlar sobre algunos temas ajenos a Calamarí. Quedó convencida, al menos creí conseguirlo, de que todo aquello no era un plan para ligar con ella. Estudiaba veterinaria, tenía amigovio en Bogotá y andaba dichosa por la gran fiesta que le estaban preparando. «Patricia, tu madre espera». El político era de esos tipos que imponen respeto y encima dan la impresión de tener un yate: pelo canoso, chaqueta azul cruzada, pantalón y zapatos blancos, esclava de oro en la muñeca, anillo con piedra negra en el meñique. La chica recogió los papeles, me pidió permiso para retirarse y me dijo que seguiríamos charlando.

—Hasta mañana…, primo —pareció burlarse.

Se sujetó el abalorio con la mano y caminó por medio de la vegetación abundante. Volvió a mirarme, y aquella mirada era distinta a la que había mantenido durante toda la conversación.

Los ojos de niña boba se habían transformado, repentinamente, en los ojos de Lorenza.