Para entrar en la Taberna del Áncora había que tener pinta de matarife, porte de malandrín y cara de mala gente. Para volver a salir, además, había que ser diestro con la espada, afilado de lengua y discreto con lo escuchado. Sólo quienes públicamente contaban con más de un muerto a su cargo se atrevían a beber, de tú a tú, con la canallesca del puerto. El chuzo estaba medio escondido en el primer callejón paralelo al muelle. Podía distinguirse por la murmulladera inagotable, oleadas de susurros, y por su obscena oscuridad. No era bueno que se regaran, de puertas afuera, los negocios allí tratados, ni era grato ni prudente observar en buena luz los rostros tajados de los contertulios. La Taberna del Áncora abría a la media noche. Los clientes entraban de uno en uno. No eran hombres que se fiaran de sus amistades, tampoco de su propia sombra: la sombra proyectada por la luna solía quedarse aguardando en la esquina.
Resultaba inusual que un carruaje se acercara hasta las estribaciones del puerto a altas horas de la noche. Más inusual todavía que un coche tirado por caballos andaluces se detuviera en la boca del callejón donde hervía la taberna. Del pescante descendió el cochero embozado en una capa negra. Hizo su entrada en el local sin los ademanes protocolarios: desprenderse de la capa con adornados movimientos, echar un vistazo a la concurrencia con mirada desafiante y elegir mesa desde la entrada, estuviera o no ocupada. Los derechos de reserva quedaban establecidos con el mandoble. El derecho de pernada se regía por las mismas reglas. El cochero atravesó el antro sin detenerse y sin mirar a nadie. Se encaminó, cubriéndose la cara con el ala del sombrero, hacia el rincón donde un par de tipos rudos acababan de despachar a dos pelafustanas. Varios hombres se levantaron dispuestos a sajar el camino de quien osaba cruzar su territorio con la cara cubierta. Pero al ver que los dos del rincón se ponían en pie para recibir al extraño, calmaron los ánimos y volvieron a centrar su atención en las mujerzuelas, desdentadas, que hacían lo imposible por entretener a los caballeros.
—Buenas noches los de Dios —saludó el embozado.
—Buenas las tenga usted —respondieron los dos hombres.
—Tal como acordamos, el carruaje espera en la puerta. Hagan el favor de seguirme.
—Un momento; sin afán. ¿Dónde está don Luis? —preguntó el más alto.
—Aguarda en el coche. No hay tiempo que perder.
Los hombres siguieron al embozado. Llevaban la capa en una mano, la otra en el pomo de la espada. Al salir también ocultaron sus figuras tras el manto y el chambergo. Ambos calzaban botas de caña, de buen cuero curtido, en las que se perdían los valones cerrados sobre las rodillas. Botas orladas de mugre y barro que, de tanto haberse incrustado en el cuero, ya hacían parte de él. Olían los tipos a diablos, sería porque los llevaban dentro. Sus cuerpos repelían el agua. Al sentarse a comer, debían pelear contra las hordas de bichos que les saltaban del cuerpo al plato. Las toledanas era lo único resplandeciente de su atuendo, de sus cuerpos y de sus conciencias. Bruñidas con esmero, relucían al chocar contra las escasas luces de la noche. El cochero miró los estoques, arañados y golpeados hasta la cazoleta, con irrefutables cicatrices que harían temer al más pintado. «Voto a Dios que este par son de la peor calaña que alberga Calamarí», pensó el cochero mientras regresaba al pescante, después de haber observado el respeto (miedo) que habían mostrado los demás maleantes en la taberna. «Dios pille confesados a quienes tengan obligación de pararse frente a sus aceros». A decir verdad, la mayor parte habían muerto por la espalda. No les gustaban los encarguitos con demasiados requiebros. «Cuanto antes mejor, y sin complicaciones», solían decir al aceptar un trabajo. «Garantizamos el fiambre». Cuando abordaron el carruaje, el hedor echó hacia atrás al único ocupante. Calló, por no importunar a los malhechores.
—Buenas noches, caballeros —dijo el hombre que esperaba en el asiento, ocultas sus facciones tras la capa.
—Buenas. ¿Es usted don Luis? —volvió a hablar el más alto.
—El mismo que viste y calza.
No preguntaron el apellido. La identidad de los contratantes les importaba una higa. Ellos hacían el trabajito, liquidaban o herían a la víctima, cobraban lo estipulado y se perdían sin dejar rastro.
—Pues díganos qué debemos hacer y zanjemos este asunto con premura.
—Señores, no seré yo quien dé las instrucciones. Iremos a lugar seguro. Por mi parte, únicamente advertirles que este asunto deberá tratarse con la máxima discreción.
—No se preocupe usted, trata con los mejores de Calamarí —contestó el de menor estatura.
—No, señor. Ustedes no son los mejores… Son los segundos —don Luis torció la sonrisa.
—¿Cómo os atrevéis…? —Se enfadó el alto.
—Los mejores, señores míos, andan prestos a rematar el trabajo, en el supuesto de algún fallo, y listos a echarles tres palmos de tierra encima si en un descuido se van de la lengua.
Los sicarios lo miraron con rabia, descubriéndose el rostro, mostrando la ferocidad de los cortes que les atravesaban las mejillas. Pero don Luis no se impresionó.
—Cúbranse, caballeros. Vamos a cruzar algunas calles importantes.
Dio dos golpes en el techo y el carro se puso en marcha. Al levantar el brazo, dejó ver bajo la capa un cordón de oro macizo y, en el dedo índice, un anillo con el inconfundible sello de la Inquisición. El más alto indicó al otro la mano de don Luis. «Mierda, el Santo Oficio». Bajaron los humos de inmediato. La fanfarronería se les escondió bajo la suela de las botas.
Según lo pronosticado, cruzaron, en silencio, algunas calles aledañas a la Plaza Mayor. Luego se adentraron en los arrabales de la ciénaga, hasta llegar a las puertas de una pequeña ermita de piedra, lúgubre y solitaria, a un lado del camino. La única luz era la proporcionada por los farolillos del carruaje: la luna no se atrevía a iluminar aquellos parajes.
—Bajen ustedes y esperen a que abran —ordenó don Luis.
No rechistaron. Aquel don Luis de manos bien cuidadas no podía ser otro que Luis de Blanco, el secretario de la Inquisición. Pero ¿quién estaba dentro?
Se abrió la puerta. En el interior la oscuridad era total. Sólo las llamitas de los faroles del carro se reflejaban en los ojos de marfil de un Cristo crucificado en el altar.
—Acérquense a este confesionario —les reclamó una voz desde el lateral derecho.
Tuvieron que aguzar la vista para distinguir el cajón de madera. Tropezaron varias veces con las bancas hasta llegar al confesionario.
—Arrodíllense, uno a cada lado, y permanezcan en silencio mientras hablo. No quiero ninguna interrupción. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Don Luis ya les habrá hecho la principal advertencia: discreción absoluta. La tarea que les voy a encomendar resultará fácil y bien pagada, para tan avezados y experimentados mercenarios como presumen ser ustedes. El segundo día de octubre, al amanecer, será expulsada de la ciudad una persona juzgada por el Santo Oficio y condenada a la pena del destierro. Dicha persona sólo tiene dos alternativas para alejarse de Cartagena: por el sendero del puerto, para embarcarse, o por el camino del río Magdalena, para dirigirse al interior. Cada uno de ustedes cubrirá una salida. Sea cual sea la que tome, le darán muerte. No hay condiciones. Una vez seguros del fallecimiento, registrarán su cuerpo y sus pertenencias, y me harán llegar cualquier documento o papel que encontrasen. Dinero, joyas o alguna otra riqueza, serán parte de su botín. Después, se alejarán para siempre de estos contornos. Guardarán silencio per secula seculorum. Si la persona logra escapar con vida o alguien sabe de este encuentro, morirán irremediablemente. Yo mismo me ocuparé de que la Inquisición les caiga con todo su peso. El cómo, el cuándo y el dónde, son su problema. Don Luis les pagará esta noche la mitad de sus honorarios, diez monedas de oro. La diferencia, cuando entreguen alguna prueba de que han cumplido su parte, así como la documentación incautada.
—¿Qué debemos esperar de la víctima? —preguntó el corpulento.
—No opondrá resistencia. Irá desarmada.
—¿Cómo puede saberlo?
—¡Porque los procesados por la Inquisición no pueden llevar armas…! —A punto estuvo de insultarle—. Y además… porque es una mujer. Ya saben todo lo que deben saber.
—¡Pero señor, nunca hemos matado a una dama! Sería un acto de cobardía por nuestra parte.
—¡A buenas horas vienen a pavonear sus delicadezas! Déjense de monsergas, veinte monedas de oro bien sirven para comprar nuevos preceptos. Ahora vayan y dispongan sus estrategias. Y recuerden: no admito errores.
Los asesinos no se despidieron. Dos cuestiones les aturdían y causaban temblor en las canillas: por un lado, no hacía falta ser muy listo para descubrir en la voz del confesionario al inquisidor Mañozca. Por otro, la única procesada que partía al destierro, según sabía todo Calamarí, era Lorenza de Acereto. Mujer querida para arrastrados y portuarios. Muchos la habían visto crecer en la playa. Algunos habían jugado con ella en la arena. Juntos se habían revolcado en la miseria. La gesta de la hija del pirata era la favorita en hogares, tabernas y mesones. El pueblo no estaba feliz con aquel destierro, pero reconocían la suerte de librarse de la hoguera. «Su magia es tan poderosa que ha embrujado a los inquisidores».
Cuando ese mismo día, al filo de la media tarde, el cochero de don Luis se había presentado ante ellos en el mesón de la Sevillana, no habían puesto reparos al encarguito, fuese cual fuese, por la inapreciable suma de veinte monedas de oro. «Aquí no vuelven a vernos el pelo». Era su gran oportunidad, el trabajo esperado por cualquier asesino para dar el golpe y salir del hoyo. Muchos de los que entonces presumían de heridas ganadas en los tercios de Flandes, no eran sino viles suelderos que, gracias a la fortuna, habían logrado cambiar sus infames lesiones de rata golpeada por memorables cicatrices de heroicas guerras inexistentes, más, allí, en el Nuevo Mundo, donde cada cual podía inventar la batalla que mejor se acomodara a sus tullimientos. Sin embargo, acabar con la vida de Lorenza de Acereto era otro cantar. Ya no les cegaba el brillo del oro.
—¡Qué le vamos a hacer, Llano, hemos empeñado nuestra palabra! —se lamentó el grandullón al abandonar la ermita.
—Maldita sea nuestra estampa, Emeterio.
—Maldita sea, hermano, maldita sea.
Déjame, Lorenza, sacarle unas virutas a esta noche de vacilaciones, ya que has pasado de ser un fantasma a convertirte en una verdad elemental de mi existencia. Déjame contarte que no es fácil desprenderse de las huellas marcadas por tu cuerpo.
Y déjame pedirte perdón por haber utilizado mi sueño, mi sueño contigo, quizá nuestro sueño, para tapar el boquete imposible de cubrir para la Historia. Porque no consta, nadie sabe, no está escrito el tiempo en que tú y Francisco puntuaron las líneas escritas por el Destino. Sigo pensando que, como siempre, tú me hiciste llegar el sueño. Tal vez era la única manera de comunicarme que aquel encuentro de hace casi quinientos años también me pertenecía. ¿Por derecho? ¿Por herencia? ¿Por casualidad? Sea cual sea el motivo, tengo la sensación de que has reclamado mi presencia. Ahora es mi legado y yo lo he transferido de mi piel a mi sangre, de mi sangre a la pluma, de la pluma al papel y del papel a este mundo de incógnitas y enredos.
Vuelen las virutas hacia el cielo, mézclense con los círculos descritos por las golondrinas y vuelvan a ser lo que siempre han sido…, estrellas.
El primero de octubre amaneció cubierto de grises. De haber llovido, hubiera llovido mercurio. La superiora despertó a Lorenza antes de que cantara el gallo. La acompañaban dos hombres, uno de ellos era el alcaide de las cárceles secretas, Ramírez de Arellano, quien entregó a la compareciente una vestidura talar, amarilla, cruzada con el aspa roja de San Andrés. El otro, un guardia, le colocó una coroza cuando se hubo atado el sambenito con el cíngulo. Ataviada para su particular auto de fe, Lorenza acudió a la puerta del convento. Subió al rodal de la muerte; otra vez la transportaría en su pringoso estómago, caliente como el infierno, hasta la capilla de la Casa de la Inquisición. En las calles comenzaban a escucharse las voces de los primeros agitadores.
La Mojana iba seduciéndola, ella la rechazaba con el deseo irreductible de las últimas posibilidades. Porque la idea lógica y patente de una contingencia favorable in extremis nunca había desaparecido. Así no tuviera un horizonte claro, por no soltar la Vida de la mano, se aferraba en aquellos rígidos momentos de duda, de muerte, a una mínima esperanza que el futuro le mostraba como un sueño rebosante de soledad. La Mojana le golpeaba la coroza, muerta de la risa, y la tiraba al suelo. Lorenza permanecía quieta, impenetrable, y la fulguraba con sus ojos de miel. La Mojana le daba vueltas, le acariciaba el pelo y seguía riendo. Lorenza lloraba, le escurrían las lágrimas hasta la boca, pero seguía mirando a la Muerte, firme, aguantando el tipo. Los nervios le desgarraban el estómago con las uñas. «Espero, Mojana, que si dentro de un rato has de venir a rescatarme del fuego, lo hagas pronto. No me dejes sufrir entre las llamas».
¿Sería factible que Lorenza supiera más del pergamino de lo que podemos imaginar? Su hermetismo no posibilita certificar este supuesto. Sin embargo, nada impide especular que entre palabra y palabra, frase mal o bien armada, o alguna consulta fructífera realizada a personas no implicadas en el proceso, le permitiera conocer más al detalle el contenido de las predicciones. Porque grandes fueron el aguante y la fortaleza mostrada ante el inquisidor y el tesón desmedido con que defendió su secreto, incluso arriesgando la propia vida. Lo cierto es que, conociendo o no el significado del pergamino, obró acorde y fielmente a sus promesas y convencimientos. No se amilanó ante las propuestas y tentaciones de Mañozca. Tampoco ante el tormento. Cabe también preguntarse si quizá sólo actuó como actuó para vencer su pugna contra la opresión, o como continuidad de aquel juego de niños con el francés… o una enorme venganza por todo el sufrimiento y las injusticias vividas en su entorno y en sí misma… o simplemente por miedo. ¿Qué estaba defendiendo como legado a la posteridad? ¿Una advertencia, una represalia, un castigo, una recompensa? ¿Acaso lo sabía?
Más humillado que la propia rea estaba Andrés del Campo, porque bien temprano el receptor del Santo Oficio había tocado a su puerta para solicitarle, muy comedidamente, sirviera entregarle la no desperdiciable cifra de cuatro mil ducados que tras los avisos recibidos había dispuesto la noche anterior en su despacho, rabiando encima de cada una de las barras de oro sacada de sus arcones para que pasasen a engordar los del señor inquisidor. Maldijo cada uno de los lingotes y juró por la tumba del Santo Sepulcro que aquel oro habría de volver a sus arcas. «Bastante he sufrido yo, cargando con una hembra de malas costumbres que trató de acabar con mi voluntad y con mi vida».
«Pedro de Bolívar, recetor, en primero día del mes de octubre, trajo en barras de oro los quatro mil ducados en que fué condenada la dicha doña Lorençana, las cuales dichas barras de oro se metieron luego en el arca de las tres llaves que está en la cámara del secreto, estando presentes los señores inquisidores, y se asentó esta partida en el libro de entradas».
Mientras el escribano se revolvía en sus espumarajos, una escolta de ocho guardias, precedidos por Ramírez de Arellano, abrió paso al lúgubre carruaje. Lorenza, entre la cócora de la desesperación, escuchaba los clamores opacados por la madera húmeda del rodal. Las estrellas, horas antes, le habían achicado la ansiedad. Hablaron de calma, del aire soplando en las copas de los árboles, y también le habían recomendado prudencia… ¡Ojo avizor!
Al descender del carro, rodeada de negras armaduras, el estruendo fue descomunal. Naranjas, tomates, huevos, lechugas, piedras, insultos, blasfemias, hechizos, madrazos, ultrajes… cayeron sobre la comitiva que intentaba alcanzar la puerta de la Casa de la Inquisición. Los guardianes y el funcionario buscaron protección en el interior del zaguán. La rea fue aupada en volandas por dos guardias. La desarreglada procesión alcanzó su destino jugosamente aderezada con restos de frutas, verduras, claras escurrientes, moretones, brechas, chichones y magulladuras. Mañozca, ilógicamente sereno, solicitó la presencia del señor de la Vega. Mantuvieron una pequeña conversación.
Una orden del gobernante, sigilosa, y por la retaguardia, desde las cuatro esquinas de la Plaza Mayor y las calles adyacentes, una tropa de comisarios y soldados cargaron contra la muchedumbre. Los más hábiles corrieron con suerte y lograron refugiarse en las casas próximas. De los bravucones, ocho murieron. A la hora de comenzar el sacro acto ni un alma asomaba por las cercanías. Un cordón de guardias rodeó la cuadra. Los cuerpos de los ocho muertos fueron colgados en postes, junto al rollo, en el centro de la plaza, como únicos testigos del amanecer.
La capilla había sido preparada con el fausto y los juegos de impresionismo que sus recoletos espacios permitían. Los negros pendones en las paredes, los cirios ardiendo, la vetada claridad, el tufillo a encierro, la agónica mirada del Cristo en el altar (parecía haber escapado de la sala de torturas aquella misma noche), y la concurrida asistencia de personalidades eclesiásticas, incluyendo al padre Sandoval, Bernardino de Almansa, fray Sebastián Velázquez, los abades y superiores de todos los conventos, los inquisidores Salcedo y Mañozca, para un total de treinta y seis ensotanados, impresionaron a Lorenza cuando pisó el mármol frío, impersonal, de la capilla. Tuvo que permanecer de pie en medio de los religiosos, con la cabeza gacha. Ella, aún, no conocía los términos de la sentencia. Albergaba la esperanza de la efectividad de la nota. ¿Habría conseguido Francisco su propósito? Se veía ridícula ataviada con aquellos lienzos amarillos, signo de vergüenza y sometimiento, que no le causaban sino ira. El clérigo encargado de celebrar la misa, fray Rodrigo Pereira, dominico, hizo una indicación con la mano a Luis de Blanco. El secretario se colocó delante de la rea, subido en un pequeño estrado, y comenzó a leer la sentencia.
Al escuchar el veredicto, Lorenza no pudo menos que abandonar la postura claudicante y levantar la mirada, con sorpresa… con un ápice de gusto reflejado en los diminutos brillos que por un momento volvieron a recorrerle las pupilas. Imprecó contra Mañozca por haberle avinagrado la vida. Le extrañó, como a la mayoría, las leves penas aplicadas, contrarias al presupuesto. Pareciera que el escribano, a decir por la cantidad exigida, fuera el responsable de los pecados de su esposa, de los suyos propios y de parte de los cometidos por los vecinos de la región. «Costosa le ha salido al picaflor la toma de Cartagena».
Un familiar del Santo Oficio, Francisco de la Parra, colocó en manos de la penitente una vela encendida. Lorenza cumplió los requisitos impuestos por el fallo del tribunal, no arrodillándose hasta consumido el Santísimo Sacramento y soportando las constantes advertencias lanzadas como dardos por fray Rodrigo de Pereira durante el ceremonial. Los sermones, los cánticos, los manteos, todo el contorno se perdía tras la llama diminuta. Sus fantasmas, sus creencias, sus culpas… aquéllos no desaparecían, nada sucumbía al arrepentimiento, nada se quemaba ni se desprendía de su alma ni de su cuerpo. ¿No deberían evaporarse junto a las frases del ritual todas sus lacras y todos sus carcinomas?
Entregada la vela al celebrante, concluida la misa, llegó el momento de la abjuración. «Abjuración de levi», según constaba en el fallo: «… y por la sospecha que contra la rea del dicho proceso resulta, le mandamos abjurar y abjure públicamente de levi los errores de que ha sido testificada y acusada y toda otra cualquier especie de herejía…». Lorenza abjuró; no le quedaba alternativa. Por último, escuchó los castigos que adicionalmente deberían cumplir, tanto ella como sus descendientes, por haber sido condenada por la Santa Inquisición: no portar armas, no lucir joyas, no ocupar cargos públicos… y una inacabable fila de noes repetitiva y mutilante. Finalizado el autillo, los clérigos se retiraron y Lorenza quedó en libertad. «¡Libertad! ¿Libertad?».
Mañozca no la perdía de vista. Dispuso en la puerta un carruaje privado, verde oliva, para conducirla al convento y recluirla hasta la pronunciación del destierro. Lorenza volvió a salir protegida por la guardia. En cuanto apareció por el portón, la multitud se abalanzó sobre ella. Querían animarla, tocarla, felicitarla. Alguno que otro se postró de rodillas para rezarle. El trayecto hasta la carroza era corto; pero no lo suficiente para que la turba penetrase por los costados y abriera una brecha en la cadena que habían formado los guardias uniendo sus brazos. El griterío era ensordecedor. La noticia de la venialidad de la sentencia pronto corrió como la pólvora. Un marinero logró acercarse a Lorenza hasta atufarla con su aliento de ron. Por encima del vocerío logró decirle: «Guárdese mucho, niña, el inquisidor ha sembrado de muerte los caminos que parten de Calamarí».
Intentó distinguir al viejo. Lo buscó entre la algarada. No había rastro de él. De nuevo la protegían las voces de su pasado. Tiró la coroza al suelo. Desde que escuchó el veredicto le asaltó un presentimiento: aquel monstruo tenía cola. Mañozca, evidentemente, había transigido a la amenaza de la carta; pero aún no daba por acabado el pleito que mantenía de forma personal.
Lorenza subió al carruaje con la zozobra prendida del sambenito. «Ángel de Luz, protector, con tu voluntad secreta, todas las sombras se movieron por tu eterno poder. Mueva el corazón de mis asesinos, a que no me hagan perecer».
En la biblioteca del convento comencé a revisar los legajos por el lado opuesto del que lo había hecho la última vez; simples cábalas agoreras. Traté de alejar los motivos, y eran muchos, que intentaban despistarme nuevamente. O conseguía la concentración adecuada o se iban al traste todas mis pretensiones. ¡Fuera sueños, fuera mensajeros, fuera recuerdos, fuera corazonadas!
El primer mamotreto no contenía nada interesante, salvo un acercamiento a las fechas esperadas. Cogí el segundo fardo, repleto de manuscritos desordenados. Leí con parsimonia la primera acta. Era una sucesión de incongruentes anotaciones, tales como los réditos de la huerta, las recetas aconsejadas para las comidas, la instalación del Cristo en la capilla… Nada capaz de levantar la menor sospecha, hasta que llegué al final del documento: «Hermana Coronación. Treinta de septiembre del año de mil y seiscientos y trece».
¡Por fin! Aquella fecha me sacudió en el asiento. Pasé la hoja. Encontré un pedazo de papel con una frase escrita a pluma. Enseguida reconocí la letra del padre Ferrer. Era una frase corta, concisa, enigmática, aunque más alegórica que indicativa: «La respuesta está en el barro de los Andes».
La segunda acta comenzaba diciendo: «Hoy recibimos nuevamente en esta santa casa a doña Lorençana de Acereto, mujer de Andrés del Campo…».
La berlina de los inquisidores, con Lorenza a bordo, abrió con suma dificultad un camino entre la multitud hasta la puerta del convento carmelita. Consiguió llegar pasado el medio día. Los comisarios del gobernador custodiaban la entrada, y allí permanecerían, conteniendo a la turbamulta, hasta que la condenada partiera hacia el destierro.
La advertencia del marino ocupaba todos sus pensamientos. Acudió a su cuarto, intentando recuperar la privacidad y la quietud suficientes para analizar la situación y buscar la salida más airosa. La guardiana, y a ratos la superiora, vigilaban permanentemente sus movimientos. Le habían prohibido cerrar la puerta del dormitorio. Necesitaba hablar con la hermana Semilla. Lorenza suponía que la abadesa andaba, instigada por Mañozca, a la caza del pergamino.
Trataba de cavilar. Si partía con todos sus cofres y arcones, pocas posibilidades tenía de evadir el cerco de asesinos que, supuestamente, le había tendido el inquisidor. Renunció a todas sus pertenencias. Sin embargo, para no levantar sospechas, empacó sus ropajes en los baúles. «Mejor que piensen que voy cargada». Apartó una saya liviana, de esclava, guardada como evocación de mejores tiempos. ¡Intentaría alcanzar la libertad vestida de esclava! Ironías de la Vida.
—Lorenzana, hay gente en el portón que reclama su presencia —dijo la hermana Semilla irrumpiendo en el cuarto.
—Ah, hermana, afortunadamente la veo. La estaba buscando.
La monja entendió la necesidad de alejar a la guardiana, allí clavada como un poste.
—¿Qué decimos a la gente que os aguarda? —preguntó.
—¿Quiénes son?
—El escribano, don Andrés del Campo, y un oficial de los alféreces del rey.
—¿El sargento?
—No, señora. Éste, por la chatarrería, parece de mayor graduación.
—Hermana, espantad por favor al escribano. No estoy en condiciones de soportar las estupideces de ese hombre. Al oficial, decidle que espere unos minutos. Me cambiaré y lo recibiré en el locutorio.
—Lo recibiréis en el torno. Las órdenes de la hermana Coronación son que nadie entre en el convento —dijo la guardiana frunciendo los pelillos del bigote que le sombreaban el labio.
Lorenza se quitó el sambenito y lo arrojó con fuerza a los pies de la cama. «Ojalá tuviera una antorcha para quemarlo». Rescató una basquiña negra y una blusa perla del arcón y se las puso. Con la guardiana pegada a los talones se dirigió al torno.
A través de la tupida celosía no alcanzaba a distinguir la cara del soldado. Sólo escuchaba su voz gruesa.
—Buenas tardes, mi señora. Soy el teniente Alfonso de Laredo, compañero y amigo de don Francisco Santander. Antes de partir a Santa Marta, me rogó encarecidamente que estuviera pendiente de usted y le diera auxilio si lo necesitaba. Y así lo he hecho, en la medida de mis posibilidades. Alguien no está muy conforme con el veredicto dado por el Tribunal, o, al menos, hay personas a las que parece no convenirle mucho que sigáis con vida. Por eso, vengo a preveniros de que, según rumores, puede haber sayones apostados en los caminos. Necesitaréis la ayuda del cielo para salvar la vida. Os he traído una vela para que busquéis en ella vuestra salvación.
«¡Velas a mí! ¿Qué le habrá dicho Francisco al cretino este?». Lorenza dudó antes de aceptar la vela. Podía tratarse de una celada. ¿Pero estaba en disposición de rechazar auxilios? El habla del teniente sonaba sincera. La hermana Semilla, para distraer la escucha de la guardiana cantaba a voz en grito desde los soportales del claustro. El oficial puso la vela en el torno y lo giró para entregársela a Lorenza. La guardiana se adelantó. La examinó con la vista, la olisqueó como un perro, la mordió y, tras comprobar que aquella cera podía ser digna de quemarse en un altar, la entregó a la destinataria.
—El alma de esta vela os conduzca a una larga vida —se despidió el soldado.
«¿El alma de esta vela?».
La guardiana se entretuvo reprendiendo a la vil cantora y Lorenza aprovechó para correr por el patio y esconderse entre el edificio de las celdas y la iglesia, detrás de unos materiales de construcción abandonados. Tenía poco tiempo. Partió la vela con un pedrusco. A veces hay que ayudarse un poco de la fuerza para llegar al alma de las cosas. Ciertamente, el alma de la vela podía, intentaría al menos, liberarla. Un papel estaba enrollado en la cuerda de la mecha. Lo deslió y lo leyó.
Abandonad todo equipaje y toda carga que pueda lastrar vuestra huida. Una cabalgadura os aguardará en la puerta del convento. Después de la lectura del bando, todo el mundo piensa que tomaréis el camino del muelle, a la espera del primer barco que zarpe rumbo a Santa Marta. Así debéis hacerlo. Tomad el sendero que baja hacia el puerto. Pero antes de cruzar el puente, arread a la bestia y galopad a rienda suelta a través de los árboles del bosque, bordeando el arroyo. La corriente os llevará al lado opuesto de la ciudad. No paréis hasta llegar al cruce del camino del Magdalena. Allí encontraréis, antes de que claree la mañana, una carreta con frailes agustinos que se dirigen al interior. Ellos se ocuparán del resto.
A. de L.
Rompió el comunicado y guardó los papelillos y los fragmentos de cera bajo los escombros. No le agradaba que hubiera religiosos de por medio; pero aceptó el amparo, confiada en que el nombre de Francisco le trajera eso… suerte. Se alejó de allí por la parte trasera de la iglesia y dejó verse en un punto distante del escondite. La guardiana acudía bufando como un buey, bamboleando las grasas en medio de violentos resuellos.
—Si volvéis a hacerlo os arranco el pellejo con agua hirviendo.
—Guarde los sofocos, hermana, fui a ofrecer la vela al Cristo de la capilla.
—No creo que el Cristo reciba nada de tan sucias manos.
Lorenza aguantó la impertinencia, aunque le golpeaba los dientes. No le convenía provocar jaranas. Regresaron al dormitorio. La bigotuda se fosilizó en la puerta.
Al cabo de un rato, cuando ya Lorenza estaba al borde de la desesperación, llegó la hermana portera anunciando que la superiora requería la presencia de la guardiana. «Vaya con Dios, hermana, yo me ocuparé de la meiga». Nada más irse, la gallega entró en el cuarto.
—Diga rápido si algo se le ofrece. Cuando la guardiana descubra que le he mentido, me va a descuartizar. La hermana Semilla no puede acercarse y me ha solicitado el favor que viniera yo mesma.
—Gracias, hermana. Sólo le pido una ayuda. Junto al pozo hay un majano. En una grieta que forman las piedras, pegada al suelo, encontrará un envuelto. Si me lo pudiera alcanzar sería gran beneficio.
La celadora corrió hasta el centro del patio. No le costó hallar el atadijo. Volvió al dormitorio y se lo dio a Lorenza.
—¿Ese papeliño guarda algún perifollo? —preguntó la monja.
—Algo parecido, hermana. Muchas gracias. Me gustaría recompensarla.
—No se afane, que no quiero recibir cosiñas de meiga. Mi Señor us proteja.
Y la hermana portera salió a perderse, porque los gritos de la guardiana ya se oían desde las escaleras.
«… la hermana Inés del Avemaría, portera de aqueste convento, recibió en castigo diez latigazos por el pecado de mentir a la guardiana y distraerla de sus quehaceres, ansi como por las confessiones antes declaradas. Como Superiora que lo soi, pedí a doña Lorençana que me entregase el papel sacado de entre las piedras, so pena de esculcar todas sus pertenencias y someterla a grave escarmiento. La susodicha diome un pepel mojado en agua con letras muy deformes y escurridas y asseguró no haver más papeles en su poder ni en sus pertenencias. La hermana guardiana hizo inventario de todas sus cosas de la dicha doña Lorençana, sin hallar otro documento». Así terminaba la hoja del diario correspondiente al primero de octubre de 1613, firmada también por la hermana Coronación, legajada en el fardo que escondía la nota del padre Ferrer.
Carmen entró en la biblioteca justo cuando apretaba mi puño sobre la mesa en señal de júbilo.
—¡Vaya pues, hombre! Parece que ya le vio las pulgas al perro —exclamó.
Le comenté el éxito del hallazgo. Carmen parecía interesada por el desarrollo de los acontecimientos. Se sentó a mi lado. Expresé mi inquietud por el papel que envolvía un perifollo, pues no tenía claro si se trataba del pergamino. Lorenza había advertido que no volvería a tocarlo. No obstante, a última hora, solicitó a la portera recogerle un «envuelto», arriesgándose mucho, para que lo llevara a su cuarto. ¿Qué contenía aquel «envuelto»? Era ilógico esconder el manuscrito a la intemperie, expuesto a los rigores del clima, menos aún, permitir su deterioro…
—Quizá había utilizado aquel papel mojado a modo de sobre de otro documento, y dentro del envoltorio se encontraba el verdadero manuscrito —apuntó Carmen—. Lorenza tuvo tiempo de guardarlo en alguna parte antes de que le interrogara la superiora.
En teoría, encajaban varias hipótesis. Todo aquello me parecía a la vez demasiado fácil y demasiado complejo. No me terminaba de convencer. ¿Qué importancia le había dado la superiora? Aparentemente, no mucha. ¿Por qué correr riesgos a última hora? ¿Qué objeto respondía a la denominación de «perifollo»?
También le dije que el teniente Laredo pudo advertir a Lorenza de la emboscada dispuesta por el inquisidor, y ayudarla así a preparar un plan de escape.
Lógicamente, no conocía en ese instante con lujo de detalles todo lo que había sucedido aquella tarde. Pero algo comenzaba a intuir: la vida de Lorenza no encerraba la totalidad del misterio. El Destino había preparado la gran jugada maestra para más tarde…
Las diferentes órdenes religiosas de la época mantenían una constante lucha para ganar territorios de influencia. Dominicos, agustinos, jesuitas, franciscanos… pugnaban por los espacios del interior. Constantemente partían desde Cartagena expediciones formadas por puñados de religiosos aventureros, destinadas a fundar conventos o iglesias en las frías tierras andinas. Frailes y monjas se apoyaban mutuamente, dependiendo de la orden en que militasen.
«En el día de ayer, antes de la queda, fueron puestas a disposición de unos monjes agustinos algunas frutas y verduras de la huerta, que nuestra caridad les dio por considerar muy cathólica y buena su missión de ir a fundar un convento christiano en Baza, en la muy lejana comarca de Márquez».
Estas líneas pertenecen a la segunda página del diario. Aquel grupo de agustinos a los que hacía referencia la hermana Coronación, factiblemente, serían los mismos que le indicó el teniente Laredo a Lorenza. No era común que varios grupos de religiosos partieran de Cartagena al mismo tiempo.
—Estoy hecho un lío —confesé a Carmen.
—Algunas veces la solución viene por sí sola. Cuanto más nos empeñamos en buscarla, más se nos esconde.
—Soy algo impaciente. Pero está claro que me toca continuar paso a paso —dije tratando de autoconvencerme. Al menos, tenía la satisfacción de saber que Francisco (familia es familia) se había preocupado por el bienestar de Lorenza.
La tarde del primero de octubre no sólo registró los disturbios callejeros, los preparativos del destierro de Lorenza o las agrieras de Mañozca. Andrés del Campo, furibundo por el rechazo y el desplante que le había propiciado su esposa, y convencido de que no la volvería a ver jamás, centró su cólera en tratar de recuperar, en todo o en parte, el oro apoquinado al Santo Oficio. A la hora de la siesta se presentó en la catedral con pretensión de ser escuchado por Bernardino de Almansa. El provisor, dispuesto a sacarse la espina, recibió y aprobó los argumentos esgrimidos por el escribano. Ambos tomaron asiento en el escritorio del despacho y redactaron un pliego de descargos que enviaron a España en el primer correo. Aunque el oficio, dirigido al Consejo General de la Inquisición, lo redactara el provisor, el único firmante fue Andrés del Campo.
«Digo que el tribunal de los ynquisidores de la dicha ciudad de Cartagena procedió contra doña Lorençana, mi muger, y, según lo que por la execución a parecido, fué condenada en cuatro mil ducados y otras penas y, a lo que puedo presumir, la causa sería ymputable aver admitido algún uso de yerbas, polvos o palabras, de lo qual V. A. a de ser servido de no hacer la consideración que se deviera en estos rreynos, porque en aquella tierra es nuebamente plantada la fee y a estado llena de yndios ydólatras y las personas que allí an nacido, como nació la dicha doña Lorençana, se crían al pecho de amas yndias y negras que, ni hacen escrúpulo de lo susodicho, ni lo conocen por cosa mal echa, hasta que agora se fundó alli el dicho tribunal del Sancto Officio de la Ynquisición y con sus editos se a conocido; Atento a lo cual y a que la dicha doña Lorençana, como queda referido, nació en la dicha ciudad y se crió con las amas referidas, que son personas de poca capacidad, y ser ella de hedad no esperta en cosas que la pudieran advertir, y puesto que se trata del honor y fama de un hidalgo y su familia, a S. S. suplica se sirva mandar reeber los autos y, usando de la benignidad y misericordia, provea de tal forma que mi honor quede a salvo, deuelbiéndome los dineros pagados, pues por tal condenación quedaría con perjuicio considerable».
Los cuatro mil ducados («poderoso caballero es don Dinero», diría el poeta Francisco de Quevedo por aquellos años en Madrid) hicieron cambiar al escribano todos los convencimientos que, aparentemente, tenía contra su esposa. Le importaba un ardite el castigo moral, la misa o el destierro de Lorenza…, todo eso era ya causa perdida. Pero otra cuestión, razón de peso inmisericorde, eran las barras de oro que habían pasado ingrávidamente desde sus arcas a las del Santo Oficio. Y por muy santo que fuera el oficio de los inquisidores, no estaba dispuesto a que, además de las narices, le tocaran la cartera. Reemplazar la esposa sería coser y cantar. Conseguir otros cuatro mil ducados, una utopía. ¿Podría aclarar el cambio de actitud el tan traído y llevado, desde entonces y hasta la actualidad, baldón de la hidalguía? Porque no son pocas las veces que se ha escuchado lo de «por ser gente principal…» (hoy por hoy, resulta más común escuchar lo de «es de buena familia»). Lo cierto es que si para el escribano iba en detrimento de su reputación el tener un familiar penitenciado por el Santo Oficio, ¿por qué esos escrúpulos salieron a flote cuando la causa ya había sido fallada, y no antes, en el curso del proceso, donde él mismo la acusó de hechicera, en vez de, como ahora, tratar de justificarla? De haber actuado así, quizá otro habría sido el resultado, aunque nada supiera el escribano del asunto del pergamino ni de la guerra privada que mantenía el inquisidor Mañozca con Lorenza. De aquellas lides, tampoco sabían en España. Para Andrés del Campo, de escasa o de ninguna importancia eran las penas morales impuestas, ni que su mujer hubiera vestido el sayal de los penitenciados, ni que, infiel a los preceptos cristianos, fuera sorprendida o amenazada con la excomunión, ni que mala cristiana, se viera condenada al destierro. ¿Qué le importaba todo eso al escribano? Pero ¡ah!, el golpe que había sufrido su caja…, ¡eso ya era otro cuento! ¿Y qué mayor motivo podía tener para reclamar ante el Consejo General, si además podía adornarse con los peligros del honor y acompañarlo con una larga ejecutoria que probase su rancia, limpia y prístina hidalguía? Por otro lado, sus amigos en la corte no iban a defraudarle.
—Mal hicimos, Llano, en dejarnos embaucar por ese marino tuerto. Malo es el ron para calafatear secretos.
—Más vale, Emeterio, que el navegante no haya abierto la boca. Tú sabes todos los amigos que doña Lorenza tiene en Calamarí. Si riega el chisme, el inquisidor nos va a hacer picadillo.
—Si sólo hiciera eso no me importaría porque ya estaríamos muertos. Pero ¡ay diosito, cuánto tendríamos que penar antes!
—Lo dicho, Llano…, el ron y los secretos no deben mezclarse. Pero ahora no tenemos más remedio que cumplir nuestra parte del trato. Después, no nos encontrará ni el mismo diablo.
—No, Emeterio…, el diablo ya nos encontró.
Ambos se envolvieron en la capa. La noche estaba fresca. Temían que «la oportunidad de su vida» fuera al traste, por bocones. Días atrás, en el candor de las pestilencias de la Taberna del Áncora, un viejo marinero, un desconocido como otro cualquiera, hermanado a ellos por la desgracia, se había sentado en su mesa a ver bailar a la Lunareja (la que mostraba en sus danzas la mancha honrándole el trasero) y después de ventilarse la primera botella de ron, pasada la etapa denominada en las borracheras como «de las alegrías», llegó la de «las confesiones»; confesiones que terminaron hiriendo los oídos del navegante tuerto. «Yo vi corretear por estos andurriales a esa pobre chiquilla. ¡Menuda era su madre… la María! Ésa sí era una hembra como Dios manda. ¿Serán capaces éstos de estripar a la muchacha? ¡Malparidos…!».
El marinero, trajinado por la vida más de la cuenta, no contó lo escuchado a cuanto entrometido atravesó su camino, por el contrario, seleccionó las personas a su alcance que poseían suficiente rango o estaban en capacidad de intervenir o hacer algo por Lorencita; incluso, buscó la forma de decírselo a ella misma. Así llegó la noticia al teniente Alfonso de Laredo quien, sin parecer pendenciero, también gustaba de los favores de la Lunareja.
Había llegado el amanecer del segundo día del mes de octubre. Los dos sicarios se habían protegido cerca del puente que comunicaba la ciudad con el puerto. Al asomarse por el horizonte el primer atisbo de claridad decidieron el enclave que cada uno habría de ocupar.
—Yo cubriré el camino del puerto. Tú, Llano, te ocuparás del que conduce al río. Si tuvieras mala suerte y tomara esa ruta, cosa poco probable, no te descubras hasta estar plenamente seguro de que se trata de doña Lorenza. Irá sola. Pon atención, porque es variada la gente que aprovecha la frescura del amanecer para emprender viaje.
—Tranquilo, Emeterio, por la cuenta que nos trae, no he de fallar. Deséame suerte, como yo te la deseo. Si dentro de tres horas no ha cruzado doña Lorenza por delante de mi puesto, será que lo ha hecho por el tuyo y me iré a esperarte a la cueva de los Bucanes.
—Allí nos veremos. Que la Virgen del Carmen te proteja, Llano.
El más cuajado, Emeterio, se escondió en la maleza del camino, poco después de atravesar el puente. Llano, el regordete, rodeó la muralla hasta el otro lado de la ciudad. Se apuró a buscar el sitio apropiado para esconderse, más allá del cruce de los Candiles, en el punto que espesaba la manigua. Asustaban los sonidos de la noche herida; pero el recuerdo del aliento mortal del inquisidor les hizo aguantar la tensa espera.
Al filo de las seis, cuando las estrellas todavía titilaban, Lorenza abandonó su cuarto vestida con la saya blanca, ninguna carga, las manos libres, y se encaminó a la puerta. Una pequeña cuenta azul y naranja, de las miles que conformaban el collar heredado de Margarita, desbaratado en la boda por el escribano, colgaba en su cuello de una improvisada cinta de tela verde. La guardiana, la superiora y la hermana portera esperaban junto al locutorio. La hermana Coronación había prohibido dirigirle la palabra. La portera corrió los cerrojos y abrió el batiente. Los cascos de una cabalgadura resonaban en la callejuela. Por la bocacalle, un grupo de soldados enfilaba hacia la puerta del convento. Lorenza salió por última vez, sin mirar atrás. Quedó un rato observando al animal, una hermosa yegua negra, con el brío a flor de piel, de pelo brillante, recio, cuello largo, crines sedosas, patas fuertes, nervios templados…
Cuando los soldados estuvieron a su altura, montó sobre la yegua. Cuatro guardias se colocaron a cada lado. Dos adelante sujetaban las bridas. Despacio, recorrieron las calles que desembocaban en el centro de Cartagena, a la luz de los faroles moribundos.
En la Plaza Mayor, quienes aún tenían un resto de fuerzas tras los desmanes del día anterior, y algunos curiosos más, se agolparon para escuchar el bando que expulsaba a Lorenza de la gobernación. Ante el arribo de los mandatarios, los comisarios mostraron el bolillo para calmar los ánimos. También los militares estaban cansados.
En la escalinata de la catedral, donde el tío Luis y Margarita la salvaran veinticinco años atrás de su primera muerte, se habían situado las autoridades. El señor de la Vega llegó con aire abatido. Mañozca y Salcedo, a su derecha, intimidaban al pueblo con vistazos aleccionadores. Era el primer castigo que imponía la Inquisición en aquellas tierras. En adelante, serían los amos y señores de la crueldad y del terror; nadie podría oponérseles. Mañozca, de cuando en cuando, sacaba el anillo del dedo para jugar con él.
Lorenza cabalgó, rodeada por la escolta, hasta el pie de la escalinata. El gobernador, triste y solemne, dio lectura al bando que decretaba, por orden del Tribunal de la Santa Inquisición, el destierro, en los términos conocidos, de doña Lorenza de Acereto. Durante la lectura del acta el silencio fue absoluto, solidario. Únicamente lo rasgó el vuelo de las golondrinas.
Mañozca se ofuscó por la insolencia de la desterrada; pocas horas habían transcurrido desde la celebración del auto, y la muy descarada, desafiando a la suerte o provocando a la justicia, había colocado de su garganta un abalorio africano. Lo que para muchos pasó inadvertido, reclamó la atención del inquisidor. Bien conocía él aquellas heréticas simientes azules y naranjas que los negros usaban en los rituales mágicos. Con ganas se lo hubiera arrancado ahí mismo; pero no merecía la pena provocar crispaciones.
Concluida la parafernalia oficial, Lorenza giró la yegua, lentamente, y libre de la guardia comenzó a cabalgar por medio de la plaza hacia la calle que bajaba al puerto. Mañozca suspiró. «Hasta siempre, Lorenza. Mueran contigo tus secretos, los escándalos, las amenazas y las conspiraciones. Vuelvan a la calma las aguas que con tus malas artes has removido». El inquisidor dirigió una mirada, intentó ser protectora, a su hermana Clara, que permanecía mezclada con la gente en las primeras filas.
Lorenza, en el extremo de la plaza, donde era menos densa la muchedumbre, arreó a la yegua y la puso al trote. Por el empedrado de la calle rebotaban los ecos de los cascos.
El sol comenzaba a despuntar. Dejó las murallas atrás y se dirigió al puente. Emeterio, camuflado en la maleza, veía, patrocinado por el alba, el camino que descendía desde la ciudad. Divisó la cabalgadura. Desenvainó la espada y agarró el extremo de una cuerda que había atado a un árbol, al otro lado del camino, y había mimetizado con hojas secas. Descartó desde el principio el uso de armas de fuego, el ruido llamaría la atención de los vecinos.
El sicario alcanzó a ver cómo Lorenza, un trecho antes del puente, agitó las riendas de la bestia y la golpeó con los talones para ponerla al galope. Asió con dureza la cuerda, porque la velocidad que traía el caballo provocaría un tirón descomunal. Ya estaba a punto de cerrar los ojos para aguantar el jalonazo, cuando percibió que los pasos desbocados del animal tomaban otro rumbo. Levantó la cabeza y vio que el negro corcel, justo antes de atravesar el puente, había abandonado el camino y chapoteaba por el borde del agua, loma arriba, buscando la selva. Lorenza, con la mano izquierda, trataba de apartar las ramas que le golpeaban la cara y se enredaban en la melena.
En el Archivo de Indias, Sevilla, reposan los diarios y las cuentas del convento de la Popa, bastión de los agustinos, cuyos antecedentes ya conocemos. Permítanme hacer a esta altura un oportuno paréntesis para constatar un detalle descubierto algo después de mi estancia en Cartagena. Como ya habrán deducido, escribo estas líneas desde la perspectiva que otorga el tiempo. Mis investigaciones no acabaron con mi retorno a España…, ¿o he de decir a la realidad? No. Estaba en la realidad. Sólo hay una realidad. El libro de cuentas correspondiente a la última semana de septiembre de 1613 registra una donación a nombre del teniente Alfonso de Laredo por valor de setecientos ducados, destinados a la expedición conformada por seis monjes de la comunidad, encargados de la fundación de un convento en la comarca de Márquez, en los terrenos de Baza. No resulta complicado deducir que, el oficial, había provocado la marcha de los monjes hacia el interior con una buena dotación para acometer la empresa, a cambio de la salvación de su protegida. Para los agustinos, aquélla no sólo era una excelente oportunidad para ensanchar sus dominios, sino también para hacerle la puñeta a los dominicos.
¿Pero consiguió Lorenza llegar hasta donde aguardaban los agustinos? ¿Logró burlar al segundo sicario? No esperaba yo encontrar las respuestas en los legajos de la biblioteca de las carmelitas. Si había respuesta alguna, estaría, como lo había indicado el padre Ferrer, siguiendo las huellas que marcó Lorenza en el barro de los Andes. No había necesidad de seguir revolviendo papeles. El padre Ferrer, a juzgar por el orden de las demás hojas, tampoco lo había hecho. Si acaso, aparecería por alguna parte el registro de salida de Lorenza. Lo demás, recuento hacia el pasado, tiempo tendría de revisarlo.
El proceso había concluido, como había concluido la información que tenía sobre Ella. El acta inquisitorial y mis suposiciones no daban para más. De momento, sólo me quedaba un pálpito: Baza.
Recogí los documentos y mis notas. Devolví el legajo a su estante. Carmen me acompañó hasta la puerta. Me despedí, prometiendo tenerla informada de cuanto descubriese en Boyacá, departamento donde se encuentra la comarca de Márquez. Por supuesto, al convento habría de volver. Por una parte, quería escarbar en los legajos faltantes; por otra, aunque Ramiro Biáfora encabezase la lista de posibles mensajeros, Carmen estaba incluida en ella.
Corrí al Santa Clara. Aún podía llegar antes de que cerrasen la agencia de viajes.
De las ramas iban colgándose los recuerdos: los amores de Francisco, los juegos en la playa, las enseñanzas de Jean Aimé, las pillerías de Cacanegra, los hechizos del Delfín Verde, las tardes de chocolate con los Antonelli, los espantos del tío Luis, el cariño y la magia de Margarita, los músculos de Domingo del Señor, el convento, las monjas, el beso de Guiomar, las babas de Andrés del Campo, el rencor de Mañozca, los hechizos, los conjuros, las oraciones… Calamarí.
El riachuelo, a su izquierda, gorgoteaba brincando entre las piedras. Con dificultad, golpeándose contra la vegetación espesa y tratando de no aminorar el paso, remontó la corriente hasta que sintió el sol a sus espaldas. La yegua partía la selva en dos, se internaba en la maleza como si fuera parte de ella. Lorenza sintió cómo la abrazaba la manigua. Las hojas verdes, cubiertas de rocío, suavizaban los arañazos producidos por el hostil ramaje.
¿Adónde estaba llevándole la Vida? El destierro… muy bien, el destierro ¿y…? Luchaba por salvarse. ¿Qué había después?
La meta a más largo plazo que podía proponerse en aquel instante era llegar hasta la carreta de los monjes. Las golondrinas la seguían desde el cielo, bajaban en vuelos fugaces para recoger con el pico, y beberse, las gotas de su angustia.
No tardó en divisar el carretón, parado poco antes del cruce de los Candiles. Apuró la yegua en un último esfuerzo. Uno de los religiosos, en el pescante, apagó de un soplo el farolillo que los había iluminado hasta la alborada. Lorenza tiró de las riendas y la cabalgadura se detuvo a pocos metros del rudimentario carruaje. Cinco monjes se hacinaban en la parte trasera, sentados en bancas apoyadas contra los laterales, incomodados por los baúles, garrafas, sacos, ropajes, barriles y demás avituallamientos que ocupaban el centro del remolque. Dos toscas ruedas de madera maciza sostenían el planchón. Una loneta descolorida, azul si acaso, sujeta por cuatro palos desde las esquinas, sería la encargada de proteger a los monjes y a Lorenza del sol y de la lluvia. Uno de los agustinos, el más anciano, se apresuró a descender del carromato. Lorenza desmontó, acarició a la yegua y la despidió con unos golpecitos en las ancas traseras. El animal se lanzó contra la selva y a los pocos segundos ya no se oyó nada, como si bestia y manigua se hubieran fundido.
—Daos prisa, doña Lorenza. Soy el padre Arcadio Vanegas, responsable de esta humilde misión. Luego habrá tiempo para explicaciones; todavía acecha el peligro. Poneos este hábito y subid rápido al carro. —El agustino, apartándose las canosas barbas, le entregó una túnica marrón igual a la que vestían los demás frailes.
Lorenza vistió el burdo tejido de algodón por encima de la saya.
—Ahora, sentaos en medio de los hermanos y cubríos con la capucha. Avanzaremos un buen rato en actitud de oración. Pase lo que pase, no abráis la boca ni levantéis la cabeza.
Obedeció al padre Vanegas y se acomodó entre dos monjes que le abrieron hueco en el tablón. El del pescante arreó los cuatro percherones y el carromato arrancó en medio de rechinantes quejidos.
El sayón no sabía cómo estirarse para desentumecer las piernas. Llevaba más de una hora horcajado en la rama alta de un árbol que cruzaba sobre el camino. A diferencia de su cómplice, la estratagema elegida fue la de saltar sobre la víctima desde las alturas. Asía fuertemente una daga en la mano derecha. El filo penetraría por la espalda, directo al corazón.
Por fin escuchó ruidos tras el recodo a menos de cincuenta metros de su puesto. «¡Dita sea mi estampa… agarró pal río!». Se desperezó y fijó la vista en la salida de la curva. Si la mujer venía a caballo, debía ser certero en el salto.
Sólo el monje del pescante iba pendiente del terreno. El abad rezaba las letanías, los demás contestaban en voz monótona. Lorenza trataba de calmarse. Se había apoderado de ella un mareo sofocante, unas arcadas le treparon a la garganta. El monje de al lado cayó en cuenta y le apretó el brazo indicándole que aguantara. La visión se le comenzó a llenar de neblina. Las golondrinas descendían sobre el carromato y lanzaban agudos grititos. Lorenza, sumida en el desmayo, entendió que atravesaban el momento de mayor riesgo. Buscó el abalorio de su cuello y lo apretó en el puño.
El carruaje tomó la curva. Llano se agazapó y dejó que se acercara otro tanto. Tenía obligación de garantizar el éxito, tomar las precauciones necesarias. Primero oyó el rezo sedante de los monjes. «¿Qué carajo es esa vaina?». Luego atisbo la figura de los religiosos en el carromato. «¡No jodás, hombe!». Casi debajo de la rama, concluyó que aquel priorato rodante nada tenía que ver con la hembra esperada. «¡Pucha si salto y escabechino a los frailongos!». Dejó pasar la carreta y rió de pensar en el susto que se hubieran llevado los curillas. Volvió a fijar la vista en el recodo.
La carreta, renqueando, se perdió en la espesura.
Lorenza no aguantó más, giró sobre los hombros y vomitó en la vereda. El anciano indicó al conductor que no parase. Uno de los monjes a su vera le sujetó el capuchón sobre la testa. Aliviada, alzó un poco la vista y comprobó cuán extensa era la anchura del desconcierto. Otro monje agarró uno de los odres, lo abrió y le ofreció agua para beber y limpiarse.
—No tardaremos mucho en llegar al Magdalena —anunció el del pescante.
Cesaron las plegarias.
«La respuesta está en el barro de los Andes». El jesuita había hecho una anotación para sí mismo. Estaba reflexionando. En el supuesto de que hubiera logrado traspasar el cerco de muerte levantado por Mañozca, Lorenza podría haber llegado a Baza, en cuyo caso existía la posibilidad de seguirle los pasos, o podía haberse quedado en algún punto del camino. Muchas eran las alternativas que ofrecía el Destino. Sólo había una forma de averiguarlo: ir a Baza. El padre Ferrer, la misma tarde de la ascensión, tuvo tiempo de indagar sobre el monasterio, convertido ahora, a decir por la página arrancada de la guía telefónica, en hacienda de reposo.
Debo confesar que me hubiera gustado remontar el río Magdalena hasta el puerto de Girardot, cerca de Santafé de Bogotá, tal como se hiciera hasta mediados de este siglo. Pero la navegación por la principal arteria de Colombia había muerto. El avión acortó distancias, las tractomulas reemplazaron a los grandes barcos de vapor, a la clase política no le interesó mantener a flote la vida en el río. Indefectiblemente, las aguas arrastraron la prosperidad asentada en sus orillas.
La señorita de la agencia buscó en el ordenador los vuelos disponibles a Bogotá. Debía volar a la capital y desde allí coger un autobús hasta Ventaquemada. Compré un billete para las ocho de la mañana del día siguiente, viernes 28 de marzo. Dejé abierta la fecha de regreso, aunque previsiblemente sería el 31. Reservé una habitación en la Hacienda Baza y aproveché para que me retrasaran la vuelta a España cuatro días.
Fui hasta la recepción para reclamar la llave de mi cuarto. Allí estaba el negrito con sonrisa de anuncio de pasta dentífrica. Le puse al corriente de mi salida durante el fin de semana y mi deseo de alargar la estadía en el hotel hasta el 5 de abril.
—A la orden, caballero. Así tendrá tiempo de verse con la señorita Patricia. Telefoneó para comunicar que no volvería hasta el domingo. Ha decidido quedarse un tiempo más en las playas de Barú —me dijo, haciéndose el despistado mientras anotaba la prolongación de mi estancia.
Le agradecí el chisme y subí al dormitorio para dejar mis cuadernos. Estaba contento por las averiguaciones. Pero me preocupaba la forma de cómo debería abordar a la hija del senador (he estado a punto de escribir «la hija del pirata»). Necesitaba un plan para acercarme a ella, o hacer como siempre y permitir a la suerte que me echara una mano…, la excusa de los tímidos. ¿Qué haría para llamar su atención? Di bastantes paseos alrededor del cuarto.
No se me ocurrió mejor argucia que facilitarle una copia del proceso de Lorenza, con algunas anotaciones de mi puño y letra, sin descubrir, por el momento, mi identidad. Estudiando a la vuelta sus reacciones, podría saber el grado de conocimiento y afinidad, si lo había, entre las dos mujeres. Dos mujeres que eran, a mi imagen y semejanza, una misma. ¡Bíblico discernimiento!
Bajé nuevamente al lobby. En mi carrera casi tropiezo con Maurice.
—¡Cagamba! Buenas noches. Hacía gato no nos veíamos —me saludó—. ¿Cómo ha estado trags la morte del padre Fegrer?
—Bien, dentro de lo que cabe —contesté—. Estoy ocupado en algunos estudios, y eso me ayuda a distraerme. Por cierto, ¿podría indicarme dónde puedo hacer unas fotocopias?
No me pareció oportuno darle palique. Me señaló una papelería en los sótanos, cerca de la agencia de viajes. Estaban a punto de cerrar. Mientras fotocopiaban las hojas pensé que tampoco debía descuidar a Maurice. Pero no quise dedicarle tiempo al asunto del mensajero antes del viaje, aunque me preocupaba no haber visto al gerente del hotel en los últimos días.
Con las copias debajo del brazo regresé a la habitación. Las ordené y me senté delante del escritorio, cara a la pared, a escribir durante dos horas lo que estimé oportuno para despertar la curiosidad de Patricia.
Metí los folios redactados y las fotocopias en un sobre y lo marqué: Patricia Acevedo. Habitación 220. Alea jacta est!, me dije.
Embutí parte de mi ropa en una bolsa de viaje. Guardé en un portafolios mis cuadernos, los recortes del padre Ferrer y la documentación reunida. Ya tenía listo el equipaje. Estaba a punto de salir a cenar, cuando recordé que me había olvidado de llamar a mis padres. Si iba a retrasar la vuelta, debía comunicárselo. Salté por encima de la cama y agarré el auricular. Marqué el número de mi casa. Tuve que esforzarme para recordarlo.
—¿Dígame? —Era mi padre.
—Hola, papá. ¿Qué hubo? —Traté de bromear hablando costeño. No le hizo gracia—. ¿Cómo estáis por allá?
—Bien, hijo. Tu madre un poco nerviosa. Dice que ya le estás haciendo falta.
—Estaré pronto allí, aunque, precisamente, llamaba para comentaros que he retrasado la vuelta hasta el día cinco.
—¿Algún problema?
—No, papá, en absoluto. Es que voy a viajar al interior. No quiero irme sin conocer el centro del país. También es mi tierra, ¿no?
—Sí, hijo, también es tu tierra; pero ándate con cuidado. Según las noticias, no están muy bien las cosas en Colombia. Hay problemas de orden público. Parece enredado el tema de la guerrilla y el narcotráfico.
—Pues aquí, en Cartagena, no me he enterado de nada. La verdad, no he visto un solo noticiero.
—La costa es como un oasis. Cuídate mucho, Álvaro. Estás en un mundo donde la fantasía, la realidad y la magia son una misma cosa.
No dijo más. Pasó mi madre al aparato. Traté de animarla y explicarle que no había sucedido nada nuevo tras el fallecimiento del amigo del abuelo, me encontraba perfectamente, y el motivo de mi retraso obedecía a causas exclusivamente turísticas. «Voy a conocer un monasterio del siglo XVII». Tenía la obligación de calmarla. No lloró.
Me sorprendió la actitud de mi padre. ¿Había intentado ser comprensivo, siquiera amable? ¿Por qué ahora, en Colombia? ¿Era consciente de algún peligro sobre el cual pretendía advertirme? ¿Estaba haciendo un intento de suplir al abuelo? Tarde o temprano lo descubriría: mi padre ya se había convertido en mi padre. Posiblemente adivinó para qué sirve todo este galimatías que pretendemos llamar Vida. Es probable que hubiera descubierto o, al menos se hubiera acercado, a una noción aproximada de saber quién era él mismo.
Yo, todavía, no. Apenas estaba comenzando…
Antes de cenar dejé al negrito-todo-risa el sobre para Patricia.
—Descuide, patrón. La señorita recibirá la encomienda.
No lo dudaba. Si el conserje seguía mostrando tanto interés, estaba dispuesto a incluirlo en mi lista de posibles mensajeros. Cené liviano y me retiré a dormir.
Pero al sueño no le dio la gana visitarme.
Ya había descifrado la página de la guía telefónica. ¿Qué significaban los recortes del periódico, incluida la nota anunciando la celebración del cumpleaños de Patricia?
El amanecer me atrapó con la almohada hecha un gurruño y la cabeza en los pies de la cama. Ya era hora de levantarse para ir al aeropuerto.
El vuelo tuvo dos horas de retraso por malas condiciones climatológicas. Tras la espera (una monja, un harecrisna, dos mendigos, un gamín, un dibujante de caricaturas y cuatro locos se habían acercado a pedirme limosna, aunque juraría que era un solo tipo disfrazado), bastaron noventa minutos para que el avión aterrizara en el aeropuerto de Eldorado en Bogotá. El trayecto estuvo cubierto de nubes. En los claros alcanzaba a divisar la grandeza del Magdalena, el avión seguía su curso… como los barcos de antaño, remontando la corriente mientras ascendían por los Andes entre la Cordillera Oriental y la Central.
Al aparecer por la puerta de Llegadas Nacionales, una masa ingente, arrolladora, molesta como moscas de cien kilos, se abalanzó sobre mí. Eran los taxistas, legales e ilegales, luchando por mi maleta para subirla a su taxi. Tuve que realizar una maniobra brusca para quitármelos de encima. Monté en el menos abollado que encontré. El chofer, después de averiguar si era extranjero (no prendió el taxímetro), me explicó que allí llamaban maracuyá a los taxis, por su semejanza con dicha fruta tropical: amarilla y muy arrugada.
Amenazaba lluvia. Bogotá me pareció una ciudad oscura, fría, comparada con la luminosidad y el candor de la costa. A dos mil seiscientos metros de altura, en plena cordillera de los Andes, se esparce en una sabana verde, húmeda, de tierra generosa, rodeada de montañas que la delimitan con el firmamento.
No tuve tiempo de visitar la capital. La idea de Baza me mantenía con prisa. Las torres del Centro Internacional se veían silueteadas sobre los cerros, con Monserrate al fondo. El desordenado tráfico, agresivo, no me dejó disfrutar del escaso trayecto.
El taxi subió por la Avenida 26 y a la una de la tarde estaba en el Terminal de Transporte para coger la flota a Tunja. El coche de línea también salió con retraso. «Salir puntual debe de traer mala suerte». El cacharro tomó la 26 hasta llegar a la Avenida 30, y por ésta, derecho hasta enlazar con la Autopista del Norte. Cruzamos la espléndida sabana. Su frescura me descargó del malestar que me había provocado el punzante aturullamiento de la ciudad. Sus frondosos pastizales eran como un lago de hierba entre montañas, salpicados por los invernaderos de cultivos de flores. Chía, Sopó, Gachancipá, Tocancipá… Abandonamos el departamento de Cundinamarca. La carretera dejó atrás la sabana y comenzó a serpentear por el rugoso terreno boyacense. El autobús iba lleno de gente silenciosa, agazapada sobre sus canastos y sus tráfagos; apenas asomaban la cabeza por el cuello de la ruana. Yo iba un tanto adormecido, arrullado por el cansancio. En el puente de Boyacá, donde la nación ganara su independencia, subió una mujer con una gallina agarrada por las patas, puesta de cabeza y las alas abiertas. Mientras buscaba asiento se paró en el pasillo, con la gallina sobre la calva de un hombre que tenía echado el sombrero encima de los ojos para evitar la claridad. Cuando vi aquella escena, imaginé que si en aquel instante el pobre tipo hubiera apartado el sombrero de los ojos se habría sentido un elegido de Dios: el Espíritu Santo estaba descendiendo sobre él. Pero la campesina fue a sentarse al final del bus sin que el pasajero advirtiera el bucólico milagro obrado en su persona.
En Ventaquemada el autocar volvió a detenerse. Era mi parada. Descendí con todos los bártulos. Poco más abajo había una parada de taxis. Ya me habían informado que debería tomar uno para llegar hasta la hacienda. El vehículo, una radio con ruedas, se dejó caer pueblo abajo y no paró hasta el fondo del valle. Nos sacudimos sin remedio durante más de media hora. El conductor sólo había despegado los labios para decirme: «Son cuatro mil pesos». Ni para expulsar el humo del tabaco abría la boca… lo arrojaba por la nariz. Continuamos por la mitad del valle, desriñonándonos por una carretera destapada. Los montes se apretaban cada vez más. Creí que de un momento a otro iba a interrumpirse el camino porque una pared de montañas no nos permitiría el paso. Sin embargo, tras cada revuelta había un escape. A medida que bajábamos, el calor aumentaba. Llegué a distinguir algunas hojas de plátano, inusuales en tierra fría. A pesar de la cercanía del ecuador, la altura evitaba que el bochorno fuera insufrible. El coche, un Chevrolet modelo 50, avanzaba expulsando una polvareda tan densa que no se veía más allá del portaequipajes. El mundo iba perdiéndose tras la cortina de arena. Estornudé unas cuantas veces en la nuca del conductor, a propósito, a ver si se daba cuenta de que debía subir la ventanilla para no intoxicarme. Ni se inmutó. Se colocó la cachucha y continuó manejando, dando golpes con la mano en el volante cada vez que las Hermanitas Calle, en la radio, atizaban la música de carrilera y amenazaban a su amante (descifre usted la peculiar forma de enamorarse que tienen algunos) con un poético: «Si ya no me quieres te corto la cara con una cuchilla desas de ajeitar».
De pronto, la carretera cambió de curso y empezó a elevarse. Lagartijeando por una ladera trepamos hasta la cima del alto de la Rosa. Desde arriba pude apreciar y deleitarme con la hermosura, el reposo y la tranquilidad que emanaban de las tierras de la comarca de Márquez.
Recorrimos el último tramo, nuevamente en descenso, hasta el vértice donde confluían las faldas de las montañas. Baza estaba en el puro centro de una olla formada por elevaciones de tres mil metros de altura. La carretera moría en la puerta de la hacienda, roja y blanca con un tejadillo de barro. Todavía no divisaba la construcción. Pagué al taxista y crucé la puerta. Junto a ella había un puesto de Telecom, el único teléfono en muchos kilómetros a la redonda. Sólo se utilizaba en caso de emergencia. El aislamiento era total…, deseable.
El sendero descendía en una ese casi perfecta. Primero divisé la cubierta entejada. Luego asomaron las paredes blancas, gruesas, míticas, salpicadas aleatoriamente por ventanas escuetas con rejas de madera. Por fin abarqué la totalidad del conjunto: a la izquierda, el bloque principal, era todo de una altura. A la derecha estaban las caballerizas y los huertos. Al fondo, los coloreados bosques nativos. Según se entra al monasterio hay un jardín conquistado por agapantos y buganvillas. Aunque ahora sea una hacienda, hotel, o como quieran nominarlo, sigue poseyendo la solemnidad de las treguas, infundiendo los respetos y temores de un monasterio. Una galería con arcos protege de la lluvia y del calor la biblioteca, la capilla y las oficinas. No hay recepción ni negritos simpaticones. En un lateral del jardín queda el área de servicio y las cocinas. Un pasillo estrecho, adjunto a la biblioteca, comunica con otro patio porticado, alrededor del cual están distribuidas las once habitaciones. En la mitad hay dos árboles retorcidos, vetustos, con sillones de mimbre que invitan a la lectura. La dueña, Leticia Ospina, acudió en persona a recibirme. «Bienvenido a Baza, mi casa». «¿Guardan estos muros tus huellas, Lorenza?». «¿Perdón?». «Disculpe doña Leticia, estaba embobado con mis pensamientos».