El día 15 de enero 1613, el fiscal del Santo Oficio, don Francisco Bazán de Albornoz, presentó a los inquisidores Mateo de Salcedo y Juan de Mañozca el informe de las averiguaciones contra Lorenza de Acereto. Cincuenta y siete páginas componían la acusación. El fiscal las leyó en una saleta habilitada a tal efecto, contigua a la gran sala del tribunal, sentado en una mesa tosca que compartía con los dos inquisidores y Luis de Blanco, el secretario. Bazán de Albornoz demoró tres horas en finalizar, porque de vez en cuando añadía de su propia cosecha algún comentario o ampliación del tema, y otras veces Mañozca interrumpía con el fin de preguntar acerca de algún punto que no le había quedado claro, o simplemente para recalcar alguna cuestión importante, siempre perjudicial para la acusada. El informe incluía declaraciones de testigos, entre otros: Juan Lorenzo, Potenciana Bioho, Paula de Eguiluz, Bernardino Almansa, la hermana Coronación, Bárbola de Esquivel, Rufina Biáfora o del fallecido fray Andrés Sánchez. También incluía el testimonio, condenatorio, de Andrés del Campo, las confesiones de la rea, los resultados de las distintas indagaciones y la recomendación inmediata del traslado de doña Lorenzana a las cárceles secretas.
Al día siguiente 16 de enero de 1613, los inquisidores Salcedo y Mañozca, habiendo examinado el informe, acordaron «y dixeron que hecha la diligencia cerca del capítulo veinte y nueve de la ynstrucción, mandaron que la dicha doña Lorençana sea puesta en las cárceles de este Sancto Officio y se haga su causa con ella». Mañozca golpeó la mesa con el puño. «La tengo».
Pero el encarcelamiento de Lorenza no se produjo sino doce días después. Previamente habían de llevarse a cabo los formulismos de rigor: desde avisar al esposo y familiares, si los hubiera, hasta el embargo de los bienes de la rea o la apertura de un depósito para la manutención de la misma, si la familia no quería verse privada de parte de su patrimonio. Lógicamente, el escribano pagó mil ducados a regañadientes, y utilizó su amistad con el gobernador para evitar mayores escándalos. Por eso, la disposición de la orden de traslado excluía el secuestro de bienes y la publicación de avisos: «Se encarga al alguacil, Tomás de Alvarado, que prenda el cuerpo de doña Lorençana de Acereto, muger de Andrés del Campo, y lo entregue al alcaide de las cárceles. No se usará el mandamiento de secuestro de vienes, porque pareció mejor a los señores inquisidores tratar con el esposo de la dicha Lorençana y ponella en las cárceles, por evitar publicidad e inconvenientes y tratarse de gentes principales». A Mañozca le revolvió el hígado que Salcedo firmase la orden. Le hubiera gustado escarmentarla por las calles antes de tiempo. Pero aceptó, no sin discutir, la defensa de Salcedo, que recomendaba mantener el secreto de los apresamientos y los procesos, tal como se recogía en El orden de processar en el Sancto Officio (el reglamento inquisitorial) para evitar filtraciones que pudieran afectar a la causa.
Lorenza despertó el 28 de enero, como cada día, con la desolación pegada a la piel. No parecía que aquella bochornosa mañana fuera a suceder nada extraordinario. Error. Al alba se oyeron pasos y voces en el pasillo. Fueron corridos los cerrojos y abierto el portón. La superiora precedía a dos guardias de la Inquisición. No anduvieron con remilgos ni delicadezas para levantarla y sacarla de la celda en volandas. Otro par de guardias esperaba fuera. La escasa luz del amanecer fue suficiente para cegarla. No vio nada hasta que recuperó la vista en la oscuridad de un carruaje cerrado, negro por dentro y por fuera.
Cuando el carro enfilaba una calle los vecinos salían a perderse, asustados de que el temido «rodal de la muerte» se detuviera en la puerta de su casa. El momento que tanto sobrecogía a Lorenza había llegado.
El alcaide de las cárceles, Mateo Ramírez de Arellano, familiar del Santo Oficio, «… se dio por entregado de la persona de doña Lorençana de Acereto». Mas, antes de meterla en la celda provisional (la destinada a presos de reciente ingreso) el alcaide, en presencia del secretario Luis de Blanco, «… la reconoció y miró y no se le halló cosa ninguna de las prohividas a los presos del Sancto Officio».
Ella se dejó hacer sin resistencia. Estaba tan cegada por la claridad como por la angustia y la rabia. Un funcionario de prisiones avisó al alcaide que todo estaba listo. Custodiada por Ramírez de Arellano y el funcionario, atravesó el portón que separaba la tranquilidad de la angustia, lo cotidiano del secreto, la reprimenda de la tortura, la vida de la muerte. En el centro había un patio lúgubre, empedrado, con un pozo inevitable en la mitad. Tanto las celdas del primero como del segundo piso daban a los soportales que rodeaban este patio cuadrangular. Nadie sabía quién era el vecino ni quiénes ocupaban las demás celdas. Nunca los presos se veían entre sí. Cada vez que sacaban a uno, los funcionarios se aseguraban de que todos los ventanucos y las puertas estuvieran cerradas. La humedad calaba los huesos. Un portón tosco, demasiado grueso, con barrotes de hierro calados en la madera, cerraba la sala de tortura; todos lo sabían. Era la puerta del infierno. «Ojalá no tenga que entrar muchas veces», le dijo el alcaide, aun sabiendo que tarde o temprano lo haría. Abrió la celda más próxima al portón e hizo pasar a la rea. En comparación, la del convento era un palacio. Ningún orificio, ninguna comodidad. Ni siquiera camastro. Sólo una bacinilla resquebrajada para las deposiciones y un cántaro para el agua, que habría de llenar una vez al día cuando le permitieran salir de la celda a desocupar el bacín en las necesarias.
El alcaide cerró la puerta, las paredes la estrangularon.
Apenas había terminado de encerrarla, Ramírez de Arellano entró apresuradamente en la sala de audiencias, anunciando que a la de Acereto «le avía dado mal de coraçón, de que estaba muy asfixiada y sentía mucho mareo». En la estancia sólo se encontraban Salcedo y Blanco. El inquisidor arbitró una solución, anotada por el secretario en las hojas del proceso: «Por quanto su cárcel está en el patio principal, en el suelo, en parte húmeda, que en esta ciudad lo bajo es inhavitable, y siendo su causa de gran importancia, para evitar también alguna comunicación con el exterior y temiéndose que el secreto del Sancto Officio sea descubierto y se hagan por parte de doña Lorençana diligencias para saver lo que en su causa se hiciese: mando que la dicha doña Lorençana sea puesta en la cárcel número diez del piso superior y se llame al médico». Quedaba claro que Salcedo no se fiaba de ella. En principio, Mañozca no se opuso a las determinaciones de su colega. Ramírez de Arellano cumplió la orden. «Mucha trifulca la que arma la moza».
Dos días después, el 30 de enero, acudió el facultativo, doctor Antonio Echevarría. Refirió al secretario la visita realizada a doña Lorenza, a quien encontró con «melancolía y congojas y le dixo haverle dado esta noche dos o tres veces mal de coraçón y también vio haver quebrada sangre, y que entiende que del aprieto de la prisión y congoja suya le viene dicho mal, porque no le halla calentura ninguna y está informado del alcaide que no come cosa alguna, ni lo puede acabar con ella y dice que del dicho aprieto y congoja suya podría sucedelle algún grave daño que no se pueda remediar. Siendo servidos los señores inquisidores, se le podría dar la prisión más anchurosa, donde se cure». En esta ocasión, Salcedo tragó como un bendito. Esa misma tarde citó a Mañozca y al secretario en la sala de reuniones y les expuso su propuesta: «Que era de voto y parecer que, dando la susodicha fiança de mil ducados, regrese a la carcelería del convento de las descalças desta ciudad, donde se cure de la indisposición que tiene y que, en estando sana, vuelva a las cárceles secretas y que luego se le dé como confesor al padre Antonio Agustín, que tiene jurado el secreto».
Mañozca saltó de la silla. Miró a Salcedo, retándole, llamándole imbécil con los ojos. Dio tres vueltas a la mesa sin decir nada. Salcedo agachó la cabeza. El secretario le siguió con la vista. Se detuvo, tomó asiento, sacó el anillo del dedo, jugó con él y expuso su razonamiento: «Que por cuanto el dotor, debajo de juramento, declaró no haver calentura y ser ordinario el mal de coraçón que aora le da por congoja de la prisión y es creíble que todas las veces que a las cárceles secretas la bolviesen tendrá el mismo mal, y en idas y venidas pierde mucho el Sancto Officio su secreto y respeto, por ser creible que no hay parte, por cerrada que sea, adonde no penetran sus traças de la dicha doña Lorençana y las de sus allegados, y que el mal ya la havría acabado si tan cierto fuese, en la cárcel del convento donde havía estado largo tiempo prisionera, es su voto y parecer que se dé traslado al fiscal y que se le dé el confesor». Dicho y hecho. Prevaleció el criterio de Mañozca. Lorenza tuvo que permanecer en la celda número diez, sin mayores beneficios que un permiso para que le entregasen un colchón de paja. Al día siguiente comenzaron las audiencias.
Como los inquisidores habían dispuesto, el 31 de enero, bien de mañana, Lorenza fue conducida por el alcaide a la sala del Tribunal. Allí esperaban Salcedo y Mañozca, sentados en una mesa larga, elevada por una tarima, cubierta por un mantel de terciopelo negro con una cruz verde en la mitad. Un telón, también de terciopelo negro, revestía la pared que estaba a espaldas de los inquisidores. Una gran cruz de madera resaltaba en la oscuridad del tejido. Mañozca había entornado previamente las contraventanas. Aunque amanecía, ordenó prender las teas de la cabecera de la sala. A derecha e izquierda de la mesa, sobre idénticos estrados, tomaron su lugar el secretario y el escribano, atento éste a sus plumas y tinteros. En uno de los laterales, el fiscal de vez en cuando sacaba un pañuelo para sonarse las enrojecidas narices y atusarse luego los bigotes. Frente al fiscal, al otro lado de la sala, había unos pupitres vacíos. De pie, en medio de todos aquellos hombres que la miraban vorazmente, Lorenza.
—Me alegro que hayáis recuperado el semblante —dijo Mañozca con socarronería antes de comenzar.
Lorenza no respondió. Luis de Blanco le preguntó el nombre, de dónde era natural, con quién estaba casada, si lo estaba, qué oficio ejercía, y le tomó juramento de derecho. Salcedo, con arreglo a lo establecido para todas las causas de la Inquisición, le ordenó dictar su genealogía. Lorenza relató, en línea descendente, lo poco que recordaba de sus antepasados (vagas nociones dadas por su madre), hasta sus progenitores. Se reconoció hija de María Pérez de Espinosa y Giácomo de Acereto. Los inquisidores cruzaron una mirada de ceja levantada. Conocían perfectamente la historia del pirata Drake. Terminó declarándose esposa «a la fuerza» del escribano Andrés del Campo.
—A nosotros, mi señora, poco nos incumben sus asuntos personales —interrumpió Salcedo. Le solicitó que refiriera el discurso de su vida, con el examen doctrinal correspondiente.
Lorenza relató los mismos episodios de la tarde en que la interrogaron en el locutorio del convento, el día de la muerte de su hija. Quizá más extensos, con más palabras o más vueltas. Escudriñó en todos los rincones de su memoria para narrar lo que consideró oportuno. Los inquisidores, en aquella primera audiencia, escucharon pacientes, sin interrumpir. La rea, tras cuatro horas y media, terminó la sesión reconociendo «… que oye misa los domingos y fiestas de guardar y confiesa y comulga cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. Dijo saber los mandamientos, leer y escribir, pero que no tenía, ni sabía quién tuviese libros prohibidos. Que nunca salió de Cartagena, ni podía delatar a personas sospechosas en materia de fé. Signóse, santiguóse, dijo las cuatro oraciones, y luego le tomó el mal de coraçón y con ello cesó la doctrina».
En días posteriores, I y 4 de febrero, también al amanecer, compareció en segunda y tercera audiencia. En éstas, los inquisidores y el fiscal, el bendito fiscal que carraspeaba y tosía antes de cualquier intervención, trataron de hurgar en cada uno de sus recuerdos y sus sentimientos. La sometieron a un cañoneo constante y demoledor de preguntas, en algunas ocasiones, la misma repetida cinco o seis veces. Acerca del pergamino, los interrogantes superaron las tres horas en la última sesión. Lorenza, guardando la poca compostura que le quedaba, ofreció siempre la misma respuesta: «A vuesas mercedes corresponde averiguar su existencia». Otras preguntas machaconas fueron las referidas a las juntas diabólicas, a los cultos aprendidos de los africanos, al francés, a las oraciones, conjuros y hechizos, a su posible sangre inglesa, a la escasa alcurnia de sus antecesores, a los intentos de acabar con el marido y a las relaciones con los vecinos que compartían sus inclinaciones. Se defendió como pudo, si bien la debilidad y el miedo la obligaron a responder con mayor franqueza de lo habitual. Las audiencias daban la impresión de ser un tanteo; una medición de fuerzas, quizá la que no pudo llevar a cabo Mañozca en el convento, en preparación del gran asalto.
Lorenza sintió que al escucharlo en boca de alguno de los inquisidores o del fiscal, se manchaba el nombre de Margarita, el de su madre, el de sus amigos, el de Calamarí.
Obligaron a permanecer en la puerta de la sala al doctor Echevarría mientras duraban las inacabables sesiones. Si la rea desfallecía, se hacía una pausa durante el tiempo necesario para que el galeno reanimase a la dama con sales de fuertes olores o, prosaicamente, con un cubo de agua. Lorenza había descuidado su aspecto personal, así que no le importaban las ropas mojadas, sucias, o los agrios efluvios que la impregnaban. Los hombres del Tribunal parecían acostumbrados a ellos.
Al final de cada una de las tres audiencias, Salcedo le hizo las moniciones correspondientes, según las cuales «… se le amonesta y encarga por reverencia de Dios Nuestro Señor y de su bendita Madre la Virgen María, rrecorra su memoria y diga enteramente la verdad de lo que se sintiese culpada o supiera que otros lo están, sin encubrir de sí ni dellos cosa alguna y sin levantarse falso testimonio, porque haciéndolo así se usara con ella de misericordia, su causa será despachada con brevedad, donde no se hará justicia». Terminada la tercera monición, Lorenza contestó «que no tiene más que decir y que a dicho la verdad». Con lo cual «la rrea fue mandada bolver a su cárcel».
Sucediéronse en las semanas siguientes todas las diligencias que con precisión milimétrica prescribían, sin posible omisión, las reglas inquisitoriales. En tanto, fueron interrogados nuevamente algunos testigos: Lorenza permaneció dos meses en la celda, sumergida en las rutinas del rigor, luchando contra la opresión de las paredes, el miedo y la soledad. El alcaide había hecho traer desde el convento algunas de sus pertenencias para que al menos pudiera mudarse.
El silencio de las cárceles era sobrecogedor. Sólo se rompía durante la jornada por los pasos de algún reo que era trasladado de un sitio a otro, por las ruedas de madera del carro que repartía las comidas, por los chirridos de las puertas cuando eran abiertas o por los gritos desgarradores que subían desde la sala de torturas. Cuando llegaban los gritos a su celda, ella se tapaba los oídos con las manos; pero aquellos gritos no conocían obstáculo y colaban por cada rendija, por cada hueco, hasta taladrar los tímpanos para llegar con vandalismo al cerebro y así quebrar la integridad más férrea.
Lorenza, mayormente durante las noches, empezó a escuchar voces distintas. Sonidos que venían de la calle; frases de apoyo que eran coreadas en la madrugada por uno o por varios hombres. «¡Ánimo, Lorenzana, estamos contigo!». «¡Calamarí no te abandona!». Luego gritaba la guardia y seguían las fugas a la carrera. Se dio cuenta de que tal vez no estuviera tan sola. Que sus fantasmas continuaban vivos… tan vivos como Calamarí. Que el pueblo veía en ella el reflejo de su propia desgracia. Y se reconfortó en cada vitoreo, en cada escándalo.
Suponía que el resto de las celdas estaban ocupadas por gente allegada o conocida. No lo sabía a ciencia cierta, porque el alcaide y los guardias eran tan herméticos como el resto de familiares del Santo Oficio. De nada le sirvieron las carantoñas para conseguir alguna información. «Rediós, que aquí no van a serviros vuestras tretas». Tampoco los cocineros le paraban bolas. Algunos días, Clara Mañozca acompañaba el carro de las comidas. Echaba un vistazo al interior de la celda y marchaba sin decir nada. Lorenza se dio cuenta de que su mirada no era fanática como la de su hermano, ni era dulce ni melancólica.
El 4 de abril volvieron a llevarla a la sala del Tribunal. Como era menester atravesar la calle, el alcaide le tapaba los ojos con una venda. Una barrera de guardias cerraba cada esquina. Aunque Mañozca citaba a Lorenza antes del amanecer para evitar la concentración del pueblo, éste ya se había dado cuenta, y a pesar de no conocer las fechas exactas de las sesiones, apostaban un vigía en las proximidades de la cárcel para que, cuando saliera la hija del inglés, corriera la voz. A primera hora no era muy grande el grupo que lograba reunirse. Pero al medio día, terminados los interrogatorios, gran gentío se agolpaba en la boca de la calle y en la Plaza Mayor. En varias oportunidades hubieron de intervenir los comisarios para dispersar la enaltecida y bravucona congregación. Inclusive durante los interrogatorios se escuchaba vociferar a la turba. Los inquisidores y demás funcionarios trataban de hacer caso omiso; pero el ruido entraba por las ventanas y les producía enorme irritación. Iracundo estaba el fiscal durante aquella audiencia de acusación del cuarto día de abril. Debió leer en voz forzada los treinta y seis capítulos donde se resumían los cargos contra Lorenza de Acereto: desde la brujería hasta la herejía, pasando por la hechicería, la adivinación, la apostasía, diferentes anatemas, la conspiración, el adulterio, el intento de asesinato y la idolatría. «Don Francisco Baçan de Albornoz, fiscal de este Sancto Officio, ante V. S. acuso criminalmente a doña Lorençana de Acereto, muger de Andrés del Campo, vecino de esta ciudad de Cartagena y, premiso lo necesario, digo que, siendo la susodicha christiana y bautizada, por tal havida y comúnmente reputada y gozando de las gracias e indulgencias que los demás fieles suelen y deben goçar, ingrata a tanto bien, a cometido delictos contra nuestra Sancta Fee Catholica, haciendo hechiços, brujerías, usando de cosas supersticiosas, mezclando en ellas cosas sagradas con profanas, con invocaciones de demonios y procurando saber las cosas futuras y que dependen del libre alvedrío del hombre, atribuyendo a la criatura lo que se debe al criador; haciendo vida deshonesta con conocimiento y grave escándalo de todos, ocultando documentos conspiratorios y atentando contra la vida de su marido». Continuó el fiscal con una minuciosa y detallada relación de fechorías, para terminar su alegato de la forma siguiente: «Además de todo lo susodicho, se presume havrá la dicha Lorençana cometido muchos más delictos, y así mesmo save de otros que ayan incurrido en sus propias culpas y maliciosamente los calla y encubre. Y aunque por V. S. ha sido amonestada diga verdad, no lo ha fecho. Antes se a perjurado, por lo que pido y suplico a V. S. que, avida mi relación por verdadera, o la parte que baste para alcanzar justicia por su sentencia definitiva o la que en tal caso aya lugar a derecho, declare mi intención por bien provada y la susodicha haver cometido los dichos delictos, condenándola en las mayores y más graves penas, por derecho contra semejantes delinquentes estatuidas, executándolas en su persona y bienes, relaxándola a la justicia y braxo seglar y, siendo necesario, sea puesta a questión de tormento en que declare la verdad, por lo que pido justicia y juro en forma».
La carraspera y la afonía tuvieron a Bazán de Albornoz al borde de la desesperación. Cargó cuanto pudo las sombras de los delitos. En principio, los inquisidores no adoptaron posiciones extremas ni rigoristas, aunque no las descartaran más adelante: el fiscal había dejado las puertas abiertas para emplearlas. Por su parte, la rea disponía de varias semanas para recapacitar sobre todas las imputaciones. Transcurrido ese tiempo, debería contestarlas una por una e intentar defenderse de ellas.
A Lorenza le agradaba salir temprano a cambiar el agua del cántaro. Había conseguido del alcaide que la sacara de primeras, antes del desayuno. Sin embargo, nunca consiguió su propósito: alcanzar a ver las últimas estrellas antes del alba. «¿Tendrá fin este martirio?». No pensó demasiado en la ristra de acusaciones, sería mejor afrontarlas a su debido tiempo. Ninguna le pillaba de improviso.
En la Audiencia de Contestación se defendió con argumentos viejos, referidos una y otra vez anteriormente. Mañozca estuvo particularmente pesado con el asunto del amante, Francisco Santander. Lorenza trató de restarle importancia. El fiscal sabía que se trataba de un asunto personal y prefirió no cruzarse en el camino del inquisidor. Posteriormente fue nombrado el defensor de la rea. Quedó designado el licenciado Argos, quien, años después, sería inquisidor del mismo tribunal de Cartagena de Indias. Tomó asiento en uno de los pupitres vacíos. El letrado resultó un mero formulismo. Ni quitó, ni puso. Limitó su intervención a los requerimientos marcados por las normas, sin ningún aporte que merezca la pena destacar. No le caía bien la de Acereto. Además, su protector, Mañozca, ya le había advertido qué clase de mujer era aquélla y quién era el pendenciero galán.
No resultaba extraño que el inquisidor insistiera en el tema del amante. «¡Por fin ha caído!». Francisco Santander había ingresado en las cárceles secretas la noche anterior. Bazán de Albornoz se había portado a la altura. No podía defraudarle quien había trabajado con él, hombro a hombro, durante más de diez años en España. El inquisidor recomendó a sus fervientes colaboradores que no hicieran comentario alguno de aquella captura. «Un as dentro de la manga».
Días después, Lorenza fue citada a otra audiencia. Lo mejor de cada sesión empezaban a ser los revuelos de la calle. Se realizó la publicación de los testigos y de sus inculpaciones, a cada una de las cuales tuvo que responder la rea. No le causaron asombro los nombres que oyó; pero sí lo que algunos habían referido. «¿Cómo puedo yo transformarme en tantas bestias?». Ciertas aseveraciones le produjeron ganas de reír, aunque no fuera el sitio ni el momento para hacerlo. Mañozca tampoco creía en muchas de las acusaciones, pero sabía cómo utilizarlas para causar el efecto deseado. La ignorancia y la superstición jugaban a su favor.
Tanto Mañozca como Salcedo quisieron interrogar de nuevo a algunos de los testigos enunciados por el fiscal. Mandaron comparecer en la siguiente audiencia a Juan Lorenzo, Potenciana Bioho, Rufina Biáfora. Y a otros esclavos que, como los anteriores, ya estaban guardados en las cárceles secretas: Teresa Sánchez, Sebastián Pacheco y Antonia de Medina. Por último, compareció el escribano Andrés del Campo. Después tuvieron que ratificarse quienes habían depuesto en el proceso. Lorenza no pudo presenciar ninguno de los interrogatorios, aunque sí lo hiciera su defensor.
Mañozca interrogó en sesiones aparte a Francisco Santander. El soldado tenía proceso propio, así podía cuestionarle a sus anchas. El inquisidor soportó la arrogancia del sargento. Aunque le estrechara el círculo, Santander parecía estar protegido por la tranquilidad que da el desconocimiento. Efectivamente, al paso de las entrevistas, supo que el amante sabía menos de ella que él mismo. «Va a ser difícil enganchar a este gallito».
En la audiencia del 20 de julio se escucharon las declaraciones de todos los testigos de abono propuestos por Lorenza. Convocó a diversas autoridades eclesiásticas y civiles, dignatarios y funcionarios públicos, que sorprendieron al mismísimo Mañozca. Fueron algunos de los que atestiguaron en su favor: el gobernador, señor de la Vega, los padres Sandoval y Almansa, el capitán de la Guardia Real, uno de los oficiales del escribano llamado Pedro de Alarcón, el tesorero del cabildo y Juana Bautista del Espíritu Santo, monja del convento de las Carmelitas Descalzas, conocida por la rea como la hermana Cancela. Entre todos consiguieron reducir los ánimos triunfalistas de Bazán de Albornoz y de los inquisidores, aunque no lo suficiente para que el obsesivo Mañozca siguiera empeñado en localizar el pergamino (aún no había conseguido hacerlo, ni desbaratando el convento) y quemar en la hoguera a Lorenza de Acereto, bruja y conspiradora, así la defendieran tan ilustres personajes. Hacía tiempo tenía claro su veredicto.
La oposición del provisor de la catedral, Bernardino de Almansa, se fundamentaba en sólidas bases legales que, en determinado momento, podrían dejar sin piso todo el proceso. El padre Almansa insistía en que antes del establecimiento del Santo Oficio en Cartagena él era el juez ordinario en materias de fe, en tal calidad había actuado contra algunas personas denunciadas «… de que hacían suertes y sortilegios, echizos y oraciones y otras cosas supersticiosas, setenciándolas como en destierro y otras cosas», y en el caso concreto de doña Lorenzana de Acereto, ya había confesado voluntariamente sus culpas. Por ello había sido castigada con el pago de quince libras de cera labrada, con lo cual sus pecados habían sido perdonados, y por tanto, según la ley, no podían volver a juzgarla por los mismos motivos. Mañozca, astuto, conminó al provisor a que enumerase los pecados confesos para, de esa manera, no volver a juzgarlos. Lógicamente el padre Almansa no los recordaba todos, hacía más de dos años que había confesado a Lorenza. El provisor no quedó satisfecho con las garantías dadas y amenazó con elevar el caso a las más altas instancias eclesiásticas, e incluso, al Consejo General de la Inquisición en España. Mañozca, ante la amenaza, intentó rescatar de la ira una buena tesis.
—La resolución dada por usted a las brujerías de la rea, padre Almansa, no hicieron sino que ésta se sintiese aligerada de su peso, para seguir, si cabe con más ímpetu, ejercitándose en las artes del diablo y atrayendo a otras personas a sus ejércitos. ¿Qué le importaba a la dicha señora tener que confesar, de cuando en vez, unas bagatelas y desembolsar más o menos dinero para cera o aceite, u otras nimiedades por el estilo, sabiendo todo el que hay en su casa? —argumentó el inquisidor.
—Cada cual tiene sus métodos. Yo hice lo que entendí correcto, como deben hacerlo ustedes ahora, continuando el proceso sobre los delitos no confesados. Pero de igual manera que en su día castigué a una penitente, deberé defenderla, si es preciso, de cualquier atropello. Repito, señores míos, que no deberán juzgar faltas pagadas. En España han de conocer esta causa si no fueran respetadas las leyes. Queden ustedes en la paz de Dios. —El padre Almansa pidió la venia y se retiró de la sala, tranquilo. Sabía que antes de dictar sentencia tenían obligación de citarlo en calidad de consultor, al igual que al obispo, Juan de Ladrada, si la muerte lo permitía, pues las fiebres lo tenían postrado desde hacía un mes y los síntomas anunciaban pocos hálitos.
El 2 de agosto de aquel desventurado 1613, el Tribunal, después de haber comunicado a Lorenza que habían sido practicadas todas las diligencias propuestas para la defensa, la exhortó a que dijese algo más, si había lugar a ello, o nombrase a más testigos de descargo. A todo contestó la procesada negativamente.
Días después se practicó la diligencia de avisos de cárcel. A Lorenza ya no le quedaban ganas ni de estar harta de todo. Le preguntó el secretario Luis de Blanco si al entrar en prisión había llevado alguna nota a los reclusos. «¿Acaso hay alguno que sepa leer?». Respondió que no. Luego le dijo si sospechaba o sabía que los presos se comunicasen entre sí. Dio igual respuesta. Y concluyó preguntando si «los ministros le an hecho buen tratamiento y el provehedor le ha dado buena comida». «¡Que te parta un rayo!». Lorenza volvió a la celda atravesando el griterío de la multitud en la calle.
Quedó reposando sobre una efímera confianza. Según parecía, las audiencias habían tocado a su fin. Tal como ordenaba el reglamento, así era, pero Mañozca jugaba con sus propias reglas y decidió, a deshora, utilizar la recomendación final del pliego de acusaciones de Bazán de Albornoz. El inquisidor sabía que le quedaba poco tiempo para doblegar la voluntad de la rea: pronto estaría lista la sentencia. Si la pena impuesta consistía en hacerla comparecer en Auto de Fe, la perdería para siempre, porque el destierro estaba garantizado. Si lograba mandar a la de Acereto a la hoguera, en el fuego se quemaría el secreto del manuscrito, pero la amenaza seguiría latente. Sólo quedaba una salida: la persuasión directa. Quaestio per tormenta. Aprovechó el griterío que arropaba a Lorenza por las mañanas para convertirlo en su aliado. «De noche pueden oírse los gritos. Mejor evitar otro escándalo».
El alcaide abrió la celda número diez y encadenó las manos de Lorenza. Nunca antes lo había hecho. Cuando la sacó al corredor y giró a la derecha en vez de a la izquierda, ella comprendió dónde la llevaban. Descendieron por una escalera de caracol que desembocaba frente al portón de la reja calada. Ramírez de Arellano la dejó allí, encadenada frente a la puerta de la Gehena, y se retiró. El verdugo abrió desde dentro. Una bofetada de calor golpeó a Lorenza. Quería desmayarse, lo hubiera preferido a tener que forzar la vista para adivinar lo que había dentro. La sala estaba medio excavada en lo que antes debió ser un patio trasero, no muy grande, apenas el sitio necesario para un potro en construcción, había maderas por el suelo de arena, una especie de artesa con travesaños de borde afilado para el tormento del agua (aselli), igualmente sin concluir, y una polea colgada de una viga del techo. Para entrar tuvo que descender cuatro peldaños tras la puerta. Estaba iluminada con antorchas y no tenía ningún respiradero. «Hay que evitar que se escapen los ruidos». El verdugo, ataviado con un mandil de piel de vaca repujada y cubierto con un capuchón negro, la agarró con fuerza de un brazo y la arrastró por la arena. Lorenza creyó ver a La Mojana escondida detrás de una columna. Estaban de pie, junto al potro futuro, Mañozca y Luis de Blanco. El encapuchado no tumbó a la rea en la máquina infernal sobre la que se apoyaba el inquisidor. Colocó a Lorenza bajo la polea. Ató sus brazos por la espalda desde el codo hasta las muñecas. Luego anudó otras dos cuerdas por debajo de sus rodillas.
—El strappado os puede llevar hasta ese punto de la memoria donde encontréis el justo recuerdo que nos descubra dónde está escondido el pergamino —dijo Mañozca.
—Ya se lo he repetido infinidad de veces. No hay ningún pergamino —contestó Lorenza, apenas reprimiendo el pánico.
—Estoy seguro de que nuestro buen amigo os ayudará a recordar. —El inquisidor señaló al hombre del mandil.
El verdugo hedía a sudor mortecino. Le agarró el vestido por el cuello y tiró de él. Se rasgó verticalmente. Lo arrojó a la penumbra. Lorenza quedó desnuda en mitad de la sala. Pasó el extremo de la cuerda con la que le había atado los brazos por encima de la polea. Aprovechó para restregarse contra ella.
Durante unos instantes todo quedó paralizado. Lorenza escuchaba, muy lejano, el óleo consumiéndose en las teas. Tenía pegados en la piel los ojos del inquisidor y del secretario.
—Como ve, querida Lorenza, han cambiado bastante las cosas desde que paseamos por el claustro del convento. Debió haber aceptado mi oferta en aquel entonces. Traté de advertirle que, llegado este momento, nada sería igual. Y ya ve que no mentí. ¿Dónde quedó vuestra… como dijo entonces… insolencia? Preguntaré por última vez antes de proceder: ¿dónde está el pergamino?
Ella guardó silencio. Mañozca esperó unos minutos. Al primer movimiento de su mano el verdugo tiró de la cuerda, chirrió la polea. Lorenza se vio en el aire, flotando, con un dolor inmenso en los hombros que parecían rompérsele hacia delante. El pecho no le cabía en el cuerpo, apenas conseguía respirar. Sintió una violenta opresión en los brazos; el tirón al levantarla había corrido los cordajes hasta las muñecas arrastrando parte de la piel. La sangre le corría por los dedos. El verdugo ató a cada extremo de las cuerdas de los pies dos grandes pesas de plomo. Volvió a tirar de la polea, ahora pesaba mucho el plomo, la rea quedó con la cabeza casi pegando al techo y las pesas colgando en el aire bajo su cuerpo. El verdugo ató la cuerda a una argolla en la pared para sostenerla en vilo. Los correajes despegaron piel y carne desde las pantorrillas hasta los tobillos. La sangre caía en el suelo donde ya había sangre; la arena la absorbía despacio. Dejó de sentir muchos de sus miembros, casi no respiraba, la sala se iba difuminando, La Mojana estaba más cerca, junto a sus pies. El inquisidor preguntó nuevamente por el pergamino. Lorenza no encontraba aire para quejarse. Otra señal con la mano y el verdugo recogió un látigo apoyado contra la pared. Diez latigazos ordenó Mañozca. Dos los recibió en el pecho, dos en los brazos y espalda, dos en las nalgas y uno en las piernas.
Tampoco había respuesta.
Entonces Mañozca miró al verdugo, no hicieron falta más señas, conocía el oficio. Soltó bruscamente la cuerda de la polea y Lorenza cayó un metro, justo hasta que las pesas casi tocan el suelo. Frenó con un golpe seco la caída. Sonaron cada uno de sus huesos, de sus cartílagos, todo se alargó, hasta el tiempo, las heridas.
Luego los pies alcanzaron a tocar la tierra, pero ya no sostenían nada. El inquisidor se mantuvo un rato en silencio. El verdugo refrescó la boca de la rea con vinagre. Colgaba de la cuerda como un jergón. Mañozca seguía preguntando lo mismo. Lorenza apenas emitía quejidos. Hasta las cinco de la madrugada continuaron las mismas preguntas, las mismas respuestas y el mismo calvario.
El verdugo, también muy cansado, examinó a la rea después de dos horas de tortura.
—Señoría, si la levanto una vez más… la mato. Ya no se entera de nada —dijo mientras sostenía la cabeza desfallecida de Lorenza.
La Mojana le acarició la melena. Mañozca era consciente de que había llegado al límite. No quería perder a la bruja. Pensaría, si le quedaba tiempo, otros métodos para encontrar el pergamino. Aunque el secretario expresó su parecer aludiendo que el pergamino no debería existir, pues el tormento había sido tan grande que de lo contrario lo hubiera confesado, el inquisidor no se dio por vencido. «Ese documento es real».
—Llévenla a su celda y llamen al médico —ordenó Mañozca y salió de la cámara.
Los primeros rayos del sol despuntaban en el cielo.
Leí cada legajo en la biblioteca con detenimiento, mientras recordaba, a la vez, el cruel proceso de Lorenza. En cualquier frase podía esconderse la solución. Avanzaba con lentitud. A veces me distraía con pensamientos que me asaltaban de improviso y después me veía obligado a retroceder en la lectura, porque había perdido el hilo.
Pensaba mucho en Ella. La cuestionaba dentro de mí. ¿Adónde te lleva la Vida? Hace poco la habías cogido de una oreja y tratabas de guiarla por tu camino, intentando imponer tu voluntad. ¿No crees que se ha reído de ti? Se ha dejado llevar, efectivamente, porque sabía de antemano que todos tus caminos estaban trazados hacia un mismo punto. Tu Destino, si es que hay más de uno, no te ha permitido salir aún de la vereda. ¿Te dejará en algún momento? Habrá una cruenta lucha entre tu Libertad y tu Destino.
Digo todo esto porque no entiendo muy bien tu resignación. Es algo en la historia que no tengo claro. Nunca he apreciado un deseo tuyo de escapar, de saltar el muro, de salir volando, si podías hacerlo, o de suicidarte mismamente… otra huida. Toda la rebeldía, el descaro, la fuerza que te alimentó, sucumbieron ante la posibilidad de largarte. ¿Qué esperabas? Clemencia, compasión, amor… No eran posibles. ¿Te sacrificaste por el cariño de Francisco, por solidaridad con alguna causa, por deseos de venganza, porque asumiste el martirio representado en los lienzos de la catedral como algo propio? Tampoco encuentro en estas razones una respuesta convincente. Nada te ató a Cartagena, a tu pasado negro con los negros… a tu futuro negro con quien fuese. ¿O el espíritu esclavo de tu infancia se encontraba cómodo en el encierro? No. El espíritu esclavo, lo sabes muy bien, no era acomodaticio. Quiero suponer que los cronistas, escasos, estuvieron más atentos a otras facetas de tu vida. Y no podemos exigir al proceso inquisitorial que describiera tus íntimos sentimientos.
Al lado, junto a la cama, tenías el búcaro del agua. Con haberlo roto, haber cogido un trozo y haberte seccionado las muñecas, habría llegado La Mojana a envolverte en su manto. ¿Qué podía retenerte? No se vive por inercia. ¿O sí? Eras como la corriente que va salvando las piedras y los escollos para seguir adelante; como el río que violentamente aparta los obstáculos de su cauce. ¿Había un lecho trazado?
El doctor Echevarría la encontró privada, desnuda, tendida en el colchón, cubierta de sudor y de sangre. Pidió agua y gasas limpias. La hermana de Mañozca, Clara, acudió con los implementos y ayudó al facultativo a lavar el cuerpo de Lorenza. Le desinfectaron las heridas. El dolor que debió producirle el alcohol en la carne viva no la sacó del desvanecimiento. Acomodaron la paja del camastro y la dejaron descansar, sin vestirla.
—Pasaré más tarde para volver a verla. Está muy lastimada; sus extremidades tardarán cuatro o cinco días en ponerse rígidas. No la pierda usted de vista y, sobre todo, que no la muevan —aconsejó el médico.
Cuando recobró el conocimiento, la vieja estaba a su lado, refrescándole la frente con paños de agua fresca.
—No se mueva su merced. Estáis maltrecha —le advirtió doña Clara.
Lorenza recordó la tortura. Trató de incorporarse, pero no pudo. Las articulaciones no existían, no había nada entre sus huesos, solamente dolor. Los hombros eran un grito.
—El médico ya os examinó esta mañana. Necesitáis mucho reposo.
—¿Por qué se ocupa usted de mí, si ha sido su hermano quien así me ha postrado? —preguntó Lorenza con lógica extrañeza.
—No puedo responderos. Ni siquiera debería estar aquí; pero si no os atiendo, se infectarán esas heridas y correréis grave peligro de morir. Ahora intentad descansar. Mandaré dejar abierto el ventanuco por si os sucede algo. Estaré pendiente de vos.
Lorenza no tuvo fuerza ni ánimo para temer a la anciana. Durmió hasta la caída de la tarde.
El doctor Echevarría volvió antes de la cena. Cuando el alcaide abrió el calabozo, vieron dos golondrinas revoloteando sobre Lorenza abanicándola con las alas. Habían entrado por la abertura de la puerta. Las aves huyeron espantadas. Los funcionarios y la vieja trataron de restarle importancia al asunto. El médico parecía satisfecho por la evolución de las heridas. «Sanará pronto; es fuerte». El reacoplamiento de músculos y articulaciones era cuestión de tiempo. Al marcharse dejó a la rea con doña Clara, quien había dicho al alcaide que se ocuparía personalmente de darle la cena. Ninguno de los rudos guardias tendría paciencia para ello, aunque todos disputaran tal honor, aunque fuera por verla desnuda.
—¡Bonito espectáculo el que hubo hoy en la plaza! —le dijo doña Clara cuando estuvieron solas—. Raro es que no os despertara el tumulto.
—¿Qué sucedió?
—Ejecutaron en el garrote a una pobre chica. Y vos también salisteis a la palestra. Parece que no hay escándalo en Calamarí donde no esté vuestro nombre involucrado.
—¿De quién se trataba?
—De una novicia de las carmelitas: Guiomar de Anaya.
Lorenza quedó aturdida, ausente, como si el verdugo le hubiera atado de nuevo el alma a la polea y hubiera tirado de la cuerda. Doña Clara la hizo volver en sí con agua fría del cántaro.
—No me asustéis. Creí que os había dado otro mal de corazón…
Lorenza tardó en reaccionar.
—¿Por qué la mataron?
—El juez la declaró culpable por el asesinato de fray Andrés Sánchez. La habían capturado los comisarios del gobernador algunas semanas después de la muerte del confesor, cuando intentaba huir de la ciudad hacia el río Magdalena. Seguramente pretendía refugiarse en las tierras frías del interior. Mala suerte. ¡Hasta bonita era la muchacha, y de buena familia! Declaró su culpabilidad en el juicio. ¿Pero sabéis lo mejor de todo?
—¿Qué?
—Dijo que había matado al cura por amor.
—¿Por amor…? ¿A quién? —Que supiera, Guiomar no escondía amoríos.
—Por amor a vos.
Aquello impresionó a Lorenza. No alcanzaba a digerir la invasión de contradicciones que le produjo la noticia.
—Parece que la tal Guiomar supo, o vio, cómo fray Andrés había asesinado a vuestra hija. Según declaró, no pudo soportar la afrenta. Luego dijo teneros gran amor, y que prefirió sacrificar su vida antes que dejar impune el asesinato de la niña. Como os dije, estáis metida en todos los fregados.
Lorenza se recogió sobre sí misma. No quiso probar bocado. Solicitó cortésmente a doña Clara que la dejara sola. Quedó con sus pensamientos, los ratos con Guiomar, acurrucados en todas las heridas y en su cuerpo descoyuntado.
Cuando estuvo suficientemente recuperada y pudo volver a vestirse, doña Clara dejó de visitarla y de ocuparse de ella. Como le dijo en alguna ocasión: «Lo que hice por vos lo hubiera hecho por cualquier otro. No tengo ninguna predilección hacia vuestra persona». Y Lorenza sabía que era cierto. Aunque le estaba agradecida, no había logrado establecer intimidad con la vieja, ni sentir cariño alguno, compasión o afecto.
Aún le atormentaban los dolores del cuerpo, y los del alma, cuando recibió otro golpe a traición. Quería dormir, cuando escuchó desde la calle uno de los gritos nocturnos a los que ya estaba acostumbrada:
—¡Aunque tengan preso a Santander, no podrán encarcelar al amor!
La proclama no se refería al amor entre Lorenza y Francisco, así fuera la muestra. Se refería al amor de las gentes de Calamarí. Al amor que deseaban seguir disfrutando, sin que vinieran terceros a interferirlo. Podían ser amores pasionales o desgastados, cortos o duraderos, lícitos o prohibidos, pero hasta entonces eran «sus amores», sin más condiciones que las que los propios hombres y mujeres manejaban a su manera, con rectitud, con fidelidad, con tapujos, con los cuernos o con la espada.
Para Lorenza, aquel grito era más que una insignia filosófica. Era la noticia, simple, llana y mortificante, de que Francisco había sido encarcelado, allí, seguramente muy cerca de ella: tal vez en la celda de al lado, en la de abajo o en la de enfrente. Se desesperó y chilló y golpeó las paredes con los puños para intentar que la oyera. Los sonidos de la desesperanza fueron engullidos por los muros porosos.
¿Qué vientos o palabras soplan tan contrarios? Podías haberte fugado con Francisco. Él entró varias veces al convento. ¿Por qué no le seguiste o le solicitaste que te sacara de allí? ¿Peligraba su carrera? No me vengas con excusas bobas. A veces quedan las princesas embriagadas con la belleza de la cueva del dragón. ¿O ya habías caído en cuenta de que su amor era enteco? ¡Mi antecesor…! ¡Te estoy hablando de mis ancestros! ¿Seré el único estúpido que sigue creyendo en el amor amable como un cordero?
¿Miedo? Nada perdías con haber salido de allí. No eran de hierro tus sandalias.
Un intento al menos, aunque al final tuvieras que regresar a la celda. Pero no hay indicios. Así pues, prefiero seguir fiel a la Historia y relatar tu vida con todas sus virtudes y carencias.
Sigo un camino borrado en la noche.
¿Seré yo quien intenta levantar un andamio de convencimientos?
El señor de la Vega, esta vez en el despacho de la Gobernación, citó a los inquisidores, al capitán de los alféreces reales, Esteban de Lérida, y al padre Bernardino de Almansa. Le hubiera gustado también que acudiera Juan de Ladrada; pero la primera noticia que dio el provisor cuando entró al recinto fue la muerte del obispo. Había llegado con retraso. Los demás esperaban desde hacía media hora.
—Lo siento mucho, Señorías. Entiendan que las penosas circunstancias me han tenido ocupado.
Los dominicos, el militar y el mandatario disculparon la demora del sacerdote y le dieron el pésame. El gobernador quedó sentado en su escritorio. Mañozca y Salcedo en dos sillas al frente. El capitán se recostó contra la pared. Almansa estaba nervioso y prefirió mantenerse en pie.
—Estimados señores, me he visto en la obligación de convocarlos a esta reunión porque los acontecimientos que rodean al caso de Lorenza de Acereto están saliéndose de quicio. Cada día son más las personas que acuden a la Plaza Mayor, junto a las cárceles o en otros puntos de la ciudad, como el puerto, exigiendo la liberación de la prisionera. Esto se ha convertido en un verdadero problema de orden público. Ayer, sin ir más lejos, la chusma apedreó el convento de las Carmelitas, incendió la sacristía de la iglesia del Sagrado Corazón y amenazó, armados de palos e instrumentos del campo, con tomar esta Casa de Gobierno. A ustedes, señores míos, todavía les tienen mucho miedo —dijo el señor de la Vega señalando a los inquisidores—. Mis efectivos son escasos. No poseo más recursos dentro de mi jurisdicción para hacer frente a los desmanes. Les pido su colaboración, a ser posible, coordinando nuestras fuerzas. De lo contrario, señores, les aseguro que la plebe, enardecida como está, podría alzarse con el poder… y sálvese quien pueda.
«Ya se lo había advertido», pensó Mañozca.
—Por mi parte, pediré de inmediato refuerzos a Santiago de Tolú y Riohacha —intervino el capitán Lérida.
—Ésa no es la solución. Puede que sirva para calmar unos días a la multitud. Pero volverán a las calles, una y otra vez, hasta que termine el proceso —opinó Almansa.
—¿Cuánto creen, Eminencias, que se demore el juicio? —preguntó el gobernador.
—Un par de meses. A finales de septiembre o principios de octubre —respondió Salcedo.
—Demasiado tiempo. No podremos contener la exaltación durante dos meses por la vía militar. Debemos buscar otras alternativas que apacigüen los ánimos —dijo Almansa.
—Podría arbitrarse una fórmula dilatoria —expuso Mañozca—. Mientras se da el veredicto, trasladaríamos a la rea, otra vez, al convento de las Carmelitas. Quedaría en régimen abierto, sin necesidad de ocupar una celda. De esta manera la gente pensará que la solución está próxima y lo peor ha pasado. Excarcelarla evitará que el populacho siga imaginando tormentos o situaciones que lo enoje y embrutezca todavía más.
¿Por qué Mañozca se mostraba de pronto tan benevolente y accedía a desprenderse de Lorenza con tanta facilidad?
Porque en la cárcel ya no le servía. La tortura no había sido suficiente para extraerle su recóndito secreto. Había que cambiar de táctica. Regresándola al cenobio, donde seguro guardaba el pergamino, existía la posibilidad de que lo sacara del escondrijo. Si le ponía vigilancia continua sin que ella se diera cuenta, un mínimo desliz le conduciría al manuscrito. Si esto no era así, procuraría que en la sentencia la mandaran a la hoguera, y asunto concluido. «Quizá, si nada dijo en el tormento, el pergamino sea una invención, o no tiene tanta importancia como le atribuyó fray Andrés».
—Me parece una solución acertada —aprobó el señor de la Vega.
Los demás también asintieron.
—Pero eso no es todo —volvió a intervenir el gobernador—. Hay otro cabo suelto que me preocupa.
—¿Cuál será?
—Francisco Santander. Usted, señor inquisidor, empeñado estuvo en guardarlo en prisión, vaya Dios a saber por qué, y el problema se ha sumado al de la amante. Nadie reconoce en Santander mayores desafueros que ser fanfarrón, mujeriego y alborotador de tabernas.
—Las causas que tenga el Santo Oficio para mantenerlo encarcelado no son materia pública, por lo que disculpad si no estoy en condiciones de daros ninguna información. Si no es justa su causa, quedará en libertad a su debido tiempo —respondió Mañozca.
—Señor inquisidor, perdón por la insistencia. Hace poco, al escribano Andrés del Campo, a quien todo este jaleo tiene perturbada la cabeza, casi le sacan un ojo durante una riña en un mesón, por andar pregonando barbaridades sobre tráfico de influencias y relaciones interesadas entre ustedes y algunos mandatarios civiles.
—Le aseguro, señor de la Vega, que ni nosotros ni ningún familiar del Santo Oficio ha recibido bienes ni ha usado sus atribuciones para perjudicar o beneficiar a reo alguno. Menos aún a Francisco Santander.
—Entonces, como dice la gente, existen motivos personales entre usted y el sargento —pinchó el gobernante.
—Reitero que no le informaré acerca del caso. —Contuvo Mañozca la ira.
—Habrá otras oportunidades para clarificar este incómodo asunto. Cúmplanse pues las disposiciones. —El gobernador levantó la sesión.
Seguía paseando la vista por las páginas de los legajos, pero ya me había distraído por completo.
Recordé frases escritas en la terraza del hotel, escuchando vallenatos, albergando ilusiones, que eran eso… sólo ilusiones:
«Guiomar ha muerto, Lorenza. Ha muerto dejándote el peso de un amor imposible, fugaz como el acto de su vindicta, intenso como la llamarada de una hoguera. Murió su aburrimiento abrazado a las ganas de vivir por algún motivo. Un beso. Todo se había resumido en un beso, en una torre de recuerdos que no tiene cuerpo.
»Un beso es mirarse en la pupila ajena del olvido. Un beso es morderle el labio a la esperanza. Tallos oblicuos del tiempo. Y en el momento que nace la hoguera, ya está muriendo. Mientras, la vida da otro beso a la inmensa bofetada».
La brisa sopló con fuerza durante el mes de agosto. También lo hizo la mañana que Lorenza salió a la calle para subirse de nuevo al «rodal de la muerte»; la devolvería a las Carmelitas después de ocho meses. La guardia custodió el carruaje hasta la puerta del convento. A ratos no podía avanzar por el tumulto de gente aglomerada en las bocacalles. Lorenza no los veía; pero los escuchaba. Estaban alegres, festejantes del triunfo, exultantes, como siempre, equivocados.
Antes de partir, los inquisidores le habían leído un memorial indicándole todo aquello que no debería hacer: desvelar lo que hubiera visto o sufrido en la cárcel o comentar cualquier punto referente al proceso. Se lo hicieron jurar sobre la Biblia.
En el torno aguardaba la hermana Coronación para recibirla por tercera vez. La costumbre o el desinterés le obligaron a saludarla con indiferencia. Posiblemente un contentillo le corría a la monja por los adentros. Pero al divisar a Lorenza en estado tan lamentable, acalló sus satisfacciones internas y mantuvo el ánimo neutro. Le sobrecogieron, como a las otras hermanas y novicias, la extrema delgadez de la esposa del escribano, la mirada hundida en las ojeras amoratadas, la piel blanquecina, los pómulos chupados, la boca reseca. Caminaba encorvada porque todavía no acababan de sanar los destrozos de la tortura. No saludó a nadie. Caminó hasta el cuarto que le habían preparado: el dormitorio de una de las beatas, fallecida en junio.
«En esas condiciones, parece que no será necesario vigilarla mucho». Mañozca había dado claras instrucciones a la superiora para que no la perdiera de vista ni de día ni de noche. Cualquier movimiento sospechoso debía comunicárselo al inquisidor. Ya le había puesto al corriente del asunto del pergamino. Durante la jornada, Lorenza podría caminar a su libre albedrío por el convento, como lo hiciera en la primera época. Por la noche, la superiora cerraría con llave la puerta de la habitación.
Lorenza procuró informarse sobre los últimos acontecimientos. No eran muchos. El más reciente, el entierro, días atrás, del obispo fray Juan de Ladrada. De lo demás, las monjas no sabían o no querían contar. «La clausura es la clausura». La hermana Cancela había sido trasladada a otro convento de la orden, en Popayán. Muchas de las jóvenes que Lorenza conoció de novicias ya eran monjas. Habían ingresado nuevas aspirantes, no les prestó mucha atención, tenía vivo el recuerdo de Guiomar. Nadie quiso abordar el tema. «Lo que pasó, pasó».
La hermana Cucharón procuró engordarla a base de suculentos estofados de carne. Y la hermana Semilla, después de excusarse y pedirle perdón por abandonar a su hija el día de la trágica muerte, se dedicó a cuidarla y lavarle las heridas. «No se sienta usted culpable, hermana». La monja le relató cómo la superiora la sacó del cuarto, engañándola y dejándola sin posibilidad de intervenir. La abadesa se indisponía cada vez que la hermana Semilla y Lorenza quedaban a solas. Tenía razones para ello. Casi nunca pudieron hablar sin que otra monja estuviera delante.
—La hermana Cancela angustiábase mucho por usted cuando la tenían en las celdas del patio —le dijo en una ocasión la hermana Semilla, aprovechando la ausencia de la guardiana durante unos instantes.
—Ustedes hacían buenas migas, ¿verdad?
—Somos del mismo pueblo, de Lerma, en Burgos. Me recomendó encarecidamente antes de irse a Popayán que hiciera cuanto estuviese en mis manos para ayudarla. Como ve, no es mucho lo que puedo hacer. Aunque quisiera, no me dejan… Estuvo muy pendiente del caso de Guiomar de Anaya. Ella fue quien le pasó el papelito por debajo de la puerta cuando apresaron a la novicia. Sabía que ustedes teníanse aprecio. Le costó mucho conseguir que el abastecero, un día en el torno, le escribiese la nota y guardara el secreto. Me dijo que si volvía a verla a usted, le diera las gracias por sus remedios y sus recaudos, que fueron de gran provecho, y por eso le había colaborado y le había abierto el portón cuando la muerte de su hija.
La guardiana regresó y truncó la charla.
Despacio, Lorenza fue recuperándose. Nunca del todo. Nunca como antes.
Como predijo Mañozca, se calmaron los ánimos de la chusma. El Santo Oficio entró en deliberaciones sobre el proceso. Por su parte, el padre Bernardino de Almansa había elaborado un informe sobre las irregularidades apreciadas y lo había enviado urgentemente al Consejo General de la Inquisición en Toledo. Debería obtener respuesta rápida, antes de que dictaran sentencia.
Decía un aparte de su memorial: «Lo que ha lastimado a toda la ciudad ha sido que doña Lorençana la tienen presa más tiempo de ocho meses, juzgándola por delictos muchos dellos castigados por mí, siendo provisor, antes de la Inquisición, y después que fué, ella misma delató de sí, y por el recuentro que tuvo el Licenciado Mañozca con el sargento mayor Santander, quiso pagarse en hacer este agravio a esta muger. El sargento fue enterado por el alcaide del presidio que consintiese en todo, o lo guardarían en las cárceles secretas toda su vida». Quedaba claro que Almansa sabía más de la cuenta y tenía calado al inquisidor. El provisor, ley en mano, no estaba dispuesto a sucumbir en el enfrentamiento entre los dignatarios inquisitoriales y los eclesiásticos de Cartagena.
Almansa tenía amigos prominentes que movieron el informe con agilidad. La respuesta llegó pronto, a bordo de una flotilla privada que zarpó de Cádiz rumbo a Cartagena de Indias. Los vientos fueron favorables y la calma chicha no se opuso a la gestión del provisor. La carta le fue entregada dos días antes de la fecha prevista por la Inquisición para dictar las sentencias del primer Auto de Fe que se celebraría en la Nueva Granada.
Con la extensa misiva encima del escritorio, Almansa esperó a los dos inquisidores y a la nueva máxima autoridad eclesiástica, el obispo encargado, fray Sebastián Velázquez, guardián del convento de San Diego. El ordinario del obispado era un hombre cauto, blando, cercano a los sesenta abriles. El pelo cano le otorgaba más autoridad de la que en realidad tenía. La reunión fue convocada en el despacho catedralicio del provisor. Despacho oscuro, cargado de libros, sobrio de adornos. Era tarde. Las antorchas iluminaban el espacio con buena luz, pero aumentaban el calor. La humedad ya se había comido las tapas y las esquinas de algunos tomos. Las ratas también habían contribuido al deterioro del papel.
Mañozca, cuando entró, traía bajo el brazo un consecutivo de la carta que había recibido Almansa. Como máximas autoridades del Santo Oficio, el Consejo General también había notificado la resolución a los inquisidores. Andaban con cara de pocos amigos. Tras los saludos de rigor, más escuetos de lo normal, Almansa leyó en voz alta la carta.
—Como pueden apreciar, Eminencias —habló el provisor a los inquisidores—, el Consejo ha tomado tres fulgurantes decisiones. La primera atañe a doña Lorenza de Acereto: La procesada únicamente será juzgada por los delitos no confesados y castigados anteriormente.
—No hay ninguna objeción al respecto —interrumpió el tozudo inquisidor—. Con las faltas restantes hay más que suficiente para mandarla a la hoguera.
—La segunda —continuó Almansa dirigiéndose a Mañozca— ordena explícitamente que la sentencia de la susodicha doña Lorenza sea emitida en votación secreta por cinco miembros, que serán: los dos inquisidores generales, el ordinario del obispado, el provisor de la catedral y un consultor, familiar del Santo Oficio, nombrado por uno de los inquisidores y por el obispo, o quien haga sus funciones.
Esa disposición no le gustó a Mañozca. La clave de la votación estaría en designar un consultor de su entera confianza. Sabía de antemano que no podía contar con los votos de Almansa y de Velázquez. Los dos inquisidores arrimaron el oído para intercambiar algunos pareceres en privado.
—Propongo como consultor a don Diego Pimentel, hijo del conde de Veracruz, quien destaca entre los juristas religiosos y es familiar de nuestro Santo Oficio —propuso Salcedo, interviniendo de nuevo como brazo orquestado del otro inquisidor. Mañozca sabía que si la idea provenía de Salcedo no la examinarían con tanto detenimiento como si de él mismo partiera.
—¿El joven cojo? —preguntó fray Sebastián.
—Sí padre… el cojo —respondió Salcedo.
—Por mi parte no hay impedimento. Espero que por la suya, padre Almansa, tampoco —dijo el obispo encargado.
El provisor, de todas formas, no podía oponerse. Según la ordenanza, la elección correspondía a los que, efectivamente, la habían realizado. Almansa no confiaba en las decisiones alegres y ligeras cuando provenían de los inquisidores; pero en aquel momento no se detuvo en cavilaciones.
—Bien, señores… pasemos entonces a la tercera disposición —continuó el provisor—. Es tajante: El sargento mayor Francisco Santander será puesto en libertad inmediatamente. Analizados los expedientes y los informes enviados, el Consejo General percibe que motivos personales han intervenido en esta causa. Así mismo, creen que los delitos contra la fe, materia sobre la cual tiene injerencia el Santo Oficio, son de carácter ínfimo y no merecen encierro en las cárceles secretas de la Inquisición. Si alguna falta adicional se tiene contra Santander, deberá ser juzgada por la justicia ordinaria o por la militar, según las circunstancias.
Mañozca comenzó a jugar con el anillo. No atinaba a contener la rabia. ¿Le había traicionado Bazán de Albornoz, o había sido Salcedo quien había proporcionado los expedientes a Almansa? Por suerte para el delator, nunca se supo quién fue. El provisor, puede que gracias a algún escribano o a algún funcionario inquisitorial de su confianza, obtuvo el pésimo informe redactado por el fiscal, soporte de las inculpaciones contra Francisco Santander. Eran tantas las inconsistencias que el Consejo General mismo se extrañó de la escasa competencia de Bazán de Albornoz. «Cosa rara en uno de los mejores fiscales que había en Toledo». A punto estuvo de costarle el puesto. Un tinterillo de la fiscalía cargó con el mochuelo.
Terminó la reunión entre dimes y diretes. Mañozca salió dando un portazo. «He quedado como un cretino». Por otra parte, pensaba que el nombramiento de Pimentel le aseguraría la votación.
Al día siguiente fue liberado Francisco Santander.
La falta de concentración no me permitió avanzar mucho. Había almorzado en una cafetería cerca del convento. La tarde no me obsequió mayores descubrimientos que la mañana. Me había cansado la lectura del castellano antiguo. No era fácil acomodarse a la caligrafía de los atafagados escribanos.
Guardé los legajos y me marché. Continuaría al día siguiente. Tenía ganas de dormir. La modorra me llevó a la habitación del hotel. No tenía hambre, así que no pedí nada de cenar ni salí del cuarto.
Daba en mi cabeza vueltas y vueltas a la imagen de Lorenza en el patio del hotel. Me arrunché en la cama y me serené en aquella aparición ilógica… Asequible.
La hermana Semilla entró azarosa en el cuarto de Lorenza.
—¿Qué sucede?
—Cerrad la puerta. Debo comunicaros algo importante; pronto caerá por aquí la hermana guardiana.
—Hable pues.
—La nueva tornera, la hermana María de San Francisco, dice que esta mañana el cerero le dijo que acababan de soltar a Francisco Santander. Y la superiora está que bufa porque apareció en el torno un papel con la palabra «estrellas» escrita.
Lorenza se incorporó como buenamente pudo. No estaban sus huesos aún para muchas alegrías.
—Hermana, debe ayudarme, por favor —imploró.
—¿Os dice algo esa palabra?
—¡Claro! Es una señal de Francisco. Vendrá esta noche. Estoy segura. Pero ¿cómo haré para verlo? La superiora cierra mi puerta con llave.
—¡Sangredediós! —exclamó la hermana Semilla—. Está bien. Os ayudaré. Será el último favor que os haga.
—Quedaré agradecida eternamente.
—Me ocuparé de que la hermana Coronación esté dormida después de la cena. Lo demás es cosa vuestra.
—¿Qué piensa hacer?
—Un truco aprendido de vos…, dormirla con hojas de borrachero. Hoy yo sirvo la cena…
Oyeron pasos acercarse por el corredor. La guardiana entró y recriminó a la hermana Semilla por estar a solas con la hereje. «Recién llegué».
Lorenza hizo lo imposible por reprimir la alegría. Le brillaban los ojos. Era la primera noticia agradable recibida en mucho tiempo. Buscó afanosamente el cepillo para el cabello. Sacó, de entre los vestidos amontonados en el suelo, el más vistoso: uno color azul rey; lo apartó, pero no se lo puso. La guardiana y la hermana Semilla la contemplaron mientras arreglaba su rubia melena. Pidió agua para lavarse.
Las horas no se sucedían. Cada minuto duraba el doble. «Ojalá que la superiora duerma».
Durante la cena estuvo pendiente de la hermana Coronación.
Aparentemente, todo transcurrió con normalidad. Cuando la hermana Semilla le sirvió los postres, le guiñó un ojo. Lorenza quedó tranquila. «Dulces sueños».
En efecto, la superiora no apareció a la hora acostumbrada para cerrar la puerta. Se puso el vestido azul. Consumiéronse las teas del pasillo. Lorenza, como lo había hecho tiempo atrás, salió al corredor. Esperó agazapada, pegada contra el balaustre, junto a la habitación de huéspedes que antaño le perteneciera. Abrió bien los ojos para divisar algún movimiento en el patio. La noche era clara. «¡Cuánto hacía que no divisaba mis estrellas!». Los astros la saludaron con alborozo. «No tengas miedo». Esperó un largo rato. Al fin, escuchó pasos sobre la tierra del huerto. ¡Era Francisco!
—Sshhhh… venid, aquí —chistó pacito.
El soldado trepó por una columna adosada al muro. Se abrazaron en silencio. Nada más importaba.
—Vamos a mi cuarto, será el lugar más seguro.
Lorenza le agarró de la mano y lo introdujo en el dormitorio. Cerró. La tea alumbraba muy poco. Se sentaron en el suelo, a los pies de la cama, uno frente al otro. Hablaban en voz muy baja, susurrando.
—¡Qué felicidad volver a verte! Pensé que sería imposible.
—Ya veis cuán equivocada andabais.
—Estuvimos muy cerca —bromeó Lorenza.
—A mí me guardaron en el piso inferior, al lado de la entrada.
—Yo estaba en el superior, junto al pasillo oscuro… Dime, ¿cómo te apresaron?
—Esos malandrines no se esforzaron en demasía. Esperaron tranquilamente a la entrada de una taberna a que yo terminase de celebrar la onomástica de un cabo. Con la melopea que agarré poca resistencia podía ofrecerles. Les entregué la espada y les pedí que me llevaran en brazos. Amanecí en la celda.
—¿Y por qué te liberaron?
—Gracias al padre Almansa. Recurrió a Toledo y a Madrid. No afirmaré que sea un buen hombre, no puede verme ni en pintura, pero es un tipo hecho y derecho…, legal.
Volvieron a abrazarse, y en el abrazo depositaron serenidad, calma.
—Quisiera preguntarte algo: ¿alguna vez has puesto en duda mi inocencia o mi comportamiento? —quiso saber Lorenza.
—No. Sería muy complicado juzgar vuestros actos. Y sinceramente, siento mucho lo que habéis padecido por ellos —dijo Francisco.
—No puedes llegar a imaginarlo. —Lorenza se levantó el vestido y le mostró las profundas cicatrices de los tobillos.
—¡Os torturaron!
—Sí, me torturaron. Pero nada pudieron arrancarme, sino la piel.
—¡A fe que voy a dar muerte a ese hideputa de Mañozca! Tenía que haberle atravesado el gaznate cuando lo tuve pendiente de la punta del acero.
—Da igual. Hubiera venido otro, quizá peor…
—Uno menos, es uno menos.
Francisco le besó las heridas de las piernas. Las de los brazos todavía estaban cubiertas con tiras de gasa de algodón.
—Creí que esas gasas eran adornos del vestido.
—Procuré que así parecieran. Ahora sabes lo que son.
—¡Maldita sea!
—No desaprovechemos el último tiempo que nos queda —dijo ella.
Francisco subió la mirada, de las piernas al rostro de Lorenza, y la encaró.
—No me mires así, es la verdad, mañana dictarán mi sentencia —enmudeció por unos instantes y agachó la cara. Le escurrieron las lágrimas—. No quiero pensar en la hoguera…
—¡Por Dios, Lorenzana, no digáis atrocidades! —Le sujetó la barbilla con la mano—. Mirad. He corrido el riesgo de venir a veros porque he recibido respuesta de vuestros amigos de la corte.
El alma le regresó al cuerpo. Secó rápidamente sus mejillas con la manga y tomó la carta que le mostraba Francisco.
—La recibió un compañero en el cuartel; el mismo que me hizo el favor de escribir la mía. Hoy, nada más pisar la calle, corrí a mi destacamento para comprobar si había llegado algo de España. Y allí estaba mi amigo con la carta. Me la leyó de inmediato. Son buenas nuevas. Leedla.
Estaba fechada en Madrid, el mes anterior, la letra conocida… pertenecía al Delfín Verde.
Querida Lorenzana:
Mucho me alegra tener noticias vuestras, aunque hubiera preferido que muy distintas fueran las circunstancias. Estar a merced de los perros de la Inquisición es tan malo como probar un buen sorbo de cicuta. Pero no desesperéis. No me entretendré escribiendo mucho, pues imagino la prisa que os corre esta respuesta. Sólo quiero comentaros que Tomás Cacanegra se ha convertido en un excelente ayudante de cámara, es feliz, aunque no puedo dejarle salir mucho a la calle, porque suele volver apedreado o molido a palos. Disfruta emborrachándose y llenando los mesones de ratas y murciélagos. Os manda un fuerte abrazo y desea tanto como yo volver a veros, así que no os dejéis tomar ventaja por los inquisidores.
Por si os sirve de algo, tal y como lo expresáis en la carta que me habéis hecho llegar a través de terceros, fray Juan de Mañozca tiene, en efecto, un lunar en su pasado. No me costó averiguar que su hermana, Clara Mañozca, estuvo a punto de ser quemada en la hoguera por el Santo Oficio en León. Sólo las influencias de su hermano salvaron a la bruja de las llamas. Mañozca disputaba el cargo de Inquisidor General de Toledo, el más importante en España, con Pedro de Manzanares, inquisidor de León. Manzanares le propuso un canje a Mañozca: su hermana, por el puesto en Toledo. Mañozca no tuvo otro remedio que aceptar. El legajo que contenía el proceso de doña Clara fue destruido, y Mañozca solicitó su traslado a Cartagena de Indias. La solicitud causó sorpresa, pero no fue cuestionada. Más de uno conocía los antecedentes de la hermana. Puedo obtener cuanta información preciséis. Tenedme al tanto.
Algún día iremos a recogeros en el barco de nácar, como vuesa merced lo llamaba.
Cordiales saludos, míos y de Tomás.
Despáchese.
—Algo se escondía en la mirada de Clara Mañozca. ¿Cómo no me había dado cuenta?
—¿A qué os referís?
—A que doña Clara tiene marcado en los ojos la brujería. —Lorenza comprendió entonces muchas cosas.
—Con esta información ¿qué podemos hacer? —preguntó Francisco.
—Volver a proponerle un canje a Mañozca —contestó ella—. La hermanita le va a salir cara. Si antes perdió una plaza, ahora va a perder la oportunidad de quitarse del medio a una enemiga.
—¿Cuál es vuestra sugerencia?
—Mañana temprano deberás hacer llegar una nota a Mañozca.
—¿Cómo?
—Pídele el favor a tu compañero o a alguien de entera confianza que la escriba. Debe decir algo así como: «Si me envía a la hoguera, su hermana se quemará conmigo. El asunto de León quedará en custodia de mis allegados. Firmado, Lorenza de Acereto».
Francisco lo memorizó.
—Entrégale la nota, lacrada a ser posible, al gobernador, señor de la Vega. Dile que es un favor solicitado especialmente por mí y que debe, a su vez, entregarla sin pérdida de tiempo al inquisidor Mañozca. Él no tendrá problemas para entrar en la Casa de la Inquisición. Pero deberá llegar antes de que se reúna el consejo. Si llega tarde, el esfuerzo habrá sido inútil.
—No te preocupes, me ocuparé de todo.
—Muy bien. No podemos hacer nada más.
—¿Estáis más animada?
—Por supuesto. No contaba con esta carta… ni con tu aparición.
—Todavía deben estar por las calles algunos compañeros peleando y distrayendo a la guardia. Mañana, después de visitar al gobernador, deberé partir hacia Santa Marta. Es la única forma de librarme de Mañozca. Afortunadamente cuento con el apoyo de mis superiores.
—Harás bien. Después de esto, el inquisidor va a estar chicho de la piedra. Pero aún nos queda esta noche…
Francisco le rozó la cara con los dedos, casi sin tocarla. Le pasó las manos por el cabello. Le besó los párpados, los surcos que habían dejado las lágrimas, y la boca. Le acarició los hombros y la cintura con las manos y la mirada. Tiró de los cordones que prendían el vestido por la parte delantera, a la altura del pecho, y lo desabrochó…
Vi la tea crepitando. Y allí estábamos tú y yo, en el suelo, en el cielo. Ya te había desatado los cordones. Comenzó a dibujarse tu pecho. Con las manos aparté la tela. Escurrió el vestido por tus hombros y tus brazos hasta descubrirte los senos. Paré a observar tus cruentas cicatrices. Me dolieron. Terminé de quitarte la ropa. Amé tu cuerpo inmenso herido. Sé que te diste cuenta de mi lágrima furtiva. «Los hombres no lloran», me dije. No sirvió de nada. Me limpiaste la mejilla con tu mano y te acercaste a consolarme. ¿No debía ser al contrario? También te abracé, con dulzura, con cuidado. Las heridas nos envolvían, se nos clavaban. Me desvestiste lentamente, saboreándolo y acariciándome con el aura. Nos regalamos las manos en la piel, los dedos en el alma. Y nos hicimos uno, el uno indivisible y permanente. Cuando entré en ti, gemiste: «Álvaro». ¿O dijiste… Francisco? Da igual. Repetí varias veces tu nombre: «Lorenza, Lorenza, Lorenza…». Comenzamos a movernos acompasadamente, al unísono, sobre las olas, sobre tu mar de infancia, sobre tu vientre. Sentí tus uñas, las mismas que rasgaron los muros de la prisión, encontrando la libertad en mi espalda. Ascendías, pero no retirabas los ojos de los míos. Nunca se descuidó tu mirada. Permaneció firme, cariñosa, irrepetible. Subimos y subimos. Trepamos hasta tus estrellas… mis estrellas. Y sólo cerraste los ojos un instante, al final, en el momento en que se cerró todo tu cuerpo para aprisionar el amor, nuestro eterno recuerdo que ya nunca nos abandonaría. Te desvaneciste en la culminación de una felicidad inesperada.
Reposamos nuestra gloria.
Luego partí, mirándote. Desde los pies de la cama te despediste sin mover los labios.
Francisco se vistió en el corredor. Saltó los muros y buscó refugio en las afueras de la ciudad, a la espera del nuevo día. Al amanecer iría hasta la Gobernación. Se tumbó bajo un árbol de plátano, cubrió su rostro con el chambergo y descansó un poco.
Más tarde, el sol le tocó en el hombro y le despertó. Escondiéndose de esquina en esquina llegó hasta la puerta de la Gobernación. Los guardias intentaron cortarle el paso.
—Debo ver al señor de la Vega. Decidle que traigo un recado apremiante de doña Lorenza de Acereto.
Uno de los guardias golpeó la aldaba. Transmitió las palabras de Santander a otro guardia en el interior.
—Aguardad un momento.
Al cabo de un rato se abrió la puerta, el de adentro ordenó a Francisco que pasara. Debió esperar otro poco. Por fin, un mayordomo bajó por la escalera y le dijo que el gobernador lo recibiría en su despacho.
—¡Caramba, Santander, vive Dios que sois el hombre más famoso de Cartagena! —saludó el mandatario.
—Mala fama la que me conduce al infortunio.
—Ya sabéis, amigo, quien al fuego se arrima…
—Permitid que os interrumpa, Excelencia, pero alguien más acuciado que yo implora vuestro auxilio y no es tiempo para refranes.
—Ya… Muy temprano habéis venido. Os debe apretar una causa impostergable. Me anunciaron que veníais de parte de doña Lorenza de Acereto. ¿En qué puede ser útil mi persona?
—Lorenzana… perdón, doña Lorenza, me solicitó entregar a vuesa merced una nota para llevar inmediatamente al inquisidor Mañozca. Sabéis que hoy se falla su sentencia. La nota en cuestión debe tenerla el inquisidor antes de que comience el consejo.
—No sé por qué habría yo de intervenir en estos despropósitos. —El gobernador rodeó el escritorio en actitud pensante—. En fin… ¿dónde está esa nota?
—No la tengo, Excelencia. No soy hombre de letras… ni de las de leer ni de las de fiar. Para las unas no tengo aptitudes y para las otras no tengo dineros. No pude esta mañana acercarme al cuartel para que algún compañero la escribiera. Entended mi situación.
—¿Y qué pretendéis entonces?
—Que la escriba vuesa merced. Yo la tengo memorizada.
—¡Gran osadía la vuestra, caballero! Primero solicitáis que haga la vista gorda a vuestra afición de escalar los muros del convento… ¿o me equivoco…?
—No, Excelencia.
—… Y luego proponéis que escriba de mi puño y letra una nota al inquisidor Mañozca, con Dios sabrá cuáles propósitos… ¿Por quién me habéis tomado?
—Señor de la Vega, vedme como un simple emisario de doña Lorenza. Cumplo sus órdenes. Si en algo la estimáis y podéis ayudarla a salvar la vida, escribid por favor esa nota. Si a mí queréis detenerme o denunciarme, hacedlo. No opondré resistencia.
—¡Ay Dios mío, Dios mío…! Si mi señora averigua esto, me mata. Dictadme la condenada carta.
—¡Gracias, Excelencia!
—Ni gracias, ni cáscaras… Soltad de una vez lo que guardáis en la memoria.
El gobernador tomó papel y mojó la pluma en el tintero. Escribió al dictado del sargento, variando la caligrafía para que no la reconocieran. Dobló el papel y lo selló con lacre.
—Muy bien, mozalbete, iré a llevar este papel a Mañozca. Largaos y no volváis a aparecer ante mi vista el resto de vuestra vida.
—Sois un buen hombre. —Francisco le hizo una venia.
—¡Ca…! Lo que soy es… eso, muy fácil de convencer. Ni siquiera pude decir que no a mi mujer cuando me obligaron a casarme. Pero muchacho… haz bien y no mires a quién.
Santander salió a la calle y se perdió por las callejuelas de Calamarí.
«A mí tampoco me gusta Mañozca, aunque sea el único capaz de librarme de la bruja… mi señora», pensó el señor de la Vega mientras atravesaba la plaza con la nota en la mano. Había mucho revuelo en la Casa de la Inquisición. Varios carruajes aguardaban en la puerta. El gobernador anunció su presencia y le hicieron seguir de inmediato. Salió a su encuentro Luis de Blanco. Explicó al secretario la necesidad de entregar la carta, de la cual era portador, haciendo la advertencia cuatro veces de que actuaba como simple emisario y desconocía el contenido de la misma, pero todo parecía indicar que se trataba de un asunto grave relacionado con el proceso de doña Lorenza de Acereto.
—Lo siento, señor gobernador, fray Juan de Mañozca se encuentra en consejo y es imposible interrumpirle. Si lo desea vuesa merced, yo mismo le entregaré la carta. Entraré a la sala dentro de un rato, cuando vayan a realizar la votación.
—Quedo confiado en vos, don Luis. —Se despidió y regresó a la Gobernación. En realidad, se fiaba tanto del secretario como de una piraña en una letrina; pero no le quedaba otro remedio.
En la sala de Audiencias estaban reunidos desde muy temprano los miembros designados por el Consejo General para que dictaran sentencia en el proceso de doña Lorenza de Acereto. Previamente, Salcedo y Mañozca habían despachado los expedientes de los reos que comparecerían en el primer Auto de Fe, a celebrarse en Cartagena el 2 de febrero de 1614. En la extensa lista muchos nombres conocidos: Juan Lorenzo, Paula de Eguiluz, María Tasajo, Elena de Vitoria, Rufina Biáfora, Potenciana Bioho, y un clérigo ajusticiado por solicitación: fray Luis de Saavedra. Lorenza no saldría en dicho Auto, tendría el suyo particular. No podían exponerla ni exponerse a los sentimientos incontrolados de las multitudes.
Se había dispuesto una mesa alargada en el centro de la sala. Una de las cabeceras la ocupaba Mañozca. La otra, el ordinario del obispado, fray Sebastián Velázquez. A la derecha de Mañozca el otro inquisidor, Salcedo. Junto a él, Bazán de Albornoz. Enfrente del fiscal estaba don Diego Pimentel, el cojo. Y a su lado, el padre Bernardino Almansa. En una mesa pequeña, aparte, el escribano Damián de Bolívar. Quedaba un pupitre vacío, destinado al secretario, Luis de Blanco, garante de la votación.
Después de varias horas de acalorado debate e interrogantes al fiscal, y una vez leídas todas las páginas del proceso, las fuerzas estaban divididas: los dos inquisidores y Pimentel eran favorables a dar un escarmiento ejemplar para el pueblo y mandar a Lorenza a la hoguera (motivos existían suficientes), mientras que Velázquez y Almansa eran partidarios de menores sanciones, leves incluso, pues entendían que la procesada ya había confesado y sufrido mucho por la mayoría de los delitos juzgados.
El provisor y el obispo en funciones entendieron que, por más que berreasen, la balanza estaba claramente desnivelada, tres contra dos, y de nada servía continuar gastando saliva. Casi todas las actuaciones de Lorenza habían sido catalogadas como «heretical que sapit heressin manifeste». Mañozca se había llevado el gato al agua.
Sólo hasta la noche anterior, Almansa cayó en cuenta que Diego Pimentel, ahora familiar del Santo Oficio, era el joven al que Tomás Cacanegra, el inseparable amigo de Lorenza, había destrozado el talón de Aquiles con una estaca en la puerta de la catedral. «¡Hasta ahí llega la malicia del inquisidor!». Entonces comprendió lo poco que podría hacerse por la inculpada. «Todo ha sido en vano». No obstante, lo habían intentado.
Velázquez, finalmente, solicitó al secretario para proceder a la votación. El fiscal tuvo que abandonar el recinto, según las disposiciones.
Mañozca estaba radiante. Abrió las contraventanas antes de que entrara Luis de Blanco. Su arrogancia no cabía en la sala. Poco le había costado días atrás convencer a Diego Pimentel de cuál debía ser su voto. El letrado, recíprocamente, se había deshecho en agradecimientos.
Cuando entró el secretario, Mañozca regresaba a su puesto. Aprovechó su paso junto al inquisidor para agacharse y comentarle la incidencia de la carta. Depositó el papel lacrado sobre la mesa y se dirigió a su pupitre. Permaneció en pie hasta anunciar las reglas de la votación. Los miembros del consejo escribirían en una cuartilla su resolución. Sólo tenían dos posibilidades: la hoguera o el destierro.
Mientras el secretario daba las instrucciones oportunas, Mañozca quebró el sello de lacre y leyó la nota. Ninguno de los otros percibió cómo se le encendieron los ojos y se le desbordaron las venas de las sienes. Únicamente volvieron la cabeza cuando rompió la nota en mil pedazos y la guardó en el puño izquierdo.
—Disculpen. Se trata de un asunto familiar. Prosigan, por favor. —El inquisidor trató de fingir.
El escribano, tras las explicaciones del secretario, pasó, uno por uno, entregando la cuartilla y una pluma mojada en tinta. Después recogió los papeles, sin mirar, y los introdujo en una bolsa negra. Votó primero fray Sebastián Velázquez. Le siguieron Salcedo, Pimentel y Almansa. Mañozca aguardó hasta el final. Esperaron pacientemente a que el inquisidor escribiera y entregase su voto. Permanecía inmóvil. ¿Por qué tanta demora, si todo estaba claro? La tensión y la incertidumbre se adueñaron del consejo.
Pero Mañozca tenía que sopesar, rápidamente, el calibre de la situación. «Suponía que las amistades de la bruja eran muchas; pero nunca pensé que tantas y tan selectas. ¿Cómo ha podido enterarse de lo de Clara? Muy pocos lo sabían. Sólo Manzanares y el rey. Ahora tendrán que morir dos secretos con ella: el del pergamino y el de mi hermana. Sin embargo, no puedo arriesgarme a que la camarilla de endemoniados que la rodean hagan público el asunto de Clarita. ¿Cómo podría permitir su sacrificio? Mi hermana, mi única familia, mi apoyo… No me lo perdonaría nunca. Juré a mi madre dar mi vida por la suya si fuera necesario. Ya le ofrendé mi carrera. La he protegido, y de su arrepentimiento nació mi felicidad. ¿Merece la pena arrojarla al fuego por una mujerzuela sin principios, sin valores, sin moral ni religión? Tengo que hallar la manera de proteger la vida de Su Majestad sin poner en peligro la vida y la honra de Clara…». Sacó el anillo del dedo y lo hizo girar repetidas veces sobre el mantel. «¡Pardiez, si no fuera porque está en juego la vida del rey…! Estoy seguro de que mi hermana entendería el sacrificio de su vida, si así quedara protegida la del monarca…».
Mañozca escribió y metió el papel en la bolsa. El escribano la entregó a Luis de Blanco. El secretario sacó los papeles y los leyó con parsimonia.
—Hoguera.
—Hoguera.
—Destierro.
Una de las plumas cayó al suelo y manchó la alfombra de tinta.
—Destierro.
«Ex aequo». Quedaba la última papeleta: el pasaporte a las llamas o a la libertad. La tensión era tan material que los rayos del sol, desde las ventanas, no podían penetrarla.
Almansa y Velázquez se levantaron con intención de abandonar la sala nada más escuchar la sentencia de muerte. Luis de Blanco, antes de dar a conocer el veredicto, apartó la mirada del papel y la dirigió a Mañozca.
—Destierro.
Una expresión generalizada de incredulidad y asombro quebró el silencio. ¿Qué insólita circunstancia había podido cambiar la, en apariencia, inamovible condena? ¿Se había atrevido alguien a traicionar a Mañozca? Cuando percibieron la actitud lenitiva del inquisidor, cayeron en cuenta de que él era quien se había traicionado a sí mismo. ¿Por qué? Nadie podía imaginarlo. El contrariado fraile no dio oportunidad a las cavilaciones. De inmediato ordenó al secretario que redactara la sentencia.
«Reunidos el día 27 de septiembre de 1613: los inquisidores Juan de Mañozca y Mateo Salcedo, en consulta y vista de procesos de fee; el ordinario del Obispado P. Fr. Sebastián Velázquez, guardián del convento de San Diego, que tiene poder del deán y cavildo de esta santa yglesia en sede vacante; el tesorero, provisor y vicario general del Obispado, P. Bernardino de Almansa; y, como consultor, Diego Pimentel, familiar del Santo Oficio, habiendo examinado el proceso contra doña Lorençana de Acereto, fallaron:
»… atentos los autos y méritos del dicho proceso que, por la culpa que dél resulta contra la dicha doña Lorençana, si el rrigor del derecho uviéramos de seguirle, pudiéramos condenar en graves y grandes penas; mas, queriéndolas moderar con equidad y misericordia, por algunas causas y justos respetos que a ello nos mueven, en pena y penitencia de lo por ella fecho, dicho y cometido, la devemos de mandar y mandamos que le sea leida esta nuestra sentencia y sea reprehendida gravemente, y que el día de su pronunciación, el primero de octubre de mil y seiscientos y trece, oyga la misa que se dijere en la capilla de este Sancto Officio, en forma de penitente, en cuerpo, con sambenito y coroza con sus insignias correspondientes, y una bela de cera en las manos y no se umille, salvo desde los santos hasta haver consumido el Santísimo Sacramento; y, acabada la misa, offresca la bela al clérigo que la dijere. Y la condenamos en dos años como mínimo al destierro de esta ciudad y su Gobernación. Mas le condenamos en cuatro mil ducados de Castilla para gastos extraordinarios de este Sancto Officio, con que acuda al recetor dél y, por esta nuestra sentencia definitiva, juzgando ansi, lo pronunciamos y mandamos en estos escritos».
Mañozca fue el primero en firmar. Antes de que terminasen los demás, abandonó la sala y se dirigió al dormitorio. Mantenía los pedacitos de la carta en el puño. Cuando llegó al cuarto, los colocó en un plato de barro y les prendió fuego con una antorcha. «Vuélvase al humo, lo que humo es». Había cambiado la sentencia, sí, pero a sabiendas de que otra estratagema le cubriría la espalda. «Esa arpía no tiene escapatoria». Mañozca trataba de sacarle partido a la nueva situación. Después de cumplir la penitencia en la capilla, la rea tendría que regresar al convento para recoger sus pertenencias, pues al día siguiente, antes del amanecer, debía abandonar Cartagena para ir al destierro. Era probable que esa misma noche tratara de recuperar el pergamino para llevarlo consigo. «Tengo una oportunidad para hacerme con él». Con pergamino o sin pergamino, la de Acereto sólo tenía dos opciones para abandonar la ciudad: o el puerto, o el camino hacia el río Magdalena, remontarlo e irse al interior. En cualquier caso no era complicado cubrir ambas rutas. Una vez que el gobernador leyera el acta de destierro, una comitiva acompañaría a la bruja hasta las afueras. Allí quedaría sola. En el momento oportuno, algún asesino a sueldo acabaría con ella. «Calamarí está lleno de desalmados, capaces de matar por un puñado de pesos. Debo elegir bien a los hombres».
No quiero hacer comentarios acerca del sueño con Lorenza ni de la sensación de realidad que me invadía al despertar. Prefiero dejar este aparte en el saco de mis íntimas temeridades.
Bajé del cuarto temprano, dispuesto a encontrar ese día, fuera como fuera, la pista que ya había localizado el padre Ferrer entre los legajos. Desayuné rápido. Fui hasta la recepción para dejar la llave. Me atendió el mismo morenito que estaba de turno la mañana anterior.
—Caballero, le tengo buenas noticias —me dijo—. Ya sé quién es la sardina que usted anda buscando…, la que me dijo ayer.
Me pegué al mostrador como una lapa.
—Es la hija de un senador de la República. Anda con una montonera de familiares y amigos para celebrar su cumpleaños. Se llama Patricia. ¡Menudo ojo tiene usted, maestro! Es una de las peladas más queridas del país.
¡El recorte de prensa! ¿Podía existir alguien igual a Lorenza? No lleva su apellido. No es su descendiente. ¿Nunca había muerto? ¿Se había reencarnado? «Ya estoy desvariando otra vez». Alguna razón tenía que existir.
—Pero me temo que no podrá verla hasta mañana. Salió temprano para la isla de Barú. —Se me acercó para hablarme en confidencia—. Habitación doscientos veinte.