El agua del mar le mojaba la punta del cabello cada vez que rompía una ola. Las primeras luces no la despertaron. Lo hizo el sonido seco de una lanza clavándose en la arena, junto a su oído. Mala suerte. Cuando levantó la cabeza, confundida, pesada, distinguió los uniformes de la guardia inquisitorial. Mejor le hubiera ido si antes la hubieran encontrado los soldados del ejército o los comisarios del gobernador. Todos la perseguían, pero ninguno con tanto ahínco como los sabuesos de Mañozca.
Los soldados reales la buscaban por su desaparición. Los comisarios como posible culpable del asesinato de fray Andrés Sánchez. La Inquisición por homicida, bruja, hechicera y hereje.
Fue encerrada en una celda a la entrada de la cárcel, donde normalmente los reos aguardaban la asignación definitiva de calabozo.
Nada más enterarse de la detención, el gobernador, señor de la Vega, se personó ante los inquisidores. Cuando le hicieron pasar a la sala de juntas, ya estaban reunidos con el provisor Bernardino de Almansa. Los frailes, sentados, debatían la suerte de la detenida. Mañozca jugaba con el anillo.
—Eminencias, Señoría, estén con Dios. Veo que sólo falta el capitán de la guardia para que esta reunión quede convertida en consejo de seguridad.
—Ahórrese los sarcasmos y tome asiento —ordenó Mañozca. El provisor se asombró del abandono de las normas protocolarias por parte del inquisidor. A Salcedo le pareció normal. El gobernador se molestó—. Le pondré al corriente. Discutimos si la detenida, Lorenza de Acereto, deberá permanecer en nuestras cárceles secretas o debiera ser encarcelada en la prisión civil.
—¿Dónde está el motivo del conflicto? —preguntó el gobernador.
—En la causa misma de su detención —intervino Almansa—. Vuestros comisarios, señor gobernador, requieren a doña Lorenza como sospechosa de asesinato; es decir, su apresamiento respondería a una causa estrictamente civil, por lo cual debería permanecer recluida en la cárcel común hasta que el juez determine si existen motivos para retenerla en presidio y enjuiciarla, o dejarla en libertad, sea condicional, bajo fianza o total. Pero los señores inquisidores alegan que la rea es sospechosa, además, de haber cometido delitos contra la fe católica. Muchos de esos delitos ya fueron confesados ante mí, pues, con anterioridad al arribo de los hermanos del Santo Oficio, era yo el máximo responsable de los actos de fe en Cartagena. Y no se puede juzgar a doña Lorenza por pecados confesados y pagados. Si los padres Salcedo y Mañozca, a través de su fiscal, no tienen pruebas contundentes al día de hoy que inculpen a la detenida, ésta no podrá ser guardada en sus cárceles secretas.
Mañozca percibió la leve satisfacción que invadió al gobernador tras el argumento de Almansa. El inquisidor no estaba dispuesto a perder semejante trofeo. Dirigió una mirada a Salcedo, como si previamente hubieran orquestado una estrategia.
—Caballeros, les propongo un trato —participó el segundo inquisidor—. Regresemos a doña Lorenza al convento de las Carmelitas. Ya no en calidad de huésped, sino de rea. El edificio está dotado con celdas, construidas para el castigo de las monjas sancionadas dentro de la propia orden religiosa. Así evitaremos escándalos públicos, el enfurecimiento del escribano, y contribuiremos a una mejor recuperación de la detenida.
—Cada cual estará en disposición de interrogar a la reclusa cuando lo necesite, y tanto ustedes, señor gobernador, como nosotros, avanzaremos en las indagaciones de los respectivos procesos. Nos mantendremos en contacto permanente, con tal de establecer si la dicha Lorenza es culpable o inocente de las acusaciones. Una vez tengamos claridad sobre los hechos, y en caso de que alguno de los veredictos la encuentre culpable, estableceremos la forma del cumplimiento de la pena. ¡Quién sabe! Si es condenada a muerte, no habrá necesidad de discutir sobre la idoneidad de la cárcel —remató Mañozca.
—Por mi parte, no hay inconveniente —accedió el señor de la Vega.
El provisor guardó silencio. Apegado, como siempre, a la rigurosidad de la ley, aprobó el acuerdo. Pero sabía que Mañozca le había clavado las garras a su presa. Cuando se retiró el gobernador, Almansa preguntó al dominico el porqué de su permisibilidad.
—¿Usted piensa que ella mató a fray Andrés? —dijo el inquisidor, ahora en pie, paseando por la sala.
—Justamente porque la conozco, no las tengo todas conmigo. —Almansa y Salcedo permanecían sentados.
—No fue Lorenza de Acereto —aseveró Mañozca.
—¿Está seguro Su Eminencia? —preguntó el provisor.
—Ayer hablé con la tornera del convento. Al salir a la calle, Lorenza tomó el sentido contrario al que hacía un rato había tomado fray Andrés. Es casi imposible que se hubieran encontrado en el lugar de la muerte.
—¿Lo sabe el gobernador?
—Aún no. Es bueno que sus comisarios se mantengan un tiempo entretenidos.
—¿Y si interrogan a la tornera?
—La tornera no abrirá la boca.
—¿Cómo impedirlo?
—Todos tenemos un lado oscuro. A la hermana tornera, el suyo, le pesa demasiado…
Salcedo no aprobó la teoría de los lados oscuros. Pero no se atrevió a rebatirla delante de un tercero. Se mantuvo callado.
—¿Cuál es entonces, Eminencia, vuestro interés sobre doña Lorenza? —terminó inquiriendo el padre Almansa.
—¿Le confesó la rea en alguna ocasión la tenencia de un misterioso pergamino?
—No.
—Pues ésa es mi principal preocupación: la posible existencia de un pergamino francés que amenaza a la Corona española. Al parecer ya se han cumplido algunas de las profecías que contiene.
—¿Cree usted, Eminencia, que algo tenga que ver ese documento con la muerte de la hija de doña Lorenza?
Mañozca encajó lo amargo de la pregunta.
—Todos los indicios apuntan a fray Andrés como autor del asesinato. Pero desconozco los móviles que le impulsaron a hacerlo. —Se acercó, giró el anillo sobre la mesa, sabía mentir.
—¿Y el pergamino, una posibilidad no demostrada, una abusión, es su único interés? —preguntó Almansa.
—Si quiere, adórnelo con un buen ramillete de herejías, hechizos, adivinaciones, malas influencias, sangre inglesa, intentos de acabar con el marido, brujería, oraciones, conjuros… Suficiente leña para una buena hoguera.
—No adelantemos acontecimientos —intercedió Salcedo—. Permitamos al fiscal concluir las investigaciones.
Los inquisidores despidieron al provisor recomendándole máxima discreción y prudencia.
A Lorenza le molestaba el vestido húmedo y el pelo embarrado. Todavía sentía un calor intenso en las entrañas. No recordaba con nitidez todo lo que había sucedido desde la noche anterior. De momento lloraba. Lloraba por la muerte de su hija.
Se cruzó con Clara Mañozca cuando subía al carruaje que la llevaría nuevamente al convento. Era muy parecida al hermano. Caminaba erguida, estirada en el traje negro. La espalda parecía quejarse de una postura artificial. Daba la impresión de que a la vuelta de la esquina, cuando nadie la viera, iba a plegarse sobre el estómago, buscando una posición más natural en ella: cargada hacia delante. Algo le resultó familiar en aquella mujer. En sus largas manos portaba la ropa recién lavada del inquisidor.
La superiora no salió a recibirla con los mismos agasajos de la primera vez. Se limitó a entregar las llaves de la celda a la hermana guardiana. Habían cambiado a la tornera. Ocupaba su puesto otra monja, seca, de ideas secas y carnes secas. Fue custodiada por un comisario y un guardia de la Inquisición hasta el final del corredor de la planta baja, pasada la iglesia. La monja abrió una puerta robusta y atravesaron un pasillo cerrado, escasa iluminación, al que daban los portones de los calabozos, cada uno con una ventanita enrejada en forma de ojiva. Nadie más ocupaba ninguno. Fue instalada en el último, donde estaban sus pertenencias amontonadas en el suelo. Todas las comodidades las conformaban un aguamanil, una bacinilla y un catre. Un ventanuco alto, insuficiente, en una esquina, era la única fuente de luz y ventilación. El secretario y escribano, Luis Blanco, dio testimonio del encarcelamiento: «Y cuando este servidor partió de la estancia, doña Lorençana no dixo más que suspiros y echava muchas lágrimas por los ojos».
El padre Manuel celebró el funeral por José María Ferrer, una vez oficializada su muerte, siete días después de la búsqueda infructuosa del cadáver. La iglesia de San Pedro Claver estaba casi vacía. Sólo un puñado de jesuitas ocupaban los primeros bancos. Yo me hice un poco más atrás. Reconocí únicamente al cura alto y flaco que nos abrió la puerta en el colegio de la Compañía. No presté mucha atención a las palabras del oficiante: la mayoría, frases de cajón. No acudió gente cercana, querida, familiares, amigos íntimos… ¿Los tenía? Me hubiera gustado, al regresar a España (algún día tendría que hacerlo), visitar a su familia en Cataluña. Pero el padre Manuel, cuando pude interrogarlo, me informó que no tenían conocimiento de ningún familiar cercano. Era como la estatua de un parque: memorable, resplandeciente, admirado, impenetrable, solitario. Así me quedó grabado su recuerdo.
Si algo tenía que agradecerle al padre Ferrer era la confianza depositada en mí. Tal vez lo hizo inconscientemente; pero después de marcarme el camino, dejó en mis manos esa responsabilidad de adentrarme por senderos enrevesados y tratar de llegar a alguna parte, así no fuera más que por el gusto de finalizar aquella aventura. Me enseñó a encarar un reto. La vida está llena de retos. Llámense investigación, trabajo, seducción, amor, estudio… Unos grandes, otros ínfimos. Caminos que van conformando la ruta de la existencia. Así pensaba entonces.
Quizá esa desconexión aparente del mundo, también lo asemejaba a Lorenza. ¡Había visto a Lorenza! Ya no podía compartirlo con el padre Ferrer. Posiblemente hubiera soltado uno de sus sarcásticos comentarios acerca de mi admiración por ella. ¿Era posible que estuviera viva? Mejor tranquilizar mis sentimientos. «Ya anotaré en los cuadernos mi inquieto estupor».
¿Habría descendido La Mojana al fondo del mar para cubrir con su manto al padre Ferrer? Murió como se moría en Calamarí.
El abuelo estará recibiéndole. Un abrazo entre viejos camaradas. Unos breves saludos y la inevitable conversación sobre Álvaro. No sé si me gusta que el abuelo y el padre Ferrer hablen sobre mí. Se estarán preguntando cuál será mi decisión… «¿Recogerá las maletas o llegará hasta el final?». Seguir adelante. Me pasó por la cabeza olvidar todo aquello y salir corriendo. Pero no pude. Estaba demasiado inmerso en la vida de Calamarí para abandonarlo. Aún disponía de una semana antes de tomar el avión de regreso.
No me quedé por el padre Ferrer. Hubiera sido una heroica determinación y una bonita excusa. Pero me quedé por mí. ¿Egoísmo? Me quedé porque había visto a Lorenza.
El paso del tiempo le restituyó las fuerzas y, escasamente, el ánimo. La única persona con la que tenía contacto era con la hermana guardiana. Le servía en silencio las comidas y le retiraba el bacín. No estaba dispuesta a quebrantar la estricta orden de la superiora: «Una sola palabra con la rea y ocupará la celda contigua».
Era muy de mañana el día que la guardiana y dos soldados fueron a buscarla y la condujeron al locutorio. El inquisidor esperaba paseando alrededor de la mesa. Lorenza paró en el quicio de la puerta. Miró desafiante a Mañozca. El dominico le respondió la mirada con un saludo austero, doblegante. No invitó a Lorenza a entrar en la sala. Por el contrario, con la mano le indicó que salieran al corredor.
—Esperemos que el fresco del amanecer le avive la memoria —dijo.
Lorenza había recuperado parte de su lozanía. Sólo parte. El encierro le impedía el restablecimiento total.
—Quería conocerla y charlar con usted en privado, antes de interrogarla en los estrados. Puede que lleguemos a algunos acuerdos, y así evitemos sufrimientos posteriores.
—¿Ha venido a medir mis fuerzas o a intentar comprarme?
—Admiro vuestra franqueza.
—Puede llamarla insolencia.
—Como quiera. Si prefiere jugar rudo, así lo haremos.
—Tengo entendido que usted no juega de otra forma.
—Tampoco son tibias sus referencias. —Comenzaron a caminar por el claustro—. Sentadas las posiciones, déjeme hacerle algunas preguntas. ¿Sabe usted que el fiscal Bazán de Albornoz ha iniciado proceso contra su persona?
—Lo suponía.
—¿Y conoce su merced las causas?
—También las supongo.
—Entonces, supondrá igualmente que tiene grandes posibilidades de acabar en la hoguera.
—No me asusta el fuego.
—No trate de impresionarme. He visto ponerse blancos los cabellos de muchas mujeres justo antes de encender la pira. Seré directo: entrégueme el pergamino y le garantizo una pena leve. Y si colabora abiertamente conmigo, le impongo el destierro y la libro de todos sus males.
—Tentadora oferta. —Sonrió burlona Lorenza—. Pero siento mucho defraudarle. No hay ningún pergamino.
—¿Lo ha destruido?
—Nunca existió.
—Hay pruebas que demuestran lo contrario.
—¡Encuéntrelo pues!
El inquisidor reprimió su indignación.
—No dude, señora, que lo haré. Mandaré remover cada piedra de este convento si es necesario.
—Gran favor le hará a las monjas.
—¡A fe que sois insolente! Insolente y estúpida.
—No se sulfure, Eminencia, a su edad no es bueno para la salud.
—Desconoce a quién está provocando. —El inquisidor se marcó el pecho con el dedo índice.
—Poco valora usted a su adversaria. Si tanto dice saber de mí, hizo mal en suponer que iba a atemorizarme con simplezas. —Necesitaba el fin de la charla, pocas fuerzas le quedaban para seguir aparentando.
—Aterrorizada la he visto.
—No por un hombre.
—¡Será Dios quien la juzgue!
—Tengo buenos defensores. Juegue usted sus cartas, que yo jugaré las mías. No voy a confiar en quien mandó matar a mi hija.
Mañozca hizo un esfuerzo para recuperar el paso.
—¿Quién os ha dicho semejante idiotez?
—No puedo daros el gusto de revelar secretos que luego se volverían contra mí.
—Este atrevimiento os costará caro.
—¿Y no me preguntará si yo maté a fray Andrés?
—Vos no fuisteis.
—Tal vez lo asesinó usted mismo para enterrar el secreto. —Lorenza siguió caminando. El inquisidor se detuvo en seco.
—¡Me aseguraré personalmente de que las llamas os abrasen el alma! —Mañozca partió furibundo, con las sienes hinchadas y los puños cerrados.
«Me lo dijeron las estrellas. Pero no sé quién acabó con fray Andrés». Lorenza conocía el fanatismo y el desbocado genio del inquisidor. «¡En buena me he metido!». De regreso a la celda trató de restarle importancia. No pudo. La opresión de los muros acrecentó sus temores.
No tuvo conocimiento del día en que los familiares del Santo Oficio pusieron el convento patas arriba tratando de encontrar el pergamino.
Mensajero: Dícese de lo que anuncia la llegada de algo. Persona que lleva un recado, despacho o noticia a otra. Quien más se acercaba a esta definición del diccionario, según mis conjeturas, era Ramiro Biáfora, el nuevo gerente del hotel. Que se convirtiera en el centro de mis pesquisas no significó el descuido de otros posibles candidatos, como Maurice, el de alimentos (por el hecho de ser francés), Carmen, la superiora de las carmelitas, o el viejo Lorenzo del volcán del Totumo. Cualquier persona que tuviera una mínima relación con la historia de Lorenza me servía como sospechoso.
Traté de montar un buen sistema de vigilancia sobre Biáfora. En cuanto lo divisaba, trataba de seguirlo, de espiarlo. Pero casi siempre se escabullía y terminaba sorprendiéndome escondido detrás de alguna columna, o estupideces por el estilo. «¿Le sucede algo?». A la tercera vez me sentí ridículo. Además, parecía que era él quien me controlaba a mí.
Varios frentes se abrían para trabajar. Uno, la localización del posible mensajero. Otro, encontrar en los archivos del convento la documentación que había descubierto el padre Ferrer. Y por último, descifrar las pistas que el sacerdote me había dejado en el sobre manila: una página arrancada de la guía telefónica y unos cuantos recortes de prensa. «¿A qué se refieren?». Aún no podía saberlo. Me encerré varios días en el Santa Clara a terminar de leer la copia del juicio de Lorenza y las anotaciones del padre Ferrer sustraídas de su despacho. Quizá así, con una visión más global, comenzasen a encajar las piezas.
Trescientos veintisiete, trescientos veintiocho… Una y otra vez contó Lorenza los bloques de piedra que conformaban las paredes. Ya había perdido la cuenta de los días. ¿Cinco, seis, siete meses…? Distinguía el paso de las horas por la intensidad de la luz que entraba por el ventanuco del techo y por la exactitud en el servicio de comidas. Siempre la hermética guardiana. Siempre la misma incertidumbre. Siempre los mismos recuerdos. Recuerdos que iban posándose como la borra del café en el suelo de la celda.
Una vez a la semana, la guardiana le hacía desnudarse y, sin abrir la puerta, desde el pasillo, le arrojaba dos cubetazos de agua por la ojiva. Le prestaba un pedazo de jabón, y mientras iba a por más agua, Lorenza se enjabonaba. Cuando regresaba, la monja le aclaraba el cuerpo y el cabello con otra tanda de cubetazos.
La falta de pretexto para matar el tiempo le produjo inicialmente una exasperación angustiosa, una tensión grotesca. La vida se le había colocado en posición horizontal. Trató de digerir el tedio que, aceptado con resignación, es indecible. Después buscó entretenimiento en cualquier pequeñez: empezó a disfrutar del ruido de las gotas de lluvia sobre las tejas, del sonido del comején en la madera, del musgo creciente en las uniones de la piedra en la pared, de los latidos del corazón, un corazón agobiado, pero vivo.
Era difícil deshacerse de las liendres y los chinches. Prefería aguantar las picaduras a soportar el olor del zotal. Pero cada mes, inevitablemente, la guardiana asperjaba el insecticida desde fuera de la celda. Todo quedaba salpicado del líquido blanco: la cama, la ropa amontonada en el suelo, los muros y la misma Lorenza. A las pocas horas, cientos de insectos yacían en el piso. Entonces regresaba la hermana y le alcanzaba una escoba para que los barriera por debajo de la puerta.
Si se quedaba mirando con fijeza las paredes se cerraban, se estrechaban, se empequeñecían, hasta ahogarla. Pero nunca nadie acudió a sus gritos de auxilio, a calmar su respiración agitada, a rescatarla de los repetidos desmayos.
La muerte de su hija, una losa, había sepultado su vida anterior. Bajo el peso del desastre había quedado aplastado el puerto, la casa de la playa, el tío Luis, los hechizos, los conjuros, su madre, su aya… «¿Qué será de Francisco?».
Le atormentaba vivir constantemente invadida por la idea del momento en que la Inquisición viniera a trasladarla a las cárceles secretas. Tanto, como le martirizaba pensar por qué Catalina de los Ángeles la había traicionado. «Mucho daño han tenido que hacerle». No podía imaginar el motivo de la traición ni el trauma que había producido en la esclava el cumplimiento de los vaticinios del pergamino. Las cosas del diablo eran manejables, estaban dominadas o, al menos, eso parecía. Las de Dios le infundían miedo; pero nada había ocurrido hasta entonces fuera de lo normal. Ni castigos, ni milagros. Lo del pergamino no sabía a quién achacárselo. «Mucho ha tenido que sufrir la negra». A pesar de las amenazas que en su momento le hiciera, Lorenza no podía sentir rencor contra Catalina. Le asustaba, como tuvo que asustarle a la mandinga, el mismísimo manuscrito. El documento había cobrado una importancia inusitada. Una cuestión era el juego de guardarlo, el secreto, la traducción, las promesas, y otra muy distinta la demostración palpable de que el esquivo contenido podía convertirse en realidad. «Lo demás sea para bien, si aún me espera algún futuro».
Una noche intentaba conciliar el sueño cuando escuchó un ruido cerca de la puerta. No era el sonido machacón de los ratones. Se incorporó y vio un papel doblado en el piso. Tuvo que aguardar la llegada del alba para leerlo. No prendían las teas durante la oscuridad: la abadesa tenía miedo de que la rea se inmolara y privase al inquisidor del placer de hacerlo. No durmió. Con las primeras luces leyó las escasas frases sobre el papel: Guiomar de Anaya ha sido apresada. Está en la cárcel común. La nota no tenía firma. Seguramente la enviaba alguien desde el interior del convento. ¿Pero quién? ¿Por qué habían detenido a Guiomar? Desde su desaparición, nada había vuelto a saber de ella.
Mi recuerdo, mi cargamento de llano pasado, se entremezcló con los demás apuntes en el cuaderno de notas. Pudo suceder porque se agolparon las muertes del padre Ferrer y del abuelo; o porque estaba perdiendo el temor a expresar mis sentimientos sin la sensación de traicionar a la familia o traicionarme a mí mismo; o porque empezaba a catalogar de «interesante» mi existencia; o porque se habían sumado mis muertos a los de Lorenza. Así, al releer las páginas emborronadas con aquellas anotaciones tomadas en el Santa Clara, aparecieron, abrazados con líneas dedicadas a Lorenza, evocaciones de una infancia mameluca, normalizada, sobreprotegida: la mía.
El calor de Cartagena es muy diferente al de los veranos en la sierra de Madrid. El cartagenero es un calor húmedo, pegajoso. El de Miraflores seco, picante. Los dos calores están separados en mi memoria por un montón de años. Cuando finalizaba el curso escolar, en junio, mi padre nos subía al chalet. Pasábamos los tres meses del estío a la sombra de los pinos y al refresco del agua de la piscina. Cada día, mi padre acudía a trabajar a Madrid. Nos quedábamos en el chalet mi madre, el abuelo, y entonces, también la abuela, quien me preparaba cada tarde tostadas con mermelada y, como yo era de poco comer, clavaba un palillo con un recorte de papel en el pan, simulando la vela de un barco, y entonces me lo comía, porque una cosa es masticar simple miga, y otra tragarse un navío. Pasaba los veranos devorando transatlánticos.
Sólo en agosto mi padre estaba quince días completos con nosotros. Eran los días de las excursiones a los alrededores, de las comidas en restaurantes, de las visitas a los compañeros del ministerio que tenían casa en las cercanías, del cordero asado en Aranda de Duero, de recorrer nuevos caminos con un ser desconocido, superior, inflexible. Cuando estaba mi padre, intentaba no separarme mucho del abuelo. El abuelo hacía lo imposible por acercarme a su hijo. No es que yo lo rechazara, simplemente no le tenía confianza. En mis juegos infantiles sólo participó su seriedad, su vida estricta.
Emergen del recuerdo mis primeros renglones sobre un folio. Quizá los síntomas incipientes de mi actual vocación. No debería tener yo más de nueve años. Era uno de esos veranos calurosos, solitarios. Acababa de leer un libro sobre un grupo de jóvenes que corrían toda clase de aventuras intrépidas; las aventuras que todos hemos deseado y pocos han conseguido realizar. Aquellas páginas me habían descubierto todo un mundo de evasivas posibilidades… todas ilógicas… todas imposibles. Así recurrí a la fantasía… o a la imaginación… aún no sé si son lo mismo. Traté de armar mi propia historia; una historia muy parecida a la del libro (con nueve años no podía pretender más); pero una historia que, gratamente, me dio alas para adentrarme en los laberintos de mi corta, aunque animada, vida interior. Tenía más emociones y posibilidades guardadas dentro de mí que en realidad. No escribí nada profundo ni trascendental ni considerable. Cuarenta cuartillas de desdibujados personajes. Eso fue lo de menos. Sin embargo, después de una semana ya me creía escritor.
Había oído a mi madre que el chalet vecino lo había ocupado un escritor americano bastante conocido. Tal vez ésa era mi prueba de fuego. Si conseguía que el gringo leyera mi obra y diera su aprobación, el Nobel estaba a mi alcance. Me presenté ante su puerta y timbré. Me abrió Linda, la esposa, una mujer altísima, morena, con marcado acento gringolacho. Pregunté por el señor escritor. Me invitó amablemente a pasar. Cruzamos el jardín y entramos en la casa. Un niño pequeño trababa de escaparse del corral y un perro faldero me olisqueó las zapatillas antes de tumbarse al sol. «Esperrate un moment». La esposa salió por la puerta de la cocina. Volvió enseguida. «Louis te rrecibirrá inmediatly».
Su despacho estaba fuera de la casa. Linda me indicó el camino desde la cocina. Tuve que descender un poco por el sendero que bajaba al río. En mitad de la pendiente, sobre unos peñascos, Louis había construido su refugio. Las paredes estaban cubiertas de libros en inglés, el suelo entapetado con moqueta roja, y había una mesa cuadrada, antigua, en mitad del recinto, con una máquina de escribir. Un gran ventanal asomaba al río. Sentado en la mesa me esperaba el escritor. Louis era un estadounidense descomunal, atlético (la figura menos acorde con el estereotipo de intelectual), cincuentón, pelo canoso, ojos claros. Siempre con la pipa en la boca, apagada o encendida. «Perdón por molestarle». Le conté el motivo de mi visita y exageré sobre mis desmedidos deseos de convertirme en un autor consagrado (de hecho, ya sentía que lo era). Agarró las cuartillas y las leyó de un tirón. «Te felicito. Esto tiene madera». «¡Eso ya lo sabía yo!». «Pero…», y al primer pero comenzó a temblar mi presunción…
—Debes conseguir mayor fuerza en tus personajes. Si esta chica, Marta creo que la llamas, la pintas como un marimacho, ponla repartiendo trompadas a los muchachos. Imaginación te sobra, porque crear una trama como ésta, a tu edad, es buen síntoma. Lee mucho y trabaja los personajes. Vuélvelo a escribir una y otra vez, es el mejor ejercicio. Tráelo cuantas veces quieras, y lo iremos puliendo.
La trama estaba perfecta… claro, la había plagiado. Precisamente mi única innovación, los personajes, cojeaban. «¡Qué dura la carrera del escritor!». Regresé abatido a mi casa. Me senté en la mesa de piedra del porche, adornada con la rosa de los vientos, y reescribí las cuarenta cuartillas. Más de la mitad las ocupó la tal Marta atizando mamporros a cuanto bicho se le ponía por delante. Pero no me atreví a volvérselas a llevar a Louis. En días sucesivos, si me lo encontraba, ponía disculpas para evitar mostrarle mis avances. Sólo al abuelo, después de pensarlo mucho, le enseñé el manuscrito cuando me cansé de corregirlo. «¡Caramba, Alvarito, esto promete!».
Louis se marchó a Estados Unidos al finalizar ese mismo verano. Acabó su novela, El Boxeador creo que era el título. Nunca más he sabido de él. Ni siquiera conozco su apellido; no se lo pregunté. De él aprendí algo tan sencillo, pero tan difícil de aceptar en muchos casos, como saber que todo tiene una etapa de aprendizaje, los oficios no son innatos, así tenga uno disposición para ellos. Resulta más grato saborear el triunfo después de haberlo sufrido que si viene regalado.
Aquel embrión de literato acabó convertido en periodista. Durante la carrera universitaria mi padre se acercó algo más. Tampoco en exceso. Concluidos los estudios se preocupó por conseguirme algún trabajillo. Escribí varios artículos para diferentes revistas que circulaban en el ámbito diplomático. Recuerdo con especial determinación la entrevista a Rafael Estrada, preso colombiano de la cárcel de Carabanchel, en Madrid, acusado por tráfico de drogas. La revista Latinoamérica en España, cuyo director era amigo de mi padre, me había encargado la redacción de un reportaje sobre las mulas capturadas en el aeropuerto de Barajas. Fue un artículo crudo, descarnado; quizá la primera vez que me golpeaba una realidad impropia, aunque de alguna forma me afectaba y me descubría una tierra contraria a lo que siempre había escuchado en el seno de la familia. ¿Habían tratado de engañarme, y aquel país de Jauja era una utopía? Releído actualmente, me parece un retazo de Calamarí…
Rafael entró a la sala de visitas de la cárcel cuando yo no había terminado aún de colocar sobre la mesa mi grabadora, el cuadernillo para los apuntes y el bolígrafo. Se sentó al frente sin articular palabra. Era el único de todos los colombianos que había accedido, a través del capellán del presidio, a concederme la entrevista. Como única condición, mantener el anonimato. Había nacido en Santafé de Bogotá, veinticuatro años atrás. No tenía estudios, como la mayoría de sus amigos. Pero no era un maleante ni persona de mal corazón. Trabajó dos años como descargador de camiones en Corabastos, el mercado central de la ciudad, y el sueldo apenas le alcanzaba para sostener a su padre enfermo y a una hermana que se había empeñado en tomar los hábitos… los malos hábitos de la prostitución y la droga. Tampoco era, ni mucho menos, un santo, ni éste es un cuento de pobres perseguidos, mártires ni caperucitas rojas. Rafael asumió su merecido castigo. «Se jodió la vaina, por bruto».
Le conversé un rato, lo del hielo y esas cosas. Cada cual, antes de prender la grabadora, expuso sus reglas. Veracidad y nada de amarillismo. «Clic». La cinta comenzó a girar:
—Yo salía de mi casa, en el barrio de la Hortúa, a las cuatro de la mañana. Antes de las cinco llegaban los camiones. Casi todos los días me tocaba descargar papa; eran los bultos más pesados… los mejor pagados. Regresaba hacia las nueve o nueve y media, si todo iba bien. Me preparaba un tinto y echaba un motosito hasta la hora del almuerzo. Una mañana volvía por la carrera décima empapado por la lluvia. Dos o tres cuadras antes de mi casa encontré a mi hermana. La Gorda también iba emparamada. «Rafa, vení, el taita está en el hospital», dijo. «¿Cómo sabés?», pregunté. «Me lo acaba de decir la Deyanira. Yo recién llegaba. Pasé la noche fuera. Al taita lo sacaron temprano en ambulancia. Lo llevaron pal San Juan de Dios». La Gorda estaba muy angustiada. La tomé del brazo y nos devolvimos por la misma carrera décima hasta el hospital. En información preguntamos por él. Nos mandaron a urgencias. No nos permitieron verlo. Una enfermera nos dijo que estaba muy grave, con un ataque al corazón, y que lo estaban atendiendo en la unidad de cuidados intensivos. La Gorda se sentó en la puerta y no quiso saber más de nadie. Yo solicité hablar con alguno de los médicos que lo atendía. Salió uno joven. Me informó que aún era pronto para arriesgar pronósticos, habríamos de esperar unas horas, pero seguramente tendrían que operarle para colocarle algo…, una válvula o algo así creo que dijo. El taita no tenía seguro médico. La operación costaba más de dos millones de pesos. ¡Hijoemadre, cuánta plata! Me senté, apenado, en la sala de espera. Había mucha gente, tan desquiciada como yo; pero no reparé en ellos. Bastante tenía con lo mío. No supe qué se había hecho de la Gorda. Ni me di cuenta en qué momento se puso a mi lado aquel tipo con traje fino, azul oscuro y corbata blanca. «Mirá, vé, pelao, tenés problemas y yo podría colaborarte». Tuvo que repetir la frase; yo andaba demasiado ido y no estaba acostumbrado al acento caleño. «¿En qué podría colaborarme?». «Yo puedo conseguir que unos amigos paguen la operación de tu papá». El tipo conocía perfectamente la situación del taita. Me propuso que si hacía un viaje rápido a Madrid, de no más de tres días, y entregaba un mandado en el aeropuerto, ellos se encargarían de pagar todos los gastos de mi padre. No lo pensé dos veces. Desde el principio sabía de qué se trataba, y tuve conciencia plena del riesgo que corría. El caleño no me lo ocultó. Me pareció honesto por su parte ponerme al tanto de la peligrosidad del caso. «Estos tipos son legales», pensé. Me citó al día siguiente en un casononón de la calle noventa y tres con carrera doce, en el barrio del Chicó, uno de los más elegantes de Bogotá. Me esperaba en la puerta y me acompañó hasta un garaje, donde otro tipo con una mascarilla cortaba los dedos de unos guantes de goma, esos de cirujano. Luego metió en ellos la coca y los ató con un nudo. Me fue dando uno por uno, y yo me los tenía que pasar de un solo trago, humedecidos con vaselina. Cada bola medía dos centímetros por lo menos. Me tuve que tragar más de veinte. Casi no puedo con todas. Antes de irnos me tomó una foto con una cámara grande. Se reveló enseguida y la pegó en un pasaporte. El caleño me llevó en un carrazo al aeropuerto de Eldorado. Por el camino me dio las instrucciones: no podía beber ni comer nada ni ir al servicio, aunque tuviera muchas ganas. En el avión debía aguantar los dolores si me daban. Cuando sirvieran la comida, debía ir al baño y botar algo por el inodoro, que pareciera que la había probado, porque las azafatas se dan cuenta si alguno no quiere comer y le sapean al comandante. Al aterrizar, muy sereno, como si nada pasase. Si los tombos me notaban nervioso, me iba pal trullo. Me largó una tarjeta con la dirección de un hotel. «Allí te buscarán unos compañeros». Tenía que cagar las bolas con la coca, limpiarlas y tenerlas listas para cuando llegasen aquellos tipos. Podría regresar en el siguiente vuelo, y una vez comprobada la entrega, operarían a mi padre. El caleño entregó en el mostrador de facturación el billete y el falso pasaporte. «Sin equipaje». Pidió asiento de fumadores, al final del avión. Yo no dije nada, aunque no fumara. Estaba muy asustado. Nos retiramos del mostrador y me dio una bolsa de viaje con algunos chécheres. «Es para disimular. Cuando llegués, podés tirarla». «¿Por qué ha pedido un asiento tan atrás?», pregunté. «Allí tendrás mayor libertad de movimientos. Los baños están cerca, y es más difícil que se fijen en vos. Procura no levantarte mucho. Cuanto menos te movás, mejor. Y sobre todo, nunca te acerques a la cabina del avión ni a la zona de primera clase, no sea que llamés la atención y la embarrés», me advirtió por los corredores del muelle internacional. Me sorprendió que al llegar al control de inmigración no me diera los documentos y se despidiera de mí. Saludó al funcionario del DAS como si le conociera de toda la vida. Selló el pasaporte y lo volvió a coger el caleño. En los demás controles, hasta la sala de espera, también fue saludando a los policías. El vuelo ya estaba embarcando. Pasamos directamente al pasillo que conducía a la puerta del avión. Con el canguis que tenía, no puedo asegurarlo, pero creo que le dio a la azafata dos billetes en lugar de uno. «Que tengan feliz viaje». El caleño me soltó en la mismita puerta del avión. Allí había dos tombos más. Me dio delante de ellos mi billete, el pasaporte y un sobre con dinero. «Para gastos». Se despidió de mí y yo me metí en el aparato. El caleño se quedó hablando con los polis. El vuelo fue de muerte. Me puse de los nervios cuando me tocó esconder parte de la comida en la bolsita del mareo para tirarla por el baño. Yo miraba a las azafatas aterrorizado, como si fueran la mismísima policía. A medida que fueron pasando las horas me fui sintiendo con malestar. La maluquera me producía arcadas y pinchazos en la barriga. Más de una vez se me pasó por la cabeza ir al retrete y soltar las dichosas bolas. Pero lo impidió el recuerdo de mi padre. Procuré no pensar en nada. El avión tardó once horas en aterrizar… una bestialidad. Nos dejó tirados en la pista. Tuvo que llevarnos un bus hasta la aduana. Había una fila para ciudadanos de la Comunidad Europea y otra para los demás. Cada vez me sentía peor. Un sudor frío comenzó a recorrerme el cuerpo. Creo que no estaba nervioso; estaba enfermo. Procuré mantener la compostura. Al pararme frente al policía de la cabina intente sonreírle. De repente, dos polis se me pusieron uno a cada lado, me sujetaron fuerte por los brazos y las axilas, me quitaron la bolsa y me golpearon contra la pared. Cuando tenía la cabeza pegada contra el mármol, apretada por la mano de uno de los tombos, vi al caleño pasar tranquilamente la aduana. Traté de gritar y avisarles que aquel tipo era el que de verdad iba cargado. Pero fue inútil. Me taparon la boca y me advirtieron que si armaba escándalo sería peor. Luego me llevaron donde el médico. Me hizo desnudar y me tomó unas radiografías. Allí estaban todas las bolas, haciendo fila en el intestino. «Has tenido suerte de que ninguna se reventara». El médico resultó buena gente. Me encerraron en un calabozo, en los sótanos del aeropuerto. Bajó un man vestido de paisano a interrogarme. Le dije cuanto sabía. «Te han engatusado, chaval. Se te va a caer el pelo. A ver si escarmentáis de una puta vez». ¿Sabe cómo me dijo que llamaban en el aeropuerto al avión de Avianca? El Cocaín Express. Me habían engañado como a un chino, sí señor. Habían dado el chivatazo a la poli de que yo iba cargado, y mientras montaban todo el dispositivo para capturarme, el caleño, que había viajado en primera, pasó el cargamento grande. Del calabozo me trasladaron a la cárcel. En el juicio me cayó la mínima, ocho años. De todo esto hace ya siete. Sé que mi padre murió a los pocos días. Nadie se ocupó de él. De la Gorda no he vuelto a saber nada. Y aquí estoy yo, más perdido que el hijo de Linver… Pero no me ha ido mal del todo. Superado lo del viejo, oiga si dolió, me puse a estudiar. En la cárcel podemos hacerlo. En un presidio colombiano me hubiera podrido. Me gradué de bachiller y ahora estudio Derecho. Me faltan dos años para terminar. Pero imagínese que dentro de uno tengo que regresar a Colombia, porque termino de cumplir condena. Me quedaría un curso colgando. ¡Pucha, qué mala suerte! Estoy bregando para conseguir que me dejen acabar ese curso, pero creo que no va a poder ser…
Desconozco el paradero actual de Rafael. No sé qué sería de su vida. Después de aquella entrevista no volví a verlo. Le mandé a la cárcel un ejemplar de la revista cuando salió publicado el reportaje. Fue un éxito. Se suscitaron algunas polémicas acerca del problema de las mulas, tanto en Colombia como en España. Luego lo publicaron en un periódico de tirada nacional: lo mandó mi padre. Fue la primera ocasión que lo sentí orgulloso por mi trabajo. No sé si la única.
—Lo que más me fastidia es que ese asunto de la coca tiene jodido a medio mundo —me dijo Rafael Estrada al despedirse.
Mi cargamento de pasado se volcaría, más adelante, sobre mis definidos avatares.
Un hombre embozado aguardaba, refugiado en las sombras, la salida de fray Juan de Mañozca de las cárceles secretas. Había estado observando y sabía perfectamente que cada noche el inquisidor cruzaba la calle de Nuestra Señora de Guadalupe (hoy calle de la Inquisición) para verificar el progreso de sus reos. Entiéndase como «progreso» el resultado de las torturas y demás métodos coercitivos, empleados para reconocimiento de culpas.
Chirrió el gozne de la pesada puerta del presidio. La noche estaba especialmente oscura, lo mismo la calle. El embozado había disminuido la luz del farol de la esquina. Al escuchar los pasos del inquisidor, tras verificar que andaba solo, apretó el cuerpo contra el muro y se cubrió la cara con la capa negra. Permaneció inmóvil hasta que Mañozca estuvo en mitad de la calle, sin posibilidad de avanzar ni de retroceder. Sostenía la espada desenvainada en la mano derecha. Abandonó el escondite y, en dos zancadas, se plantó delante del inquisidor. Al tiempo que se descubría y soltaba la capa, le mandó la punta del acero a la garganta.
—¡Alto ahí, señor inquisidor! No tengáis tanta prisa por guardaros en la madriguera, como las alimañas —le dijo el espadachín sin armar bulla—. Hablad como yo, en voz queda, o no alcanzaréis a dar la alarma antes de que os atraviese el gaznate —advirtió.
—¿Quién sois?
—Alguien a quien buscáis desde hace días. Pero mirad que en este momento, parecéis el cazador cazado.
—Identificaos.
—Soy el sargento mayor Francisco Santander, nunca, si pudiera evitarlo, a vuestro servicio.
—¡Ah, el amante de la bruja que tenemos encerrada en las carmelitas!
—Percibo cierta desilusión en vuestras palabras. ¿Esperabais más de mí?
—No…, por supuesto que no. Hacéis gala a vuestra fama de bergante, impertinente y truchimán.
—Eso es porque sólo habéis escuchado a mis enemigos. Pero tranquilizaos, lo que dicen de vuesa merced los vuestros, es mucho peor.
—Bueno, sargento…, déjese de pamplinas. Supongo que no habrá osado a semejante impostura tan sólo para insultarme.
—No, eso ya lo hago sin necesidad de vuestra presencia. Quería advertiros de algo. —Francisco apretó la espada contra la piel del inquisidor—. A mí podéis perseguirme, acosarme si lo lográis, encarcelarme. Será una partida entre vos y yo. No tengo mucho sitio para esconderme, así que no os resultará difícil conseguirlo. Pero hasta entonces, andaos con mucho cuidado, porque cuando tengáis en esta cárcel a Lorenza de Acereto, si osáis maltratarla, os juro por Dios Nuestro Señor que recibiréis igual castigo. Y si la quemáis en la hoguera, el mismo martirio, o peor, sufriréis vos. Si lográis apresarme, estad seguro que mis buenos amigos cumplirán esta advertencia. Así que no estéis muy seguro cuando me tengáis entre rejas. ¿Queda entendido?
—Tanto como que este atrevimiento os costará caro… muy caro.
—Ya contaba con ello. Ahora, fray Juan, id tranquilo a descansar y meditad sobre lo dicho. Los canes del Señor, váyanse de la mano y no alboroten la tierra, que por Dios si la ira los coge y los embarca, quedarán embarcados. El que avisa no es traidor. Buenas noches. —Apartó la punta de la espada de la garganta del inquisidor y le hizo una venia exagerada con el sombrero.
Mañozca se tocó el buche y sintió los dedos húmedos. La sangre le había manchado el cuello de la esclavina. «¡Maldito truhán!».
—Ah, y tened cuidado la próxima vez, no volváis a cortaros el pescuezo en el desbarbe —dijo el sargento mientras se perdía por la esquina de la Plaza Mayor.
Mañozca trancó la puerta con un portazo escandaloso. Tan escandaloso como la furia que lo corroía. Mandó hacer guardia permanente, día y noche, en la puerta de la cárcel y en la casa de la Inquisición. Ordenó reforzar la iluminación de la calle. Levantó de la cama al fiscal Bazán de Albornoz para que inmediatamente redactara todos los cargos posibles contra el sargento mayor Francisco Santander. «¡Pues si no tiene suficientes, invéntelos!».
Y no fue de otra manera; el fiscal trabajó esa noche y los días siguientes intentando averiguar culpas inexistentes y ensanchando cargos inciertos, hasta tener pruebas, falsas o no, que dieran con los huesos del sargento en una celda de las cárceles secretas, al menos, como había indicado Mañozca, durante un tiempo prudencial para bajarle los humos. «Una vez dentro, Dios dirá».
—¿Qué le pasó en la garganta? —le había preguntado Bazán de Albornoz.
—Un rasguño. Me corté al desbarbarme —respondió el inquisidor.
Porque me vi en ti, estuve suspendido de ternura. Porque me vi en ti, se llenó el agua de caricias; se abrió la palabra mujer por la mitad y nació tu alma. Porque me vi en ti, fui un espejo lleno de ilusiones, reflejando al viento, corriendo distancias, anidando huellas, perfumando locuras, atropellando fantasías, creyendo en la vida. Porque me vi en ti, me enamoré de la esperanza, de los sueños. Tu cuerpo se me escapa entre los dedos, como la arena, mientras el mar me contempla con ojos tristes. Porque me vi en ti…
El manto de la noche igual cobija al amor que a la…
Acabaron siendo frecuentes las bajadas de la guardia al puerto, a disolver los grupos de revoltosos que organizaban manifestaciones en los alrededores para exigir la libertad de Lorenza de Acereto. Las autoridades, civiles y eclesiásticas, comenzaron a preocuparse por las reiteradas muestras de apoyo que, en forma de protesta pública, canciones alusivas, chismes o atentados esporádicos contra las ventanas de los edificios oficiales, comenzaban a generalizarse en Cartagena. «¡Sólo faltaba que el populacho convirtiese a la hereje en mártir!». Pero no era sólo el populacho quien veía en Lorenza un reflejo de lo que tarde o temprano podía ocurrirles a ellos. También la clase alta se afectó al ver a una blanca, esposa de escribano, mujer de roce social, sometida al brazo terrorífico del Santo Oficio. Era tan noble y tan bruja como gran parte de la aristocracia, real o de pacotilla. Los negros y esclavos, porque la sentían como una de ellos, los blancos porque era blanca, los pobres porque fue mísera, los ricos porque ahora era pudiente, las gentes del puerto porque se crió en Calamarí… todos, fuera cual fuera su condición, se vieron amenazados en el proceso de Lorenza. «¡Mañana nos toca a nosotros!». «¿Qué ha hecho esa pobre, sino vivir como aquí se vive?».
Permaneció ajena a las follonías suscitadas en torno a ella. No escuchaba en la celda los gritos del exterior, reprobatorios o de ánimo, ni los caballos de la guardia correteando a las cuadrillas de agitadores que lanzaban piedras, durante el día o durante la noche, contra vidrios, fachada y tejados del convento.
El gobernador y Mañozca se reunieron varias veces para analizar la situación.
—Si crece el alboroto, habremos de tomar medidas drásticas —decía el señor de la Vega.
—O pone usted orden pronto en la ciudad y acalla las protestas de esos mezquinos, o me veré en la obligación de informar a la corte de su ineficacia —amenazaba el inquisidor.
—Tranquilizaos, os aseguro, Eminencia, que en breve mis hombres controlarán las reyertas.
—Si necesita ayuda, no tenga reparo en solicitarla. De su merced depende que no me vea en la obligación de encarcelar o mandar a la hoguera a medio pueblo. Y puede estar seguro de que no me temblará el pulso al hacerlo, si ésa fuera la única solución.
Mientras el exterior borbotaba, Lorenza continuaba apagándose en la monotonía del encierro. La capa de tedio le llegaba a las rodillas. Los vapores del hastío la sumían en brumas de irrealidad. Irrealidad que le costó disipar, la noche en que la cara de Francisco apareció tras los barrotes de la puerta de la celda.
—¿Eres un sueño? ¿O algún fantasma que viene a consolar mi soledad?
—No, Lorenzana. Soy yo, Francisco. Acercaos y comprobad que soy real y verdadero.
Lorenza caminó hasta el portón. Pasó una mano a través de los barrotes y pellizcó las mejillas del soldado. Luego escondió los dedos en su pelo negro, le acarició el bigote, le puso la mano en la nuca, le acercó el rostro y le besó en los labios.
—¿Os agradan los besos de los fantasmas?
—Algunos. —Entrelazaron las manos a través del ventanuco.
—Ya sé que no debo empezar con una disculpa. Pero permitidme deciros cuánta pena siento por no haber podido llegar hasta aquí antes. No es la primera vez que lo intento. Pero he fracasado en anteriores ocasiones. Mucho me costó averiguar el sitio de estos calabozos y burlar la ronda. Hoy la suerte me ha sido propicia.
—¿Sigue el escribano montándote guardia?
—No. Ahora he cambiado de vigilantes.
—¿Quién os persigue?
—El inquisidor Mañozca. ¡Y vive Dios que prefería la enemistad de Andrés del Campo!
—Hace tiempo leí un libro que tenía el ingeniero Bautista Antonelli, en el que el caballero don Quijote decía a su escudero: «Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho».
—Con la Iglesia hemos topado, Lorenzana. Con la parte más oscura y funesta de la Iglesia. Con la demencia de un inquisidor vesánico y desalmado. Mala hora para encontrar semejante adversario… Pero no os preocupéis. Otras torres han caído.
—No entiendo por qué te persigue. Nada has hecho, y nada le debes.
—Me busca por ser parte de vos… por haberlo enfrentado y haberle picado la garganta con la punta de la espada.
—¡Estás loco!
—Es posible. Pero no os abandonaré a sus fanatismos. Antes de que me eche el guante, y será pronto, debo encontrar la manera de atajarlo. Todas las fortalezas tienen pasadizos secretos o grietas en los muros. Algo debe guardar bajo la sotana…
—¡Puedo ayudarte en algo! —Alegro la cara Lorenza, y las mejillas, acostumbradas por mucho tiempo a las formas de la seriedad y la tristeza, se resistieron al cambio y se dolieron de la sonrisa—. Conozco a alguien en la corte que puede investigar e informarnos del pasado de Mañozca.
—Yo puedo hacer llegar un correo rápido a Madrid.
—Si cuentas con amigos allí, que busquen al Delfín Verde. No les costará localizarlo, es famoso personaje en la corte y en El Escorial. Escribe una carta en mi nombre y házsela llegar. Dale señas e indicaciones para que pueda responder.
—Así lo haré. Volveréis a tener noticias mías en cuanto obtenga respuesta.
—No te marches aún… —imploró Lorenza.
—Si me descubren, no podré haceros ningún favor.
—Sólo una pregunta. ¿Me hiciste llegar un papel en el que me anunciabas el apresamiento de Guiomar de Anaya?
—No. No lo hice. Pero si tal nota os llegó, a fe que tenéis algún amigo dentro de estos muros. Eso es buena señal. No conozco ni sé nada de dicha señora.
Lorenza le apretó las manos más fuerte, intentando retener a Francisco un instante… una eternidad.
—Aguantad, Lorenzana. No os dejéis abatir.
—Aún no ha pasado lo peor.
—No sabemos qué depara el futuro. Pero nada puede ser peor que la muerte de vuestra propia hija.
—Si pudiera quebrar el techo y ver las estrellas…
—Siento mucho no poder hacer más por vos.
—No te apures. Posiblemente ya nadie pueda hacer nada por mí.
—No perdáis la esperanza.
—Sueño a menudo que el fuego me consume en la hoguera. Pero yo observo todo desde afuera, como un espectador más. Veo quemarse mi vestido, mi carne, mi pelo… Y la gente se ríe y festeja mi muerte. Las risotadas de Mañozca me despiertan. Luego vuelvo a la realidad, todo huele a quemado, la boca me sabe a humo, la piel se me arruga.
—Callad. No os atormentéis con esos horribles pensamientos. Ya os dije que no permitiré que nada os suceda. Saldremos de ésta… Ahora, debo partir…
Fue otro beso la despedida.
—Adiós, Lorenzana.
—Adiós… —No se atrevió a decir «amor». Y regresó al camastro arrastrando los pies por la densa capa de tedio. Durmió recordando una oración que habitualmente, a la carrerilla, rezaba Guiomar: «Santísimo, Beatísimo y dichosísimo Estandarte donde murió aquel Justo Juez piadoso Santísimo, Merced te pido me hagas vencedor de mis enemigos y me libres de los lazos de la Justicia y de los falsos testimonios. Santísima, con dos te veo, con tres te amo, con el Padre, con el hijo y con el Espíritu Santo. En el huerto Desiderio está San Juan con el Dominus Deus y le dijo el Justo Juez: Señor, a mis enemigos veo venir. Déjalos venir, déjalos venir, déjalos venir, que ligados vienen sus pies y manos y ojos vendados y no me harán daño; ni a mí, ni los que estuvieran a mi lado. Si ojos tienen, no me verán. Si manos tienen, no me tocarán. Si boca tienen, no me hablarán. Y si pies tienen, no me alcanzarán. Es el poder de María tan fuerte y vencedor que salva al que es inocente y castiga al que es traidor; mansos y humildes de corazón lleguen mis amigos a mí, como llegó nuestro Señor al verdadero árbol de la Cruz. Te fías de la siempre fiel Virgen María y de la hostia consagrada. Virgen Santísima líbrame de mis enemigos visibles e invisibles, como libraste a Jesús del vientre de la ballena por el amor de Dios, amén. Jesucristo me acompañe. Y su Madre, de quien nació. La Hostia Consagrada. Y la Cruz en que murió. Laus Deus». Lorenza no entendía por qué la hermana Coronación se ponía histérica cada vez que escuchaba a la novicia recitar la oración, y la reprendía severamente tildándola de sacrílega y hereje. «¡Si toda la gente nombrada es de la que hablan los curas!».
El tiempo acuciaba. Pasaron los días de reclusión en el hotel. Tenía ganas infrenables de regresar a la biblioteca del convento.
Desayuné temprano. Me dirigía a la recepción para entregar la llave… Cuando la vi de nuevo. Como una sombra, como un fantasma, entre las arcadas del patio de los bronces, en el soportal del fondo, con un vestido celeste, ingrávido, la melena rubia, su melena de siempre que le caía sobre los hombros: era Lorenza… Otra vez entre mis dudas. Una Lorenza joven, bella, vaporosa. Demasiado real para ser una aparición. Demasiado exacta para ser una quimera. Puede que mi mente ya fuera, como lo es ahora, bastante creativa o estuviera desbordada, pero no tanto como para materializar una idea. ¿Un espejismo? Traté de seguirla. Cuando llegué a la esquina del claustro había desaparecido. ¿Un sueño? No. Los fantasmas no se bañan. En el suelo estaban las huellas de sus pies mojados.
Pregunté al recepcionista si la había visto. Respondió negativamente con la cabeza. Por si acaso, le pedí que me informara si estaba alojada en el hotel alguna persona de apellido Acereto.
Revisó el listado del ordenador. Otra negativa. «Tranqui hombe, no se entibie por la hembrita». Se la describí como buenamente pude y le recomendé que si distinguía entre la gente una mujer de esas características me lo comunicase. «Descuide mano, que si el bomboncito es como lo pinta, no pasará inadvertido». Le di una propina y salí rumbo al convento, tan elevado, que me llamaron la atención porque iba a cruzar la calle cuando venía un furgón.
«¿En qué instante te has fugado de mis pensamientos?».
Ya en el convento, Carmen quiso expresarme sus condolencias por el accidente del padre Ferrer. «El sábado se fue muy satisfecho. Parece que había encontrado algo». Eso parecía, y me tocaba a mí perseguir su descubrimiento. Me acompañó hasta la biblioteca. Charlamos durante un rato sobre diversas cuestiones. No me pidan especificaciones sobre la conversación, yo andaba en otra parte.
Los legajos estaban en el orden conocido. Separé los sucios de los limpios. La respuesta debía encontrarse en uno de los que ya habían sido inspeccionados. Ninguno tenía marca que lo diferenciase de los otros. Busqué alguna señal, si el padre Ferrer la había dejado; pero no encontré ninguna. No dejó pistas. En varias ocasiones había dicho: «Debemos adelantarnos al mensajero».
Aparté los documentos revisados por mí, me empeñé en el resto. No podía concentrarme.