Derruido sobre el picaporte de la puerta de su casa, Andrés del Campo no distinguía si estaba borracho porque venía de celebrar la inminente clausura de su mujer, o porque tenía la necesidad de ahogar la congoja por no volver a verla. La única que escuchó sus encharcados reclamos fue Potenciana, quien temerosa de atravesar el recibidor si tropezaba con Rufina, corrió con los ojos cerrados a socorrer a su amo. Lo dejó en el primer escalón, pues el cartulario, malhumorado, no permitió que la esclava lo ayudara a subir las escaleras. «¡Santo Dios, este hombre se va a partir la crisma!». Y por poco se la parte. El beodo trastabilló en dos o tres ocasiones, y a punto estuvo de perder el equilibrio y caer por el otro lado de la baranda. «Pareciera que el diablo lo sostiene», pensó la negra y se retiró a sus aposentos, segura, por desgracia para su señora y por suerte para ella, que don Andrés no besaría el suelo.
Lorenza había tardado en conseguir el reposo, inquieta, alentada con la idea de la reclusión al día siguiente en el convento de las Carmelitas. Ya dormía, como los últimos meses, sin la necesidad de esperar al funcionario. Igual le daba si venía ebrio que sobrio, tarde o temprano, solo o acompañado. Rogaba, antes de relajarse, que llegara con los apetitos carnales satisfechos, porque las náuseas producidas por las ansias jeringosas del escribano ya no lograba reducirlas tapándose la cara ni mordiendo las sábanas.
Pero cuando las piernas de Andrés tropezaron con los tobillos de Lorenza, se le alborotaron los enturbiados anhelos de poseerla, quizá por última vez en mucho tiempo. Las rameras del puerto no le habían enfriado suficientemente la libido, es más, ninguna mujer lo hacía como Lorenza. Sin conciencia, provocaba en él calientes deseos, deseos incontrolados y engrandecidos al convertirse en reto, refrescados posteriormente bajo la fusta, el látigo y la dominación y posesión de su cuerpo. Al sentir el embate, ella se plegó sobre el baleo. Intentó con rapidez zafarse de las manos correosas, demasiado grandes, que la asían por cualquier parte. Como siempre, la pataleta fue inútil. Las desmedidas fuerzas, anárquicas, del borracho, la apercollaron contra un baúl y, faltándole el aire, Lorenza se resignó, con mayor repulsa que nunca, a que el escribano la penetrara rebozándose en la infamia, sin honra, tantas veces como pudo, hasta que se durmió encima del arcón… encima de su odio.
Lorenza ya no volvió a dormirse. Pasó el resto de la noche terminando el equipaje…, balbuceando, maldiciendo.
Estuve desvelado parte de la madrugada, cavilando acerca del asunto del señor Biáfora y tomando apuntes destinados a mi futura memoria. El sueño me venció tarde.
Bajé a desayunar pasadas las nueve. Hacía un calor insoportable. Encontré asiento en una mesa al borde de la piscina y pedí para el desayuno algo poco habitual en mí: una tortilla y cerveza. El sofoco no me aconsejaba café.
—¿Limpio, maestro?
Observando unos turistas de aplumados modales, no me enteré que un lustrabotas se había sentado delante de mis mocasines. No me dio tiempo a responderle. Cuando bajé la vista ya echaba mano del instrumental, y antes de darle los buenos días, untaba un trapo sucio con betún marrón.
—No los mire tanto, patrón, luego vienen a invitarle a tomar algo. —Rió con malicia, mientras mis zapatos agradecían los primeros agasajos de su vida—. ¡Menuda vaina con esas locas! Viera usted la que se organizó ayer cuando llegó el barco. ¡Todito un transatlántico repleto de maricas! Esas vainas sólo se le pueden ocurrir a los gringos.
—¿Son estadounidenses?
—Canadienses. ¿Usted vio alguna vez en la televisión eso del Barco del Amor?
—Sí, claro…
—Pues éstos han hecho lo mismo, pero con homosexuales. ¡Yo no me subía en ese barco ni con un tapón en el jopo…! Claro, que a mí me da lo mismo, porque ésos no utilizan zapatos…, llevan sandalias; algunos hasta con tacones. —Hizo un simpático requiebre de muñeca, lo alcanzó a pillar un fornido grandullón de pelo canoso que desfilaba por delante de mi mesa.
Para disimular, recriminé al limpiabotas por su gesto provocativo.
—Sssstupid —dijo ofendido el canadiense. A mí me guiñó un ojo y siguió su camino.
—Yo que usted me andaba con cuidado. No hay nada más cansón que un marica agradecido.
—Veo que no les tiene mucho aprecio.
—Ay amigo, si supiera lo que sucedió en Cartagena por culpa de unos indios a los que les gustaba atacar por la retaguardia…
—Los machanaes.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Un amigo me contó la anécdota.
—¡Nada de anécdota! Eso fue real. ¡Tan real como la vida misma! Seguramente se lo contaron mal.
No me importó volver a escuchar la historia de los machanaes en Calamarí. El negrito, mientras embetunaba, narró la anécdota de los calamarunos (supongo que éste debía ser el gentilicio) con tanta gracia y exactitud como supongo lo haría Sacabuches al padre Ferrer.
El mesero llegó con la tortilla y la jarra de cerveza.
—¿Le apetece una cervecita? —convidé al limpiabotas.
—¡Uy hermano, chévere!
Casi derramo la bebida cuando el negrito levantó la mirada para agradecerme la invitación. Prometo que aún no había probado la cerveza: algo se movió en sus ojos. Creí divisar unas figuritas que retozaban por sus pupilas. «No puede ser. Me está afectando el calor». Metió la cabeza entre los hombros para seguir lustrando. Continuó con el relato de los machanaes. Luego volvió a mirarme aprovechando el cambio de pie, y remarcó una parte de la historia: «Como no había hombres disponibles, los esclavos y los indios aprovecharon la arrechera de las hembras». Esta vez lo vi con mayor nitidez: la diminuta cara, maliciosa, de un indio sonriente asomaba por el párpado inferior del ojo derecho. Desapareció unos instantes. Apareció nuevamente, ahora, por el lacrimal del ojo izquierdo. Me sacó la lengua justo antes de que el negrito volviera a concentrarse en mis mocasines.
—¡Listo, maestro! —Concluyó al tiempo la tarea, el relato y la cerveza: prodigio de sincronismo—. Y créame, por aquí, desde entonces, no miramos con buenos ojos a esa gente.
Al despedirse con el típico «a la orden», otro indígena, diferente al anterior, me dijo adiós con la mano desde el centro de la pupila derecha. El limpiabotas marchó agradeciendo la propina, contoneando las caderas a espaldas de dos canadienses agarrados de la mano.
A la última sonrisa por las burlas del negrito se encadenó una rubia que salía del agua.
—Es la señorita Colombia del año pasado —me explicó el mesero al retirar de la mesa los platos vacíos. No me dio tiempo a reflexionar sobre los indios en los ojos del embolador.
Siempre he preferido las rubias. Me pregunto, en el caso de que Lorenza hubiera sido morena, si habrían cambiado mis inclinaciones hacia ella. No lo sé. Tampoco creía mucho en la carnalidad de aquella escultura que salía de la piscina. Al ver los concursos de belleza en televisión, pienso que una vez terminado el evento desinflan a las candidatas y las guardan en un armario hasta nuevas oportunidades. Estaba claro, la señorita Colombia era de carne y hueso, pero así, en vivo, ya no me parecía de concurso. No era muy diferente a otras mujeres que llaman la atención en las aceras de cualquier lugar. Sin embargo, antes de que la desinflaran, la seguí con la vista.
Se acercaba la hora de encontrarme con el padre Ferrer. La cerveza había espabilado mi espíritu aventurero, normalmente activo en el tiempo dedicado a los libros, y escasamente pródigo cuando se trata de correr aventuras de verdad (digo «de verdad» refiriéndome a las sentidas en carne propia, ya que considero igualmente verídicas las aprehendidas en las letras, con la ventaja de no tener que sufrir las calamidades físicas que en ocasiones padecen algunos protagonistas). Les aseguro, para que no piensen que me contradigo, que el espíritu aventurero no está unido, como dictaría la lógica, al espíritu rebelde, insignia y marca de mi familia. El padre Ferrer me había sumergido en las entrañas de Calamarí, y de no haber sido por el influjo de Lorenza, con el simple descubrimiento de mi antecesor me hubiera contentado, estaría, con seguridad, recorriendo otros contornos de la geografía colombiana. Es decir, me hubiera rebelado contra la aventura, si la aventura, en sí, no hubiera sido la propia Lorenza. Allí seguía, firme al encantamiento de la hechicera.
Salí a la calle conforme de no haber sido diana de los coqueteos de ningún machanae-canadiense. Serenado el pensamiento, me centré en la idea de la visita al convento de las Carmelitas. Decidí explicarle al padre Ferrer, nada más verlo, las coincidencias referidas al nuevo gerente del hotel. ¿Serían los indios reflejos del sol?
Andrés del Campo, extraordinario dormidor de monas, fue incapaz de levantarse a despedir a su esposa. «Mejor». Los criados acomodaron en el techo de la carroza los bártulos de la señora y de su esclava.
Tan sólo a siete cuadras, en la plazuela de los Jagüeyes, se hacían esfuerzos ímprobos para terminar de construir los muros del convento de las Carmelitas y evitar así las posibles fugas de las novicias-por-obligación. La del escribano iba a ser la primera señora de alcurnia refugiada en sus celdas. Hasta entonces, sólo dos vejestorios asilados por sus maridos componían el beaterio.
La hermana Coronación, superiora del convento, salió para recibir a su nueva huésped: doña Lorenza de Acereto. Se apresuró a tomar la bolsa que contenía los dineros adjudicados a su mantenimiento, y luego la acompañó hasta sus aposentos. «Suficientes son estos tejuelos para nuestro tesoro y para limpiar a esta impía de pecados». Si Lorenza conociera los antecedentes de la abadesa no caminaría tan contenta. Decían en Calamarí que antes de ser monja, cuando usaba su nombre de bautismo, Dionisia Chumillas, aprendió de su padre, verdugo del pueblo gallego de Betanzos, el arte de torturar y purificar en la hoguera a brujas y herejes condenados por el Santo Oficio. Y a la postre, no pudiendo heredar el cargo a la muerte del señor Chumillas, decidió vestirse los hábitos del Carmelo para continuar sirviendo a Dios, a ser posible, con la misma eficacia de su progenitor. Optó por el nombre de Coronación por el agradable, y a la par doloroso, recuerdo de su significado.
Aunque el carruaje se detuvo en la puerta del torno, hubiera podido entrar hasta el claustro por los boquetes. Las monjas, preocupadas por las deserciones, habían solicitado al gobernador un servicio de guardia para ayudarlas a mantener tras el cinturón de piedra a las posibles fugitivas. Y allí estaban los pobres soldados, tiesos, aguantando un calor que les derretía hasta las malas intenciones.
—Usted, mi señora, se instalará en la habitación destinada a los invitados de honor —le indicó la hermana Coronación, con halagos falsos como una moneda de cuero.
Subieron a la segunda planta, donde puerta tras puerta, todas iguales, se habían construido exactos los dormitorios de las monjas. Las tres alcobas finales, un poco más amplias, estaban destinadas a los encierros voluntarios, y un último espacio, en el que acomodaron a Lorenza, era la habitación de huéspedes. Aunque no debía, por ley, ocuparla la nueva inquilina, bien justificado quedaba el favor por el peso de la bolsa que la superiora ocultó en la manga. En el nivel inferior estaban los recintos comunales, las bodegas y la cocina.
El aspecto del convento era bastante rudimentario. Los arquitectos, bien fueron de baratos conocimientos, bien de económico presupuesto. Lo cierto es que no se rompieron la mollera para agraciar un poco la sobriedad que, por su carácter, debía tener el edificio. Pero una cosa es la sobriedad y otra distinta la pobreza. Pobreza de conceptos y pobreza de materiales. Pareciera que uno de los primeros chanchulleros, luego dedicado a la política en Colombia, hubiera sido el encargado de administrar la obra. Pero las monjas estaban dichosas. «¡Ya está a punto de concluirse nuestro convento!». La iglesia ya estaba completamente finalizada. Las escasas pretensiones de los diseñadores no la habían dotado de torres. Chaparrita, la campana colgaba de un arco sobre la puerta. El resto de la construcción estaba conformada por un patio grande (eso sí, el claustro era enorme, un potrero) rodeado por dos alas edificadas en dos alturas y dos muros altos que lo cerraban. El pozo de la mitad era falso; no habían alcanzado los fondos para excavarlo. Quedaron media docena de árboles a la deriva, ornamento del pedregal. Las monjas se encargarían de buscarles utilidad, porque estaban tan mal colocados que, por no dar, no daban ni sombra. Ésta podía encontrarse únicamente en los soportales del primer y segundo piso. Algo tenía de bueno: el fresquito dejado por el viento en las alas de piedra coralina, sin empañetar. Sólo habían enlucido los interiores de los dormitorios con cal blanca.
Ningún cuarto, aunque daban todos al exterior, tenía comunicación hacia fuera. Una oquedad en el techo constituía todo el sistema de ventilación. Por las noches, la luz se proveía con teas racionadas. Durante el día, las puertas abiertas dotaban la claridad.
Un dúo de hermanas revoloteaban como moscas, conste que lo parecían, de un lado a otro tendiendo la cama con las sábanas traídas por la señora en sus baúles. Catalina de los Ángeles daba las instrucciones para tensarlas, aunque sabía que su ama no iba a hacer uso de ellas, salvo si las empleaba como alfombra, porque en el suelo no había esteras.
—Tú, negra, dormirás en esa habitación de al lado, para servir a tu señora en lo que fuera menester. —La hermana Coronación empezaba a mostrar el cobre.
Adosada, había una camareta pequeña, ridícula, donde apenas cabía un colchón de paja.
—No se preocupe, niña Lorenza. Hay espacio de sobra para mi hamaca. —Tranquilizó los reclamos de su ama y metió a empujones, con la pierna, sus cachivaches en la ratonera.
Al tiempo de quedar solas analizaron el lugar.
—No me desagrada. Por lo menos, todo es nuevo —dijo Lorenza.
—Pues el patio me parece un cementerio. Nuevo, pero un cementerio… —consideró Catalina.
—No te angusties, todas éstas ya estaban muertas antes de ser enterradas aquí.
—¿Y nosotras, también nos pudriremos entre estas tapias?
—¡Ni lo sueñes! Medios habrá para sedar el encierro. Por ahora, sepamos de su vida y averigüemos la mejor forma de acomodarnos. Después… ya veremos.
Refrescáronse en el aguamanil y caminaron con intención de entender los pesares y virtudes de las catorce monjas, siete novicias y dos beatas, que habían comenzado a pudrirse dentro de los muros.
El único requisito indispensable para ingresar en un convento era demostrar que la ignorancia constituía la mejor cualidad de la aspirante, condición cumplida a cabalidad por la mayor parte. Más que ninguna, la hermana Azadón, encargada de la pequeña huerta esparcida en diminutos cuadriláteros por el patio del claustro: aquí lechugas, allá tomates, a lo lejos maíz, cilantro y papas; ingredientes vitales para un sancocho, siempre que al puchero se le añadiera una de las gallinas que correteaban cacareando con las alas abiertas, aterradas, huyendo de los gallinazos gigantes que las perseguían. Las encargadas de estofar las aves eran, por lo general, la hermana Cucharón y la hermana Semilla. La última, de cuando en cuando, abandonaba sus labores de pinche agrícola para ayudar en la cocina; nunca le floreció un sembrado derecho ni consiguió que sus compañeras digiriesen totalmente un plato en el cual hubiera intervenido su sapiencia culinaria. La novicia Guiomar de Anaya, autora de los apodos, dudó al principio entre el de hermana Calamidad o hermana Semilla. Se inclinó por el mote benévolo, aunque si la hubiera conocido un poco más, sin duda, le habría colocado el otro. Pronto Lorenza intimó con la joven Guiomar, alegre, tímida, no comprendía cómo, a pesar de sus largas entendederas, la habían confinado en el cenobio. Según explicaciones propias, su madre, Luisa de Tiemple, con el fin de expiar graves pecados cometidos contra la fe de la Iglesia (sorprendida, como tantas, en actos de brujería), había sacrificado la vida de su hija menor al servicio de Dios, para que intercediera por ella y pudiese, a cambio de la ofrenda, alcanzar la Gloria el día de su muerte. Pero la hipótesis popular, más acorde con la realidad, achacaba el enclaustramiento de Guiomar al color de su piel, café con leche, por la vergüenza que le causaba a su padre, Segundo de Anaya, el aceptar que la menor de sus herederas fuese tan distinta de los hermanos y, como le chanceaban las amistades, más bien pareciera fruto de orgía de aquelarre. «Mis hijos han de ser criollos; pero claros». No podría saberse si tal aseveración la hacía don Segundo refiriéndose a la blancura de la epidermis o a la transparencia de su origen. En cualquier caso, Guiomar ya no podía hacer nada para rebelarse contra el Destino. Aún llevaba el hábito de las novicias, el pelo a la cintura, moreno y liso. En menos de veinte días se lo cortarían a cepillo, media pulgada de largo, y así lo habría de mantener el resto de su vida, escondido bajo la toca negra.
—Mi mayor ilusión era casarme con un buen mozo, tener hijos, criarlos, vivir por ellos y para ellos. Nunca contemplé la posibilidad de vivir sólo para mí, o para Dios. No creo valer para esto. Me aburro. Me aburro como esa piedra en la solana, inmóvil, a expensas de la brutalidad de sor Azadón; cualquier día la tritura a golpes —dijo a Lorenza señalando una roca en el sembrado de lechugas amarillas.
—¿Qué esperanza albergas?
—Que se rompa.
—¿La piedra?
—No… el azadón. —Y demostraba llevar en la sangre el anhelo de libertad de algún esclavo.
Escondía su tristeza en actos de jocosidad. Jocosidad encubierta, ya que, temerosa del castigo, o simple retraimiento, inventaba disparatadas ocurrencias y las ponía en boca de las novicias menores. La abadesa no averiguó nunca quién motejó a las hermanas. Nadie, ni ella misma en ocasiones, las reclamaba por su verdadero nombre.
La hermana Coronación rondaba los cincuenta años. Las demás monjas estaban entre los veinticinco y los cuarenta. Las novicias entre los doce, la menor, y Guiomar, la más adulta, diecisiete.
Las jornadas no estaban exentas de monotonía. Se respetaban los rezos de las horas canónicas. A la hora prima, antes del amanecer, Lorenza asistía a misa y, oculta tras la celosía, cubierta con un velo negro de encaje, se dedicaba a reconocer caras entre los asistentes: misión difícil por la escasa iluminación. Cada vez que las hermanas del coro dejaban de cantar, se oía, interminable, el comején taladrando las vigas (anodino divertimento). Sentábase atrás, con las novicias, para quienes se había convertido en una hermana mayor, una amiga o una madre. A excepción de Guiomar: ella había tomado a Lorenza como su confidente, su modelo, y por ella iba creciendo un revoltoso cariño.
Terminadas las oraciones de la hora tercia, se dirigían en fila al refectorio. Las hermanas comían en una dependencia aparte, separadas por una tosca división de piedra. Aspirantes, beatas, huésped y esclava compartían un espacio amplio, fresco, alrededor de una mesa de maltrechos tablones sin pulir. «¡Ya se me ha enganchado otra vez la basquiña en el maldito clavo!». Prohibido hablar durante la comida. La hermana San Mateo, bautizada así porque este evangelista era su preferido (como su amor platónico), leía durante el almuerzo bajo el vano que separaba los habitáculos. De vez en cuando se atascaba, tartamudeaba un poco, y entonces las novicias, con el apoyo de Lorenza, orquestaban una rechifla atronadora que solía terminar severamente reprendida por la hermana Barrotes, guardiana del convento.
Lorenza miraba luego salir a las monjas en riguroso orden y percibía que no estaban faltas de amor, como imaginara tiempo atrás, sino que estaban amargadas, triste y rotundamente amargadas. Le pasó por la cabeza en más de una ocasión la idea de volver a purgarlas.
No existían momentos de ocio. Entre padrenuestros, salves y avemarías, todas, menos las beatas sumidas en plegarias, se dedicaban a labores de locería, tejidos, repostería, limpieza o cualquier otro menester que contribuyera al sostenimiento de la comunidad.
El Carmelo era un monumento a las prohibiciones: estaba prohibido hablar la mayor parte del tiempo; estaba prohibido cantar, bailar, reírse, saltar, tocarse, correr, llorar, estar a solas en el locutorio, ir al baño a deshora, jugar, reñir, quitarse la toca fuera del dormitorio, desear y, de momento, hasta morirse. Tampoco se permitía leer ni escribir, salvo la superiora, quien debía llevar los diarios y las cuentas, la hermana lectora y la misma Lorenza, con permiso del padre Almansa. Las demás, de todas formas, eran analfabetas.
Después de la queda, cada cual debía recogerse en su aposento. Nadie podía abandonar sus habitaciones hasta el siguiente amanecer. Pero Lorenza y Catalina nunca acataron la orden. Ni ésa, ni muchas otras. Apagados los ruidos, en la agonía de las teas, ambas salían con cuidado y bajaban al patio. Durante la noche los árboles sí daban sombra, y acogidas a su refugio, charlaban en voz disminuida.
—Las hermanas me preguntan mucho por usted, niña Lorenza. —Catalina de los Ángeles, por defecto, se había convertido en la esclava de toda la congregación—. Me piden que interceda por ellas para solicitarle favores; que mucha es su fama y necesitan de sus recaudos.
—En este encierro poco podría ayudarlas.
—La tornera, sin más, sufre de grandes penas, porque un cura que viene con frecuencia, amparándose en la confesión, la persigue y solicita en amores. ¿No podría decirle una oración para espantarlo? Mire, niña, la hermana tornera siempre nos ha favorecido, y su vigilancia en la puerta serviría nuestros intereses.
—¡Ya veo que no has perdido el tiempo!
—No es por malicia, mi señora, en verdad las hermanas me causan pena. Ni las ampara Dios, porque no habría uno tan perverso que las deseara esta reclusión, ni las ampara el Ángel de Luz, porque la mayoría no conoce sus patrocinios.
—Quisiera poder negarte la razón…
—Díjome la hermana tornera que un dominico, fray Luis de Saavedra, quien no es confesor habitual, aprovecha su fama de adivinador para convencer a las mujeres que lo dejen observar. A ella, fray Luis le toma la mano y le mira las rayas, y le pronostica muchas cosas. Y luego le dice que se destape y quite el velo para ver las señales que tiene en el rostro, y le mira los dientes diciendo que por allí entiende sus condiciones. Y le pide también que se eche en la cama para verle los lunares que tiene en el cuerpo, que ha de ser venturosa, y que estando en la cama siempre quiere remangarla. Como la hermana se niega, le pregunta si al acostarse se toca los pechos o alguna otra cosa. Y en tanto, fray Luis se esconde las manos bajo la sotana y se acaricia, en medio de suspiros, hasta que deja una mancha en el suelo. Y luego la manda ponerse en pie y guardar secreto de todo aquello.
—Dile a la tornera que muela piedra de ara y la mezcle con pelos de gato prieto y hojas de ortiga. Con el recaudo ha de impregnar un paño y guardarlo con disimulo, cuidando de no rozarse la piel. Y a la llegada de fray Luis, se muestre solícita a acariciarle el miembro. Cuando lo haga, mande por delante el paño y se lo envuelva bien anudado. Mientras grite, debe conjurar al señor de la calle. Si a pesar del escarmiento continúa empeñado, dé aviso a la hermana Azadón, que ella, sin necesidad de fórmulas, dará buena cuenta del fraile. Y si los escozores o los coscorrones no le calman, comunique los hechos al padre Bernardino de Almansa.
Disipado el miedo cultivado por la hermana Coronación contra la bruja (habían de sacarle el diablo del cuerpo), las enclaustradas, conscientes que su vida, se apagaba por segundos, fueron acercándose a ella. «Pues no es muy distinta de nosotras». Pero mantuvieron el respeto. Cada monja tenía sus particulares angustias, a través de las cuales, Lorenza, por mediación de Catalina de los Ángeles, las fue arracimando. A todas, menos la abadesa.
—Quien más indaga es la superiora —continuó la esclava—. En todo momento trata de sonsacarme cosas suyas. Hoy mismo me preguntó si usted echaba sal en las comidas, porque dice que las brujas no la prueban. Incluso, delante de mí, ordenó a la hermana Cucharón que salara su estofado para ver si su merced lo escupía. Luego, todito el almuerzo, lo pasó fisgando tras el muro para comprobar si expulsaba la comida, pues afirma que últimamente la ha visto con muchos desmayos y vómitos
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que mi señora come sal como cualquier cristiano. Y sin conformidad por lo que le contesté, siguió con otros muchos interrogantes acerca de su persona y del señor Andrés. Pero no se preocupe, cuanto salió de mis labios no fue sino para confundirla y atormentarla.
—No te fíes, Catalina, esa mujer no tiene buena sangre. Y dile, de paso, que los desmayos y vómitos no me los produce la sal, sino una violación de Andrés del Campo.
—¿Está preñada, niña Lorenza?
—Lo estoy, Catalina. Lo estoy…
Lorenza miró sus estrellas buscando respuestas, buscando a Francisco, con la angustia de ser rechazada por el amante cuando su estado se hiciera público. ¿Qué decían las estrellas? Estaban mudas. Y eso la inquietaba aún más, porque sabía perfectamente cómo callaban cuando querían ocultarle malos designios. Sólo escuchaba leves murmullos de sequía, sonidos de un trigal abatido por una brisa calcinante, las espigas de su propia vida secas por el hastío. ¿Por qué había desaparecido su mar, su selva, el verdor de la manigua, el tacto de la arena de la playa, el bullicio del puerto, la fuente de su albedrío? «Mayor libertad sentí cuando vivía entre los esclavos». Y añoró los turbantes blancos, las sayas de fámula, los pies descalzos.
La rutina cubrió el convento como una losa. Pocas circunstancias sacaban a Lorenza del tedio imperante: los dolores, el malestar, la visita del médico, las temibles confesiones dominicales, los paseos nocturnos o las conversaciones con Guiomar. Los mamotretos de la biblioteca poco contribuían al divertimento. Sólo hablaban de Dios y de Dios y de Dios y de anatemas y de castigos y de un Cielo inalcanzable… «¡Estoy aquí, en este encierro aflictivo del que no me atrevo a salir! ¿Os habéis olvidado todos de mí…? Si es que alguien debiera recordarme».
Aunque inicialmente no sintiera especial alegría por su embarazo, a medida que pasó el tiempo se dio cuenta de que su hijo, aunque fuera producto de la viscosidad del funcionario, se había convertido en el mejor consuelo, motivo de persistencia, compañero en la soledad y desdoblamiento de sí misma. «¡Será una niña!».
La hermana Coronación, siempre que podía, dejaba patente el odio generado contra Lorenza.
—Nada bueno puede salir de sus entrañas. Si esa criatura nace con algún rasgo humano, será únicamente por la intervención de don Andrés. Si por ella fuese, pariría al mismísimo hijo de Satán. ¡Menos mal que nacerá en tierra bendita! —aleccionaba la superiora a sus discípulas.
Como ruin adversaria, nunca la encaró. Guardaba las distancias, aunque Lorenza no tuviera mayor interés en perjudicar a la abadesa; pero tampoco estaba dispuesta a dejarse avasallar. Quizá, el hecho de no agredirse abiertamente, obedecía a un secreto que una guardaba de la otra. Un secreto convertido en el elástico que amortiguó la tensa relación entre la supuesta reina de las brujas y su escogido verdugo.
De vuelta al cuarto, una noche que había permanecido varias horas sentada al pie de una de las acacias del patio, solitaria, cuestionando su devenir, Lorenza escuchó los golpes secos de un cilicio en el dormitorio de la hermana Coronación. Espió a través de una ranura abierta entre las mal cuadradas puertas de doble hoja. La rectora flagelaba su espalda a ritmo acompasado. Su cuerpo sin sustancia, escurrido, mostraba en toda la piel antiguas y recientes marcas impresas por diversos instrumentos de penitencia. La mísera llama de una palmatoria permitió que Lorenza observase su lomo descarnado, sangrante, lacerado tantas veces que había perdido las proporciones. De repente, se detuvo. Bajó el cilicio y lo tomó por los cueros. Se tumbó en la cama, y ante los ojos incrédulos y mareados de Lorenza, introdujo el mango de madera entre las piernas. Se colocó la almohada en la boca para ahogar los gemidos. Lloró y rió en medio de frenéticos movimientos. Terminó. Se levantó después de saborear el éxtasis y volvió a la carga sobre su cuerpo, ahora, azotándose las nalgas por uno y otro costado. No era posible diferenciar si las muecas del rostro las producía el dolor o el placer. No pidió perdón a Dios ni una sola vez, ni rezó. Lorenza no pudo contener una arcada, y el accidental sonido la delató. La hermana abrió la puerta y sorprendió a la bruja con la mano en la boca intentando retener la náusea. Nada se dijeron; pero ambas demostraron la furia con la mirada.
Al día siguiente, al salir de la misa del alba, un montón de golondrinas sobrevolaban el claustro.
—Desde tu llegada, esos pajarracos no han dejado de anidar en el convento. Pareciera que nos vigilan… —dijo la superiora con leve tono acusatorio, suficiente para que Lorenza se diera por aludida.
—Yo que usted me andaba con cuidado, hermana Coronación —dijo Lorenza—. Recuerde, las golondrinas le quitaron a Cristo la corona de espinas.
Bufó y se arqueó como un gato atacado por un perro. Sin embargo, pronto encontraría la oportunidad para desquitarse y nivelar la balanza.
Según transcurrían las semanas, a Lorenza le costaba caminar. La barriga crecía, como crecía la incomodidad, la indisposición y el temor al parto, del que todas opinaban y sobre el que ninguna tenía la más remota idea. «Mi madre dice que es como cagar un ladrillo». «Rezando los salmos, se quitan los dolores». «¿Cómo nace un niño?». «Lo trae la partera». «Yo sólo he visto parir a las esclavas en el cobertizo; pero los blancos no nacemos igual, ¿verdad?». Catalina estaba muy ocupada negociando recaudos con las monjas. Guiomar se preocupó por atender a Lorenza, pendiente de ella en todo momento. Y la embarazada notó que la joven novicia le daba un cariño responsable, desinteresado; un cariño más propio de un marido que de una amiga.
—Me agradan y confortan mucho tus atenciones.
—¿Qué puedo hacer aquí, sino cuidarte?
Una tarde, Lorenza contó a Guiomar el respiro que encontraba en sus paseos a la luz de la luna, y la invitó a compartir el frescor de aquel oasis. «Estate preparada. Golpearé tu puerta al filo de la media noche, cuando me asegure de que todas duermen. No lleves calzado, la guardiana tiene el sueño ligero».
Guiomar ayudó a Lorenza a bajar las escaleras con sigilo. Buscaron asiento sobre las raíces de uno de los árboles. Los camisones, livianos, no les privaban de los halagos del viento.
—Ya no puedo con esta tripa. He engordado mucho… y eso que la hermana Cucharón no es pródiga en las raciones.
—Pronto nacerá tu hijo y hallarás alivio —se acomodaron una junto a la otra.
—Estoy indecisa. No sé si llamarla María o Margarita. Tal vez le ponga los dos nombres: María Margarita.
—¿Y si es varón?
—Es una niña.
—Si tú lo dices, así será. ¿Pero en el nombre no debería intervenir el padre?
—Por desgracia él le dará el apellido, así que yo le pondré el nombre.
—Me comentó la hermana Cancela que te negaste en varias ocasiones a ver a tu esposo en el locutorio.
—Si estoy aquí, es para huir de él. No quiero molestias, al menos durante el tiempo que pueda evitarlo.
—¿Has pensado qué harás cuando nazca tu hija? —preguntó Guiomar poniéndole la mano en el vientre.
—Quisiera saberlo; pero no tengo la menor idea.
—¿Nada anuncian tus agüeros?
—Últimamente callan. O hablan de muchas personas… salvo de mí. —Volvió a escudriñar el firmamento.
—¿Qué ves en las estrellas?
—Depende del lugar que ocupan en un determinado momento. A veces sólo escucho. Cuando me concentro en ellas, oigo voces.
—¿Y qué te dicen?
—Me hablan de amor, de gente conocida, murmuran intimidades, imitan ruidos, me previenen de algo, cantan o ríen si están alegres.
—¿Y si están tristes?
—Callan. No dicen nada para no preocuparme. Y se esconden, cambian a propósito de lugar para distraerme. Si me concentro mucho, las oigo llorar.
Guiomar apoyó la cabeza en el hombro de su amiga y siguió frotándole la barriga. Lorenza pensó en la poca gente, la más cercana, que había compartido con ella el misterio de las estrellas.
—¿Qué te cuentan sobre el amor?
—Tantas cosas… Me han confundido.
Guiomar acercó el oído al vientre de Lorenza.
—¿La sientes?
—Se mueve mucho, y, a su manera, trata de decirme cómo se encuentra. Imagínate, cada vez que nos cruzamos con la superiora da una patadita, como queriéndola alejar. —Se pasó la mano por la barriga y luego acarició la cabeza, ya rapada, de la novicia.
—Hasta el cabello me han robado. ¿Estoy muy fea?
—No, Guiomar, no estás fea. Tienes una cara muy linda y un cuerpo muy bonito.
—Para lo que han de servirme… Pero, sabes, no pienso quedarme prisionera en estos muros toda la vida.
—Haces bien en pensar así. A tu edad y con tu inteligencia sería absurdo renunciar al mundo y dejarse enterrar viva.
Los rayos de la luna se filtraban por las hojas y las ramas de la acacia. Unas nubes se acercaban desde el mar, amenazando tormenta.
—Un día te dije cuánto me colmaba el aburrimiento. Pues sigo aburriéndome. Aburriéndome hasta de mí misma. Aburriéndome de no tener valor para saltar ahora esa tapia y salir corriendo. Aburriéndome de la monotonía de las horas, de la repetición de lo mismo en prácticas interminables. Estoy aburrida de ver siempre la misma expresión de los santos en las pinturas, con cara de nunca haber renegado de su martirio… Hasta me aburre pensar que algún día pueda recuperar mis ilusiones. —El hilo de voz de Guiomar confirmaba un aburrimiento verdadero.
Comenzó a pasar un pie por la pierna de Lorenza. Ella no lo rechazó. Dejó que siguiera subiendo por la rodilla y le alzara un poco el camisón. Lorenza recostó la cabeza contra el tronco del árbol y cerró los párpados para sentir más adentro el roce de su piel. Permanecieron en silencio, escuchando solamente el sonido de las caricias. Guiomar alzó la cara y besó con lentitud, sin gravidez, los labios de Lorenza.
Pasarían dos horas, o tres, o cuatro… y Lorenza reaccionó a unas gotas de lluvia que le mojaron el rostro. Estaba sola. No se levantó inmediatamente. Esperó que el agua borrase de su memoria la imagen de la felicidad acorralada en los ojos de Guiomar. Arreció la tormenta. Le costó incorporarse. Caminó hacia los soportales y, cuando miró al segundo piso para comprobar si había alguien despierto, encontró a la hermana Coronación asomada a la barandilla, protegida por un manto, con los músculos de la cara rígidos de haber estado durante largo tiempo acuñando la misma sonrisa.
Comprendieron que un secreto sostendría al otro.
El domingo siguiente Lorenza acudió aturdida al confesionario, no porque fuera a descubrir sus pecados ni porque alguno de ellos le produjera remordimientos: el motivo de su ofuscación era fray Andrés Sánchez, el sacerdote que, desproporcionado en sus funciones, convertía el sacramento en suplicio y tortura mental para cuantas, sin alternativa, debían arrodillarse ante él. Suplicio y tortura extendido habitualmente a la penitencia, temida por su dureza, así reconociesen las confesadas faltas inocentes. Haber pronunciado una palabra soez equivalía a siete golpes de cilicio. Pronunciar el nombre de Dios en vano, tres días de ayuno, flagelación nocturna y oración permanente. Haber participado en actos de brujería o emplear fórmulas hechiceras (según contaban, porque ninguna en el convento se atrevió jamás a delatarse) exponía a quien cometiera tal locura a penas tan severas que, gente crédula y sumisa como doña Carmen Noble, esposa del comendador Fernández Gramajo, habían terminado con graves laceraciones en torso y espalda, profundas quemaduras en la palma de la mano y serios trastornos en el entendimiento. Muy pocas, por tanto, confesaban culpas excesivas.
Es posible que el estado maternal la hubiera debilitado, o que sus instintos de protección la tuvieran alerta; pero el fraile le causaba temor, rechazo y alteraciones en el estado de ánimo. Alteraciones desde la desidia que comenzaba el sábado en la noche, hasta el nerviosismo que la exasperaba mientras le llegaba el turno de acercarse al confesionario. El penetrante olor a desinfectante, disperso por toda la iglesia para matar los avispones, le producía una basca inaguantable. Ni su embarazo la libró de tener que hincar las rodillas en el áspero pavimento. Sin embargo, fray Andrés no llegó a provocarle tanta animadversión como más tarde le provocaría el inquisidor general. La mayor penitencia impuesta por el desmedido sacerdote, tal vez por instrucción del padre Bernardino Almansa, fue la lectura constante del Catecismo Tredentino, al estilo de anteriores ocasiones en el Colegio de los Jesuitas.
Quien se aterrorizaba, almadiaba y caía en profundas depresiones, era Catalina de los Ángeles. La rigurosidad y el encierro habían socavado la entereza de la esclava. El magnetismo del confesor era tal que le resultaba imposible zafarse de sus pantanosas maquinaciones, de manera que siempre terminaba enredada en pecados propios y ajenos, reales o supuestos. Sólo la cercanía de Lorenza la salvó en varias oportunidades de aplicarse condenas atroces que la hubieran hundido en las marismas del abatimiento.
Guiomar era más fuerte. Se arrodilló en el confesionario justo antes que Lorenza. Después coincidieron en la misma banca, pagando las oraciones de la penitencia. La novicia miró y le dijo: «Sólo Dios sabe por qué he dejado de creer en Dios». Escondió la cara entre las manos y rompió a llorar.
Nunca volvieron a referirse a aquella noche, a aquel beso, como si no hubieran existido.
Me sorprendió gratamente el encuentro con la hermana Carmen. Esperaba frentear una monja cruel, hundida en su miseria, podrida en la clausura. Por el contrario, la actual superiora del convento carmelita me pareció una mujer simpática, moderna, preparada y, me atrevería a insinuar, atractiva. Seguramente estaba muy influido por el relato sobre la hermana Coronación. Y como la misma hermana Carmen, o sólo Carmen —según nos pidió que la llamásemos—, nos dijo: «No debemos juzgar a aquellas pobres ignorantes con el mismo rigor que hoy aplicamos. Acabarían todas ante un tribunal o encerradas en un manicomio, acosadas por los fantasmas creados por sus supersticiones. Los mismos fantasmas que todavía recorren estos pasillos; fantasmas reales para la imaginación popular. De igual forma, todos los conquistadores de hace quinientos años darían con sus huesos en una cárcel, acusados por las organizaciones de derechos humanos. Contentémonos con reconocer que el mundo ha cambiado».
Caminó delante del padre Ferrer y de mí. Yo me retrasé un poco para gratificarme con sus piernas bien contorneadas. «Ya no usamos hábito. Tampoco vivimos en total régimen de clausura, escondidas de la realidad». No es que llevase minifalda, pero la faldita azul hasta encima de la rodilla se me antojó provocativa. Quizá, si la hubiera visto en otra mujer, no tanto; pero en las piernas de una monja… El padre Ferrer también la miró, con mayor disimulo (diría que mayor experiencia). También me pareció coqueta su melenita arreglada, morena, a la altura del cuello.
Nos mostró las instalaciones reformadas. El patio estaba reducido considerablemente por la construcción de dos alas nuevas. Si bien las obras habían concluido a principios de siglo, el estilo y la decoración se mantuvieron, por lo que a simple vista, pareciera que todo el convento datase de la misma época. Las mejoras ofertadas por la modernidad lo habían provisto de comodidades que hacían placentera la vida de las actuales hermanas.
—¿Dónde queda ahora la huerta? —pregunté con ganas de conocer a la heredera de la hermana Azadón.
—¡Ea pues, avemaría, mijo! —contestó Carmen con inevitable acento antioqueño—. ¡Jubilamos las lechugas hace años!
—¿Cómo sostienen ahora el convento?
—Vengan, les muestro.
Nos desviamos del recorrido. Pensé que nos llevaría a un soleado taller de costura, donde novicias y monjas tejerían muñecas de trapo, bordarían albas o coserían sotanas para curas.
«La leche». Perdón. «Cuidado con los cables». Sirvió la advertencia para no tropezar con el cableado que, por detrás de cada mesa, unía la complicada red de ordenadores.
—Como verán, hemos cambiado los tomates por la tecnología. Nos dedicamos al desarrollo de programas informáticos para empresas locales y a la diagramación de páginas web para internet. Incluso tenemos la nuestra propia.
Parece que el padre Ferrer ya conocía montajes similares. Yo no salía del asombro: aire acondicionado, monjas en vaqueros y con melena, www.carmelo.com… Puede que el convento hubiera adquirido un halo de tecno-romanticismo, porque apuesto mi conciencia a que las hermanas que tenía enfrente, tecleando dale que te pego, si no es porque eran hermanas, intocables, producían un no sé qué yo sí sé dónde, digno de investigación. «Como podrá suponer, padre José María, los problemas han cambiado respecto a los de hace quinientos años». Se lo dijo al padre Ferrer, utilizando su nombre de pila, pero mirándome a mí. «Tranquila, hermana, no pienso alborotarle el gallinero».
La sala de cómputo estaba situada en el edificio moderno. Regresamos a la parte vieja, donde inicialmente nos dirigíamos, a la zona de dormitorios, junto a la antigua iglesia.
—El pozo ya tiene agua —apuntó el padre Ferrer al cruzar el patio.
Habíamos solicitado a Carmen, expresamente, que nos mostrara la habitación de huéspedes ilustres, la que en su día ocupara Lorenza. Reconstruida, seguía cumpliendo idénticas funciones.
—No sé quién fue Lorenza de Acereto —explicó ante nuestra petición—. Muchas son las historias, leyendas y mitos generados alrededor del convento. Pero seguramente algo podrán encontrar en los viejos archivos. El convento pasó malas épocas. Ha sufrido dos incendios y buen número de asaltos. En varias ocasiones ha sido presa de curas o monjas codiciosos que han feriado sus pertenencias. Y las guerras y revueltas que asolaron Colombia también hicieron mella en él. Como ustedes saben, el pacificador, Pablo Morillo, tomó todos los archivos, civiles y eclesiásticos, y los mandó a España. Posiblemente es de las pocas cosas que le debemos agradecer, porque aquí se hubieran perdido. Hoy por hoy, la mayoría de los documentos reposan en el Archivo Histórico Nacional de Madrid o en el Archivo de Indias, en Sevilla. Pero hubo algunas excepciones, como el caso de este convento: poco antes de la toma de Cartagena por las tropas fieles al rey español, en 1816, un ala del edificio, la que albergaba la biblioteca, fue cañoneada y se derrumbó. Los archivos estaban guardados en una dependencia bajo la biblioteca, por lo que Morillo no pudo encontrarlos. Tampoco lo harían las personas encargadas de las diversas restauraciones. En 1940, un grupo de jóvenes arquitectos de la Universidad del Norte descubrieron un pequeño pasillo bajo un montón de escombros y trastos viejos. Tuvieron que excavar bastante, pero finalmente encontraron los legajos del archivo. En estos momentos trabajamos un programa para sistematizarlos. Allí quizá encuentren alguna respuesta, aunque no están todavía muy ordenados. Lo único que no puedo permitir es que los documentos abandonen el recinto. En la nueva biblioteca pueden trabajar sin molestias.
La nueva biblioteca podía esperar un momento. Estaba empeñado en respirar el espacio que Ella había respirado: su cuarto. Lógicamente, ya no era el mismo: otros muebles, otro piso, luz eléctrica, aire frío… El escueto habitáculo de Catalina de los Ángeles estaba convertido en cuarto de baño. Toqué las paredes. Fue un movimiento instintivo, porque muy bien sabía que todas esas especulaciones sobre las energías guardadas en las piedras no funcionaban conmigo. Siempre toco los monumentos, los cuadros, los muros, con la esperanza de que alguna vez suceda algo, sienta algo… pero ¡qué va!, nada quiere conmigo la memoria táctil. Admiro a los que poniendo la mano sobre una pirámide afirman: «Yo en otra vida fui egipcio». No percibí la energía de Lorenza; pero estuve satisfecho de reconocer su entorno, ese diminuto pedacito distorsionado de su mundo, de su historia.
A renglón seguido bajamos a la biblioteca, tras recorrer la galería de los equidistantes dormitorios que tanto aburrían a Guiomar de Anaya. Las descuadernadas puertas de doble hoja habían sido sustituidas por unas corredizas de aluminio que no dejaban escapar las frigorías del aire acondicionado.
—Aquí tienen todos los legajos correspondientes a la primera mitad del siglo XVII. —Señaló Carmen una balda con apilados pergaminos atados con cinta roja, embutidos en tapas de cuero negro—. Ya les advertí que no se encuentran en riguroso orden, la búsqueda puede ser dispendiosa. Pero tengan ánimo, y les deseo mucha suerte. Si necesitan algo de mí, ya saben dónde queda el despacho. Trabajen en paz. Y ya mismo les mando traer unos tinticos.
Quedamos solos en la amplia biblioteca. Antes de sentarnos a requisar legajos, estuvimos de acuerdo en echar un vistazo a los libros antiguos que reposaban en los anaqueles. Tomos gruesos, empolvados, la mayoría textos religiosos.
—Al parecer, ustedes, los jesuitas, eran más atrevidos —dije al padre Ferrer.
—¿Qué más querían las monjas de aquel entonces? Todos estos volúmenes, salvo a la decoración, poca utilidad podían ofrecer si, como se afirma, casi ninguna leía.
Revisando los estantes, el sacerdote reclamó mi presencia.
—Mira Álvaro, el Catecismo Tredentino. Por la fecha de publicación y viendo que no hay ningún otro, bien pudiera ser éste el que leyó Lorenza.
Lo tomé en mis manos. Lo toqué, como las paredes del cuarto. No voy a contradecir lo dicho antes, pero una sensación rara me subió por los brazos. No adjudico esta sensación a ningún fenómeno energético, lo único deducible es física emoción. Emoción por palpar las hojas de un libro que Lorenza había tocado con las manos y recorrido con sus ojos de miel. Un libro que muy pocos, tal vez nadie, habían vuelto a estudiar desde que Ella lo devolviera a su anaquel. ¿Emoción?
Recorrimos las páginas una por una, buscando anotaciones, pistas, señales… No encontramos nada. Devolvimos el tomo a su lugar.
Después agarramos cada uno un legajo y nos sentamos en una larga mesa a analizar los manuscritos. Fue complicado acostumbrarse al castellano antiguo. El polvo me hizo estornudar varias veces. A la chica de los tintos le pedimos un trapo para limpiar los pliegos.
Tuve tiempo, entre legajo y legajo, de pensar en las particulares circunstancias a las que me había visto abocado, o predispuesto, en las últimas dos semanas. Independientemente del tema de Lorenza, de Francisco Santander o de la historia de Calamarí, me centré unos minutos en la figura del jesuita. Allí estaba el padre José María Ferrer, con los codos hincados, leyendo centenarios archivos en busca de un supuesto, una sospecha, una intuición. A la hora de la verdad, ¿quién era aquel hombre que me inspiraba tanta confianza, a quien había seguido sin condiciones, con quien me había involucrado en una investigación (aquí no sé si escribir irreal o ilógica, o cuál adjetivo emplear, pues no podría calificar con precisión nuestra aventura), y me causaba entrañables afectos, como si fuéramos conocidos de toda la vida, aunque en realidad sólo hubiéramos compartido los últimos quince días? No tengo respuestas. Me hubiera gustado saber más de su persona, no a través de la vida de Lorenza y de mis antepasados, sino a través de su propia vivencia. Porque mucho fue lo que de él aprendí en corto tiempo. Su encuentro cambió definitivamente mi vida. ¿Sabría el abuelo que esto sucedería?
La tornera, conocida como la hermana Cancela, cumplió la encomienda ordenada por Lorenza a través de Catalina de los Ángeles. El abastecero que proveía las alacenas del convento llevó un recado al cuartel de los alféreces del rey: «La señora de Acereto requiere al sargento mayor Francisco Santander». El soldado no acudió inmediatamente. Pasaron siete u ocho días, inciertos, y Francisco apareció una noche, saltando la tapia, para encontrarse con Lorenza bajo la sombra de la acacia.
—¡Me has dado un susto de muerte!
—Tranquilizaos, y antes de que me hagáis reclamo, disculpad por no haber podido venir antes a vuestro lado. Muchas han sido las causas de tal impedimento.
—Mi madre decía que nunca debe comenzarse una conversación con disculpas.
—No soy docto en el arte protocolario.
—Yo tampoco. Es simple estrategia, para no permitir que te acorralen.
—Empezaré pues de nuevo, si me lo permitís. No quisiera verme acorralado por vos.
—Sea.
—Buenas noches, Lorenza. Acudo raudo a la solicitud de vuestro reclamo.
—¿No estaba en tus deseos visitarme? He tenido que hacerte saber la necesidad de tu presencia.
—¡Moría por veros! Pero, por una parte, vuestro marido me puso vigilancia noche y día; por otra, el provisor Almansa me recriminó severamente, y me hizo saber que si osaba molestaros en vuestro retiro procuraría mi regreso al destacamento de Riohacha. Además no es fácil eludir a la guardia que ronda estos muros.
—Pero hoy estás aquí, burlando guardias y corriendo riesgos.
—Creedme, mucho me ha costado. Y espero que este atrevimiento no sea descubierto, o malas cosas han de acontecerme. No tenemos mucho tiempo. La borrachera de los vigilantes enviados hoy por el escribano no los tendrá dormidos largo rato.
Lorenza no le creyó, porque bien conocía a su amante y sabía que Francisco no era de los que se amedrentaban ante las dificultades, y antes, mucho antes, podía haberla visitado. Pero también comprendía que una mujer embarazada, casada y recluida en un convento, golpeaba los sentimientos de cualquier hombre, por gran amor que hubiera entre ellos.
—Estáis cambiada —dijo el sargento recorriéndola con la mirada de arriba abajo, haciendo un alto en la barriga y en los labios hinchados.
—¿Qué esperabas? ¿Acaso no conocías mi preñez?
—Sí la conocía. Es famosa en toda Cartagena.
—¿Entonces?
—No os miro con sorpresa.
—¿Tal vez con desaliento?
—Un poco. Pero también con envidia y enfado.
—¿Contra qué?
—Contra vuestro marido principalmente. Y contra mí mismo por no estar a vuestro lado cuando me necesitabais.
—Eso no estaba en tus posibilidades.
Francisco calló. Ambos sabían que, así hubiera quedado el destino en manos del soldado, posiblemente las circunstancias no hubieran cambiado. El amor nacido como el fuego, se apagaba como el fuego. Cada vez había más humo y menos llama. Después del balde de agua (el embarazo) sobre la hoguera, chorreaban sobre los leños gotas de resignación y distancia.
Tuvieron tiempo de charlar algo más, hasta que una puerta chirrió en el edificio.
—Debo irme. Pero no voy a desampararos. Volveré en cuanto me sea posible. ¿Necesitáis algo?
Lorenza sonrió y se encogió de hombros para evitar una respuesta obvia y descarnada. Francisco le dio un beso en la mejilla, la abrazó (con ternura) y saltó el muro tras comprobar la ausencia de guardias en la angosta calleja.
Carmen nos invitó a comer. El refectorio también había sido remozado y convertido en un aséptico autoservicio. No existían ya las divisiones, y monjas y novicias comían revueltas. Al menos un centenar de religiosas ocupaban las mesas.
—¿No hay huéspedes? —pregunté.
—Por supuesto —respondió la superiora. Dejó el muslo de pollo en el plato para señalar—. Tenemos un grupo de cincuenta visitantes de otros conventos carmelitas de Latinoamérica; estarán aquí durante un mes. Habitualmente somos cuarenta y cinco hermanas.
Todavía se respetaban los cargos: la hermana guardiana, la hermana portera, las cocineras y la responsable informática (la hermana Chip, podía haberla bautizado Guiomar). En el rincón, una mesa cuadrada, donde departían siete monjas ancianas. «Ellas ya están descansando», explicó Carmen. Vestían todas igual. «Fue muy complicado convencerlas para que se quitaran el hábito. Vestimos a las siete de la misma manera para no hacerlas sentir mal». Nos miraban y cuchicheaban, asombradas de ver hombres comiéndose sus avituallamientos.
El único civil era yo. «Ayúdame, Señor. Ayúdame a que no se me atragante el pollo, porque cada vez que levanto la vista me encuentro con los ojos de cien monjas interrogándome». No sé si todas me miraban, pero así me parecía.
Después de comer regresamos a la biblioteca. Tragamos polvo y tinto toda la santa tarde. A las nueve de la noche no habíamos encontrado nada de interés. Carmen, cortésmente, nos anunció la hora de queda y nos retiramos agradecidos.
—¿Podríamos volver mañana? —preguntó el padre Ferrer.
—Mañana… sólo desde las siete hasta el medio día —contestó la superiora.
El 21 de septiembre de 1610, la flota de galeones entró, como en tantas otras ocasiones, por la boca chica de la Bahía de las Ánimas. Uno a uno fueron descargados los buques mercantes, mientras desembarcaban los pasajeros en el Muelle de la Aduana. Un barco, de los treinta y dos que componían la escuadra, esperó paciente a que los demás fueran desocupados. En su mástil ondeaba, junto a la bandera española, un pendón negro con una cruz verde oscura. La fiesta estaba prendida en el puerto de Calamarí. El último navío avanzó hasta el atracadero. Ningún soldado, ninguna autoridad, ningún funcionario de aduanas se acercó al borde de la pasarela. Sólo el obispo Juan de Ladrada, acompañado de fray Andrés Sánchez y fray José de San Pedro, superiores de la orden dominica, esperaban a la salida del muelle. Pocos conocían la llegada de aquel galeón. Los estibadores bajaron los primeros arcones, de iguales colores que el pendón, precedidos de una gran cruz negra mantenida en alto por un joven con vestiduras talares. Luego descendieron dos frailes, con los hábitos blancos y negros de la orden de Santo Domingo. Eran los dos inquisidores generales, fray Juan de Mañozca y fray Mateo Salcedo. Detrás bajó el fiscal, don Francisco Bazán de Albornoz; el secretario, Luis Blanco de Salcedo, y el resto de la siniestra comitiva que, silenciosa, ascendió por el camino de tierra hacia las puertas de la ciudad. En los baúles venían guardados los sambenitos, las corozas, los útiles de tortura, los manuales inquisitoriales, la intriga, la represión, los intereses, el terror.
El día estaba nublado, bochornoso. Transcurrían las primeras horas de la tarde. El saludo entre los inquisidores y las autoridades eclesiásticas se limitó a una venia con la cabeza. La noticia de la llegada de la Inquisición se extendió como la peste. Al poco rato se habían callado las chirimías, habían cesado los bailes, y las gentes, las buenas o malas gentes de Calamarí, corrieron a sus casas a divisar la funesta procesión desde detrás de las cortinas. «Han llegado los canes del Señor». Hasta La Mojana, desde la manigua, observaba vacilante el espectáculo.
El silencio era sepulcral. De vez en cuando se escuchaba al viento chocar contra las velas que no habían terminado de arriarse. Un polvillo volaba desde la arena del camino. Un olor a miedo se extendía por el puerto.
La cédula que establecía el Tribunal de Cartagena de Indias, con jurisdicción en toda la Nueva Granada, además de Tierrafirme, Isla Española y todas las islas de Barlovento (el tercero en América, después de los de Lima y México, que llevaban cuarenta años de actividad), la firmó Felipe III el 21 de febrero de 1610 en el palacio de El Pardo, con el fin de velar por la preservación de la fe en toda su pureza e integridad original, conjurar la incredulidad, reformar y mejorar la vida eclesiástica, evitar la entrada y la expansión de herejías procedentes de Europa y erradicar las que ya se habían instalado en el Nuevo Mundo.
La casa del costado noroccidental de la Plaza Mayor había sido acondicionada días atrás. También la cárcel municipal, al otro lado de la calle, había cedido su interior a las celdas secretas del Santo Oficio. Allí funcionaría la Inquisición hasta 1770, año en que se concluiría el palacio definitivo, cuando la institución ya había perdido parte de su poder y estaba convertida en un gran aparato burocrático.
Mañozca era un tipo de malas pulgas, retorcido, cuya efectividad, en España, nadie ponía en duda. Había mandado a la hoguera más herejes, brujas e infieles, que ningún otro inquisidor. Viejo, desconfiado y fanático, tenía dominados por el terror, no sólo a los presos, sino también a sus propios compañeros y subordinados. Aún se preguntaban muchos por qué había renunciado a la posibilidad de ser nombrado Inquisidor General del Santo Oficio en Toledo, y había embarcado hacia América con su hermana mayor, Clara Mañozca, pegada a los faldones. Pegada o debajo de ellos, protegida, como había estado durante los últimos veinte años. Doña Clara acababa de cumplir los setenta, le sacaba tres a su único hermano, y se afirmaba en la corte que sus influencias en el inquisidor habían determinado el ígneo futuro de muchos reos. Hombre de contextura cuadrada, recortada, fortachona, de rasgos marcados a cincel, rudos, ojos hundidos, pequeños, astutos, pelo canoso en las sienes, boca apretada (casi siempre cerrada), manos grandes y ademanes bruscos, había estudiado teatro antes de ingresar en el seminario de su ciudad natal: Huesca. Empleaba en los juicios trucos aprendidos en su corta carrera de cómico. Le gustaba jugar con la luz; a menudo cerraba las ventanas, dejaba la sala a oscuras y colocaba una vela debajo del rostro. Pocos aguantaban los crueles interrogatorios, de pie, en mitad de la nada, durante más de ocho horas, mirando fijamente el fantasmal rostro del inquisidor.
El otro, Salcedo, no contaba con la experiencia ni las artimañas de Mañozca. Cincuentón de mal temperamento (aunque más suave y menos colérico que su homólogo), como no tenía amigos en las capas altas, aceptó el desmeritado cargo de Cartagena, seguro de que en su tierra valenciana siempre sería un segundón. Aquí no dejaría de serlo, porque Mañozca se lo tragaba vivo en todas las discusiones. Tenía una buena cualidad que lo diferenciaba: la reflexión. Frente a los juicios explosivos, irracionados, persecutorios, de Mañozca, Salcedo solía interponer razones, dudas o defensas… que siempre dieron al traste. Fray Mateo era un poco más alto y más delgado que el reconcentrado fray Juan. Siempre, hasta en la procesión que ahora les conducía a la casa inquisitorial, Mañozca marchó delante.
El primer Edicto de Fe se leyó en la catedral dos meses después. Los edictos eran impresos en España y distribuidos en todas las iglesias de los dominios de la Corona. Debían asistir a su lectura las autoridades, el clero y toda la población, quienes recibían indulgencia por acudir o excomunión por faltar. El lleno estaba garantizado. Los capítulos, leídos por fray Juan de Mañozca, contenían las normas generales y explicaban los diferentes tipos de herejías que los cristianos estaban en la obligación de denunciar ante el Santo Tribunal: el primer capítulo se refería a los judaizantes; el segundo a la secta de Mahoma; el tercero a la secta de los luteranos; el cuarto a la secta de los alumbrados; el quinto, el favorito, a las diversas herejías; el sexto, a la solicitación; y el séptimo, a los libros prohibidos y las lecturas. El inquisidor estimuló las delaciones, recordó el deber con el culto, atemorizó a los cartageneros e, involuntariamente, dio a conocer prácticas heréticas desconocidas por el pueblo hasta el momento. Desde el anuncio de la pena que sufrirían los descendientes de quienes comparecieran en un auto de fe: no llevar joyas, ricas vestiduras, ni ostentar cargos preferenciales, los vecinos se miraban unos a otros buscándose los ornamentos y, todos aquéllos que los poseían y no tenían impedimento para llevarlos, los mostraron con ostentación y orgullo.
Tan pronto como las amenazas del edicto surtieron efecto, los nombres de Juan Lorenzo, Potenciana Bioho, Paula de Eguiluz, Lucía Tasajo, Elena de Vitoria y Lorenza de Acereto, entre otros, salieron a la palestra.
Mientras ella permanecía refugiada en los muros del convento, el fiscal don Francisco Bazán de Albornoz, tras el apresamiento de los negros Juan Lorenzo y Potenciana Bioho, recogía información contra la primera blanca, «doña Lorençana de Acereto, mujer de Andrés del Campo, por haver cometido delictos contra nuestra Sancta Fee Catholica».
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea el Tu nombre, hágase Tu voluntad, así en la tierra como en el cielo. En la tierra, incluyendo este puerto demoníaco donde se ha vertido toda la mala fortuna que puede recaer sobre los hombres. Danos hoy el pan nuestro de cada día, pero pan con sal, como el del cristiano de ley. Salva las iglesias que te han consagrado, vuestras casas santificadas, mancilladas hoy por los cofrades del Maligno. Y salva a este pueblo invadido por la falacia, la ignorancia y la idolatría. Detrás de cada beata que se arrodilla ante Ti en la catedral, hay una pitonisa; cada dama esconde una fementida; cada sierva obsecuente a una calchona impúdica. No dejes que la noche y la mujer termine con lo poco que aún queda de este breñal. Y perdónanos nuestras deudas, a nosotros, gente de bien. Pero no perdones a los propagadores de la magia negra, ni a los esclavos cuyos ritos violan las premisas de respeto, ni a los naturales comprometidos con el demonio. Maldice al blanco corrupto, que en satánico concubinato está acabando con estas tierras, de las que tomó posesión en Tu nombre y en el de Su Majestad el Rey. En especial, Señor, pon Tu mano justiciera sobre el hombre que saquea vuestra doctrina. Acaba con el prelado espúreo, traficante de indulgencias, mercader de Tu Gracia. No permitas que su injerencia se proyecte. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, haz que ellos nos dejen en Vuestra paz. Aunque no sé si debamos perdonar a todos aquellos que han pactado con Belcebú, porque el fuego los llevará a tu Reino, y sólo Tú, Señor, tendrás poder para acogerlos o arrojarlos a las llamas eternas del infierno. Tus siervos humildes, como yo, seguiremos cumpliendo Tu mandato de separar el trigo malo del bueno, y por colosal que resulte el montón de trigo dañado, Tu antorcha que siempre nos ilumina, servirá también para prenderlo. No nos dejes caer en la tentación. En la tentación que impera en Calamarí. En la que extienden las brujas en los prados nocturnos. En la que emana de los sacrificios de las misas negras, donde mueren recién nacidos, a los que Lucifer arrebata el alma; son tus almas, Señor, las almas que deberían engrosar las filas de los justos. Llévate la prostitución, la camorra, la sodomía, la mentira, la herejía, el engaño. Recuerda que este moridero también es parte de Tu Reino. Dame fuerza para sancionarlos, para que mi mano severa no tiemble cuando deba hacer justicia. No puedo flaquear, ni ser inferior a las circunstancias. Tengo que ser implacable con los falsarios, con los deformadores de Tu Palabra, con los ladrones de Tus almas. ¡Que no tiemble, Señor! Que mi actitud no disuene ante Tus órdenes. Dame la espada de fuego del Ángel que guarda la entrada del Paraíso, porque la fusta con que expulsaste a los mercaderes del templo aquí no es suficiente. No me dejes caer en la estupidez de la clemencia. Consuélame cuando flagele mis faltas con el cilicio y sujeta mi brazo si se niega a darme castigo. Mas líbranos del mal, del mal vivir, del mal morir, del mal pensar, del mal luchar, del mal amar, del mal, del mal… Protégenos, Señor. Y recuerda a mi hermana, uncida a la sotana de este prelado que sólo aspira a serviros, indefensa en el mundo, sola, si no estoy a su lado. Ampárala para que no vuelva a caer en la tentación. Recuérdala, Señor. Amén.
Catalina de los Ángeles cepillaba la melena de su ama después de haberla lavado con agua de zábila y camomila. «Ha perdido mucho pelo con el embarazo; pero verá, niña, qué pronto se le vuelve a poner bonito». Lorenza estaba inmóvil, rígida, y la esclava percibió un ligero temblor en sus mejillas.
—¿Le pasa algo, niña Lorenza?
No respondió. Catalina la conocía bien. «Ese temblor es de miedo. Ella nunca tiene miedo ¿Qué sucede? Le asustará el parto. Normal. Después de todas las barbaridades que le han dicho a la pobre…». Las noches, alumbradas por las antorchas titilantes, confortadoras, obligaban a intimar.
—Sí, Catalina. Tengo miedo.
—¿De qué, niña?
—De lo que dice un papel.
—¿Un papel? ¿Le atemoriza un papel?
—Un pergamino. Un viejo manuscrito que guardo desde pequeña.
La negra la miró desconcertada.
—Si te cuento, Catalina, júrame por las tres cruces que no le dirás a nadie lo que escuches de mis labios. Si lo hicieras, todas mis maldiciones caerán sobre ti.
—¡Ay niña! No me diga esas cosas tan horribles, bien sabe su merced lo que la quiero y la guardo. Seré una tumba.
—Estarás dentro de una si abres la boca.
—Cuente, niña, yo secretaré su desahogo.
Lorenza dudó un poco más, pero la angustia le roía la garganta.
—En la playa, hace mucho tiempo, poco antes de morir mi madre, un amigo francés me dio un pergamino escrito en lengua latina. Me advirtió que debía protegerlo con mi propia vida si fuera necesario, porque de él dependía mi existencia y la de mis descendientes. He logrado, con mucho esfuerzo, traducir algunas partes. Ni siquiera estoy segura de haber conjugado correctamente las palabras que conozco, porque las frases no quieren tener sentido. Hay, incluso, unas líneas en lenguas extrañas. Pero un párrafo me turba sobremanera, me atemoriza y me saca de quicio: habla de un hijo mío nacido en un altar que vengará al rey de España, y habla de una dinastía francesa en el trono y de un cometa y de sangre y de cantidad de cosas ajenas a mi entendimiento.
—¿Dónde está ese pergamino, niña? ¿No será mejor deshacerse de él y olvidarlo?
—Ya lo escondí. Quedará a disposición del devenir y del futuro. Lo he protegido hasta el límite de mis posibilidades. Pero las estrellas me hablan de malos momentos, de crueldad, de opresión, de turbación y de espanto. Tengo miedo… Catalina, tengo miedo.
Y con el temblor en la mejilla terminó su confesión y empezó el infortunio que pronosticaban las estrellas.
El galeno, en la última visita, le había anunciado la pronta llegada del bebé. Lorenza estaba intranquila por el alumbramiento. La partera ya había sido alertada. Las hermanas habían dispuesto toallas y baldes, siempre a mano, para que no las sorprendiera el parto. Catalina, con el ajetreo, olvidó temporalmente el asunto del pergamino.
El 24 de diciembre de 1610, Lorenza, quizá por el tedio, quizá por ver a Francisco, quizá por el cansancio de haber estado contando los ladrillos de las paredes del convento durante nueve meses, solicitó permiso al padre Almansa para asistir a las doce de la noche a la Misa del Gallo en la catedral. Puesto que no se esperaba el nacimiento de su hijo hasta una semana después, le fue concedido; pero debería permanecer arriba, junto a las clarisas que aquella Navidad tenían el honor de conformar el coro. Catalina no pudo acompañarla; se había comprometido con la superiora en la preparación de la Nochebuena. «A su regreso, niña Lorenza, le tendré lista una cena bien sabrosa». A las once y media le esperaba el landó que el provisor, gentilmente, había puesto a su disposición para trasladarla hasta la catedral. Los vaivenes del carruaje le causaron serias molestias. El trayecto, corto, le pareció eterno. Al fin, los caballos se detuvieron en una puerta lateral, oscura, del templo. Con dificultad ascendió por la escalera que conducía al segundo piso. Las clarisas organizaban sus filas en los escalones junto al órgano. El organista, ciego, parecía listo para hacer sonar los primeros acordes. El humo de los incensarios, columpiados por los monaguillos en la iglesia, subía desde la nave central y lo inundaba todo. Las teas amenazaban con apagarse, ahogadas, buscando oxígeno. Casi todo Calamarí asistió a la eucaristía. Poco tuvo que esperar Lorenza para sentirse mal. Unas picadas horribles la hicieron doblarse sobre el vientre. «Disculpad, hermana. Debo bajar un momento a tomar aire». Descendió como pudo los borrosos escalones. Ya en la calle, conmocionada por los dolores, se recostó contra la pared y respiró profundamente. «¡Ahj! Otra vez las dichosas punzadas». Sintió un río humedecerle las piernas. Alzó el vestido y comprobó hilos de agua surcándole los tobillos. Buscó el suelo y se desvaneció. Así estuvo, como en sueños, hasta que un fortísimo dolor le descerrajó las caderas y la devolvió a la realidad: una realidad difusa, neblinosa, caliente. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? «Está naciendo… Ayúdenme, por favor. Está naciendo». Trompicó, gateó, se hizo un ovillo en cada contracción y se arrastró hasta el atrio. Subió las escaleras. Un peldaño, dos, tres, dos, tres, cuatro. «Me muero». Cinco. «Ayúdenme». Seis, cinco, seis… Faltaba poco para que finalizara la eucaristía. Debían haber pasado una o dos horas, o tres, quién sabe, desde que perdiera el conocimiento la primera vez. La angustia levantó sus caderas abiertas, descoyuntadas, dolidas. Con la voluntad descosida entró en la catedral. Quienes la vieron avanzar, sostenida en la pared, no arriesgaron a acercarse. «¡Estará convirtiéndose en algún animal!». Se dejó las uñas en la piedra viva. El padre Almansa, concelebrante de la misa, la vio cuando ya se derrumbaba frente a la escalinata del altar mayor (la misma escalinata por la que el día de la boda rodaron los abalorios). Se levantó y corrió a socorrerla.
—¡Un médico! Si entre vosotros hay un médico, por favor auxilie a esta mujer.
El cirujano Rodrigo de Gama, del hospital de San Lázaro, fue la única persona que se atrevió a tocarla.
—Está dando a luz, Señoría.
—Saquémosla de aquí y llevémosla a un lugar privado y más cómodo.
—Temo, Señoría, que no hay tiempo. La criatura ya tiene la cabeza fuera.
El padre Almansa avisó al obispo, pasó por encima algunos renglones del misal y dio la bendición urgente. Luego recomendó que abandonasen, en la paz de Dios, la iglesia. Pero nadie se movió del sitio. La Misa del Gallo iba a terminar con memorable evento: una bruja pariendo, a saber qué endriago, en el catafalco de la catedral delante de todo el pueblo, el día de la Natividad del Señor. «Líbranos de todo mal, santo Dios, y perdona nuestros pecados…». Desde la bancada, doña Bárbola de Esquivel y su marido, el gobernador, observaban estatuarios el desarrollo de los acontecimientos. A la derecha del altar, bajo palio negro, acechaban los miembros del Santo Oficio, vigilantes como búhos.
—¿Quién es ésa? —preguntó el inquisidor Mañozca.
—Lorenza de Acereto, la recluida en las Carmelitas Descalzas.
Ayudó al médico la esclava Rufina Biáfora: con apuros, un cuchillo y un mantel, lograron detener la hemorragia y cortar el cordón umbilical. «Es una niña». Lorenza perdió el conocimiento. La esclava, ni corta ni perezosa, a pesar de los reniegos del clero, lavó a la recién nacida en la pila bautismal. «El agua es agua, esté o no bendita, que igual limpia la una que la otra». Los berridos de la niña rompieron el silencio expectante.
Madre e hija fueron trasladadas en el carruaje del provisor hasta el convento. Rufina volvió a casa para atender a su amo, pues había celebrado anticipadamente la fiesta navideña y no pudo acudir al acto religioso. Las mujeres encargadas del aseo de la catedral rápidamente limpiaron los restos del parto. Los vecinos permanecieron hasta altas horas de la madrugada reunidos en la Plaza Mayor, recreando y distorsionando el suceso.
Lorenza no despertó en varios días.
Cuando Catalina de los Ángeles conoció los hechos quedó como un palo. Ninguna hermana lograba sacarla del ensimismamiento. No contribuyó a la recuperación de su ama, no comió en tres días, no durmió en tres noches, no respiró hasta el siguiente domingo, tres días después del parto, cuando tuvo que arrodillarse frente a los ojos incandescentes de fray Andrés Sánchez. La hermana superiora ya había advertido al confesor. A Catalina, hincada ante el confesionario, le impedía hablar el físico terror: le florecía por los poros de la piel como culebrillas. De repente, fray Pedro se puso en pie, levantó a la esclava y la retiró unos metros del confesionario. Se mantuvo en silencio frente a ella. La negra le seguía con la mirada, sudando, balanceándose sobre las plantas de los pies. Sin más, soltó la mano derecha y descargó un bofetón a Catalina que casi la sienta. La esclava se llevó la mano a la cara y notó el temblor que le agitaba las mandíbulas. En su mirada de rechazo se columpió el odio.
—La hija de Lorenza matará al rey de España y ocupará el trono una dinastía francesa… y seguro acaba con todos ustedes —gritó Catalina con el hocico arrugado, babeando de rabia.
—¿Cómo osáis decir tales atrocidades? —se encorajinó el confesor.
—Está escrito en el pergamino de Lorenza, el que le dio el francés… Como está escrito que su hija nacería en un altar…
Las hermanas no pestañeaban. El fraile la mandó callar rotundamente y llamó a su coadjutor. Le habló en voz baja y éste salió corriendo, alzándose un poco los faldones del hábito. Catalina volvió a sumergirse en sus movimientos regulares. Las monjas no podían despegarse de las baldosas de la iglesia. El dominico se mantuvo firme junto a la esclava.
Poco después llegó alboroto desde el claustro y gritos de la hermana Cancela intentando prohibir el paso a alguien. Acallados los reclamos, apareció en la iglesia un pelotón de seis soldados ataviados con uniformes negros.
—Quedáis arrestada en nombre de la Santa Inquisición —anunció fray Andrés.
Los soldados custodiaron a Catalina de los Ángeles hasta las cárceles secretas del Santo Oficio.
Vueltas y más vueltas en la cabeza, queriendo arrancar el corazón de tu misterio, Lorenza, el miedo a las sombras que vienen del pasado, como enamorado de una servidumbre, pensando en todas las clases de amor que se producen, innumerables, tantas como estrellas, a fuego, sin condiciones. Quiero hablar de ti y de mí. Quizá del mismo amor ilógico, ese amor que se parece al primer amor, con la valentía que a veces la fiebre genera. Amores escuetos, furtivos, intensos, irremediables, oníricos, turbulentos, inconquistables. Pasiones que nacen y mueren en la inexperiencia. Pasiones idealizadas, perfectas, a nuestra imagen y semejanza.
Dime si no es verdad, Lorenza, que a veces acabamos enamorados de nuestras propias creaciones, de una confortable idea acomodada a las necesidades, de un cuerpo que sólo vemos cerrando los ojos. Amor dueño de la noche. Amor agrandado y ensalzado en la distancia y en el tiempo. Amor del recuerdo. Amor del bueno. Amor del nuestro.
Amores que no dejan de irse nunca de la mente. Amores en contraposición a los amores serenos, cálidos, confortables. Amores sin vergüenza, abiertos, sólidos. Amores que nacen despacio, tomando conciencia de sí mismos. A veces, inesperados. A veces, matemáticos. Amores moldeables. Amores duraderos, permanentes, antojadizos.
Y así podría seguir describiendo amores hasta el final del cuaderno. Pero voy a parar aquí, pensando en los amores pasionales, de fuego, y en los amores serenos, de agua.
A fray Andrés Sánchez le crispaba los nervios la manía del inquisidor Mañozca de jugar con el anillo entre los dedos. Un anillo de oro macizo, con las iniciales J M, huérfano de piedras, pero embarrocado de vanidad y soberbia. Lo cogía con el índice y el pulgar, lo escondía en los nudillos, lo hacía bailar como una peonza sobre la mesa y volvía a ponérselo. Repetía esta operación una y otra vez, sistemáticamente, mientras oía o hablaba. A fray Andrés también le molestaba tanta oscuridad. Hiciera sol o estuviese nublado, Mañozca siempre cerraba las contraventanas. No es que uno tuviera mejor carácter que el otro, pero fray Andrés perdía seguridad cuando no dominaba su entorno. Permaneció sentado durante toda la entrevista en un sillón de la mesa de juntas, escuchando los giros del anillo sobre la madera. No era la primera vez que ambos se reunían: fray Andrés, confesor de muchas mujeres de Calamarí, era fuente inagotable de información para los hermanos del Santo Oficio. Ni tampoco era la primera vez que tocaban el tema de la mujer del escribano. «Tiene el diablo dentro». Fray Andrés había precisado con lujo de detalles la confesión de la esclava Catalina de los Ángeles.
—No podemos esperar más para iniciar proceso contra Lorenza de Acereto, por muy influyente que sea su marido. A condesas, marquesas, duquesas y otras joyas de la nobleza, hemos mandado a la hoguera sin tanto remilgamiento. Mañana mismo daré orden al fiscal para que proceda. Ya son varios los reos que la han incriminado en diversos asuntos —concluyó el inquisidor.
—Todo eso está muy bien, Eminencia. Pero no podemos olvidar el tema del pergamino y la hija nacida en el altar. No hemos encontrado ningún manuscrito, ni en el convento ni en su casa; pero hay indicios de su existencia. Seguramente lo tendrá a buen recaudo. El padre Sandoval, del Colegio de los Jesuitas, afirma que doña Lorenza le preguntó en varias ocasiones el significado de vocablos latinos, lengua en que la esclava asegura le dijo su ama estar escrito. En una carta encontrada entre sus pertenencias, enviada desde Riohacha por el sargento mayor Francisco Santander, le aclara, a petición de ella, el significado de la palabra nuntius. No cabe la menor duda que doña Lorenza ha estado tratando de descifrar el contenido de algún texto en latín —razonó fray Andrés.
—¿Qué opina debemos hacer?
—Acabar con la niña. —El confesor fue tajante. Mañozca, acostumbrado a dar órdenes de similar talante, sin embargo, se asombró de la contundencia de fray Andrés—. Exista o no el pergamino, donde confluyen las palabras rey, muerte y Francia, nace el peligro. Si, como asegura la esclava, su ama le manifestó que el manuscrito predice una dinastía francesa, cuestión probable, aunque no muy conveniente para nuestros intereses y los de España, y que su engendro, nacido en un altar, inquietante acierto, vengaría con sangre a nuestro rey, lo mejor que podemos hacer es desaparecer a la niña y eliminar cualquier posibilidad de que el monarca se vea amenazado, sea por una mujer, una niña, un pergamino o cualquier otro factor intrigante. Ocúpese usted de la bruja, yo me encargaré de la cría.
—Está bien… Pero no quiero escándalos. Este asunto se despachará en el más absoluto secreto. Quedará solamente entre usted y yo, y será manejado de forma extraoficial. Mandaré investigar también al amante.
—Si me lo permite, Eminencia, sugiero envíe mañana, cuando anochezca, al fiscal para interrogar a Lorenza de Acereto en el convento. Mientras se cumple la diligencia, yo tendré tiempo de zanjar el asunto.
—Así se hará. Pero recuerde: no quiero que esto sea vox populi.
—Descuide, Eminencia.
Fray Juan de Mañozca quedó sentado, jugando con el anillo, preocupado, pues no le gustaba actuar bajo teorías tan especulativas. Pero no podía tolerar un mínimo amago contra la vida del rey. «Habrá que atajar el problema de raíz».
«¡Sábado de ascensión!». Al único apóstol (a mí) le ordenaba el maestro visitar a un viejo agorero. En tanto, él intentaba localizar el rastro de Lorenza en el convento de las Carmelitas, repasando los empolvados archivos que escondían el misterio de sus intuiciones. No empleó grandes argumentos para convencerme. Me encontré de pronto al mando de su flamante coche por la carretera que discurre en paralelo a las playas de Bocachica.
«A dos kilómetros Volcán del Totumo. Baños medicinales». Tomé la desviación por un camino destapado, según las indicaciones que me había dado el padre Ferrer. «Aparca junto al volcán y luego sigue el sendero bordeando el lago. Llegarás a una choza de palma, como las de los antiguos indígenas, y allí encontrarás al anciano. No tengo más datos para darte». Cuando me dijo eso, ya no le creí. Levantó la mano derecha y me lo prometió. De cualquier forma, tocaba ir. Arrancando la tarde, después de unas horas, llegué al destino.
Familias enteras hacían cola para ascender por una rudimentaria escalerilla hasta el cráter del aprendiz de volcán. Arriba, dos negros empegotados de barro hasta las cejas ayudaban a la gente a introducirse por la boca del montículo. Amarrados con una cuerda por debajo de las axilas, los clientes, previo abono de cien pesos por inmersión, eran sumergidos y rescatados del lodo caliente de un solo tirón. Volvían a la superficie convertidos en auténticos monstruos masiformes. Las narices, las orejas, el cabello, el traje de baño, la figura humana… todo quedaba escondido bajo una capa de lodo gris. Sólo se les veía la boca, muy roja, y los ojos, muy blancos. Reunida toda la familia tras la embarrada, se dirigían cogidos de la mano hasta la orilla del lago, a unos cincuenta metros del volcancillo. Chapoteaban un rato y emergían del agua convertidos de nuevo en humanos. «¡Qué gustito, eche! ¡Eto el barrito sí es buena vaina, oye!», se decían unos a otros como si el lodo, o el haber dejado de ser humanos por un rato, les hubiera quitado todas las penas y todos los males.
—Sabias caricias de la madre naturaleza —alabó el viejo las bonanzas del Totumo.
Para llegar a la cabaña tuve que bordear casi todo el lago. Me asomé a la choza, amplia y bien cuidada, escondida en la maleza, silenciosa, y no vi nada en el suelo. Parecía desierta. Pero al mirar hacia arriba me llevé una sorpresa: todo parecía suspendido en el aire. Bueno, no exactamente suspendido: los muebles estaban amarrados con sogas a las vigas del techo.
—Los animales, sobre todo los ratones, que tienen muy malas pulgas, se subían a la mesa, me robaban la comida y por la noche trepaban hasta la cama y me mordían los pies. Maté cientos… miles… pero nunca dejaban de llegar más y más. Por cada uno que tiraba al lago, volvían dos. Tanto me mortificaron que me acomodé en las alturas. En los últimos cien años no han regresado… —La última frase no quiso decirla.
—¿Cuántos años tiene?
—Muchos, hijo, muchos. No intentes contarlos.
El viejo asomaba la cabeza por el borde del colchón. En el aire colgaban, además de la cama, una mesita de noche y un estante con frascos, morteros y libros. La piel, increíblemente negra, contrastaba con el cabello chuto, blanco luminoso. Una barba, igual de blanca y radiante, le escurría por el pecho hasta la cintura. Las arrugas, como los anillos del tronco de un árbol, le marcaban muchos años…, demasiados.
—Sube por la cuerda. Estarás mejor aquí arriba.
Me lanzó una maroma anudada. Sudé el ascenso. Me senté en la cama y observé su extrema delgadez y su largura. Parecía la línea del infinito; como si a Gandhi le hubieran pasado por el potro. Sobre el regazo sostenía una escudilla con galletitas pequeñas y cuadradas. «Son archiras. Las archiras de la longevidad». Me sonó a guasa; no le interrogué por temor a que me tomara el pelo.
Parecía agradarle mi visita. El agrado de las visitas esperadas o, tal vez, concertadas.
—Antes yo tenía mucha fama. La gente se acercaba a la choza después de bañarse en el volcán. El barro les curaba el cuerpo y yo el espíritu. Pero ya se han olvidado del viejo Lorenzo.
—¿Lorenzo?
—Lorenzo…, para servir.
—¿Lorenzo… qué más?
—Lorenzo a secas —cortó. Le fastidió la pregunta—. ¿En qué puedo ayudarte?
Le expliqué, dentro de la limitación del tiempo, nuestra investigación sobre Lorenza de Acereto, Francisco Santander… Calamarí. Escuchó atento. Por instantes creí percibir severas nostalgias que le afloraban a los ojos. Comía archiras sin parar, una tras otra. Cuando terminé el relato, no me interrumpió nunca, suspiró y dijo: «¡Ay Lorenza, Lorenza!». La exclamación me conmovió al parecerme demasiado sentida. Por simple curiosidad seguí indagando por la periferia.
—¿A qué se dedicaba usted?
—Antes que sirviente y herbatero, fui cazador. Después traidor. Luego agorero y viejo. Ahora no soy nada; sólo una sombra en el tiempo… como cualquier hombre.
No era como cualquier hombre, saltaba a la vista. La figura del esclavo Juan Lorenzo me golpeaba la mente. Incluso tuve la osadía de preguntarle si tenía alguna relación con él. Pensé la posibilidad de que fuera descendiente suyo.
—El negro Juan Lorenzo… El negro Juan Lorenzo… El negro Juan Lorenzo pagó su traición y su culpa. Pagó por su deslealtad, no por sus artes… No, muchacho. No soy descendiente del negro Juan Lorenzo… —Quizá iba a decir algo más, pero volvió a arrepentirse. ¡Cuánta gente callaba!
Me prohibió seguir hablando del esclavo. No estaba molesto. Incómodo, sí. Todo el rato esperé que me ofreciera una de las archiras, parecían no acabarse nunca. No lo hizo. Me pidió ir al grano, aunque tuve la sensación de que ya conocía mis inquietudes. Le revolví varios temas, porque no sabía a cuál darle mayor importancia: Lorenza, Francisco, la Inquisición, el puerto, el pergamino, el convento… y la Piedra del Uebo.
—Es curioso que hayas venido a verme justamente hoy.
—¿Qué tiene de especial?
—Hoy es quince de marzo.
—¿Y?
—El día en que aconteció la batalla entre las brujas de Calamarí y de Tolú. El día que, a las nueve de la noche, desde entonces, se vuelven a encontrar las brujas en el cielo. Todas las noches del quince de marzo, las brujas blancas de Tolú y las negras de Calamarí surcan los aires en sus escobas, acompañadas de sus diablos. Y la yegua Cambalache galopa por la ciénaga. Cada noche del quince de marzo, las brujas de Calamarí derrotan a las de Tolú… al menos hasta ahora.
—¿Dónde queda el paraje de la Piedra del Uebo? —Suponía la respuesta.
—No se sabe. —Premio—. Pero hoy nadie debe volar sobre Cartagena.
—¿Por qué?
—No son coincidencias que los dos accidentes de aviación que se han dado en los alrededores de la ciudad sucedieran un quince de marzo. Ni tampoco es casualidad que acercándose la noche, todas las aves desciendan y se posen en el suelo. Ya ves, el único día en que puede observarse la Piedra del Uebo, supuestamente, es hoy. Pero sólo se ve desde las alturas, y en las alturas está la muerte. Así que nadie, si no son las propias brujas, sabe dónde está el sitio.
—¿Dónde cayeron los aviones?
—En lugares distintos.
—Entonces, la Piedra del Uebo pudiera ser un paraje imaginario.
—El sitio es real… pero pudiera ser cambiante. La ciénaga es muy grande… muy grande.
—En teoría, debe de estar hacia Tolú, si por allí se acercan las brujas blancas.
—En teoría, todo es posible. En la práctica nadie lo sabe. No te dejes deslumbrar por fuegos artificiales. Si buscas respuestas, búscalas en Lorenza de Acereto. Yo no soy el indicado para dártelas, aunque conozca bien la historia. Ni como viejo, ni como adivinador, puedo ayudarte.
Miré el reloj. Las siete. Me había dejado intranquilo todo eso de los vuelos y el quince de marzo. Estaba citado con el padre Ferrer en la explanada frente a la Ermita del Cabrero, junto a la playa y laguna del mismo nombre, donde tenía previsto su ascenso, maldita sea, en globo.
—Hoy nadie debe molestar a las brujas —dijo el anciano cuando ya me había descolgado por la cuerda.
Corrí por el sendero del lago, subí una cuesta hasta el coche. «¡A estas alturas no puedo conceder oportunidades a las supersticiones!». Pisé el acelerador; sugestión. Se cerraba la noche. Curiosamente, tal como había explicado el viejo, los pelícanos, las gaviotas y otras aves iban posándose en la playa, en los rompeolas y en las copas de los árboles; algunas en el mismo asfalto. Me asaltó la impaciencia. Un paquete abierto de galletas asomaba por la guantera. «A lo mejor el padre Ferrer también come galletitas de la longevidad». Para colmo de males, un atasco provocado por quienes regresaban de las playas convirtió el tráfico en una lenta serpiente. Mi exasperación no cabía en el auto. Bajé varias veces la ventanilla. La fila de lucecitas rojas no tenía fin. «¡Las nueve menos cuarto! ¡No voy a llegar!». En el fondo, tampoco las tenía todas conmigo de que, aún alcanzando al padre Ferrer, le convenciera de suspender o aplazar su empresa. Las nueve menos diez. Las nueve menos cinco. «¡Allí se ve el resplandor de las luces de la muralla!». Las nueve. Las nueve y cinco. Las nueve y diez.
Aparqué el coche de mala manera. Creo que ni lo cerré. Un nutrido grupo de gente, negritos saltarines y turistas en su mayoría, estaban apelotonados para ver de cerca el globo. No había pájaros volando. «¡Padre! ¡Padre Ferrer, espere! No suba. ¡Eh, padre… baje. Padreeee…!». El padre Ferrer me distinguió entre la multitud. Se había elevado unos treinta metros. Cuatro morenitos recogían el lastre y las amarras. El sacerdote, antes de decirme adiós con la mano, alcanzó a gritarme: «¡Ya lo tengo. Lo he encontrado! Te dejé una nota en el hotel. ¡Cuando baje te cuento!». Y me hizo la señal de triunfo con el dedo pulgar extendido.
El globo, con sus remendados colores rojo y blanco, continuó subiendo hacia las nubes. El padre Ferrer, solitario, llevaba en la mano un catalejo… o un telescopio…, no entiendo mucho de esos instrumentos. Alcancé a verle, iluminado por la llama que calienta el aire, y me di perfecta cuenta dónde miraba. ¡No buscaba el cometa! ¡Ni se preocupaba por él! Para nosotros, desde el suelo, el Hale-Bopp era una estela blanca difusa, lejana, muy alta, casi imperceptible en el firmamento. José María Ferrer miraba hacia la tierra. ¡Buscaba la Piedra del Uebo!
Lorenza no se reponía del golpe encajado por la detención de Catalina de los Ángeles. Había buscado durante todo el día a Guiomar, pero no la encontró. Nadie supo dar noticias de ella en el convento. Tampoco había acudido a los oficios religiosos. A las seis de la tarde, la superiora comunicó su desaparición y ordenó su búsqueda, dentro y fuera de los muros. Lorenza aún estaba débil, no podía colaborar en las pesquisas. Odiaba dejar sola a su hija. En pleno ajetreo por las averiguaciones sobre el paradero de la novicia, la hermana Cancela atendió unos inesperados aldabonazos.
—La Santa Inquisición requiere a doña Lorenza de Acereto —anunció el fiscal Francisco Bazán de Albornoz, hombre seco, rudo, calvo, mediana estatura y cara adornada con chivera canosa.
Además, componían el cortejo: fray Juan de Barahona, calificador del Santo Oficio; Luis Blanco de Salcedo, secretario y escribano del tribunal; y dos guardias de infantería. Lorenza, asustada por el requerimiento, sólo alcanzó a recomendarle a la hermana Semilla el cuidado de su bebé.
«A los diez y nueve días del mes de enero de mil y seiscientos y once, estando en el locutorio, que está pasada la puerta reglar, adonde se entra desde la portería, pareció presente doña Lorençana de Acereto». La hicieron sentar en una silla frente a los tres numerarios, mientras los guardias custodiaban la puerta en el exterior. Bazán de Albornoz le anunció los cargos que pesaban sobre ella. No se anduvo con rodeos. Salvo los nombres de los delatores, la puso al tanto de todas las acusaciones con exceso de detalles. Sin saber cómo consiguió el fiscal la información, Lorenza escuchó atónita gran parte de su vida (a ratos cierta, a ratos exagerada y a ratos falsa), desde los tiempos de la playa hasta el alumbramiento en el altar mayor de la catedral. En sus declaraciones, la acusada trató de destacar su inocencia, a la par que acusaba a quienes, con mala fe, habían procurado inducirla a prácticas heréticas. Ella sabía que aquel momento podía llegar así, como llegó, a traición, máxime tras el encarcelamiento de su esclava y la requisa realizada de sus pertenencias por los familiares del Santo Oficio mientras estaba privada de razón: le habían incautado varios objetos personales, incluida la carta de Francisco. Pero no lo esperaba tan rápido, y menos ahora, convaleciente por el traumático parto. «¡El Ángel de Luz les arranque el corazón de cuajo!». Las descargas continuas del fiscal y el calificador no tardaron en agotarla. Traían esa orden. Desconcertada, perseguida por la habilidad dialéctica de los inculpadores, se defendió malamente de los cargos. El secretario, en el acta, recalcó como hechos concretos «que las desavenencias conyugales obligáronla a buscar un remedio, con el concurso de personas de mala reputación; que mediante sus conocimientos adivinatorios, había influenciado la vida de hombres y mujeres del lugar; y que había aceptado el trato de hechiceras y sortílegas, siendo muy difícil, por su condición, que no se contagiase». El fiscal hurgó, más que en ningún otro tema, acerca del pergamino. Lorenza negó reiteradamente su existencia.
Un par de horas antes de la llegada de los funcionarios de la Inquisición, el confesor fray Andrés Sánchez había entrado en el convento, aludiendo una entrevista concertada con la abadesa. Permaneció en el despacho de la hermana Coronación hasta que Lorenza fue requerida y encerrada en el locutorio. Una vez los guardias se apostaron en la puerta, la superiora abandonó el despacho y se dirigió al dormitorio de huéspedes, donde estaba la hermana Semilla cuidando al bebé. Exigió que la acompañara. La monja, fiel a la palabra empeñada con Lorenza, se resistió a descuidar a la niña. La hermana Coronación la asió del brazo y la obligó a ir con ella hasta el refectorio. Allí tuvo que aguantar, sin saber por qué, una perorata intimidatoria que ni entendió ni venía a cuento. Fray Andrés, limpio el horizonte, atravesó el corredor hasta la habitación desalojada. Nadie lo vio entrar en el cuarto.
Cesaron los pucheros y el llanto del bebé.
Y nadie lo vio salir, salvo la hermana Cancela, que destrabó el portón para devolverlo a la calle. Ya era de noche. La hermana Candil comenzaba a prender las teas.
Cuatro horas más tarde, Lorenza volvía exhausta a su dormitorio. Estaba segura de que pronto regresarían a por ella. Posiblemente, hasta el momento, sólo las influencias del escribano (más por el «qué dirán» que por cualquier otra causa) le permitían disfrutar de una sentenciada y breve libertad. A propósito del escribano, recordó que a la mañana siguiente, sin mayor posibilidad de dilatamiento, había anunciado su visita al convento para conocer a su hija. «Lo que faltaba».
Lorenza se extrañó de encontrar el cuarto vacío. «¿Dónde está la hermana Semilla? ¿Y María Margarita?». En la cuna no había más que un rebujo de sábanas. «¿Qué ha pasado aquí?». El miedo trepó a la giba de la angustia. «¿Dónde está mi hija?». Antes de aventurarse al pasillo, volvió a la cuna y apartó las sábanas. Envuelta en el rollo de tela, asfixiada, morada, muerta, estaba la niña. La boca abierta buscando todavía el último aliento. Los ojos grandes, sorprendidos, implorando el auxilio. Las manos, rígidas, apartando el algodón, procurando una gota de aire que nunca llegó. Muerta.
No pudo hacer otra cosa Lorenza que, recuperada la respiración, desgajarse en un grito de rabia, de impotencia, de incomprensión, de dolor. Un grito que estremeció cada esquina del convento, cada piedra, cada conciencia. Un grito que enturbió, más, el alma de Calamarí. Un grito que seguramente alcanzó a escuchar fray Andrés Sánchez, quien tras cometer el infanticidio, marchaba a perderse por la calle de Baloco. «¡El rey está a salvo! ¡Viva el rey!».
Poco disfrutó la victoria. Un encapuchado, como una exhalación, le sorprendió al doblar la esquina de la calle de las Platerías. Sin rechistar, le clavó hasta la empuñadura un cuchillo en el vientre. El encapuchado se deslizó calle abajo y el dominico quedó tirado en el empedrado, tan muerto como su víctima. Posiblemente la niña y el fraile se encontraron en el otro mundo con idéntica cara de sorpresa y terror.
Lorenza perdió la noción del tiempo y el espacio. Las columnas del soportal se desvanecían tras su carrera. Llegó desencajada a la portería. La hermana Cancela intentó decirle algo. Seguramente pretendía contarle lo que había visto; lo que su función de celadora y tornera le había permitido saber. Pero Lorenza estaba ausente. Miraba hacia arriba, gemía, arañaba el portón. La hermana Cancela no lo pensó dos veces. Corrió la tranca y permitió que la esposa del escribano saliera a la calle. «Una por mí, otra por ti». (¡Cómo le había quedado el miembro a fray Luis de Saavedra con el emplasto de ortigas!).
Vagó las calles de la recogida ciudad. Buscó desesperada el claro del bosque en la selva y hasta él la llevó el instinto, no los embotados sentidos. Se tumbó a llorar sobre las raíces de la ceiba. Se le aguó la vida y creyó perderla por los lagrimales. Después sintió unas manos que le acariciaban el cabello y la espalda. No se volteó. Dejó que las suaves caricias restablecieran algo de serenidad. Los brazos invisibles, sutiles, parecían salir del tronco del árbol. Entre sollozos, agradeció a Margarita el consuelo.
Cuando las raíces hubieron tragado la amargura, se incorporó. Miró las estrellas turbias de lágrimas. No querían hablar. Tocó con la yema de los dedos la corteza del árbol y despidió a su aya. Agotada, reclamando fuerzas para que la llevasen a la orilla del mar, descendió por el sendero hasta la playa… su playa. Daba tumbos como un borracho. Todo su entorno parecía soñado. Un velo calinoso le cubría la vista. Un coraje frío como el hielo le congelaba los sentimientos. Las olas se llevaron los zapatos.
Escuchó una voz detrás de ella, una voz susurrante, ventosa.
—No te apures, Lorenzana. Tu descendencia podrá vengar todos los agravios. Estarán reunidos el día del cometa, poco antes de la era de Acuario —le dijo la voz.
—¿Quién eres? —Volvió la cabeza. No había nadie.
—Digamos que… el Destino.
Lorenza miró al suelo. En la arena mojada iban marcándose dos huellas: una pisada humana y una pezuña. El agua las cubrió rápidamente y las arrancó de la orilla.
—Hace justo un año lograste salvar a la ciudad del mal de ojo, del rencor que hubiera acabado con ella. Y ahora, en la misma fecha, la fecha que te marco, la fecha de gloria —la voz pareció sonreír—, te corresponde ir a mostrar el camino al mensajero…
Se levantó la brisa. Lorenza, en el sopor, sintió una energía que la empujaba adelante y arriba. Vio la playa hacerse pequeña. Percibió el aire salitroso en la cara. Abajo veía Calamarí, con sus luces prendidas, con sus piedras embusteras, con sus muertes de fiesta, con su grandeza inmadura. ¿Volaba? Vio también a las brujas en sus escobas surcar el cielo rumbo a los tremedales, y a la yegua Cambalache galopar por el fango.
Alguien rebullía en su interior. Si le buscaban el alma, no la encontraron… y no es porque no la tuviera.
Había, suspendida entre las nubes, al frente, corcovante, una llamita de fuego.
El globo del padre Ferrer continuaba elevándose. La brisa lo había arrastrado hacia el mar.
Lorenza veía la llama cada vez más cerca. Se le iba derritiendo el hielo de los sentimientos. Cada vez más cerca… Cada vez más cerca…
¿Habría logrado el padre Ferrer divisar la Piedra del Uebo? Bueno, hasta el momento no había pasado nada. «Ojalá todas mis sospechas sean fruto de estúpidos agüeros».
Cada vez más cerca… ¿Maneja alguien los hilos de la vida?
El sacerdote estaba eufórico cuando me saludó desde el globo. Pareciera que por fin hubiese colmado sus expectativas, o al menos tuviera alguna claridad sobre las investigaciones.
Lorenza caía en un profundo sueño, patrocinado por la debilidad de su estado físico. Sintió el borde de la llama y, al atravesarla, en un abrir y cerrar de ojos, el fuego se extendió por el cielo. Un profundo calor le abrasó las entrañas.
Me resulta difícil, desolador, todavía hoy, a pesar de todo el tiempo transcurrido, narrar el final de aquella noche del quince de marzo. Sin explicación aparente, sin causa efectiva, sin aviso previo, el globo del padre Ferrer estalló en el aire. Se convirtió, en segundos, en una inmensa llamarada. No produjo ruido alguno. Todas las sensaciones fueron visuales. La brisa continuaba soplando, mientras la bola de fuego descendía imparable hacia el agua.
Entre la gente congregada corrió un murmullo de incertidumbre. Después de los breves instantes que tardó el globo en caer al mar (me parecieron eternos), el murmullo se transformó en sobrecogedor griterío.
Lorenza sintió, nuevamente sobre la arena, tendida en la playa, cómo las olas le lamían las manos y apagaban el calor que le salía de adentro. Cerró los ojos… ¿O ya los tenía cerrados?
Un viejo a mi lado me miraba fijamente. Yo seguía embobado en el horizonte. «Han sido las brujas, ¿no las ha visto usted?». Cuando salí del aturdimiento, había desaparecido.
Igualmente me cuesta describir el sentimiento que me embargaba. ¿Desconcierto, angustia, culpabilidad, desasosiego, incredulidad, dolor…?
Tardaron en aparecer los bomberos, un cascajo con una manguera colgando. La policía y las autoridades también demoraron. Estuve en la orilla hasta las cinco o seis de la madrugada, esperando, junto al grupito de curiosos en vela, a ver si alguien descubría la suerte del sacerdote. Albergaba una mínima esperanza.
Pero fue inútil. A punto de amanecer, el equipo de buceadores espontáneos informó sobre lo poco que habían rescatado del pasto de las llamas. «Unos cuantos hierros retorcidos». Del resto del globo y del tripulante nada se supo. Ni aquella noche, ni nunca, pudo encontrarse el cuerpo de José María Ferrer.
Descanse en paz en el seno del mar, en los brazos de Calamarí.
No quiero ahondar aquí en mis afectos. Prefiero reservar otras líneas para ellos.
Los expertos achacarían el desastre a un accidente fortuito.
Estaba demasiado excitado para tener sueño. Amaneció. Me acordé que el padre Ferrer me había dejado una nota en el hotel. Tomé el coche. En el Santa Clara todo el mundo sabía la noticia. El conserje, que en ocasiones me había visto con el sacerdote, puso cara de circunstancias, sin atreverse a darme el pésame o a hacer comentario alguno. Me tocaron en el hombro con un sobre.
—Ayer dejaron esta carta para usted.
Era el gerente. Parece que las emociones no habían sido suficientes. Ramiro Biáfora me tendía la encomienda con su mirada redonda y la sonrisa de ratón (de murciélago). Tomé la carta y subí a mi cuarto. El texto era breve y escrito deprisa:
Estimado Álvaro:
Si no alcanzamos, por cualquier motivo, a vernos hoy, te espero mañana temprano. Tengo excelentes noticias para darte. Hoy encontré en el convento lo que buscábamos. Estamos cerca del final.
Un abrazo.
José María
Era la primera vez que incumpliría una cita. No tengo reparos en reconocer cuántas lágrimas se me escaparon. Dejé que brotaran tranquilas.
Me lavé la cara y salí del hotel con idea de acercarme hasta San Pedro Claver. Por el camino, en el auto, pensé que la entrega de la nota por parte del gerente constituía claro indicio de quién era el dichoso mensajero. Más tarde me ocuparía del asunto.
«¡Ahora estoy solo!».
Abrió el padre Manuel. Le entregué las llaves del automóvil. También estaba al tanto del accidente. «Ya le advertí que no mezclara las cosas de Dios con las del diablo». La policía le había llamado temprano para ponerlo al corriente. A su vez, el párroco había informado a sus superiores. «Una gran pérdida».
El padre Manuel no me obstaculizó la entrada al despacho del padre Ferrer. «Pero no toques nada». Toqué y busqué. Recogí un sobre manila, tamaño folio, con mi nombre escrito a pluma que había encima de la mesa y me llevé las fotocopias del proceso inquisitorial de Lorenza de Acereto con las anotaciones correspondientes. No me dio tiempo a más. Las encargadas de la limpieza entraron y comenzaron a meter en cajas sus pertenencias. Guardé todo en el sobre y, como estaba a mi nombre, el padre Manuel me autorizó a llevármelo.
No aguanté las ganas de esculcar su contenido. En el pórtico de la iglesia lo abrí. Contenía una hoja arrancada de la guía telefónica, páginas amarillas, sección de hoteles, con un establecimiento marcado con resaltador verde: Hacienda Baza - Boyacá; y varios recortes de prensa con nombres subrayados de altos dignatarios, militares, políticos y personalidades que, a simple vista, no decían nada. Me llamó la atención una nota breve del diario El Espectador en la cual se anunciaba la celebración, en el Hotel Santa Clara, de la mayoría de edad de la hija del principal candidato a la presidencia, Hugo Acevedo. Debería estudiar todo aquello con calma.
Estaba guardando los papeles, cuando me sorprendió escuchar tan temprano el ruido de un coche de caballos acercarse. El carruaje avanzó, tirado por un caballo blanco, hasta pasar delante de mí. Parece que el Destino no me daba tregua. La ocupante del coche, una mujer con el rostro y la cabeza tapados por un pañuelo de gasa blanco, me miró fijamente cuando estuvo a mi altura…
«¡Es Lorenza!». ¿Era Lorenza? Eran los inconfundibles ojos de miel de Lorenza. Mis ojos de miel. Los ojos que ya tenía clavados en el alma desde hacía tiempo, mucho tiempo. ¿Lorenza? «Estoy cansado». El carruaje se perdió al fondo de la calle.