Capítulo 4

Tuvo la habilidad de embriagarle las intenciones al esposo. «¡Esposo… maldita sea mi sombra!». Unas cuantas triquiñuelas no exentas de forzada coquetería, y vino, mucho vino, habían sido suficientes para dormir las nupciales intenciones del escribano, deseoso de caer entre los muslos de su mujer, tal como lo expresara a los amigotes durante la celebración. Todos ellos estuvieron de acuerdo que la mujer debía ser una dama en la casa, una esclava en la cocina y una puta en la cama. Por ello brindaron. Por ello… y por las piernas de Lorenza.

Salvó la primera noche. De todas formas no pudo conciliar el sueño, acongojada por la angustia; triste, muy en el fondo, por la muerte del tío Luis; aterrada por la vertiginosa carrera que acababa de pegar su destino; incómoda por el cuerpo de un hombre sudoroso que roncaba a su lado en una cama con sábanas —novedad para ella—, sábanas ajenas, impuestas. «El cuerpo de Margarita olía a frutas. Siempre olía a frutas. El de Andrés del Campo a engaño». Al amanecer se tumbó en el suelo, sobre la estera, y pudo descansar hasta que el señor despertó renegando contra el dolor de cabeza.

—¿Me porté bien anoche? —preguntó aún dormido.

—A la altura de las circunstancias —respondió Lorenza desde el piso.

Andrés se volteó y, sin determinar la ausencia de su mujer en el lecho, siguió dormitando hasta bien entrada la mañana.

Al desperezarse exigió a voces un caldo de costilla. Lorenza ya se había levantado para inspeccionar la casa. Ayudada por Catalina de los Ángeles conoció a la servidumbre. De las cuatro negras que atendían el hogar le llamó la atención Rufina Biáfora, mulata intrigante, chepuda, agazapada en el rincón de la cocina como un gato. Al principio pensó que era muy tímida. Luego descubriría que era muy peligrosa. Pero aquella mañana no tuvo tiempo de mayores indagaciones; el esposo demandaba el caldo de costilla, y antes de que le partiera la primera de las suyas, agarró la bandeja y corrió.

La casa era oscura y húmeda. De piedra, sin patio, lujosa, recargada de muebles gruesos, las paredes blancas, el techo con vigas de madera, las ventanas escuetas aunque numerosas. Los dos pisos estaban unidos por una escalera con pasamanos de piedra. Abajo la cocina, el comedor, la sala, los dormitorios del servicio y el despacho del escribano, todos rodeando un recibidor al que daba directamente la puerta de entrada. Por la cocina se accedía a un traspatio que igual servía para tertuliadero de esclavos, peladero de patatas o letrina comunal. Arriba un salón de lectura y un cuarto de huéspedes a un lado del pasillo, y al otro la extensa habitación que ahora acogía al matrimonio. Andrés del Campo pensó cambiar la cama, pero al ser de gran tamaño y buena madera se abstuvo de hacerlo (a pesar de los remordimientos de conciencia y del miedo que le producía el hecho de que el colchón alguna vez hablara). Limitó su impulso a quemar todas las sábanas viejas y encargar nuevas.

Según ascendía por la escalera, Lorenza percibió un aire frío; era el miedo acariciándola, el miedo que nunca antes había conocido, el miedo latente, subcutáneo, el que no se ahuyenta con una carcajada. Iba a entrar en la habitación… Pero se arrepintió, llamó a Catalina. La negra subió rápidamente y escuchó con asombro las instrucciones de su ama.

—¿Está segura, niña Lorenza?

—Hazme este favor y sabré recompensarte.

—Pero el señor me va a mandar azotar.

—Toma, esta joya pagará el dolor de los azotes.

—Pero, niña…, si éste es el broche que le regaló ayer la esposa del tesorero… todito de oro.

—Pago con gusto el favor que te pido.

—Ya supongo, niña, que lo está pasando muy mal con todos estos desórdenes; pero no se preocupe, saldremos adelante. Piense que no estamos solas.

«No estamos solas… Quisiera creerlo». Catalina golpeó la puerta y entró en la recámara. Se acercó mirando el suelo, buscando la estera. Cuando la encontró, metió un pie debajo fingiendo un tropezón. El caldo de costilla, hirviendo, cayó justo en el objetivo. «Al menos tres noches más de esperanza». A los gritos desaforados del escaldado acudió Lorenza. El escribano, agarrándose las partes nobles, saltaba en la cama alejando con los pies las sábanas chorreantes.

—¡Vive Dios, negra del demonio, que voy a despellejarte la espalda con un alambre de púas! —fue la amenaza más suave.

Y tan ofendido estaba en su orgullo, que esa misma noche, aún sin recuperarse de las quemaduras, en el patio trasero cumplió el castigo. «Ay niña Lorenza, por no dejarse quebrar el virgo cosido me han roto a mí la espalda y ahora también habrán de remendarme».

Al día siguiente Rufina curó las heridas de la mandinga. Catalina explicaría más tarde a su ama la extraña suavidad con que la enjuta Rufina le había aliviado los dolores:

—Casi no sentía sus manos. Iban y venían sobre mi piel cerrando las heridas con los dedos untados de un emplasto de hierbas. A la vez rezaba a un montón de gente que nunca antes había escuchado. No me atrevo a decir que fueran santos del santoral, porque por los nombres más parecieran diablos. Cuando terminó, la espalda no me sangraba ni me dolía. Luego se marchó con sus hierbas sin escuchar mis agradecimientos y no la he vuelto a ver en todo el día. Aunque un africano vino esta tarde a traer una alquitara y me dijo que la Rufina es gran herbatera y que la tienen de correveidile las grandes brujas de Cartagena. Me dijo también conocer muchas oraciones y hechizos de gran provecho.

A una de las negras, Potenciana, le trajo piedra de ara para amansar a su hombre, porque la pega y solivianta mucho.

—¿Quién es ese africano que sabe domesticar a los hombres? —preguntó Lorenza interesada.

—Se llama Juan Lorenzo. Habló de haberla visto bailar en las juntas. Y la admira mucho a usted por su hermosura y saberes.

—¿Y a quién sirve el tal Juan Lorenzo?

—A fray Antonio de Cisneros, del convento de San Francisco.

Lorenza tomó buena nota y le dio un codazo al miedo. Pero no tardó mucho éste en devolvérselo. El escribano salió de su despacho exigiendo la cena. Le dio una palmada a su mujer en el trasero y mandó a la esclava a la cocina, no quería volver a verla.

El matrimonio tomó asiento, cada cual en una cabecera de la mesa, a imitación de los nobles y pudientes que, por no poder, no podían ni sentarse juntos a comer. Lorenza no podía acostumbrase a los vestidos amplios, tiesos, que debía lucir en presencia del escribano. Se rebullía en la butaca evitando las costuras: la incordiaban tanto como las miradas fijas y líquidas del funcionario. Mientras la esclava más gorda, Potenciana, servía las viandas, Rufina terminaba de colocar los cubiertos. Lorenza persiguió cada movimiento gatuno de la contrahecha, quien, al sentirse observada, colocó el último tenedor y la encaró desafiante. Andrés hablaba sin tregua, nadie le atendía. Lorenza sostuvo la mirada peguntosa de la mensajera de las brujas, hasta que la doblegó. «Estás marcada por el Destino. Alguien te proteja de Él», pareció decirle Rufina sin hablar. Metió el cuello en la chepa y volvió a la cocina.

Tres eran las grandes madrinas en Calamarí: Elena de Vitoria, superior de las brujas negras, así militasen algunas blancas en sus filas, como doña Bárbola de Esquivel o Ana María Olaneaga; Paula de Eguiluz, aunque negra, caudillo de las brujas blancas —nadie, salvo Rufina, podía acudir a sus juntas si no era de piel clara—; y Lucía Tasajo, madrina de las brujas del puerto, blancas o negras y hasta verdes si las hubiera. Todas estaban unidas por una ambición desmedida, unos malos amores, el libertinaje, la concupiscencia… y por Rufina, su postillón.

Andrés dio un golpe seco con la jarra sobre la mesa.

—¡Cuando yo hablo, se me atiende!

—Disculpa, estaba distraída… —Pensaba la mejor forma de intervenir el correo; tenía que ganarse a Rufina.

—El gobernador ofrecerá una fiesta en nuestro honor. Hasta entonces harás un esfuerzo para aprender a comportarte como Dios manda, porque de él dependen mis ascensos y mis estipendios.

¿Cómo ordenará Dios ir a las fiestas? Poco sabía Lorenza de Dios, y menos de fiestas.

Terminada la cena, Andrés la obligó a subir al cuarto. Se desvistió, examinó la zona siniestrada, chasqueó la lengua y se metió en la cama.

—Estúpida negra. Tenía que haberla matado —murmuró entre dientes antes de taparse—. Buenas noches.

Lorenza no respondió. «Me libré». Dejó manosearse los senos. Él, inquieto, quedó mirando al techo un buen rato. «El caso es que no me acuerdo de nada. ¡Mira que habérmela tirado y no haberme dado ni cuenta!».

—Lorenzana, ayer estuviste estupenda. ¡Todo un acontecimiento! —felicitó a su esposa, intentando convencerse a sí mismo. Dio media vuelta y quedó dormido.

Ella esperó, y al primer ronquido, bajó a la estera.

A medianoche escuchó pasos menudos recorriendo la casa. Lorenza, todavía en vigilia, salió del cuarto sin hacer ruido. Descendió por la escalera. Persiguió los ruidos de las tablas hasta la sala. Desde la puerta, escondida, vio a Rufina cubrir con un trapo negro la estatua de la Virgen María, imagen de tamaño natural que presidía la estancia desde una esquina. Había cubierto con anterioridad un cuadro de San Cristóbal en el comedor. La esclava adivinó la presencia de su nueva ama y sin volver la cabeza dijo: «La noche no es para ellos». Pasó por delante de Lorenza, erguida, ágil, y saltó a su cuarto. ¿Rejuvenecida? Como si la noche le prestase los años perdidos.

Antes de volver a la estera, Lorenza entró en el salón de lectura (sin rango de biblioteca, porque al escribano no le gustaban mucho los libros), se paró frente al espejo, casi irreal a la luz de la luna, mirándose una y otra vez, intentando reconocer a la personita que danzaba pintada con carbón en la cámara del abate. Y le costó encontrarse.

Debería de andar cerca de los veinte años, pero aún sentía aquella niña cascabelera sonándole en el interior, asustada, escondida. «Lo que hace el miedo». Se pasó la mano por la melena dorada, cada día más rubia, y se vio tan mujer, tan fuerte y tan débil, que no encontró término medio para animarse. ¿Por qué no aparecía Francisco? ¿Por qué la abandonaba su pasado? ¿Por qué tantos porqués?

Transcurrieron los días justos para que las quemaduras del caldo dejaran de hacer efecto. Y según lo previsto, llegó el momento en que el escribano, tras realizar la inspección nocturna de sus dolidos genitales, esbozó una sonrisa espumosa. Por más que ella tratara de refugiarse en las cobijas, la fuerza del hombre apartó los impedimentos hasta desnudar a su mujer y someterla. «Hoy corono, y además, consciente». A Lorenza se le atragantaron todos los recursos, desde los loas hasta el recuerdo del sargento mayor. Sujeta por las muñecas y con el jayán encima, poca resistencia pudo ofrecer. Tampoco quiso armar escándalo, temía uno de los ataques de barbarie del esposo, que seguramente le provocarían más daños de los que en realidad iban a causarle aquellos amores conminados. El escribano, cegado en sus ímpetus, mitigado el dolor por el deseo, embistió sin misericordia la cerrada, zurcida, cavidad de Lorenza. Ella mordía la almohada mientras sentía romperse uno por uno los hilos de su falsa virginidad, de su impuesta inocencia.

Concluyó orgulloso el escribano la proeza. Al incorporarse vio las sábanas regadas de sangre. Se miró por si era suya y luego reparó en la fuente que brotaba entre los muslos de su mujer. Entonces cayó en cuenta de la chanza: «Estuviste a la altura de las circunstancias».

—¿Así que la noche de bodas… no pasó nada? —preguntó con todo el mal humor condensado en las venas de la frente.

—Ya no me acuerdo —respondió Lorenza sin hacerle caso, pendiente de sus heridas físicas y morales.

—Pues sirva este escarmiento para compensar la omisión. ¡Si no has quedado bien desvirgada, venga Dios y lo vea!

—Antes de que venga Dios a verlo, mejor un médico. —Lorenza se desvanecía.

El escribano, algo asustado, quizá conmovido por la sangre, corrió escaleras abajo y despertó a la servidumbre. Las cinco esclavas acudieron en tropel.

—Rufina, tú sabes de curaciones, sube a la recámara principal y atiende a la señora. Las demás sigan durmiendo.

Catalina no quiso regresar a la hamaca. La jorobada aceptó la ayuda de la mandinga. «Siempre en estos casos hay que calentar agua y cocer hierbas».

—El señor espere fuera y tú, anda y prende los fogones. —Rufina extrajo los restos de costura. Abandonó la habitación y regresó al rato con una pequeña vasija de barro—. Esto va a escocerle, pero en pocos días habrá sanado. —Soltó una ininteligible jaculatoria mientras aplicaba una crema viscosa—. Al señorito le hubiera dado igual si su merced era o no doncella. —Se chupó el dedo cuando terminó—. En cualquier caso, hubiera sido más fácil guardar una bolsita con sangre de cordero en la mano que haberse dejado apañar por la remendera… Algunas veces, mejor coser otros labios. —Y volvió al silencio del que pocas veces salía.

En cuanto bajó el escribano a su despacho, a la mañana siguiente, Lorenza requirió a Catalina de los Ángeles.

—¿Puedes hacer venir a ese africano del que me hablaste?

—¿Juan Lorenzo?

—El que sabe domesticar a los hombres.

—Ahoritica mismo lo consigo.

—Pero cuida que al llegar no esté el señor en casa.

—Así será. Ya mismo voy a hablar con Potenciana, ella sabe cómo traerlo.

Después de almorzar, a la hora del calor, llegó Juan Lorenzo a casa del escribano en la calle del Candilejo, al lado del Colegio de los Jesuitas. La señora no había podido levantarse. Catalina y Potenciana acompañaron al negro hasta el piso de arriba. Mediana edad, alto, delgado, perdido en el ancho de la pantaloneta, casi provoca la risa de Lorenza cuando vio aquellos espárragos largos y corvos nadar en las bermudas. «Más carnes tiene un mosquito».

—Dejadnos a solas —ordenó la señora—. Acércate, Juan Lorenzo, siéntate aquí —le ofreció el borde de la cama—. ¿De dónde eres?

—Soy etíope. —El esclavo hablaba bien castellano. Había sido capturado muy joven, aunque, por sus artes y desempeños, parecía nacido entre españoles.

—¿Y allí son todos igual de gordos?

—Parecidos, mi señora. En mi tierra corremos todo el tiempo. Corremos de un lado a otro sin parar. Nuestras piernas son el único medio de transporte. Mientras corremos nos alimentamos, hablamos, pensamos, cazamos y dormimos. Por eso estamos delgados.

—Entiendo, disculpa, era una broma. Vayamos al grano. Te he mandado llamar porque me han dicho que mucho conoces de oraciones y hechizos.

—Sí, señora. Conozco hartas cosas para todo lo que quiera, que es negocio de gran espacio.

—Necesito algo para apaciguar al que me impusieron como marido.

—Os enviaré hoy mismo un vidrio chico con un remedio.

—¿Qué remedio?

—Un aceite muy bueno y de gran provecho, óleo de romero, que traerá calma a don Andrés.

—¿Y qué he de hacer con el óleo?

—Debe tomar la señora una pluma, sin llegar al aceite con la mano, y untarse el rostro. Pero antes deberá conjurarlo con la oración de Santa Marta.

Marchó el negro y, efectivamente, llegó el frasquito de aceite antes que el marido. Lorenza siguió las instrucciones del hechicero: sola, frente al tocador, destapó el vidrio y rezó la oración:

Marta, Martilla, a la diabla, que no a la santa, suertes contigo quiero echar. Si tú me las ganares, yo te la daré. Uno para ti, uno para mí; dos para mí, dos para ti… Yo te gané a ti, tú me lo darás. A la caballeriza de Lucifer irás. Allí tres jáquimos colgados hallarás, y tres frenos colgados, y a Andrés del Campo hallarás. Allí me lo enjaquimarás, y enfrenarás y me lo espolearás, y me lo correrás, y por las puertas me lo entrarás manso y humilde sujeto a mi mandato.

Terminó de untarse el aceite con una pluma azul justo en el momento que escuchó al escribano subir por la escalera. Se apresuró a ocultar el frasco y a meterse en la cama. Andrés venía renegando de su mala suerte. «Esta noche en dique seco». Pero comprendía que la faena del día anterior clamaba recuperación. Y como también hay que saber dar contentillo, subía con una flor en la mano.

Lorenza agradeció el detalle, un poco mustio, y cuando bajó a la estera llevaba en la boca cierto sabor a triunfo. ¡Cuán equivocada estaba!

Era jueves, éste sí lo recuerdo: el jueves anterior al sábado de ascensión… la del padre Ferrer en globo, por supuesto. Recogí temprano al sacerdote. El día, como todos, abrasador. Me saludó contento y nos dirigimos al Colegio de los Jesuitas, cruzando la plaza. Timbramos. Abrió un cura de barba, joven, con el alzacuellos jugándole al aro en el pescuezo. Saludó en tono cordial, sumiso diría, y nos hizo seguirle por los corredores repletos de aulas simétricas. Al paso de cada puerta podían oírse a los profesores aderezando conocimientos.

—Nunca te fíes de los hombres con barba —me dijo el padre Ferrer a espaldas del esmirriado sacerdote—, algo esconden.

No sé por qué, pero imaginaba al cura de igual contextura que Juan Lorenzo, en negativo, blanco en vez de negro. Quizá a éste también lo tenían corriendo todo el día. Nos detuvimos en el rellano de una escalera, ante la puerta abierta de una habitación. El largaruto se detuvo un momento para mostrarnos el cuarto de San Pedro Claver.

—Desde aquí veía entrar los barcos negreros en la bahía. Recogía frutas y mantas, y bajaba al puerto a bautizar a los esclavos.

La austeridad del habitáculo no coincidía con mis ricos conceptos, en el material sentido, sobre los jesuitas.

El atlético fray Fideo subió los escalones de dos en dos. Lo alcanzamos en el penúltimo resuello.

—No olvide usted que tengo setenta.

—Perdone, es que los peldaños me quedan cortos.

Frente al despacho del rector, el padre Ferrer indicó a nuestro guía que me acompañara a la biblioteca.

—Espérame allí, Álvaro. Arreglo unos asuntillos y de inmediato estoy contigo.

Me abandonó en aquella tranquilidad de suelos de mármol blanco y negro. Hasta la estancia rodeada de anaqueles con libros subía el indescifrable olor a colegio. Todos los colegios huelen igual. He llegado a concluir que el olor en los centros escolares no los produce la tiza, la tinta, el encerado, los textos, el sudor, ni el laboratorio de química; los colegios huelen a infancia, no diría que a pureza o a inocencia… a infancia; un tufillo agrio pero cordial.

Por la ventana podía divisarse el ala del colegio encabalgado a la muralla, y más abajo el puerto… el puerto de Calamarí.

Esos efluvios pueriles me hicieron acordar del primer día de universidad, justo cuando dejé de olerlos. Las rígidas normas de mis años escolares no permitían la enseñanza mixta, y los centros que habían decidido implantarla atravesaban dificultades por las críticas de los estrictos y dictatoriales progenitores. «Mi niña, mi pequeñita, con sólo quince años, expuesta a los peligros mundanos (léase sexuales) de todos esos gamberros». «Tú ya sabes, hijo, a por ellas; pero ten cuidado que no te carguen ningún muerto (embarazo).» Cada cual juzga por su condición. La verdad, al menos a nosotros, no nos pasaban esas cosas por la cabe za… Y no pasaban porque apenas las conocíamos. Sólo eran rumores. Tratamos de descubrirlas en aventuradas excursiones a la puerta del colegio de la Divina Pastora (las Borregas), sin resultados satisfactorios. Y cuando averiguamos qué había que hacer, no sabíamos cómo hacerlo, por mucho que se nos endurecieran las intenciones. «Qué buenos son los padres escolapios, qué buenos son que nos llevan de excursión», cantábamos hasta los dieciséis nada menos. Y el primer día de universidad, aparentemente sin el temor de los progenitores, porque sus hijos ya eran «adultos», nos encontramos nueve hombretones hechos y derechos, aturdidos, en el último banco del aula, mientras una veintena de alborotadas mujeres reían tranquilamente y nos dirigían encubiertas miradas selectivas. Algo sonó dentro de mí, no sé si se me había quebrado el tarro de la idiotez, o se me había roto la infancia. En cualquier caso, desde aquel día tuve que agarrar el volante del destino, porque ya no podía dejarme llevar por él.

Esto le sucedería también a Lorenza. Siempre caminando de la mano de la Vida por un sendero plácido, con piedras, pero transitable. Ahora se daba cuenta de que la Vida era tan alta como ella, y en una encrucijada de caminos, su último gran fantasma, el tío Luis, las empujaba por un sendero escabroso. Para no tropezar con los obstáculos, Lorenza la agarraba de una oreja e intentaba llevarla por donde mejor le pareciera, así entre ellas, Vida y mujer, cambiaran, aparentemente, los papeles.

El padre Ferrer demoró apenas veinte minutos.

—Bonita vista. Ven, aprovechemos el fresquito, siéntate. Ha llegado el momento de resucitar a alguno de los sacerdotes enterrados en la iglesia. Olvídate de este colegio. No existía. El primer colegio estaba cerca de la Plaza Mayor, en una casona arrendada, justo al lado de la casa del escribano. No tenía mayor capacidad que para setenta alumnos; setenta muchachos de la élite criolla.

—Ustedes no han cambiado en quinientos años —interrumpí.

—¡Ni pienses que a estas alturas vayamos a hacerlo! —confirmó—. En 1605 llega, proveniente de Lima, el padre Alonso Sandoval. Un año antes ya habían arribado otros jesuitas con un permiso otorgado por Felipe III para abrir el colegio. Lo extraordinario del padre Sandoval es que se aparta pronto de la enseñanza para dedicarse a los esclavos y desvalidos.

—La excepción que confirma la regla —volví a interrumpir.

—Hoy estás muy sarcástico —apuntó algo molesto.

—Disculpe. A veces me paso de la raya… —Es cierto, ya me habían amonestado en repetidas ocasiones por mi toxicidad verbal. Aceptó las disculpas.

—La educación estaba fundamentada en las disposiciones de Trento y determinada por la ideología de la contrarreforma. Era una educación especulativa y religiosa, a imagen de la universidad española, decadente y aislada, con sus puertas cerradas a Europa. El padre Sandoval optó por otra docencia más práctica y menos enclaustrada. Fue el predecesor del padre Claver, quien no llegaría hasta algunos años después. Lorenza conoció al padre Sandoval gracias al provisor de la catedral, Bernardino de Almansa.

Desde que la obligara el marido, Lorenza asistía a confesión una vez por semana con el provisor Bernardino de Almansa, amigo de estudios de Andrés del Campo. La esposa del escribano se había negado en rotundo a arrodillarse en el confesionario. El padre Almansa, por no contrariar a su ex compañero de Salamanca y tratar de conectar con su penitente, accedió a darle el sacramento en circulares paseos por las naves catedralicias. Hasta el momento, todas las confesiones habían terminado de forma similar.

—Algún día, querida Lorenza, tendrás que confesarte de verdad. Ambos sabemos que los pecadillos que me cuentas son la mitad mentira y la otra mitad inventados. Tu fama no corresponde a las banalidades que confiesas.

—Crea fama y échate a dormir —protestaba Lorenza.

—Cuando el río suena, agua lleva —dictaminó el provisor—. Te veré dentro de siete días. No te daré la absolución sobre faltas no perpetradas. Vete en paz.

Una vez, al girarse para salir, apagó sin querer con las hopalandas las velas que iluminaban a san Judas. El padre Almansa le caía bien, mejor dicho, le infundía respeto, pero no un respeto temeroso, sino amable.

Lo único reconocido por Lorenza ante Bernardino de Almansa era que sabía leer; entre otras cosas, porque leer estaba mal visto en las mujeres, pero no constituía pecado ni falta grave, así que el confesor trató de sacarle cristiano partido a las osadas habilidades de la muchacha. La remitió al padre Sandoval, del vecino Colegio de los Jesuitas, para que le permitiera entrar en la biblioteca y le siguiera dando instrucción, por supuesto, religiosa. Al padre Sandoval no le costó entablar buenas relaciones con ella. Desde el primer día la dejó sola en la biblioteca con un catecismo en las manos. Y también desde el primer día, Lorenza encontró el Malleus Maleficarum, el mismo libro que ya conocía gracias al Delfín Verde. En cuanto el sacerdote desaparecía por la puerta cambiaba los textos. Leyó con detenimiento los capítulos dedicados a hechizos y conjuros para amansar, y los sortilegios para atraer personas lejanas. A escondidas llevaba papel, pluma y tintero, para copiar cuanto encontraba de interés.

Tampoco desaprovechó la oportunidad para preguntarle al padre Sandoval el significado de las palabras en latín que había memorizado del manuscrito.

—Curiosas inquietudes las tuyas, Lorenzana.

—Encontré las palabras en un texto y me llamaron la atención.

—Pues, déjame decirte que no parecieran sacadas de un texto eclesiástico.

—No, padre, son de unos libros que hay en casa.

—¡Ah, bueno! Porque ¿no estarás cogiendo en la biblioteca libros distintos a los que te indico?

—¡Padre, cómo se le ocurre!

—Siendo así, no tengo inconveniente en traducírtelas. Cometes quiere decir cometa, esas grandes bolas de fuego que surcan los cielos. Coniuratio significa conjuración o conjuro, lo que utilizan las hechiceras para activar sus pócimas… —El padre la miró acusatoriamente y Lorenza arqueó las cejas como disculpándose—. Y sanguis, es sangre.

El padre Sandoval sabía que Lorenza tomaba libros distintos al catecismo, pero nunca sospechó que el más consultado fuera el Martillo del Diablo, aunque, por haber servido al Concilio de Trento, no estaba tildado de peligroso ni prohibido. También sabía, por las salpicaduras de tinta sobre la parte de la mesa que habitualmente ocupaba, que andaba tomando notas. No obstante, librepensador y confiado, dos atributos que suelen ir de la mano, permitió que Lorenza encontrase respiro y libertad en la biblioteca. Allí, dándole vueltas y vueltas, montando y desmontando palabras, adivinó el sentido de algunas frases de su pergamino, ayudada, no sólo por los tres vocablos traducidos por el padre Sandoval, más el que ya conocía, sino por el diccionario de latín encontrado en uno de los anaqueles pegados al piso. Como no era docta en la lengua latina, ni siquiera en la castellana, apenas pudo amasijar un engrudo de palabras. Cuidadosamente las iba copiando en un papel en el mismo orden que aparecían en el manuscrito. El desconocimiento de las declinaciones, la ortografía y la gramática, y, sobre todo, el galimatías de la composición de las oraciones, evitó que descifrara el contenido exacto del documento.

—Ya se lo había pronosticado Jean Aimé. —El padre Ferrer abrió las manos y las dejó caer sobre la mesa—. Sin embargo, Álvaro, algunas frases nos han llegado. Muy pocas, ya que, como bien sabes, ella guardó celosamente el secreto de su pergamino. Pero tuvo pequeños deslices con una persona de mucha confianza, y esas pequeñas confidencias serían su perdición.

El padre se levantó y se acercó a una de las ventanas con las manos metidas en los bolsillos. Dándome la espalda, mirando las nubes, siguió hablando.

—El cometa, Álvaro, el cometa…

Ya me había anticipado que el mayor de los conocidos había pasado cerca de la Tierra cuando nació Lorenza. También sabía que ahora el Hale-Bopp estaba cerca. Y sabía que un cura aparentemente cuerdo, casi perfecto me atrevería a afirmar, estaba empeñado en estudiar el fenómeno subido en un globo.

—Tiene que existir alguna relación… En fin, el sábado lo sabremos. —Volvió a sentarse frente a mí. Estuvimos un rato en silencio—. ¿Sabes?, el pergamino nunca apareció. Y estoy seguro de que Lorenza lo guardó en algún sitio. No está en el proceso de la Inquisición, ni entre los objetos que el Santo Oficio guardó de ella, ni en los lugares por los que pasó… Sin embargo, tengo una corazonada… —Se interrumpió, como adivinando un peligro—. Te la diré en su momento…

—¿Con qué frases o palabras contamos? —pregunté un poco harto de tanto misterio.

—Frases concretas o con algún sentido… pocas. —Sacó una libreta del bolsillo trasero del pantalón—. Una posible: El mensajero llevará… aquí falta algo… luego aparece la palabra pergamino… y acaba diciendo… con el conjuro de las puertas.

—¿Ha averiguado si existe o existía algún conjuro con ese nombre?

—He preguntado a estudiosos, he consultado el Malleus, he visitado brujos y curanderos… pero nadie ha oído nunca de él.

—Puede que no sea un conjuro conocido.

—Eso está claro. Quien escribiera el manuscrito lo inventó, o lo tomó de otra cultura, o de otra religión.

—¿Por qué lo dice?

—Más tarde, Lorenza haría un comentario sobre unas palabras que tampoco estaban en latín, sino en «lenguas raras». ¡Vete a saber en qué idioma!

—Quedan descartadas las lenguas indígenas, supongo. Jean Aimé trajo el pergamino de Europa.

—Es posible, aunque yo no descartaría ninguna opción. —El padre Ferrer devolvió la libreta a su bolsillo—. Centrémonos en la frase que te dije: en primer lugar, establece la existencia de un mensajero; una persona que entregará el pergamino a otra. Por medio, hay un conjuro, el de las puertas, que seguramente al ser pronunciado causaría un efecto. Por otro lado, es posible que la aparición de cometas en aquel tiempo, y en éste, signifique que lo que deba suceder, sucederá en estos días. Y sobre la sangre, si quiere decir que se va a derramar, no es nada halagüeño…

Lorenza volvía de la biblioteca jesuita, entró en casa alborotada, feliz, no sin ligero desconcierto, por sus avances sobre el manuscrito. En el recibidor se topó con Rufina.

—¿Tú has visto alguna vez una aparición, como la Madremonte, la Patasola o el Cura sin Cabeza? —preguntó a la esclava

—Varias veces, pero hace tiempo, antes de que los echasen del cerro, cuando bajaban por las noches…

—Pues algún día volverán los endriagos al monte —dijo, alegre por su amigo Cacanegra…, impalpable recuerdo.

—¿Cómo puede saberlo?

—Hoy lo supe. —Le brilló la miel de los ojos y subió las escaleras protegiendo el pergamino y los objetos de escribanía.

Rufina quedó perpleja. «Mucho sabe ésta».

Le resultaba fácil ocultar sus secretos entre los pliegues de los ampulosos vestidos. Requirió la presencia de Catalina desde el salón de lectura y le dijo que mandara llamar a Juan Lorenzo. La propia Catalina, escalando a Potenciana, se personó en el convento de San Francisco en busca del hechicero. Al rato estaban de vuelta. El famélico etíope siempre acudía a la llamada del dinero, y doña Lorenzana, ahora, tenía bastante. Lo recibió en la sala, el viento entraba por las ventanas formando una agradable corriente que mitigaba el ardor del sol.

—Tengo una amiga —comenzó engañando Lorenza— que necesita traer de lejos a una persona que marchó de su lado.

—¿Ya no la quiere…? —trató de averiguar el conjurador.

—Sí la quiere; pero está en otra ciudad.

—¡Ah, ya…! —Entendió con las entendederas que otorgan los chismes: se dio cuenta de que hablaba del sargento mayor, comidilla popular en Calamarí antes y después de la boda con el escribano: «Pobrecita, debe de tener mal de amores», decían unas. «¡De menudo sinvergüenza se ha librado! ¡Bien compuesta quedó con el arreglo del tío!», decían otras.

El estirado brujo analizó mentalmente su repertorio de fórmulas.

—Le tengo un sortilegio que ha de servir mucho. Dígale a su amiga… —lo expresó con guasa, incomodó a la señora— que no hay mejor suerte que la de los papelillos trenzados en el pelo. Pero deberá conseguir, para echarla como es debido, una camisa de varón, mejor si es del ausente, si no, cualquiera otra. Y tendrá que fumar un tabaco de sabor negro mientras conjura.

Esa misma tarde estaba Lorenza encerrada en la habitación con una camisa del escribano, por no tener ninguna de Francisco, cogiéndose el cabello y prendiendo de la trenza seis papelillos blancos con la oración que el negro le había dictado. El puro se lo consiguió Catalina. «¡Ay, niña, cuidado con lo que hace!».

Abrió la ventana para evacuar la peste del tabaco. En mitad del cuarto recitó la oración antes de aspirar la primera bocanada:

Señor de la calle, señor de la calle,

señor compadre, señor cojuelo,

que hagáis que Francisco Santander

se abrase por mí,

y que me quiera y que me quiera

y si es verdad que me ha de querer

venga a mi lado,

y ladre como un perro, rebuzne como asno,

o cante como gallo.

Y se tragó el humo. Como nunca lo había hecho antes, el ataque de tos casi la ahoga. Tropezó con el tocador y cayeron los cepillos de plata al suelo. Acudieron Potenciana, Catalina, otra de las esclavas y, desafortunadamente, Andrés del Campo (había llegado pronto, cansado después de tomar testimonio a la señorita Melchora, vecina incorregible, que por quinta vez en la semana le hacía «tomar testimonio» con ella sentada en las rodillas). Furibundo, mandó desocupar la estancia. Cuando estuvieron solos, él de pie sobre Lorenza tendida en el piso, echó mano de la correa.

—Te advertí que no quería brujerías en mi casa. Pero ya veo que no entiendes por las buenas. Veamos si como a las esclavas, el cuero te domeña.

Y descargó el cinturón una, dos, tres, cuatro… veinte veces sobre el cuerpo de Lorenza, que sólo pudo acurrucarse y cubrirse la cara con los brazos para no quedar marcada.

De nuevo Rufina intervino, como siempre a posteriori, pero la salvó de mayores tormentos y le deparó una sanación oportuna.

Desde su convalecencia, otra vez en cama, repasó con ira los apuntes tomados en la biblioteca del colegio. Algún embrujo «especial» debía existir. Al menos, si no destacado por su eficacia, por su sacrificada realización eligió el de las avellanas, muy «recomendado para esclavizar»:

«Hay que tomar sangre del mes a tercero día y cinco abellanas, las que han de tragarse sin mascar y han de ir con cáscara; y, bueltas a hechar por abajo, las tiene que limpiar y partirlas muy sutilmente, por medio de la endidura, sin que se quiebre el grano de dentro, y picándose el dedo del coraçón, con el dedo hacer una cruz en cada partidura de abellana y hechar una gota de sangre del mes en cada una y tornarlas a juntar, de manera que bolviendo a ser enteras las abellanas no salga fuera dellas gota ninguna de sangre y, hecho esto, atallas y emboluerlas en un trapico y ponerlas al lado del coraçón, entre la camisa y la carne, y han de sudarse allí nueve días, y al fin de esto se han de moler las abellanas y hechárselo en el caldo o bevida a quien se desea esclaviçar».

Tuvo que esperar a que le viniera la regla, tomar sangre del tercer día, procurarse las avellanas, tragárselas enteras y acallar la asfixia que casi le producen, soportar la indigestión con estoicismo, expulsarlas con dolor irreductible, limpiarlas, pincharse el dedo, hacer la señal de la cruz, volver a juntar los frutos secos (ya no tanto), atarlos, envolverlos y guardarlos en el pecho.

Aún portaba las avellanas junto al corazón cuando asistió con el escribano a la fiesta ofrecida por el gobernador, señor de la Vega.

Los homenajeados entraron entre los aplausos de la concurrencia. El mandatario y su esposa, doña Bárbola, les recibieron en la entrada de la Casa de la Gobernación. Después tuvieron que saludar a todos los otros aspirantes a conformar la nobleza criolla. A la mayoría de las damas Lorenza ya las distinguía, merced a luciferinas reuniones, pero todas la saludaron como si aquélla fuera la primera vez que se encontraban. «Te queda estupendo ese vestido rojo y oro». Brindaron, comieron, chistearon, cotillearon y llenaron el hacinado aposento de olor a jactancia. Martirizada por las avellanas en el busto y el resquemor de los correazos, trató de escaparse un rato del pestilente bochorno. «No entiendo cómo pueden aguantar los hedores». Buscando la salida se encontró con el gobernador en una esquina. El señor de la Vega estaba solo, concentrado en atrapar una aceituna con el dedo metido en la copa.

—Disculpe, señor gobernador —interrumpió Lorenza.

El pobre hombre se pegó un susto de muerte. Sacó rápidamente el dedo del vino y lo limpió en una manga.

—Ah… perdón, es que me encantan las aceitunas, pero esta condenada no se deja atrapar…

—Excúseme si le aparto un instante de su cacería. ¿Podrá usted indicarme algún sitio para tomar el fresco?

Como Lorenza se llevó una mano bajo el pecho para desplazar un poco el envuelto de las avellanas, el vejete supuso que le hacía una proposición indecorosa. «Ya me habían advertido que ésta era de mucho cuidado. ¡Y no estoy yo para rechazar semejante yegua!».

—Venid, seguidme, enseguida os indico un lugar seguro. —Y le guiñó un ojo.

El anciano caminaba como una mirla, dando saltitos. «¿Qué habrá pensado el vejestorio? ¿Dónde me lleva?». El gobernante esquivó unos cuantos invitados y la condujo hacia las escaleras.

«¡Si este pobre hombre ya no puede ni con los gregüescos!». «No sé yo si con lo oxidado que tengo el mecanismo voy a poder levar anclas…, por intentarlo que no quede». Lorenza llamó disimuladamente, la mano pegada al vestido, a Rafaela de Adviento, una de las esclavas de la casa, bien conocida también en las juntas.

—Síguenos hasta donde me lleve el gobernador. Quédate detrás de la puerta por la que entremos, y cuando escuches dos golpes en ella, entra como un torbellino.

—¿Y si está cerrada?

—Estará abierta, yo me ocuparé. No me falles…

La advertencia, en boca de una mujer tan poderosa (y no lo pensaba porque fuera la esposa del escribano) era una amenaza, así que mejor cumplir. La negra se apostó tras la puerta de la sala de estar.

—¿No va usted a dejarme sola? —preguntó Lorenza.

—¡Ni lo soñéis, querida! ¡Acepto el reto! —exclamó el gobernador mientras giraba la tranquilla.

—¿A cuál reto se refiere? —Ella lo empujó levemente y se colocó delante de la cerradura para evitar que quitase la llave y la guardara.

—Veo que os gusta jugar.

«Pues vista la situación, habrá que sacarle partido al señor gobernador».

—Si en realidad me gustase jugar…, ¿qué pagaríais por participar en alguno de mis juegos?

—Lo que me pidierais…, siempre que sea razonable, claro. No podré daros la mitad de mi reino, porque no lo tengo; ni mi alma, que ya se la debe de haber vendido mi mujer al diablo; ni riquezas, porque con tantos gastos, pocas he podido atesorar.

—¿Y si os pidiera un pequeño favor?

—¿Qué tan pequeño?

—Minúsculo.

—Decidme pues. —El gobernador la perseguía despacio alrededor de la mesa ovalada.

Ella se movía continuamente hacia el lado opuesto.

—¿Podríais conseguir el traslado de un soldado?

—Si está dentro de mi jurisdicción, no hay problema.

—Está en Riohacha, pero lo quiero aquí.

—Decidme el nombre.

—El sargento mayor Francisco Santander Rivamonte.

—¡Ajá…, luego no eran falsos los rumores!

—¿Qué rumores?

—Los que tantas veces he oído en los conciliábulos de mi esposa, acerca de vuestros… amoríos.

—Eso no es de su incumbencia. —Seguían dando vueltas a la mesa—. Si queréis que me detenga, prometedme el traslado del sargento.

—Sea pues como decís. Tendréis a vuestro sargento.

Ella se detuvo y con gesto atrevido se desabrochó un botón. «O me suelto el botón, o las dichosas avellanas me atraviesan el costillar». La atrapó el dignatario cerca de la puerta. Con gran habilidad le desabrochó los gregüescos, dejándole al descubierto unos ridículos calzones morados. Le acarició la calva alargando el brazo, en tanto giraba la llave con el otro. Luego corrió al lado opuesto de la sala y rodeó nuevamente la mesa. El gobernador, bajito, gordito y barrigón, corría tras la jaca como un pingüino, con los gregüescos en los tobillos. Lorenza pasó junto a la puerta y dio dos golpes con los nudillos. Rafaela, atenta, abrió. Al entrar encontró a su amo en paños menores persiguiendo a la esposa del escribano. Se llevó la mano a la boca para contener la sorpresa… la risa. El gobernador, estupefacto, se tapó como pudo. «Juraría que cerré la puerta con llave».

—Señor gobernador, debe ser usted más cuidadoso con las cerraduras —recriminó Lorenza.

Al pasar junto a él para retirase, le susurró al oído: «Espero ver pronto al sargento, si no quiere que se lea este incidente en los humos del tabaco». Abandonó la estancia y, al salir, dio las gracias a la esclava y le advirtió:

—Rafaela, de esto ni palabra.

—Como una tumba, mi señora. —Se santiguó los labios.

En adelante, siempre que se cruzaba con su amo se llevaba una mano a la boca. El gobernador nunca supo si lo hacía por vergüenza o por amargarle la existencia.

Una semana después Lorenza molió las avellanas y las espolvoreó en la sopa del marido.

A los catorce días del mes de noviembre de mil y seiscientos y diez años, el inquisidor había mandado subir a la sala de interrogatorios a Potenciana Bioho, «esclava negra, hechicera, sortílega, heretical, al servicio de Andrés del Campo». Pocos días antes había interrogado al negro Juan Lorenzo en relación con el mismo proceso. Potenciana declaró durante más de seis horas, todas de pie, todas temblando, todas en la penumbra impuesta por el inquisidor, con el rayo de luz cayendo sobre la mesa. Ya había relatado varios episodios: el del caldo de costilla, el trabajo de la remiendavirgos, las visitas de Juan Lorenzo a la casa, la trenza con los papelillos y los correazos… cuando narró el posible envenenamiento de Andrés del Campo. El escribano del tribunal seguía tomando nota, a su modo, de cuanto escuchaba:

«… y luego de cenar fue hallado don Andrés por esta rrea en el corredor de arriba con gran calentura, diciendo mil disparates, fuera de sí, y que auía venido admirado y le dixo a esta declarante que no podía ser sino que eran hechiços. Luego la dicha doña Lorençana, puesto don Andrés en yacija, habló para sí de unas abellanas. Los otros días siguientes se le veía que siempre y en todas partes estava durmiendo y que el recaudo le abía entorpecido el entendimiento. Y dixo que no encontrando la quietud de su marido, la dicha Lorençana le administró en las viandas una hierba traída por el negro Juan Lorenzo, berengenas de plaia, en las que abía puesto unos polvos que abía embiado doña Bernavela, mujer de Villalpando, amiga de la esposa del señor gobernador, y que esas viandas fueron también catadas por el official mayor de don Andrés, Sebastián Pacheco, que probolas por invitación del dicho don Andrés que lo abía llebado a comer. Ambos los dos tubieron una semana de males del intestino, sin poder travajar ni alçarse de la cama. El dicho Sebastián Pacheco, lebantado del mal, acudió donde doña Lorençana y por las iras que traía adentro sacó la espada y la puso al cuello de la dicha doña Lorençana. Visto ésto por don Andrés, sacó la espada y se batieron. Y salieron del despacho de don Andrés otros officiales, Jerónimo de Samaniego y Pedro de Alarcón y pussieron fin a la disputa. Dixo la declarante que el dicho Sebastián Pacheco abía sido mandado desterrar de Cartagena por el oidor del rreino. Luego de ésto conffesó la rea que muchas mugeres acudían a casa del escribano a ber a la dicha Lorençana, con mucha fama de hechiçera y bruja. Y que la dicha Lorençana se abía ganado a la esclaba Rufina Biáfora, que era bruja hereje apóstata, y que saliendo una noche a beber agua, vido a la dicha Rufina en çapatillas, arrastrando la saya y se metió en un apossento que está a mano yzquierda y a cavo de rrato oyó ésta dar azotes, al rruido de los cuales se puso la rrea a la puerta de tal apossento. Vido a la dicha Rufina con la luna que hacía, que era bien clara y vido que tenía un Christo en la mano, como de media vara, poco más, con su cruz, al que azotaba estando en pie y dando un azote decía, dos fragatas, ya está aquí, ya está allí, y todo es embuste… y esto continuando en azotar al Christo, y aviendo visto semejante maldad se volvió ésta al aposento. Y que luego la dicha Rufina salió a la calle, y la rrea la siguió con cautela, y que la dicha Rufina iba convidando en todas las cassas conocidas a las mugeres y barones a la xunta del viernes, y que luego dexó la muralla y fue a cassa de Paula de Eguiluz, y que allí la rrea vido un bulto y que llegó a él y quera la dicha Paula de Eguiluz y que la mitad del cuerpo, de la sintura para abajo, estaba en figura de baca y de la sintura arriva, su misma figura con una gran cornamenta ensima de la caveza, y la dicha Rufina le abía dicho que su ama doña Lorençana la mandaba llamar con grande apremio porque las aojadoras de la villa de Tolú iban a ojear la ciudad de Cartagena. Y enllegando de nuevo a cassa del escribano no estaba la dicha Rufina, y que a cavo de rato vino un morsiélago bolando y se entró dentro del apossento, y a rato vino la dicha Rufina desde la sala, persuadiéndose la rrea que la dicha Rufina era el morsiélago porque aún tenía membranas entre los dedos de las manos».

«¡Mira que son pesadas!». Por fin marcharon doña Isabel de Carvajal y Teresa Sánchez, asiduas clientas, compradoras de quiméricas mansedumbres perdidas hacía mucho tiempo, empedernidas consumidoras de filtros amorosos para conquistar jóvenes capitanes (de ese grado para arriba) del ejército español. «Está bien mientras sueñen». Pero no eran las únicas soñadoras que a diario acudían a casa de la mujer del escribano, «quien da los mejores recaudos». Un buen grupo de mujeres, las blancas por la puerta principal y las negras por la de servicio, solicitaban los favores de la hija del pirata. «Con sus antecedentes, bruja más poderosa que ésta no debe de haberla». Lorenza debía manejar con sumo cuidado los horarios de «consulta», o se exponía a los berrinches y maltratos del escribano. Agradeció que las últimas parroquianas se largaran, porque tenía necesidad de hablar con Juan Lorenzo. No entendía por qué los conjuros y sortilegios recientemente empleados no causaban efecto; no sólo los aplicados al marido, que en vez de amansarlo casi lo matan, sino también los de atraer, esclavizar o enamorar.

El negro llegó bufando como un caballo a la sala de lectura en el piso superior.

—¿No corrían tanto en África?

—Señora, vengo acosado desde la Punta del Judío para no encontrarme con don Andrés.

Refrescado con un vaso de agua de coco, escuchó las inquietudes de doña Lorenza. «Mal asunto es que no funcionen los conjuros». Para averiguar el motivo, optó por la suerte del pan, la única que servía, y dicen que todavía sirve, para conocer si a alguien le han echado mal de ojo.

—Puede mi señora que alguno la revolviese con su marido, porque mis hechizos son todos positivos. Mande usted subir un pan de a real, un cuchillo y un clavo de especia, y enseguida averiguamos.

Reunidos los instrumentos por Catalina, ambos se sentaron en el suelo. Juan Lorenzo bendijo el pan con varias cruces en nombre de la Santísima Trinidad, metió el clavo en el centro del pan redondo dejando la cabeza fuera. Luego puso el cuchillo en equilibrio sobre el clavo, e indicó que cada uno sostuviera con las dos manos la hogaza por su lado.

—Si el cuchillo gira hacia usted, alguien está aojando. Si gira hacia mí, otro será el motivo.

Fijaron la vista en el cuchillo. Comenzó a moverse hacia el africano, pero en un cambio brusco de dirección tornó hacia Lorenza. Después comenzó a dar vueltas como un trompo sobre el clavo hasta salir despedido contra la pared.

—¡El cielo nos asista! —gritó el negro, pálido (si cabe).

—¿Qué significa esto?

—Cuando el cuchillo da muchas vueltas en redondo quiere decir que somos varios los aojados, o vamos a estarlo muy pronto… Será cierto entonces lo que andan diciendo por los mentideros sobre las de Tolú: que pretenden echar mal de ojo a Calamarí.

—¿Podemos hacer algo nosotros?

—Atajarlas, mi señora. Correrlas como a chulos… Tendrá que ser en las afueras, sobre la ciénaga, antes de que vuelen por encima de nuestros tejados.

Lorenza, esa misma noche, ordenó a Rufina convocar a las tres madrinas. Como existía gran enemistad entre ellas y pugna acérrima por la adhesión de las discípulas o cofrades (entonces era como pertenecer a un club o a otro), le indicó que las citara al atardecer del siguiente día en la ceiba del claro de la selva, lugar común para todas, con cierto espacio de tiempo entre una y otra para tenerlas mansas. «Del escribano no se preocupe, mañana irá temprano a dormir». Rufina salió, cobijada por la oscuridad, a citar a las brujas. Desde esa noche, Lorenza no supo por qué Potenciana nunca volvió a arrimarse a la jorobada.

—¡Logró unificar a las tres madrinas! Utilizó como excusa el posible ataque de las brujas de Tolú para convencerlas. En adelante, manejó los hilos tras bambalinas con habilidad —me dijo el padre Ferrer mientras subíamos a su auto.

—No le sería fácil escurrírsele al marido. —Qué le voy a hacer, le había cogido manía al escribano.

—Supongo que no. Pero fue ingeniosa. Movió las fichas a través de terceros: Rufina, Catalina, Potenciana, Juan Lorenzo, Bárbola de Esquivel, Ana María Olaneaga, etc… toda una organización. Además se aprovechó del gobernador, del provisor de la catedral, de algunos curas… de cuanto medio estuvo a su alcance.

—No pongo en duda que lo hizo, pero todo ello ¿con qué fin? —Ya hemos hablado acerca de su lucha enconada contra las circunstancias que la rodeaban. No obstante, creo que todavía no lo hemos descubierto en su totalidad.

—¿Hemos?

—Hemos.

—¿Nosotros?

—¿Quién más si no…?

Tomamos la Avenida Santander hacia Tolú, aquella misma tarde del jueves. El padre Ferrer quería entrevistarse con una especie de pitonisa, expendedora del famoso Bálsamo de Tolú, al que desde épocas del pirata Drake, y hasta nuestros días, se le atribuyen dones milagrosos (otro síntoma de lo poco que han cambiado algunas cosas desde entonces).

Fue la primera vez que pude acompañarle a un sitio donde teníamos algo para descubrir juntos. O eso creía.

El aire acondicionado y la radio acortaron el trayecto.

—Santiago de Tolú… —dijo al vislumbrar las primeras casas. Buscamos la antigua calle del Campanario, curiosamente, no estaba cerca de la torre de la iglesia, sino en una de las salidas del pueblo hacia Coveñas, en la parte occidental.

—Preguntando se llega a Roma —exclamó el padre al doblar la esquina de la calle.

—Poco nos ha faltado —asentí.

Aparcamos frente a una casa de fachada blanca, simple. El sacerdote corrió la tela de colorines en la entrada y gritó el consabido saludo: «¿Hay alguien en casa?». No respondió nadie, pero enseguida se escucharon pasos lentos acercándose. Tuve tiempo para detallar la estancia: un cuchitril de paredes gruesas, frescas sin mucha ventilación, techo de paja desmelenada y armazón de bahareque visible en los desconchones que herían el estucado por aquí y por allá. Un ventilador como los pasos, cansado, parecía aspirar el aire en vez de soplarlo. El suelo, ecológico, de arena barrida. La mesa, los cojines de las sillas, las cortinas de las ventanas… todo tenía flecos de color rojo. La luz, natural: velas (todavía apagadas).

¡Apareció la diosa del chicharrón!, una morena inmensa, como los supuestos efectos del bálsamo. Sonrió y sus labios estirados me inspiraron calidez (no digo confianza). Las pestañas, de grandes, le tapaban las patas de gallo. Una negra exagerada. Toda ella era exagerada: los ojos exageradamente grandes y amarillos, la boca exageradamente carnosa y roja, los senos exageradamente abultados, las carnes exageradamente escurridas, los pies exageradamente hinchados, los dedos también exagerados, como morcillas, y sus gestos, exagerados. Rebosaba amabilidad en iguales proporciones. Su nombre, creo recordar, Ana de Mena. Antes de entrar en materia, el padre Ferrer la tanteó un poco para ver por dónde le rompía las defensas: el calor, el verano, los turistas… ya saben.

Según me había explicado en el camino, nadie como ella contaba la historia de la Guerra de la Piedra del Uebo. Historia aprendida de su madre, abuela, bisabuela y demás mujeres, línea descendiente de una de las brujas tolueñas que participaron en la batalla.

Nos invitó a seguir al otro habitáculo, pegado al descrito. Guardaba idénticos cánones decorativos, a excepción de una estantería repleta de frasquitos verdes, todos marcados con una etiqueta amarilla: «Bálsamo de Tolú».

—Yo misma lo preparo —me aclaró cuando tomé uno para intentar olerlo. Supuso que debía conocerlo, por lo que no me dio mayores explicaciones.

Nos sentamos en unas sillas de madera, almohadones rojos con flecos, en torno a una mesa circular. Salvando el hiriente mantel colorado…, la mesa predilecta del padre Ferrer.

Agucé el oído por si escuchaba a alguien más en la casa. Aparentemente vivía sola.

—Soy viuda. Por mucho que traté al pobre Jacinto con bálsamo y hierbas, nunca salió de aquel mal catarro. —Se llevó una mano al pecho, con sentimiento, como entonando un vallenato—. Sólo tengo un hijo que marchó a trabajar a Bogotá hace más de cuatro años —aclaró. Miré una foto sobre la cómoda, una cara gordísima que no cabía completa en el marco—. Ese del retrato es precisamente mi Pochito. ¡Hace tanto que no lo veo!

Luego fue a la cocina y regresó con jugo de limón.

—Aquí les traigo limonadita para la calor.

—Gracias, muy amable.

Se puso a fumar.

—Ustedes vienen de Cartagena, ¿no?

—Sí, señora —dijo el padre Ferrer—. La telefoneé la semana pasada, no sé si recuerda… Queríamos que nos contara lo de la Piedra del Uebo, las brujas y todo eso…

—Ya, ya, si ya me acuerdo…, tengo memoria de elefante.

Reprimí las estúpidas ganas de reírme. Para entretener las malas ideas busqué el teléfono. No podía imaginar aquel cuchitril tan avanzado en comunicaciones. No lo encontré, pero supuse que también estaría adornado con sus flecos correspondientes.

—No les pude atender antes porque he tenido mucho trabajo. Estos días el pueblo está lleno de canadienses, de los que pagan con dólares.

Acomodó su cojín. Terminó el cigarrillo y pidió otro al padre Ferrer. Se algodonó la atmósfera. Sólo entonces comenzó su relato, bajo mi leve sospecha, por el tono empleado, de que ya había adelantado al jesuita parte de la historia por teléfono.

—Serían las diez, noche cerrada de marzo, cuando salieron de Tolú cien brujas blancas volando en sus escobas tras Elena de la Cruz, nuestra gran bruja madre, acompañada del diablo Mantelicos. A las afueras de Calamarí esperaban cien brujas negras, que tras Elena de Vitoria, Paula de Eguiluz y Lucía Tasajo, levantaron el vuelo al divisar a las nuestras. Las brujas negras estaban dirigidas por una blanca: Lorenza de Acereto.

—¿Lorenza no volaba? —me preocupé, intentando elevar su honor.

—Lorenza se quedó en tierra, sobre la yegua Cambalache, la montura del diablo. Un animal bravo, de piel negra, veloz como el rayo. Igual que los mariscales de campo, dirigió la batalla desde la retaguardia. ¡Tan bella!

Mi repentina preocupación por Lorenza no me hizo olvidar lo de «las noches de marzo». Negro o no, como el de las brujas, había gato encerrado.

—Se encontraron sobre el paraje de la Piedra del Uebo. Surcaron los aires toda clase de conjuros, hechizos, insultos, acosos, derribos… Al rato unas volaban convertidas en cerdo, o medio cuerpo de burro, de sapo o de lechuza. Otras tenían cuernos de ciervo, orejas de asno o rabo de toro. Las que perdían la escoba caían al fango. Los demonios de uno y otro bando recogían las escobas que seguían volando solas y bajaban al lodazal para devolvérselas a sus dueñas. Remontaban el vuelo, y otra vez a la pelea… Así hasta el amanecer. —Tosió por una mala bocanada y concluyó entre gallos—: ¡Imaginen ustedes, la primera batalla aérea de la historia se dio aquí, en Colombia!

—¿Y al final quién ganó? —El padre Ferrer estaba inquieto, como si del resultado de la batalla pendiera una apuesta.

—Las de Calamarí —lo dijo con desgano, tristeza y un enfadillo incierto.

—¿No murió nadie? —En tan encarnizada batalla, pensé, lo lógico era que algo de sangre hubiera salpicado.

—No se echó en falta a ninguna, ni en Tolú ni en Calamarí.

—¿Y después de la victoria…?

—Nada memorable. Sólo algunos afirmaron haber visto a Lorenza de Acereto y algunas otras brujas atravesar la Plaza Mayor al despuntar el alba con el torso desnudo y una pañoleta blanca en la cabeza. Las de Tolú regresaron a su casa con el rabo entre las piernas.

—¿Y qué pasó con el marido de Lorenza? —Yo seguía erre que erre con el escribano. Como decía un maestro en mi colegio, don Juan Queiruga: «Leña al mono hasta que se aprenda el catecismo».

—Puede que no consiguiera amansarlo, pero sí dormirlo cuando le vino en gana. ¡Menuda era ella! —Hizo una sardineta en el aire con los dedos.

Respondió otras cuestiones intrascendentes. Cuando Ana de Mena se levantó para despedirnos, atisbé un bulto debajo de la goma que le ceñía la falda, como si intentara asomar un rabo de cerdo. El padre Ferrer se había adelantado hacia la puerta, no lo vio. Al no tenerlas todas conmigo, evité comentarios posteriores.

Nos despedimos dejando atrás la nube de humo. La calle estaba un poco embarrada y nos sacudimos los zapatos antes de subir al coche. No habíamos recorrido cien metros cuando ya le estaba preguntando por la curiosa coincidencia de «las noches de marzo».

—No es casualidad. —Lo sentí incómodo—. Varias veces he dicho que parecen conjuntarse algunos elementos, apuntando marcadas coincidencias temporales.

—Hablando en cristiano quiere decir…

—Quiere decir que el cometa, el mes de marzo, el día exacto… —Se cortó—. En fin, Álvaro, hay datos que me hacen sospechar la cercanía de algún suceso que tiene que ver con Lorenza, con el pergamino, con Calamarí y, como te dije antes, con nosotros tal vez. No me pidas explicaciones científicas, no las tengo; pero intuyo algo… —Movió la cabeza negativamente.

Podía dudar de cualquier cosa, menos de su intuición. Era una cualidad en el padre Ferrer ampliamente avalada por su carrera, al menos por la ínfima parte que de ella conocía.

—¿Dónde estará la clave? —pregunté, o me pregunté a mí mismo.

—Sigo creyendo que en el mensajero —contestó pensando en alto.

—¿Sospecha de alguien?

—Podría sospechar de muchos. Pero no tengo bases para señalar a nadie. En adelante deberemos estar muy atentos.

El padre encendió un cigarrillo.

Ana de Mena se me antojó abastera de fantasías, como Sacabuches, como el padre Ferrer y, seguramente, como yo. Otra vez estaba a mi derecha ese dios-sol.

Lorenza no se planteó si el traslado de Francisco nuevamente a Cartagena obedeció a la efectividad de sus conjuros, el cumplimiento de la palabra del gobernador, los propios méritos y solicitudes del soldado, o la confluencia de todos los supuestos. El caso es que había vuelto. Y el único asombrado por su regreso fue Andrés del Campo. «El comandante Velasco me juró por la santísima Virgen que nunca más le permitiría volver acá». Al principio estuvo a la expectativa, dándole cuerda al beneficio de la duda, hasta que el coro de viejas chismosas, presidido por Ana María Olaneaga, le informó acerca de los furtivos encuentros de su esposa con el amante. Encuentros furtivos en la playa, de noche, como los de antes, y ahora, además de furtivos, prohibidos. Decepcionado, colérico y burlado por los amigos, el escribano buscó al sargento mayor por cada taberna de la ciudad con la espada desenfundada. ¿Por qué narices el último en saber que le están poniendo los cuernos es el propio astado? ¡Se entera todo el pueblo antes que uno! Y sólo al final, cuando se descubre el pastel, los conocidos le dicen aquello de: «No, si yo ya lo sabía. Lo que ha pasado se veía venir…».

Lo halló en la cantina de Tobías Aranguren, cerca del puerto. El sargento brindaba por el reencuentro con viejos compañeros y el funcionario entró como un tifón, ciego, violando las leyes caballerosas de la esgrima. Lanzó el primer ataque por la espalda. Si no es porque Santander se agacha, advertido oportunamente por el cabo Crespillo, le hubiera dado una estocada en la parte trasera del corazón.

—Gracias, cabo, le debo una —dijo Francisco mientras se incorporaba con rapidez.

—A mandar, sargento, para eso están los amigos. —Le cedió su espada, porque la de Santander estaba colgada de un perchero en la pared.

Del Campo atacó poniendo la furia en la hoja del acero. Santander no se limitó a defenderse. Había suficiente rabia en los metales como para desearse la muerte. Se batieron sin proporciones, sobre las sillas, arriba de las mesas, en la boca del horno, en un escenario que perdieron de vista, más allá de sus sentidos. La paridad, sostenida por la ira, no por la técnica, alargó el trance hasta el ribete de la tarde. Nadie osó intervenir. Se congregaron muchos espectadores en la puerta del local, divididos en dos grupos: los puristas y ricos, partidarios del escribano, y los pobres, trotamundos, marineros, gentes de oficio plebeyo, animadores del soldado. Entre todos no estaba La Mojana. No habría muerto. Las noticias sobre la pelea volaban de boca en boca. El sargento, más preparado en el arte de la charrasca, logró herir al corneado en el brazo derecho, quien viéndose imposibilitado para seguir manejando la espada, aplazó el duelo para más adelante. Santander lo aceptó levantando su arma en posición vertical, la empuñadura a la altura del rostro, burlón y caballero.

Aún le quedaba al escribano otro lance por librar: el que mantendría con su esposa al llegar a casa. Lorenza ya había sido informada por sus negras sobre la contienda. Rezaba, no sabemos a quién, pero rezaba, tal vez por Francisco, cuando oyó abrirse la puerta de la calle. «Mierda, Andrés». No le dio tiempo a ponerse en pie. Un golpe en la cara con la fusta la devolvió al suelo, de rodillas. Vio en las tablas de madera gotear la sangre del brazo herido del escribano.

—No me pegues, por favor te lo ruego —suplicó.

—¿Qué merece entonces una adúltera, sino castigo? —Tenía de nuevo la fusta en alto.

—Sabías que yo le pertenecía.

—¿Acaso tu palabra ante Dios no vale nada?

—Mi palabra fue comprada.

Descargó el fustazo. Cayó en la espalda. A Lorenza, a pesar del esfuerzo, se le descontroló el llanto.

—Juré en el altar que haría de ti una mujer decente aunque tuviera que molerte a palos.

—Así no vas a conseguirlo. —Alzó la cara enjugada en lágrimas de aguapanela.

—Así es como han aprendido siempre las mujeres.

—¿Por qué no podría hacer yo lo mismo cuando has llegado con las busconas hasta la puerta de la casa? ¿O acaso crees que soy ciega a tus aficiones?

—Eso es distinto. —Trató de zafarse.

—¿Cuál es la diferencia? —Lorenza sabía que el escribano era incapaz de darle la respuesta más fácil: el amor. La hubiera desarmado.

—Un hombre es un hombre, ¡carajo! —Tiró la fusta contra la cama y salió del cuarto. En el rellano de la escalera lo frenó Rufina y lo agarró para curarle la herida; para salvar a Lorenza.

Con el brazo envuelto en tela, asomaban algunas hierbas, reclamó de nuevo a su mujer en el salón de lectura. Continuaba en guardia.

—¿Qué vaina es ésa de que acudes a tus citas —remarcó la palabra «citas» refiriéndose a los escaqueos amorosos— montada en una jaca negra, de nombre Cambalache, que dicen te la ofreció el demonio para burlarme?

—Supersticiones.

—¿Y toda esa gente que habla maravillas de tus pócimas? ¿No te prohibí las prácticas hechiceras?

—Con eso me crié, y no veo en ello la maldad que le atribuyen.

—Ignorancia. ¡Santa ignorancia!

—Disculpad si no pude estudiar en universidad alguna. Pero en Calamarí la única universidad que tenemos es la vida.

—¡Menuda vida!

—Tan buena como cada cual pueda dársela.

—¿Qué tan buena la puede darla el diablo?

—No lo sé. Nunca negocié con él.

—¡Ah!, entonces ¿todavía tienes alma?

—Siempre la tuve.

—Me refiero a que aún sea tuya.

—Tan mía como mi cuerpo, así hayas pagado mucho dinero por él.

Andrés hizo ademán de volver a emplear la violencia, pero se contuvo. Estaba agotado.

—¿Podría saber qué bebedizo me diste para dormir?

—Un extracto de la planta de la amapola.

—¡Opio! Caramba, inteligencia no puedo negarte. —Se puso en pie y dio varias vueltas por la estancia—. Desde hoy no abandonarás tu cuarto ni tendrás contacto con nadie. Yo mismo te atenderé y te llevaré la comida.

Esa misma noche el escribano se despertó al escuchar los cascos de un equino acercarse a la puerta de la casa. Al asomarse a la ventana le pareció ver un caballo negro, sin jinete, desaparecer calle abajo. Tropezó con el cuerpo de Lorenza y confirmó que dormía sobre la estera.

Desde lejos vimos encenderse las luces anaranjadas que iluminan las murallas. El padre Ferrer miró el reloj digital del coche.

—Todavía podemos cenar. La cocinera tendrá algo preparado en la parroquia. —Era la primera vez que le apuraba el tiempo, como si le faltase.

La cena fue rápida: unos bocadillos de atún en su despacho. Todavía con la mesa llena de migas, se incorporó para sacar unos papeles del cajón.

—Mira, ésta es la copia de la carta de Francisco; la del verso.

La leí con la misma incredulidad con la que había escuchado el episodio.

—Si quieres puedes quedártela.

Por supuesto, acepté. Hasta el momento era lo más palpable, además de las historias y sensaciones, que tenía de Lorenza y de mi antepasado.

No puedo precisar si la leí siete o diez veces. El padre Ferrer me dejó hacerlo con tranquilidad. Seguramente intuía el chorro de emociones que me produjo aquel documento. Estaba tan concentrado en los renglones torcidos, borrachos, que no me fijé que el sacerdote había tomado un libro y extraía de él algunas anotaciones.

—Cuando puedas, quiero mostrarte algo —me dijo al verme levantar la cabeza después de estar diez o quince minutos repasando la carta. Me acercó un tomo viejo—. Es una edición de 1887 de la Historia Civil y Eclesiástica de la Nueva Granada, de José Manuel Groot. Ya hemos usado algunos apartes para otras referencias. Es uno de los pocos sitios donde he encontrado datos sobre Bernardino de Almansa:

«Encontró Juan de Ladrada en el Coro de la Catedral de su iglesia a Bernardino de Almansa, que era dignidad de Tesorero, y conociendo su gran mérito en virtud y letras, lo hizo su Provisor y Vicario general, cargo que desempeñó hasta la muerte del Prelado. Reedificó la iglesia catedral; hizo fundación para el pago de cuatro Capellanes de coro y monacillos y dejó fundada una renta para que todas las veces que saliese el Santísimo a visitar enfermos llevasen la vara de palio sacerdotes con sobrepelliz, y otros individuos con incensarios y música. Dejó también dotada la fiesta de la conmemoración de los difuntos; y finalmente, hizo más célebre su obra con haber fomentado la fundación del colegio de la Compañía de Jesús. Fomentó también la fundación de los recoletos de San Diego. En diecisiete años que gobernó el Obispo de Cartagena lo visitó repetidas veces haciendo confirmaciones y enseñando por sí mismo la doctrina cristiana».

Andrés del Campo sólo permitía salir de la habitación a Lorenza para la confesión semanal. La acompañaba hasta el confesionario, donde ya esperaba paciente el padre Bernardino de Almansa, albergando la esperanza de que la testaruda esposa del escribano reconociese sus pecados verdaderos. Sería de esperar la vigilancia del marido como causa de haber terminado los paseos por las naves del templo. En realidad, el mismo provisor, hombre apegado a la ley, anclado en los preceptos, exigió a su penitente arrodillarse de una vez por todas en el cubículo de madera, máxime ahora, que conocía por boca del esposo los detalles de sus fechorías. Lorenza tenía el ánimo minado por el encierro.

Comenzaba el sacramento con la fórmula del catecismo de Sanctis, según las disposiciones del Concilio, que ella había aprendido en las lecturas dirigidas por el padre Sandoval.

—¿Cuántos son los enemigos del alma? —preguntó el confesor.

—Tres principales —contestó Lorenza de carrerilla.

—¿Qué pretenden?

—Derribar el alma de la gracia de Dios y detenerla en el pecado.

—Ruin oficio es ése. ¿Cuáles son?

—El demonio, que nos tienta en todos los vicios, y el mundo que persigue todo lo virtuoso y nos convida a nuestra propia carne, que desea deleites y todo lo malo para su contento.

—¿Cómo se vencen esos crueles enemigos?

—Con el socorro de Dios, resistiendo al demonio con el escudo de la fe y con la espada de la Palabra de Dios, y no amando el mundo y sus vanidades, y castigando nuestra carne con sus malos vicios y malos deseos por disciplinas y ayunos.

—Tú sabes, Lorenza, que muchas personas, especialmente mujeres, fáciles y dadas a la superstición, con grave ofensa a Nuestro Señor, no dudan en dar cierta adoración al demonio, para fin de saber de las cosas que desean, ofreciéndole sacrificios, encendiendo candelas y quemando incienso y otros olores y perfumes. Y usando de ciertas unciones en sus cuerpos le invocan y adoran con el nombre de Ángel de Luz, y esperan de él las respuestas imágenes y representaciones aparentes de lo que pretenden.

—No las desconozco.

—No sólo son de tu conocimiento, sino que eres una de ellas. —El clérigo la acusó directamente, provocándola.

—Nunca he negado compartir bailes de candil con negras africanas. Pero jamás he sacrificado nada para obtener riquezas, favores, o conocer el futuro.

—Sin embargo, mucha es la gente que afirma haber conocido su destino por tus adivinaciones.

—Para ellas no necesito del diablo.

—Lo veo en las… —Recordó bruscamente las advertencias de Jean Aimé—. Lo veo en las hojas de las hierbas, el humo del tabaco, la cera de las velas, cosas por el estilo.

—¡Mi niña, ésas son las tretas que utiliza Satanás para intervenir tu mente! ¿O acaso piensas que es el Señor quien te otorga poderes de adivinación, bienes terrenales o dotes amatorios?

—Las cosas no son, padre Bernardino, como usted quiere verlas. Créame que nunca he tenido tratos con el Ángel de Luz. —Empezaban a picarle las rodillas.

—Pero ¿lo has visto?

—¿Ha visto usted a Dios?

—¡No trates de enredarme! Dios no anda apareciéndose por todas partes recaudando cofrades.

—Quizá tampoco el demonio.

—Confieso a diario mucha gente que asegura haberlo visto, tocado y tratado. Incluso se arrepienten de haberlo conocido carnalmente…

—… Se arrepienten… hasta la junta siguiente.

—Luego, me das la razón.

—Mire, padre, usted ve la imagen del Cristo en la Cruz y cree en él. Los brujos ven un macho cabrío y creen en un dios de la libertad. Vuelvo y le repito, si yo puedo tener algún don, no me lo ha dado el diablo. Tampoco Dios.

—¿Quién entonces?

—No lo sé. Tal vez dioses desconocidos… Pudieran ser dioses africanos.

—¡Mal hizo don Luis dejándote al cuidado de las esclavas! Piensas como ellas.

—Soy una de ellas.

Pero en el fondo ya sabía que sus loas se habían marchado para siempre, famélicos, desnutridos, apedreados por las creencias de Juan Lorenzo, el Malleus, los conjuros y sortilegios de la magia de los blancos. Sólo permanecían inmóviles sus conversaciones con las estrellas y las virtudes de las plantas. La saya de las esclavas iba olvidándose bajo los aterciopelados vestidos de gran señora. El mundo de Margarita agonizaba en casa del escribano.

—No existe otro dios que Nuestro Señor.

—Lo que usted diga, padre. —Le dolían las piernas.

—Lo que yo diga… ¿Acaso vas a creer sin más «lo que yo te diga»?

—No, pero va usted a quedarse más tranquilo.

—Eres imposible. En fin, vayamos con cuestiones más mundanas. Si el arte de adivinar, según tú, no es terreno de la brujería, ¿qué me dices de intentar matar a tu marido con pócimas, hierbajos, oraciones o lo que hayas empleado?

—¡En la vida intenté yo matar a Andrés del Campo!

—Pero todo el mundo sabe en Cartagena que casi acabas con él.

—No, padre. Lo que sucedió es que le sentaron mal unas berenjenas de playa.

—Claro, seguramente aderezadas con unas avellanas malamente conjuradas.

—No toda la magia depende de los conjuros. Hay otra clase de encantamientos… —Lorenza volvió a frenarse. No quería mostrar más de la cuenta. Cambió el tema antes de que el confesor escarbase. La verdad es que, durante la enfermedad del escribano, a ratos le daba pena y se arrepentía, y a ratos deseaba su muerte—. Andrés del Campo no es buena persona. El dinero podrá comprar muchas conciencias, pero no la mía, ni mi cuerpo.

—Por eso buscas amor en otro hombre, el sargento Francisco Santander.

—De nuevo le digo, padre, que se equivoca. Francisco es mi amado desde hace mucho tiempo. Si lo mirásemos con justeza, Andrés del Campo es quien se interpuso en mi camino y me apartó del verdadero amor.

—Difíciles los caminos del corazón.

—Más cuando hay dinero por medio.

—Mal consejo podría darte al respecto. No puedo aprobar tus amoríos fuera del matrimonio, ni los intentos vanos de amansar a tu esposo, así quiera entenderlos y buscarles razón.

Entre tiras y aflojas, malabares de palabras, Lorenza contó algo más de lo que hubiera deseado y el padre Almansa estuvo satisfecho con lo obtenido.

—Mi querida Lorenza, si ya estuviera aquí la Inquisición, tendrías muchas posibilidades de acabar en la hoguera. Como por ahora soy yo el máximo encargado de administrar los temas de fe, voy a ponerte una severa penitencia que, de momento, conste que me gustaría fuese de otra manera, podrás pagar sin dificultad con los fondos de tu marido. Pero eso mandan las leyes, así está escrito en nuestros libros. Por estar tú y tu esposo calificados como gente principal, y con el fin de no causar escándalo, fin que ojalá también tú persiguieras, te condeno al pago de quince libras de cera labrada que serán repartidas en los monumentos de la catedral.

Le dio la absolución, pero cuando se iba a levantar, acelerada por el dolor en las rodillas, el confesor la retuvo.

—Aguanta un poco más y te daré una buena solución a tus problemas, al menos transitoriamente. Puedo conseguirte el ingreso en el convento de las Carmelitas. Tendrás menos pesares entre los espaciosos muros de la clausura que entre las cerradas paredes de tu habitación. Podrás meditar y ahondar en tus sentimientos, con la guía espiritual de las hermanas. A la vez estarás salvo de las furias de tu marido, y a él también le servirá tu retiro para reflexionar. Confesarías con el padre que asiste a las carmelitas, fray Andrés Sánchez y, por descontado, te alejarás de las prácticas hechiceriles y heréticas.

Lorenza no tardó mucho en dar una respuesta afirmativa. Las monjas no le caían mal. Resultaban tan supersticiosas o más que las brujas; a su entender, aunque no volaban, también lo eran. Las tapias frenarían al escribano, pero no a Francisco. Habría espacio suficiente para mirar al cielo.

—¿Cómo hará para convencerle?

—Le diré que te lo he impuesto como penitencia. No se negará.

—¿Cuánto tiempo estaré en el claustro?

—Tanto como desees.

Al incorporarse crujió el pergamino bajo la falda y recordó las últimas palabras que había encadenado, aunque no las comprendiera: «la orden de memoria y fuego caerá sobre ellos desde las estrellas».

Tres días después Lorenza se acercó temprano, antes de salir el sol, hasta la escalinata de la catedral a comprar la cera. El escribano la dejó sola para el cumplimiento de la penitencia. La neblina no se había levantado. Una mujer vestida de negro, con un pañolón en la cabeza que le cubría parte del rostro, era la única vendedora bajo el pórtico. Pidió las quince libras de cera y la mujer metió la mano en el talego donde guardaba las velas. Sacó treinta de media libra cada una, todas negras. Lorenza las fue tomando de cinco en cinco e introduciéndolas en la iglesia. Las colocó a los pies de los santos y las prendió. Cuando el padre Almansa entró en la catedral para dirigirse al coro, encontró las velas negras ardiendo.

Serían cerca de las doce de la noche cuando salí de San Pedro Claver. Pensaba en la frase con la cual me despidió el padre después de haber estado charlando sobre los motivos de Lorenza para ser como era: «El erotismo del poder perturba el sentido de la realidad». Yo no coincidía en que Lorenza actuase guiada sólo por las ansias de poder. En absoluto. Aunque no discutía que lo emplease para conseguir sus fines, si es que los tenía. Más se trataba de una cuestión de supervivencia, él mismo lo había descrito así la primera vez que nos vimos, no tenía por qué cambiar de parecer.

A lo lejos se escuchaban los cascos de los coches de caballos. Llegué al Santa Clara y fui directamente a la recepción. En el patio de los bronces había bastante gente reunida, bebiendo güisqui, charlando.

—Espero que no le moleste el ruido —me dijo el conserje—. Están dando la bienvenida al nuevo gerente del hotel.

—¿Quién es? —curioseé.

—El señor moreno del liqui-liqui. ¡Por fin un cartagenero! —El saliente era francés.

—¿Cómo se llama?

—Ramiro Biáfora.

Al escuchar el apellido me encogí. Pero mi perplejidad tocó los extremos cuando atisbé en su espalda la pequeña carga de una incipiente joroba. No sólo tenía el apellido de la esclava Rufina, además le ornaba el mismo defecto. Desde entonces se apoderó de mí una desmesurada obsesión por la búsqueda del mensajero. Mis primeras sospechas, por lógica, recayeron sobre el nuevo gerente.

Disculpas por la lírica y la pedantería. Ya pregonaba el abuelo que los hombres, ante el amor, nos ponemos de un poético, o patético mejor dicho, incontrolable; del más burdo al más refinado, cada cual con su poética particular, unos a golpe de arpa y otros a golpe de puño; pero a golpes. Nos adornamos como pavos, sirvan de muestra mis cartas anteriores, y cuando estamos inflados y con el arsenal desplegado no sabemos qué hacer, o simplemente nos sentimos ridículos. Por si opinas lo contrario, trataré de no generalizar.

Anoche regresaron a la playa los chicos del vallenato. Les mandé un saludo desde la terraza. No bajé. No es que no tuviera ganas, sino que estaba enfrascado en mis cuadernos, intentando averiguar por qué te distingo con tanta claridad y exactitud. Preferí no interrumpirme. Con la música de fondo traté de cambiarte las facciones. En mi mente te oscurecí el pelo, te alargué la nariz, te acorté las piernas, te azulé los ojos… y entonces te difuminabas. Ya no eras Lorenza. Por eso llegué a la conclusión de que tú eras la que ya estabas dentro de mí. Tu idea vivía en mi inconsciente, porque no te puedo imaginar de otra manera, sólo de la que tú quieres.