Si el marqués, a su edad, no se hubiera empeñado en hacer mojigangas, seguramente aún estaría vivo. Al sargento mayor Santander le temblaba la voz cuando trataba de explicar la manera tan estúpida en que el marqués de Torrealta encontró su fin. Rara, la muerte, había sido. Nadie le creyó cuando encontraron al noble ensartado en su propia espada.
Asomado por la borda del galeón Gran Capitán daba vueltas en su memoria, una y otra vez, a los disparatados acontecimientos que dos semanas antes le habían impuesto la cuerda necesidad de engrosar las filas castrenses de los nuevos territorios de ultramar.
El duque de Lerma, valido del nuevo rey Felipe III, ofrecería un gran baile de celebración por la resonada victoria en la batalla de las Dunas, batalla memorable en la que el archiduque Alberto había expulsado a las fuerzas de Mauricio de Orange de los territorios de Nieuport. Y justo la noche anterior al baile, el sargento y la esposa del marqués de Torrealta mantuvieron un encuentro furtivo, como tantos otros en las últimas semanas, arropados por los frondosos jardines del palacete familiar de los marqueses, próximo a la calle de Segovia. Madrid cobijaba los primeros calores del verano, atizando los efluvios del escaso río Manzanares. A pesar del riesgo, Francisco Santander prefería ir ataviado con el uniforme militar, al que atribuía dones atrayentes si no magnéticos o afrodisíacos, para lucirlo delante de las damas de la villa y corte. Los amantes habían acordado, arriesgándose en la fantasía de los juegos que gustaban saborear, cómo ella asistiría al baile sin ropa interior, ocultando su secreto en las amplias y festivas cavidades del miriñaque y los espaciosos andamios del traje de época. A la marquesa se le hizo caprichosa la exigencia, pero sólo de imaginarla se le habían humedecido las intenciones. «Yo estaré allí, mirándote, fantaseando».
El Alcázar Real vestía sus mejores galas a la luz de las antorchas. Por encima de las torres todavía se vislumbraban las últimas nubes violetas del atardecer madrileño, del paso hacia la oscuridad, que sólo Madrid sabe teñirlo de ínclito morado. Las recepciones oficiales adolecían de la pomposidad y el refinamiento que tendrían en años posteriores. El marqués de Torrealta, cercano a los ochenta abriles, apenas podía soportar en su brazo la hermosura comprada de su treintañera esposa, por demás, anhelada y repartida en las más nobles yacijas palaciegas. Cada vez que el vetusto marido inclinaba la cabeza para besar la mano de alguna conocida, unos cuantos guiños, besos y alzada de cejas volaban hacia el moreno rostro de la marquesa.
Ella buscó al soldado por el salón; intuía su presencia desde algún enclave estratégico.
Con poca fuerza y menos empeño de habilidad, la joven pudo conducir al abuelete hasta la puerta entreabierta que el día anterior le había indicado el sargento para averiguar el curso del erótico entretenimiento que se traían entre manos, o, mejor dicho, entre faldas. La desnudez oculta bajo los brocados proveía sus ojos de una elevada dosis de pícara lujuria, no disimulada a las miradas frenteras de los hombres, favorecidos o no, que atestaban el salón de los espejos.
Las primeras notas de los músicos captaron la atención de los concurrentes, que irrumpieron en refinados, ridículos, aplausos. En ese instante, la marquesa, de espaldas a la puerta, sintió cómo su falda era levantada con disimulo. Siguió aplaudiendo. Unas manos se aferraron a sus rodillas, bajaron despacio hasta posarse en los tobillos, y con suma delicadeza, le alzaron los talones, primero de un pie, luego del otro, para despojarla de los zapatos. Sintió contrastar el frío mármol en sus plantas con el calor húmedo que le bajaba por los muslos. Conoció el bigote bien recortado del sargento subirle en escalofrío desde la parte trasera de las rodillas hasta las nalgas. Los dedos finos jugaban por todas partes.
—¿La marquesa me concede este baile?
Un gemido apagado escapó de su garganta. Sudaba. Carraspeó, justificante.
—No…, gracias. Estoy un poco sofocada. Debe de ser el calor. —Se abanicó, el aire excesivamente perfumado.
Francisco esgrimió una sonrisa para recompensa de sí mismo, tratando de separar un poco las piernas de la prieta, preciada, pretendida, preocupada, premiada, prestada, prevenida, y en todos los sentidos apurada, amante.
Los gemiditos empezaban a inquietar a su esposo, inundándola de reojazos. Atacada por el inevitable grito cimero, acallado venturosamente por los estruendosos acordes de un allegro musical, no tuvo otra alternativa que solicitar permiso para retirarse a la habitación contigua a tomar un poco el fresco. Como pudo, tropezando con el bajofaldero cuerpo del sargento, alcanzó el pomo de la puerta. Cerró. Tras cerciorarse de su soledad, estaba en la biblioteca, dio aviso a su amante para que abandonara los faldones. Despeinados los cabellos azabaches, otrora marcialmente ajustados con grasa, el sargento trató de culminar la faena con una serie de besos desaforados que la marquesa recibió con temeroso gusto, sin perder de vista la puerta. Concluido el lance de besos al natural, Santander descendió por el cuerpo de la marquesa hasta ponerse de rodillas a sus pies. Besó cada uno de sus dedos y metió la lengua en las cavidades que los separaban. Y justamente, cuando trataba de hacer lo más fácil, lo más ingenuo y menos peligroso, calzarla, Torrealta irrumpió en la estancia reclamando a su mujer.
—Se me rompió una hebilla del zapato y este joven guardia trata de componerla —intentó exculparse.
Pero los arremolinados cabellos del sargento, el armador desabrochado y, sobre todo, el colorete rojo que le desdibujaba la boca, incitaron al marido a desenfundar el acero. Francisco Santander, hábil espadachín, tanteando los oxidados espadazos de su contrincante, se limitó a esquivarlo y a torear un rato su anquilosada esgrima, esperanzado en que sus fuerzas tuvieran menos resistencia que su ira. Para divertirse y no ofender al atacante, sólo le tocó con la punta de la espada: un botón arrancado por aquí, un descosido por allá, un pinchazo benigno, sin herir, en una pierna o un brazo. «Ay, ay, ay…», y saltos. El marqués agotaba sus energías cuando sobrevino la tragedia. En el último ataque, quizá el único peligroso de toda la justa, tras un quite del sargento, el anciano tropezó con la esquina levantada de la alfombra, con tan mala fortuna, que soltó la espada para intentar parar la caída con las manos, y el acero, amangualándose con la gravedad, quedó sostenido de punta el tiempo necesario para que el de Torrealta se desplomara sobre él, atravesándose el pecho de lado a lado.
El estrépito convocó a los invitados. Ninguno creyó la versión del sargento mayor: había dejado su arma en el suelo para socorrer al herido. La lógica dictaba que la espada homicida pertenecía al soldado, y que la del marqués reposaba sobre los mármoles de Carrara. Nadie podía imaginar alguien tan idiota como para acabar ensartado en su propio estoque. Sólo el empecinamiento de la marquesa logró salvar a Francisco Santander Rivamonte de ser ejecutado allí mismo.
Su gran amigo, el capitán Gonzalo Sarrazola de Vera, consiguió su traslado inmediato a tierras del nuevo mundo, antes de que los partidarios del finado se cobraran venganza en algún antro de la calle Toledo. En menos de siete días había preparado sus escasas pertenencias y había corrido a Sevilla, justo a tiempo de abordar los navíos de la Carrera de Indias del noveno mes del año de mil seiscientos.
Aquellos mares tropicales que surcaba el Gran Capitán, en medio de una flota de cuarenta embarcaciones, no se parecían en nada a los de su tierra natal. Frías, encrespadas, oscuras, las aguas del Cantábrico habían mojado sus primeros años de existencia, sus primeros, críticos, desgraciados, hambrientos e incomprendidos años de miseria. Las guerras de España, empeñadas en sostener y agrandar un imperio en decadencia, habían procurado batallones de huérfanos. Francisco fue uno más de ellos, incógnito, olvidado, miserable, destetado por la vida (la primera teta vino a verla a los once años, y no era de su madre, a la que no conoció, sino de una puta cincuentona de Burgos que le hizo el favor de enseñarle por primera vez los placeres del sexo y la rasquiña de una suave gonorrea que pronto curó).
Se crió en el orfelinato de Santillana del Mar, donde lo dejaron abandonado a los pocos meses de nacer, no se sabe quién ni por qué motivo. Así que cualquier supuesto sobre sus antecedentes serán también baldías conjeturas. Las monjas lo acogieron, obligadas, como a muchos otros, y lo alimentaron y cuidaron como malamente pudieron. Desnutrido, pero guapo, Paquito salió adelante gracias a la picaresca cursada junto a sus compañeros de infortunio. Los estudios no vinieron a él, ni él fue a los estudios. Apenas aprendió a medioleer y nadaescribir.
A los diez años tomó el petate y se largó a la corte, sin despedirse de nadie, porque de nadie se había encariñado, ni siquiera de la monja que le regalaba mendrugos de pan mientras le acariciaba el trasero. «Sois un sol, y a fe que os convertiréis en el hombre más galano del imperio». «Vive Dios, hermana, pero dadme el pan y dejad de tocarme el culo».
Hizo el camino a pie. Tardó cuatro meses en llegar a Madrid: un viaje que le enseñó grandes cosas de la vida. Las más grandes, las de la burgalesa.
Sobrevivió en el fango de la capital, ya es mucho decir.
A los quince años un inclusero tenía tres opciones: morirse, tomar los hábitos o vestir el uniforme militar. Lo primero no estaba en los planes de Paquito. De las otras dos alternativas eligió la última, más acorde con su buena pinta, aunque reconocía que era más fácil remangarse una sotana que desabrocharse las presillas de los marciales calzones.
A la hora del reclutamiento cayó en cuenta que su nombre era como era, y se llamaba como se llamaba, porque las monjas le habían bautizado el día de San Francisco, y que sus apellidos eran Santander, porque Santillana del Mar pertenecía a esta región, y Rivamonte, porque el orfanato estaba situado en la rivera de un monte. Así de simple. Debía darse por contento de haber corrido mejor suerte que Pedro Singarrala, quien recibiese tan extraordinario apellido porque de pequeño, en mitad de una cena en la inclusa, metió el dedo en el pico de una botella y al sostenerla en el aire tuvo la ocurrencia de gritar: «Mirad, sin garrala y no se cae».
No luchó en ninguna guerra. No conoció el fragor de la batalla. Su cuerpo no fue condecorado con el honor de las cicatrices. No ganó títulos nobiliarios por destacarse como héroe. «¡Gracias, Señor, por haberme librado de estas glorias!».
—¡Tierra, tierra…!
Ya se escuchaban las chirimías en el puerto. La flota penetraba en las calmadas aguas de la Bahía de las Ánimas. El sargento mayor se miró los codos del armador, raídos de tanto apoyarlos en las barras de los mesones, y a sus veintidós años se sintió víctima de una disparatada y tragicómica pirueta del destino.
El teniente Rufino Quiñones llamó a formar, y la tropa se cuadró en cubierta, lista para el desembarque.
La paranoica desconfianza a los esclavos había encerrado al tío Luis a cal y canto en sus aposentos, a pesar de que siete meses atrás el último negro procurase su libertad en un arcabuco. Sin embargo, el abate los sentía acechando, rascando la puerta, conjurando, conspirando, y hasta volando.
Margarita daba largas a la muerte por el solo hecho de permanecer un poco más al lado de su entenada, al menos lo suficiente para verla encarrilada con un buen hombre: blanco. Si en horas de oscuridad la visitaba La Mojana, se las ingeniaba para enredarle las intenciones o convocaba a los loas para que intercedieran por ella, y a cambio de un pedacito de vida, estirar la agonía unas semanas. Si la cosa se ponía difícil, se incorporaba y la enfrentaba con cara de perro. La muerte sonreía y, a la media vuelta, se iba al acecho del presbítero.
Las ruinas gobernaban la casa. Las guacamayas habían sido sustituidas por los gallinazos, en festivo banquete por los animales fallecidos. Permanecían posados sobre la techumbre medio derruida del barracón de las esclavas, donde seguían durmiendo Lorenza, la mulata y una de las cuatro mandingas, Catalina de los Ángeles, quien no partió con los demás por fidelidad a su amiga blanca. Entre las dos cuidaban a Margarita y al tío Luis. Eran inseparables, y de alguna forma, aquella amistad había paliado en Lorenza el hueco que le habían abierto los fantasmas.
—Mi niña, no dejen de ir a recibir a la flota. Buenos mozos llegan en los navíos, y ya va siendo hora de que te arrimes a alguno, no sea que me lleve la parca y cometas la estupidez de enamorarte de un negro.
Haciendo caso a la mulatona, acudieron al puerto cuando repicaron las campanas de las iglesias.
Nunca habían visto tal cantidad de barcos. ¡Cuántas velas, cuántos colores, cuánto ruido, cuántos hombres!
Centraron la atención en el desembarque militar, el más esperado, el de mayor envergadura en muchos años. Ballesteros, piqueros, alabarderos, arqueros, lanceros de a pie y de a caballo, la arcabucería, las lombardas arrastradas por mulas. La flamante soldadesca alineada en la plaza del puerto, deslumbrando con los reflejos del sol en las moharras, las corazas y los morriones. La flamante soldadesca derritiéndose a cuarenta grados bajo el esplendor de la pulida latonería.
Lorenza, aquella semana, se había calzado por primera vez. Pateaba involuntariamente el empedrado, provocándose indignación. Esos cueros carcelarios, atentado contra la coquetería impuesto por su aya, no sólo la privaban de belleza y libertad, sino que la obligaban a moverse con el garbo de los patos. Acabó quitándoselos y cargándolos en las manos.
Al grito de «rompan filas», los soldados se dispersaron en pequeños grupos festejantes de su arribo. Lorenza, trepada con su compañera en unos escalones, quedó petrificada cuando lo distinguió entre la caterva. Ni siquiera las golondrinas, que rozaban en el vuelo su cara con la punta de las alas, lograron sacarla del aturdimiento. Delgado, alto, gallardo, con el bigotillo bien perfilado y el cabello negro peinado hacia atrás, ojos negros, el sable en una mano y el morrión en la otra, de alegres modales, no importa si refinados o no, pasó por delante y cruzaron una mirada fortuita; ella trató de aquietar el corazón, soltó uno de los zapatos y apretó el brazo de Catalina de los Ángeles: «¡Ay papito!».
El sargento se aproximó, recogió el zapato y con una ligera venia lo entregó a la turbada Lorenza. Rescatando un penoso desparpajo del fondo de su estómago, le dio las gracias y esbozó una sonrisa delatadora. El soldado se despidió retrocediendo, con la cabeza inclinada, pensando si ese calzado iba a devolverle todo lo que el de la marquesa le había quitado.
—¡Respire, niña Lorenza, que va a ahogarse todita! Parece que hubiera visto al diablo.
—No te preocupes, Catalina, que a ése ya le he visto y no me ha causado tanta impresión. —Suspiró inocente.
Singular novedad constituía la tarima montada para representar una obra de teatro. Bueno, más que una obra completa, algunos pasos de Lope de Rueda. En Calamarí no había compañías de comedia estables ni profesionales, así que unos cuantos aficionados pretendían entretener aquella tarde a los ilusos recién llegados, que miraban en todas direcciones tratando de atisbar el brillo del oro prometido. Un improvisado patio de butacas, butacas en todo el sentido de la palabra, rústicas e incómodas, albergaba el chirriante gallinero de damas y maritornes y, mutando los cánones que marca la tradición en los corrales, los hombres, en pie, pendientes de las hembras más que de los actores.
—¡Oh!, bendito sea Dios que me ha dejado escabullir un rato de aqueste importuno de Valiano, mi señor, que no paresce sino que todo el día está pensando en otro, sino en cosas que fuera de propósito se encaminen.
El paso se titulaba de Polo y Eulalla negra, un diálogo entre el lacayo Polo y su pretendida, una negra querendona que había teñido de rubio sus cabellos y no se atrevía a asomarse a la calle. Además, el amo de la negra quería casarla con otro, y el pobre Polo sufría ante tamaña desventura. El actor era un hombre joven, bajito y regordete, maquillado en exceso y mal instruido en las artes escénicas. Ella, a pesar del sobrenúmero de morenas en la ciudad, estaba representada por una blanca pintada de negro.
—¡Ay, amarga se vea la madre que le pariós! —exclamaba Eulalla, mientras Lorenza, rememorando sus tiznadas danzas ante el espejo, volvió a tropezarse con la mirada berroqueña, esta vez sostenida, del sargento mayor.
—Mi reina, ¿pues aquesto me dices? No te podría yo dejar, que primero no dejase la vida.
El bochorno caía a pedradas. Los afeites de los comediantes chorreaban por su rostro confundiendo los órganos de la cara y, antecediendo muchos siglos al surrealismo, dibujaban en las ropas y en el aire impresionantes figuras tornasoladas que divertían a los sofocados espectadores, atentos a esquivar las gotas multicolor que volaban entre las carcajadas.
—Señor Polo, traígame para mañana un poquito de mozaza, y un poquito de trementina, de la que yaman de puta.
—De veta querrás decir. ¿Y para qué quieres todo eso, señora?
—Para facer una muda para las manos y los cabellos.
—Que con esa color me contento yo, señora; no has menester ponerte nada.
—Así la verdad. Aunque tengo la cara na morenicas, la cuerpo tengo como un terciopelo dobles.
—A ser más blanca, no valías nada. Adiós, que así te quiero para hacer reales.
—Guíate la Celestinas, que guiaba la toro enamorados.
La gente aplaudió el final del paso.
El sargento seguía mirando.
—Niña Lorenza, ¿ése no es el soldado que os recogió el zapato antes, y que os hizo poner como un tomate? —incordió Catalina.
—El mismo que viste y calza —nunca mejor dicho—, pero calla, parece que tiene intención de acercarse. —Lorenza guardó las pupilas.
—Perdonad mi intromisión —interrumpió el militar—. La diosa Fortuna ha querido premiarme con otro grato encuentro de vuestra persona. Veo que seguís haciendo ascos a los zapatos. Disculpad si os miré fijamente; pero no soy ajeno ni puedo despreciar el encanto brindado por vuestra hermosura. Y excusad mi atrevimiento de venir a importunaros: acudí al llamado de vuestros ojos.
—Yo no he llamado a nadie.
—Sí lo habéis hecho. Como lo hacen las reinas, con el alma asomándose a los ojos.
Lorenza, sorprendida por la incomodidad que produce la seducción, lo miró con descaro.
—Me llamo Francisco Santander Rivamonte, sargento mayor del ejército español, a vuestro servicio.
—A mi servicio… ¿el ejército, o tú? —Le divertía su marcial forma de acuartelar el idioma.
—Depende a quién descubráis vuestro nombre, si a mí, o a todo el ejército.
—Mi nombre es Lorenza de Acereto, y no estoy para serviros ni a ti ni al ejército —respondió a la fanfarronada con insolencia.
—Ni falta que hace, su merced. Sólo con dejar que os mire, me doy por servido.
Las voces de los compañeros de Francisco lo reclamaban desde el otro lado de la plaza.
—Señorita, el deber me llama —se despidió dando un toquecito con los dedos en el morrión.
—¿Podré verte de nuevo? —preguntó Lorenza casi inconscientemente.
El soldado se detuvo unos instantes, pensativo, y al fin contestó:
—No os preocupéis, os avisará el fuego.
Se alejó con tranco largo, entre la alteración de Lorenza y la risita puntiaguda de Catalina de los Ángeles.
¿Por qué emerges desde el fondo de mi alma, como si allí hubieras estado durmiendo desde hace una eternidad?
Te llevas mi corazón paseándolo con malicia por calles de incertidumbre… Mejor dicho, te doy mi corazón, lo entrego en un descuido, traicionando mis íntimas severidades de forma incongruente, bailando en el tiempo con la idílica miel de una tarde en las candilejas del absurdo.
No te pongas los zapatos. No dejes interponer el repujado cuero de los hombres entre el color de la hierba y tus plantas aladas. ¡Cuánto hubiera dado por calmar tus pies desnudos! Cuánto por haberlos acariciado con la palma de las manos, con los dedos, con los labios, con la memoria.
Remonto la figura de tu cuerpo eterno. Eterno porque quiero inmortalizarte, aquí y ahora, con una pluma a traición enamorada.
El fuego, el melancólico y entrañable fuego, marque la distancia que nos aleja y nos une.
He cruzado el mar para caer preso de una realidad etérea.
¡Cuánto hubiera dado por cubrir tus pies con algodón!
—Ahí tienes por fin a tu antepasado: Francisco Santander Rivamonte, conociendo a nuestra Lorenza, convertida ya en una atractiva mujercita de catorce años —me dijo el padre Ferrer a la sombra de la ceiba del parque de la Plaza de Bolívar.
Me acordé del abuelo, pero, sobre todo, experimenté una sensación de angustiosa proximidad al escuchar a mi mentor narrando la historia del sargento, al que de inmediato me identifiqué por la cercanía de algunos pensamientos. Estaba deseando volver al hotel para comparar ciertas expresiones de Francisco con otras que yo había anotado en mis cuadernos días atrás.
También percibí, por el tono envolvente del sacerdote, que acababa de situarme en el primer nudo de la historia. Y los dos formábamos parte de aquel atado: sogas apretándose.
—Me hubiera encantado disfrutar este momento con el abuelo.
Imaginé la grandiosidad con que hubiéramos asaltado la nevera. El descubrimiento merecía el mejor de los vinos y, soñando, brindé con el viejo.
—No te preocupes, a lo mejor Gustavo ya conoce en persona a Francisco, y quizá a Lorenza.
—¿Estarán en el cielo, en el infierno… al menos en el mismo lugar?
—Sinceramente, no lo sé. Sólo puedo decirte que todos están muertos, y con la muerte, terminan las distancias en el tiempo. Si están o no en el mismo sitio, sólo Dios sabe.
No recuerdo bien si era martes o miércoles cuando volví a encontrarme con el padre Ferrer. Caminamos desde temprano por las calles dormidas y, al llegar bajo la ceiba, nos sentamos en un banco a seguir escarbando en el pasado.
Margarita empeoraba por días. Se iba opacando despacio, calmada, dejándose arrastrar a pedacitos hasta la tumba. Las carnes fofas ya no tenían dónde agarrarse, se desparramaban por el suelo al lado del esqueleto. Lorenza no se atrevía a confesarle su encuentro y arrebato por el soldado, sabiendo que esa confidencia era lo único que esperaba para morir en paz.
¿Cuál fuego habré de atravesar para llegar a él? ¿Cómo hará para encontrarme? La impaciencia, transcurridas unas semanas, se convirtió en desesperanza. Se había enamorado con la fuerza que sólo proporcionan la ausencia o la distancia. Porque en estos casos, el amor se enreda en un ideal: como la hiedra.
Lorenza tomó asiento en el patio para escuchar a las estrellas. Las voces del tío Luis repeliendo espíritus ya se habían callado. La casa dormía sobre sus piedras deslomadas. Repentinamente, el aldabón golpeó la puerta principal. Como estaba absorta en el camino de los astros no lo escuchó. Volvieron a golpear. Ahora sí. Intrigada se dirigió al zaguán. Abrió el portón. No había nadie en la calle. Miró en todas direcciones, hasta fijar la vista en el macadán. Dos hileras de velas prendidas formaban un sendero que se perdía tras el recodo de la esquina. ¡Me avisaría el fuego!
Entornó cautelosa el portón para no despertar a nadie y se adentró en la senda de espermas. Fue apagándolas una por una, solicitando deseos, prendiendo ilusiones. Dobló la calle. El río de candelas moría al final de la cuadra a los pies de una carroza azul marino tirada por dos caballos blancos. Un cochero esperaba paciente. Ella se acercó muy despacio, saboreando su consagración, soplando cada llamita con aire travieso. El cochero, con la capa embozada, abrió la portezuela y con un movimiento gentil de mano la invitó a subir. Al arrancar, vio los hilos de humo que trepaban por las sombras hasta la Luna.
Cruzaron toda la ciudad, atravesaron el puerto, y cuando el carruaje hirió la orilla del mar, el cochero hizo restallar el látigo. Liberada la ansiedad de los corceles, corrieron a todo galope por el espumadero de las olas. Lorenza asomó la cara por la ventanilla en busca del viento y las salpicaduras del agua. La capa del cochero se extendía por encima de la carroza, cobijando sus pálpitos.
Los caballos aminoraron la velocidad hasta detenerse en la Punta del Judío, donde terminaba la playa y comenzaban los infinitos jardines de Neptuno. El cochero bajó del pescante, alcanzó una mano a la pasajera y la ayudó a posarse sobre el agua, tibia y penetrante en la madrugada.
—Menos mal que no habéis traído los escarpines —apuntó él.
—Sobre el amor no se puede pisar calzada.
Lorenza había reconocido sin dificultad a Francisco bajo el embozo.
—Puedes quitarte la capa. Tampoco deben ocultarse los buenos sentimientos.
—¿Quién te ha dicho que mis sentimientos son buenos?
—Las estrellas…
—¿Las estrellas…? Traidor correo.
—Tanto como vuestra sonrisa.
—Tanto como vuestros ojos.
Francisco dejó caer la capa sobre las olas, abrazó a Lorenza y se ataron en un beso incalculable.
Ella se apartó suavemente. Caminó de espaldas sobre la arena mientras se iba despojando de la blusa con parsimonia. La melena dorada se descolgó por los hombros desnudos. Permaneció un rato así, distraída en los remolinos que la brisa le moldeaba sobre el pecho. Francisco no perdía detalle de aquel cuerpo perfecto, ineludible, tan acogedor como el terciopelo de un trono, tan radiante como la aurora de un pensamiento, tan sutil como la lógica de las azucenas. La falda se desprendió de las caderas. Ella dio media vuelta y retornó a sus brazos con la misma cadencia, midiendo los espacios del enamoramiento, orgullosa de su desnudez y de su entrega, rodeada de un halo de palabras entrelazadas: cariño, pasión, sensualidad, sinfonía, deseo, caricia, corazón, danza, alas, fuego, luz, alma, ternura, blanco, negro, mujer, amor… muchas incluso desconocidas.
Fue suya con la intensidad que sólo otorga una dama: por siempre y para siempre, sin límite.
Fue suyo más allá del cuerpo: en la inmensidad que concede el espíritu y delimitan los calendarios y las imposiciones.
Sin medir distancias.
—Es posible, aunque no conste, que hubieran tenido algún otro encuentro anterior a la noche de la playa —me dijo el padre Ferrer absorto en el raspao de tamarindo que acabábamos de comprar.
«Es seguro —pensé—, Lorenza no se hubiera entregado con tanta facilidad».
—¿Qué le preocupa? —traté de sonsacarle.
—Nada grave. Vagos recuerdos del pasado, evocaciones traicioneras.
—¿Algo íntimo?
—Bastante, aunque no tanto como para no contártelo. —Hundió la mirada en el hielo. Por su expresión, adiviné que se engañaba, que me iba a poner en conocimiento de algo que yo no tenía por qué saber. ¿O acaso habíamos entrado ya en un espacio tan apretado, que sin darme cuenta resultaba merecedor de confidencias extremas?—. El amor y la muerte, Álvaro, son ingredientes que cuando se mezclan hay que manejarlos como si fueran explosivos. —Respiró hondo—. Tuve que permanecer algunos días en un campamento guerrillero, por unas negociaciones con el ELN. Desde mi tienda de campaña, en medio de la selva, escuchaba las últimas órdenes que aquel cura descarriado, jefe de la guerrilla colombiana, impartía a sus huestes adormecidas alrededor de la hoguera. Era mi segundo día allí, encargado de escuchar las solicitudes de los alzados en armas para transmitirlas al Vaticano. El cura pretendía que sus antiguos compañeros en Cristo, cuando aún no le había puesto cartucheras al Señor, le avalásemos unas posibles conversaciones de paz con el gobierno nacional en México, país que se había ofrecido como garante del encuentro. Por las mañanas, el cura reunía a su ejército en torno a un altar. Arrancaban la jornada con una misa, muy a su manera, y terminada la ceremonia, recogían los instrumentos litúrgicos y sobre el mismo altar desplegaban los mapas militares y señalaban los pueblos que serían tomados en las próximas horas, o planeaban secuestros para mantener llenas las arcas. Luego se iban los que tenían alguna misión que cumplir y el resto se ejercitaba en las armas, incluidos niños y niñas de siete años en adelante; chiquillos nacidos en el seno de la guerrilla, para los que disparar un fusil era más importante que los estudios. Gente ruda, Álvaro. Los guerrilleros esperaban a la noche con la simple impaciencia de contar los muertos. «Esos hijoeputas hoy se han bajado a tres». Mientras los escuchaba, entre orden y orden, alcanzaba a percibir leves gemidos… amantes muertos, novios o novias desaparecidos o capturados por los grupos contraguerrilleros. Una sombra vino directamente hacia mi tienda por el frente. Corrió la lona. Al principio creí que se trataba de un muchacho portador de algún mensaje. Entró sin pedir permiso y me ordenó apagar la lámpara de gas. A oscuras, con los escasos reflejos de la fogata, vislumbré un pecho abultado y unas caderas curvilíneas escondidas bajo el pantalón de camuflaje. «Tengo permiso de mi comandante —fue su presentación— así que desnúdese, cura de mierda, y hágame el favor de portarse a la altura. Hace rato que tengo ganas de tirarme a un curraca». Antes de que pudiera reaccionar, tenía clavado en la frente el cañón de un fusil.
—¿Iba usted vestido de sacerdote? —pregunté.
—¡No, qué va! Pero no le sería difícil averiguar mi condición. Allí todos sabían todo. Tenían un increíble sistema de comunicación soterrada. Tú decías algo en un extremo del campamento, y aunque lo cruzaras corriendo, llegaba el mensaje al otro extremo antes que tú. Es como si los árboles de la selva también hablaran.
—En cualquier caso, el presunto muchacho resultó ser una chica… —retomé el hilo.
—«No me mire con esa cara, padre… como se llame, que, aunque lleve el pelo corto, tengo puchecas y cuca… y bien grandes».
—¿Por qué le dijo que tenía permiso de su comandante? —Me interesó la peculiar forma de ejercicio de poder.
—«No me saque la piedra, hermano. O se quita ya mismo la ropa o le meto una bala en el cerebro. Le repito que tengo autorización de mi comandante, y eso significa que si se niega a obedecerme puedo matarlo cuando me provoque».
«—¿Tanto dependes de tu comandante, que hasta para hacer el amor tienes que pedirle permiso?
»—Aquí todo pasa por mi comandante. Si uno quiere ennoviarse, hay que contar con la aprobación de mi comandante. Si uno quiere tirar, hay que preguntarle a mi comandante. Si uno quiere jugar, hay que decirle a mi comandante. Si uno pretende tener un hijo, hay que notificarlo a mi comandante. Si uno quiere leer, pasear, comer o mear, tiene que ser con la aprobación de mi comandante.
»—Para morir ¿también le preguntas a tu comandante?
»—Sí. Por si quiere matarme él mismo o que me mate el enemigo.
»—¿Y serías capaz de morir voluntariamente?
»—Claro —respondió sin titubear—. Hoy, sin ir más lejos, me he presentado para atentar contra un congresista… una bomba pegada al cuerpo. No sé si me elijan.
»—¿Por qué no habrían de hacerlo?
»—A mi comandante le gusta tirar conmigo.
El padre Ferrer continuaba con la vista perdida en el congelado dulzor del tamarindo.
—Sentí la presión del fusil entre las cejas. Me fui quitando la ropa despacio. ¡No con ánimo seductor, no vayas a creer! Aterrado. Estaba aterrado… y no era por el arma.
»—No me digas que eres un curraca virgen. ¡Qué chévere!
»—Temo no poder ofrecerte mi virginidad… como te llames…
»—Me llamo Laura.
»—Pues, Laura, te pido disculpas si en mi juventud gocé de los placeres terrenales propios de esa edad, cosa que no sé si tú habrás podido disfrutar con la libertad, esplendor, comodidad y amor con que yo lo hice.
Se pasó el vaso de raspao por la frente, bien para congelar el sudor, bien para refrescar la memoria.
—Creo que le toqué la fibra sensible. Sentí un ligero temblor en la punta del cañón aún entre mis ojos. No alcanzó a desabrocharse toda la camisa, a mí ya me tenía en calzoncillos. Trató por última vez de hacerse la dura.
»—No me saque la piedra y empelótese, ¡carajo!
»—¿Me deseas como un trofeo, como botín de guerra, como premio de una apuesta o simplemente como remiendo de algún roto en tu interior?
»—A mí no se me ha roto nada. —Pero ya le escurría un lagrimón, casi de hombre.
»Con la palma de la mano secó sus mejillas, se sonó los mocos y se limpió en el pantalón. Apartó unos centímetros el fusil, y yo, sacando provecho de la debilidad, lo aparté definitivamente. Y luego, Álvaro, la tortilla se volteó. Puso el fúsil en mis manos y se introdujo el cañón en la boca.
»—Dispare —rogó la guerrillera.
»—¿No deberías antes pedir permiso a tu comandante, por si quiere hacerlo él?
»—¡Dispare! Puta vida…
El padre Ferrer llevó el dedo al gatillo.
—¿La mató?
—No, Álvaro. Por supuesto que no. Pero la acerqué al borde del abismo, y al comprobar que no cerraba los ojos, sino que los abría con pavor, supe que no deseaba morir, tan sólo fugarse del infierno en el que el amor y la muerte no se distinguen.
»—Hace dos meses tomamos un pueblo, no importa el nombre… ni lo recuerdo. Entré con mis compañeros en una casa. Los piscos veían la televisión tranquilamente. Ni siquiera se habían escondido al oír el estruendo cuando volamos la bóveda de la Caja Agraria. “Estamos acostumbrados a que vengan a jodernos. Tomen lo que quieran”. Ya habíamos pasado al papayo a los policías, así que la cosa no iba con ellos. Nunca había visto la televisión… bueno, había visto algunos noticieros grabados que nos ponen en el campamento. Me fijé un rato en las imágenes, porque estaban hablando de las conversaciones de paz y de que el presidente estaba indeciso porque un comando guerrillero había emboscado una patrulla del ejército en Cáqueza. Ese ataque lo dirigía Usarmy, mi novio.
»—¿Usarmy? Bonito nombre.
»—Es que a su padre, que vivía en un barrio de invasión en Bogotá, le gustó cuando lo vio pintado en un helicóptero americano de antinarcóticos que aterrizó cerca de su casa. Quedó impresionado por el aparato, y cuando leyó las siglas, pensó que ése era el nombre que debía poner a su futuro hijo. Luego lo mataron los de la DEA. Ya ve usted…
»—¿Y qué pasó con las imágenes de la televisión?
»—Cuando mostraron a los guerrilleros que habían matado, allí estaba Usarmy con el pecho acribillado a balazos y el tiro de gracia en la sien.
»—¿Y por eso querías vengarte de mí? ¿Violándome, avergonzándome por ser parte de otro mundo que supuestamente es tu contrario? ¿Escondiendo tu impotencia tras un fusil? ¿Cargando en mí tu enfado y tu miseria?
—¿Todavía sostenía usted el fusil en las manos?
—Lo sostenía, y continuaba apuntándole a la cara. Ni sabía cómo funcionaba ese trasto. —Esbozó una sonrisa desvalida—. Poco a poco, Laura se me hizo más nítida en las tinieblas.
»—No me lo dijeron. Nadie me avisó. Tuve que enterarme por el maldito televisor —volvía a llorar—. Mi comandante, en vez de darme la noticia, me obligó a bajarme los pantalones en el río y a dejarle que se viniera sobre mí. Por eso quería matarlo. Sé que su misión es intervenir en favor de las conversaciones de paz. Quería matarlo para que todos se jodieran y este país termine de irse al chorizo, a ver si de una puta vez hay alguien que gane o alguien que pierda y salimos de esta embarrada de tantos años. —Intentó componerse—. Ya hemos contado demasiados muertos en esta guerra eterna.
»—No entiendo todavía por qué pretendías hacer el amor conmigo. Sabías que era imposible.
»—No quería tirármelo. Ya le he dicho que quería matarlo. No contaba con que usted iba a ser tan berraco. Creí que como cualquier curraca se iba a negar en redondo… y con ese pretexto me lo iba a bajar. Pero cuando empezó a empelotarse y a hablarme, me di cuenta de que usted era cuento y aparte… Me entró un culillo tremendo.
»—No tenías permiso de tu comandante, ¿verdad?
»—¡Coma mierda…!
Cogió su fúsil y salió pitando. Las últimas voces se apagaron con el fuego.
—Me hubiera gustado ayudarla. Estaba vuelta una nada. Permanecí dos días más en el campamento, pero no volví a verla. Es difícil conocer los complicados vericuetos a los que llevan el amor y la muerte cuando van de la mano.
—Es difícil… Tanto como separar el alma de Calamarí y el de la Colombia actual. —Miré el vaso con el hielo granizado, y en las últimas gotas de tamarindo, intensas, traslúcidas, estaban los ojos de Lorenza. Me vinieron a la mente unos versos que aprendí en un pequeño libro escolar de mi madre con manidas páginas de papel biblia, el autor, Gutierre de Cetina, y su título, escueto, Madrigal: «Ojos claros, serenos…».
La relación entre Francisco y Lorenza, durante más de dos años, se llevó a cabo con nocturnidad y alevosía, con la misma profundidad que los crímenes pasionales. La costa, desde Calamarí hasta la Guajira, era vergel suficiente para regarlo de amores. Cada noche se produjo el encuentro entre los amantes. Cada noche coincidieron en horas furtivas. Cada noche se milimetraron la piel. Cada noche el sargento, ascendido a rangos principescos, acudió en su caballo a liberar a la mujer —no creo que evocara el término «princesa»— secuestrada por el dragón. Cada noche… menos los viernes. Los viernes el dragón despertaba, y la princesa, convertida en una de sus discípulas, lo complacía con sus danzas y rituales mágicos.
Pocas veces se vieron a la luz del día. No porque tuvieran intención de ocultar su relación, más bien los quehaceres diarios no les permitieron acordar citas diurnas. Si alguna vez lo hicieron, se sonrojaron al verse.
Cuando Francisco tuvo conocimiento, fortuitamente, de que Lorenza sabía leer y escribir, sólo dejó escapar una trémula mueca de indiferencia. «¿Servirá eso de algo?». Ella le dejó saber lo que debía, y ocultó herméticamente los demás secretos: el pergamino y las veladas rociadas de sangre de gallo. Él nunca la interrogó. Estaba bien que una vez a la semana la mujer se entregara a sus cultos religiosos, sin sospechar de qué tipo, y que el hombre recorriera las tabernas del puerto haciendo honor al uniforme, narrando batallas inexistentes a las boquiabiertas pelanduscas, quienes fingían sorpresa a cambio de alguna moneda y un trago de fantasías.
Como los pinos que nacen torcidos y en algún momento se juntan para buscar la verticalidad, Francisco y Lorenza lograron darse el apoyo necesario en aquel bosque de incertidumbres luctuosas.
Catalina de los Ángeles había sugerido a la niña Lorenza trasladar a Margarita al interior de la casa. Entre las dos arrastraron el desfallecido cuerpo de la mulatona hasta la habitación que antaño ocuparan las mestizas.
—No me escondan mucho, a lo mejor no me encuentra La Mojana —había bromeado la esclava.
Pero la muerte la encontró rápido, gracias al rastro marcado por Lorenza desde el chamizo derruido hasta el cuarto del patio interior.
—Tengo algo que confesarte —dijo a su aya.
—Dime, niña. Es lo único que ya puedo hacer por ti, escucharte.
—He conocido un hombre.
—¿Blanco?
—Blanco.
—¡Ay, mi amor, qué dicha tan grande! Cuánto siento no poder levantarme a abrazarte. Mi diosito, cual sea, te colme de bendiciones. Fíjate, ahora que soy libre y no tengo a quién servir, estoy esclava de mí misma, de estas carnes cansadas. En verdad me regalas una tranquilidad muy grande. —Se quedó mirando el reboque de las vigas, donde la humedad permitía florecer verdes lamparones de moho—. De haber vuelto, no sé si hubiera podido engañarla otra vez.
—¿A quién?
—A nadie, mi niña, a nadie… Pero ¿me vas a decir cómo es?
Y Lorenza le contó, y le contó, y le contó como sólo se atreve a contar una mujer enamorada. Poco después se oyeron los cuatro golpes en el aldabón, contraseña pactada para avisar la llegada de Francisco. Catalina de los Ángeles, cómplice devota, abrió el portón e indicó con la mano al soldado que entrase sin hacer ruido. Lo llevó ante la presencia de su amiga-ama, incorporada junto al camastro de Margarita, que se había dormido en la recámara iluminada por la Luna.
—¿Os sucede algo? —preguntó el soldado en voz baja.
—No. Sólo quería que conocieras a mi aya antes de su partida.
—Por el estado en que la veo, no creo que tenga intención de ir muy lejos.
—No son oportunas las burlas.
—Perdonad. ¿Qué me queréis decir entonces?
—Que se va para siempre. La muerte ya viene por ella.
—¿Cómo podéis saberlo?
—Yo misma la avisé esta tarde.
—No os comprendo.
—Ya lo sé. Es difícil de entender. Sólo quería que la vieras. Ha sido mi segunda madre, mi amiga y mi maestra.
—Suerte que tenéis. Habéis tenido dos madres, yo ninguna.
—Así tampoco tienes fantasmas.
—¿A qué os referís?
—A los vacíos que dejan cuando se marchan.
—¿Y si todo lo que tienes es un gran vacío?
—Habrá que hacer lo posible por llenarlo.
—¿Con qué?
—Quizá con estrellas. —Lorenza miró por el ventanuco a los pies de la cama—. ¡Mira cuántas! Me inquieta tanto lo que dicen.
—La primera vez que os vi, también las nombrasteis.
—Me dicen cosas.
—Cosas… ¿como cuáles?
—Cosas que pueden pasar. Como de ti y de mí.
—¿Y qué dicen de nosotros?
—Eso es precisamente lo que me azora. No son claras. Saltan. Saltan de un lado para otro, pero no concluyen nada. Habré de ser paciente.
—La paciencia es la madre de la ciencia.
—Anda, déjate de refranes y vamos fuera. —Lo empujó revoltosa.
Margarita entreabrió el rabillo del ojo y dejó en la boca un rictus de conformidad.
—¡Atrás, negros ladrones, hijos de Satanás! ¡Todo es mío, mío, y conmigo viajará a España, lejos de vuestras sucias manos! —gritaba el abate desde sus confines.
—No le hagas caso. —El sargento había echado mano a la empuñadura—, es el tío Luis. Ya te he contado que está medio loco. No ha vuelto a salir de su habitación, incluso tenemos que dejarle la comida en la puerta. Ni siquiera sale para hacer sus necesidades. Piensa que los esclavos entran en su recámara a robarle los tesoros. Pero los esclavos, como te das cuenta, se fueron hace tiempo. Ahora le ha dado por gritar que parte a España… Será el último de mis grandes fantasmas.
Antes de irse, Lorenza encargó a Catalina la vigilancia del canónigo y, sobre todo, el cuidado de la enferma.
—No se preocupe, niña Lorenza, la cuidaré bien. Vaya tranquila.
No quería presenciar la llegada de la muerte. Se lo prohibía el recuerdo del manto cubriendo a su madre en la orilla del mar.
Cabalgaron al abrigo de la playa, y a lomos de un caballo tordo trataron de comunicarse en el silencio. Retardaron la vuelta lo más posible, hasta que se hizo inevitable.
—Niña Lorenza, se fue sonriendo, despacio, muy feliz —anunció Catalina de los Ángeles cuando regresaron al despuntar el alba—. No debe llorar, niña. Margarita me dijo que no lo hiciera, que nunca la dejase estar triste.
—¿Pudiste hablar con ella?
—Claro; la acompañé hasta el claro de la selva…, usted ya sabe dónde. Allí se despidió. Estaba rejuvenecida, como si la muerte le hubiera llenado el cuerpo de vida. La Mojana la envolvió con su manto y la metió en el tronco de la ceiba grande.
—Francisco —dijo Lorenza—, es mejor que te vayas. Debo subir a comunicarle al tío que ya no queda nadie.
Cuando se quedaron solas, Catalina sacó del bolsillo un collar de cuentas azules y naranjas, y se lo dio a su ama.
—Margarita me pidió que se lo entregara.
—Sus amuletos…
—Ahora son suyos, niña Lorenza, el poder de los loas, su herencia.
Se colgó los abalorios al cuello y atravesó la finca hasta el claro de la selva. Abrazó el tronco de la ceiba grande. Una intensa y cálida energía le recorrió el cuerpo. La madera se humedeció con su llanto, fue una con la manigua.
Al alejarse, el árbol también lloraba. Hilos de agua surcaban la corteza hasta esconderse bajo la tierra, donde se mezclaban con las lágrimas de Lorenza.
—Don Luis está muy inquieto. Ha tirado la bacinilla por la ventana y ha roto los vidrios. Amenaza encerrar a los esclavos en la casa y prenderla fuego con ellos dentro. Dice que así partirá tranquilo a España —advirtió asustada la mandinga al divisar a su ama en el patio nuevamente.
—Pues habrá que hacer de tripas corazón. No será el mejor momento, pero hay que avisarle tarde o temprano. Voy a subir… —dijo resignada mientras se limpiaba la cara.
Al escuchar el crujido de los escalones, el clérigo comenzó a gritar. Presentía el grupo de negros en otra intentona de asaltar su baluarte.
—¡Vade retro, maleantes! Si osáis tirar la puerta abajo, os ensartaré en esta espada de buen acero toledano, que así no tenga práctica en las lides de la esgrima, me bastará un poco de empeño para estocaros de parte a parte… ¡A mí la guardia del Señor! ¡Suenen las trompetas del Apocalipsis!
—Abra, tío. Soy su sobrina. —Golpeó con los nudillos.
—¿Qué sobrina? No tengo sobrina alguna. Sois ilusos si pensáis engañarme con tan pueriles añagazas.
—Soy Lorenzana. Abra, por favor. Tengo urgencia de hablarle. Algo grave ha sucedido.
—No conozco ninguna Lorenzana. Vaya con Dios, señora. A propósito, dígale a su marido que me debe tres odres de vino —desvarió.
—Don Luis, justamente vine con tal propósito —pensó rápido la argucia—. Aquí le traigo la plata.
—Entonces podéis seguir, el dinero nunca ha sido mal recibido en esta casa.
El abate corrió la tranca y sollozó tímida la puerta de doble hoja. Lorenza asomó la cabeza, prevenida. Se introdujo con un pasito corto, tratando de evitar sorpresas. El cura estaba de pie en un rincón junto a la cama, el colchón herido de muerte, rebosando lana por los cuatro costados. La sotana raída tenía más huecos que color, y el aspecto lacerado del doctrinero hacía parecer que verdaderamente se hubiera dedicado a las labores propias de su título. La muchacha tuvo que taparse la boca y la nariz con las manos, porque los efluvios pestilentes intentaban meterle los dedos por las fosas nasales y la garganta para vaciarle el estómago. Don Luis permanecía firme, empuñando un palo, el mismo que hacía un instante pasaba por distinguida espada con forja y sello toledanos.
—Lorenzana, ¿por qué no me dijiste que eras tú? —Sorprendentemente recobró algo de cordura.
—Venga, tío. Salga un momento.
—¡Por Dios, sobrina! Esos malandrines deben estar al acecho.
—No, tío, no. No hay malandrines, ni esclavos, ni ladrones… No hay nada más que ruinas. Ruinas por todas partes.
—¿Ruinas?
—Asómese al corredor.
Lorenza se apartó para dejar salir al abate. Se destapó la boca y la nariz cuando el hedor guardó las manos en los bolsillos. El desencajado esquizofrénico tardó un buen rato en pisar el balcón. Detrás de él salieron, con igual desconfianza, los ogros de su entendimiento. Examinó los restos de la casa con solemnidad. No interrogó a Lorenza. Se limitó a preguntar por Margarita.
—Murió anoche.
Dio un respingo, como si algo le hubiera pinchado dentro. Se giró, volvió al cuarto, y antes de cerrar dijo: «Me voy a España. Pero antes, te dejaré organizada». La frase sorprendió a la muchacha, pero hubo de ponerla en remojo.
El tío Luis no volvió a recluirse. Mandó subir una palangana con agua. Pasadas unas horas apareció en el patio de los esclavos, afeitado y con sotana limpia. Entonces se dieron cuenta de lo flaco que estaba, chupado, pero con el vientre abultado en exceso. Parecía el cura badajo de la sotana. Caminaba encogido, seguramente por causa de algún dolor intestinal.
—Volveré pronto —hizo un gesto de «hasta luego» con la mano y salió a la calle.
Francisco seguía golpeando el eslabón cuatro veces cada noche. Sin embargo, la tristeza se desparramó sobre la vida, y espesó con la noticia de un posible traslado del sargento mayor a la vecina población de Riohacha.
—Hoy te corté una flor en el camino. —El soldado la ofreció a Lorenza.
—Es una adelfa.
—No sé mucho de plantas.
—Esta flor se convierte en un fruto venenoso.
—No lo sabía. Disculpad si es considerada mala hierba. Me llamaron la atención sus colores.
—La has cortado a tiempo. Aún sigue siendo una bella flor.
—Cómo se van enredando los personajes por ahí dentro, ¿no le parece? —dije al padre Ferrer cuando volví a sentarme después de tirar el vaso del raspao en una caneca.
—Sí… Los va uno interiorizando, sin querer, haciéndolos propios, familiares.
—Me ha dejado usted hecho polvo con lo de la muerte de Margarita. Creo que le iba tomando cariño.
—¿Tanto como a Lorenza?
Me apabulló el interrogante. ¿Había demostrado en alguna oportunidad un síntoma incontrolado que desvelara mi inquietud por ella? Traté de rescatar uno, pero no lo encontré. Ni siquiera estaba celoso de mi antepasado. ¿Cómo podía estarlo, si todo aquello era una excavación de arqueología espiritual? Algo se movía en el subsuelo de sus palabras.
—A veces los pinos se cruzan. Tras la ayuda mutua, cada cual sigue su ascenso hacia las nubes, con la misma dirección, aunque por rutas diferentes. —El sacerdote observaba por encima de mi hombro el Palacio de la Inquisición.
A los ocho días del mes de noviembre de mil y seiscientos y diez años, en la antigua Casa de la Inquisición, la misma donde Lorenza se encontraba años atrás con Domingo del Señor antes de ser ocupada por los hermanos del Santo Oficio, el negro Juan Lorenzo, «hechicero, brujo, sortílego herético y cómplice de la dicha doña Lorençana de Acereto», rendía declaración ante el Tribunal. El inquisidor general había bloqueado el sol de las cuatro de la tarde cerrando las contraventanas de la sala. Una fina raya de luz caía sobre sus manos y el resto de la mesa, partiéndola en dos. El reo sólo alcanzaba a vislumbrar en las tinieblas los ojos inescrutables del dominico. El escribano había comenzado a redactar el testimonio:
«Dixo que por el año de mil y seiscientos y cuatro, tratando este deshonestamente con Juana de Hortensio, por otro nombre la Colorada, fue a verla y la halló vaylando en cassa de Elena de Vitoria una noche, y con ellas muchas negras y algunas blancas, y llamando a la dicha Juana de Hortensio, le preguntó qué vayle era aquel y la susodicha le respondió que se estava entreteniendo y, entendiéndolo la dicha Elena de Vitoria, y las demás que allí estaban, salió de entre todas y habló con éste y le dixo que en todo lo que hubiese lugar le avía de servir allí y viéndose éste otra noche con la dicha Juana de Hortensio y hablando acerca de los bayles que se hacían en cassa de Elena de Vitoria, le confesó la dicha Juana de Hortensio que todas cuantas allí acudían eran brujas. Y ella también lo era, de lo que éste se escandalizó y la riñó mucho y después, passados algunos días, llebado de la curiosidad de saver lo que después pasaba en aquellas juntas, le dixo a la dicha Juana de Hortensio que le avisase en qué noche se juntaban para sus brujerías, que le avisase, que quería yr a verlas y la susodicha le manifestó que los viernes en la noche se hacían en los mançanillos de la ciénaga, xunto a la ceiba grande del claro y, avisado de esta forma se fué un viernes en la tarde a cassa de la dicha Elena de Vitoria y hallando a esta negra sola en el portal, le dixo que quería hallarse en una de las juntas de las que hacían y que venía para aquel effecto y la susodicha le respondió que se fuese acia los mançanillos de la ciénaga, lo cual hizo éste y llegaron casi todos y este rreo a un tiempo como a las nueve horas de la noche, poco más a su parecer, y, estando éste apartado, le llamó la dicha Elena de Vitoria y le dixo que llegase y éste llegó. Tomándole la mano la dicha Elena le llebó a una parte donde estaba un trono negro muy sumptuoso, debaxo del cual estaba Lucifer, muy feo y abominable, con forma de negro enorme aviado de vestiduras obispales. A su lado avía otras muxeres, entre ellas doña Lorençana de Acereto, que vi en primera vez y me turbó la mente su hermosura, y destacava sobre todas las negras que allá avía. La dicha Lorençana tenía gran poder entre todos. Sus vayles fueron muy alavados de los otros, y el diablo regocijóse mucho en ello. Luego la dicha Elena de Vitoria le dixo a Lucifer: aquí te traygo un discípulo más que quiere ser tuyo y de su gremio, a que rrespondió el dicho Lucifer, con una voz ronca, como si pusiera la mano en la voca, que fuesse en hora buena, pero que para ser suyo avía de rrenegar de Dios y de sus sanctos y de la Virgen Nuestra Señora y del Bauptismo y chirsma que avía recibido y que le avía de reconocer por su Dios y Señor poderoso para salvarle y darle la gloria y muchos bienes en esta vida y éste, llebado de la codicia de lo que le avía prometido el diablo, creyó todo lo que le avía dicho y hizo el rreniego en la forma siguiente: Puesta a su lado la dicha Elena de Vitoria, como su madrina, y este rreo puso la mano yzquierda sobre la del diablo y dixo: Yo, Juan de Lorenzo, reniego de Dios y de sus sanctos y de la Virgen María Nuestra Señora y del bauptismo y chirsma que he recibido y reconozco a tí, por mi Dios y Señor poderoso para salvarme y darme la gloria y muchos bienes en esta vida; con lo cual se apartó de la ley ebangélica de nuestro Redemptor y Salvador Jesuchirsto y se pasó a la maldita secta de los brujos, creyendo, como creyó, salvarse en ella y ser la buena para la salvación, no obstante que supo y entendió que la una era la contraria a la otra. Y acabado el dicho reniego, le dió por compañero a un diablo llamado Taravira, el qual estaba en figura de hombre enano, vestido como yndio, el cual le mandó hazer una cruz en el suelo con el pie yzquierdo y que la borrase con el trasero y éste se acussa lo hizo según que se lo mandó el dicho diablo. Luego el demonio llamó a su altar a la dicha Lorençana, y le dixo por qué era su idea de volar, a lo que dixo que su amado avía sido llevado al Rio de la Hacha, que era soldado, y el vuelo en escoba la llebaría a su lado. El diablo alavó que le servía bien, y para darle ese don devía conocerla carnalmente, a lo que la dicha Lorençana dixo no estar dispuesta y que su doncellez tenía amo, y luego el diablo la apartó en paz, y ella vayló desnuda del lado de la ceiba grande con los otros en forma distinta sin dejarse conocer de nadie. Con candelillas en las manos andubieron baylando al rededor de un cabrón, al qual le vesaban en el trasero y esto lo hiço el rreo al dar la buelta, como los demás y luego pussieron unas messas para cenar y cenaron y éste alcanzó un bocado de arroz sin sal y desabrido y, apagadas las candelillas se juntó éste con su diablo y lo tomó por el vaso trasero, conociéndole, una vez acabado lo cual se volvieron a sus cassas y declara que cuando se juntó con su diablo Taravira, y le conoció por detrás tubo mucho gusto en él, más que si estubiera con una muger».
—¡Cómo se lo pasaría el enano; y cómo sufriría la pobre cabra! Aquellos diablos querendones de Calamarí, definitivamente, eran muy divertidos. Auténticos compadres de don Cleofás, el Diablo Cojuelo, quien perfectamente hubiera podido husmear tras las esquinas de esta ciudad —exclamó el padre Ferrer—. A la larga, acababan ofreciendo sus favores por un plato de comida, un conocimiento carnal, y hasta por el simple orgullo de reclutar adeptos. No eran como los europeos, que de entrada exigían el alma. Pero fíjate cómo la doctrina católica desplazó a la africana, al principio mezcladas, y poco a poco venciendo una sobre otra. Los loas sucumbieron ante los diablos menores, las mambo ante las madrinas, la sangre de gallo ante el arroz sin sal. Los mismos curas, con sus ideas premeditadas sobre los ritos satánicos, a fuerza de machacar la conciencia de sus catecúmenos, terminaron causando el efecto contrario al pretendido. Los africanos, acompañados ya de muchos blancos, asumieron las formas del ritual demoníaco que tanto exaltaban y hacían temer a los doctrineros. Lorenza, a pesar de tener algo más de educación, no era menos ignorante que los demás, por eso asumió también las modas que iban imponiéndose en las juntas. Huyeron sus espíritus negros, sus ídolos indios, y dejaron el espacio libre a las supersticiones blancas, a las oraciones improbables, a los filtros inútiles… a la necesidad de calar en una sociedad absurda para alejar las soledades.
En pie, caminamos por la calle de los Santos de Piedra en dirección al Santa Clara, huyendo del bullicio de la Plaza de Bolívar. Al pasar frente a una oficina de Adpostal, el padre Ferrer paró y me dijo: «Mensajero. La palabra nuntius significa “mensajero”».
Aunque sabes leer, no creo que mis cartas puedan llegarte a las manos. Entre otras cosas, porque no tienen cuerpo. Yo diría que ni siquiera existen. Las palabras son palabras, extintas y poderosas, como los dioses de antaño. Por si acaso, escribo y leo en voz alta asomado a la ventana. Debemos obedecer al tiempo. ¿Quién eres, Lorenza, tan lejana y tan mía? Ahora tengo la oportunidad de adormilarme en el vuelo de las golondrinas, les ruego que te entreguen, si te encuentran, las pocas palabras que puedo colgar en sus alas. ¡Mis fieles mensajeros!
Extraño es el conjuro por el cual me dominas. No tengo motivos para haberte seguido hasta el pasado. No tengo disculpas por no haberte rodeado sin despeñarme en tu impalpable corazón. No entiendo el poder que me incita a enamorarme de mis propias creaciones, si no eres más que eso. Sé que existes, aunque no tengo claro si estás dentro de mí porque te imagino a mi manera y te me escapas, o vienes desde fuera y te atornillas en mi pensamiento como la única idea perfecta del amor. ¿Me estás llamando, o lo estoy haciendo yo?
Desde el traslado de Francisco, Lorenza sumergía la soledad en estratégicas incursiones a la alta sociedad cartagenera. Buscaba alternativas que la acercasen a la posibilidad de manejar el destino de su amado. Era fácil arrimar su mágica reputación a las aburridas españolas, hartas del misal y la mantilla, ávidas de adentrarse en esotéricas aventuras que las transportaran a la gloria, o simplemente lejos del marido, sin reparar en los medios empleados para conseguir el cometido. Además de beata, como imponían las iletradas novedades, había que ser bruja, o al menos, si la estrecha vigilancia del esposo lo permitía, hechicera. Y nada mejor que la proximidad de la famosa Lorenzana, educada, bañada en las mejores artes nigrománticas, según rezaban las malas lenguas, para ostentar ante el vecindario el preciado y oscuro calificativo. Una bruja blanca, como ellas.
La esclava de color Elena de Vitoria acaudillaba a todas las morenas de Calamarí; era reconocido su dominio sobre la legión de brujas negras. Bárbola de Esquivel, esposa del gobernador de turno y ama de la Vitoria, había conseguido iniciar en las prácticas de su fámula a un nutrido grupo de amigas, tan carcomidas por la incultura y los años como ella. «Tú no sabes, mijita, lo que es tener a los cincuenta un negrote de esos encima». «Imagínate, desde que aprendí la Oración de la Estrella, el capitán de la guardia muere por mí». El negro Juan Lorenzo no era el único hombre adepto a los ritos prohibidos. Sin embargo, blancos, varones, no había.
Lorenza, heredera de la mambo grande, Margarita, tenía el respeto de las negras y la admiración de las blancas. En ella el poder, la libertad, el miedo, la belleza, el modelo, la envidia, el fanatismo, el descanso, la fama, la magia, el sexo, el amor, las oraciones, el consuelo… el consuelo.
Antes de acudir a la cita programada con doña Bárbola, Lorenza leyó con dificultad una carta sellada en el cuartel de Riohacha. Por encargo del sargento mayor Santander, el cabo Pedro José Meneses, con borracha caligrafía, «tomaba atrevimiento de escribir al dictado de su superior». Aparte de las gastadas fórmulas amatorias que seguramente había reclutado de entre todos los compañeros, dos párrafos captaron su atención. Uno decía: «Respecto a vuestro encargo de averiguar el significado de la palabra nuntius, el cual no pude cumplir por mi presurosa salida de Cartagena, he de comunicaros que gracias a la benevolencia de mi buen amigo el padre Vanegas, capellán del acuartelamiento, la susodicha palabra se traduce al castellano por mensajero. Espero haberos servido en vuestros alocados deseos». El otro, en mano más alcoholizada y por tanto peor escrito, rezaba: «Acaba de acariciar nuestros oídos el inspirado vate, horror de musas y demás féminas, pero buen declamador, Diego López de Ortuño, con un madrigal que habla de ojos y, escuchándolo, me han sugerido los vuestros. Por ello he solicitado al cabo Meneses que lo copie para vuestro disfrute, y sentid, así yo lo quisiera, que os lo digo rendido ante vuestra persona:
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuando más piadosos
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos».
—… ya que así me miráis, miradme al menos —yo mismo terminé de recitarle al padre Ferrer los versos del madrigal.
Otra vez el estupor se me había trepado al rostro. No podía creer que Francisco Santander, mi antepasado, enviara en su carta el mismo poema que yo acababa de recordar minutos antes en el color del tamarindo. ¿Por qué, entre los millones de poesías que campean por nuestras letras, la de Gutierre?
—Me alegra que lo conozcas —aplaudió el sacerdote—, es uno de los poemas más bellos que se han escrito. Su autor falleció en 1560, poco antes de que Lorenza viniera al mundo.
—¿Está seguro de que ése era el poema, justamente ése, y no otro?
—La carta está conservada en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. Cayó en manos de la Inquisición y fue adjuntada al proceso. Conseguí una copia. Te la mostraré en mi despacho cuando tengamos ocasión.
Lorenza se escondió en el cañaveral para cotejar las formas de los versos de la carta con los del pergamino. Eran iguales. Lo del manuscrito, como dijo su madre, debía ser un poema, así estuviera escrito en latín. Y ya tenía la primera palabra: mensajero. Memorizó tres más para destaparlas a la primera oportunidad: Cometes, coniuratio, sanguis.
Cuando llegó a casa del gobernador, doña Bárbola esperaba abanicándose la egolatría, acompañada en la sala por doña Ana María de Olaneaga, órgano difusor por excelencia de los acontecimiento ocurridos tras las herméticas paredes de la ciudad, e invaluable canal para dar a conocer cuanto chisme interesase circular en las reuniones. Dicho de otra manera, una cotilla sin parangón, o quizá, la primera periodista social de Calamarí.
La jetona y descarada Elena de Vitoria merodeaba felina el perímetro del salón, temerosa de las artes de la bruja blanca. Tras un chorrero de banalidades, capoteadas por Lorenza con riguroso aburrimiento, la conversación dio un brinco al informar doña Ana María sobre la estupenda noticia que la jornada anterior había sorprendido a la distinguida sociedad cartagenera: «El escribano está dichoso, celebrando por las tabernas el acuerdo cerrado con don Luis».
—¡Estaréis contenta! No todos los días se pesca un mozo como Andrés del Campo, tan distinguido, tan galante y… tan rico —ironizó doña Bárbola.
—¿De qué me están hablando? —se asustó Lorenza.
—Mijita, no vengas a decirnos que no estás enterada de tu propia boda… —Arqueó las cejas doña Ana María, plegó el abanico y se ufanó al haber cumplido la tarea de informar a la desconcertada jovencita sobre el cambio ineludible que iba a producirse en su vida.
Las urracas colmaron a la invitada de felicitaciones. Secundadas por el interés de ganar su confianza, la esposa del mandatario le prometió como regalo «un vestido de gran señora, confeccionado en Barcelona con las mejores telas, para que puedas quemar esos andrajos de esclava y entres en la nobleza por la puerta grande. Ahora vas a ser una de las nuestras». «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda», imaginó Elena de Vitoria. «¡Ja, eso quisierais vosotras!», pensó Lorenza.
—Acérquese, Elena —ordenó la anfitriona—. Díganos esa oración de la Estrella que usted sabe. No le vendrá mal a Lorencita aprenderla… aunque ella conoce muchas más —bajó la voz en confidencia y echó el cuerpo hacia delante—. Mijita, como ésta, ninguna para domesticar a los hombres —dijo colmada de rancia pillería.
—«Estrella luminosa, linda eres y bella, una merced y un don me has de otorgar, esas dos que a tu lado están, por compañeras te las doy; de la otra parte de la mar iréis; los cuchillos de las cachas negras llevaréis; en el monte Olibete entraréis, tres baritas de cedro negro cortaréis, en la piedra de Satanás las amolaréis, y en la paila de Barrabás les sancocharéis y al corazón de fulano o fulana se las pasaréis, para que se muera por mí, queriéndome bien».
—No falla. Dile, Ana María, cómo traes a tu capitán… de cabeza, como lo oyes, de ca-be-za.
Lorenza se levantó, dio unas gracias someras arrastrando una excusa, y encaró furiosa la calle de los Estribos al encuentro de su patético tío. «Enloqueció del todo». Ahora sabía qué estaba pensando cuando dijo aquello de «dejarla organizada». ¿Qué pretende ese cura chanchullero? La había ignorado toda la vida abandonándola a su suerte, relegándola a los confines del olvido. Y de pronto, seguro a cambio de un buen dinero, asume la tutoría embalsamada y la arroja en los brazos de algún cretino que tiene necesidad de comprar esposa. ¿Dónde iban a parar sus amores con Francisco? ¿Dónde la libertad que siempre había disfrutado? ¿Dónde su derecho a tomar las más importantes decisiones?
—Lo siento, Lorenzana. El trato está firmado.
—Y cobrado.
—¡No seas insolente!
—Es la educación que he recibido.
—No me interesan tus reproches ni tus monsergas. Soy oficialmente tu tutor, y por tanto, puedo disponer de todo lo que te convenga.
—¿Sin consultarme?
—Cuando cumplas veinticinco años tendré obligación de consultarte. Mientras, harás cuanto se te ordene. La boda será en diez días.
—Va usted a casarme con un desconocido al que no deseo.
—Tiempo tendrás de conocerlo… y de desearlo.
—Pero yo amo a otro hombre. Un hombre al que he entregado mi amor. Un hombre por el que fui desdoncellada —se arriesgó.
—Eso tampoco es problema. La remiendavirgos puede componerlo. Se acabó la discusión. Tú te casas y yo me voy a España con viento fresco.
Una brisa gélida cruzó la estancia.
Nada pudo hacer Lorenza para impedir el matrimonio. Las leyes daban la razón al canónigo. Aprendía por momentos la necesidad de colarse por debajo de los códigos, de esconderse detrás de los manuales.
El regalo que le dio el abate fue la esclava Catalina de los Ángeles. «Para que te sirva». «Ya… una esclava sirviendo a otra».
La ceremonia se celebró en la catedral, «donde se casan los ricos». Previamente Lorenza había recurrido a las cautivas para averiguar sobre la integridad de su futuro cónyuge. Integridad hipotética, derrumbada con facilidad por el ariete informativo de las confidentes. Niñato de buena familia salmantina, apuesto, codicioso, acaudalado y aventurero, entre los mejores adjetivos. Rijoso, asaltacamas, borracho, fallero, tramposo y pendenciero, entre los peores. Hábil extorsionador de los incautos que por desgracia aparecían inculpados en alguno de los papeles que debía notariar en su calidad de escribano. Cizañero contrincante, mal enemigo, peor amigo. Se debía, por ser vos quien sois, a su fortuna, al vino, a las mujeres, y muy de vez en cuando, al trabajo. Trabajo que normalmente le resolvían los subalternos.
Si el opíparo estipendio recibido por la boda con la de Acereto era acompañado, como pregonaban, por la hermosura de la mercancía, nunca se vería igual de chispeante al escribano por haber firmado tan lucrativo negocio.
La novia, el día de la boda, vestía el traje obsequiado por doña Bárbola de Esquivel. La cacatúa, ufana, aireaba desde el primer banco las migajas de su inmodestia con el abanico. Lorenza buscaba desde el altar su coro de esclavos, sus amigos, sus fantasmas, algo que le fuera conocido, que le devolviera una pizca de cuerda realidad. Pero estaba sola, sola como siempre… sola como nunca.
Bajo las finas telas había escondido sus collares, de vez en cuando los acariciaba con disimulo. Se fijó en las miradas de los Cristos, vírgenes y santos, y observó que la observaban con misericordia, como no lo habían hecho antes. ¿Por qué el miedo se disfrazaba de ternura?
Por fin reparó en el novio, bajito, de buena planta, debía acercarse a la treintena. A simple vista el hombre parecía inocente; sin embargo, estaba prevenida por las bocas de sus negras. Cautivador, no era raro que se hubiera convertido en el niño mimado, el juguete, de aquellas momias enmantilladas que suspiraban celosas en las primeras filas.
El obispo Juan de Ladrada celebró el sacramento. La novia evadió los latinajos como pudo, luchando contra ellos con gratos recuerdos, con fuego. En mitad de la ceremonia el obispo le tocó el brazo para que dijera «sí». Dio un «sí» mecánico, carcelario, digno de la ocasión. El novio lanzó un «por supuesto» exorbitante. La belleza de la muchacha era más de lo que podía esperar. «¡Qué luna de miel me aguarda, vive Dios!». «Este imbécil va a pasar la noche a dos velas».
Una pirausta sobrevoló la llama de un cirio y, persiguiendo su vuelo, ella se despidió de una juventud deshilvanada, próxima y a la vez remota. Don Juan de Ladrada les bendijo. «Puedes besar a la novia». Lorenza apartó los labios, y tras recibir el beso en la mejilla, le susurró al oído: «Lejas casas de mí estás. Criados tienes y no me los envías, yo los tengo y quiérotelos enviar. Tres galgos corrientes, tres liebres prudentes, tres diablos patentes». Advertido quedaba. Un sudor frío le corrió a Andrés del Campo por la espalda. «¡Vaya con la hembrita! Ni en la casa del Señor guarda los conjuros. Pues bruja o hechicera, a ésta la domestico yo con la correa, así tenga que romperle trescientas en el lomo».
Lorenza disimulaba a duras penas el dolor que le causaban los trabajos que la noche anterior le había realizado la remendera entre los muslos.
—Aguantará. Tu marido va a tener que meter los riñones para derribarlo. Si te duele un poco, sufre. Debe haber sangre para que no sospeche.
El tío Luis no estaba entre los invitados.
Catalina de los Ángeles lloró con la novia… de tristeza.
Andrés del Campo no permitió que su esposa llevara al nuevo hogar las túnicas de esclava ni sus antiguas pertenencias.
—Desde hoy te vestirás como una dama. Serás digna de portar mi apellido y de pertenecer a una de las familias de mayor tradición en las Españas. —Le arrancó los abalorios del cuello y los arrojó al suelo delante de todo el mundo.
Miles de cuentas llovieron por las escaleras del altar, ruidosas, perdidas. Ella congeló la impotencia en los dedos apretados contra la única cuenta que pudo retener.
Catalina de los Ángeles, alertada por la desaparición del canónigo, volvió a la casa antes del banquete. La puerta de la recámara estaba con el tranco corrido. Llamó varias veces sin obtener respuesta. Angustiada pidió ayuda a los vecinos, entre ellos, el médico Gaspar Ñuño. Empujaron los batientes hasta que cedieron. Allí estaba don Luis, sentado en la bacinilla, tieso como la mojama e inflado como un balumbo. El último pliego de la capa de la muerte resbalaba hacia el exterior en el marco de la ventana abierta. Lo examinó el galeno. «Acaba de fallecer. Este hombre llevaba por lo menos tres meses sin cagar. Ha muerto envenenado en sus propios excrementos».
—¿Francisco no hizo nada?
—Cuando Francisco recibió noticias de Lorenza, ya era la esposa del escribano.
—Supongo que montaría en cólera.
—No lo sé; estoy por afirmarte que lo dudo. Después de conocer los hechos, tu querido antecesor tardó bastante en volver a Cartagena.
La fachada del hotel truncó la conversación, pero no he podido olvidar el tono rabioso con que el padre Ferrer pronunció la última frase.
Nos despedimos. Subí a mi habitación inquieto. Antes de coger mis cuadernos reparé en el teléfono. Caí en cuenta que aquel aparato podía conectarme con una existencia paralela. Hablé con mis padres. No les expliqué nada de mis incursiones en el pasado. Más bien me limité a comentarles las típicas turistadas del hijo que marcha de agradables vacaciones, así no comprendieran todavía qué interés podía imanarme en aquellas tierras de antepasados. «¿Qué narices habrá perdido allí Alvarito?». Los dejé tranquilos.
Tomé mis apuntes, ávido de encontrar en ellos una parte de Francisco Santander. Allí estaban, con mi letra, muchos de sus pensamientos. Ojos claros, serenos…