Capítulo 2

El lunes por la mañana compré el periódico en la librería del hotel. ¿Un libro o el periódico? El periódico. Luego me sumé al pelotón de turistas que junto a la piscina eran fusilados por los rayos del sol y leí. Un grupo de canadienses ya presumía de natural bronceado camaronero, que pocas horas después los tendría tumbados boca abajo en las habitaciones con paños de vinagre en la espalda para aminorar el dolor de las quemaduras.

Pasó rápida la mañana. Almorcé. Una siesta para esconderme del calor.

Y por la tarde, aprovechando el sereno, me aventuré hacia la parte nueva de la ciudad. Pocos metros después de abandonar el recinto amurallado, miles, millones quizá de negritos saltimbanquis me rodearon haciendo malabarismo con diez pares de gafas en cada mano. «Mono, le vendo las Rayban. Baratas». Tan sólo a un morenito genuinamente descarado le cogí un modelo que me llamó la atención. Al pasarle un dedo por la marca, se borró. El negrito marchó jurando, de todas formas, que eran auténticas.

Gentío aglomerado frente a los puestos de vendedores ambulantes, las terrazas de las cafeterías a rebosar, el desfile de bronceados… no era un panorama muy distinto al que se vive en una típica ciudad veraniega de cualquier costa.

Debo confesar que no me gustan los paseos solitarios. Tengo cierta animadversión a la soledad peatonal, así constituya un elemento necesario para las pretensiones de un curioso. Pronto me sentí incómodo entre la turba. Regresé a la tranquilidad guardada detrás de las murallas. A pesar del ajetreo, del griterío, de las maromas de los negritos, de la vertiginosa carrera de las olas, de los autobuses con la radio a todo volumen, del fresco nocturno en su despertar, de las idas y venidas de los ecos, a pesar de todo, la vida iba muy despacio. No sé si todos aquellos seres humanos sentían lo mismo. Supongo que no, que a cada uno la vida le marcha como se le antoja. Pero yo siempre he tenido la contravenida sensación de que la vida se mueve mucho más lenta que mis anhelos, que mi mundo interior. Por eso, ya en el Santa Clara, a ver si frenaba un poco, me senté al alivio de las teas del claustro a escribir unos versos. Pero me di cuenta de que aquel, como tantos otros escritos míos, sólo era un ilusorio mazamorreo de palabras buscando sueños imposibles.

A las diez de la mañana del día siguiente, tal como habíamos acordado, el padre Ferrer pasó a recogerme. Bajé de mi habitación y le vi charlando en el hall con un empleado del hotel (digo empleado porque tenía un identificador, un carnet si no recuerdo mal, colgado del bolsillo de la camisa).

—Hola, Álvaro, buenos días —me saludó el padre, animoso—. Te presento a Maurice, el gerente de alimentos.

Me estrechó lánguidamente la mano. El galo, de formas un tanto amaneradas, resultó ser mucho más cordial de lo que a menudo son los parisinos: ya estaba invadido de trópico. Nos invitó a conocer el bar, recién inaugurado, dijo, el que está en el patio del ala izquierda. La ambientación se había logrado con artilugios marinos, no entiendo mucho de marinería, así que no los describiré. El local todavía estaba cerrado, sin asear, y él mismo nos sirvió dos jugos de guanábana. Parecía, a la luz de la conversación, que el padre Ferrer lo había conocido años atrás, en Aruba, en otra hostería de la cadena francesa.

—Quiero que vean algo interesante —éste también vapuleaba las erres, como Jean Aimé.

Maurice nos pidió que le acompañáramos. En el centro del bar, una angosta escalera de piedra descendía hasta una reja cerrada. Abrió el candado y prendió una bombilla de escasa potencia… ruina de bombilla. Una bóveda fría y húmeda se iluminó ante nuestra sorpresa.

—Ésta es la cripta donde enterraban a las monjas —comunicó alegremente, como si hubiera finalizado un truco de magia.

Estaba limpia de restos, pero no dejaba de infundirle al cuerpo cierta sensación de escalofrío.

—¿Qué piensan hacer aquí? —preguntó el sacerdote.

—Posiblemente una discoteca, ¡para que la gente venga a mover el esqueleto! —respondió muerto de la risa.

Las vueltas que da la vida, pensé. Al padre Ferrer no le hizo ninguna gracia el chiste, pero tampoco lo recriminó.

—Como dijo Virgilio, varium et mutabile —comentó el padre Ferrer mientras subíamos de nuevo la escalera.

El hostelero de suaves maneras tuvo que atender sus obligaciones, así que nos obsequió con la placidez del bar. Allí nos sentamos a sorber el jugo.

Los siete años no sorprendieron a Lorenza con la única muerte de Jean Aimé. A los pocos meses, María dejó de luchar contra el sufrimiento. Sin las pócimas del francés su salud se había deteriorado rápidamente.

Pocas horas antes de morir, por el ánimo de confortar a su madre, quizá de evitar una muerte anodina, sin nada que terminase de unirlas, Lorenza le mostró el pergamino. Haciendo sublimes esfuerzos, acallando el dolor, María levantó la cabeza para observar el manuscrito. No sabía leer, pero, por la disposición de las frases, indicó a su hija que debía de tratarse de una bella poesía.

—Guárdalo bien. Un poema es de las cosas importantes que una mujer debe atesorar. Algún día alguien te lo podrá leer.

—Pero me dijo que no se lo mostrara a nadie. Yo aprenderé a leer.

—Si ésa es tu decisión, me parece bien. Pero tendrás dos secretos que guardar: uno, el poema, y otro, que sabes leer.

—No importa.

Lorenza volvió a esconder el pergamino bajo la pollera y sintió el consuelo de haber compartido con María algo realmente trascendental. Se sentó al pie de la cama para hacer compañía a su madre mientras llegaba la Muerte. Rondarían las diez de la noche cuando ésta hizo su entrada sigilosa, silbando como el viento, con el manto negro cargado de luceros. Tomó de la mano a María, y con dulzura, con amarga dulzura, apartó a Lorenza de su camino. Atravesaron el quicio de la puerta y se dirigieron a la orilla del mar cogidas de la mano. María estaba desnuda, ebúrnea a la luz de la luna; se giró y mandó un beso a su hija. Luego la Muerte la cubrió con el manto y se calmó la brisa.

Los primeros vecinos acudieron al medio día siguiente, extrañados de no ver a la pequeña jugar en la playa. Encontraron a Lorenza durmiendo sobre las piernas rígidas de su madre. El color amarillo intenso en la piel del cadáver asustó a los acudientes, y con la prisa que otorga el miedo, organizaron un pobre, ni siquiera triste, e improvisado entierro. La metieron en un cajón de tablas sin pulir y algunas gentes del puerto que la conocían, la mayoría rufianes y marineros, la enterraron junto a la ermita de los manglares, la misma donde habían bautizado a su hija, que gracias al esfuerzo de un cura criollo estaba cubierta ya por una goterosa techumbre de palma. La pequeña iglesia no tardaría en ser devorada por la manigua; nunca llegó a tener nombre. Lorenza no pudo asistir al sepelio de su madre. Estaba desnutrida y anémica cuando la encontraron los vecinos. No hablaba, no gemía, respiraba lo necesario; pero había serenidad en sus ojos.

Pasó un mes completo sentada en la arena, a la sombra, delante de la puerta de la casucha. Las golondrinas y los cuervos la alimentaron: raíces, insectos, pedazos de torta, migas de pan, hierbas, agua que derramaban en su boca. Los negritos de la playa observaban desde lejos, sin osar acercarse, cómo su amiga, petrificada, con la melena dorada a merced del aire y la mirada perdida en la línea del horizonte, dejaba agotarse las horas en el vuelo de las aves. Muchos contaron que los pájaros descendían de vez en cuando y batían las alas a su alrededor para evitar que el sol le abrasara la piel. Por las noches dormía allí mismo, a la intemperie. Nadie se hizo cargo de ella, ni siquiera el tío cura, no se había enterado, o no se había querido enterar, del fallecimiento de su sobrina.

Cuatro semanas permaneció Lorenza ausente de la vida, moviéndose únicamente para comer, evacuar el cuerpo y reacomodar el pergamino cuando le molestaba bajo la falda. Hasta que una ventosa mañana de lluvia un hombre la sacudió y la devolvió a la realidad. Estaba emparamada, con la saya hecha jirones, goteándole la soledad por el cabello. Al levantar la vista chocó con la mirada etílica de Giácomo de Acereto. No era una mirada de compasión, sino de cumplimiento. Había regresado, Dios sabrá por qué. No tenía deber alguno de hacerlo, salvo el honor de acatar la palabra empeñada ante su mujer el día de la partida. Tampoco se sabe quién le dio la noticia de su muerte. Lorenza afirmaría años después, frente al Tribunal de la Inquisición, que habían sido las golondrinas y los cuervos.

Giácomo envolvió las ropas y pertenencias que halló de Lorenza. Lió un petate, lo colgó del hombro de la niña y prendió fuego a la casa.

La tomó del brazo, en silencio la alejó de su niñez con bruscos bamboleos. Se dirigieron al puerto bordeando la playa. Lorenza volvió la cabeza dos veces para ver la columna de humo elevándose al cielo. La lluvia caía demencialmente.

En Calamarí un color opaco se extendía por el muelle hasta perderse en un mar huraño, sin sentimiento. El portugués se detuvo varias veces para apurar un sorbo de licor que llevaba en un zaque, al lado de la faltriquera. Cruzaron el puente y subieron hasta la ciudad. El destino final era inevitable: la casa del tío Luis.

Atravesaron Cartagena de punta a punta. La residencia del abate era una de las más alejadas, al lado opuesto del bullicio portuario, colindante con la selva.

Se plantaron frente a la puerta y el marino golpeó duro la aldaba. Abrió un esclavo cuarterón de ojos saltones.

—Dile a don Luis Gómez que Giácomo de Acereto reclama su presencia.

Seguramente al presbítero no le costó mucho adivinar el motivo de la visita del portugués, anunciada por su esclavo en húmedos tonos. Hizo seguir al marino y ordenó que la niña esperase en el zaguán.

Giácomo fue conducido al segundo piso, hasta la sala de lectura en la que don Luis despachaba un viejo mamotreto sentado en una poltrona de cuero.

—Mal día para andar haciendo visitas —el mastodóntico cura saludó, por saludar, al marino: jamás le había perdonado el gozo de los placeres del cuerpo de su medio sobrina, que él siempre persiguiera con la sutileza que permiten los hábitos, pero nunca alcanzó. Y menos aún que los hubiera desperdiciado largándose a la buena de Dios.

—Los hay peores —respondió Giácomo ignorando los protocolos—. Mi visita no obedece a ningún fervor de la amistad ni al requerimiento de ningún servicio religioso.

—¿A qué debo entonces vuestra inesperada presencia, si no son asuntos continentes a mi clerecía?

—Negocios. Simples negocios.

—Y… ¿cuál es la mercancía motivo del supuesto… negocio? —inquirió el abate con sorna, mientras invitaba al marino a sentarse frente a él en una silla de madera, rústica, bastante menor que su poltrona.

—La hija del pirata —tajó el de Acereto.

—No sé por qué, me lo estaba imaginando. Valiosa mercancía la que me ofrecéis. Si algún día la salvé de las llamas fue por su madre, no por ella. —Al cura le hubiera gustado levantarse e ir hasta la ventana, pero en ese momento el cuerpo parecía pesarle casi tanto como la conciencia.

—Yo no soy su padre. La niña tampoco tiene culpa de ser quien es. —Al fin un poco de caridad—. Usted representa la familia más cercana y el único en capacidad de darle sustento. Yo, aunque quisiera, no podría ofrecerle futuro alguno. En los barcos las mujeres atraen las tempestades, dan mala suerte. Usted ya sabe…

—¡No me venga con idioteces! Las mujeres dan mala suerte en cualquier parte. —Don Luis andaba sulfurándose. Secó su cuello (aparentemente no tenía) y la inmensa calva, ahorro de la tonsura, con un pañuelo de seda verde. A pesar de la lluvia, el bochorno era espantoso. Desabrochó el primer botón de la sotana y resopló como un caballo—. Venga, al grano. ¿Cuál es su propuesta?

—Quédese con la niña. Recompensaré su alma caritativa con una buena cantidad de oro. —Es posible que dijera «arca» en vez de «alma».

—Mi alma, mi alma… ¿dónde estará mi alma? —bromeó el cura, conocedor de los paraderos de su alma.

El lusitano descolgó del cinto una bolsa y la vació sobre la mesilla interpuesta entre los dos. Las monedas, relucientes, se reflejaron en las pupilas negras de don Luis.

—Estos tejuelos de oro son suyos si acepta a la niña. Es todo lo que puedo ofrecerle.

El cura los contó de un vistazo, sin tocarlos con los dedos.

—¡Hecho! No se hable más. La mocosa se queda —volvió a resoplar—. Para algo servirá.

Estrecharon la mano en señal de «Dios quiera no vuelva a toparme con vos», bajaron las escaleras que morían en el patio junto al zaguán y se despidieron con la misma frialdad con la que se habían saludado.

Giácomo de Acereto se diluyó en la tormenta. Lo verían morir años después consumido por el humor gálico en la cubierta de un navío con derrota a Brasil. Concluyó su tiempo como empezara: entre la proa de un bajel y el fondo de una botella de vino. Su cuerpo lo tiraron al océano, «a ver si algún tiburón se lo come y el maldito animal revienta de lúes».

Una mulata corpulenta, sesentona, con el turbante blanco de las esclavas y un sayal colorado como sus labios ajados, encontró a Lorenza temblando, acurrucada en una esquina del patio resguardándose de la lluvia. La cubrió con una burda mantilla de algodón. El tío Luis se acercó hasta donde la mulata trataba de darle calor con sus escurridas carnes, otrora lozanas y prietas.

—Señor, la pobre está como un pollito. ¡Tan linda que es!

—Pues ya que te has encariñado tanto y tan rápido, ocúpate de cuidarla. Búscale un sitio en la casa, lejos de mí.

—¿Para que viva entre la negrería, amo?

—Con que viva es suficiente. El resto es cosa tuya.

—La cuidaré, señor; pero no se olvide de ella…

El tío Luis ya había dado la vuelta y regresaba a las estancias del piso superior.

Margarita era la misma que años atrás liberase a Lorenza del pasto de la ira en la Plaza Mayor. Su madre fue una de las primeras negras llegadas al litoral, de raza mandinga y credo vudú. De ella aprendió la pobre Margarita, pobre y fea, todas las artes de la hechicería. El padre pudo ser cualquiera de los cientos de blancos que ejercieron el derecho de pernada. Madre e hija quedaron separadas en un remate cualquiera, una tarde cualquiera de un día cualquiera, de un año cualquiera perdido en la memoria. Pero Margarita no heredó el cuerpo sensual y altivo de su progenitora. Ni siquiera los amos más borrachos, rebozados en el lodo de la lubricidad, abusaron de ella. A los sesenta años no recordaba si alguien, alguna innominada noche, la había desvirgado. Con más de treinta años al servicio de don Luis, Margarita era el enlace entre el amo y el mundo sometido; pero la mulata era, ante todo, una especie de sacerdotisa regentadora de la magia africana de los esclavos.

Cargó los corotos de Lorenza y cruzaron la puerta que conducía al patio posterior de la casa. Atravesaron el límite entre el mundo blanco y el mundo negro. Detrás se apiñaban las barracas de los esclavos, a la izquierda el galpón de los quince hombres, a la derecha el de las mujeres y los niños, en total una veintena. Los negros, cuarterones y zambos, sin distinción de sexo ni edad, dormían en el suelo sobre esteras de cáñamo. Dos indias para el servicio personal del amo gozaban del privilegio de descansar en hamacas. Tres sirvientas criollas y una mestiza tenían alojamiento en uno de los cuartos de la planta baja de la casa, la zona blanca. Lorenza, rechazando los ofrecimientos de su aya para acondicionarle un chinchorro, señaló el suelo y exigió mudamente un lugar junto al de Margarita, sobre el suelo limpio, barrido con escobas de azahar para alejar la mala suerte… ¿Cuál peor suerte que la de aquellos cautivos, arrancados de sus ancestros, digeridos en intestinales barcos negreros, ablandados por los jugos de una incomprensible religión y cagados en unos barracones para hacer la vida agradable a un cura gordo que se limpiaba las babas con sus esperanzas de libertad?

El cielo iba despejándose y a las nubes de lluvia siguieron las nubes de zancudos. El presbítero mandó colgar en su habitación ristras de ajos para ahuyentar los molestos insectos y, de paso, los malos espíritus. Los esclavos quemaron bosta, que además eliminaba pulgas, piojos, chinches y sanguijuelas, así los cobertizos se llenasen de un humo denso que Margarita aderezaba con esencias aromáticas.

En mitad del sahumerio todas las esclavas desvistieron a Lorenza, la bañaron, le peinaron la rubia melena lisa, la vistieron con un refajo de lienzo, la alimentaron con carne de armadillo y la consintieron. Margarita le colgó del cuello un collar de piedras y conchas. Lorenza miró a las morenas y les señaló a la cabeza: también quería un turbante blanco. La negra Martina le recogió el pelo y le colocó el turbante. Lorenza agradeció la hospitalidad con una escueta sonrisa, la única que le permitieron sus menguadas fuerzas, y se tumbó a dormir escondiendo bajo la estera el pergamino mojado.

Despertó al día siguiente cuando los esclavos ya ejercían sus labores. Salió del tambo y se regocijó en la claridad de la mañana. Detrás de los barracones estaban las cuadras de los animales: caballos, cerdos, ovejas, cabras, gallinas, vacas… Y tras las cuadras unos cuantos árboles frutales y el campo con los sembrados. Al fondo, muy al fondo, se atisbaban las primeras espesuras de la selva. A la derecha, lejano, asomaba el Cerro de la Popa para los blancos, o Monte de los Trasgos para los negros, y para unos y otros, el sitio donde se refugiaban de la luz todos los diablos y engendros del mal a la espera de la oscuridad de la noche. Rodeando el cerro, extendiéndose en centenares de millas, las ciénagas enigmáticas y pestilentes. Pero no estaba el mar. Lorenza buscó el mar en todas direcciones; por primera vez no pudo dar los buenos días al océano.

Extrañó a Margarita. Entró en el patio de la casa. Los cuartos de abajo estaban dedicados en su mayoría al bodegaje de granos, alimentos y artículos de granjería. En la habitación de las blancas no se oía ruido. Al piso de arriba ya le había advertido su aya que «ni de fundas». Por fin la encontró en la cocina, orquestando un sancocho de pollo entre la algarabía de las criadas más jóvenes, las favoritas del amo. Volaban plumas por doquier.

—¡Hola, mi amor divino! —Los brazos de carnes colgantes apachucharon su frágil cuerpo.

Lorenza agarró la falda de la mulatona y tiró de ella.

—¿Qué quieres tú, mi niña, que te acompañe? Pues ea, mijita, tira palante; a ver qué se le ofrece a la princesa… —Su cuerpo caía a un lado y otro al caminar.

La condujo hasta el cobertizo de palma. Ya en el interior, se sentó e indicó a Margarita que también lo hiciera. Quedaron frente a frente. Se miraron a los ojos.

—Quiero darte las gracias —dijo Lorenza en voz queda, desacostumbrada la garganta. Luego de aclarar la voz y las ideas narró acongojadamente los sucesos remotos y próximos de sus siete radiantes años hasta la muerte de su madre, incluyendo la historia de Jean Aimé, el inquilino que curaba con hierbas y conjuros, leía en las estrellas y le fundiese la vida a un enigmático trozo de papel. Se abrazó al cuello de Margarita y el turbante resbaló por la espalda.

La mulata también lloró. Desde aquel instante se sintieron unidas, como si ambas fueran iguales, ni blancas ni negras: parias.

Lorenza tragó con amargura la miel que le caía de los ojos.

—Necesito un favor —rogó la niña.

—Lo que pidas, mi muchachita.

—No sé dónde guardar el pergamino. —Se lo mostró—. Mi madre dijo que era un poema y que haría bien en protegerlo. Porque un poema es un tesoro para una mujer. Y yo soy una mujer…

—¡Una mujer… mujer y con mandas que cumplir! No te preocupes, Margarita sabrá cuidar tu promesa. Quítate la sayuela.

Lorenza quedó desnuda.

—Estás muy grande para tu edad, mi niña —rió con los pocos dientes que le quedaban—. ¡Vas a traer de cabeza a muchos hombres, caramba que sí! Más de uno va a perder el jopo por ese cuerpo.

Volteó el vestido y con tela del mismo tono cosió en el interior del bajo un bolsillo donde metió el manuscrito.

—Aquí estará seguro. Mientras nadie te levante la saya quedará a salvo tu secreto… y alguna cosilla más.

Margarita cuidó a la muchacha como si fuera la hija que nunca tuvo. Con el transcurrir del tiempo Lorenza se incrustó en el mundo de los esclavos, y los negros a su vez se colaron por las rendijas de su alma hasta ocuparla toda. Se pintaba la cara, los brazos y las piernas con tizne de carbón. Asistía en la casa durante las horas diurnas con igual diligencia que los demás. Al negrear la noche se reunían en el patio, entre las dos barracas, y al son de los tambores y la luz de las velas bailaban frenéticos ritmos africanos hasta caer extenuados por el cansancio. Lorenza rápidamente mostró tal maestría en las contorsiones del mapalé que ante cualquier desconocido hubieran pasado como propias de su naturaleza. Asumió las costumbres negras, los dioses negros, las danzas negras, el erotismo negro y las pasiones negras.

Las negras pobres y desposeídas la llenaron de afecto. Su existencia se concentraba en el patio trasero, salvo algunas escapadas a la recámara del tío Luis, donde había descubierto la irresistible atracción que un espejo puede obrar sobre una mujer. Una negrita, Catalina, contraviniendo las órdenes de Margarita y aprovechando la ausencia del amo, permitió subir a Lorenza a la planta superior para que le ayudase a tender la cama. Desde ese momento, y ante la fascinación del mueble, único en la casa, Lorenza aprovechaba cualquier descuido para fugarse a bailar tiznada sólo para ella; a jugar con sus ilusiones.

El presbítero no influyó ni aportó mayor cosa a la vida de Lorenza. Ella lo rehuía y a su turno él no la buscaba, hasta el día que la sorprendió en su habitación danzando obscenamente delante del espejo. El abate llamó a Margarita, la reprendió con severidad y mandó bañar de inmediato a la niña. La restregaron con estropajo para intentar disolver el tegumento carbonífero; pero sólo consiguieron blanquearla por fuera.

Aquella noche Lorenza ayudó con rabia a cerrar las heridas y mitigar el dolor en la espalda de su aya, producidos por los cuarenta latigazos que había recibido en atención a su desobediencia.

Del nutrido conjunto de prácticas, los esclavos desarrollaron con magistral dominio el arte de la mentira. Se cubrían unos a otros, inventaban cuanta historia de terror, brujería o muerte que pudiera infundir en los españoles una mínima gota de inseguridad o miedo. Se hicieron fuertes en los terrenos oscuros que a los blancos horrorizaban. Desarrollaron todo un sistema de engaños y medias verdades. La única ley en el enmarañado juego de las añagazas era que entre ellos no podían utilizarse: un negro jamás mentía a otro; un esclavo siempre hablaba con la verdad a sus similares. Y todo eso Lorenza también lo aprehendió.

Los esclavos eran sigilosos, como los gatos, mejor dicho, como la muerte. Los amos les temían, dormían con las puertas trancadas. El tío Luis no era una excepción; incluso mandó llevar a su recámara los artículos más valiosos para que no le robasen.

Una mañana, Lorenza recordó el cuento del cambrón y todo ese jaleo armado en Cartagena cuando ella nació. Su madre le había relatado muchas veces los acontecimientos, pero hasta ahora venía a caer en cuenta que nunca había visto al famoso «hijo del demonio».

Las negras mayores tejían en la puerta del cobertizo. La techumbre se había llenado de guacamayas.

—Margarita —indagó antes que nada—, ¿la historia del cambrón y de que tú me salvaste, y todo eso que dicen… son cosas ciertas?

—¡Claro que sí! Tan ciertas como que La Mojana nos llevará a todos el día menos pensado. —Le acercó la cara y abrió mucho los ojos—. Es cierto, aunque nos pese, es cierto, mi niña. —Señaló a una esclava, más azul que negra, y le cuchicheó al oído—: Carlota es la madre de ese mal bicho.

Carlota había sido capturada en África diez años atrás. Aún tropezaba con el idioma, pero no era ésa la causa que la mantenía en silencio sepulcral. La vergüenza, una gigantesca y losaria vergüenza, era el motivo. Nunca le perdonaron parir al hijo de un diablo. En casa de don Luis apenas la soportaban las esclavas viejas, a quienes la edad permitía restarle a las faltas algo de culpa.

Lorenza examinó a Carlota pormenorizadamente. Escrutó en sus pupilas sentenciadas, y al final osó preguntarle:

—¿Se goza más con un cristiano o con un demonio?

Las mujeres casi se caen de los escabeles. Carlota frenó la mano de Margarita, que ya volaba en dirección a la boca de la niña.

—El demonio tiene el falo más grande, pero su semen es frío, helado, y cuando penetra en tus entrañas sientes un dolor horrible que acaba convirtiéndose en un desalmado placer —le contestó—. Pero tú no debes preocuparte de eso. Tú no serás de un diablo ni de un negro, sino de un blanco.

—Yo seré de quien yo quiera.

Margarita dio por concluida la conversación. Aquéllos no eran términos para poner en oídos de una cría. Pero la mulata no imaginaba cuánto conocía Lorenza de los placeres del sexo, gracias a las descarnadas conversaciones de las siervas adolescentes y a los instructivos paseos nocturnos por el huerto, donde frutas y hortalizas maduraban con el abono de los amores furtivos de los esclavos con las esclavas y de los esclavos con las cabras.

Una pregunta seguía rondando a Lorenza: ¿dónde estaba el maldito cambrón? Observó atentamente cada uno de los movimientos de Carlota. Tres veces durante la jornada se perdía detrás del cañaveral, al fondo de la hacienda, con una múcura entre los brazos.

Dejó pasar unos días.

Decidió seguirla.

¡Hasta que por fin descubrió el misterio! Allí estaba el hijo del diablo, sentado al pie de un manzanillo, rodeado de miles de piraustas revoloteando. Las piraustas son unas míticas mariposas que viven en el fuego, de color negro con un diminuto punto rojo en cada ala. La madre le dejó la múcura con plátano asado y ñame, le acarició el cabello y se fue sin hablarle.

Una barrera ponzoñosa de insectos, alimañas y reptiles lo protegían. Tomás, el hijo de Rompesantos y Carlota, tenía la misma edad que Lorenza, siete años, casi ocho. Por lo feo y lo perverso le llamaban Cacanegra. Era tan bizco que las niñas de los ojos se conocían. Sus aplanadas narices se desparramaban sobre los pómulos. La boca era grande, los labios carnosos, las orejas elefantiásicas y el pelo crespo del mismo color que la piel: tinto. Se reía intermitentemente, a plazos. A menudo podían verle haciendo cabriolas, expresión inequívoca de su gran dinamismo, de su agilidad felina y la fuerza de un hombre adulto. Los negros lo expulsaron de las chozas; los indios le huían; los blancos se santiguaban a su vista. Don Luis le había prohibido acercarse, porque los perros se atacaban de rabia y el ganado se agusanaba. Dormía bajo el manzanillo, y a su sombra acudía tres veces al día para recibir alimento de su madre; fue la única concesión que se le hizo, gracias a la piadosa intervención de Margarita: «Al fin y al cabo es un niño».

Lorenza volvió a la casa.

—Hoy he visto al cambrón.

—¡No te acerques a ese engendro! —Margarita se llevó las manos a la cabeza—. ¡Ese malnacido es capaz de arrancarte la lengua para darle de comer a las víboras!

Justo la recomendación que Lorenza necesitaba. En los albores de la siguiente mañana la muchachita estaba parada frente a Tomás Cacanegra.

—Hola. Soy Lorenza.

—Ya sé quién eres. Te he visto muchas veces bailando con los esclavos.

Maridaje perfecto. No hace falta contar más. Tomasito se convirtió en el amigo inseparable que a todos recorre la infancia. La miríada de fechorías que ejecutaron en aquel entonces pusieron en jaque a la población. No se amedrentaron ante ninguna tesitura ni la mayor pillería les pareció excesiva. Los domingos, durante la misa, Tomás hacía deslizar varias serpientes por las baldosas de la catedral. Entre 1594 y 1598, pocas fueron las ceremonias celebradas completamente.

Sin ir más lejos, en el baile de despedida del gobernador lograron entrar a la cocina gracias a la amistad de Lorenza con las esclavas y, en un descuido de ellas, pendientes de Cacanegra, la pequeña metió hierbas purgantes en la olla de la sopa. El ágape fue breve.

Otra pilatuna sonada fue cuando llenaron el colchón nupcial de la hija del herrero Juan de Encinares con espinas de rosa. Tomasito se opuso rotundamente a introducir también los pétalos.

Junto a Tomás Cacanegra, Lorenza salió a las calles en plena libertad. Escapaban por un agujero en el muro que daba a la calle de los Artesanos. Entonces Cartagena estrenaba pavimento: por el centro de las calles corrían los caños destapados, donde se estancaban y fermentaban las excrecencias. A una hora convenida del día, momento subyugador para las ideas del cambrón, se vaciaban los bacines en las cloacas. Los días de mucho calor, cuando apretaba la sequedad o no corría el viento, la pestilencia de los miasmas hacía poco menos que imposible el tránsito, salvo en un caballo veloz o en un landó de buena rueda.

Una tarde, cuando volvían festejando las carreras del cabildo gubernamental, atacado por un enjambre de avispas que obligó a los burgomaestres a saltar de cabeza en el abrevadero, Lorenza encontró en el cañaveral a la joven esclava Bernarda (que las Bernardas a pesar del nombre alguna vez en su vida tienen juventud) tendida en el suelo con las piernas abiertas llenas de sangre. Era evidente que acababa de parir. Bernarda miró con súplica a Lorenza. La niña se quitó el turbante de la cabeza y lo colocó entre los muslos de la zamba. Crujieron las cañas, apareció el negro Juan de Dios con un fardo en las manos. Venía susurrando «Ya está… ya está, ya no respira…». Lorenza acató la exégesis del asesinato y comprendió, o al menos asumió con lacerante estupor, que los esclavos mataban a sus hijos recién nacidos para liberarlos de una vida sin fundamentos. Y todo, como le explicó Bernarda, con el consentimiento de don Luis, quien mantenía el derecho de dictaminar si la criatura podía quedarse en la casa o debía morir, aunque en la mayoría de los casos ni siquiera llegaba a saber del parto ni de la muerte de los recién nacidos.

Lorenza se dirigió con paso ciego al manzanillo. Miles de ojos brillantes rodeaban a Tomás. Solicitó ayuda de su camarada, y tras relatarle lo acaecido, pusieron rumbo militar hacia la casa. No se dejaron ver. Margarita iba y venía preguntando a todo el mundo por «su peladita», angustiada por la tardanza de la niña. Se colaron al patio principal y, protegidos por la noche, subieron a hurtadillas al segundo nivel. Risas y chillidos podían escucharse provenientes de la recámara del sacerdote. Tomasito condujo a Lorenza por un estrecho pasillo, empujó una portezuela y se encaramaron por una escalerilla a los travesaños de la techumbre. Gatearon por las vigas hasta la habitación del tío Luis. Bajo el mosquitero, el abate desarrollaba sus juegos seviciosos con tres maritornes a las que tenía puestas a cuatro patas, una junto a la otra, y a las que en riguroso turno asestaba con la mano traviesas palmaditas en las posaderas.

Tomás emitió un sonido apagado, como un quejido, e inopinadamente centenares de murciélagos entraron por las oquedades de la estancia. Esclavas y presbítero corrieron en cualquier dirección buscando resguardo de los chupasangres. Los cuatro terminaron reclamando auxilio, aullando en pelota picada en mitad del patio de los esclavos, ante la diversión de los fámulos y la algarabía de las cotorras que interrumpieron el sueño para sumarse a la fiesta.

Margarita reprochó a Lorenza únicamente la demora, y aunque sospechaba de la intervención de Cacanegra en aquella pendencia, no la amonestó por ello.

Entre picardías y travesuras, servicio y baile, castellano y dialectos africanos, discurría una época de contrastes para la chiquilla a rebufo de su compinche Tomasito y de su aya.

Lorenza de Acereto descubrió junto a Margarita Mandinga el manejo con discreta maestría de los hilos que enlazaban los mundos de la casa del tío Luis: el blanco y el negro, el libre y el esclavo, el de la luz y la sombra, el de Dios y el del demonio, aunque la mulata cuidó a la niña de este último… Invento Cristiano.

Al padre Ferrer no le gustaba conducir despacio. Abandonamos el Santa Clara y tomamos la Avenida Santander, rodeando la ciudad por el exterior, entre el océano y la muralla. Estaba pensativo, como en otra parte. Le hablaba y la mayoría de las veces no me prestaba atención. Hasta que abrió la boca:

—Voy a ser el primero en avistar el cometa.

Lo peor es que lo dijo en serio. No supe qué contestarle: si decirle que estaba loco, o por respeto quedarme callado.

—El Hale-Bopp. El cometa de mayor magnitud de cuantos han pasado cerca de la Tierra. Un espectáculo sin parangón, muchacho. —Me miró desafiante—. Ésa es la explicación del globo. Hay que elevarse en medio de la noche para verlo con nitidez. El quince de marzo ascenderé a tomar algunas fotografías.

—Un momento —interrumpí—, barájemela más despacio, padre. No me diga que un personaje anónimo como usted, y a su edad, de buenas a primeras se arriesga a montar en globo una noche de astrónoma primavera cartagenera para ver de cerca un cometa…

Tuve que poner cara de regodeo, seguro.

—No me estoy riendo de ti. Te doy mi palabra. —El cura se mantuvo serio—. Voy a proporcionarte un dato significativo: en 1587, recién nacida Lorenza de Acereto, otro cometa, sin nombre, el que se creía más grande hasta hoy, pasó también muy cerca de nosotros. En Occidente le achacaron grandes males y le atribuyeron enigmáticas propiedades. Muchos creyeron que predecía el fin del mundo…

Me estaba retando. No se burlaba. Me picaba la curiosidad, me tendía una celada burlona para que me zambullera de pleno en la investigación que él mantenía adelantada. Me proponía apresurarme un poco para ponerme a su altura. Necesitaba mi ayuda, quizá mi relevo. Algo le estaba inquietando profundamente.

Bajó el frío del aire acondicionado. El flamante coche japonés azul marino quebraba los remolinos de arena que sobre la carretera formaba el viento.

Pronto aparcamos frente al Muelle de los Pegasos, donde raudas lanchas, voladoras las llaman, repletas de turistas partían hacia las Islas del Rosario.

Descendimos del automóvil. El padre Ferrer se puso las gafas de sol y me señaló hacia la bahía.

—Éste era el puerto: Calamarí. Por aquí entró en América lo que tuvo que entrar… Aquí conoció el mundo Lorenza. Aquí desembarcaron tus antepasados. Éste era el puerto… —lo dijo con cierta nostalgia—. ¿Sabes lo que más le dolió a este mar?

—Supongo que muchas cosas.

—Sí, pero una sobremanera: la esclavitud, la sangre de los esclavos, el trozo de África que arrancaron para traerlo a estos lugares. Ese dolor aún sigue en el fondo. Date cuenta de que todo el Caribe es cristalino, diáfano… menos esta Bahía de las Animas y el mar que golpea la ciudad, que es oscuro, hosco… Todavía protesta por todo el llanto que le vertieron… ¿Sabes quién pronunció la frase «el mundo seguirá siendo un infierno, mientras exista en él un hombre encadenado»?

—Martin Luther King, o Nelson Mandela, o fray Bartolomé de las Casas…

—Cualquiera de los tres pudo haber sido. Pero no, no fue ninguno de ellos. La cita es de Camus. La dijo con algunos siglos de retraso, pero la dijo al fin y al cabo.

—Ya podía haberla dicho fray Bartolomé de las Casas.

—No sé. Fray Bartolomé abogó por la libertad de los indios, y medio la consiguió de Felipe II en 1542, aunque una libertad muy relativa, porque los indios siguieron sirviendo a los blancos. Se libraron de los trabajos pesados, eso sí; pero el bueno de fray Bartolomé se equivocó de cabo a rabo. Liberó a los indios y jorobó a los negros. De su autoría fueron las recomendaciones al rey, por sugerencia de los encomenderos, de cambiar cada indio por doce esclavos negros. Luego se arrepintió… ¡a buenas horas mangas verdes! —Levantó la mirada—. Éste fue durante muchos años el único puerto autorizado por la Corona para desembarcar y vender esclavos en América.

El mercado de esclavos fue ampliamente liderado por los portugueses, conocedores y propietarios de gran parte de la costa atlántica africana. Pero quienes mayor provecho sacaron fueron, sin duda, los ingleses. La reina Isabel no sólo se contentó con las actividades de la piratería, sino que encontró en la trata de africanos la más suntuosa empresa para su gobierno. Negreros como sir John Hawkins, cuyo escudo de armas era un negro encadenado, sir Walter Raleigh, o George Clifford, conde de Cumberland, al mando de navíos de la Armada Real inglesa, como el Jesus of Lubeck o el Minion, se presentaban en el litoral de Castilla del Oro con las bodegas cargadas de esclavos robados a galeones lusos en alta mar. Medio millar de negros por barco que obligaban a los españoles a comprar forzosamente, so pena de ver cañoneada la ciudad. La mercancía inglesa llegaba bastante más deteriorada que la portuguesa, y por el estilo del negocio, salía costando más del doble.

Uno de los momentos más impactantes en la vida de Lorenza fue cuando Margarita la llevó a conocer la «Feria del Negro». La niña cruzó la ciudad con la ilusión de volver a ver el escenario de su infancia. No paró de referirle a la mulata las aventuras de un pasado maternal. Iba llena de recuerdos e ilusiones, de posibles reencuentros adormecidos.

Pero la primera visión del puerto no correspondió con la que guardaba en la memoria. ¿De dónde había salido tanta suciedad, tanto ruido, tanta gente, tanta angustia?

Dos horas antes, en el crepúsculo, tres armazones negreras habían comenzado a escupir de las bodegas mil cuatrocientos esclavos. Ya habían sido separados los sanos de los enfermos. Los muertos fueron arrojados por la borda durante la madrugada. Cientos de cuerpos, hinchados por el agua, rodaban en la playa arriba y abajo al vaivén del maretazo. Los carroñeros, aves y mendigos, se espantaban mutuamente, unos en busca de alimento, otros de amuletos y colgantes, propios para vender a brujas y hechiceros.

Lorenza atisbo al hijo de Rompesantos caminando entre los gallinazos. La maldad, la suerte o el miedo le habían hecho libre. Nadie le quería como esclavo; tampoco como amigo. Tomás Cacanegra vagaba en la soledad de su albedrío.

Los factores iban formando lotes, alistando la mercancía para el palmeo. Ya no era bueno lacerarla ni golpearla. Una tonelada, el lugar que ocupaban dos toneles de agua en un barco, era el lote ideal. La componían tres negros adultos, robustos, sanos, sin tachas físicas ni morales, y de altura mínima de un metro con cincuenta. Si el trío quedaba incompleto, se organizaba una pieza de Indias, en la cual se sustituía un hombre por una mujer más un niño de pecho, o dos muchachos de buen aspecto menores de nueve años llamados muleques.

Distribuida la negramenta se les embadurnaba el cuerpo con aceite de palma. Los morenos músculos resplandecían con las primeras luces del alba.

Margarita no abría la boca por vergüenza de haber sido parte de aquel mercado como ñapa de un lote adquirido por don Luis bastantes años atrás. Lorenza observaba muda de estupor y rabia. Aquello era parte de su mundo negro. Miró a Margarita, pero su aya no le devolvió la mirada, aun a sabiendas de que le estaba pidiendo explicaciones con los ojos.

—Margarita, te espero al amanecer en la Plaza del Muelle —le había dicho el abate la noche anterior—, quiero comprar algunas esclavas y necesito que me ayudes a escogerlas.

La mulata conocía muy bien la intención de su amo: renovar el conjunto de mancebas para sus fantasías eróticas. Antes de que la mercancía saliera a subasta, Margarita debía haber separado el lote más conveniente para sus aspiraciones.

—¿Puedo llevar a Lorenza? —preguntó antes de retirarse.

—Valiente espectáculo para una niña. Haz lo que quieras. Que vaya dándose cuenta de lo que vale tener la piel blanca…

Margarita vistió a Lorenza con la mejor saya que pudo tejerle. Blanca, una sayuela blanca como su piel, con una escarcela para el pergamino. Cogió a la niña de la mano y paseó entre las filas de africanos que esperaban ser herrados en el hombro con el sello del traficante. Más tarde serían marcados también en la espalda con la inicial del nombre del primer dueño. Examinó los grupos: viáfaras, minas, lucumíes, mandingas, yolofos, congoleños, araraes, angoleños, sereres, cazangas, caravalíes, branes, guineos… No se entendían. No podían explicarse qué sucedía. Un grito agudo por el hierro candente. Un disparo ante un intento de fuga. Aquél era el trasfondo del teatro, el preparativo de la gran fiesta.

Los doctrineros amontonaban los negros de diez en diez. A cada montón les daban el mismo nombre y por apellido el de la tribu a la cual pertenecían. Así quedaron nominados los Domingo Folupo, Ignacio Angola, Diego Caravalí, José Monzolo, Francisco Yolofo, Pedro Soso… Les colgaban del cuello un escapulario que ellos analizaban con desconfianza; era la marca menos dolorosa que iban a recibir. El bautizo se completaba cuando los curas asperjaban el agua bendita sobre quien cayera, que en teoría debía ser sobre todos, si bien la mayoría se apartaba por si quedaban encantados con aquella especie de sortilegio.

El rito del bautismo: muchos ya lo habían recibido antes de ser embarcados en las costas de Cabo Verde o Ghana, o vaya usted a saber de dónde. Algunos intérpretes trataban de explicar las palabras de los doctrineros. Nadie se enteraba de nada, absolutamente de nada.

Los enfermos fueron puestos de pie y sostenidos artificialmente hasta terminar la puja. Los que no pudieron tenerse fueron rematados, no en la subasta, sino a tiros.

En la Plaza del Muelle aguardaban los pujadores, la clientela: militares, altos cargos civiles, prestamistas, comerciantes, agricultores, dignatarios eclesiásticos, mezclados con los tragadores de fuego, los titiriteros, los proveedores de ron y aguardiente, los vendedores ambulantes, los bufones. Las putas quedaban acechantes en una esquina mientras los hombres se deleitaban con los esculturales cuerpos desabrigados de las africanas, seguras de ser el consuelo de los que no consiguieran género fresco. El tío Luis se apostó discretamente en uno de los laterales, sobre las andas de terciopelo rojo a hombros de cuatro esclavos.

Margarita buscó mujeres de su etnia. Quizá no fueran las más bonitas, pero no dudaba de sus intuiciones sexuales, además de la ventaja que suponía el conocimiento del idioma. Cuando hubo atisbado un buen cuarteto, llamó al negrero y las separó del grupo. Acordó que aquellas hembras no salieran a subasta. La mulata entregó el sello de su amo con la letra L, y las mandingas quedaron marcadas en medio de berridos desgarradores. Las argollaron, las vistieron con una saya y fueron sacadas por «la puerta de atrás». El negocio era más costoso, pero iban a la fija. Margarita fue a buscar a don Luis para solicitarle el oro acordado, mientras Lorenza quedó al cuidado de las cuatro negras de ojos inescrutables y pelo ensortijado y corto.

No sabía a quién odiar ni cómo hacerlo, pero el odio le asfixiaba más que el hedor de la esclavitud. Trató de calmar varias veces a las morenas, tres o cuatro años mayores que ella, con algunas palabras que había aprendido de su aya y otras que improvisaba o gesticulaba. Las esclavas procuraban entender. Ante el fracaso comunicativo, Lorenza recurrió a la última argucia que le vino a la mente; se levantó la saya y comenzó a bailar. Las mandingas reconocieron sus danzas. Abrieron un canal, si no de entendimiento, al menos de buena voluntad. Margarita regresó pronto con la bolsa y pagó lo convenido.

En tanto, la subasta había comenzado en la plaza. Gritos, pujas, señas, enfados, insultos, broncas, riñas, silbidos, hierros y ánimos al rojo vivo. El martillero mostraba la mercancía; les abría la boca, les hacía levantar carga, les hacía reír y cantar, saltar, bailar y arrodillarse.

—Esta negra no padece mal de corazón, gota, ni otra enfermedad pública ni secreta —gritaba mientras enseñaba a la concurrencia los dientes de la aterrada morena—. No es prófuga, ladrona, borracha, ni tiene otro vicio, tacha ni defecto que le impida servir bien, ni ha cometido delito que merezca pena capital, y por tal la aseguro y fijo como precio de partida la cantidad de ciento cincuenta pesos. ¿Alguien da más?

El tío Luis no se retiró hasta que se acabaron las hembras. Luego llamó a Margarita y verificó que sus nuevas criadas estuvieran bautizadas, ya que era pecado grave acostarse con gentes no venidas a la fe: aún se discutía si la idolatría era contagiosa a través del sexo.

Algunos alcanzaron a mirar gravemente, incluso a insultar, a la hija del pirata, por lo que el presbítero ordenó a Margarita que alejase del grupo a la niña y se retrasara unos pasos, a comedida distancia. Don Luis saludaba a la vecindad desde las alturas.

Finalizada la subasta, los amos, con sus nuevos esclavos colgando de una cadena, se dirigieron a la catedral. El recinto estaba acondicionado desde la noche anterior con turíbulos que lo inundaban de un humazo espeso y un olor penetrante a incienso.

El Concilio de Trento había dejado abiertas, años atrás, las puertas del barroco, pomposo exaltador de la naturaleza y del espíritu. Formas dinámicas y alborotadas en cuadros y tallas. La imaginería religiosa causaba en los negros un pavor absolutista. Santos martirizados chorreando sangre, Cristos de ojos volteados implorando al cielo, como se sentían ellos, como se vieron clavados en algún madero. No les cabía duda que ése debía ser su fin, saladas sus carnes al sol, como hacían algunos nativos en África con sus enemigos antes de pasarlos a la cazuela.

Los negros bozales que entraban por primera vez aquella mañana en la basílica se tiraban al suelo, se apretaban unos contra otros unidos por la vejatoria condición, buscaban entre la humareda a los de su tribu, lanzaban señales acústicas sobre las notas pesadas del órgano, que eran respondidas desde rincones imperceptibles.

Los rayos de sol no podían penetrar la densa atmósfera. El obispo, a lo suyo, cantaba en latín de espaldas al rebaño. Quince negros ladinos, dispersos por la iglesia, intentaban en diferentes dialectos traducir y explicar a los recientemente cristianizados la diferencia entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás. Y en la breve y apabullante catequesis, como en cada conversión de esclavos que aconteció dentro de los muros catedralicios, sucedió lo que tenía que suceder: los africanos, ancestralmente politeístas, asumieron a Dios y a Satanás como dioses distintos, igual de poderosos, cada cual con sus propiedades y jurisdicciones. Dios, señor de los blancos, señor de sus amos, del rey Felipe II, de su presión y su desgracia, de su terror pantagruélico, no les cautivó en demasía. Al otro, al tal Satanás, no tuvieron oportunidad de conocerlo en ese momento, pero sin duda lo harían más tarde.

Lorenza no escapó de las sombras del miedo. Nuevamente vio a Tomás, culebreando por la nave lateral, con una pirausta revoloteándole enloquecida sobre la cabeza. Luego fijó la vista en la pintura de un martirio, un santo acongojado que la miraba cruelmente mientras lo achicharraban al calor de hierros y carbones. El aire olía a piel quemada. Sería una de las pocas veces en su vida que perdiera los estribos. Cuando la presión de la angustia y el desamparo se hizo insostenible, se desgañitó en un grito único, redondo, antológico, acallador. Se hincó de rodillas y se tapó los ojos de miel con la basquiña de su aya.

Los puestos de jugos, siete u ocho, al borde del agua entre el Muelle de los Pegasos y la muralla, mostraban refrescantes los mangos, las patillas, los lulos, las guanábanas, los bananos, las papayas, las naranjas. Directamente de la batidora nos habían servido dos en gigantescos vasos de aluminio. Más allá los tenderetes con fritangas: chunchullo, morcilla, arepaehuevo, pasteles de arracacha… impensables en esa hora tórrida de la mañana.

—Don Luis estaba un poco salidillo, ¿no? —afirmé olvidándome de las sotanas.

—No era muy distinto de otros religiosos venidos para hacer las Américas —me contestó el padre Ferrer—. Ten en cuenta que ni siquiera el Concilio de Trento, en 1563, había aclarado lo del celibato. La única exigencia para los curas era que no se casasen. Pero nadie les había prohibido acostarse con una mujer, esclava o libre, siempre y cuando estuviera bautizada… y ése era un pecado venial, sin importancia. Lo que sí era perseguido por el mismísimo Santo Oficio era la solicitación; es decir, cuando se usaba el confesionario o la penitencia para acceder a los servicios amatorios de una dama. Por lo demás, todo el monte era orégano… Aunque no creas que justifico a don Luis, un impresentable.

Entramos al parque en el que moría la rada, junto al casco antiguo. Aún no me sentía suficientemente ilustrado como para sumergirme en los vericuetos de la crónica, así que me limitaba a preguntar y seguir escuchando con atención, tratando de recrear un mundo fantástico, no obstante cercano, que me iba taladrando como la carcoma.

—Éste es el Parque del Centenario —me indicó el padre Ferrer—. Allá, al frente, Drake ancló las naves que cañonearon la ciudad. Y aquí mismo, justamente donde estamos, se levantaba el poblado indígena de Calamarí. Ésta es la fuente de nuestra historia.

La muralla se interrumpía a nuestras espaldas sobre un parqueadero de taxis.

—Alguna lumbrera de alcalde permitió tumbar la parte posterior para construir un barrio nuevo, La Matuna. —El padre miró al cielo y juntó las manos—. Señor, perdónalo porque no sabía lo que hacía… No, Señor, mejor no lo perdones, esto no tiene perdón…

No, no tenía perdón. Estuve en completo acuerdo con el sacerdote.

A la izquierda el sector de Getsemaní, los arrabales de Getsemaní, con el moderno Centro de Convenciones. A la derecha la Torre del Reloj, principal entrada al recinto amurallado.

—Allí abajo debía quedar el famoso puente que separaba la ciudad del puerto. —El padre Ferrer marcaba un punto equidistante entre el muelle turístico y la puerta de la torre.

Me concentré intentando imaginar aquel cuadro en las postrimerías del siglo XVI.

Lorenza, aquella misma tarde, recibió con estoicismo y nervio templado los diez latigazos que le mandó impartir el tío Luis por su vergonzoso comportamiento en la catedral.

Concluido el castigo no se dejó curar las heridas, se cubrió la espalda y ayudó a preparar la cena como si nada hubiera pasado. Con toda la soberbia que pudo reunir se caló el turbante y solicitó permiso a Margarita para servir las viandas al canónigo. Agarró con precaución la sopera y caminó hacia el patio principal de la casa. Buscó la penumbra del zaguán y, asegurándose que nadie la veía, se levantó el pollerín y orinó en el caldo. Rápidamente compuso sus vestimentas y llevó la sopa al comedor.

Después de la cena, a la luz del candil, comenzó el baile en el corral de los esclavos. Las mandingas habían sido lavadas a cubetazos de agua fría y una de ellas fue tratada por Margarita de un principio de escorbuto. Ellas bailaron con los demás a pesar de la moledera por la travesía. Sin embargo, los esclavos no danzaron hasta la extenuación como otras veces. Antes de la media noche, cuando se apagaron las palmatorias de la habitación del amo, los negros tomaron algunas mantas, velas, potingues y tamboras, y de puntillas marcharon hasta las ceibas que dibujaban el límite de la selva. No era la primera vez que Lorenza se percataba de su ausencia. Normalmente Margarita la dejaba acostada, o se iba de última, en tanto a la niña le vencía el sueño. Pero aquella noche del día de la Feria del Negro la mulata no permitió que durmiera. La agarró por los hombros y le miró fijamente a los ojos, como hacía siempre que tenía algo importante que decirle.

—Mijita, lo que hoy veas deberás guardarlo con el mismo celo con el que guardas ese papel que andas cargando. De tu silencio no sólo dependerá tu vida, sino la de todos nosotros. Ya estás mayorcita para entender lo que te estoy diciendo, sé que no me vas a fallar. Te he cuidado como a una hija, como a mi propia hija, y te aseguro que los azotes que hoy te han dado me han dolido como si los hubiera recibido en mis lomos. Y ya que has sufrido un trato de esclava, de negra, es justo que también conozcas las armas que nosotros tenemos. Oye bien esto, mi niña: serás la única mujer blanca con poder sobre blancos y negros, libres o esclavos. A los blancos y criollos es fácil manejarlos. Esa enseñanza te la dará el tiempo. Pero a los negros no los dominarás con las solas herramientas que te ofrece la vida. Desde hoy, aprenderás a usar la fuerza del kwa-vudun.

Evidentemente Lorenza no se enteró de lo que su aya quería decirle. No obstante, sabía cuándo la quería involucrar en algo relevante. Se dejó limpiar la espalda, sólo con las hierbas maceradas que ella misma aprobó, basándose en la sabiduría heredada de Jean Aimé.

Iba a ponerse ropa habitual, pero Margarita le alcanzó un vestido de gasa de algodón blanca, traslúcida, con un turbante del mismo tejido. La mulata, igual que las demás, también se cubrió con el blanco atavío. Los hombres iban con pantalones pesqueros de similar tono, o con guayuco.

Cuando llegaron bajo las ceibas, en un claro de la selva, otros negros, horros algunos, ya estaban sentados en círculo alrededor de extraños dibujos, como estrellas, pensó al verlos, pintados con cal en la hierba y velas prendidas en las aristas. Un moreno fornido, escultural, cuarentón, con las sienes canosas, presidía la reunión adornado con una capa verde olivo.

—Ése es el hungan, el gran sacerdote —le indicó Margarita.

Lorenza observaba aquello con la frialdad recuperada que le había traicionado esa misma mañana. Cuando todos estuvieron acomodados, el hungan comenzó su jaculatoria alargando los brazos sobre vasijas y recipientes multiformes colocados en una mesa improvisada, entre dos cráneos humanos y una rudimentaria cruz de palo. En un momento determinado llamó a las mambo, las sacerdotisas. Margarita y dos mujeres mayores se levantaron y quedaron de pie en medio del círculo. El maestro continuó el mágico ritual. Una de las mambo se acercó a la mesa y tomó un ánfora alargada. La fue pasando uno por uno para que todos bebieran. Lorenza no la probó hasta que Margarita le dio su aprobación con una ligera inclinación de cabeza. El temor y la amargura del bebedizo, a base de guarapo fermentado, sólo le permitieron pasar un trago. Antes de que la sacerdotisa culminara la ronda, la muchacha empezó a marearse. Le pareció adivinar los ojos fugaces de Tomás Cacanegra entre las ramas de los árboles. En el sopor del mareo escuchó a Margarita solicitar al hungan la iniciación de su protegida. Una discusión se entabló entre los concurrentes por el color de su piel. Palabras foráneas surgían enredadas con el castellano. Al final, parece que el peso de Margarita fue superior al de sus oponentes. El gran sacerdote no quiso opinar, se limitó a admitir a la iniciada una vez calmadas las disquisiciones. Lorenza fue situada en el centro de la estrella junto a seis iniciados más, entre ellos, las cuatro esclavas nuevas del tío Luis y dos varones jóvenes arribados también esa jornada.

No era el único grupo celebrante en la periferia de Cartagena.

Desde que llegó, Lorenza estaba obsesionada con el gran sacerdote. Aquel hombre le producía un cosquilleo en el vientre. Lo exploró de arriba abajo, de abajo arriba, se regocijó en sus brazos, en su pecho, en sus muslos, en sus manos. Ahora, en el centro del círculo, miraba sus ojos pardos, sus pupilas dilatadas, y a través del sudor que le corría por las pestañas, lo admiró como macho.

Sonaron las tamboras. Las mujeres se desprendieron de la parte superior del vestido y del turbante, y comenzaron a bailar. Lorenza las imitó. Desnuda de cintura para arriba, a sus diez años, dejando ver un cuerpo que no terminaba de abandonar la inocencia de la niñez, pero que marcaba la curvatura hacia la hermosa mujer en que se convertiría, danzó con tal intensidad y dominio que no volvieron a cuestionarla nunca.

El ritmo aceleraba; el baile se endurecía. El hungan elevaba la voz sobre los tambores. Colocó un gallo sobre una roca. De un certero golpe de muñeca, la cabeza del animal saltó por los aires. Un chorro de sangre le cubrió el torso. La otra mambo recogió el resto de la sangre en una jicara, y tras mezclarla con unos polvos que tomó de un plato del altar, la paseó por el conjunto de danzantes ofreciéndola para beber. El hungan se sumó a los bailarines agitando el gallo por encima de sus cabezas. La sangre rociada escurría por los cuerpos desnudos. Lorenza tomó la jícara y bebió hasta que el fluido le desbordó la comisura de los labios y le chorreó los incipientes senos de rojos caudales. Veía girar los luceros, desordenarse el firmamento. Escuchaba la voz del hungan adorar a Shango, a Legba, a Dambaya (el amo de la lluvia), a Erzilie (versión pagana de la Virgen María), a los loas. Y los loas, los espíritus, se mezclaron con ellos en la danza. Lorenza los sentía acariciando su cuerpo, dándole consejos, curando sus laceraciones. El eco de los frenéticos tambores llevaba su mente por las enredaderas de la manigua. Miró la noche como la ven las ceibas, con solemnidad. Deseó al negro.

Margarita, en trance, amenazaba, profetizaba, adivinaba la suerte de los que la rodeaban y atravesaba muñecos de barro con astillas de caña.

Lorenza no recordaría más de su primer contacto con el vudú. Sólo que antes de dormir profundamente los negros de la hacienda se lavaron en el abrevadero de las cuadras, y que su aya la zambulló en el agua para limpiarla con la ayuda de los esclavos que la portaron desmayada en los brazos.

—Fíjate, Álvaro, qué cuestión más curiosa. El vudú llegó a este litoral antes que a Haití. No se desarrolló mucho. Pero el primer contacto de la religión africana con América se produjo acá, en el extrarradio de Calamarí.

Atravesamos la Plaza de los Coches, tras la Torre del Reloj, y nos adentramos en la plaza contigua, la de la Aduana. San Pedro Claver quedaba a la vista.

—En esta explanada vendían a los esclavos. No sé si ya entonces era triangular como ahora, supongo que no, porque la muralla aún no la delimitaba —elucubró el padre Ferrer.

Continué en tono prudente, de alumno, callado.

—A menudo sigo pensando en la forma como los esclavos asumieron nuestra religión —siguió explicando—. En el pensamiento africano no existía la dualidad del bien y del mal, cuerpo y espíritu, Dios y diablo. Para ellos, en el África occidental, nada era del todo bueno ni del todo malo. Cada negro que llega, cada tribu, tiene además su propia cosmovisión. Y todo ese maremágnum lo cogemos, me incluyo por ser parte de la Iglesia, lo despreciamos, y de buenas a primeras nos empeñamos en inculcarles unos valores y unas ideas a contrapelo de sus creencias. A vista de los resultados no cabe duda que lo conseguimos, pero esta cuestión creó un poso oscuro debajo de la realidad, un submundo discordante, levantisco, tenebroso. Esos primarios brotes de vudú no tardaron mucho en desaparecer, porque la Iglesia, enterada de las prácticas rituales, pocos años después de la iniciación de Lorenza desterró a todos los negros que lo practicaban, la mayoría mandingas, a las minas de carbón de Antioquia. Su doctrina se derrumbó con ellos y con las galerías de los yacimientos. Los restos, los fundamentos, se mezclaron con la brujería y hechicería españolas, con las religiones indias y con otras del continente africano. En este sincretismo tuvo mucho que ver Lorenza de Acereto.

Dos años antes de aquella noche de vudú, en el noventa y cinco, y tres meses después del fallecimiento del obispo Juan Montalvo, la flota de galeones trajo a Calamarí a su reemplazo: el dominico fray Juan de Ladrada. Un pequeño grupo de esclavos venía a su servicio, liderados por un moreno bien parecido, alto, medía casi dos metros. Ejercía sobre sus compañeros un indiscutible tutelaje. Nacido en Dahomey, se adaptó a América sin dificultad, y pronto su caudillaje se extendió a casi toda la gente de castas de la región. Por lo menos una vez por semana se arrimaba a la selva, con los negros, para llevar a cabo prácticas ceremoniales. Domingo del Señor Dahomey corría como un gamo, ni las cercas ni las cañadas constituían vallas para él. Sobre sus espaldas hercúleas se cimentaba igual un carruaje descachado que el tronco caído de un árbol. En los rituales su presencia sacerdotal se imponía frente a la negramenta genuflexa o contorsionada.

Las heridas de Lorenza cicatrizaron con prontitud. La vida continuó con la complicidad de la rutina. Pero la primera noche de vudú, repetida en adelante cada semana, le dejó abierta una herida mayor, interna, profunda: el primer amor, el platónico, el del maestro. Y se apoderó de su alborotado corazón escurriéndose por los nacientes avisos de la adolescencia. No desveló a Margarita su pasión por el gran sacerdote. Su aya vivía repitiéndole hasta la saciedad que sólo sería mujer de un blanco. Traicionar su intransigencia podía acarrear graves inconvenientes.

Siempre encontraba el momento oportuno para hacerse acompañar de Tomasito hasta la tapia del obispado, en la Plaza Mayor. Encaramada en las ramas de un naranjo se deleitaba con el cuerpo viril de Domingo del Señor, dominador incomparable del yunque, de la guadaña y de la azada.

El dahomeyano no tardó en descubrir las asechanzas de la rubita. Con el tiempo, las visitas no se realizaron furtivas, sino personales, amistosas. Se reunían en el patio de la casa vecina, un caserón deshabitado, fantasmagórico y asustador, que doce años después sería la primera sede del Tribunal de la Inquisición. Cacanegra, posesionado de su rol de chaperón, no abandonó jamás a su amiga. Domingo del Señor les hablaba de su tierra, de su familia, de su rey (quien vendió a todos sus súbditos a los portugueses), de sus añoranzas, de sus credos, de la multiplicidad de seres que los rodeaban (representados por el rayo, el mar, las tormentas), de los castigos que enviaban las criaturas superiores, y de cómo sus congéneres habitaban en derredor de un mundo lleno de fetiches, maleficios, brebajes y fórmulas mágicas. Pero ése no era el mundo del diablo, como predicaban los curas católicos, ése era su mundo, su espacio pequeño y particular, negro, de los loas, del vudú. Les enseñó que el vudú no sólo era danza, como muchos pensaban: era un conjunto de prácticas y creencias con las que se rendía homenaje a la fuerza de los dioses y se colocaba al hombre en armoniosa relación con ellos. El vudú no tenía una teología formal; muchas veces absorbía preceptos y ritos de otras religiones. El baile para el vuduista era lo que la misa para el cristiano.

Misas cristianas a las que Lorenza también asistía con la periodicidad estipulada por la Santa Madre Iglesia. Para un esclavo no asistir a la misa dominical, no acudir a catequesis una vez a la semana, o no confesar asiduamente, suponía un castigo de veinticuatro latigazos y una buena reprimenda para el amo. Así que unos y otros se cuidaban de no transgredir las severas normas eclesiásticas. En la casa del tío Luis se acudía en grupo a la Misa de la Misera, la que se celebraba antes de la aurora. La escasa iluminación y la oscuridad de la madrugada disimulaban los harapos con que se cubrían los miembros de algunas distinguidas familias venidas a menos y, en el caso de los esclavos, no era difícil ocultar el guayabo cuaternario que dejaba la sesión de vudú de la noche anterior. La parroquia, cerca de la casa, Santo Toribio, causaba la misma sensación de pánico en los negros que la catedral. No hay nada más tétrico que una iglesia en las horas nocturnas.

El fresco del alba restablecía los ánimos. Las cuatro nuevas esclavas se habían acostumbrado al acontecer diario, a veces en la cocina, a veces bailando en el patio, a veces en la cama del amo. No tardaron, con ayuda de Margarita, en aprender castellano. Hicieron buenas migas con Lorenza. A menudo hablaban sobre las mujeres de su estirpe. Platicaban sobre sexo, libertad y magia en aquel remoto continente negro, fantástico a los oídos de los españoles, afable y natural para ellas.

La sexualidad, enérgicamente reprimida por la moral católica, comenzaba a ser buscada subrepticiamente por blancos y criollos a través de los poderes mágico-eróticos que manejaban los negros; atractivo ansiado por los hispanos a pesar del miedo que a lo sobrenatural profesaban, y que los negros no dudaron en apropiarse como defensa y revulsivo contra sus amos. Para indios y negros el sexo era parte de su vida; para los europeos, sinónimo de corrupción y pecado.

Los negros se sintieron fuertes en la magia, superiores a sus patrones. Era el único campo en que descubrieron a los blancos suplicantes. Allí mandaban ellos.

Los nuevos acontecimientos no apartaron a Lorenza de sus juegos y travesuras; ahora contaba con mágicos alicientes.

Tres calles abajo de la casa del tío Luis estaba el primer convento que habitaron las clarisas, anterior al de Santa Clara. Lorenza observó en múltiples ocasiones a las monjas realizar penosamente sus tareas, aburridas, cabizbajas, con caras lánguidas. Repetidas veces había preguntado a Margarita cómo una persona podía estar siempre triste. Su aya le contestaba que seguramente por mal de amores, que era el único mal que rompía el alma. La lógica le llevó a deducir que las monjas necesitaban amor. Todo encajaba perfectamente: se morían de tedio porque no conocían los favores amatorios. Explicó con toda claridad su teoría al camarada Tomás. Éste se mostró plenamente conforme: había que poner remedio a la postración monjil. Ambos conocían bien la efectividad de filtros y pócimas. Lorenza procuró entresacarle a Margarita alguna fórmula para remediar el mal de amores.

—No, mijita, usted no tiene todavía edad para manejar esas cosas. Aprenda, que es su deber. Tiempo le quedará para hacer y deshacer entuertos.

Insistía, insistía, insistía… y nada.

El tío Luis vociferó una tarde desde su cuarto reclamando la presencia de la mulata. Algún esclavo vengativo le había colocado un muñeco pinchado debajo de la cama. Aquellas cosas demoníacas ponían al canónigo extremadamente nervioso. Margarita, sabedora de los inconvenientes que le causaba a una esclava vieja quedarse sin amo, intercedió para que el abate calmara los ánimos y los dioses no dispusieran sus maleficios.

—Venga, mi niña, acompáñeme rápido a la quebrada —apuró a Lorenza.

Las aguas corrían turbias.

—Mire, peladita, cuando alguien le quiera hacer algún mal, corra con el mandado y sumérjalo en una corriente de agua. El agua se lleva lo malo. El agua limpia y purifica.

El riachuelo cubrió el panzudo monigote rojo con una puntilla clavada en el corazón.

De regreso, Lorenza encontró el momento propicio para reclamar la fórmula enamoradiza. Margarita estaba azorada, bajas las defensas.

—¡La madre que te trujo, niña! —refunfuñó—. Coge un corazón de sapo, cuatro ojos de murciélago, un huevo de iguana, las uñas de un gato y polvos de calavera. Machácalo todo en un mortero y viértelo en la comida de quien quieras enamorar.

Margarita le había soltado lo primero que se le vino a la cabeza, asegurándose que tuviera entretenida a Lorenza un buen rato. Desde luego, no era el tipo de filtros que ella utilizaba. Cuando la niña se alejó, rió de la simpleza que le había largado, propia de las guarrerías de la hechicería blanca.

La mulatona no imaginaba que los elementos recomendados eran fáciles de conseguir por el cambrón. En menos de una hora, a la sombra del manzanillo y las piraustas, los jovencitos trituraban una plasta maloliente, con parietal incluido, seccionado de una pedrada a uno de los cráneos que Domingo del Señor utilizaba en el altar. Depositaron la viscosidad en una botellita de barro. Dichosos por el favor que le iban a hacer a las monjas, encaminaron sus pasos al convento. Entraron en la cocina disimuladamente. Permanecieron escondidos tras unos baldes y esperaron a que la hermana Patata, bautizada así por Tomasito en aras a la forma de su nariz, se ocupase en la alacena. El contenido del frasco cayó completo en el sancocho. ¡Pies, para qué os quiero!

Lorenza había culminado su primer gran acto de hechicería.

Las monjas clarisas estuvieron a punto de sucumbir. Corrían de un lado para otro tratando de contener el intestino. Las letrinas no daban abasto. Cavaban un hoyito en mitad del claustro y se despachaban como buenamente podían. El médico no encontró la causa de tan descomunal epidemia. Las churrias acabaron con los oficios religiosos, con los hábitos, buenos o malos, y hasta con los de vestir. La madre superiora creyó morir, hasta que una semana después murió.

—Margarita, ¿el amor produce cagalera?

Regresamos en coche hasta el hotel. No puedo negar lo ilustrativo del paseo. El almuerzo y la tarde los dedicamos a temas distintos. Nos olvidamos un poco del cuento de Lorenza y volvimos a nosotros mismos, nada profundo. Quedaría con el padre Ferrer el viernes, una visita inesperada lo tendría ocupado hasta entonces.

Aquella noche no pude quitarme a Lorenza de Acereto de la mente. La imaginaba una y otra vez, entre sueños, danzando sicalípticamente cubierta de sangre. Rumiaba la historia, le daba vueltas, la digería y la regurgitaba para seguir masticándola.

Al día siguiente comencé a tomar anotaciones; no quería arriesgar la pérdida de datos importantes. Mientras aparecían en escena mis antepasados, pretendí empaparme de la cautivadora biografía de Lorenza. De algo serviría en el futuro.

No fue una jornada de sol intenso. Los nubarrones opacaron el ambiente y enfriaron la atmósfera. La playa estuvo más desierta que de costumbre.

Oscureciendo, un grupito de jóvenes costeños aparecieron en la arena. Pantalonetas y camisetas de colores, ellos; vaqueros ajustados y ombligueras, ellas. Al principio tomaron aguardiente y ron blanco. Luego, entonados, se dieron a la parranda vallenata. Yo había permanecido toda la tarde en lo alto de la terraza, escribiendo a mis padres y leyendo. Puse atención a las letras. Me gustaron; debo reconocer que me llamaron la atención. Letras con sentimiento, profundas, sentidas. No puedo afirmar que sea un experto en música caribeña, pero desde entonces soy un buen aficionado a los vallenatos.

La herida que llevo en el alma no cicatriza.

Inevitable me marca la pena, que es infinita.

No tardé en animarme a bajar. Cinco chicas y cinco chicos, entre los quince y los treinta, digo por no equivocarme, conformaban la pachanga. En Colombia todo se hace por parejas. Tres morenos tocaban el acordeón, la tambora y la guacharaca.

—¿Quihubo?

Al poco tiempo trataba de imitar con torpeza los precisos movimientos de cadera de los costeños. Deprimente. Tenía más expresividad el palo de una escoba.

Quisiera volar muy lejos, muy lejos, sin rumbo fijo.

Buscar un lugar del mundo sin odio,

vivir tranquilo.

—¡Ay hombre…! ¡Un traguito de Tres Esquinas. Fondo blanco, chapetón!

Chapetón, en chibcha, significa «tomate». Así llamaron los indígenas a los españoles cuando desembarcaron, y así nos siguen llamando hoy los colombianos. Dos, tres, cuatro tragos…

Eliminar la tristeza, las mentiras y las traiciones.

No importa que nunca encuentre el corazón

lo que ha buscado de verdad.

No importa el tiempo, que ya es muy corto

y las ansias largas de vivir.

Me dejé guiar por la trigueña. ¡Qué cuerpo! Después otra gente se pegó a la rumba.

Cualquier minuto de placer, será sentido en realidad,

si lleno el alma,

si lleno el alma,

de eternidad…

Mi pareja me indicó que la canción se llamaba Sin medir distancias, de Diomedes Díaz, y que era uno de los vallenatos más populares, además, que su intérprete «de puro levantao», se había mandado incrustar un diamante en un diente. «¡Qué vaina, a Diomedes se le perdona todo, hasta que no se presente a los conciertos!».

Es muy cierto que la noche es tan larga con mi desvelo.

Rayito de la mañana, tú sabes, cuánto la quiero…

Vi girar los luceros, desordenarse el firmamento… Miré la noche como la ven las ceibas, con solemnidad, y sentí que tenía clavados los ojos de Lorenza.

Menos mal, tuve tiempo para consentir la resaca. El viernes me había citado el padre Ferrer para almorzar en el restaurante El Bodegón de la Candelaria, en la calle de las Damas. Al entrar pregunté por una mesa reservada a nombre de José María Ferrer. El camarero, atento, me acomodó en el piso de arriba, junto a un ventanal desde el que podía divisar parte de la ciudad antigua y el comienzo del sector playero con impresionante escenografía marina de fondo.

—¿Es usted el doctor Álvaro Santander? —inquirió el maitre.

—Sí señor —respondí extrañado de la palabra «doctor».

—El padre Ferrer ha dejado este sobre para usted. Me pidió que se lo entregara cuando viniese.

—Gracias.

—A la orden.

Tardé en percatarme de que en Colombia todos somos «doctores», así no hayamos estudiado medicina. México está plagado de «licenciados», y Ecuador y otros países latinos de «ingenieros».

Abrí la carta.

Estimado Álvaro:

Quiero pedirte sinceras disculpas, pero un enredo de última hora me impide acompañarte en estos momentos. Sin embargo, no quiero que desperdicies tu almuerzo ni que dejes de visitar esta tarde el Cerro de la Popa.

Mientras te sirven, trataré de explicarte brevemente lo que estaría contándote en estos instantes.

La edificación en la cual te encuentras tiene aproximadamente cuatrocientos años; es decir, ya existía en el mundo de Lorenza. Perteneció inicialmente a Alonso Álvarez de Armenta, importante mercader, quien sostuvo negocios, turbios algunos, con don Luis Gómez de Espinosa.

Cuenta la leyenda que en esa casa la Virgen de la Candelaria se le apareció al monje agustino fray Alonso de la Cruz y le impartió instrucciones para que arrojase a los demonios del Cerro de la Popa y en la cima construyera un monasterio.

Fíjate, a la salida, en la puerta. Tiene esculpidos ciento cuarenta y siete leoncillos en bronce. Hay uno más grande que el resto. Al tocarlo, pensaban antes, concedía la gracia de salvar de las persecuciones a quienes eran requeridos por la Inquisición o por motivos políticos.

Estás, como podrás apreciar, en el génesis del Monasterio de la Popa.

Cuando termines de comer, un chofer con mi auto te estará esperando. En la Popa, pregunta por Sacabuches, el jardinero.

Te espero mañana a las seis en mi despacho.

No te preocupes por la cuenta. San Pedro Claver invita.

Buen provecho. Un abrazo,

JOSÉ MARÍA FERRER S. J.

El chofer me saludó cordialmente. Era un cartagenero serio, callado, de los pocos que pueden aguantar más de un par de minutos sin hablar, acostumbrado a la discreción. Tenía bigote y cabello gruesos, negros.

Atravesamos barrios populares en estéreo, con la FM a todo volumen, repletos de muchachos de moco colgando que tendían cuerdas de lado a lado de la calle para obstaculizar el tráfico y pedir «una moneita».

En primera, forzado el motor, escalamos la seseada y estrecha carretera que conducía a lo alto del cerro. Pedro Argemiro, el conductor, así dijo llamarse, esperó dormitando en el parking. Compré la boleta de entrada y seguí a un guía que recitó un parlamento como un papagayo, estancia por estancia, a toda velocidad y sin vocalizar. En diez minutos habíamos terminado la visita.

Pregunté a una vendedora de helados, «paletas» gritaba que vendía, por el jardinero Sacabuches.

—El Sacabuches, avemaría…, ése debe andar pendejeando por el huerto de atrás.

Bordeé el recoleto monasterio. Los claveles y geranios rojos contrastaban con el blanco de las paredes y el negro de las rejas de las ventanas. Desde el mirador pude observar la ciudad en toda su dimensión: a la derecha el casco viejo, el Corralito de Piedra; al fondo Bocagrande, el Laguito, Castillo Grande, la zona turística; al pie Loamador, Torices, Chambacu, La Quinta, Chino Barrio, y tras el Caño Basurto, la isla de Manga con sus mansiones criollas; la Bahía de las Animas en su calmo esplendor; a la espalda la Ciénaga de la Virgen, y en sus orillas, los más pobres: las casuchas de tejado de zinc o de palma, las calles sin pavimento, los peces muertos.

Abrí la cancela de entrada al pequeño huerto. Un hombre enjuto, moreno, de cabello blanco crespo, labios abultados y orejas grandes, arrancaba con el azadón las malas hierbas.

—¿Sacabuches? —pregunté con vergüenza por llamar así a alguien.

—A la orden.

—Vengo de parte del padre José María Ferrer, de San Pedro Claver.

—¡Eche… el cura rico! Ea, pues… esos curas sí tienen plata, ¿no? —Aparcó el azadón y me estrechó la mano—. Venga pa’cá y charlamos un rato. ¿Un aguardientico?

Sacó media de Néctar que cargaba en el bolsillo trasero de la pantaloneta y me la ofreció. Hice que tomaba, pero el sol decadente de las cuatro no me provocó del licor. Nos sentamos en el muro, a la vista de la ciénaga dorada y el ocre despeñadero que se abría bajo nosotros.

—Cuente, sardino, ¿en qué puedo serle útil?

—Me gustaría saber sobre el Cerro de la Popa, su historia, alguna anécdota. Algo que pueda decirme…, supongo que el padre Ferrer ya le habrá contado…

—Pero el cura, cuando ha venido, no se ha interesado por el cerro… —Achicó la mirada.

—¿Por qué entonces?

—¡Por el Monte de los Trasgos! Que es algo muy distinto, mi chino. —Levantó el dedo índice sentando cátedra—. Unas cosas son del cielo, y otras del infierno.

El dómine gesticulaba constantemente, con exageración y demasía.

—Antes que hogar de Dios, el cerro fue escondite del demonio y toda su corte. —Otra chupadita.

No recuerdo exactamente las palabras con las que narró la historia, enzarzada de cartagenero apretado, pero en esencia, he podido rescatar los acontecimientos.

—En el Monte de los Trasgos vivían en las horas diurnas, las de su descanso, todos los fantasmas, endriagos, apariciones y espantos. La Mojana, la muerte, era la guardiana del lugar. Sin rostro visible, de figura imprecisa, larga, prolongada, no se distinguía si llegaba o no a la tierra. —Sacabuches, en pie delante de mí, escenificaba con grandilocuentes aspavientos—. Un cayado tosco se enredaba entre los pliegues de sus manos. Con él sesgaba el paso y la vida de todos los que osaban adentrarse en estos terrenos. Además de La Mojana, estaba Canicubá, un diablo pícaro dueño del río Atrato; Taravira, el demonio sodomita; Antomiá, el maligno que actúa en armonía con la Parca; la Marimonda, con sus endriagos montaraces; Dabeiba, dominadora de los fenómenos naturales; el Bracamonte, fantasma pastoril. Podían sentirse al anochecer, cuando despertaban, los alaridos del Gritón y de la Patetarro, los pasos de la Mancarita, el deslizar de la Patasola, los fulgores de la Candileja, los cánticos de la Sombrerona, el husmear del Ayudado, el Duende y la Madremonte, los gemidos de la Llorona, la Madreselva y el Ánima Sola, la presencia del Pollo del Aire, Lórmala y el Monicongo, el olor azufrado del Hojarasquín del Monte. Por la noche se dispersaban por todo el litoral. La gente se escondía de ellos, y de los otros: la Madrediagua, la Mula de Tres Patas, el Cura sin Cabeza, la Tarasca, el Coco, la Viudita, el Enyerbao, el Muan, la Madre del Río, el Perro Negro, el Jinete Negro y la Sombra Negra…

Intermedio. «Visite nuestro bar». Chupito.

—Algunos habían nacido aquí, en la costa, otros llegaron del interior, y otros vinieron camuflados en los barcos españoles o en las armazones negreras. Hasta zombis había, resucitados por los africanos. Pero sobre los engendros del mal, estaban los diablos mayores: Rompesantos, padre de un cambrón que causó estragos en Cartagena, y Buziraco, la personificación de Satán, con forma de macho cabrío. Nadie, jamás, regresó del Monte de los Trasgos. Ni los brujos, ni los hechiceros, ni los zahoríes, ni los curas, ni los ricos, ni los pobres, ni los maleantes, ni los vagabundos, ni los aventureros, ni los locos, se atrevían a pisar estos contornos. Tan sólo una persona, un hombre, o medio hombre más bien, podía entrar y salir con plena libertad: Cacanegra, el cambrón, hijo de Rompesantos y una esclava. ¡Hasta buena papa resultó el sardino!

—¡Un momento! —interrumpí. La aparición de Tomás Cacanegra me sobrecogió—. ¿Se refiere usted a que era buena persona?

—¡Eche… cipote vaina! Ni buena, ni mala…, digo yo. —Se detuvo a razonar unos segundos—. Los hijos de Satanás no son ni buenos ni malos. Si se portan bien, faltan a sus obligaciones, y eso sería malo. Si se portan mal, estarían actuando con responsabilidad, según su naturaleza y educación, y no sería lógico motejarlos de perversos. —Se rascó la cabeza—. ¡Éstas son vainas jodidas, doctor! Yo se las cuento, pero no me pregunte.

Recobró la pose teatral.

—Le decía que el único que entró y salió de aquí fue Cacanegra. Siempre iba rodeado por serpientes que tenían más cascabeles que un carillón, iguanas de cresta verde, arañas pollas, sapos gordos, alacranes y mariposas negras. De vez en cuando algún animalito hambriento se papeaba a otro, ya me entiende: ñam-ñam. El cambrón extrajo de estos montes los secretos del averno. No duró mucho en Cartagena. Se enredó en una pelea con el hijo de un rico y tuvo que salir por patas. Todo esto hubiera importado un carajo si esos secretos no los hubiera compartido, antes de largarse, con una pelada de diez u once años que vivía en su misma casa y llegó a ser una bruja de armas tomar. Ahorita no caigo en el nombre… y eso que el otro día me lo recordó el cura rico…

—Lorenza de Acereto.

—¡Ésa, miérrrrr…coles! Ésa es la bruja. —Puso los brazos en jarra—. Claro que fue mucho más que una simple bruja. Mucho más…

Cambió de tema bruscamente. No sé si lo hizo por desconocimiento de los detalles de la vida de Lorenza o por ocultamiento premeditado. Quizá el mismo padre Ferrer le había pedido que no lo hiciera.

—Un día, en una casa de la calle de las Damas, hoy restaurante de ésos para turistas, la Virgen de la Candelaria se le apareció al religioso Alonso de la Cruz, le ordenó expulsar a todos los engendros malignos del Monte y levantar un monasterio en su honor en todo lo alto para que no pudieran volver. El agustino lo pensó mucho, vaina de encargo. Se dedicó a la oración y al ayuno… ¡Hombre de Dios, si lo que tenía que haber hecho es tomar unas clasecitas de esgrima! —El jardinero desenvainó una espada imaginaria y comenzó a batirla—. Imagine usted, el monje se presentó una noche, crucifijo en mano, de los grandotes, eso sí, a enfrentar a La Mojana. Fue pelea de cruz y cayado, a golpe limpio… Y parece que la venció, o por lo menos la sacó corriendo. Fray Alonso no paraba de rezar. Se internó en la espesura y uno por uno fue expulsando a los espíritus del mal, a punta de batacazos o de oraciones, lo mismo da, pero los iba largando. Y luego se dispersaron por toda la geografía del país, digo yo…

Pude recrear cada uno de los combates en las gesticulaciones de Sacabuches.

—Cuando llegó a la cima, el mismísimo Buziraco le salió al encuentro. El macho cabrío, armado de espada, tiró con dureza varias estocadas. El pobre monje, como pudo, las esquivó anteponiendo la cruz. Se sintió desfallecer y retrocedió unos pasos. Asió firmemente el crucifijo por el palo corto, lo volteó, cerró los ojos, y orando y repartiendo mandobles en todas direcciones arrinconó a Buziraco contra el cantil del despeñadero. Mire, contra éste, justito aquí donde estamos. —El jardinero señaló el terraplén vertical que tras el menguado muro caía hasta el pie del cerro—. El último cristazo, y el diablo se desplomó por el precipicio: chao candao. Desde entonces, a esto se lo conoce como el Salto del Cabrón. Un par de años después, fray Alonso de la Cruz fundó el Monasterio de la Candelaria.

La última frase pronunciada por Sacabuches, dramático, antes de despedirnos, fue: «¡Atento, los trasgos pueden volver pronto!».

El padre Ferrer cacharreaba con el ordenador, o computador como le dicen en Latinoamérica, bajo la luz halógena de la mesa redonda fumando sus cigarrillos mentolados. El resto del estudio se mantenía apagado. Saludos, preguntas, risas, y el tema lógico e impuesto: la visita al Cerro de la Popa y la conversación con el jardinero.

—Es un tío increíble, ¿verdad? —El sacerdote movía los brazos tratando de imitarle.

—Desde luego. No sé por qué los jardineros siempre resultan tipos brillantes. Pero no está quieto un minuto; acaba uno mareado con tanto aspaviento.

—Es un cuentista memorable. —Sonrió.

Le puse al tanto de mis recientes aficiones musicales, del cuaderno de apuntes, del halo mágico y misterioso que empezaba a interiorizárseme, de mis conclusiones hasta la fecha, de mis inquietudes, de todo un poco, menos del heterónimo influjo de los ojos de Lorenza.

El padre me ponía atención sin descuidar las tareas informáticas, hasta que de pronto se bloqueó y solicitó mi ayuda.

—¿Tú entiendes de esto?

—Algo —confirmé—, lo imprescindible.

—Ven a ver si puedes ayudarme. Estoy intentando copiar este fichero dentro de otro; el programa es nuevo y no lo domino todavía.

No era complicado. Aproveché para darle un vistazo a la pantalla: el padre Ferrer escribía sobre Lorenza de Acereto; en el administrador de archivos pude corroborarlo. Un sinfín de ficheros con vocablos que me resultaron familiares se agrupaban en un solo directorio llamado Calamarí: Bruja, Helena, Cruz, Alonso, Tío, Francés, Lorenza, Madre, Feria, Vudú, Indios, Diablo, Machanaes, etc… Dos palabras me llamaron la atención en ese momento: Pergamino y Delfín, quizá porque tuvieran todas las letras en mayúscula, o quizá, simplemente, por figurar últimas de la lista.

El puerto y la ciudad iban distanciándose cada vez más. Pronto perderían la visión mutua. La muralla iba tomando altura.

Bautista Antonelli, ingeniero militar italiano, había entrado al servicio de Felipe II en 1570. Llegó a Cartagena poco después del asalto de Drake, encargado de concebir y dirigir las obras de fortificación de la urbe. Era un hombre amable, sin trazas castrenses, rubio, de mediana edad, con barba y bigotes acicalados, vestido siempre al itálico modo, demasiado abrigado para los calores tropicales. Con frecuencia arrimaba a la vivienda de don Luis buscando piedra coralina, argamasa, cal y otros materiales de construcción que el abate estaba en capacidad de proporcionar a bajo costo.

El tío Luis, por aquellos días, mostraba síntomas de unos delirios perseguidores que lo recluían a cerrojo en sus dependencias. La noticia de varios asesinatos de españoles por parte de sus esclavos, así como las constantes fugas de negros cimarrones, lo tenían temerosamente alterado. Cargaba plena conciencia del mal trato otorgado a su servidumbre. El encierro permitió a Lorenza amplias libertades para infiltrarse en la zona blanca, e incluso acercarse a los frecuentes visitantes, uno de ellos, el más cordial, Bautista Antonelli. El italiano, que nunca pudo concebir hijos, se encariñó con la traviesa Lorenza, descrestado por su ingenio, vivacidad y ansias de conocimiento. Antonelli y su esposa jugarían un papel importante en su vida: tuvieron la paciencia y el atrevimiento de enseñarle a leer y escribir.

Tomasito esperaba pacientemente una o dos horas al día cada vez que su amiga le pedía el favor de acompañarla a la mansión de los italianos, en la calle de la Necesidad. Rodeados de sobrios muebles de caoba, a veces el ingeniero, a veces su esposa, dictaban las clases a la joven, quien más gustaba de las coloridas ilustraciones que de la letra gótica de los códices miniados en los que aprendía esmeradamente.

La autopromesa y el deseo de conocer el texto de su pergamino la impulsaron a reclamar el aprendizaje con vehemencia. En diez meses se defendía en la lectura y elaboraba unos trazos imperfectos pero legibles.

El matrimonio se cuidaba de dos asuntos incómodos: las mentiras de Lorenza y la proximidad del cambrón.

Los Antonelli sentían, al cabo de un año, sutil agobio ante la exaltación de Lorenza por las dilatadas sesiones. Afortunadamente, entrando a considerar cómo zafarse de ella, la niña, complacida por el nivel alcanzado, dejó de frecuentar la casa. Continuó asistiendo esporádicamente, reclamando las exquisitas tazas de cacao que preparaba la señora Antonelli, y a repasar, preguntar dudas o sentarse a leer algunas publicaciones que atesoraba el ingeniero. Esto permitió que las relaciones volvieran al tono de la cordialidad y continuaran en el tiempo, al punto que, ocho años después, Lorenza de Acereto podría tener en sus manos uno de los ciento tres ejemplares de la primera edición de El Quijote que en 1605 llegaron a América, adquirido por Bautista Antonelli en la librería de Sebastián Huidobro.

A la vuelta de sus secretas lecciones, Lorenza extraía el pergamino del saquillo y lo estudiaba con detenimiento sin poder organizar las letras. No se formaban palabras, al menos tal como ella las conocía. No tomaban significado. ¿Por qué era capaz de entender sin dificultad los libros, y no el texto del manuscrito?

Aprendió de memoria una palabra, «nuntius», y se la consultó al maestro.

—Eso no es castellano, Lorenzana, es latín —le comentó Antonelli—. Ése es lenguaje de clerecía. Algún cura letrado, no hay muchos, podrá complacerte.

No se atrevió a recurrir al tío Luis. Supuso que el abate, de latín, pocón. A pesar de alargarse la espera para descifrar el pergamino, no dio por perdido, ni banal, el esfuerzo realizado en el aprendizaje de la lectura. Estaba un escalón arriba del resto de las mujeres. Y de muchos hombres también.

Entre lección y lección, Lorenza y Tomasito escapaban a la Plaza Mayor, al anochecer, buscando el entretenimiento de los títeres, malabaristas o ciegos cantores que al refresco presentaban sus funciones. Estaban en cierta ocasión embobados en un cantar de gesta recitado por un invidente, cuando el barullo interrumpió el acto y concentró a la muchedumbre en el corazón de la explanada: fray Juan de la Cruz hacía su entrada triunfal tras haber derrotado al diablo y haber expulsado del Monte de los Trasgos a todos los malignos.

Tomás Cacanegra sintió un latigazo fulminante. Lorenza captó de inmediato el abatimiento de su amigo. Al fin y al cabo, acababan de atentar contra su padre. Marcharon al mar, más allá del puerto, cerca de la casucha incinerada de la playa.

El cambrón no articuló palabra. Se refugió en el silencio, sentado en la arena mirando al frente.

Así permanecieron hasta la madrugada, inermes, despreocupados de las obligaciones, cómplices en la desgracia, igual que habían sido siempre.

Lorenza se concentró en las estrellas, siguiendo su curso, como le había enseñado Jean Aimé.

—Tomás —dijo sin apartar la vista del firmamento—, debes estar prevenido, las estrellas no están de tu parte.

—Pamplinas —balbuceó el cambrón.

El océano estaba en reposo, con la marea más baja de lo normal por el influjo de la luna llena. Algunas luciérnagas alternaban con las piraustas.

De repente, Lorenza tocó el brazo de Tomasito. Alzaron la vista. Un velamen blanco se dibujó en el horizonte. A medida que remontaba la curvatura de la tierra era más nítido. Se levantaron. El navío no tomaba la entrada del puerto. Se dirigía en línea recta hacia la playa. Era un extraño galeón plateado. No estaba construido de madera, como todos los conocidos. No emitía ninguna clase de ruidos ni crujía. Parecía todo de nácar. A medida que la proximidad se lo permitió, vislumbraron algunos faroles en cubierta, pero no determinaron hombre alguno. El fantasmagórico navío ancló muy cerca del rompezón de las olas, sin encallar.

—Es todo de conchas marinas —apreció el negrito.

—No son conchas, Tomasito, son uñas —rectificó Lorenza y se guardó tras la espalda del cambrón.

Efectivamente eran uñas, uñas de ahorcado para ser más exactos.

—¡Escondámonos antes de que nos vean!

Corrieron tras los arbustos, donde pudieron fisgar cautelosamente.

Un bote de iguales componentes partió de un costado de la nave. Distinguieron dos personas a bordo. Remontado por la espuma, el bote chocó contra la arena. Primero bajó un tipo escueto, delgado, de finísimos rasgos y exquisita compostura, con la cara blanqueada con polvos de arroz y el cabello claro recogido en una coletilla. Vestía jubón y calzas de un verdoso esmeraldino con brocados en oro. Detrás saltó a tierra un gordo rapado, con una argolla en la nariz y pinta de pocas amistades. Portaba en los hombros un aparatoso fardo del que pendían algunos instrumentos de cocina.

Los muchachos se dirigieron al puerto, sin ser vistos, eso creían, mientras el bote regresaba solo y el galeón levaba anclas y viraba a la derecha para volver a perderse en el mar.

Al día siguiente, entre los esclavos, en las calles, a la salida de misa, en la plaza, todos comentaban: «El Delfín Verde se encuentra en Cartagena». Estaban pletóricos de felicidad por albergar sangre real en la villa.

Felipe II, antes de caer enfermo en El Escorial, había logrado deshacerse del hermano de Juan de Austria, el Delfín Verde, como cariñosamente lo apodaban las damas de la corte; el «hideputa que se ha follado a mi mujer», como lo tildaban los esposos de las damas de la corte. El monarca no hallaba el momento de expulsar a aquel desgraciado de los límites del monasterio. El Delfín Verde contaba en su palmarés cuatro embarazos no deseados, duelos a diario que habían costado la vida a algunos de los más valiosos allegados del soberano, ritos de brujería sobre los mármoles del pudridero y toda una serie de fechorías que habían alborotado a las señoras, enfurecido a los maridos, desquiciado los nervios del rey y puesto en jaque a la nobleza.

Tuvieron que unirse las fuerzas de todos los ofendidos para desterrarlo. El último día, antes de partir, había recibido los guantes de treinta y siete caballeros. De aquel duelo no iba a salir con vida, así que tomó las de Villadiego.

Y reapareció, ufano y orondo, al otro lado del charco dispuesto a dejar muy en alto su fama de galán, conquistador, amante, jugador, fullero, espadachín y, sobre todo, a pavonear su realeza.

Arrendó una casa en la calle del Porvenir, y allí se instaló con su criado. A los quince días ya era asiduo cliente del tío Luis, quien le proveyó de licores traídos de Escocia, adquiridos a contrabandistas napolitanos.

La oportunidad que aprovechó Lorenza para entablar contacto con el misterioso personaje se presentó acompañando a la esclava Isabel del Ángel de la Guarda a entregarle un odre con vino casero que le enviaba el canónigo. Aquel vino era ácido y malo como la peste, pero el de crianza se picaba en el trópico y el llegado de España no aguantaba la travesía sin avinagrarse. Las uvas cultivadas en la huerta no tenían suficiente azúcar. De todas formas, el Delfín lo recibió de buena gana.

—A falta de pan, buenas son tortas —dijo tras la cata.

La casa apenas tenía mobiliario ni decoración. Las paredes aparecían desnudas, frías, la piedra demasiado expuesta. Lorenza se fijó en el único objeto que merecía la pena: un libro empastado en cuero negro repujado encima de la rústica mesa del comedor. En la tapa, el título: Malleus Maleficarum. Lo abrió, leyó lo que pudo y la sorprendieron los dibujos. Cuanto hechizo, conjuro o filtro, diablo, trasgo, aparición, ser maligno o asunto relacionado con la magia, hechicería o brujería eran conocidos, desfilaban por sus páginas. Sin embargo, no sería el único ejemplar que leyera: en 1605 la Compañía de Jesús se estableció en Cartagena, y en su biblioteca estaba también el Malleus Maleficarum, El Martillo del Diablo, el libro negro del Concilio de Trento, donde dos jesuitas, Kraemer y Sprenger, en 1486, habían recogido todas las modalidades de nigromancia que pululaban por el mundo. Lorenza lo estudió con fervor siempre que lo tuvo a su alcance.

En sucesivas visitas, el Delfín Verde no otorgó importancia a las incursiones de la muchacha en el libro, ignorante de su educación lectora, figurándose que las ilustraciones eran las que captaban su atención. Lorenza no sólo aprovechó la candidez del noble para leer cuantas páginas se le antojaron, también le entresacó información oral a través de preguntas aparentemente inocentes que el Delfín tomó como un juego. Se divirtieron gateando por la brujería blanca.

El padre Ferrer dejó de hacer argollas con el humo del tabaco y se levantó. Fue hasta la librería para mostrarme una edición facsímil del Malleus.

—No me extraña que a Lorenza le impresionara —expresé analizando el tomo.

—A mí tampoco, no es para menos —asintió—. El papa encargó a la Compañía de Jesús la investigación y elaboración de un tratado sobre la demonología existente en la época, y después fue utilizado en Trento. A la Iglesia se le estaban empezando a salir de las manos los problemas concernientes a la brujería. Había que profundizar en los pormenores del extenso y enigmático terreno de Lucifer. Los jesuitas asumieron la tarea. El Concilio aplaudió la calidad del trabajo, pero el libro acabó sirviendo más como manual a los propios brujos, que como instrumento orientador para los eclesiásticos. A pesar de todo, sigue siendo un volumen infalible en las bibliotecas de la Compañía. Observa esta página. —Me la marcó en el libro.

La estudié con atención, y no con menos sobresalto. El dibujo mostraba un galeón nacarado, acompañado de un texto que ofrecía las explicaciones oportunas: el Barco Demonológico, fabricado con uñas de ahorcado, tripulado únicamente por Nisgrov, el cocinero del diablo.

Me reservé los comentarios; no hubiera podido hacerlos. Mi racionalismo estaba empezando a ser catapultado.

—Otra curiosidad —comentó el jesuita con la mano derecha sobre el libro abierto—. Fíjate que Buziraco era un trasgo, o un diablo, perteneciente a la tradición india. En la tradición católica, sin embargo, aparece con forma de macho cabrío. ¿Desde cuándo los indígenas tuvieron demonios con esa forma? Nunca. La Iglesia europeizó la demonología negra e indígena. La acomodó a sus creencias, como pasó con muchas otras cosas.

El claustro de San Pedro Claver descansaba. El viejo párroco también dormía desde temprano, pues debería levantarse a celebrar la misa de seis.

El padre Ferrer pidió un tinto a la única chica del servicio despierta, la encargada de fumigar las habitaciones. El globo seguía inquietándome desde su esquina, tanto como el libro que acababa de cerrar el padre Ferrer.

—Ya ves cómo Lorenza va absorbiendo de los negros y los blancos. —Probó el café—. De los indios también, por supuesto. Es como una esponja. Coge de aquí y de allá…

La feroz tribu de los indios machanaes seguía con ánimo belicoso. Pocos eran los miembros que habían entrado al servicio de los blancos, la mayoría mujeres. Otros habían sido apresados, juzgados y desmembrados en la Plaza Mayor por cometer pecado nefando y bestialidad; es decir, por bisexuales y caníbales. Los indios eran amarrados por sus cuatro extremidades a las sillas de igual número de caballos. Arreaban las bestias, y el cuerpo de los indios se estiraba hasta descoyuntarse y separarse los miembros. Los asistentes a las ejecuciones aplaudían a rabiar cuando la pena se ejecutaba con pulcritud. Las extremidades debían desprenderse al mismo tiempo. No era considerado de buena factura que un brazo o una pierna quedase pegada al tronco, o que los caballos tirasen descoordinadamente.

Los machanaes tenían como sagrada costumbre abandonar a los enfermos y moribundos en las riberas de la ciénaga, con un poco de pan y agua. Allí morían solos; los tremedales se convertían en económico cementerio. Margarita conocía esta tradición, y cuando la india que estaba al servicio de don Luis, María de los Ángeles, Musinga, enfermó gravemente de pelagra, la mulata no la llevó al hospital de San Lázaro, sino que la acompañó a la ciénaga. Lorenza se les pegó, cargando los alimentos, mientras Margarita hacía lo imposible por no dejar caer a la debilitada mucama.

La niña quedó con ella un rato, le colocó el pan y el agua a prudente distancia. Musinga le acarició la melena y le pasó los dedos por la cara.

—Toma esto, Lorencita. —Se quitó un colgante con forma de diente y se lo puso al cuello sobre el escapulario y los abalorios negros—. Si alguna vez necesitas algo de mi gente, muéstrales este amuleto. Te tratarán como a uno de ellos.

Musinga moriría entre las pestilencias del barrro. Nadie la volvió a ver.

Lorenza, el día que asistió a la ejecución de unos machanaes, terminó vomitando. Tomasito no es que diera saltos de alegría, pero descartado el asqueamiento, no le pareció que aquellas muertes fueran más crueles que las habituales, en la calle o en la cantina, donde los marineros caían al suelo con la garganta abierta y la lengua asomando por el corte del machete.

La vejez de Margarita, el grado de confianza, exagerado tal vez, habían ampliado notoriamente la libertad de movimiento de los chiquillos.

Lorenza y el inseparable Tomás, por intermediación de algunos fámulos indígenas, a vista del amuleto, pudieron contactar con un pequeño grupo machanae que vivía escondido en la selva, a una hora de Cartagena. Era la avanzadilla de la tribu, los que avisaban de la organización de las «entradas» de los españoles contra su territorio. Pudieron comprobar que no eran caníbales, así comieran carne cruda; pero una cosa era hincarle las muelas a una pata de mico, y otra, bien distinta, degustar pata de cristiano. Así mismo verificaron que la otra mitad de la acusación era cierta: practicaban la sodomía. Para evitar que de una u otra forma se lo comieran, Tomasito prefería esperar, cobijado por sus alimañas, en la espesura de la selva y rescatar después a su amiga de los mareos de la coca, refrescándola en el agua del riachuelo antes de devolverla a casa. Margarita achacó los sudores de algunas tardes a la posibilidad de la primera regla, y no le dio la mayor importancia. Lorenza era además una niña sana; no padeció enfermedad alguna, ni siquiera las típicas de la infancia.

Ella se mezcló con los indios como lo había hecho con los negros, quizá en menor intensidad, porque la convivencia fue corta, intermitente, nunca un día completo. Se embijó, bailó, ayudó, mascó coca mezclada con cenizas de yarumo, oró a los chamanes, observó y captó su esencia.

No se despegaba del brujo. Le fascinaba husmear en la cabaña del hechicero. La magia india le pareció muy distinta de la negra y la blanca, aunque igual de efectiva e interesante, y a las tres unía ya un salpicón de elementos cristianos. El brujo guardaba en el estante más alto un frasquito con una poción que le sugería ideas maliciosas. Sabía que el líquido rosado de la botellita hacía que los hombres gustasen de los de su especie. El compinche Tomás, informado del magno descubrimiento, se escurrió una tarde hasta el interior de la choza, trepó a escondidas por el mástil que la sostenía y alcanzó el bebedizo. Mientras, Lorenza, en el exterior, entretenía al vetusto curandero.

La poción fue a parar a las cubas de agua potable de Cartagena que se repartían temprano, puerta a puerta, a lomo de mula. No tardó en hacer efecto. A medio día el diablo Taravira brincaba de entusiasmo por las calles de la ciudad. Comenzaron las picadas de ojos entre fornidos varones, besitos mandados con la mano por querendones barbudos, flirteos y silbidos desde los balcones a los muchachos de la guardia, quienes devolvían los agasajos con tiernos requiebros de muñeca. Los oficiales del ejército cambiaron el paso militar por el contoneo de caderas. Políticos y comerciantes presumían de ir a la última moda, ataviados con los mejores y más escotados vestidos de sus esposas. El tío Luis prefirió encerrarse en el cuarto con los esclavos, y los perseguía por los corredores, ataviado con unas enaguas de Margarita.

Al cabo de un mes el único que no sufría los efectos del hechizo, advertido por Lorenza, era el Delfín Verde, además de los esclavos, que recogían el agua directamente de las quebradas. El Delfín aprovechó la circunstancia para asaltar la cama de las desconsoladas esposas. Los únicos rivales serios que encontró fueron los propios indios machanaes, quienes puestos al corriente, entraron en la ciudad y secuestraron una buena cantidad de damas a las que dieron gusto en sus campamentos.

Taravira, por su parte, con forma de negro tripodial organizó… no, más bien desorganizó, las juergas de los travestidos parroquianos.

La ciudad estaba desprotegida. El ataque de los corsarios, o los propios indios, podía ser inminente. El Delfín Verde tomó cartas en el asunto. Harto de tanto amor y tan poca guerra, oxidada la espada, lubricado el hastío, exigió a Nisgrov una solución pronta. El cocinero del diablo demoró tres días en preparar un antídoto que anulase los efectos del hechizo y expulsara al diablo Taravira de Cartagena. Las esclavas se encargaron de distribuirlo, también cansadas de que sus negros tuvieran que atender los requerimientos ardientes de sus dueñas. Recuperada la hombría, los varones se armaron nuevamente con todo tipo de corazas, y hasta de valor. Los que resistieron el trote del caballo, arremetieron violentamente contra los machanaes y, tras una encarnizada batalla, rescataron a las mujeres y dieron muerte a los naturales. Algunas no querían marcharse.

El brujo pereció con los demás. A los nueve meses nacieron un montón de rubitos, mestizos y mulatos: la verdadera mezcla de las razas.

—La historia me la contó también Sacabuches. No puedes imaginar lo que me divertí cuando relató lo de los hombres en plena efervescencia homosexual. El tipo casi me acaba de la risa con tanto meneo… —El padre Ferrer movía los brazos de derecha a izquierda, de izquierda a derecha—. Pero tómalo como algunos pasajes de la Biblia… hay que saber interpretarlos.

No sé por qué, a mí se me vino a la cabeza Maurice, el gerente de alimentos.

—¿Sabes lo que me dijo cuando le pregunté por el Delfín Verde?

—Ni idea.

—Que era la prueba viva de que los cartageneros tenían sangre real en las venas.

El cuento de los indios machanaes distendió bastante la carga oscura por la que discurría la historia. En ningún libro figura este episodio, pero la tradición popular lo narra con lujo de detalles. Más tarde tuve oportunidad de oírlo repetido, no por Sacabuches, sino por un limpiabotas y una camarera del hotel. Ambos vivían en el barrio de la Ciénaga de la Virgen, donde el jardinero, donde los peces muertos, donde se desplomó Buziraco.

El humo del cigarrillo había espesado la atmósfera. El padre Ferrer vació el cenicero en la caneca para volver a llenarlo de ceniza y puchos.

—Mi pequeña Lorenza, no sigas diciendo disparates. —Domingo del Señor le tapó cariñosamente la boca.

—Pero lo que te acabo de confesar es cierto. Lo siento dentro, muy dentro, en mi corazón. Todas las veces que he venido a buscarte es porque necesitaba verte, tocarte, oírte, estar contigo. Y moría de impaciencia y de ganas de contártelo. Hoy pude venir sin Tomasito, y tú estabas solo, aquí, en el establo, y he tenido la oportunidad y el valor de decírtelo…

—Y me lo has dicho con los ojos cerrados —apuntó Domingo, sentándose sobre un poyo adosado a la pared, invitando a Lorenza a acompañarlo.

—Por la vergüenza.

—Lo que me pides no puede ser. —Domingo del Señor se atragantó, la angustia se le anudaba en el gañate. Una angustia que no correspondía solamente a la declaración impetuosa de una niña enamorada de su maestro, el gran sacerdote.

—Te he deseado en cada ritual de vudú. Me he embotado con tu cuerpo; he soñado con él, dormida y despierta. Después de mucho pensarlo, he decidido que tú, sólo tú, debes ser el primer hombre que me posea.

—No sigas.

—¿Acaso he dicho algo que te moleste?

—No, Lorencita. Tú no tienes la culpa. Eres bella, muy bella. Cualquier hombre daría su vida por tenerte. Yo también. No sé si ahora es el momento oportuno, quizá todavía seas muy joven; pero tienes voluntad de negra, y las negras pierden la virginidad antes de los diez años. Compartes la vida con los negros, y la seguirás compartiendo… hasta que te cases… con un blanco…

—Yo no te estoy pidiendo que te cases conmigo. Simplemente, me gustan los negros.

—¿Por qué te gustamos?

—Tal vez porque saben fornicar mejor…

—¿Fornicar?

—Sí… fornicar.

—¡Tú qué puedes saber, Lorencita! —Rió el negro tratando de zafarse la angustia—. Todavía eres virgen… ¿O me equivoco?

—No te equivocas. Pero he visto cómo lo hacen —le dijo con pena de sí misma.

—¿A quiénes has visto?

—A los blancos, a los negros y a los indios. Y me gusta más como lo hacen los negros.

—Bueno, en eso no te voy a quitar la razón. Yo también prefiero a las negras que a las blancas.

—Entonces, ¿me rechazas porque soy blanca?

—No, mi niña… tú no eres blanca…

—¿Lo haremos?

—No puedo. —Aumentaba el estrangulamiento en la garganta.

Lorenza intentó levantarse airada, ofendida por un negro arrogante al que había ofrecido con todo su amor, o lo que ella creía que era amor, la inmolación de su doncellez.

—Un momento, no te vayas. —La sujetó por el brazo—. Quiero contarte algo que desconoces. —Trató de relajarse—. ¿Has oído hablar de los cimarrones y de los palenques?

—Sí, los esclavos que se escapan y se refugian tras empalizadas de madera en la selva. De vez en cuando regresan por la noche a robar o a vengarse de sus amos.

—Correcto. Yo fui un negro cimarrón, Lorencita. A los seis meses de aguantar el encierro, ahogado por la falta de libertad, agachando la cabeza ante los sermones y regaños del obispo por practicar mi religión, deshonrado por los latigazos y los castigos, escapé al palenque de San Jacinto, donde otros de mi tribu habían buscado refugio de la esclavitud. Querían recuperar la vida sin condiciones, sin amos, sin límites, como en Dahomey. En el palenque volví a ser el gran sacerdote, el guía espiritual. Casi vuelvo a alcanzar la felicidad luchando por la emancipación de otros hermanos. El palenque iba creciendo. Logramos llevar algunas mujeres que parieron niños en estado libre.

—¿Y qué pasó entonces? ¿Por qué volviste al servicio del obispo?

—El ejército español nos tomó por sorpresa una noche de danza. Los loas nos avisaron cuando los soldados estaban demasiado cerca, cuando los perros de presa se abalanzaron a arrancarnos la carne a dentelladas. No tuvimos oportunidad de defendernos, desarmados por los efluvios del guarapo y la chicha. Nos apresaron, quemaron el palenque y nos trajeron encadenados a Cartagena. Las mujeres fueron golpeadas en la Plaza Mayor. Los niños subastados. Los hombres corrimos peor suerte: uno por uno fuimos castrados entre los insultos y las burlas de nuestros amos. «¡Para que no nazcan más hideputas que vengan a matarnos después de alimentarlos bien!». Y desmayados por el dolor nos dejaron con la herida untada de panela para que cicatrizara, tirados en los potreros de las casas. Algunos, los que gozábamos de mejor salud, logramos sobrevivir. Los demás murieron. Nuestros testículos estuvieron colgando de un poste en la plaza hasta que se pudrieron y se los comieron los gallinazos. Yo todavía estoy en lenta recuperación. Mi voz, como muchas partes de mi cuerpo, comienza a deteriorarse.

Lorenza odió aquella sociedad, y al monarca, y a España, y a América, y a Cartagena. Los odió porque le habían robado su primer amor, su primera pasión, su primer deseo.

Y también odió a Domingo del Señor, haciéndole inconscientemente culpable de su desilusión. Lo volvió a ver en las celebraciones de vudú, pero no se le acercó. El sacerdote nunca permitió que nadie la tocase cuando el paroxismo de los rituales terminaba en alicorados estrechamientos carnales.

Pronto los dahomeyanos, y el gran sacerdote con ellos, fueron enviados a la muerte en las minas de Antioquia.

El rey mandó una cédula que, como muchas, llegó tarde, o se perdió en el camino, o simplemente pasó inadvertida:

«El Rey. Por cuanto nos somos informados que en la provincia de tierra firme, llamada Castillo del Oro, hay hecha ordenanza usada y guardada, para que los negros que se alzaren se les corten los miembros genitales, y que ha acaecido cortárselos a algunos y morir dello. Lo cual, a más de ser cosa muy deshonesta y de mal ejemplo, se siguen otros inconvenientes. Y visto por los de nuestro Consejo de Indias, fue acordado que debía mandar esta mi cédula en la dicha razón. Por la cual prohibimos y defendemos que ahora y de aquí adelante en manera alguna, no se ejecute la dicha pena de cortar dichos miembros genitales, que si necesario es, por la presente revocamos cualquier ordenanza que cerca de lo susodicho esté hecha».

El 13 de septiembre de 1598 falleció de gota el rey Felipe II en su habitación de El Escorial junto al altar de la basílica. Cartagena, enterada de la noticia con un mes de retraso, vistió de luto.

Fue celebrado un funeral por la muerte del soberano al que asistió toda la población. Terminado el oficio, Lorenza y Tomás acompañaban al Delfín Verde en el pórtico de la catedral. El noble parecía el único alegre ante la solemnidad de los actos fúnebres. Un trío de acomodados mozalbetes criollos, de terciopelo negro y gola almidonada, se acercaron risueños. Uno de ellos, poniéndose al lado de Lorenza, se contorsionó burlonamente tratando de imitar la danza africana. Tomás, rápido como una víbora, agarró una estaca y golpeó desde el suelo la parte trasera de los pies del joven bromista, que cayó a tierra dando alaridos y agarrándose los talones. Cacanegra intentó la fuga, pero el padre y los sirvientes del herido estaban demasiado cerca. Lo atraparon antes de que pudiera realizar cualquier maniobra evasiva. Había desgraciado al muchacho para el resto de su vida. Le había roto sin misericordia el talón de Aquiles. El progenitor montó en cólera, y arrebatando un portacirios al monaguillo, arremetió a bronzazos contra el cambrón. Le propinó golpes en la cabeza, la cara y las costillas, hasta que el Delfín Verde logró mediar las furias.

—Llévatelo, Lorenza, y espérame esta noche donde me viste llegar —indicó mientras desenvainaba la espada.

El Delfín no tuvo más remedio, para atajar la brutalidad, que mandar al pecho del iracundo padre la punta del acero.

Tomás rodó escaleras abajo sangrando profusamente, y como pudo, recostado en Lorenza, se perdió por la calle que bajaba al mar.

Permaneció sumergido en el agua largo tiempo, hasta el asomo de las estrellas.

—El agua del mar cura las heridas —fue todo lo que dijo a Lorenza.

Después, se tumbaron en la arena. Tomasito estaba despidiéndose a su manera, en silencio.

El Delfín Verde apareció con Nisgrov poco antes de la medianoche.

—¿Te marchas? —preguntó Lorenza.

—Es tiempo de partir. Voy a buscar el alma del rey —farfulló.

—¿Te llevarás a Tomasito?

—Es lo mejor. Por estas tierras no duraría vivo mucho tiempo.

Los chiquillos se fundieron en un abrazo y se miraron tristemente a los ojos. El mutismo del negrito y una lágrima de Lorenza lo dijeron todo. El Barco Demonológico horadó la bruma del Caribe hasta la arena. El bote recogió al Delfín Verde, a Nisgrov y a Tomás Cacanegra. El hijo del diablo y de Carlota partió rodeado de sus piraustas. Las alimañas y reptiles quedaron en la playa, y luego se dispersaron en todas direcciones.

Adiós, Tomás.

Con su amigo del alma marchaba también el resto de su niñez. La vida se le estaba llenando de fantasmas, fantasmas vacíos como el humo.

Cartagena estaba embrujada. Los negros con sus religiones, ritos, danzas, bongoes, erotismo, bebedizos, magias amatorias; con reuniones nocturnas, dioses africanos y esclavitud. Los indios con su idolatría, sus trasgos perversos, supersticiones, pócimas, espíritus, sus muertos que nunca llegaban a morir para no dejar vivir tranquilos a los vivos; con sus miedos y creencias ancestrales. Los blancos con su demonología europea: cada barco anclado era un depósito de fantasmagoría y leyenda.

Para la gran ignorancia reinante, era más fácil llegar a la elementalidad de Satanás que a la complejidad de la apologética.

El punto de contacto entre blancos, negros e indios eran las confluencias mágicas. Unas confluencias llenas de picaresca, entreveradas con la miseria, consumidas por la incultura, sin personajes que supieran magnificar las violaciones sacrílegas y la concupiscencia. Una brujería del subdesarrollo.

Calamarí estaba embrujada.