Estaba absorto en las últimas palabras que masculló mi abuelo poco antes de morir, cuando el Caribe acabó de tragarse el sol. «Los Santander siempre peleamos al lado de los rebeldes». Nada más cierto. El abuelo hizo tal afirmación después de haber trepado lentamente por nuestro árbol genealógico. Subió hasta una de las ramas más altas, la correspondiente a Francisco de Paula Santander Omaña, y allí se quedó mirando nuestras glorias y tristezas, nuestras victorias y derrotas, todas ganadas o perdidas desde el bando revolucionario.
A los veintiocho años pude conocer la tierra de mis antepasados. El sábado primero de marzo de 1997, el avión que me tuvo tensionado doce horas aterrizó en la tarde de Cartagena de Indias. Madrid iba quedando en una lejana realidad, y desde los primeros momentos me sentí invadido por esa ensoñación que flota en el aire de la costa atlántica colombiana. Llegué al hotel Santa Clara, antiguo convento de monjas, recientemente recuperado para bien y disfrute de los turistas y de los propios cartageneros. Quería despejarme, sacudirme el aturdimiento. Me di una ducha rápida y salí a recorrer las últimas horas del día. Caminé por lo alto de la muralla hasta una esquina rematada con un torreón, donde pude contemplar la enigmática puesta del sol caribe, un sol distinto al de otras partes, como si en verdad se sintiera dios. Allí, en toda su inmensidad, viéndole hacer una reverencia a la noche, añoré al abuelo.
Toda mi vida está repleta de la palabra abuelo: con él jugué mis años de infancia; de su mano atravesé la adolescencia; en sus consejos basé mi juventud; por su muerte me aferré a la memoria. Gustavo Santander Paredes nació en Colombia en 1907, en el seno de una familia de pudientes industriales madereros. Ya desde pequeño le inculcaron el orgullo de ser descendiente de uno de los padres de la patria: el general Santander, «el hombre de las leyes». Con esta insignia hemos nacido y vivido siempre en la familia.
Desde Francisco de Paula, muerto en 1840, hasta mi abuelo Gustavo, fallecido hace apenas dos meses, han pasado por este mundo unas cuantas generaciones de Santanderes peleones. Unos lucharon en guerras de independencia, otros en revueltas campesinas, otros se bebieron entera la época de la violencia, otros simplemente participaron en reyertas pueblerinas, incluso algunos pelearon contra sí mismos, locos también hubo, y siempre, todos, del lado que no ostentaba la mayoría. Del árbol genealógico familiar desconocemos los tallos más lejanos. El abuelo se cansó de trepar. La muerte lo sorprendió a los noventa años sentado en la rama del general, intentando saber quién era él mismo. Supuestamente me encontraba en Cartagena aquella tarde cálida para llevar a cabo esa labor inconclusa: subir a la copa americana de nuestro árbol.
En casa pensamos que los árboles familiares están mal hechos. Las raíces no son los antepasados, sino nosotros mismos que cada día con la sabia del recuerdo vamos alimentándolos y manteniéndolos vivos. Y así como lo entendíamos, el abuelo había dibujado el nuestro sobre una cartulina en la pared de su despacho. Cada vez que inscribía un nombre, me llamaba a su lado y lo celebrábamos con desfile triunfal hasta la nevera. Él se bebía el vino, yo la coca-cola. Pero a los quince años agarré mi primera borrachera gracias a la esquiva prima de una tatarabuela, el primero que pude festejar con cerveza porque el abuelo no advirtió los colores de la botella… las cataratas y esas cosas. Después uno de los instructivos regaños de mi madre cuando tuvo que caldearme la resaca.
Gustavo Santander no fue el rebelde estereotipado de bandolera al cinto y pistolas al aire. Rebelde sí, político colombiano obligado a exiliarse en España durante los años sesenta. Y allí quedó para siempre, escondido tras gigantescas torres de papel que escribía y utilizaba para atrincherarse del mundo. Muchos días me sentaba al pie de su escritorio durante largas horas a la sombra del castillo de hojas blancas, estudiaba o leía, pretextos. El abuelo escribía folios y folios. Una mañana, cuando las torres tocaron el techo, le pregunté el porqué de todo aquello.
—Estoy haciendo literatura.
En aquel momento, ante la postura solemne que adquirió, sentí cobardía para continuar averiguando. No capté la respuesta, entonces no me interesaba, alguna chifladura, hasta que una semana antes de morir, en medio de los desvaríos de su postración, mientras estaba apoyado en su cama leyéndole el periódico, me acercó la cabeza a su boca y me dijo con aliento de muerte:
—La literatura es rebeldía; el que escribe protesta, o critica, o tiene algo serio que decir.
Mi abuelo, que nunca publicó nada, que nunca tuvo la más mínima intención de dar a conocer sus escritos, encontró durante veinte años su propia revolución «haciendo literatura», eso dijo. La mayoría de sus eternas disquisiciones son ilegibles.
Su gran sueño era viajar conmigo a Colombia en busca de los eslabones faltantes de nuestra cadena ancestral. Nos habíamos propuesto encontrar al primer español desembarcado en el Nuevo Reino de Granada con apellido Santander. Pero los achaques propios de la edad le tuvieron bastante desalentado.
Un mes antes de fallecer me llamó.
Madrid oscurecía cubierto de nieve. Estaba sentado en su poltrona favorita junto al radiador. Se quitó las gafas, me hizo sentar frente a él y me entregó un sobre.
—Los dos sabemos que me queda poco tiempo. Tu abuela debe de tener buenas influencias donde esté, no ha dejado de reclamarme desde que murió. Antes de irme quiero hacerte un regalo. —Sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta de lana y me lo entregó—. Este sobre contiene una carta de recomendación para un gran amigo y un billete de avión a Cartagena. —Me miró con nostalgia, no podía mirarme distinto—. Aprovéchalo, porque me ha costado mucho convencer a tu madre.
Sorpresa y tristeza se abrazaron. Procuré en vano evitar una lágrima del abuelo. Tras los agradecimientos llegaron las explicaciones: la carta iba dirigida al padre José María Ferrer, Parroquia de San Pedro Claver, Cartagena de Indias. El cura había tenido las mismas fiebres vitales que mi abuelo: la política y la historia. Habían coincidido en complicados procesos políticos de diferentes países latinos: mi abuelo representando a Colombia en calidad de senador de la república, y el padre Ferrer como agente secreto del Vaticano, por decirlo de algún modo. Desde un principio me llamó poderosamente la atención este jesuita, encargado de hacer trabajos para la congregación católica por debajo de cuerda. Su misión no fue criminal, ni inquisitorial, ni siquiera ilegal. El padre Ferrer estuvo a cargo durante treinta años de resolver las intrigas políticas de la Iglesia con los diferentes gobiernos latinoamericanos en las cuales los obispos, cardenales o demás funcionarios eclesiásticos no podían figurar por su calidad de hombres públicos. Catalán atávico y viajero irredimible, su residencia principal nunca estaría en su adorada Barcelona, sino en Ciudad de México. Desde hacía once meses disfrutaba, a los setenta y un años, de un supuesto descanso en el Corralito de Piedra.
—Además de recomendarte, le pido a José María que te ayude a investigar lo de nuestros antepasados. A él le resultará fácil hacerlo ahora que vive allá.
Aunque en alguna charla había salido el nombre del padre Ferrer, hasta ese día no tuve una información precisa sobre él.
El billete de avión tenía las fechas abiertas. Mandé la carta y quedé a la espera de una contestación para fijar el día del viaje.
El jesuita, presto en sus diligencias, no tardó en enviarme una misiva accediendo a todas las solicitudes que se le hacían, y deseando a su amigo Santander una rápida recuperación. Los deseos de mejora llegaron dos días tarde. Me dolió sobremanera tener que notificar al sacerdote la muerte de su antiguo aliado.
El abuelo marchó tranquilo después de haber ganado sus rebeliones y despedirse de la familia con la que compartió más de la mitad de su vida: mi padre, mi madre y yo. No tuvo hermanos ni más hijos que mi progenitor, ni más nietos que el presente.
Cuando Gustavo Santander salió de Colombia por haber apoyado revueltas importadas con causa perdida, ya era padre de Rafael Santander Rincón. Mi abuela Marta, costeña como mi abuelo y mi padre, dio a luz en 1945 mientras escuchaba en la radio la noticia del fin de la guerra.
Como nunca regresaron a América, la abuela Marta fue enterrada contra sus deseos en el madrileño cementerio de la Almudena. El abuelo yace junto a ella, aunque ambos preferían reposar en su tierra natal. Pero mi padre es un hombre de ideas prácticas, y de igual forma que no quiso complacer a sus padres, tampoco volvió a visitar su país de origen. Argumenta que, salvo haber nacido allí, nada le ata a aquellos parajes. No tiene amigos, ningún familiar vivo, no se vanagloria de su carrera de abogacía estudiada en Bogotá, ni siquiera mantiene el acento característico de la costa caribe. Cuando llegaron a España ya venía con sus estudios universitarios concluidos. En Madrid aprobó las oposiciones al Estado y pronto se casó con Teresa Adel, valenciana de intachable conducta aprendida en colegios de monjas de los que ya quedan pocos, tal vez ninguno. En 1969 nacería yo, su único hijo. Mi temperamento volvió a ser el del abuelo. La genética hizo un paréntesis con mi padre, que a pesar de su carácter debe de guardar en algún rincón las semillas de la rebeldía, y me devolvió la jovialidad de los Santander.
El chapoteo de los pelícanos lanzándose en picado al mar me regresó a la incipiente noche cartagenera. La brisa se había levantado para abanicar la ciudad amurallada. El cansancio me iba venciendo, así que me dirigí al hotel adentrándome por las estrechas calles que comenzaban a seducirme bajo la tímida luz de los faroles.
Telefónicamente había concertado con el padre Ferrer una cita al día siguiente por la mañana.
Entré al hotel, fui a recepción, y reclamé mi llave.
—¿Número de la habitación? —me preguntó el conserje, un negrito simpaticón que contrastaba con el uniforme blanco.
—Álvaro Santander Adel.
—El señor pase buena noche.
Aunque en España ya se usara como nombre común para la ciudad el de Cartagena, los lugareños gustaban seguir llamándola Calamarí, que en lengua indígena significa «cangrejo». El día 1 de junio de 1533, en el mismo sitio que ocupaba la aldea de Calamarí, Pedro de Heredia fundó oficialmente, con todos los requisitos legales, la capital de su gobernación, denominada Cartagena de Poniente, para diferenciarla de Cartagena de Levante en la Península. El rey Felipe II, en el año de 1574, le otorgó la categoría de «ciudad», y la dotó de escudo de armas y del título «muy noble y muy leal». De alguna forma tenía que agradecer el oro que abastecía al Imperio.
Poco antes del nombramiento, el rey se había preocupado de enviar a sus territorios de ultramar una ordenanza con un modelo para construir las ciudades: «… cuando hagan la planta del lugar, repártanlo por sus plazas, calles y solares a cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor, y sacando desde ella calles a las puertas y caminos principales, y dejando tanto compás abierto, que aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda siempre proseguir y dilatar en la misma forma». Vías paralelas espaciadas con regularidad y cruzadas por otras en forma similar. Los edificios religiosos y administrativos en la plaza mayor. De vez en cuando una cuadra ajardinada para verdear el ambiente. Y con esta forma hipodámica quedó diseñada Cartagena, al igual que tantas otras poblaciones coloniales.
A finales del siglo XVI habitaban la ciudad unas cuatro mil almas, aunque muchos españoles dudaban si los más de dos mil negros e indios la tenían. Las construcciones oficiales y de la gente principal ya eran de piedra. Los vecinos de menores recursos iban poco a poco cambiando sus casas de paja y bahareque por otras más sólidas. En la Plaza Mayor se trabajaba sin descanso para concluir la catedral. Podríamos decir que Cartagena estaba en obras.
Un puente, única vía de acceso, separaba el puerto de la ciudad. Calamarí estaba rodeada de agua por casi todas partes. Incipientes fortificaciones con empalizadas de madera la defendían. El rey Felipe II se asomaba todas las mañanas a la ventana de su dormitorio en El Escorial para ver si ya podía observar desde allí las murallas de Cartagena. Moriría antes de llegar a verlas.
Acabando 1585, en Londres, junto a los muelles del Támesis, la reina Isabel I despedía con bombos y platillos a la escuadra de piratas que bajo las órdenes de sir Francis Drake ponía rumbo a las costas del Nuevo Reino de Granada. La comitiva de despedida estaba compuesta, entre otros, por el conde de Essex, el duque de Florencia, los condes de Pembroke y de Leicester, y el mismísimo alcalde mayor de Londres, sir Thomas Lodge. El primer navío en zarpar fue el Golden Hind, con Drake alzando los brazos y saludando a la chusma que se agolpaba en las orillas del río. De la madera de este barco se fabricaría una silla que hoy se conserva relicariamente en la Universidad de Oxford: de semejante tamaño era la admiración que al pirata tributaba la «reina virgen» (que por aquellas fechas ya no debía de serlo).
En enero de 1586 el gobernador de Cartagena, Pedro Fernández de Busto, recibía una carta urgente de la isla de Santo Domingo. En ella se advertía del fatal peligro que corrían las ciudades de Riohacha, Santa Marta y Cartagena, pues los galeones españoles habían avistado a la escuadra inglesa del pirata Drake con rumbo a las playas de la provincia de Castilla del Oro. El gobernador no era hombre de guerra, así que dejó la organización de la defensa en manos de los oficiales militares y del obispo Juan Montalvo.
Los fuertes se proveyeron de agua, alimentos y munición. La tropa estaba compuesta por quinientos indios de los pueblos circundantes, armados con arcos y flechas envenenadas, a los que se encargó defender el puerto desde los manglares cercanos, donde supuestamente desembarcarían los herejes; un nutrido grupo de negros con armas blancas, al mando de veinte españoles, se apostarían delante del puente levadizo que permitía el acceso a la ciudad; y la tropa militar, con los pocos soldados acuartelados en Cartagena, reforzados por ciento cincuenta más llegados de Tolú, Mompós y Tenerife, villas próximas, se ocuparían de organizar la defensa de la población. Los piratas venían arrasando la costa, por lo que no se esperaba mayor ayuda de ningún otro enclave vecino. No había forma de contrarrestar el ataque por mar. Unas pocas piezas de artillería no eran suficientes para mantener a raya veintitrés navíos, así que la estrategia se esperanzó en la lucha cuerpo a cuerpo. Los indios sembraron playas y caminos de púas impregnadas de hierbas venenosas que producían la muerte en menos de seis horas. En el agua, las únicas posibilidades eran dos galeras bajo las órdenes del general valenciano Pedro Vique, anclada una frente al puerto y otra frente a la ciudad. El resto de la población buscaría refugio en iglesias y conventos.
El noveno día de febrero, Miércoles de Ceniza, amaneció brumoso y con neblinas que se esparcían por toda la bahía. Los cartageneros aguardaban inquietos en los puestos asignados, tratando de escudriñar entre la bruma las velas enemigas. El obispo, seguido de la corte eclesiástica, pasó por cada uno de los baluartes y posiciones estratégicas a impartir la ceniza de tan sacra conmemoración, y a infundir valor asegurando la presencia divina. Todos los indios se arrodillaron fervorosamente y quedaron con otra señal: la cruz cenicienta en la frente. La tensa espera se rompía con el murmullo constante de lenguas indígenas y africanas, y algunas órdenes esporádicas de los españoles.
De repente, un silencio sepulcral.
Una tras otra aparecieron en el horizonte las banderas negras de los veintitrés navíos ingleses en formación de media luna. Al frente de la escuadra, en un patache, el mismísimo Drake sondeando la profundidad del mar. Alentaba a sus tres mil hombres con gritos de ánimo e insultaba a los defensores en aceptable castellano (aprendido cuando pasó su juventud en España como sirviente de la duquesa de Feria).
La mayor parte de la mañana los piratas avanzaron lentamente. El calor comenzaba a ser inaguantable. El patache se acercó hasta las reventazones de las olas. Detrás seguía la mayor parte de la flota con las banderas tendidas, flámulas y gallardetes, todo del más riguroso color negro. Dos tiros gruesos fueron disparados al agua desde la playa. Drake hizo virar la embarcación a la derecha y paseó por delante de la costa a prudente distancia, pasando revista a las formaciones enemigas apostadas en la playa, examinando el campo de operaciones hasta darse cuenta de que no podía entrar por el frente hacia la urbe, como era su deseo, pues los españoles habían tendido una cadena, mantenida a flote con barriles, que cruzaba toda la bahía. Hizo señas con los brazos, de tal forma que quince barcos viraron y siguieron al patache hasta la Punta del Judío, a una milla escasa de Cartagena, donde tranquilamente más de mil quinientos piratas luteranos desembarcaron en el transcurso de la tarde. Las naves restantes anclaron en la Bahía de las Ánimas, frente a las empalizadas, con los cañones prestos a disparar.
Al caer el sol, dos esclavos negros aparecieron ante los ingleses hincados de rodillas. No tardaron mucho en llegar a un acuerdo con Drake: ellos mostrarían el camino hasta el puente levadizo, a cambio de la libertad y permiso para enrolarse en las filas corsarias.
Con la noche perfectamente cerrada, sin luna, Francis Drake ordenó la marcha de su tropa, conformada por mosqueteros, espingarderos, arcabuceros y piqueros, veteranos soldados, la mayoría pertenecientes a la real armada inglesa. Como un cortejo fúnebre, a la vanguardia iban treinta piratas separados uno del otro a la distancia de un tiro de arcabuz, por la orilla del mar con el agua a las rodillas y antorchas encendidas bien altas, el brazo estirado, de tal forma que si los cristianos disparaban apuntasen a la cumbre de las mechas.
Dos vigías de a caballo atravesaron a todo galope el puente. «¡Ya vienen los piratas, ya vienen!». Cornetas y tambores tocaron a rebato. Los herejes vocingleros se detuvieron poco antes de llegar a las posiciones de los indios. Inesperadamente un trueno, una estela de fuego, partió de una nave inglesa, cruzó la bahía y se clavó en tierra por mitad de las palmeras. Saltaron por los aires indios, mangles, selva, agua, barro. Sólo un cañonazo bastó para acabar con la resistencia indígena. No alcanzaron a disparar una azagaya. Los indios, despavoridos, corrieron por la selva dando gritos ancestrales, suplicando a todos sus dioses. Esta vez el dios cristiano les había jugado una mala pasada.
Superado el primer obstáculo, los piratas siguieron avanzando. Las naves inglesas abrieron fuego definitivo sobre Cartagena y sobre las dos fragatas españolas. Los barcos cristianos intentaron la respuesta, pero pronto unos cuantos sobrevivientes se veían en el fango con el agua al cuello, rodeados de maderas, telas, oscuridad y cadáveres.
Negros, mulatos, criollos, españoles, se afianzaron a las saetas, jiferos y arcabuces, cuando divisaron las primeras antorchas que subían del puerto. Algunos, contagiados del miedo anárquico de los indios, abandonaron sus posiciones y corrieron a esconderse de la muerte. Muchos esclavos, invitados gentilmente por Drake a obtener la libertad si cambiaban de bando, no dudaron en hacerlo. Los españoles, con las filas extremadamente mermadas, y los ingleses con unos cuantos agregados, se enredaron en un pandemonio sin límites. La lucha fue a muerte. El improvisado ejército cristiano se defendió a la española usanza: testicularmente. A pesar de la minoría, la primera escaramuza se libró con siete bajas castellanas por doscientas sajonas. Pero los piratas eran millones, eso parecía. Tras la primera horda atacaron muchas más. Negros horros, truhanes de barriada, soldados de fortuna, colonos, gente sin ley, vendieron a muy alto precio un árido presente que no auguraba porvenir.
Las naves piratas cañonearon con regularidad la población durante toda la noche, afortunadamente sin gran acierto. En tierra se disputó cada metro, cada paso. Los últimos veinte defensores del puente, al mando del capitán Martín Polo, sucumbían al crepúsculo. Los invasores entraron a la ciudad por la Plaza del Muelle, encontrando más muertos, unos de verdad y otros de pavor, que resistencia armada. Calamarí estaba herida en todos sus flancos; pero tuvo la entereza de caer, no de entregarse.
La luz del alba reveló un panorama deleznable. La mezcla de humo y niebla no permitía ver con claridad, el olor a quemado y a muerto no hacía posible la respiración, la realidad no dejaba tocarse. Despacio, la gente refugiada en iglesias y conventos fue saliendo a recorrer las calles, una mínima esperanza de encontrar a sus seres queridos. Quienes seguían con ganas de pelea terminaron confinados en improvisadas cárceles de barrotes de caña. Los ingleses permitieron a los cristianos enterrar a sus muertos. Ellos hicieron piras en la playa e incineraron a los suyos; luego esparcieron las cenizas en el mar.
Hasta el medio día hubo tiempo de llorar las pérdidas. Los incendios fueron sofocados. Y Cartagena quedó lista para afrontar el saqueo. Lo primero que hicieron los piratas fue dividirse en cuadrillas y peinar la ciudad casa por casa, tomando cuanto de algún valor encontraban. Se arrancaron puertas y ventanas de las viviendas, nadie podía tener privacidad. Las mujeres encerradas en la catedral, los hombres a cargo de hijos y ancianos.
Al anochecer las hembras comparecieron desnudas en la Plaza Mayor, más de quinientas, de toda clase, raza y condición: desde la esposa del gobernador a las abadesas de los conventos, señoras, señoritas, damas de compañía, putas, y hasta doncellas, que después de aquella noche no quedaría ninguna. Blancas, negras, indias, mestizas, mulatas, zambas, cuarteronas, pardas, criollas…
Sir Francis Drake, en lúbrico reconocimiento, separó las diez que mejor le parecieron. El resto quedó a merced de la tripulación: cuatro marinos por mujer. Drake finalizó su particular concurso de belleza. La fortuna de tener que contentar sus lujuriosos deseos recayó en una de las mujeres más hermosas de Calamarí: María Pérez de Espinosa, nacida en Valladolid, de carnes prietas y mirada insinuante, solitaria esposa del marinero portugués Giácomo de Acereto.
Aquella noche los hombres tuvieron que ver desde las casas, los que aún la tenían en pie, cómo abusaban de las mujeres sin piedad ni distinción. Hasta las meretrices se sintieron ofendidas. Olía a bucán ardiente, a ron, a capón y tasajo, a óbito y herida, a carnaval de agravios.
Sólo una mujer no se sintió mancillada: María Pérez disfrutó aquellas horas, y muchas otras, de la húmeda compañía de sir Francis. En tanto, el marino lusitano recorría los cálidos mares tropicales ignorando la excitante aventura emprendida por su señora (ésta no fue la primera ni sería la última, aunque sí la más sonada).
Las naves, a medida que eran cargadas con el botín, partían en flotillas de tres o cuatro hacia Jamaica, donde tenían previsto reunirse de nuevo para regresar juntas a Inglaterra.
Los negros, horros y esclavos, tanto los que pelearon del lado español como los que se unieron al enemigo, fueron hacinados en los ergástulos navieros para ser vendidos a los plantadores de las Antillas. Las gentes principales y el obispo se refugiaron en Turbaco, pueblo aledaño.
Durante la permanencia en tierra firme, Drake concentró sus esfuerzos en María. Se enamoró, dicen. Su frenética pasión por la mujer y por el oro le iban proporcionando ideas dilatorias para abandonar la ciudad. Una de ellas fue solicitar la suma de cuatrocientos mil ducados a cambio de no arrasar hasta los cimientos. Como magnánima prueba de fuerza, cañoneó sin piedad la catedral.
No pasaban dos días sin que el obispo Juan Montalvo, otra vez al frente de la organización cristiana, se acercara desde Turbaco con nuevas propuestas y solicitudes de clemencia. Los vecinos apenas pudieron reunir ciento siete mil ducados, la mayoría en joyas y piedras preciosas.
Ya no quedaban muchos piratas, pero una tras otra, cada tarde, se quemaban unas cuantas casas con el fin de presionar el pago del rescate. Y cada anochecer se repetía la bacanal con las mujeres.
Drake no cedía a ninguna de las peticiones del obispo. Una noche, mientras el luterano cabalgaba sobre María encima del escritorio del gobernador, leyó la carta que desde Santo Domingo habían mandado a don Pedro Fernández de Busto anunciando la posible llegada a Cartagena del «pirata y hereje Drake». La cólera inglesa comenzó a rebosarle por la boca. ¡Pirata y hereje! Se sintió ofendido en cada uno de sus títulos nobiliarios. Desnudo, encima de la mesa, comenzó a gritar desaforadamente y a maldecir contra el rey Felipe II y toda la corte celestial, católica, por supuesto. Alarmados, los marinos corrieron a la Gobernación. Endemoniado sir Francis la emprendió a puntapiés contra todos los objetos que habían sobrevivido al embate amoroso. Volaron por la sala plumas, tinta, tinteros, papeles, misivas. La única que pudo calmarle fue su lovely Mary. Se relajó cuando su amada le acarició el cabello, el pecho, el vientre, y le colocó las manos en sus partes pudendas.
—Pachito, ¿por qué no accedes a las solicitudes del señor obispo? Pronto llegarán nuestros barcos, y no quiero pensar lo que puede pasarte si te agarran. Sé clemente, prometo recompensarte por ello. Puedo pagar los faltantes con mucho amor.
—No tengo tiempo para cobrrarr tanto amorr —respondió el británico arrastrando cada una de las erres.
La vallisoletana le estrujó las gónadas y le dijo al oído, pacito: «O aceptas la propuesta de don Juan, o te las arranco de cuajo».
La tripulación observaba expectante sin atreverse a nada. El corsario, pálido, aguantó el dolor con gallardía. Un breve silencio. Agarró las carnosas nalgas de María y le contestó:
—Así gustarrr a mí hembrrras, with agallas, como my queen Elizabeth.
Al despuntar el alba, el corsario firmó un recibo por los ciento siete mil ducados. Sin embargo, dos días después, entre el nerviosismo creciente de los piratas ante el inminente arribo de algún galeón español, Drake reclamó la presencia del gobernador y del obispo y les exigió unos cuantos miles de ducados adicionales por el convento de San Francisco y algunas haciendas que estaban fuera del perímetro urbano. Los franciscanos y los propietarios de los terrenos accedieron al pago. De igual forma, cada familia tuvo que pagar un rescate por los que aún seguían prisioneros.
Más de un mes había pasado desde la toma de la ciudad, cuando los últimos cinco navíos partieron rumbo a Jamaica. En ellos cargaron ochenta piezas de artillería que nunca habían conocido el olor de la pólvora, las campanas de todas las iglesias (útiles para fabricar cañones), muebles, agua, alimentos y todo lo que pudiera ofrecerles algún servicio.
Los marinos increpaban a su comandante, incapaz de despedirse de su amor. Pero él sabía perfectamente que las mujeres daban mala suerte en alta mar, y que «Mary» no podía navegar a su lado. Con apasionadas caricias a la vista de las multitudes, los amantes se desligaron para siempre. Los piratas marcharon desplegando su negro traperío, como había sido el color de cada instante, como la vestimenta y el alma de Drake.
El pueblo quedó con la mirada fija en María Pérez, de quien todos ya decían calmó con un conjuro la furia del demonio inglés la noche que, en el despacho del gobernador, arrojó fuego por los ojos y por la boca. Ella cruzó altiva la explanada del puerto en medio de los derrotados conciudadanos, mientras la escrutaban de arriba abajo con mezcla de agradecimiento y de temor. ¿Cuál sería el castigo de Dios todopoderoso por los actos concupiscentes y blasfemos de aquella bruja, que había copulado sin pudor con Lucifer?
Al día siguiente, por fin libres de los corsarios, atracó en la Bahía de las Ánimas el primer galeón ibérico. Provenía de La Española. El mal tiempo había retrasado su llegada, mala suerte. Entre la tripulación, el marinero Giácomo de Acereto.
Quedaron estupefactos ante la desolación reinante en el puerto y la ciudad. Rápidamente descargaron los avituallamientos y prepararon la nave para regresar a La Española en busca de mayores auxilios. Zarparían al cabo de dos jornadas.
Aquellas cuarenta y ocho horas se convirtieron en un infierno para María Pérez. El marido le propinó toda clase de golpes, la fustigó con execrables vejaciones e insultos. No había tardado mucho en averiguar la hazaña de su mujer. De otras ya sabía, pero siempre se hizo el tonto; a diferencia, ésta era una afrenta pública que lo dejaba muy mal parado ante la comunidad. El de Acereto partió en el galeón con idea de no volver jamás (aunque lo haría un año después).
Poco a poco comenzó la reconstrucción de Cartagena. Desde entonces a la gente ya no le gustó llamar a la ciudad Calamarí. Intentaron romper con los ontológicos recuerdos de aquel desastre. El nombre de Cartagena quedó labrado en todas las piedras grisáceas que se colocaron en las casas nuevas. Calamarí se redujo al arrabal del puerto, donde se concentró la grey de desecho, los negreros, los desadaptados, los pescadores, las cansadas tripulaciones, las putas, los libertinos, los borrachos, los que no pudieron olvidar ni recuperar el honor ni la decencia, los que se escondían de la justicia y de sí mismos, los que se refugiaban en amores ilegales. La juerga, las cantinas, las fritangas a cuarenta grados, las casas de madera, la playa, el bullicio, los esclavos, la brujería, la hechicería, los demonios, la vida en el barro. El más fascinante y mágico puerto de mar sobre el Caribe.
Cartagena se divorció del mar. Calamarí se fundió con él.
A los nueve meses, María Pérez de Espinosa tuvo una hija rubia como el color del oro robado por el pirata, la tez blanca, resplandeciente, y los ojos claros de color miel. María se apresuró a bautizarla y darle nombre y apellido. En la pila bautismal de una calcinada capilla con el techo derruido, junto a la playa, en medio de los manglares, rodeada de indios, esclavos y la élite de la más alta alcurnia arrabalera, fue entregada a Dios antes que al diablo la preciosa Lorenza de Acereto.
Una de piratas. Increíble. El padre José María Ferrer me recibió con una historia de piratas.
—Lo que te acabo de narrar no es más que una adaptación a vuelapluma de las crónicas de fray Pedro Simón, eso sí, con algunos añadidos de mi cosecha. Pronto te darás cuenta que tiene mucho que ver con tus antepasados y contigo mismo. Ten calma y déjate guiar. A pasos se anda el camino, y verás que nos adentramos en un terreno por el que no se debe correr.
Además de los piratas, misterios. Menuda bienvenida.
Pero retrocedamos un poco en el tiempo. Me había despertado temprano. En el trópico amanece a las cinco y media de la mañana. A las seis, por la diferencia de horario con Madrid, ya no tenía sueño. Deshice la maleta. Me duché y me vestí con unos vaqueros y una camiseta, lo habitual. Admiré la decoración del cuarto, época de la colonia, rústica pero con toques de buen gusto, azules y amarillos en telas y paredes. Bajé a desayunar. El comedor, antiguo refectorio de las monjas, lo encontré en el ala izquierda: un claustro de dos pisos con soportales cubiertos, adornados por arcadas de piedra blanca. Las fachadas y paredes de todo el hotel eran color café claro. El patio cubierto de espesa vegetación tropical y, en el centro, dueño de su mundo, un viejo pozo seco. Caminando entre las matas podía uno toparse con fastuosos torsos en bronce (bueno, estatuas, sólo estatuas de bronce, sí, tal vez la memoria me obligue a magnificarlas), y algunas mesas con un candil para alumbrar los suspiros de los silentes fantasmas (tenía que haberlos, seguro). En la planta de arriba las oficinas administrativas. Abajo, además del restaurante, un salón de lectura, un bar y una puerta que comunicaba con la antigua iglesia, hoy convertida en salón de exposiciones y sala de juntas. El ala derecha del edificio la conformaban (la conforman… el edificio debe de seguir en pie, supongo) tres pisos de habitaciones con interminables hileras de ventanas cuadradas, todo del mismo color blanco y café claro. Los cuartos daban a un patio mucho más grande que el otro, con una inmensa piscina en la mitad: la alberca le decían. Los primeros bañistas apilaban ingentes filas de bronceador junto a las tumbonas. Detrás de la piscina, una escalera amplia con barandas de mármol conducía a una terraza sobre la muralla, desde la que tendría ocasión en días sucesivos de deleitarme con quiméricas puestas de sol sobre el mar… ¿quiméricas?
Con el estómago agasajado por las arepas, café y jugo de papaya, me encaminé hacia San Pedro Claver. El recepcionista me obsequió con un plano. Tenía que cruzar la ciudad de extremo a extremo. Podía caminar por la muralla o atravesar el centro. Opté por el paseo a vista del agua: la muralla. Gran cantidad de morenitos de pelo chuto cobrizo, así me dijeron que era su pelo, jugaban en la orilla. Tardé quince minutos. La impresión ante la iglesia, en el marco del convento, fue de serena austeridad. El exterior, de áspera piedra, parecía infranqueable. Hallé la entrada y la sacristía, por casualidad, en uno de los laterales. Empujé el portón y al penetrar en la fresca estancia con olor a moho, encontré al octogenario párroco colgando la casulla dentro de un armario estrepitoso.
—Buenos días. Por favor, ¿el padre José María Ferrer?
—En su despacho.
Se volvió, sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la sotana, prendió un cigarro y me señaló una puerta.
—Por ahí sales al claustro. La oficina que verás puro al frente es la del padre Ferrer.
El azote que recibí en la nariz de aquel rompepechos sin filtro no me dejó ninguna duda que debía de estar elaborado con amoniaco y hebras de patata. El padre Manuel Castillo podía fumar ese veneno con la misma tranquilidad que había afrontado todos los avatares de la vida. Aragonés, terco como una mula, con sesenta años de apostolado en diferentes partes de Colombia, la Compañía le había recompensado con una de sus parroquias más tradicionales: San Pedro Claver.
Crucé el patio. El despacho tenía las puertas abiertas. Siempre las tuvo. Entré, congestionado.
—Hola. Ya veo que el padre Castillo te ha saludado con sus particulares señas de humo. —El padre Ferrer se levantó y me tendió la mano—. Te pareces mucho a tu abuelo.
Desde el primer momento la figura del jesuita me infundió respeto. No aparentaba ni mucho menos los setenta y un años que tenía. De talla esbelta, fornida, cabello claro pero no canoso, ojos verdes oscuros, facciones adustas sin dejar de ser gratas, toda su persona emanaba una espiritualidad y una confianza entrañables. Aquel domingo por la mañana iba de pantalón negro y camisa blanca. Vestía impecable, ropa sin arrugas, sin una sola arruga, el blanco, blanco, y el negro, uniforme. Las mancornas de oro y el Rolex daban fe de suculentos estipendios; no cabía duda de que los contables eclesiásticos lo tenían bien considerado.
Las paredes estaban atiborradas de libros, de vez en cuando una figura, una placa o los simples recuerdos del pasado. Música clásica: Rachmaninov. Y en el centro de la sala la única mesa, redonda, gentilmente redonda, abrazada por ocho sillas. Todo dispuesto según sus indicaciones. El padre Ferrer nunca tuvo un escritorio tradicional. Desde muy joven mandaba colocar en todos sus despachos una mesa redonda. Para él, conciliador innato, la mesa cuadrada generaba un espacio muerto entre los interlocutores. La mesa redonda, como dijera el rey Arturo —al rey Arturo se remitió—, no tenía cabeza ni pies; todos iguales cuando se sentaban alrededor del círculo: nadie era más, nadie era menos. La verdad, me hubieran presentado al padre Ferrer como el rey Arturo, y me lo hubiera creído.
Pero dejemos Camelot y volvamos a Cartagena. Cuando nos sentamos mandó traer un tinto (no se trata de un rioja mañanero, sino que al café lo llaman así: tinto). El padre sacó una pluma y se armó de papel. Tenía la costumbre de hablar y dibujar a la vez, siempre con estilográfica.
—La pluma es una prolongación de los dedos. Cuando vayas a escribir algo trascendente, hazlo con pluma —me dijo acomodándosela entre los dedos.
Una negrita simpática entró, bandeja en mano, y nos sirvió. Aspirando el aroma de café suave que se apoderó del cuarto, el sacerdote comenzó a relatar la historia de piratas, entonación pausada y acento rayado de catalán y mexicano, mientras la pluma se deslizaba sobre la primera hoja.
Y así estuvo, hablando y dibujando hasta el bautizo de Lorenza de no sé qué.
Concluyó. Se esparcían sobre la mesa diez folios repletos de mapas, croquis, esquemas, con la representación del encarnizado fragor de la batalla.
Me halagó la comparación física con mi abuelo; las mujeres lo trataban como hombre de buen parecer. Seguramente yo no era tan apuesto, pero nunca reparé demasiado en mis dotes corpóreas. Buena estatura, cabello y ojos castaños, delgado, suficientes atributos, creo, que unidos a un activo mundo interior, me habían permitido coronar algunas conquistas amorosas, ninguna definitiva hasta el momento.
—¿Dónde estudiaste? —me preguntó el padre José María.
—En el colegio con los escolapios. Luego hice la carrera de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
—¿Y de trabajo?
—Nada que merezca la pena. Corresponsalías esporádicas, artículos en varios periódicos, colaboraciones en emisoras de radio y una gigantesca experiencia en producción y envío de currículos.
—Pero Gustavo me dijo que lo tuyo era la literatura.
—Apreciaciones del abuelo. Todavía camino por la cuerda floja que separa el periodismo y la literatura.
—¿Algo en marcha?
—Estoy rumiando una novela desde hace rato, un proyecto quizá fuera de tiempo: se requiere madurez. Por lo demás, cuentos, ensayos, poesías de novato y esas cosas.
Regresó la chica del tinto con más café. Miré hacia la calle y quedé por unos instantes atrapado en la historia de piratas
—Padre —pregunté mostrando el interés que él estaba esperando—, ¿la ciudad siempre ha sido como se ve ahora?
—Sí en su diseño, pero no en su aspecto. Lo del trazado en cuadrículas ya te lo comenté; sin embargo, desde la toma de Drake su cara es otra. Se sustituyó la paja, madera y bahareque, por piedra coralina. Se amuralló totalmente, se levantaron castillos, fortalezas, baluartes y muchos otros edificios a lo largo de cuatro siglos. Por ejemplo, la Plaza Mayor vendría siendo lo que hoy es la Plaza de Bolívar, pero a principios del XVII era mucho más grande y no existían ni el Palacio de la Inquisición ni varias de las construcciones que hoy se aprecian. De la vieja catedral no queda nada. También son de la época la mayoría de iglesias y conventos. Un día de esta semana damos una vuelta y te amplío detalles.
—¿Por qué dijo que Cartagena se divorció del mar?
—Básicamente por dos razones: la primera, porque la muralla aisló la ciudad de sus aguas. La segunda es mucho más sutil: los primeros habitantes no fueron precisamente la flor y nata de la corte española, casi todos habían desfilado por alguna cárcel o presidio en la Península, y como ordenaba la ley, los reos eran marcados con hierro candente en la espalda. Cuando llegaron a estas tierras, recuperaron de alguna forma la dignidad y el prestigio, una segunda oportunidad, ya sabes. Así que no iban a la playa, no porque no les gustase, sino porque nadie quería mostrar la piel marcada. Luego se impuso la moda de que la piel blanca es sinónimo de hidalguía, y a mayor claridad, mayor cantidad de sangre española en las venas… la pureza de raza y esas idioteces.
Me fijé en los libros de las estanterías: grandes clásicos, historia, política, amén de algún que otro título de actualidad. El padre se levantó y se pasó el pañuelo por la frente.
—Acompáñame, necesito que me eches una mano. ¿Te importa?
Le seguí por la sombra del claustro hasta la esquina de enfrente. En el rincón había una barquilla de mimbre con una gran lona de colores adentro.
—Ayúdame a estirarlo —me indicó.
Desenrollamos la tela a lo largo del soportal, la extendimos y mi asombro volvió a hacerse notorio.
—¡No pongas esa cara! —me increpó sonriente—. ¡Como si en tu vida no hubieras visto un globo!
Me parecía imposible que un hombre con sus características y su edad tuviera la afición de volar en globo. Lo imaginaría coleccionando sellos de correos, fósiles, documentos políticos de anticuario, incluso la revista Playboy.
—Esto es lo único que me faltaba por hacer en la vida, de lo permitido, entiéndeme —aclaró—. La semana pasada terminé el curso e hice mi primera ascensión en solitario. Es una experiencia única, inolvidable. —Pero no aprecié en sus ojos el brillo del entusiasmo—. Ahora hay que hacerle un pequeño mantenimiento.
El padre trajo dos butacas, nos sentamos y me pidió el favor de sostenerle la tela mientras él comenzaba a tejer un remiendo. Definitivamente no me encajaba aquella afición: debía de obedecer a cierta laguna senil del entendimiento.
El año 1587 fue muy difícil para Cartagena. La reconstrucción se llevó a cabo con paciencia y arduo trabajo. Felipe II se rasgaba los tafetanes negros cada vez que tenía que firmar una orden para enviar suministros a sus desbastados territorios americanos, y maldecía mil veces contra el pirata Drake y su execrable reina Isabel. Harto, despachó al mejor de sus ingenieros, Bautista Antonelli, con el encargo de elaborar el plan general de fortificación de la ciudad. Además amplió sin pudor los «asientos», que eran cédulas reales que permitían vender al año en el Nuevo Reino un determinado número de cargamentos de negros africanos en calidad de esclavos.
Se levantaron casas y se refaccionaron iglesias. Se arregló el puerto, se construyó un nuevo puente, se empedraron las calles. Las fincas y las haciendas, sembradas de esperanza, acogieron hatos esporádicos y numerosos esclavos. La desidia de los españoles y la belicosidad de los indígenas fueron cediendo espacio a los africanos; su creciente afluencia comenzó a ser notoria.
Los indios, sumando derrota tras derrota, agacharon la cabeza y perdieron la alegría en la mirada para siempre. Desde entonces la mantienen así, baja. No había muchos en el sector urbano, apenas los que integraban el servicio doméstico de algunas familias. Los únicos que seguían en pie de guerra, habitando los rincones de la selva cercana a Turbaco, eran los feroces machanaes, raza feroz y guerrera que no estaba dispuesta a recibir la doctrina cristiana. Su credo permanecía encerrado en la manigua, y allí lo conservarían durante varios años más.
Cuando Lorenza comenzó a gatear, ya se habían restituido las heridas físicas de la ciudad y de los hombres, pero no las espirituales: el orgullo continuaba fustigado. Cartagena albergaba más de tres mil habitantes, aunque en el futuro la cifra aumentase en más de dos mil personas anualmente, la mayoría esclavos del África. Era la población más grande del Nuevo Reino, incluyendo la propia capital Santa Fe.
María Pérez logró mantenerse a flote. Desde la ida de su esposo se las había ingeniado para conseguir alimento y ciertas comodidades. Vivía con su hija en una pequeña casa de dos habitaciones junto al puerto, bajo la sombra de las palmeras y la playa como jardín. Drake, Pachito, no le había regalado nada, sin contar a la niña, pero tampoco le había quitado. Los favores amorosos de marinos y comerciantes fueron la principal fuente de ingresos. Además contaron siempre con la protección de los maleantes de Calamarí, quienes pagaron con gratitud la admiración por su belleza y su arrojo.
A principios del ochenta y ocho, enero o febrero, no sé, Lorenza intentaba atrapar un escarabajo en la puerta de la casa cuando fue alzada por un marinero con apestoso olor a vino y sufrimiento. Era Giácomo de Acereto. Volvió, volvió a pesar del juramento, quizá únicamente por la curiosidad de saber si la niña era suya o del inglés. Le miró los ojos claros, el cabello rubio, la piel blanca, y la comparó instintivamente con su pelo negro, sus ojos negros, sus entrañas negras y su piel oscura para confirmar la evidencia. Lorenza le regaló una sonrisa, Giácomo la devolvió a la arena. María observaba desde el lavadero, aterrada ante la posibilidad de otra zurra del tamaño de la última. El portugués entró a la casa, recogió algunas pertenencias, pocas le quedaban, y salió sin mediar palabra. Sólo cuando retomaba el camino del puerto gritó:
—Cuando tu hija me necesite, aquí estaré.
María supo entonces que no volvería a verlo. Desde que habían contraído matrimonio, cuatro años atrás, fueron constantes las amenazas de abandono. Pero él siempre regresaba pasados algunos meses, aguantaba en el chiribitil de la playa unos días, y a la primera oportunidad de bronca, cosa normal, volvía a enrolarse y a desaparecer otra temporada.
Nunca mostró celos desmesurados, aunque las veces que sorprendió a su mujer con otro, golpeaba sin cuartel a los amantes más por descansar su conciencia que por castigar la infidelidad. Los problemas jamás se desorbitaron. Inclusive, buscando los favores del capitán de su barco, muchas noches le invitaba a cenar después de haber recorrido los burdeles del puerto y se emborrachaba con más facilidad de la acostumbrada, de modo que, vencido por el sueño, la esposa asumía la responsabilidad de hacer hospitalario el hogar.
María y Giácomo se habían conocido en Lisboa; entonces Portugal pertenecía a España. Ella, a sus veintidós años, tuvo que huir con su madre y una tía a la capital lusitana perseguidas por la justicia, el hambre, la Inquisición, las necesidades y las privaciones. En Valladolid quedaban la abuela y una prima a recaudo de los carceleros, acusadas de prostitución y robo. Llegaba a su fin la agitada juventud por los lupanares castellanos entre triscas y marimorenas. En la familia de María no hubo hombres permanentes. Llegaban, entregaban sus ansias, y las Pérez de Espinosa recibían los favores y el dinero. Todas llevaron los mismos apellidos. Los que nacían varones duraban poco en el seno familiar, como el tío Luis Gómez de Espinosa, primo de su madre, que a temprana edad tomó los hábitos y marchó a las Américas a poner a Cristo como recaudador de sus trapicheos.
Nunca se supo quién fue el padre de María, por consiguiente sería ligero hacer hipótesis sobre su limpio origen. Con tan prístinos antecedentes, se presentó en el puerto lisboeta. Conoció a Giácomo de Acereto mientras despojaba de sus abalorios en una taberna de mala muerte a las mozas que asistían a los parroquianos. El de Acereto, treintañero medianamente apuesto, la sorprendió, y en lugar de delatarla, mandó a paseo a la pelandusca que le acompañaba e invitó cortésmente a la española a servirse unos vinos. Aquella noche de verano se ocupó del resto. En menos de quince días celebraron los esponsales, y no tardaron mucho en convencerse mutuamente que el futuro se encontraba al otro lado del océano. Tenían dónde llegar: a Calamarí, con el tío Luis.
Se enrolaron en un cascarón que alcanzó su destino de milagro, navegando en la retaguardia de la flota, vapuleado por las estelas de los poderosos galeones.
En tierra inmóvil, no tanto firme, poco les costó conseguir lote. Construyeron la casucha de la playa. Terminada, Giácomo apenas aguantó un mes sin viajar, rodeado de todos los vagos y perdonavidas que merodeaban por la ciudad. María siempre dijo que no podía estarse quieto porque tenía hormigas en el culo. Así que la soledad de la bella mujer comenzó a ser compensada en las vastas ausencias del marido por la compañía de cuanto marinero tenía algo interesante que ofrecerle, aunque sólo fuera amor.
La madre de Lorenza, o Lorenzana como muchos la llamaron, siempre estaba risueña, alegre, juguetona, o así parecía. Lamentaba aún la definitiva marcha de Giácomo cuando una ola de calor se apoderó de Cartagena. Nunca el litoral viviría un momento tan ardoroso, tan devastador. Las paredes de las casas se agrietaron, el suelo prendía los pies curtidos de los esclavos, la sequía devastó los campos, el agua potable disminuyó alarmantemente y el mar se calentó hasta semejar un pozo estancado a punto de hervir. Las moscas y las ratas se enseñorearon de la ciudad y del puerto. Más de seis meses de sopor.
Para colmo de males, la peste de la viruela apareció de la huesuda mano de la parca, matando sin piedad indios, esclavos y algunos vástagos de las clases favorecidas.
Calamarí no tenía fortuna: primero los piratas, más tarde la sequía y la peste.
La ignorancia popular pronto señaló a Lorenza de Acereto como provocadora de tales desastres. Una ronca acusación se desató contra los amores del inglés y la castellana. La ciudad buscaba entre su impotencia una causa, tal vez una revancha.
Los alguaciles se presentaron muy de mañana en casa de María, la obligaron a recoger a la niña y llevarla a la Plaza Mayor. Tomó en los brazos a su hija y caminaron. Gran cantidad de gente se había reunido en torno al rollo, cilindro de piedra utilizado para impartir látigo a los esclavos desobedientes. Un doctrinero de baja estofa gesticulaba y emitía desproporcionados gritos desde las escaleras de la catedral. Cuando entraron en la plaza, el predicador señaló a María y a Lorenza.
—¡Esa criatura, fruto del diablo, engendro infernal, es la causa de nuestros males! —sentenció el cura sin más ni más—. ¡Sólo el fuego purificador de la hoguera nos librará del pecado!
María tembló de pánico. La grey estaba enardecida. La golpearon, la tiraron al suelo. Lo único que pudo hacer fue proteger con su cuerpo a Lorenza. La niña berreaba. Los alguaciles intentaron varias veces quitársela, pero cualquier esfuerzo resultó inútil. María reclamaba con gemidos la inocencia de la pequeña. Hasta que una cruel patada en el costado dejó a la madre tendida en el piso y a la niña en brazos del acusador.
Las autoridades no aparecieron por ningún lado. El acto se desarrollaba, sin lugar a duda, bajo su aprobación. De otra manera no se hubiera entendido la participación de los alguaciles.
Cuatro esclavos amontonaban leña al pie del rollo.
De pronto, por la esquina norte, entró el obeso tío Luis. El canónigo se hacía acompañar de Margarita, descomunal esclava mulata inundada en lágrimas. Se abrieron paso entre la multitud hasta los peldaños de la escalinata. Don Luis levantó los brazos y acalló a la muchedumbre. Le respetaban, todos le debían algo… dinero principalmente.
—No es por culpa de María Pérez que Dios omnipotente nos haya castigado con las plagas de la sequía y la peste. Pero sí es por una intervención diabólica que estamos penando nuestro infortunio. Lorenza de Acereto no es hija de Lucifer. El pirata Drake al único demonio que puede tratar es a su reina. Además, tengo entendido que María no fue la única preñada por los ingleses, ¿o me equivoco? Escuchad un momento a Margarita, aquí presente, antes de cometer un grave error.
Habló la esclava entre sollozos:
—Hace unos meses, una de las negras bozales que entraron al servicio de don Luis, en nuestra casa, parió un cambrón. Ella misma me confesó que hizo el amor con su demonio Rompesantos la noche del Jueves Santo. Desde entonces, el tambo se llenó de insectos inmundos, de culebras, de víboras, de miles de bichos que no nos permiten acercarnos a la criatura.
Total expectación. Los rostros de la turba mudaron de la rabia al pánico. Don Luis retomó la palabra:
—¡Ésa es la señal que avisa la culpa! —dijo en tono vibrante—. Un cambrón, un hijo de diablo y mujer, el engendro del maligno rodeado de todo su séquito de podredumbre. ¡Dejad a esa niña y a su madre en paz!
María se arrastró hasta la escalera y recuperó a su hija. Margarita la socorrió. En tanto, el doctrinero con aires cardenalicios envió a los dos alguaciles a buscar al cambrón.
Transcurridos no más de veinte minutos, los soldados regresaron jadeando, azarosos, como si les llevara el alma el diablo (y puede que se la llevara). Explicaron que no habían pisado siquiera el patio de los esclavos, cuando fueron atacados por millones de avispas, abejas, iguanas, ratas, serpientes, babillas y reptiles de todo tipo. Desencajados, buscaron afanosamente agua del abrevadero para aliviar mordiscos y picaduras.
Don Luis, maestro de negocios, invitó al pueblo a entrar en la catedral y rezar. Sabía perfectamente que nadie se preocuparía por acosar al cambrón: el miedo era superior a la ignorancia. Se encaramó en el altar y comenzó a recitar oraciones de su improvisado repertorio, latinajos de medio pelo, que afortunadamente nadie entendió. Acabada la farsa, incapaz de inventar más, se volvió al pueblo y dijo:
—Dios está satisfecho. Dominus vobiscum. —Y les arrojó una desabrida bendición.
No había terminado de arrear la última frase cuando gran estruendo de pitos y tambores estalló en la ciudad: la armada de galeones desplegaba su velamen frente al puerto.
Las provisiones, el regocijo, las lluvias que pronto caerían, la débil memoria, aplacaron los ánimos. Menguaron los brotes de viruela. Se olvidaron de la hija del pirata y del cambrón.
Para Lorenzana, sus recuerdos de infancia siempre fueron felices, elementalmente felices. Creció junto a su madre en la absoluta libertad de la playa, o en el campo jugando con todos los pelafustanes del puerto. La pobreza nunca afectó su inefable mundo pueril. Desde que aprendió a caminar correteaba por la arena embadurnada con aceite de coco y pez que preparaba María para protegerla de los rayos solares. Los negritos, únicos habitantes de aquel tramo de costa, la obsequiaban con caracolas y estrellas de mar. Su acontecer diario eran la playa y su madre. Cuando el calor apretaba se desnudaban y se lanzaban al agua. Construían castillos de arena, y si las olas derrotaban las frágiles murallas, reían y se revolcaban sobre los escombros. Buscaban frutas silvestres y mantenían un coloquio permanente con la naturaleza.
Por la tarde solían acercarse al puerto. María llevaba trajes vaporosos y amplios que no pocas veces la brisa levantó pícaramente. Los marineros se deshacían en piropos y ella contestaba sin sonrojarse con acertado descaro.
De noche, las dos compartían cama. Lorenza se acostumbró a dormir entre los saltos, jadeos, maromas y sudores de los lances amorosos que su madre mantenía frecuentemente. Al principio quedaba en vigilia sorprendida por el pasional ajetreo. La fuerza de la costumbre acabó venciéndola. Nunca recibió castigos ni sanciones, salvo cuando despertaba en momentos inapropiados… Aunque los coscorrones eran más admonitorios que mortificantes.
Si la miseria apretaba más de la cuenta recurrían al tío Luis. María se presentaba vestida de negro, con su hija de la mano, fingiendo ponderación y mesura. El abate, conocedor de las ligerezas de su medio sobrina, se enfrascaba en eternas homilías condenatorias de los actos impropios de mujeres recatadas.
Y María, sabedora de las orgías que el presbítero organizaba con las esclavas, respondía con hipócrita dulzura a los sermones.
Cuando ambos llegaban al punto muerto de la negociación, el adinerado tío Luis buscaba una moneda perdida en el hábito y se la entregaba misericordiosamente. El óbolo era suficiente para calmar las ansias agiotistas de los abaceros.
Así pasaron los días: tranquilos, plenos, felices.
Faltaban tres meses para que Lorenza cumpliera siete años. Las necesidades habían aumentado porque María comenzó a padecer serios dolores en la región lumbar. Muchas veces, las más, no podía levantarse de la cama. Lorenzana asumió las tareas propias del hogar, pero los recursos se iban agotando. Como sobraba una habitación, decidieron arrendarla para procurarse algún ingreso.
Arribó la flota de galeones del año noventa y tres a finales de septiembre. Como era costumbre, fue recibida con extremo alborozo. Por primera vez, María y Lorenza no pudieron correr al puerto a dar la bienvenida a las embarcaciones.
Circularon la voz sobre el alquiler de la habitación. En cuarenta días nadie se interesó.
Sorpresivamente, una tarde a fines de noviembre, un hombre golpeó la puerta. La pequeña abrió y le hizo seguir hasta el dormitorio donde su madre se retorcía de dolor. El forastero hablaba con marcado acento francés. Saludó con educados modales, y por su compostura, María se percató que aquel visitante provenía de altos estamentos sociales.
—Madame, estoy interesado en el habitáculo.
Lorenza rió ante su extraña forma de pronunciar. Rápidamente llegaron a un acuerdo: el gabacho ofreció casi el doble de lo que pedían y pagó el primer mes por anticipado. No se hable más.
Vestía finos ropajes venidos a menos, zaragüelles raídos de un color parecido al verde y jubón que ayer debió de ser colorado. Por la pinta, podía tratarse de quien instituyó la ropa de colorines en el trópico. Se recogía el pelo, blanco, en una coleta. Su aspecto descubría los grandes esfuerzos realizados en la última etapa de su vida. No daba sensación de aventurero ni de impertérrito viajante, así lo fuera. Extremadamente flaco, apenas podía arrastrar un baúl de cuero que logró acomodar finalmente entre su cama y la pared.
El extranjero se identificó simplemente como Jean Aimé. Nunca quiso dar su apellido, pero a María no le extrañó: aquellos parajes estaban llenos de gente con problemas, sería otro del montón. Las normas portuarias sugerían no esculcar en el pasado de nadie.
No tardó en acomodarse. Se entretenía leyendo a la sombra de las palmeras y jugando con Lorenza. Arregló algunos desperfectos de la vivienda y aportó mayores beneficios que molestias.
La cortesía y los buenos modos se apoderaron del cuchitril, un juego. Jean Aimé confesó tener los estudios completos de medicina y ser aficionado a la astronomía y a la astrología. No obstante, era parco en palabras.
No perdía a Lorenzana de vista. Observaba a la niña con atención desde su hamaca bajo los árboles.
En repetidas ocasiones ofreció a María sus servicios médicos, pero la testaruda castellana no aceptaba, alegando que sus dolencias se debían «al golpe recibido el día que los hideputas curas pretendían achicharrar a mi hijita».
Los pinchazos en el costado llegaron a ser inaguantables, como los gritos que daba, y el galeno tuvo que intervenir a la fuerza. Al terminar el examen tomó asiento en la cama y le dijo gegeando:
—Marie, te hablaré con sinceridad. Lo que tienes es grave. Los riñones apenas te funcionan. Tu sangre está dañándose. No puedo curarte ni con las cosas de Dios, ni con las de los hombres, ni con las del diablo, que de las tres conozco. Pero mitigaré tus dolores con algunos brebajes. —Le tomó la mano—. C’est dommage…
María presintió la desgracia; se la tragó, la analizó, intentó escupirla y no pudo. Se aferró a la vida por la única justificación que halló: su hija. Lloró sus ojos sin encontrar consuelo.
El viejo francés se internó esa misma tarde en la selva acompañado de Lorenza, a buscar hierbas, dijo a María. La pequeña estaba en la edad de preguntarlo todo.
—¿Y cuántos años tienes?
—Muchos. Creo que ya he perdido la cuenta… ¿Setenta y cinco?
—¡Tantos! —exclamó Lorenza.
—Tantos… Très larges! —suspiró Jean Aimé.
A la jovencita le interesó aquello de conocer el uso de las hierbas.
—¿Me puedes enseñar?
—La ciencia se adquiere durante muchos años de práctica. Pero estoy seguro de que algo aprenderás en estos días.
—¿Por qué viniste a Calamarí?
—A buscarte —caviló un poco antes de responder—. Tengo una misión que cumplir… Después moriré aquí, tranquilo, en los albañales del mundo. —Levantó los brazos en gesto irónico—. Monde cruel!
—¿Me vas a matar? —preguntó Lorenza con la exageración que agregan los niños a su existencia.
—Por supuesto que no. —Se agachó a la altura de la pequeña—. En su momento te entregaré una encomienda, porque tú serás una mujer muy importante.
—¡Un regalo!
—Algo así. —Le tocó la nariz con el dedo índice y se irguió.
Volvieron a concentrarse en las plantas, había muchas. Qué nombres tan extraños.
Regresaron entrada la noche.
Jean Aimé mezcló ante los ojos atentos de Lorenza las hierbas, previamente machacadas en el mortero, con polvos de colores que extrajo de su baúl. Puso las manos sobre el ungüento y conjuró en francés antiguo.
—¿Qué es eso? —Lorenza continuaba ávida de conocimiento, pesada.
—Magia. Magia para curar a tu mamá.
Llevaron la humeante totuma a la enferma. María sorbió el bebedizo. «Carajo, está hirviendo, pero el dolor se calma».
—Se lo agradezco mucho —le dijo al herbatero.
—De rien. —Le puso la mano en la frente—. Ahora descanse.
—Hace rato quería preguntarle algo —trató de intimar María—. No hace falta que me conteste si no quiere, pero siendo francés, ¿no tuvo muchas dificultades para venir en la flota española?
—No vine en la flota española. —Tomó asiento a los pies de la cama—. Me embarqué con los ingleses hasta Jamaica y desde allí navegué furtivamente a tierra hispana. En este momento la situación entre Francia y España es tensa, pero aguanta. Tras la firma del tratado de Wervins hace cuatro años entre Felipe II y Enrique IV no se han suscitado nuevas agresiones. Pero su monarca no quedó muy contento al tener que devolver todas las conquistas realizadas en territorio francés, y menos aún cuando se enteró que los ingleses apoyaron a Enrique de Borbón, y que a su vez éste favoreció a los rebeldes en Holanda. —Frunció el ceño—. En cualquier caso, le puedo asegurar que el rey español nunca ocupará el trono de Francia. Es más, la dinastía borbona arrebatará el poder a la Casa de Austria —sentenció gravemente, como si de antemano lo supiera.
—Con nosotras no tendrá problemas. —A María la política le importaba un ardite—. No es el primer enemigo de España que viene a parar a estas tierras. Mientras no vengan muchos juntos, no pasa nada. Por aquí cada cual, si persigue algo, es un techo y comida, lo demás importa menos. Puede robarle el báculo al gobernador si le apetece, pero no intente robar una presa de pollo. No arme mucha bulla, no vaya a la ciudad, quédese en el puerto y pasará inadvertido. Además, es persona grata y habla buen castellano.
—Mi madre era navarra. Yo soy del Pirineo francés, medio ibérico. Conozco el idioma desde pequeño, aunque mi pronunciación no sea óptima. Hablo tres lenguas más, así que no sería difícil esconder mi origen en caso dado. —Sonrió mostrando seguridad.
En días sucesivos charlaron abiertamente sobre la niña, el portugués, la toma de Drake y otras cuestiones que ahuyentaron la desidia.
Jean Aimé iba solitario algunas tardes al embarcadero. Abría la boca justo lo necesario, a decir verdad, casi nada, pero nunca fue tildado de individuo hostil. Hizo algún que otro amigo de vaso largo. El grueso de la población le permitía escabullirse en el anonimato.
Lorenza dedicó mucho tiempo al inquilino. Por las mañanas, él leía bajo las palmeras en voz alta, traduciendo, inventando a veces, antiguos poemas que encantaban a la niña. Ante la postración de María, el viejo y la chiquilla asumieron también los asuntos de la cocina. Pero consagraban las horas de oscuridad a estudiar las estrellas desde la playa. Ella quedaba absorta en el tintineo de los astros. Aprendió de su maestro la posición de las constelaciones, el hipnótico movimiento de la bóveda celeste, y a descubrir los misteriosos guijarros que siembra el destino en el universo.
—Attendez! Siempre que quieras observar las estrellas, hazlo sola, nunca acompañada. Y si algún día te hablan, no desveles lo que dicen —le advirtió el anciano—. De lo contrario, tu mourras au feu.
El gabacho y la niña acabaron desarrollando una peculiar camaradería.
El día de su séptimo cumpleaños Lorenza se despertó pletórica, llena de ilusión, con sus ojos garzos del color de la panela abiertos como magnolias. Sabía que los galopines del puerto le traerían obsequios. María, no haga locuras, advertida estaba, pero se levantó a preparar un pastel para su hija. El forastero, ante la terquedad de la española, procuró los ingredientes. Los tres almorzaron en la playa, con la muerte rondando los desechos.
Al refresco de la tarde, Jean Aimé solicitó a Lorenza desde la orilla del mar. La pequeña acudió de inmediato. Se sentaron en la arena. Observaron un rato, en silencio, la puesta de sol y el devenir de las olas.
—¿Recuerdas cuando fuimos a recoger hierbas y te dije que tenía algo para ti?
Lorenza se encogió de hombros.
—Ha llegado la hora de entregártelo.
Jean Aimé sacó del bolsillo un pergamino enrollado.
—Me costó mucho encontrarte: varios años más de los que hoy cumples. Mi encomienda era entregar este manuscrito a una niña inglesa nacida en la tierra española del nuevo mundo. C’est difficil! ¡Qué locura, una hereje en suelo hispano! Casualmente descubrí tu pista: la famosa historia de la hija del pirata. Ahora estoy seguro de que tú eres la indicada. Tendrás, Lorenza, que guardar y proteger siempre este pergamino. —Le puso la mano sobre la cabeza y le mostró el documento—. Encierra cosas muy importantes que marcarán el destino y la existencia de tus descendientes. Se hará venganza de todos nuestros oprobios… Très important! Nadie debe verlo. Nadie debe conocer su existencia. De ello depende tu propia vida. Será nuestro gran secreto. Lo revelado deberá cumplirse. Mon message est dit.
Lorenza miraba al viejo con los ojos entrecerrados, queriendo asimilar.
—¿Me has entendido?
—Creo que sí; pero léemelo.
—Ahora no debo. —Movía el dedo de la mano negativamente—. Esa tarea no nos corresponde. Prométeme que harás lo que te he pedido.
—Lo prometo —dijo Lorenza a pesar de todo.
Le miró a los ojos, y confió.
—Ven, mira, aquí he escrito mi nombre para que no me olvides. —Señaló en el pergamino unas frases con distinta caligrafía.
Ella nunca atinó a pronunciar correctamente el nombre del francés.
Jean Aimé desenrolló el manuscrito y lo plegó en cuatro para facilitar a Lorenza su manejo. Se lo entregó.
—¿Si aprendo a leer, sabré lo que dice?
—Algún día intentarás descifrarlo, pero las estrellas no auguran que lo consigas.
—Sí lo haré —afirmó convencida mientras observaba las letras de limpio trazado.
Con el transcurrir del tiempo Lorenza se daría cuenta de que leer y escribir era una costumbre muy mal vista en las mujeres de la época. Sin embargo, desde aquel instante había quedado establecido un reto consigo misma.
Guardó el manuscrito bajo la pollera y tomó su juramento con el sublime compromiso que adquieren los niños en sus juegos. Asumió la tarea con la misma férrea decisión que mostraría en todos los actos de su vida.
Tres días después, a media mañana, Lorenza fue a buscar a Jean Aimé a la playa. El anciano permanecía tumbado en la arena con la cara tapada por un libro. La niña lo zarandeó para que la acompañase a la cocina. El viejo no se volvió a levantar jamás. Murió sin avisar, y fue enterrado, como predijo, junto a un manglar olvidado de Dios, en los «mismísimos albañales del mundo».
El sol en su cenit: las doce en punto. Exacto como un reloj, el padre Ferrer levantó la cabeza cuando sonaban las campanas en la torre de la iglesia. A vista del remiendo se deducía fácilmente que la costura no era su fuerte.
—Aguantará —afirmó, pero no debía de estar muy convencido.
Yo no lo estaba.
Guardamos el globo en silencio.
—Si te apetece, te invito a comer. Hay un restaurante cerca donde preparan buen marisco.
—Gracias —acepté gustoso, faltaba más.
Salimos a la calle por la sacristía. El sol caía de punta, dañaba. En el camino, el padre José María, las manos en los bolsillos, volvió al tema de Lorenza en forma deshilvanada, dando puntadas aquí y allá, como si continuara con el remiendo.
Comencé a intuir una sediciente admiración por aquella niña, como había quedado intrigado por el viejo Jean Aimé y el asunto del manuscrito. De alguna forma entendía que aquellos elementos podían resultar importantes, no sabía entonces para qué, una corazonada.
—¿Quién era el francés?
—No lo sé —me respondió el padre Ferrer con franqueza y desasosiego—. No he logrado averiguar más, pero estoy seguro de que en algún momento volveremos a tropezarnos con él. —Calló nuevamente unos segundos—. De cualquier modo, no nos adelantemos a los acontecimientos. Calma, calma, calma…
Sobre el pergamino recibí similar contestación.
El restaurante estaba decorado en madera, imitando un viejo navío. Agradecimos el aire acondicionado, casi rezamos.
—¿Qué quieres? —me preguntó cuando se acercó el camarero para tomar el pedido.
Tímidamente pedí una trucha.
—Traiga dos langostas —ordenó el cura.
El padre Ferrer debió de verme otra vez cara de estúpido, así que optó por hacer un chiste:
—¿Tú no sabes que los jesuitas no morimos nunca?
—No, ¿por qué?
—Porque es imposible que pasemos a mejor vida.
Tuvimos que reírnos. La verdad es que me gustó; posteriormente he repetido ese chiste a mis amigos hasta la saciedad.
Mientras almorzábamos, el padre Ferrer me contó anécdotas, inolvidables dijo, que vivió junto a mi abuelo. Incluso me comentó algunos aspectos de su actividad profesional. No lo esperaba.
—Las cuestiones más complicadas en las que coincidí con Gustavo se produjeron en Argentina, con los generales, durante la dictadura militar, y después en México… ¡Ah, sí, la de México fue simpática! Tu abuelo asistía en calidad de veedor internacional, yo como garante encubierto de la Iglesia, ambos con la finalidad de garantizar la transparencia de las elecciones presidenciales. La jornada había transcurrido con normalidad aparente. Por la noche decidimos dar una vuelta por la Televisora Nacional, sede central del recuento de votos. Al principio todo parecía en orden. Eramos los únicos observadores trabajando; los demás habían dado por finalizada la tarea y disfrutaban de una magnífica fiesta preparada en el Hilton por grupos de la oposición. Serían las tres de la madrugada cuando se me acercó tu abuelo y me dijo: «José María, aquí hay demasiada gente armando barullo». Era cierto: se abrían y cerraban puertas, entraban y salían personajes oscuros cargados de papeles, cuchicheos siniestros, miradas temerosas… Sospechoso. Más de una hora estuvimos indagando. Al fin me decidí a coger el teléfono y marcar el número del Palacio de la Presidencia. Mandé despertar al presidente y le dije: «Señor Presidente, le están robando las elecciones». ¡Eran las cuatro de la madrugada! Tu abuelo me daba codazos, temía haber metido la pata. ¡Pero qué va! —Rió con la satisfacción que dejan las buenas aventuras—. En menos de diez minutos el recinto se llenó de policías, militares, ministros en pijama, funcionarios en bata y zapatillas, y hasta el primer mandatario con traje mal abotonado y pantuflas. Se descubrió que, en efecto, estaban preparando un tongo de padre y muy señor mío. El presidente, como muestra de agradecimiento, quiso condecorarnos, hacernos ciudadanos ilustres, hijos predilectos, no sé cuántas cosas más. Pero mi trabajo no me permite aparecer en público. Tu abuelo fue quien se gozó los agasajos. ¡Hizo bien, caramba!
—¿Usted ya se retiró?
—No del todo. Solicité una pequeña licencia. Mi trabajo se acaba con uno mismo, no tiene jubilación.
—Pero todos tenemos derecho a descansar algún día.
—Mi profesión me ha permitido descansar durante grandes temporadas, y luego volver a la carga. Me siento útil haciendo lo que hago, así no sea una labor reconocida. Da igual. Estoy a gusto como estoy y con lo que soy. Eso es lo importante.
—Cuando mi abuelo se refirió a usted me dijo que era un hombre con mucho poder.
—Quizá; pero eso nadie lo sabe, y nadie debe saberlo. Digamos que tengo buenos contactos y muchos amigos.
Hábilmente desvió la conversación. Intenté profundizar un poco más por otro camino.
—¿Acaba de concluir algún asunto importante que le ha permitido venir a descansar a Cartagena?
—No exactamente. Terminé una misión de poca importancia en Brasil el año pasado y decidí venir a ayudar al padre Manuel con algunos problemillas internos. Tengo una gran ventaja en mis desplazamientos: en todas partes encuentro lugares de la Compañía de Jesús donde hospedarme.
Volvía a eludir la pregunta. Tuve que entrar por el frente (a riesgo de toparme con cadenas, como Drake).
—Los problemillas son, como su nombre indica, cosas sin importancia, que no demandan mucho tiempo. ¿Qué le impulsó a quedarse en Cartagena?
El cura sonrió ante el acoso. Sacó un paquete de cigarrillos mentolados y comenzó a fumar.
—Éstos no son como los del padre Castillo. —Miró de soslayo la caja de tabaco y la dejó sobre la mesa—. Tienes madera para el periodismo, pero no hagas la carrera diplomática. Voy a ser franco contigo. —Las facciones se le mutaron serias—. Recibí la carta de tu abuelo, me solicitaba que te ayudase a localizar unos antepasados, y me puse en la tarea. Disponía de tiempo, me sentía a gusto en Cartagena y, sobre todo, era un favor que me pedía Gustavo. No resultó difícil encontrar los ascendentes de Francisco de Paula Santander, aunque todavía los historiadores colombianos no llegan a un acuerdo al respecto: cada cual está interesado en ponerle unos abuelos distintos, todos dignísimos señorones. Pero topé con alguien que no era precisamente el tatarabuelo modélico que los acartonados letrados desearían reconocer como predecesor del «hombre de las leyes». Algún día te darás cuenta de que la historia de Colombia se hizo acomodándola siempre a determinados parámetros impuestos por el historiador de turno, y que, en ocasiones, no se corresponden con la realidad. Y es que se fue desarrollando de forma escalonada, es decir, un autor se basaba en el inmediatamente anterior y daba por cierto lo que leía en los libros más viejos. No hubo investigaciones. Te voy a poner un ejemplo: si lees cualquier historia tradicional del país, te darás cuenta de que a la luz de lo expuesto todos los presidentes que ha tenido Colombia deberían estar ya elevados a los altares, sí, todos santos, porque no se les reconoce error ni pecado alguno. Nadie se ha preocupado por averiguar si ciertamente fueron buenos o malos: mucho miedo o mucha lambonería. Ése es precisamente el problema que enturbiaba la claridad sobre la rama más alta de tu línea familiar. —Bocanada de humo—. Al final, como te decía, encontré al personaje en cuestión, fascinante, y éste me llevó por senderos que nunca hubiera podido imaginar. Ahora, he vuelto un poco atrás para recogerte y para que me acompañes hasta el final. Por eso te solicité algo de paciencia.
Dibujaba con la pluma en una servilleta de papel.
Charlamos también de mi vida, mis padres, mis intentos literarios, mi mundo.
Ya en las cartas y conversaciones telefónicas nos habíamos conocido someramente, por lo que aquel encuentro fue bastante amistoso… sorprendente. La presencia sentimental de mi abuelo lo llenó de cordialidad.
Pagada la factura, Señor te damos gracias, volvimos al calor de la calle.
En la puerta de la iglesia nos íbamos a despedir. Pero el sacerdote se dio cuenta de que yo trataba de asomarme al interior y me invitó a entrar.
Me impresionó la severidad de los elementos arquitectónicos. Si tuviera que definir la iglesia de San Pedro Claver en dos palabras serían «armonía y serenidad». Fresca y oscura, invitaba a la reflexión.
El padre Ferrer me señaló bajo el altar una urna con el cuerpo incorrupto del santo.
—Algunos de los jesuitas que están aquí enterrados resucitarán en nuestra historia.
—¿También el padre Claver? —pregunté.
—No. Pedro Claver llegó con un poco de retraso. Hubiera sido interesante que coincidiera con Lorenza de Acereto, pero no fue así.
La ornamentación era escasa. El barroco no penetró en esta iglesia. Líneas simétricas, estilo casi herreriano. En cierta forma me recordó El Escorial (también tendría que ver en la historia).
El sacerdote me confesó que añoraba el ejercicio de la eucaristía; casi había olvidado las formas del ritual. No celebraba misa desde hacía más de treinta años. Igualmente, las vestiduras clericales habían desaparecido de su armario, apenas guardaba la empolvada sotana con la que se ordenó, como recuerdo de que en algún momento fue un religioso normal y corriente.
La luz de las velas mistificaba el entorno. Traté de buscar al cura en su terreno.
—¿Qué le atrae de Lorenza de Acereto?
Tardó en responderme. Se oía el crujir de la madera y el crepitar de los cirios.
—Su decisión de supervivencia. Fue una superviviente, como Calamarí, como Colombia, como Sudamérica… una pieza del destino que se antojó caprichosa en su deseo de salir adelante, de defenderse de la propia vida, de emerger de la soledad.
El futuro tendría que ser el encargado de explicarme su parecer.
Nos despedimos bajo el pórtico. Quedamos para el martes siguiente en la puerta del hotel a las diez de la mañana. Tendría el lunes para disfrutar la ciudad.
Me encaramé a la muralla para regresar al hotel. Cuando comencé a caminar escuché a mis espaldas:
—El próximo día te explico lo del globo.
Alcé la mano derecha para asentir mi conformidad.
—Y recuerda —agregó—, Calamarí entonces no tenía murallas.