REABRIR LA CUESTIÓN LOCAL

Cada hombre es un fragmento del Continente, una parte del Todo.

JOHN DONNE

Hoy afrontamos dos dilemas prácticos. El primero puede describirse sucintamente como la vuelta de la «cuestión social». Para los reformadores Victorianos —o los activistas estadounidenses de la era de reformas anterior a 1914— el desafío que presentaba la cuestión social de su tiempo estaba claro: ¿cómo debía responder una sociedad liberal a la pobreza, el hacinamiento, la suciedad, la malnutrición y la insalubridad de las nuevas ciudades industriales? ¿Cómo se podía incorporar a la comunidad a las masas trabajadoras —como votantes, como ciudadanos, como participantes— sin convulsiones, protestas o incluso revoluciones? ¿Qué habría que hacer para aliviar el sufrimiento y las injusticias que padecían las masas urbanas trabajadoras y cómo se podía convencer a la élite gobernante del momento de la necesidad de un cambio?

La historia de Occidente en el siglo xx es en buena medida la historia de los esfuerzos por resolver estos interrogantes. Las respuestas tuvieron un éxito espectacular: no sólo se evitó la revolución, sino que el proletariado industrial consiguió un alto grado de integración. Sólo en los países en los que toda reforma liberal fue impedida por gobernantes autoritarios, la cuestión social comó la forma de un desafío político que con frecuencia acabó en una confrontación violenta. A mediados del siglo XIX, observadores perspicaces como Karl Marx habían dado por supuesto que la única forma de acabar con las injusticias del capitalismo industrial era la revolución. La idea de que podrían disolverse pacíficamente en New Deals, grandes sociedades y Estados del bienestar simplemente nunca se le ocurrió.

No obstante, la pobreza —tanto medida por la mortalidad infantil, la esperanza de vida, el acceso a la medicina y un empleo regular como por la simple imposibilidad de adquirir los productos básicos— no ha dejado de aumentar desde los años setenta en Estados Unidos, el Reino Unido y casi cualquier otro país que haya seguido su modelo económico. Las patologías de la desigualdad y la pobreza —la delincuencia, el alcoholismo, la violencia y los trastornos mentales— se han multiplicado proporcionalmente. Nuestros antepasados eduardianos habrían reconocido de inmediato los síntomas de la disfunción social. La cuestión social vuelve a estar en la agenda.

Cuando tratamos estas cuestiones deberíamos cuidarnos de emplear medidas puramente negativas. Como observó en una ocasión el gran reformador inglés William Beveridge, al describir y abordar los «problemas sociales» se corre el riesgo de reducirlos a cosas como la «bebida» o la necesidad de «caridad». El verdadero problema, para Beveridge tanto como para nosotros, es «algo más general, simplemente la cuestión de en qué circunstancias pueden los hombres en conjunto vivir de forma que les merezca la pena».[27]

Con ello se refería a que hemos de decidir qué debe hacer el Estado para que las personas puedan vivir decentemente. No basta con proporcionar un mínimo de bienestar por debajo del cual no se hunda nadie.

El segundo dilema que afrontamos se refiere a las consecuencias sociales del cambio tecnológico, que ya llevamos experimentando durante doscientos años, desde la Revolución Industrial. Con cada avance técnico hay hombres y mujeres que pierden su trabajo y cuyas habilidades se vuelven superfluas. No obstante, la continua expansión del capitalismo garantizó nuevas formas de empleo, aunque no siempre con unos salarios comparables y muchas veces con un estatus inferior. Junto con la educación de masas y la alfabetización universal —que en la mayoría de los países desarrollados se alcanzaron en el transcurso del periodo 1870-1970—, los nuevos empleos en las nuevas industrias que fabricaban bienes nuevos para los nuevos mercados bastaron para asegurar una mejora progresiva del nivel de vida de la mayoría de la gente.

Hoy la situación ha cambiado. Los trabajos no cualificados y semicualificados están desapareciendo rápidamente no sólo debido a la producción robotizada o mecanizada, sino a que la globalización del mercado de trabajo favorece a las economías más represivas y de salarios más bajos (China sobre todo) en detrimento de las sociedades avanzadas y más igualitarias de Occidente. La única forma en que el mundo desarrollado puede responder de forma competitiva es mediante la explotación de su ventaja comparativa en las industrias avanzadas intensivas en capital, donde el conocimiento resulta decisivo.

En estas circunstancias, la demanda de nuevas habilidades aumenta a un ritmo mucho más rápido que la capacidad para enseñarlas —y, en cualquier caso esas habilidades son sobrepasadas al cabo de unos pocos años, dejando en la cuneta al empleado mejor preparado—. El desempleo masivo —que en el pasado se consideró una patología de economías mal gestionadas— está empezando a parecer un característica endémica de las sociedades avanzadas. A lo máximo que podemos aspirar es al «subempleo»: hombres y mujeres trabajan a tiempo parcial y aceptan empleos por debajo de su cualificación o bien el tipo de trabajo no cualificado que tradicionalmente era para jóvenes e inmigrantes.

Una consecuencia probable del advenimiento de esta era de incertidumbre —cuando un creciente número de personas tienen buenas razones para temer la pérdida de su trabajo y el paro de larga duración— será una vuelta a la dependencia del Estado. Incluso si es el sector privado el que se hace cargo de los cursos de reciclaje, proyectos de trabajo a tiempo parcial y otras medidas paliativas, estos programas serán subvencionados por el sector público, como ya ocurre en una serie de países occidentales. Ningún empresario privado contrata a nadie como acto de caridad.

En cualquier caso, cada vez serán más los que tendrán buenas razones para sentirse superfluos para la vida económica de su sociedad, y ello no puede dejar de plantear un serio desafío social. Como hemos visto, nuestro enfoque actual sobre la provisión de bienestar refuerza la opinión de que quienes no pueden conseguir un empleo estable son en cierta medida responsables de su desgracia. Cuanta más gente así haya entre nosotros, más peligro correrá la estabilidad cívica y política.