UNA CONVERSACIÓN PÚBLICA RENOVADA

Sin saber nada del viento y las corrientes, sin algún

sentido de un propósito, los hombres y las sociedades no se

mantienen a flote durante largo tiempo, moral o

económicamente, limitándose a achicar agua.

RICHARD TITMUSS

La mayoría de los críticos de nuestra condición presente comienzan con las instituciones. Dirigen su atención a los parlamentos, los senados, los presidentes, las elecciones y los grupos de presión, y señalan las formas en que se han degradado o han abusado de la autoridad que se les ha confiado. Cualquier reforma, concluyen, debe comenzar ahí. Necesitamos leyes nuevas, sistemas electorales distintos, restricciones a los grupos de presión y a la financiación de los partidos; debemos dar más (o menos) autoridad al ejecutivo y hallar la forma de que las autoridades, elegidas o no, escuchen y respondan a quienes son su base y les paga: nosotros.

Todo esto es cierto. Pero tales cambios han estado en el aire durante décadas. Ya debería estar claro que la razón por la que no se han producido, o no funcionan, es porque los conciben, diseñan y ponen en práctica las mismas personas responsables del dilema. No tiene mucho sentido pedir al Senado de Estados Unidos que reforme sus relaciones con los grupos de presión; como señaló Upton Sinclair hace un siglo: «Es difícil que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de que no lo entienda». Por razones muy parecidas, los parlamentos de la mayoría de los países europeos —que ahora despiertan sentimientos que van del aburrimiento al desprecio— no están en situación de hallar en sí mismos los medios para recuperar su significación.

Tenemos que comenzar en otro sitio. ¿Por qué, durante las tres últimas décadas, les ha resultado tan fácil a quienes ostentaban el poder convencer a los ciudadanos de que las políticas que querían seguir eran acertadas y, en algún caso, necesarias? Porque no había una alternativa coherente. Incluso cuando existen diferencias políticas significativas entre los principales partidos políticos, éstas se presentan como versiones de un solo objetivo. Se ha convertido en un lugar común afirmar que todos queremos lo mismo y que lo único que varía un poco es la forma de conseguirlo.

Esto es simplemente falso. Los ricos no quieren lo mismo que los pobres. Los que se ganan la vida con su trabajo no quieren lo mismo que los que viven de dividendos e inversiones. Los que no necesitan servicios públicos —porque pueden comprar transporte, educación y protección privados— no quieren lo mismo que los que dependen exclusivamente del sector público. Los que se benefician de la guerra —gracias a los contratos de defensa o por motivos ideológicos— tienen objetivos distintos de los que se oponen a la guerra. Las sociedades son complejas y albergan intereses conflictivos. Afirmar otra cosa —negar las diferencias de clase, riqueza o influencia— no es más que favorecer unos intereses por encima de otros. Esto solía ser evidente; hoy se nos dice que son soflamas debidas al odio de clase y se nos insta a que lo ignoremos. De forma parecida, se nos anima a perseguir el interés económico y excluir todo lo demás, y, de hecho, hay muchos que tienen algo que ganar con ello.

No obstante, los mercados tienden naturalmente a favorecer las necesidades y deseos que pueden reducirse a criterios comerciales o a medidas económicas. Si algo se puede vender o comprar, entonces es cuantificable y podemos valorar su aportación a las medidas (cuantitativas) del bienestar colectivo. Pero ¿qué hay de esos bienes que los seres humanos siempre han valorado y que no se pueden cuantificar?

¿Qué hay del bienestar? ¿Y de la justicia o la equidad?

¿Y de la exclusión, la oportunidad —o su ausencia— o la esperanza perdidas? Estas consideraciones significan mucho más para la mayoría de la gente que el beneficio o el crecimiento agregado o incluso individual. Tomemos la humillación: ¿y si la tratáramos como un coste económico con cargo a la sociedad? ¿Y si decidiéramos «cuantificar» el daño que se hace cuando las personas son avergonzadas por sus conciudadanos como condición para cubrir sus necesidades básicas?

En otras palabras, ¿qué ocurriría si factorizáramos en nuestros cálculos de productividad, eficacia o bienestar la diferencia entre una donación humillante y un derecho? Quizá concluyéramos que la provisión de servicios sociales universales, sanidad pública o transporte público subvencionado en realidad era una forma rentable de alcanzar nuestros objetivos comunes. Estoy dispuesto a admitir que algo así es intrínsecamente conflictivo: ¿cómo cuantificamos la «humillación»? ¿Cuál es el coste mensurable de privar a ciudadanos aislados de acceso a recursos ciudadanos? ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por una buena sociedad?

Incluso la propia «riqueza» debe redefinirse. Se suele afirmar que unos tipos muy progresivos de tributación o redistribución económica destruyen la riqueza. Esas políticas sin duda limitan los recursos de unos individuos en beneficio de otros —pero la forma en que cortemos el pastel tiene poco que ver con su tamaño—. Si redistribuir la riqueza material tiene el efecto a largo plazo de mejorar la salud de un país, disminuir las tensiones sociales producto de la envidia, o incrementar y hacer más equitativo el acceso a servicios que hasta el momento estaban reservados a una minoría, ¿no mejorará la posición del país?[26]

El lector observará que estoy dando a palabras como «riqueza» o «posición» un sentido que va mucho más allá de su habitual aplicación material. Hacer esto a una escala mucho mayor —renovar nuestra conversación pública— me parece la única forma realista de propiciar un cambio. No pensaremos de otra forma si no hablamos de otra forma.

Esta manera de concebir el cambio político tiene precedentes. En la Francia de finales del siglo XVIII, por ejemplo, cuando el Antiguo Régimen se tambaleaba, los desarrollos más significativos en el escenario político no fueron los movimientos de protesta o las instituciones del Estado que trataron de atajarlos. Más bien se produjeron en el propio lenguaje. Los periodistas y panfletistas, junt o con algún administrador o sacerdote disconforme, estaban forjando una nueva retórica de acción colectiva a partir de un lenguaje más antiguo de justicia y derechos populares.

Al no ser capaces de enfrentarse a la monarquía directamente, se propusieron privarla de legitimidad imaginando y expresando objeciones a la forma en que eran las cosas y planteando fuentes alternativas de autoridad en las que el «pueblo» podía creer. En efecto, inventaron la política moderna: y con ello desacreditaron literalmente todo lo que les había precedido. Cuando estalló la Revolución, el nuevo lenguaje de la política ya había adquirido carta de naturaleza; de hecho, si no hubiera sido así, los revolucionarios no habrían podido describir lo que estaban haciendo. En el principio fue el verbo.

Hoy se supone que debemos creer que la política refleja nuestras opiniones y nos ayuda a configurar un espacio público común. Los políticos hablan y nosotros respondemos —con nuestros votos—. Pero la verdad es muy distinta. La mayoría de la gente no tiene la sensación de estar participando en una conversación significativa. Se le dice qué pensar y cómo pensarlo. Se le hace sentir incompetente en cuanto entra en los detalles de los problemas y, por lo que respecta a los objetivos generales, se le lleva a creer que ya han sido decididos hace tiempo.

Por todas partes vemos los efectos perversos de esta supresión de un debate genuino. Actualmente, en Estados Unidos las reuniones de los ayuntamientos y tea parties imitan y parodian a sus modelos del siglo XVIII. Lejos de abrir un debate, lo cierran. Unos demagogos dicen a la muchedumbre qué debe pensar; cuando reciben el eco de sus palabras, se atreven a declarar que sólo están expresando el sentir popular. En el Reino Unido, la televisión se ha utilizado con una asombrosa eficacia como válvula de seguridad del descontento público: los políticos profesionales ahora pretenden escuchar la vox pópuli en forma de votaciones y sondeos realizados por teléfono de forma instantánea sobre todos los temas, desde la inmigración hasta la pedofilia. Con twitear a la audiencia sus propios prejuicios y temores, se consideran liberados de la carga del liderazgo o de la iniciativa.

Entretanto, al otro lado del Canal, en la republicana Francia o en la tolerante Holanda, unos sucedáneos de debates sobre la identidad nacional o los criterios de ciudadanía suplen la valentía política necesaria para enfrentarse a los prejuicios populares y los desafíos de la integración. También aquí parece que se está desarrollando una «conversación». Pero sus términos de referencia han sido predeterminados cuidadosamente: su finalidad no es fomentar la expresión de opiniones disconformes, sino suprimirlas. Más que facilitar la participación pública y reducir la alienación cívica, esas «conversaciones» simplemente agravan la aversión generalizada por la política y los políticos. En una democracia moderna se puede engañar a la mayoría de la gente la mayor parte del tiempo, pero hay que pagar un precio.

Es necesario volver a iniciar un tipo diferente de conversación. Hemos de recuperar la confianza en nuestro instinto: si una política o un acto parecen erróneos, debemos hallar las palabras para decirlo. Según los sondeos de opinión, la mayoría de los ingleses temen la privatización indiscriminada de los bienes públicos: las compañías de servicios públicos, el Metro de Londres, los autobuses locales y los hospitales regionales, por no mencionar las residencias de la tercera edad, la atención a los dependientes, etcétera. Pero cuando se les dice que el propósito de tales privatizaciones ha sido ahorrar dinero público e incrementar su eficiencia, se callan: ¿quién podría no estar de acuerdo?