¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?

No será posible ninguna mejora importante en la suerte de

la humanidad si no se produce un gran cambio en la

constitución fundamental de sus modos de pensamiento.

JOHN STUART MILL

Así pues, ¿qué deberíamos haber aprendido de 1989? Quizá, sobre todo, que nada es necesario ni inevitable. El comunismo no tenía que ocurrir —y no había razón alguna para que durara para siempre—; pero tampoco había nada que nos garantizara que iba a caer. Los progresistas deben asumir la contingencia absoluta de la política: ni el auge de los Estados del bienestar ni su ulterior pérdida de favor han de considerarse un regalo de la Historia. El «momento» socialdemócrata —o su equivalente estadounidense desde el New Deal hasta la Gran Sociedad— fue producto de una combinación de circunstancias muy concretas que no es probable que se repitan. Lo mismo cabe decir del «momento» neoliberal que comenzó en la década de 1970 y que sólo ahora acaba de desacreditarse.

Pero precisamente porque la historia no está predeterminada, los mortales debemos inventarla a medida que avanzamos —y en circunstancias que, como acertadamente señaló el viejo Marx, en buena medida nos vienen impuestas—. Tendremos que plantearnos de nuevo los eternos interrogantes, pero estar abiertos a respuestas diferentes. Hemos de averiguar qué aspectos del pasado deseamos conservar y qué los hizo posibles. ¿Qué circunstancias eran únicas? ¿Qué circunstancias podríamos, con voluntad y esfuerzo, reproducir?

Si 1989 significó un redescubrimiento de la libertad, ¿qué límites estamos dispuestos a ponerle? Incluso en las sociedades más «amantes de la libertad» se le imponen restricciones. Pero si aceptamos algunas limitaciones —como hacemos siempre—, ¿por qué no otras? ¿Por qué estamos tan seguros de que cierta medida de planificación o la tributación progresiva o la propiedad colectiva de los bienes públicos son restricciones intolerables de la libertad, mientras que las cámaras de circuito cerrado, los rescates estatales de bancos de inversión «demasiado grandes para dejarlos caer», las escuchas telefónicas y las costosas guerras en otros países son cargas aceptables que la gente debe soportar?

Quizá haya buenas respuestas a estas preguntas, pero si no las planteamos, ¿cómo lo vamos a saber? Tenemos que redescubrir cómo hablamos sobre el cambio: cómo imaginar formas muy diferentes de organización, libres de la peligrosa salmodia de la «revolución». Debemos distinguir mejor que algunos de nuestros predecesores entre fines deseables y medios inaceptables. Como mínimo, deberíamos tener muy presente la advertencia de Keynes sobre esta cuestión: «No basta con que el estado de cosas que queremos promover sea mejor que el que le precedió; ha de mejorar lo suficiente como para que compense los males de la transición».[25]

No obstante, tras reconocer y asumir todas esas consideraciones, debemos mirar hacia delante: ¿qué queremos y por qué lo queremos? Como sugiere la actual ruina de la izquierda, las respuestas no son evidentes. Pero ¿qué alternativa tenemos? No podemos dejar el pasado a nuestras espaldas y limitarnos a cruzar los dedos: sabemos por experiencia que la política, como la naturaleza, aborrece el vacío. Después de veinte años desperdiciados, ha llegado el momento de comenzar de nuevo. ¿Qué hacer?