Mi generación, la de los sesenta, pese a sus grandes
ideales, destruyó el liberalismo con sus excesos.
CAMILLE PAGLIA
Una singularidad de la época fue que la división generacional trascendiera la experiencia de clase, además de la nacional. Desde luego, la expresión retórica de la revuelta juvenil se limitó a una reducida minoría: incluso en aquellos días, la mayoría de los jóvenes en Estados Unidos no iban a la universidad y las protestas estudiantiles no representaban necesariamente a la juventud en su conjunto. Pero los síntomas más reconocibles de las diferencias generacionales —la música, la ropa, el lenguaje— se difundieron extraordinariamente gracias a la televisión, los transistores y la internacionalización de la cultura popular. A finales de los sesenta, la brecha cultural que separaba a los jóvenes de sus padres quizá era mayor que en cualquier otro momento desde comienzos del siglo XIX.
Esta ruptura de la continuidad reflejaba otro cambio tectónico. Para la generación anterior de políticos y votantes de izquierda, la relación entre los «trabajadores» y el socialismo —entre los «pobres» y el Estado del bienestar— había sido evidente. Desde hacía mucho, la «izquierda» estaba asociada al proletariado urbano, del que dependía en gran medida. Con independencia del pragmático atractivo que tuvieran para las clases medias, los reformadores del New Deal, de las socialdemo-cracias escandinavas y del Estado del bienestar británico habían contado con el probable apoyo de una masa de trabajadores de cuello azul y sus aliados rurales.
Sin embargo, en el transcurso de la década de 1950 este proletariado de cuello azul estaba fragmentándose y reduciéndose. El trabajo duro en las fábricas, las minas y los transportes tradicionales estaba siendo sustituido por la automatización, el auge de los servicios y una mano de obra cada vez más feminizada. Ni siquiera en Suecia podían esperar los socialdemócratas ganar las elecciones simplemente con la mayoría del voto obrero tradicional. La vieja izquierda, con sus raíces en las comunidades de la clase trabajadora y en las organizaciones sindicales, podía contar con el colectivismo instintivo y la disciplina (y la obsequiosidad) de una mano de obra industrial cautiva. Pero ésta representaba un porcentaje cada vez menor de la población.
La nueva izquierda, como empezó a llamarse en aquellos años, era muy diferente. Para la generación más joven, el «cambio» no sería resultado de una acción de masas disciplinada, definida y dirigida por portavoces autorizados; de hecho, el propio cambio parecía haber pasado del Occidente industrial a los países en desarrollo o «Tercer Mundo». Acusaba de estancamiento y «represión» tanto al comunismo como al capitalismo. La iniciativa de las acciones e innovaciones radicales estaba ahora en manos de lejanos campesinos o de nuevos sectores revolucionarios. Los «negros», los «estudiantes», las «mujeres» y, un poco después, los «homosexuales», eran los candidatos a ocupar el lugar del proletariado masculino.
Como ninguno de estos sectores, ni en Estados Unidos ni en los demás países, estaba representado por separado en las instituciones de las sociedades del bienestar, la nueva izquierda se presentaba conscientemente como oposición no sólo a las injusticias del orden capitalista, sino sobre todo a la «tolerancia represiva» de sus formas más avanzadas: precisamente aquellos benevolentes administradores que habían sido los responsables de que se liberalizasen los antiguos constreñimientos y mejorase la condición de todos.
Sobre todo, la nueva izquierda, y su base mayoritariamente joven, rechazaba el colectivismo heredado de sus predecesores. Para la generación anterior de reformadores, de Washington a Estocolmo, había sido evidente que «justicia», «igualdad de oportunidades» o «seguridad económica» eran objetivos comunes que sólo podían alcanzarse mediante la acción colectiva. Cualesquiera que fuesen las deficiencias de la regulación y el control desde arriba, eran el precio de la justicia social, un precio que sin duda merecía la pena pagar.
La generación siguiente veía las cosas de otra manera. La justicia social ya no preocupaba a los radicales. Lo que unió a la generación de la década de 1960 no fue el interés de todos, sino las necesidades y los derechos de cada uno. El «individualismo» —la afirmación del derecho de cada persona a la máxima libertad individual y a expresar sin cortapisas sus deseos autónomos, así como a que éstos sean respetados e institucionalizados por la sociedad en su conjunto— se convirtió en la consigna izquierdista del momento. «Prohibido prohibir», «haz lo que quieras»: no son objetivos faltos de atractivo, pero se trata de fines esencialmente privados, no de bienes públicos. No es de extrañar que condujeran a la afirmación general de que «lo privado es político».
Así, la política de los sesenta desembocó en un agregado de reivindicaciones individuales a la sociedad y el Estado. La «identidad» empezó a colonizar el discurso público: la identidad individual, la identidad sexual, la identidad cultural. Desde ahí sólo mediaba un pequeño paso para la fragmentación de la política radical y su metamorfosis en multiculturalismo. Curiosamente, la nueva izquierda siguió siendo exquisitamente sensible a los atributos colectivos de las personas en países distantes, donde sí se las podía agrupar en categorías sociales anónimas como «campesino», «poscolonial», «subordinado», etcétera, mientras que, en casa, el individuo predominaba sobre todo.
Con independencia de lo legítimas que sean las reivindicaciones de los individuos y de lo importantes que sean sus derechos, darles prioridad tiene un precio inevitable: se debilita el sentido de un propósito común. Hubo un tiempo en que cada uno recibía su vocabulario normativo de la sociedad —o de la clase o de la comunidad—: lo que era bueno para todos, valía por definición para cada uno. Pero no lo contrario: lo que es bueno para una persona puede (o no) ser de valor o interés para otra. Los filósofos conservadores de la época anterior comprendían bien esto, por lo que recurrieron al lenguaje y la imaginería religiosos para justificar la autoridad tradicional y su ascendiente sobre cada individuo.
Pero el individualismo de la nueva izquierda no respetaba ni los fines colectivos ni la autoridad tradicional: después de todo, era tanto nueva como izquierda. Lo que quedaba era el subjetivismo de los intereses y deseos individuales, medidos individualmente. A su vez, esto desembocó en un relativismo moral y estético: si algo es bueno para mi no me atañe a mí averiguar si también lo es para alguien más, y mucho menos imponérselo («haz lo que quieras»).
Es cierto que muchos radicales de la década de 1960 eran partidarios entusiastas de las imposiciones, pero sólo cuando afectaban a pueblos distantes de los que sabían poco. Retrospectivamente, es asombroso cuántos occidentales en Europa y Estados Unidos expresaron su entusiasmo por la «revolución cultural» de Mao Zedong, con su uniformidad dictatorial, mientras que en sus propios países definían la reforma cultural como la maximización de la iniciativa y la autonomía individuales.
Retrospectivamente, puede parecer extraño que tantos jóvenes de los sesenta se identificaran con el «marxismo» y con proyectos radicales de toda índole, al tiempo que se distanciaban de las normas conformistas y los fines totalitarios. Pero el marxismo era un paraguas retórico bajo el que podían tener cabida formas de contestación muy diferentes —en buena medida porque ofrecía una continuidad ilusoria con la generación radical anterior—. Bajo ese paraguas y reforzada por esa ilusión, la izquierda se fragmentó y perdió todo sentido de un propósito común. Por el contrario, adoptó un aire un tanto egoísta. En aquellos años, ser de izquierda, ser radical, significaba estar centrado en uno mismo y en sus preocupaciones y ser curiosamente estrecho de miras en sus intereses. Los movimientos estudiantiles de izquierda estaban más preocupados por la hora de cierre de las residencias de estudiantes que por las prácticas de los obreros industriales; en Italia, universitarios de clase media alta pegaron palizas a modestos policías en nombre de la justicia revolucionaria; las airadas críticas proletarias a los explotadores capitalistas fueron desplazadas por consignas irónicas y despreocupadas sobre la libertad sexual. Esto no quiere decir que la nueva generación de radicales fuera insensible a la injusticia o a la iniquidad política: las protestas contra la guerra de Vietnam y los disturbios raciales de los sesenta no fueron insignificantes. Pero carecían de cualquier sentido de propósito colectivo y, más bien, se entendían como extensiones de la expresión y la ira individuales.
Estas paradojas de la meritocracia —la generación de los sesenta fue sobre todo el exitoso subproducto de los mismos Estados del bienestar en los que volcaba su juvenil desprecio— reflejaban una debilidad. Las antiguas clases patricias habían sido sucedidas por una generación de bienintencionados ingenieros sociales, pero ninguna de ellas estaba preparada para la radical desafección de sus hijos. El consenso implícito de las décadas de la posguerra se había roto y estaba empezando a surgir un nuevo consenso, decididamente antinatural, en torno a la primacía de los intereses individuales. Los jóvenes radicales nunca habrían descrito sus fines de esa manera, pero fue la distinción entre las valiosas libertades individuales y los irritantes constreñimientos públicos lo que más tocaba sus emociones. Irónicamente, esta misma distinción es lo que también definía a la nueva derecha que estaba surgiendo.