Para la emancipación de la mente es imprescindible, hacer
primero un estudio de la historia de las opiniones
JOHN MAYNARD KEYNES
Desde luego, siempre recordamos el pasado mejor de lo que realmente fue. El consenso socialdemócrata y las instituciones del bienestar de las décadas de la posguerra coincidieron con algunos de los peores proyectos de urbanismo y viviendas públicas de los tiempos modernos. De la Polonia comunista a la socialdemócrata Suecia y la laborista Gran Bretaña, pasando por la Francia gaullista y el South Bronx, unos planificadores presuntuosos e insensibles saturaron ciudades y suburbios de casas feas e invivibles. Algunas todavía siguen en pie. Sarcelles —un suburbio de París— atestigua la altanera indiferencia de los mandarines burocráticos ante la vida diaria de sus subditos. Ronan Point, una torre de viviendas particularmente espantosa del este de Londres, tuvo el buen gusto de derrumbarse por sí sola, pero la mayoría de los edificios de esa época siguen en su sitio.
La indiferencia de las autoridades nacionales y locales ante el daño causado por sus decisiones es sintomática de un aspecto preocupante de la planificación y la renovación de la posguerra. La idea de que quienes están en el poder saben lo que más conviene —que están empeñados en programas de ingeniería social en representación de personas que ignoran lo que es bueno para ellas— no nació en 1945, pero floreció en aquellas décadas. Esa fue la era de Le Corbusier: con demasiada frecuencia les resultaba indiferente qué pensaban las masas de los nuevos pisos y las nuevas ciudades en los que se les había reubicado, de la «calidad de vida» que se les había asignado.
A finales de los años sesenta, la idea de que «sabemos lo que es mejor para ti» estaba empezando a producir una reacción. Organizaciones voluntarias de clase media comenzaron a protestar por la demolición abusiva y a gran escala no sólo de «feas» zonas degradadas, sino también de edificios y paisajes urbanos de valor: la caprichosa demolición de las estaciones de Pensilvania en Nueva York y de Euston en Londres, la construcción de un monstruoso bloque de oficinas en el corazón del antiguo quartier parisino de Montparnasse, la reorganización de los distritos de ciudades enteras completamente falta de imaginación. Más que un ejercicio de modernización socialmente responsable en nombre de la comunidad, empezaron a parecer síntomas de un poder sin control ni sensibilidad.
Incluso en Suecia, donde los socialdemócratas mantenían un firme control del poder, la inexorable uniformidad incluso de los mejores proyectos de viviendas, de los servicios sociales o de las políticas públicas de sanidad empezó a irritar a la generación más joven. Si las prácticas de eugenesia de algunos gobiernos escandinavos de la posguerra, que fomentaron e incluso impusieron la esterilización selectiva apelando al bien común, hubieran sido conocidas por más personas, la sensación opresiva de depender de un Estado panóptico podría haber sido incluso mayor. En Escocia, los altos bloques de viviendas de los distritos obreros de Glasgow, de propiedad municipal, que alojaban hasta al 90 por ciento de la población de la ciudad, tenían un aire de decadencia que atestiguaba la indiferencia del ayuntamiento (socialista) a la condición de sus electores proletarios.
La sensación, que en la década de 1970 ya se había generalizado, de que el Estado «responsable» era indiferente a las necesidades y deseos de aquellos a quienes representaba contribuyó a crear una brecha social cada vez más amplia. De una parte, estaba la generación mayor de planificadores y teóricos sociales. Herederos de la confianza eduardiana en las virtudes de la gestión, aquellos hombres y mujeres estaban orgullosos de lo que habían conseguido. Pertenecientes a la clase media, estaban especialmente satisfechos de haber logrado vincular las viejas élites al nuevo orden social.
De otra, los beneficiarios de ese orden —ya fueran los pequeños propietarios suecos, los estibadores escoceses, los afroamericanos del centro de las ciudades o los aburridos habitantes de los suburbios franceses—, a los que cada vez irritaba más tener que depender de administradores, concejales y regulaciones burocráticas. Irónicamente, eran precisamente las clases medias las que estaban más contentas con su suerte, en buena medida porque cuando entraban en contacto con el Estado del bienestar era más para beneficiarse de prestaciones populares que para sufrir restricciones a su autonomía e iniciativa.
No obstante, la brecha mayor era la intergeneracional. Para los que habían nacido después de 1945, el Estado del bienestar y sus instituciones no constituían una solución a los antiguos dilemas: simplemente eran las condiciones de vida normales —y bastante aburridas—, además. Los jóvenes del baby boom, que llegaron a la universidad a mediados de los años sesenta, sólo conocían un mundo de oportunidades cada vez mayores, generosos servicios médicos y educativos, unas perspectivas optimistas de movilidad social ascendente y —quizá por encima de todo— una sensación indefinible y ubicua de seguridad. Los objetivos de la generación anterior de reformadores ya no eran de interés para sus sucesores. Por el contrario, cada vez más se percibían como restricciones a la libertad y la expresión del individuo.