No hay condiciones de vida a las que un hombre
no pueda acostumbrarse, especialmente si ve
que a su alrededor todos las aceptan.
LEON TOLSTOI, Anna Karenina
Durante las largas décadas de «igualación», la idea de que tales mejoras podrían mantenerse se convirtió en un lugar común. Las reducciones en la desigualdad se autoalimentan: cuanto más iguales nos hacemos, más iguales creemos que se puede ser. Por el contrario, treinta años de desigualdad creciente han convencido a los ingleses y estadounidenses en particular de que ésta es una condición natural de la vida sobre la que cabe hacer poco.
En la medida en que hablamos de aliviar los males sociales, suponemos que el «crecimiento» económico es suficiente: la difusión de la prosperidad y los privilegios fluirá naturalmente de un aumento en el pastel. Por desgracia, todos los indicios sugieren lo contrario. Mientras que en los periodos difíciles tendemos a aceptar la redistribución como necesaria y posible, en una era de abundancia el crecimiento económico suele privilegiar a la minoría, al tiempo que acentúa las desventajas relativas de la mayoría.
Con frecuencia estamos ciegos a este hecho: un incremento general de la riqueza agregada oculta disparidades distributivas. Este problema es bien conocido en el desarrollode las sociedades atrasadas: el crecimiento económico beneficia a todos, pero sirve desproporcionadamente a una pequeña minoría bien situada para explotarlo, como lo ilustran China o la India contemporáneas. Pero que Estados Unidos, una economía plenamente desarrollada, tenga un «índice de Gini» (la medida convencional de la distancia que separara a ricos y pobres) casi idéntico al de China es llamativo.
Una cosa es convivir con la desigualdad y sus patologías; otra muy distinta es regodearse en ellas. En todas partes hay una asombrosa tendencia a admirar las grandes riquezas y a concederles estatus de celebridad («estilos de vida de los ricos y famosos»). Pero esto no es nada nuevo: en el siglo XVIII Adam Smith —el padre fundador de la economía clásica— observó la misma disposición entre sus contemporáneos: «La gran masa de la humanidad está formada por admiradores y adoradores y, lo que me parece más extraordinario, con mucha frecuencia por admiradores y adoradores desinteresados de la riqueza y la grandeza».[2]
Para Smith la adulación acrítica de la riqueza por sí misma no sólo era desagradable. También era un rasgo potencialmente destructivo de una economía comercial moderna, que con el tiempo podría debilitar las mismas cualidades que el capitalismo, en su opinión, necesitaba alimentar y fomentar: «Esta disposición a admirar, y casi a idolatrar, a los ricos y poderosos, y a despreciar o, como mínimo, ignorar a las personas pobres y de condición humilde [… ] [es] la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales.[3]
Y, en efecto, nuestros sentimientos morales se han corrompido. Nos hemos vuelto insensibles a los costes humanos de políticas sociales en apariencia racionales, especialmente cuando se nos dice que contribuirán a la prosperidad general y, de esta forma —implícitamente—, a nuestros intereses individuales. Consideremos la Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo de 1996 (cuyo título es reveladoramente orwelliano), que en la era de Clinton pretendía cercenar las provisiones sociales en Estados Unidos. La finalidad declarada de dicha ley era reducir el número de beneficiarios del bienestar. Esto se iba a conseguir retirando las prestaciones a todo aquel que no hubiera buscado (y, si lo había encontrado, aceptado) un empleo retribuido. Como en estas circunstancias un empresario podía ofrecer casi cualquier sueldo al contratar trabajadores —que no podían rechazar un empleo, por desagradable que fuera, sin arriesgarse a quedar excluidos de los beneficios sociales—, no sólo se redujo considerablemente el número de beneficiarios del bienestar, sino que también disminuyeron los salarios y los costes de las empresas.
Además, el bienestar adquirió un estigma explícito. Ser receptor de asistencia pública, tanto en forma de ayuda para los hijos, cupones para alimentos o seguro de desempleo, era una marca de Caín: un signo de fracaso personal, la muestra de que, de alguna forma, esa persona se había escurrido por las grietas de la sociedad. Así, en los Estados Unidos contemporáneos, en un periodo de desempleo creciente, una persona sin trabajo queda estigmatizada: ya no es un miembro pleno de la comunidad. Incluso en la socialdemócrata Noruega, la Ley de Servicios Sociales de 1991 autorizaba a las autoridades locales a imponer requisitos laborales comparables a todo el que solicitara prestaciones de bienestar.
Los términos de esta legislación deberían recordarnos una ley anterior, aprobada en Inglaterra casi doscientos años antes: la Nueva Ley de Pobres de 1834. Gracias a la descripción de Charles Dickens en Oliver Twist estamos familiarizados con sus disposiciones. Cuando, en su famosa burla, Noah Claypole llama «hospiciano» al pequeño Oliver, se refiere, en 1838, precisamente a lo que hoy queremos decir cuando no referimos despectivamente a los «gorrones del Estado del bienestar».
La Nueva Ley de Pobres era un insulto. Obligaba a los indigentes y desempleados a elegir entre un trabajo al salario que le ofrecieran, por bajo que fuera, y la humillación del hospicio. Aquí, como en otras formas de ayuda pública del siglo XIX (que aún se consideraban y describían como «caridad»), el nivel de protección y apoyo estaba calibrado para que fuera menos atractivo que la peor alternativa posible. La ley se basaba en teorías económicas contemporáneas que negaban la posibilidad misma del desempleo en un mercado eficiente: si los salarios bajaban lo suficiente y no había una alternativa atractiva al trabajo, todo el mundo acabaría encontrando empleo.
Durante los 150 años siguientes los reformadores se esforzaron por abolir prácticas tan degradantes. En su momento, la Nueva Ley de Pobres y sus equivalentes extranjeras fueron sustituidas por la provisión pública de asistencia como un derecho. A los ciudadanos desempleados ya no se les consideraría menos merecedores de nada por el hecho de no tener trabajo; no se les penalizaría por su situación ni se les denigraría implícitamente como miembros de la sociedad. Sobre todo, los Estados del bienestar de mediados del siglo xx establecieron la profunda indecencia de definir la condición cívica en función de la buena fortuna económica.
Por el contrario, la ética del voluntarismo Victoriano y los criterios de selección punitivos fueron sustituidos por la provisión social universal, aunque con variaciones considerables de un país a otro. La incapacidad para trabajar o encontrar trabajo, lejos de ser estigmatizada, se empezó a considerar una situación de dependencia ocasional, pero en absoluto deshonrosa, de los conciudadanos. Las necesidades y los derechos se trataron con un respeto especial, y se abandonó la idea de que el desempleo era producto del mal carácter o de la indolencia.
Hoy hemos vuelto a las actitudes de nuestros antepasados del comienzo de la era victoriana. De nuevo creemos exclusivamente en los incentivos, el «esfuerzo» y la recompensa —y en el castigo para las deficiencias—. Sólo hay que escuchar la explicación de Bill Clinton o Margaret Thatcher: sería un disparate hacer universales los beneficios del bienestar para todos los que los necesitan, Si los trabajadores no están desesperados, ¿por qué van a trabajar? Hemos vuelto al mundo frío y duro de la racionalidad económica ilustrada, cuyo primer y mejor exponente fue el ensayo sobre economía política que Bernard Mandeville escribió en 1732, La fábula de las abejas. Los trabajadores, en opinión de Mandeville, «no tienen nada que les induzca a ser útiles más que sus necesidades, que es prudente mitigar, pero absurdo eliminar», Tony Blair no podría haberlo dicho mejor.
Las «reformas» del bienestar han resucitado la temida «comprobación de los ingresos». Como recordarán los lectores de George Orwell, en la Inglaterra de la Depresión, el indigente sólo podía solicitar asistencia una vez que las autoridades hubieran establecido —por medio de una investigación que invadía su intimidad— que había agotado sus propios recursos. En Estados Unidos, en los años treinta, se llevaba a cabo una comprobación similar. Malcolm X recuerda en sus memorias cómo los empleados sociales iban a su casa a «examinar» a su familia: «El cheque mensual de la ayuda era su salvoconducto. Actuaban como si fueran nuestros dueños. Por mucho que mi madre lo deseara, no podía impedirles que entraran… Nosotros no entendíamos por qué, si el Estado estaba dispuesto a darnos paquetes de carne, sacos de patatas, y frutas y latas de toda clase de cosas, nuestra madre odiaba aceptarlo. Lo que comprendí más tarde es que mi madre estaba haciendo un esfuerzo desesperado por conservar su orgullo y el nuestro. El orgullo era todo lo que nos quedaba, pues en 1934 empezamos a pasarlo verdaderamente mal».
Al contrario del extendido supuesto que se ha vuelto a introducir en la jerga política angloestadounidense, a pocas personas les gusta recibir asistencia en forma de ropa, zapatos, comida, ayuda para pagar el alquiler o para la manutención de los hijos. Simplemente, es humillante. Devolver el orgullo y la autoestima a los perdedores de la sociedad fue una plataforma central de las reformas sociales que marcaron el progreso del siglo xx. Hoy les hemos dado la espalda de nuevo.
Aunque en los últimos años se ha generalizado la admiración acrítica por el modelo anglosajón de «libre empresa», «sector privado», «eficiencia», «beneficios» y «crecimiento», el modelo en sí mismo sólo se ha aplicado en todo su autolaudatorio rigor en Irlanda, Reino Unido y Estados Unidos. Hay poco que decir de Irlanda. El llamado «milagro económico» del «animoso tigrecito celta» consistió en un régimen no regulado de bajos impuestos que, como era de esperar, atrajo la inversión y el dinero caliente. La inevitable caída en los ingresos públicos se compensó con fondos de la denostada Unión Europea, aportados sobre todo por las presuntamente ineptas «viejas» economías de Alemania, Francia y Países Bajos. Cuando el grupo de Wall Street se desmoronó, la burbuja irlandesa estalló. Y va a tardar en hincharse otra vez.
El caso británico es más interesante: imita las peores características de Estados Unidos, al mismo tiempo que es incapaz de abrir el Reino Unido a la movilidad social y educacional que caracterizó el progreso estadounidense en sus mejores momentos. En conjunto, desde 1979 la economía británica ha seguido la decadencia de su confrere estadounidense no sólo en su desdeñoso desinterés por sus víctimas, sino también en su despreocupado entusiasmo por los servicios financieros en detrimento de la base industrial del país. Mientras que los activos bancarios como porcentaje del PIB habían permanecido constantes en torno al 70 por ciento desde la década de 1880 hasta comienzos de la de 1970, en 2005 superaban el 500 por ciento. A medida que crecía la riqueza nacional agregada, aumentaba la pobreza de la mayoría de las regiones fuera de Londres y al norte del río Trent.
Desde luego, ni siquiera Margaret Thatcher pudo desmantelar por completo el Estado del bienestar, que era popular entre la misma clase media baja que con tanto entusiasmo la había llevado al poder. Y así, en comisaste con Estados Unidos, el creciente número de personas que se hallan en la base de la sociedad británica sigue teniendo acceso a servicios médicos gratuitos o baratos, pensiones exiguas pero garantizadas, un seguro de desempleo residual y un sistema vestigial de educación pública. Si Gran Bretaña está «rota», como han sostenido algunos observadores durante los últimos años, los trozos al menos caen en una red de seguridad. Para ver una sociedad atrapada en buenas perspectivas y prosperidad ilusorias, en la que los perdedores son abandonados a su suerte, debemos mirar —lamentablemente— a Estados Unidos.