La austeridad en blanco y negro del apartamento de H’lim estaba rota por las jaulas de malla de fabricación casera que Abbot había instalado en torno a todos los dispositivos eléctricos y en las particiones que contenían cables de energía. H’lim había indicado que las medidas eran aceptables en el tono frío de un profesor concediendo una E de Esfuerzo a uno de sus alumnos, y luego afirmó que el apartamento era su hogar.
Ahora, mientras Abbot entraba imperturbable a largas zancadas, Titus tenía que detenerse en el umbral y esperar a ser invitado. Nunca había sentido una barrera tan fuerte. Su superficie hacía que todo su cuerpo hormigueara.
H’lim tendió la mano hacia él y tiró de Titus e Inea hacia el interior, al tiempo que decía en lenguaje luren:
—Gracias por honrar mi umbral. —Luego añadió—: Tus modales te honran, puesto que el umbral es meramente simbólico.
—¿Simbólico? —repitió Titus, desconcertado.
—Quizás —añadió H’lim pensativamente—, cuando haya recuperado mis fuerzas, tenga de nuevo un auténtico hogar.
Titus volvió la vista hacia la ahora cerrada puerta, comprendiendo de nuevo el abismo existente entre los luren de la Tierra y los genuinos luren. Cambió al inglés en deferencia a Inea:
—Espero que no te importe que Inea venga conmigo. Puedo…
—Era de esperar —respondió H’lim, mirando a Abbot, que había acudido solo—, ¿Comprendiste mi mensaje? Tengo la primera muestra de genuina sangre orl para vosotros.
Abbot desvió la vista y Titus supo que sólo estaba fingiendo examinar sus instalaciones de malla.
—¿Lo has probado ya?
—Sí. —El tono de H’lim era curiosamente plano—. Andró insistió. Constituyó un gran esfuerzo ocultar…
Las gafas de H’lim giraron hacia Inea, y Titus dijo:
—Ha visto lo peor. No se sentirá ofendida.
H’lim se volvió para estudiar la espalda de Abbot.
—Lo sabes, ¿verdad, Titus?
Abrumado por la simpatía, Titus preguntó:
—Nunca habías tenido que utilizar sangre clonada antes, ¿verdad?
—Pensé que estaba preparado…, después de la que tú y los humanos me habéis estado proporcionando. —Enfrentó fijamente su mirada con la de Titus—. No lo estaba.
—Mihelich…
—Conseguí tragarla sin dejarle entrever lo… inadecuada… que era. Al menos era orl, y eso ayudó. Me siento mejor que nunca desde que desperté.
Abbot preguntó, con voz neutra:
—¿Es muy diferente la orl?
—¡Sí! —Con un elocuente encogimiento de hombros, H’lim se disculpó ante Inea por su vehemencia—. Espero que os ayudará tanto como lo hace conmigo. Tomad. —Se dirigió hacia la encimera de la cocina, donde había un gran termo en forma de barril, con la canilla situada sobre el fregadero. Titus captó el duro brillo de la apenas reprimida voracidad en los ojos de Abbot mientras ambos convergían sobre H’lim.
Tomaron dos vasos, lujosos ejemplos del único producto lunar. Eran lo suficientemente hermosos como para ser exportados a la Tierra antes que verse limitados a un uso lunar. Era mucho más barato fabricar cristal aquí utilizando las rocas y la energía solar que subirlo desde la Tierra. Y era mucho más barato reciclar el agua de lavar que utilizar desechables. Titus se dio cuenta de que estaba pensando en la economía de la vida limar para evitar el tener que admitir su propia ansia hacia la sangre orl.
—H’lim, ¿tienes alguna idea de si puede ser perjudicial para nosotros?
Mientras llenaba un vaso con el denso fluido rojo púrpura, H’lim respondió:
—Lo he comprobado lo mejor que he podido. No parece haber ninguna incompatibilidad importante. Pero apenas he iniciado mis análisis. —Tendió un vaso lleno a Abbot y se volvió para llenar uno a Titus—. Sin embargo, puede que su sabor no os resulte agradable.
Mientras H’lim tendía a Titus su vaso, Abbot olisqueó el suyo y luego lo probó, con expresión ilegible. El olor invadió la cabeza de Titus, infiltrándose hasta su cerebro y desencadenando respuestas que nunca antes había sentido. Su mano no deseaba llevar aquel vaso a sus labios, pero su hambre se lo exigía.
Por la comisura de los ojos vio la mano de Abbot temblar, su rostro cincelado en granito mientras inclinaba el vaso. Una parte distanciada de sí mismo admiró el autocontrol de su padre, muy consciente de lo que le estaba costando a Abbot este experimento y sabiendo también que el Turista era incapaz de resistirse a la oportunidad de probar la sangre orl, aunque fuera artificial.
Titus cerró los ojos y se llevó el cálido fluido a sus labios, tocándolo con el labio superior antes de dar el primer sorbo. La textura no era la correcta, el olor tampoco, pero despertó una ardiente hambre. Los labios se arquearon para dejar pasar una gota. Era muerta, plana, como toda sangre reconstituida. Pero eso era familiar, y su garganta se cerró de buen grado en torno al primer chorro de la sustancia desconocida.
Tragó de nuevo, con el olor llenando sus fosas nasales. Al cuarto sorbo, su garganta se rebeló. Simultáneamente oyó a Abbot tambalearse hasta el fregadero e inclinarse sobre él, presa de las arcadas, tosiendo, luchando por recobrar el aliento. Unos segundos más tarde, Titus apartó a H’lim del camino y se reunió con su padre, atormentado por terribles nudos. Su cerebro parecía arder y necesitaba gritar, pero no pudo.
Las rodillas de Abbot cedieron y, de alguna parte, Titus halló las fuerzas necesarias para sostenerlo por la cintura; juntos, casi a ritmo, se vaciaron convulsivamente hasta la última gota de la sustancia extraña. Mientras H’lim permanecía impotente a un lado, Inea abrió el agua para eliminar el mal olor.
Hizo que se lavaran la boca con agua, lo cual casi desencadenó más arcadas, y dijo a H’lim:
—Supongo que el experimento ha sido un fracaso.
Esto lo puso en actividad. Extrajo de alguna parte un medidor de la tensión sanguínea y un recolector de muestras de fluidos corporales. Hizo que los dos se sentaran en sendas sillas y efectuó una completa y competente toma de muestras de lágrimas, saliva, sangre, sudor y vómito, mientras pedía una descripción exacta de lo que había ocurrido.
Al final, se hizo evidente que Titus había bebido más que Abbot antes de experimentar el rechazo, y que los dos rechazos habían sido diferentes.
—Todavía me arden los ojos —dijo Titus—, y siento la cabeza llena de carbones encendidos.
—Mi estómago —dijo Abbot—. Nunca había experimentado tales retortijones.
H’lim meditó unos instantes, luego especuló:
—Abbot, quizá sea simplemente que la probaste deseneigizada por primera vez, y eso ocasionó el rechazo. Podría ser completamente incompatible con tu metabolismo. Pero, Titus…, parece que tú has sufrido una reacción del sistema nervioso central. El nutriente había empezado a pasar a tu sangre antes de que la rechazaras.
—Ésos son los peores venenos —admitió Titus—. Probablemente bebí más que Abbot porque estoy acostumbrado a la sangre química. —Lanzó una mirada a Inea—. Es algo infernalmente difícil aprender a tolerarla.
Abbot se puso en pie.
—Algunas cosas difíciles vale la pena hacerlas —observó—, y otras no. Gracias por la instructiva experiencia, H’lim, pero no pienso intentarlo de nuevo.
—Espera hasta que haya hecho algunas otras pruebas —protestó H’lim—. Yo puedo tolerar la sangre humana. Ciertamente, tú puedes…
—Si clonas un orl, puede que acepte intentarlo de nuevo. —Y con eso Abbot se marchó. Titus miró a Inea.
—¿Quizá debiéramos haber intentado efectuar una infusión antes? —¿Puedo ordenárselo…, incluso para alimentar a Abbot?
—No, creo que no —dijo H’lim—. Entonces quizás hubiera bebido más, y tal vez se hubiera envenenado.
—¿Crees que yo me he envenenado? —Por la forma en que sentía la cabeza, Titus podía creer fácilmente que estaba a punto de morir la muerte definitiva.
—Tu constitución genérica es muy diferente de la suya. Creo que hay algo en la sangre orl que tu cuerpo está equipado para utilizar, pero que nunca antes te has encontrado.
—¿Quieres decir que soy más luren que él? No lo creo. El es mucho mayor, tiene pocos antepasados humanos.
—Sí, eso es evidente en seguida. Pero el cruce de razas ha seleccionado diferentes factores. Tomará un poco de tiempo, pero puedo determinar si la sangre orl es realmente un veneno para él…, o para ti.
—Cruce de razas —dijo Titus con voz pesada—. ¿Por qué es posible eso?
Ignorando la pregunta directa de Titus, como siempre, H’lim murmuró:
—Quizá pueda eliminar por filtración los factores incompatibles para Abbot.
—No vale la pena perder el tiempo en ello —dijo Inea inesperadamente.
—¿Por qué? —preguntó H’lim, con rostro inexpresivo.
—¿Acaso no has calificado todavía a Abbot? —dijo ella—. No es la sangre lo que lo alimenta, sino la subyugación. Es un vampiro, no un luren.
H’lim frunció el ceño. Titus, inseguro de si se trataba de desaprobación o desacuerdo, cambió de tema.
—Inea ha planteado un detalle interesante. No disponemos de tiempo para la investigación pura. No sólo tienes que hacer eso en los momentos más impensados robados del trabajo para Colby, sino que tienes que ocultarlo de todo el mundo que venga a mirar por encima de tu hombro. Entre lo limitado del tiempo y el riesgo, creo que tu mejor inversión será tu estimulante. Si eso funciona sobre Abbot o sobre los humanos para estimular la regeneración de la sangre y del ectoplasma, sería algo aceptable para Abbot y nos permitiría sobrevivir.
—Tiempo —dijo H’lim pesadamente, jugueteó con el aparato de toma de muestras—. ¿Sabes si conseguiréis pronto algún envío de suministros?
—No. Si algún convoy logra pasar el bloqueo, sin embargo, espero que algunos de mis suministros vengan en él. —Connie es tan buena como eso.
H’lim pareció escéptico, pero dijo:
—Puesto que el estimulante estaba diseñado para los orls, los dos proyectos están relacionados. Perseguiré simultáneamente ambas metas. No es tan difícil como suena, ¿sabes? He desarrollado orls para pruebas médicas. La genética es flexible, y la composición de la sangre puede ser alterada para imitar la de distintos pueblos. —Mientras contemplaba el termo, cambió automáticamente a lenguaje luren.
Titus meditó en las palabras «tiliod» y «metaji». Esos fueron los únicos términos que pudo separar de la masa no familiar, y se dio cuenta de que su propia falta de vocabulario biológico y bioquímico había dejado a H’lim incapaz de pensar profesionalmente en inglés. ¿Qué otras lagunas había dejado en él? ¿Qué otros problemas de comunicación acechaban tras la fachada de normalidad?
Inea siguió la mirada de H’lim, se levantó para llenar un vaso con la sangre orl, y regresó con él acunado entre sus manos. H’lim siguió sus movimientos con una tranquila reverencia, luego desvió con un esfuerzo su atención del vaso que ella sostenía y preguntó a Titus:
—¿Le dijiste tú que hiciera esto?
—No. Es idea de ella. —No estaba seguro de que fuera una buena idea, pero siguió el razonamiento y el corazón de Inea, así que no dijo nada mientras H’lim saboreaba el acto de un orl sintiente…, un humano voluntario. El ectoplasma poseía una textura distinta cuando era una donación deliberada, ofrecida de corazón.
Se sintió curioso por ver cómo aquello impactaría en H’lim. Pero el luren no tendió la mano hacia el vaso ofrecido. Apretó unas manos temblorosas contra sus rodillas.
—Titus, ella lleva tu Marca.
—Sólo para impedir que tú o Abbot toméis lo que queráis de ella. Es un ser humano, libre de ofrecer lo que elija a quien elija. Has compartido su donación antes.
—No me gusta que se hable de mí en tercera persona.
H’lim pareció perplejo, así que Titus explicó:
—En muchos lugares es de mala educación ignorar la presencia de Una persona.
—Oh, lo siento. No pretendía… Inea, no hay forma en que pueda ignorar tu penetrante persona. Me encantará aceptar tu donación. —Tendió las manos hasta inmovilizarlas delante del vaso, y aguardó a que ella lo depositara.
Ella inspiró profundamente una última vez, luego dejó el vaso entre las manos de él y las envolvió con las suyas.
—Esto es para que tengas las fuerzas necesarias para hallar una forma de alimentar a Titus…, y también a Abbot. Tan sólo desearía poder ser de más ayuda.
Titus pensó que H’lim ni siquiera había oído las últimas palabras. Su atención estaba fija en el vaso, y temblaba. Cuando finalmente bebió la sangre de orl energizada, la beatífica expresión en su rostro hizo que el hambre de Titus brotara como un tigre atrapado. Ella es libre de ofrecer lo que elija a quien elija. ¡Además, maldita sea, tiene razón!
Dos semanas más tarde, Titus estaba en la centrífuga con Abbot y H’lim. Colby había observado la tensa y demacrada apariencia que ambos presentaban y les había ordenado que abandonaran su trabajo y durmieran, comieran e hicieran ejercicio.
—No me importa lo que digan los registros médicos acerca de ustedes dos, ambos están a punto de caerse de bruces. Los dos llevan meses haciendo el trabajo de tres hombres. Nadie puede resistir este ritmo.
Siguió, advirtiéndoles que un cargamento de piezas para la sonda llegaría pronto, y que luego el ritmo se incrementaría diez veces.
—Así que voy a doblar sus raciones durante una semana, y a retirarles de la lista de tareas…, excepto la de escoltar a H’lim. ¡Si los descubro a cualquiera de los dos en el trabajo, los envío a la sala de psiquiatría!
Mirándose al espejo, Titus no pudo discutir la opinión de ella, sólo el régimen de su terapia, pero necesitaba el tiempo en la centrífuga, como lo necesitaba H’lim, que estaba dispuesto a llevar un traje especial que Abbot había hecho para él para atenuar el ruido de los motores de la centrífuga. Por mucho que la centrífuga trastornara a Titus, en especial la primera vez después de haber resultado casi muerto en ella, era peor para H’lim.
Para el alienígena disminuyeron las luces, incrementaron la gravedad y ajustaron la mezcla de aire. Biomed inventó media docena de nuevos sensores de telemetría, y los terapeutas físicos que controlaban el gimnasio idearon una nueva máquina de ejercicios que se acomodaba al físico de H’lim. Cuando H’lim utilizaba la centrífuga, sólo Titus y Abbot permanecían con él…, y eso fue sólo después de que Abbot hubiera reprogramado los ordenadores para que mostraran los esquemas de estrés humanos adecuados bajo las nuevas condiciones.
En realidad, Titus disfrutaba con los cambios. Su cuerpo tenía que trabajar más intensamente, pero después siempre se sentía mejor, especialmente cuando pasaba algún tiempo sudando y esforzándose en la bicicleta de H’lim mientras H’lim hacía jogging en la cinta sin fin.
La gran ventaja acerca del tiempo pasado en la centrífuga era que se trataba de algo completamente privado, de modo que podían hablar de lo que desearan. El ruido era lo suficientemente intenso como para que H’lim, en el lado contrario del tambor, no pudiera oír a Abbot y Titus, que pedaleaban lado a lado en las bicicletas normales, a menos que éstos gritaran.
—Abbot, estoy seguro de ello —insistió Titus en tono bajo y urgente—. No está diciendo todo lo que sabe. Cuando le preguntas algo realmente importante, te ofrece datos de cualquier otro tema intrigante pero irrelevante. Es un maestro del regate.
—Tiene que serlo —gruñó Abbot, pedaleando fuertemente—, para ser un comerciante de éxito en el mercado intergaláctico.
—Quizá —concedió Titus—. ¿Has tratado alguna vez con un árabe? No engañan, no según su código, de modo que siempre se sienten honestos porque están satisfechos de que su honor queda inmaculado. Pero hay ciertas cosas que no se sienten obligados a revelar, ni siquiera aunque se las preguntes. Es culpa tuya si eres tan ingenuo como para creer lo que deseas creer.
—H’lim sólo se está protegiendo —indicó Abbot—. Ha explicado que, cuando vuelva a casa, tendrá formas de comprobar si ha roto alguna ley. No le está permitido decírnoslo todo. Eso corresponde a otros, más tarde.
—Quizá, pero estoy seguro de que está reteniendo algo crucial. Si lo supiéramos, quizá no estaríamos tan ansiosos de enviar este mensaje.
—Oh, así que es eso. Sigues intentando convertirme. Bueno, puede que esté dispuesto a escucharte si puedes mostrarme otra forma de que nuestro pueblo sobreviva. No sé por qué sigues dejando de lado este hecho importante. Estamos luchando por nuestras vidas, y es ahora o nunca. ¿Acaso la secesión no te dice nada respecto a las actitudes humanas?
—Lo que ese mensaje puede hacer caer sobre nosotros tal vez sea peor que todos los humanos de la Tierra presas del pánico. Y creo que H’lim sabe que será peor. Abbot, me gusta, pero no confío en él.
De pronto, su padre se volvió hacia él con una expresión de lo más peculiar. Al cabo de un momento observó:
—Así es exactamente como me sentía una semana después de haberte revivido.
Sus ojos se cruzaron. Una momentánea relación fluyó como miel a lo largo de los nervios de Titus. De pronto se dio cuenta de que parte de su hambre crónica, esa parte que Inea nunca podría llenar, era la profunda necesidad de la aprobación de su padre. H’lim había dicho algo sobre eso, una vez:
—He leído que los humanos no tienen instintos. Si esto es cierto, éste es un punto en el que los humanos y los luren difieren, porque los luren poseen algunos importantes instintos vestigiales. El poder paterno es uno de ellos. La gratificación puede merecer a veces morir la muerte final.
En este momento, Titus podía creer en ello. Cuando Abbot murmuró:
—Sigo queriéndote, Titus —pudo ver en su mente el contraste entre este Abbot cansado, macilento y lleno de arrugas y el joven, intenso e inmortal Abbot. Necesitó todas sus fuerzas para desmontar de su bicicleta y empezar su trabajo. Consiguió recuperar su perspectiva sólo cuando recordó, con horribles detalles, cómo aquel joven Abbot le había enseñado a alimentarse. Pero la perspectiva tendía a alejarse con su concentración.
Cinco días más tarde, Colby acudió al laboratorio de H’lim para la emisión a la Tierra de una demostración de sus progresos contra la enfermedad de Alzheimer. La vacuna introducida hacía décadas en la Tierra había demostrado recientemente ser sólo efectiva en parte, y ahora H’lim estaba cerca de conseguir invertir el progreso de la enfermedad sin barrer por completo la memoria del cerebro del paciente.
—La vida en la galaxia —disertó el doctor Sa’ar, con un perfecto acento de Harvard que no había adquirido de Titus— ha seguido varios esquemas amplios. La Tierra pertenece a uno de esos esquemas, y así solucionar sus problemas no requiere tanto trabajo original como cabría esperar. Esta es una de las razones por las que la Tierra no tiene nada que temer de las enfermedades infecciosas de la galaxia. La mayor parte son lo bastante análogas como para que sus defensas existentes sean suficientes. En cuanto al resto, las encontrarán solamente si viajan ampliamente, y en ese caso primero serán adecuadamente inmunizados.
Estaba a punto de empezar a teclear en un ordenador las moléculas relevantes cuando la pantalla monitora que mostraba lo que la Estación Proyecto estaba enviando a la Tierra quedó vacía, parpadeó, siseó, y luego se aclaró a una vista del paisaje lunar. Un locutor anunció:
—Lamentamos haber perdido la señal de la Estación Proyecto. Por favor, permanezcan atentos a sus pantallas.
—Si nosotros les recibimos a ellos, ¿cómo es posible que ellos no nos reciban a nosotros? —preguntó un técnico junto al equipo emisor.
—Para averiguarlo es para lo que le pagan a usted —respondió Colby.
El técnico enrojeció y trasteó con sus conexiones, mientras Abbot se arrodillaba con una sonda digital de circuitos. H’lim se dirigió hacia ellos. Llevaba las lentes de contacto que Biomed le había suministrado para la emisión, a fin de que la gente pudiera ver todo su rostro. Rodeando a Abbot, anunció:
—El fallo no está en su equipo.
—Yo tampoco lo espero —murmuró Abbot—. Los bloqueadores nos están interfiriendo, por supuesto.
A menos que haya un traidor entre el personal de aquí, pensó Titus. Sabía que no habían entrado nuevos asesinos en la estación, porque a nadie se le había permitido entrar en la estación…, a nadie en absoluto. Sin embargo, eso no había impedido que se desarrollaran facciones entre el personal. Principalmente entre los trabajadores, pero Titus lo había visto también en los niveles más altos. De todos modos, la gente en la estación tendía a verse a sí misma como una tercera facción en la guerra, una facción dedicada a la exploración galáctica pero no dispuesta a sacrificar todavía sus vidas.
Mientras escuchaba los estallidos de la estática producidos por el técnico, Titus se preguntó cuánto tiempo más podrían resistir. Miró a Abbot. ¿Cuándo crea la desesperación héroes y mártires?
Abbot alzó las cejas en silenciosa pregunta.
Entonces la pantalla cambió a las estrellas, con la Tierra asomando por una esquina de la imagen.
—…vista desde el Estacionario del Pacífico Central, el único satélite que puede ver la batalla. —La voz del locutor osciló bajo vatios estallidos de estática—. Alto Changjin, el satélite que estaba retransmitiendo la señal de la Estación Proyecto, ha sido destruido con todos los que estaban a bordo, unas quinientas almas. Las fuerzas secesionistas siguen disparando contra la desarmada nave de suministros. Todavía no tenemos confirmación de que esta nave se encamine realmente hacia la Estación Proyecto con piezas para la sonda, como afirman los rebeldes. Hay tres hombres y dos mujeres a bordo de esa nave desarmada.
Como todo el mundo en la estación y en la Tierra, el grupo en el laboratorio permaneció pegado a la pantalla durante las horas siguientes. Sólo después de que el destello de la destrucción y el estallido de partículas llegaran a los detectores lunares se rompió la tensión, para verse reemplazada por la desesperación.
Hoscamente decidida a mantener alta la moral, Colby les hizo grabar la presentación de H’lim, y unos pocos días más tarde la fue enviando a fragmentos pese al bloqueo. Reconstruida por ordenador, fue emitida sin problemas por todo el territorio de las Soberanías Mundiales, acompañada por la firme determinación de las SS.MM. de lanzar la sonda, lo cual significaba que las SS.MM. tenían que enviar como fuera una nave de suministros a través del bloqueo.
Titus, todavía incapaz de comunicarse directamente con Connie, enfocó sus esfuerzos en seguir los pasos de Abbot. Todavía no estaba seguro de que el mensaje de Abbot tuviera que ser parado, pero aún se sentía más escéptico con respecto a la honestidad de H’lim. Sólo podía rezar para saber qué hacer cuando llegara el momento, y para estar preparado para hacerlo.
Con ese fin, estaba en el escritorio de su apartamento, utilizando los detectores de Inea para observar a Abbot trastear en el laboratorio de H’lim, cuando llegó Inea con Mirelle a sus talones. Cuando la puerta se cerró tras ellas, Mirelle se tambaleó y luego se derrumbó. Inea la sujetó como lo haría un bombero con una víctima de un incendio y la depositó sobre la cama. Se volvió, con las manos en las caderas, los ojos llameantes, y escupió:
—¿Y bien? Ahora, ¿qué piensas hacer? ¡Todo esto es culpa tuya, ¿sabes?!
Desconcertado, Titus se inclinó sobre Mirelle. Pudo sentir el apenas perceptible carácter de su aura antes de hallar el débil pulso bajo la capa de frío sudor. El hueco de su codo mostraba recientes marcas de agujas, y por su aspecto supo que eran cosa de Abbot. Dijo por encima del hombro:
—Hay sábanas extra en el armario. Creo que también hay una manta eléctrica. Tráelo.
Empezó a aflojar las ropas de Mirelle, luego se dio cuenta de que Inea no se había movido.
—¡Muévete! Ha perdido mucha sangre.
En silencio, Inea le ayudó a envolver a Mirelle y, cuando ésta recuperó el conocimiento, a inyectarle algunos fluidos. Pero Inea seguía furiosa cuando terminaron de hacer todo lo que pudieron.
—¡Titus, quiero saber lo que piensas hacer! ¡No puedes permitir que siga con esto!
—¿Por qué no la llevas a la enfermería?
—¿Y dejar que lo descubran todo? Lo harán, lo sabes, y entonces empezará la caza de brujas.
Titus asintió.
—Exacto. Hemos escapado de esa caza de brujas ateniéndonos a un conjunto de reglas muy estricto. Una de esas reglas es el respeto hacia la Marca, y otra es el deber filial. No puedo hacer nada acerca de lo que Abbot decida hacerle a Mirelle.
—¿Ni siquiera si eso amenaza con exponeros a todos?
—No sé por qué ella va por ahí en estas condiciones. Normalmente él es más cuidadoso.
—¿Ir por ahí en estas…? —repitió ella, asombrada—. ¿Todo lo que te preocupa es que ella esté yendo por ahí…, no que esté en estas condiciones? ¡Titus, él la está matando!
Su ultrajada voz fue como una bofetada. Él deseó disculparse en nombre de Abbot, y deseó aplacarla al mismo tiempo. Y sentía un profundo dolor por Mirelle. Estaba tan pálida y delgada, con su belleza convertida en algo gris.
Se apartó de ellas y le habló a la consola del ordenador, que aún mostraba el laboratorio de H’lim, con Abbot de espaldas al objetivo.
—Inea, hay algo acerca de la ley luren que tienes que saber, acerca de la política luren en la Tierra.
—¿Política? ¡Política! ¿Cómo puedes…?
Él bajó la voz y frenó su histeria.
—Sé cómo te sientes, Inea. Ésa es la razón principal por la que dejé a Abbot. Pasé por momentos en los que deseé hacer algo más que dejarle. En realidad, deseaba matarle. Sólo abandoné esa idea cuando descubrí que no era un caso aislado, sino la representación de un grupo, los Turistas. Y Abbot es uno de los menos malos de ellos. Es amable, considerado, y sano en comparación con otros.
Ella se acercó como si lo hiciera a una letrina.
—Titus, la forma en que trata a Mirelle no es amable, ni considerada, ni sana. Si alguien descubre…
—¡Escúchame! Los Turistas forman la mitad de los luren sobre la Tierra. Mi presencia aquí constituye un acto de guerra civil, pero se trata de una guerra bajo más limitaciones y convenciones de las que nunca hayan oído hablar los humanos. Si hubiéramos sabido qué Turista iba a estar aquí, yo nunca hubiera sido enviado. ¡Nunca! Han intentado enviar a alguien que pudiera enfrentarse a Abbot, pero no ha conseguido pasar. Pero, aunque lo hubiera hecho, no hubiera podido hacer nada acerca de Mirelle. Abbot se halla dentro de su derecho legal con ella, y ningún Residente desafiará jamás eso. Nosotros no matamos humanos, pero ellos sí lo hacen, y la Ley de la Sangre dice que los proveedores Marcados pueden ser muertos.
Abbot puede matar a Mirelle, y será algo perfectamente legal, bajo ciertas circunstancias.
Ella retrocedió, con los labios blancos.
—Sí, es repugnante, y sí, odio verlo, y sí, me gustaría romperle el cuello. Pero no lo haré. No lo haría ni aunque pudiera. No por esto. —¡No le recuerdes que ella está Marcada!
—Titus… —Era una estrangulada súplica pronunciada con un hilo de voz, que detuvo su corazón. Observó su labio temblar, algo entre el disgusto y las lágrimas de aflicción, y se dio cuenta de que tenía que hacer algo o perderla para siempre. No podía argumentar que Mirelle probablemente sobreviviría los pocos días que faltaban hasta que H’lim tuviera a punto su estimulante. Eso debía ser lo que Abbot estaba pensando. O quizá no pensaba con demasiada claridad. El hambre podía velar la lucidez necesaria para evaluar los riesgos. Y la visión de cuánta hambre tenía que ser necesaria para hacerle aquello a Abbot horrorizaba a Titus.
¡Maldito sea el bloqueo! ¡Maldita sea esta maldita guerra!
—Puedo hacer una cosa. No sé si funcionará. Sólo puedo intentarlo. —Se dirigió hacia la alacena y metió los pocos paquetes de sangre que le quedaban en una bolsa de red, que envolvió con una bata de laboratorio. En la puerta exterior, dijo—: Quizá esto consiga que no la use demasiado. Cuídala mientras yo estoy fuera. —Se volvió y se encontró con sus ojos—. Volveré pronto, Inea.
En el laboratorio de H’lim, encontró a H’lim y a Abbot trasteando con los controles de temperatura de una incubadora vacía sobre un banco de trabajo protegido del resto del laboratorio y del detector que él había instalado por una participación antisonido. H’lim metía un bloc de notas electrónico bajo la nariz de Abbot; la pantalla estaba encendida.
—En el Teleod, tanto los luren como el linaje humano se hallan legalmente liberados, y ésta es la etiqueta genética para determinar la raza. Tú la tienes, así que no deberías tener problema con los tribunales.
Está mintiendo. ¿Por qué está mintiendo? ¿Por qué pienso que está mintiendo? Titus nunca había sospechado de nadie por prevaricación, pero no podía apartar aquella convicción de su cabeza. Simultáneamente, archivó el dato de que el Teleod era una alianza política, no un término químico, y que en el Teleod la liberación legal era un asunto de genética, no de lealtades. Las lecciones de la Alemania nazi brotaron a su mente, pero apartó bruscamente a un lado aquellas tenebrosas sospechas y avanzó. Sin alzar la vista, Abbot dijo: —Llegas pronto, Titus. H’lim presentó su bloc a Titus.
La pantalla del bloc de H’lim estaba dividida en cinco áreas. En el centro, cuatro modelos moleculares coloreados estaban sobreimpuestos unos sobre otros en tres dimensiones. A su alrededor, cada una de las cuatro hélices era mostrada sola.
H’lim señaló mientras explicaba con auténtico entusiasmo:
—Este eres tú; éste es Abbot; aquí hay un ejemplo de libro de texto de humano, y el otro soy yo. Tengo orls también, pero este bloc es demasiado pequeño. No he traducido todavía ninguna raza galáctica a vuestras coordenadas, pero me basta una inspección para deciros que tú y tus humanos tenéis algunas anomalías peculiares. Además de ser extrañamente sugestionables, tus humanos pueden representar para mí el hallazgo de toda una vida. —Señaló a distintas partes de la pantalla—. Nunca había visto ni leído acerca de nada como esto, o esto…, ¡o incluso esto! Una vez descubiertos los rasgos que se hallan unidos aquí, y aquí…, y aquí también…, puedo hallar el artículo más comerciable en la Tierra. Y, Titus, te aseguro, yo soy quien mejor puede comerciarlo.
Abbot se volvió e hizo un gesto con la sonda que tenía en la mano.
—¿Ves ahora como yo tenía razón todo el tiempo?
El triunfo, y la sangre de Mirelle, habían apaciguado el hambre de Abbot, pero Titus vio un tinte ceniciento de agotamiento en él incluso antes de observar la forma en que la sonda vibraba con el temblor incontrolable de su mano. Está al borde, y parcialmente es culpa mía. Sus esfuerzos por detener a Abbot sólo habían traído consigo hostigamiento y problemas, con sus errores añadiendo su cuota de trabajo suplementario, pero todo junto se había cobrado su precio sobre su padre, y Titus sintió una culpabilidad luren a causa de ello.
Absorto en sus modelos, H’lim murmuró como para sí mismo, en voz alta:
—Esto puede explicar la sugestionabilidad de los humanos, aunque no sé por qué varía tanto de unos a otros. ¿Puedes proporcionarme una muestra de Inea? ¿Y una de Mirelle? Comparando las más fuertes con las más débiles, quizá…
—Es de la debilidad de Mirelle de lo que he venido a hablar —interrumpió Titus—. De su excepcional debilidad de hoy.
—Se recuperará —declaró Abbot.
—¿Qué? —preguntó H’lim, extraído de su razonamiento.
—Tengo intención de que así sea —dijo Titus.
H’lim retrocedió unos pasos, sintiendo bruscamente la fría tensión. Titus avanzó para colocar la bolsa de malla en el banco al lado de las herramientas de Abbot. Se abrió, revelando parcialmente su contenido, que Abbot reconoció de inmediato.
—Inea tuvo que cargar a medias con Mirelle hasta mi apartamento. La encontró desvanecida en el suelo. ¿Qué hubiera ocurrido si algún otro la hubiera encontrado y la hubiera llevado a la enfermería? En nombre de la Ley de la Sangre, toma lo que te ofrece tu hijo. Úsalo. Deja que se recobre.
Los dedos de Abbot descansaron pensativamente sobre los paquetes.
—Mi hijo.
¿Realmente mi hijo de nuevo, al fin? Sus ojos se cruzaron con los de Abbot, y anheló con todas sus fuerzas decir si. El momento se prolongó insoportablemente mientras sus labios casi formaban la palabra. Sintió agitarse primero el tentativo poder de Abbot, ofreciendo el envolvente calor de la bienvenida paterna, removiendo las profundidades de su ser. La tentativa alegría danzó en los ojos de su padre, el grito de esperanza quedó prendido en el borde de su Influencia, y el dolor en el alma de Abbot ante la pérdida de su hijo —un dolor que Titus, padre reciente, podía ahora comprender…, todo se combinó para mostrarle a Titus que Abbot tenía dos objetivos distintos al acudir al Proyecto: salvar a los luren de la Tierra enviando su mensaje, y recuperar a Titus de la oscuridad, cumplir con su trabajo paterno hacia su hijo, al que amaba como cualquier luren haría.
¡Sí! La palabra se abrió camino desde su corazón, amenazando con estallar en su garganta. Pero luego apareció la visión de Mirelle, fláccida e impotente en brazos de Inea.
Con un grito de angustia sin palabras, Titus se apartó de la seductora mirada de Abbot y huyó, corrió al pasillo y no se detuvo hasta llegar al ascensor, cuyas cerradas puertas empezó a golpear con los puños. Fue simple casualidad que nadie le viera, y que se recobrara antes de que la cámara de seguridad barriera el lugar hasta él.
Frente a la puerta de su apartamento, arregló sus ropas y recompuso su expresión, dándose cuenta repentinamente de que, pese a todo el dolor que aún brotaba de él, se sentía sorprendentemente bien consigo mismo por primera vez en mucho tiempo. Había cumplido con su deber filial. ¿Me siento bien ante la perspectiva de morirme de hambre para que Abbot pueda alimentarse? Dios, debo estar loco. Pero ahí estaba, un tremendo relajamiento de la tensión que no había sentido hasta que desapareció. No puedo luchar contra él. No puedo ganar contra esto porque está dentro de mí.
Pero también sabía que no podía ganar mientras su propio hijo se le opusiera…, y había conseguido que Abbot se pusiera de su lado con mentiras. Sin embargo, si él hubiera estado en el lugar de H’lim, hubiera hecho lo mismo. No podía culpar al luren.
Cuadró los hombros y entró para enfrentarse a Inea. Estaba dando a Mirelle, semirrecostada en la cama, con los ojos medio cerrados, cucharadas de sopa. Ahora llevaba uno de los pullovers de Titus, con las mangas dobladas en enormes donuts en torno a sus muñecas. Alzó la vista al oírle entrar.
—Fui a buscar mi ración. Y le he dado dos de las píldoras. La llevaré a su apartamento dentro de un instante…, si crees que debo.
La implicación era: si es seguro. Titus respondió a su no formulada pregunta:
—No lo sé, Inea. Pero no hay otra elección. Ella no pertenece aquí.
No se sentía extraño hablando de Mirelle de aquella forma porque parecía haber una película de opacidad sobre la consciencia de la mujer, el efecto acumulativo de la intensa Influencia. Titus desconocía cómo había evitado Abbot la detección durante tanto tiempo. Pero tanto él como Abbot sabían que era un juego demasiado peligroso para seguirlo jugando ahora. O, si Abbot no lo sabía, H’lim le convencería de ello.
En un pesado silencio, ayudó a Inea a preparar a Mirelle y luego a llevarla a su propia habitación, que era un desordenado caos, evidencia tangible de depresión y enervación. Ni siquiera había una barrera en el umbral, tan difusa era su presencia. Pero Titus pudo captar las heces de la presencia de Abbot…, unas heces amargas, salvajes, que evocaban imágenes de lo que había ocurrido allí. Eso casi convirtió su autosatisfacción en odio hacia sí mismo. Mientras Mirelle se sumía en un pesado sueño, arreglaron el lugar del mejor modo que pudieron y luego la dejaron sola.
De vuelta en el apartamento de Titus, Inea retiró las ropas de la cama y puso sábanas limpias, mientras Titus iba al refectorio a recoger su propia ración. Trabajaron juntos con sólo casuales comentarios acerca de lo que estaban haciendo, como si el tema más profundo fuera un carbón ardiente, demasiado caliente para tocarlo. Pero, mientras Inea mordisqueaba los últimos restos de la inadecuada comida, preguntó a quemarropa:
—¿Cuánto tiempo hasta que tengas que tomar mi sangre?
Sorprendido, Titus retrocedió.
—¿Qué?
—Ya me has oído. —Su expresión cambió—. No habrás estado pensando… en tomar la de alguien sin decírmelo. Titus, no lo permitiré.
El se echó a reír a carcajadas. No pudo evitarlo. Después de toda la grave y hosca tensión de las últimas horas, la imagen de una mujer humana sentada a su mesa de la cocina, comiéndose su ración, llevando su Marca, y dictándole términos en un tono de «sé razonable», era simplemente demasiado.
Captando el filo de la histeria en su risa, ella frunció el ceño.
—¿Qué pasa contigo?
—Jamás pensaría en desobedecerte —dijo él a través de un velo de risa, y de pronto ella captó la ironía, y ahora fueron los dos quienes rieron estrepitosamente. Al fin, ella dijo:
—Bueno, Dalila hacía bailar a Sansón sobre su dedo meñique, así que, ¿por qué no puedo yo darle órdenes a un vampiro?
Eso casi desencadenó otro ataque de risa, pero Titus se recompuso.
—Inea, no tenía la menor intención de tomar tu sangre…, ni la de nadie. He estado bien alimentado, en comparación con Abbot. Estaré bien hasta que lleguen mis provisiones.
—No hay forma de saber cuánto tiempo tomará eso. Tendrás que recurrir a algo de sangre. ¿Qué has planeado hacer?
Él se levantó de la silla y se apoyó contra el borde del fregadero, deseando echar a correr, deseando aceptar, y deseando aparecer perfectamente controlado. La verdad fue como bilis en su boca: —No he pensado en cómo sobrevivir.
Se volvió para observar el asombrado shock parpadear en el rostro de ella.
—Inea, vas a tener que comprender otra cosa que tal vez resulte más difícil aún que la idea de que Abbot tiene derecho, según la Ley luren, a matar a Mirelle. No tomaré la sangre viva de un humano. No lo deseo.
—Eso no es cierto. He visto la expresión en tus ojos sobre una herida sangrando.
—¿De veras? Soy mortal. Estoy sometido a la tentación. Creía haberte explicado esto antes. ¿Todavía no has comprendido qué es lo que me retiene cuando me siento tentado?
—¿Y cómo podría? Ni siquiera estoy segura de que sea tan tentador. La sangre clonada es genéticamente idéntica a la sangre auténtica. Si es sometida a infusión de ectoplasma, debería ser realmente idéntica. Todo este lío me hace preguntarme si quizá no habrá algo, algo único, en ofrecerle directamente sangre a un vampiro. ¡Quizá me guste!
El se lanzó hacia delante y la sacó de su silla agarrándola por los hombros; la sacudió.
—¡Nunca te atrevas…!
El dolido shock que llameó a través de ella abrió la ira de él como un cuchillo; se inmovilizó, horrorizado de sí mismo. La rodeó con sus brazos, enterrando su rostro en su cabello y acunándola hacia delante y hacia atrás mientras gemía: —¡Lo siento! ¡Lo siento!
¿Cómo podía explicarle la horrible trampa que había cavado para sí mismo cuando dejó a Abbot? La apartó, captó la mirada de sus ojos, y repitió lo que le había dicho tantas veces:
—Inea, es adictivo. No sé si tendría la fuerza necesaria para romper con ello de nuevo. Podría ser peor para ti de lo que Abbot le ha hecho a Mirelle, y yo no sentir ningún remordimiento al respecto. He hecho eso, bajo la dirección de Abbot. Viví de esta forma, Inea, y no pienso volver a ello. No lo haré. ¿Puedes comprenderlo?
—Estás asustado —dijo ella—. Eso puedo comprenderlo. Quizá llegue a…
La señal de la puerta la interrumpió, y sólo entonces captó Titus la familiar presencia de H’lim. Pero no Abbot. No los cuatro guardias.
—¡Oh, Dios mío! —Corrió hacia la puerta, la abrió de golpe, agarró a H’lim por el codo y lo metió bruscamente dentro, cerrando la puerta y reclinándose contra ella. Era medianoche para la estación. El tráfico por el pasillo era escaso, pero no del todo ausente—. ¡H’lim, maldito imprudente! —siseó.
—No estaré mucho rato —respondió el otro con ecuanimidad. De debajo de su amplia bata de laboratorio extrajo un grueso termo—. Intenté explicarte, antes de que te fueras, que creo que he obtenido sangre orl que puedes tomar. Abbot no puede utilizarla, pero hablé con él para que aceptara la que tú le habías dado.
Titus dejó que depositará el termo en sus entumecidas manos.
—¿Qué hay de tus guardias…, las grabadoras? Carol va a…
—¡Nunca sabrán que me fui!
—¡Huum!
—Ahora vuelvo. No te preocupes. —Con una mano en la puerta, hizo una pausa para decir por encima del hombro—: Sólo deseaba que supieras que estoy orgulloso de contarte como mi Cuarto Padre. Y me sentiré orgulloso de presentarte a mi Primer Padre.
Luego se fue.
Titus se dejó caer en una silla de la cocina, con las rodillas demasiado débiles para sostenerle incluso bajo la gravedad lunar. Con el termo aferrado contra su pecho, inclinó la cabeza sobre él y parpadeó para rechazar unas incontenibles lágrimas. Debo de estar tan cerca del límite como Abbot.
Inea tomó el termo de entre sus manos. Con su ayuda, bebió la sustancia alienígena y esta vez la retuvo, y por la mañana había recuperado su equilibrio y se había empapado de algo del optimismo y la determinación de Inea gracias a su ectoplasma y a su amor.