3

La urbanidad de Abbot regresó. Incluso sonrió con placer paterno.

—Sinceramente, no creí que pudieras desafiarme con tanta fuerza. Has crecido, Titus. Me siento orgulloso de ti.

En la puerta de al lado, las arcadas del humano cesaron. Abbot estaba usando ahora su Influencia tan sólo para envolver su conversación y su llamativa postura.

—Pero los dos, tú y yo, estamos en el mismo lado de esto. Ambos somos luren.

—¿De veras? —Los Residentes preferían pensar en sí mismos como vampiros, humanos que vivían una existencia después de muertos alimentados por humanos aún no muertos, pero nativos de la Tierra. Los Turistas, sin embargo, insistían en el nombre ancestral de su especie, luren, que presumiblemente significaba hermandad de sangre, o La Sangre, y se consideraban a sí mismos como náufragos temporales en un planeta primitivo.

—Lo somos —dijo Abbot—, y ahora los humanos les enviarán señales a los luren a través del espacio. Aunque consigas desviar la dirección del mensaje, alguien lo oirá finalmente. Los luren hallarán la Tierra. Todo ha terminado, Titus. No tiene ningún sentido el que tú y yo nos enfrentemos sobre un oscuro punto filosófico.

Sonaba tan razonable, y Abbot ni siquiera estaba acompañando sus palabras con Influencia. Testarudamente, Titus repitió la argumentación de los Residentes:

—Sin vuestro SOS, se necesitarán siglos para que nos descubran. Por aquel entonces, es posible que los humanos sean capaces de defenderse.

—Nunca con efectividad —respondió Abbot. Miró al humano que se había sentido terriblemente mal—. No poseen defensas naturales contra nosotros. ¿Van a cambiar sus genes en uno o dos siglos?

La fe de Titus en la humanidad, que había sonado tan práctica en los salones de reuniones de la Tierra, parecía un débil argumento ahora.

—Titus, con todos tus esfuerzos, no has conseguido dar un golpe contra mi misión…, sino sólo contra nuestra Sangre. Fabricaré otro dispositivo de orientación, pero no funcionará de una forma tan perfecta. Tu destrucción ha incrementado las posibilidades de que los inspectores humanos descubran mi dispositivo. Y si lo hacen, si descubren que mi mensaje no pertenece a ningún lenguaje humano, ¿qué pensarán?

»Si los humanos nos descubren antes de que llegue el rescate, nos matarán a todos…, tal como lo hicieron en Transilvania. —La auténtica angustia de Abbot resonó en las duras paredes—. ¡Estamos tan cerca de volver sanos y salvos a casa, y tú tienes que hacer esto!

La vergüenza abrumó a Titus, y fue incapaz de responder nada.

Un altavoz les interrumpió, una agradable voz de mujer repitiendo:

—Doctor Nandoha, doctor Abbot Nandoha, por favor preséntese en los servicios médicos. Doctor Nandoha, acuda inmediatamente a los servicios médicos.

Bruscamente, Abbot desapareció, y la puerta exterior se cerró suavemente tras él. Titus se apoyó contra la puerta de su cubículo, temblando.

Dos horas más tarde, todos los científicos habían sido procesados por los servicios médicos y reunidos en la sala de la nave lunar para aguardar a embarcar en el saltador orbital Barnaby Peter.

Mirelle había reunido a sus jugadores de póquer en un extremo del bar. Tras la barra, una enorme pantalla, límpida como un ventanal, mostraba una vista exterior del Barnaby Peter.

Titus jugueteó con el bulbo de ron Collins que había pedido para cumplir con las apariencias y contempló las profundidades del espacio. Interiormente, se sentía vacío. Todos sus esfuerzos no iban a impedir que los Turistas atrajeran a una violenta horda de luren a la Tierra, una horda que devoraría el único hogar que él había llegado a conocer, y lo aplastaría a él bajo sus talones porque él ya no era más luren que los humanos de los que se alimentaba.

—¡Titus, preste atención! —Mirelle le dio un suave codazo en las costillas y agitó una mano abierta delante de sus ojos—. He dicho que ahora íbamos a terminar la partida. ¿Está dispuesto a hacer funcionar la Varían?

Sólo había sido periféricamente consciente de la forma en que los otros habían actuado con las calculadoras. Sacó la Varían de su bolsillo y la depositó sobre la barra. Negligentemente, pulsó unas cuantas teclas, y el aparato respondió con una sincopada melodía, «Jingle Bells». Mirelle se echó a reír, encantada, pero Titus no pudo despertar ninguna respuesta en su interior.

Apoyó su mano sobre la de ella, bebiendo de su calor y de esa vida intangible que era el componente de la sangre que no podía ser sintetizado. Empezó a descongelarse interiormente, a recordar lo precioso que podía ser un humano, y la auténtica razón por la que él estaba allí, enzarzado en una batalla que no podía ganar. Por pequeña que fuese, la posibilidad de victoria bien valía su vida. La humanidad se lo merecía.

—Bien, entonces, aquí la tiene —dijo Abner Gold mientras deslizaba la Bell 990 delante de Titus—. Sin embargo, necesité ocho intentos para hacer funcionar la suya. Olvidé las comillas, y seguí obteniendo la Cruz del Sur en vez de la Osa Mayor. —Miró a Abbot y añadió alegremente—: ¡Y lo más embarazoso fue que no supe ver la diferencia!

Mirelle rió ante el forzado chiste, y su voz resonó en el hosco silencio de Abbot, que agitaba entre sus manos un destornillador que no tenía intención de beber. Mirando más allá de Abbot, Titus vio a Mihelich contemplando la ceremonia de liquidación de las apuestas con algo más que un interés casual. Cuando sus ojos se cruzaron, Mihelich se volvió como si no hubiera estado mirando en absoluto.

—Bien, Abbot —dijo Mirelle—. ¿Puede hacer funcionar usted la mía?

Con una lenta sonrisa, Abbot pulsó los controles, produciendo la piedra de Rosetta que ella les había mostrado. Luego tecleó otro comando. La imagen giró sobre sí misma.

—¿Suficiente?

Abbot parecía genuinamente divertido por el juego humano. Titus se maravilló mientras le devolvía la Varían, sin su más vital componente. Pero, mientras Abbot aceptaba el despojado instrumento, sus ojos se clavaron unos instantes en Mirelle, luego midieron a Titus.

Semiinconscientemente, Titus se apartó de la mujer.

—Mirelle, veamos lo que puede hacer usted con la Alter de Abner.

—Nada tan elaborado —respondió ella, y depositó el instrumento sobre la barra. Abbot colocó la calculadora de ella cerca de la Alter de Gold.

Con gran concentración, Mirelle tecleó una combinación y obtuvo una Tabla Periódica con los metales subrayados en púrpura.

—¿Es correcto eso? Soy incapaz de reconocerlo si está mal.

—Sólo hay una —aseguró Gold, sin molestarse en ocultar su decepción—. La tabla es la base de nuestro mensaje a los alienígenas, ya sabe.

—Ésa no es mi parte en el proyecto —replicó ella.

—¿No? —preguntó Abbot, bruscamente alerta—. Entonces, ¿por qué un lingüista en el proyecto? Sus otras habilidades de comunicación no serán muy necesarias, así que, ¿va a pasar todo el tiempo haciendo traducción simultánea en las reuniones?

—¿No cree que eso será suficiente para mantenerme ocupada? Y luego están todos esos documentos y temas de los que no sé absolutamente nada.

Su aburrida resignación sonaba a falso, y de pronto Titus se preguntó por qué estaba ella exactamente en el proyecto. Un médico que no es un doctor y una lingüista que no está trabajando en el mensaje… Mihelich se había separado de los demás, y Mirelle había estado fingiendo tan persistentemente que resultaba difícil decir quién era realmente. Titus miró a su alrededor y divisó a otros solitarios. ¿Era posible que se estuviera preparando algo más aparte del Proyecto Llamada?

Si los humanos estaban montando algo distinto de lo que habían anunciado, era imperativo que los Residentes lo descubrieran, y rápido. Mirelle tenía que ser la clave.

Justo entonces, uña voz masculina anunció:

—Atención, miembros del Proyecto Llamada. Me siento honrado de presentarles a ustedes a la directora del Proyecto sobre el terreno, la doctora Carol Colby.

La gente se volvió hacia una mujer que estaba de pie encima de una silla, con un micrófono en una mano y una tablilla electrónica en la otra. Llevaba el mismo uniforme del Proyecto Llamada que el resto de ellos, un sencillo mono azul con un cordoncillo índigo. Llevaba su chaqueta de vuelo anudada por las mangas en torno a su cintura. Su pelo color arena era corto y echado hacia atrás, sujeto con una cinta en torno a su frente que sujetaba un auricular cerca de su oído.

—No hay mucho tiempo, así que seré breve. —Su agradable voz de contralto sugería una locutora entrenada o una cantante. No parecía tener más de cincuenta años, con una figura esbelta y una piel pálida. Titus vio que grupos de gente se dirigían hacia un mostrador al lado de la rampa de embarque donde había conectados auriculares traductores—. Todo está preparado ya en la Estación Proyecto, sus residencias y laboratorios…, incluso los ordenadores están conectados y en funcionamiento. Hemos trabajado duro para conseguir llegar a este punto tan rápidamente, y ahora debo pedirles algo a todos ustedes más especial aún.

»Como saben, puesto que vienen directamente de la Tierra, el sabotaje no ha sido raro pese a la seguridad del Proyecto. La controversia es tan ardiente que el proyecto estuvo a punto de ser cancelado.

»Todos ustedes son voluntarios, están aquí porque creen en el Proyecto, así que confío que responderán bien cuando les pida que trabajen más horas de las que habían esperado. Nuestros apoyos en la Tierra pueden darnos sólo otros ocho meses ahí fuera. Así que el lanzamiento será dentro de ocho meses, no catorce. ¿Pueden ustedes hacerlo?

—¡Sí! —cantó un rugir de voces en una docena de idiomas.

Titus observó un pequeño núcleo de hombres y mujeres que se dirigían hacia Colby, encabezando el canto.

—¿Abbot? —preguntó, envolviendo nerviosamente sus palabras en Influencia—. ¿Qué pretenden?

—No veo ninguna amenaza, sólo regocijo reprimido.

Titus se preguntó si él había desarrollado alguna vez tales poderes. Obligó a volver su atención a la directora, que estaba diciendo:

—Puesto que esta decisión fue tomada hace sólo unas horas, todavía no hemos consultado a los jefes de los departamentos vitales, así que permítanme hacerlo sobre la marcha, aquí y ahora. ¿Doctora Nancy Dorenski?

Una mujer del grupo de líderes cantantes agitó una mano. Era una morena diminuta.

—Doctora Dorenski, ¿puede completar usted la programación del mensaje en tan corto tiempo?

—Si no va nada mal —brotó una fina voz de soprano—, podemos hacerlo.

—Bien. —Colby tomó nota en su tablilla con un lápiz de luz—. Doctor Shiddehara. ¿Doctor Titus Shiddehara?

—¡Aquí! —respondió Titus—. En la barra.

—¡Ah, habla usted inglés! —Su propio inglés tenía un ligero acento francés canadiense—. ¿Puede usted localizar el punto de origen de los alienígenas en tan sólo ocho meses?

—No hay forma de saberlo, doctora Colby. Pero, si como usted dice, los ordenadores ya están a punto y los equipos que trabajan en la nave alienígena completan los análisis que especifiqué, puede contar usted con mi departamento. —En realidad, esperaba poder tener, en el plazo de un mes o así, la verificación de la tradición luren que identificaba su origen.

Por otra parte, como con la mayor parte de leyendas en las que creía devotamente, ésta podía contener tan sólo el germen de la verdad, adornado por los contadores de historias deseosos siempre de impresionar a los niños.

Colby siguió llamando a los jefes de departamento, y todos respondieron del mismo modo que Titus. Captó la mirada de Abbot fijamente clavada en él. ¿Cuánto tiempo necesitaría Abbot para fabricar otro dispositivo direccional? ¿Había contado con los catorce meses? De pronto el futuro dejó de parecer tan lúgubre. Si tan sólo Connie consiguiera enviar una cantidad decente de sangre a la Estación…

Las meditaciones de Titus fueron interrumpidas cuando un miembro del pequeño grupo de coristas, una mujer joven que no podía tener más de veinticinco años, arrastró una silla al lado de la de Colby y se subió a ella.

—¿Puedo pedirle prestado un momento el micrófono, doctora?

Desconcertada, la directora le tendió el instrumento, mientras la mujer alzaba un paquete envuelto en tela blanca.

—Esto es de parte de los seis técnicos de la Planta Renovadora de Aire…, para ayudarles a mantener la disciplina.

La directora desenvolvió el paquete, desenrolló un trozo de tela verde y lo alzó. Era una camiseta con las palabras gran queso en la parte delantera y una loncha de queso de aspecto lunar en equilibrio sobre una fotografía de la Luna. La directora la contempló inexpresivamente, en silencio, luego estalló en una carcajada. Se quitó la chaqueta atada a su cintura y se pasó la enorme camiseta por la cabeza. Le llegó casi a las rodillas. Colby recuperó el micrófono y dijo:

—¡Seré el Gran Queso en la Luna si ustedes, amigos, recuerdan que esta Colby no va a desmenuzarse! —Con esto bajó de la silla, dejando a todo el mundo vitoreando. El anuncio del embarque cortó el tumulto, y la gente se puso en fila para iniciar el viaje a la Luna.

Abbot, Titus y Mirelle tenían cabinas privadas muy por delante de los motores, y así fueron encaminados hacia la misma cola. Titus deseaba sobre todas las cosas mantenerse alejado de Abbot, pero se volvió cuando Mirelle llamó: —¡Titus, espere!

Se situó a su lado, y esta vez aguardó tímidamente a que él la cogiera del brazo. Titus dudó. Había hecho un pacto consigo mismo de no tocar las fuentes de sangre humanas. Estaba acostumbrado a lo sintético, suplementado con ectoplasma procedente de voluntarios. Pero estos suministros de sangre no estaban ahora a su alcance.

Y Mirelle lo había elegido a él por encima de Abbot. Si la rechazaba, ella se volvería hacia su padre. Titus no podía soportar la forma en que Abbot trataba a sus proveedores.

Deslizó su brazo en torno a la cintura de ella, notando la capa de duro músculo bajo los contornos femeninos, y la guió hacia la cola que ascendía por la rampa de abordaje. Ella se aproximó más a él.

—Quizá pueda conseguir que cambien mi cabina por otra más próxima a la suya.

—Mirelle, no sé qué pensar de usted. Nunca es la misma persona dos veces seguidas. ¿A qué juego está jugando?

Ella alzó la vista con dolida dignidad llena de inocencia. Justo entonces Abbot se insertó en la cola al lado de ellos, ejerciendo Influencia para impedir que los otros pusieran objeciones a la intromisión.

—Mirelle —dijo, mostrando su tarjeta de embarque—. He cambiado a la cabina contigua a la suya. —Reforzando sus palabras con Influencia, la rodeó con un brazo y murmuró en su oído—: Éste será un viaje interesante. Estamos lo bastante lejos de este engolado físico —indicó a Titus— como para divertirnos de veras. —Por encima de la cabeza de ella, Abbot cruzó sus ojos con los de Titus y endureció su Influencia en torno a Mirelle.

Abbot estaba ejerciendo simplemente el derecho del más viejo de elegir a Mirelle. Pero la forma en que lo hacía era ofensiva.

Sin embargo, era la Ley de la Sangre. Titus liberó su presa sobre la humana. Casi era incapaz de respirar ante el ultraje que fluía a través de él. Sus labios se fruncieron en una mueca. ¡Turista! Pero no se atrevió a escupir una obscenidad en el rostro de su padre. Envolviendo sus palabras, dijo:

—Los humanos no son orls. Tienen derecho a elegir. —Los orls eran simplemente animales desarrollados por los luren para alimentarse de ellos, pero los Turistas utilizaban a menudo esa palabra para referirse a los humanos.

Abbot le susurró algo a Mirelle, envenenando su subconsciente contra Titus.

—No dejaré que ese físico la engañe. Puede contar conmigo en cualquier momento para protegerla.

Ofendido, Titus se atragantó.

—¿Qué demonios crees que soy?

Abbot alzó una ceja.

—Un luren, por supuesto. —Volvió a Mirelle hacia él y movió su índice izquierdo hacia un punto entre las cejas de la mujer. Su Influencia se enfocó en una apenas discernible luz blancoazulada que emanaba de la punta de su dedo. Si ese dedo hubiera llegado a tocarla, Mirelle se hubiera visto Marcada con el complejo esquema del sello personal de Abbot.

Hasta que Abbot decidiera retirar la marca, ningún otro luren podría tocarla. Ella se convertiría en la marioneta de Abbot, en sus ojos y sus oídos, en sus manos, sin hacer más que su voluntad.

Titus aferró la muñeca de Abbot y —sorprendido al descubrir que había cogido al viejo vampiro con la guardia baja— le hizo trastabillar. Sorprendido, Abbot olvidó la escasa gravedad y se tambaleó hacia un mamparo. La Influencia se cortó.

Los guardias de seguridad convergieron sobre ellos, con ese movimiento deslizante que caracterizaba a los hombres del espacio con experiencia. Mirelle salió de su inducido estupor.

—¡Abbot! ¿Qué está haciendo?

Abrumado por sus acciones, Titus extendió su Influencia, proyectando aburrimiento. No era más que un torpe terrestre de superficie tropezando por todas partes. Hizo un gesto a los guardias para que se alejaran y se inclinó para ayudar a Abbot a levantarse.

El viejo vampiro, absorto, ayudó con su poder a Titus en sus esfuerzos por distraer a los guardias, luego tranquilizó a Mirelle. Mientras la cola seguía avanzando, gruñó:

—Titus, eso fue algo contra los principios. Indisciplinado. Contra la Ley. Y estúpido. ¿No me tomé muchos trabajos para enseñarte las penalizaciones por violar la Ley de la Sangre?

—Tu gente robó mis provisiones. ¿Quién violó primero la Ley?

—¡Provisiones! —se burló Abbot—. Icor en polvo, clonado, liofilizado…, ¡sin vida! Esa materia no está cubierta por la Ley. Mirelle sí. Hay otros pasajeros. No te niego nada ejerciendo mi prioridad. ¡Desafíame de nuevo, y la pena será de muerte!

Rodeando a Mirelle con una burbuja de Influencia, Abbot tocó su frente e imprimió su sello en el aura de la mujer. Ella lanzó una dolida mirada hacia Titus, luego sucumbió. Sus ojos eran opacos cuando dirigió una mirada adoradora hacia Abbot. Con un gesto triunfal, éste la escoltó al interior de la nave.

Suficientemente calmado como para pensar de nuevo, Titus se dio cuenta de que Abbot no había tomado a Mirelle simplemente porque Titus la hubiera ganado primero. Había captado, como el propio Titus, que la mujer estaba implicada en algo clandestino dentro del Proyecto Llamada. Abbot se había apoderado de ella como Titus se había apoderado del componente del transmisor, como parte de su trabajo.

Y no había nada que Titus pudiera hacer al respecto. Abbot, como padre suyo, tenía a la vez el derecho y la responsabilidad de destruirle si se enfrentaba a la Ley y se convertía así en un peligro para la seguridad luren sobre la Tierra. Abbot nunca eludía una responsabilidad.

Una vez a bordo del saltador orbital, Titus fue directamente a su cabina y se encerró en ella. Pasó el viaje recorriendo arriba y abajo el cubículo, sobre el suelo cuando había gravedad, por el aire cuando no la había. A través de su creciente hambre, se dijo a sí mismo que Connie se preocuparía de que fuera convenientemente aprovisionado. Era lo bastante lista como para enviarle sus provisiones por encima de los controles humanos y Turistas. Pero, hasta que llegara a la Estación Proyecto y hallara su equipaje vacío de cristales de sangre, no pensaría en tomar a un humano. Simplemente, no.

Cuando llegaron a la Estación Luna estaba decidido a que dentro de un mes, dos como máximo, estaría de vuelta a la Tierra, una vez completada su parte del proyecto. Mientras tanto, tendría que enviarle un mensaje a Connie solicitándole que enviara a algún otro a enfrentarse a Abbot.

En la Estación Luna fueron embarcados en lunabuses Toyota para el viaje de doce horas hasta el lugar donde se había estrellado la nave alienígena y en torno al cual se había edificado la Estación Proyecto. Titus iba en el lunabús de cabeza, Abbot y Mirelle cinco vehículos más atrás. Con una fuerte escolta, la caravana emprendió la marcha por el paisaje lunar, siguiendo un bien marcado sendero.

Los científicos se hallaban todos más allá del más miserable de los agotamientos cuando vieron por primera vez la Estación Proyecto.

Se hallaba dentro del nuevo cráter formado por el impacto de la nave alienígena. El polvo del impacto aún orbitaba, interfiriendo el trabajo de observación. La estación consistía en un círculo de domos interconectados arracimados en torno al pecio. Los caminos marcados por los vehículos se entrecruzaban entre los domos, algunos señalados con grandes peñascos o amontonamientos de piedras, conduciendo fuera de la estación hacia el irregular horizonte.

Titus sabía que esos caminos habían sido creados por los equipos de mantenimiento que iban a su trabajo en las distantes instalaciones colectoras de energía solar que alimentaban por vías de superficie tanto a la Estación Proyecto como a la Estación Lima. Pero algunos de ellos conducían también a la Batería de las Ocho, el enorme conjunto de antenas que se hallaban unidas a sus propios ordenadores de observación. Una Batería a través de la cual cartografiaban el espacio.

El círculo externo de los domos de la Estación Proyecto albergaban las plantas de energía y de medio ambiente y, a un lado, Titus identificó un gran aparcamiento y un cobertizo de mantenimiento. Un alto y ridículamente esbelto mástil de antena dominaba todo el complejo, lleno de reflectores y platos para las comunicaciones locales o con la Tierra.

Lejos en el borde del cráter, Titus pudo ver un campo de colectores solares, la mayoría orientados hacia el Sol. Durante parte del mes, la estación disponía de su propia energía. Por la «noche», era alimentada por las líneas de superficie desde los distantes colectores solares, por baterías, o por generadores experimentales.

Todos pudieron ver a través de la pantalla delantera del conductor la zona de lanzamiento de la sonda. La sonda en sí estaba aún albergada en el enorme hangar al borde de la estación, bajo potentes luces, con docenas de figuras enfundadas en trajes de vacío pululando a su alrededor. La sonda estaba siendo diseñada y construida aquí utilizando hasta el último elemento de conocimiento extraído de la nave alienígena. Sería lanzada hacia un punto elegido por Titus, y programada para radiar un mensaje cuando Titus lo indicara.

Los domos albergaban los laboratorios y las oficinas desde los cuales los científicos seguían estudiando la nave alienígena. Al lado de los laboratorios estaban las residencias, conectadas por corredores herméticos subterráneos. Teóricamente, sólo aquellos que trabajaban en la nave alienígena, la sonda, o en Mantenimiento, tenían que salir al vacío. Pero todos habían sido entrenados para esa eventualidad…, por si acaso.

—Parece como un lugar seguro para vivir —observó un hombre en la parte de atrás del transporte de Titus.

—Seguro, no lo sé —respondió una mujer de delante—, pero para vivir, sí. Es mayor que cualquier campus en el que haya trabajado nunca, y he vivido feliz sin salir del campus durante meses y meses seguidos. Dicen que incluso hay unas galerías comerciales.

El conductor contribuyó con una carcajada.

—Sí, pero todo es tan caro que lo único que comprarán ustedes será aquello sin lo que no puedan pasarse. —Giró hacia el aparcamiento, donde una docena de hombres vestidos con trajes de vacío se arracimaron en torno a su vehículo.

Por turno, cada uno de los transportes fue conectado a la esclusa de un domo para descargar sus pasajeros. Titus resistió estoicamente la breve ceremonia de bienvenida. Tenía hambre. Se dijo a sí mismo que era una crisis más psicológica que física. Desde que se había rebelado contra Abbot la primera vez, hacía tanto tiempo, nunca había dudado de la fuente de su próxima comida. Pero su paciencia se hallaba peligrosamente tensa cuando fueron escoltados en grupos de a seis —una compuerta estanca llena o un ascensor lleno— a sus aposentos designados, donde, presumiblemente, les aguardaba su equipaje.

El camino tomó una abrumadora cantidad de tiempo, mientras les eran facilitados planos y su guía les animaba a marcar su ruta. A cada intersección, se detenía y les daba toda una conferencia acerca de los procedimientos de emergencia. Finalmente, una de las mujeres del grupo de Titus se atrevió a objetar:

—Aprendimos todo esto en nuestro entrenamiento. ¡Estoy cansada y quiero llegar a mi habitación!

—Y por eso precisamente, doctora, es por lo que debo repetírselo. Usted lo aprendió, de modo que cree que lo sabe. Cree que sentirse cansada es una razón para apresurarse y tomar atajos. Esa es la actitud que consigue que la gente resulte muerta ahí fuera.

A partir de entonces, el guía fue más meticuloso, haciendo que cada uno de ellos accionara los controles de todos los dispositivos de emergencia junto a los que pasaban. La cuarta vez que a Titus se le pidió que dirigiera el chorro de espuma de un extintor al suelo, dijo:

—¿Sabe?, creo que estamos tan cansados que ni siquiera escuchamos lo que nos dice.

—Sí, por supuesto —admitió el guía—. Ésa es precisamente la cuestión. Ustedes han aprendido todo esto, pero ahora lo están asimilando en lo más profundo, a un nivel inconsciente, de tal modo que reaccionan antes que pensar. —Sonrió—. Es el mismo principio que el período de interno de los médicos. Créanme, funciona.

—¿Es usted médico? —preguntó Titus con interés. No había olvidado a Mihelich, el extraño parecido a Mirelle.

El joven asintió.

—Aquí todos realizamos trabajos extra, en especial cuando llegan nuevos grupos. El suyo es el más grande, de modo que todo el mundo ha tenido que hacer horas extras para acomodarles. Ayer, tres astrónomos y cinco ingenieros se ocuparon de sus equipajes. La Luna no sabe nada de clases sociales. —Agitó un dedo hacia Titus—. ¡No me extrañaría que usted se viera asignado a las cocinas la semana próxima!

Titus rió quedamente.

—Lo dudo. ¡Al menos, no dos veces! —Los demás rieron también, y admitieron que nadie era capaz de cocinar nada. Cuando entraron en el corredor residencial, Titus se situó al lado del joven médico—, ¿Cuál es su nombre? —preguntó.

—Philips. Morrisey Philips. ¿Y el suyo?

Archivando su nombre firmemente en su memoria, Titus le dio su alias actual. Había sido Shiddehara desde su despertar, con sólo cortos períodos bajo otros nombres para elaborar identidades que podía necesitar.

—¿Es grande el departamento médico?

—Bastante grande. ¿Por qué? ¿Se siente mal? Tendrán otra ronda de chequeos tan pronto como se ajusten a su medicación gravitatoria.

—Estoy bien —dijo Titus—. Pero quizá me deje caer para examinar el lugar mañana. ¿Estará usted de servicio?

—Es muy probable. Siempre lo estoy. Ésta es la suya, la número cuarenta y tres. —Le tendió a Titus una llave—. Por aquí, los demás.

Titus abrió ansiosamente la puerta y entró. Instantáneamente se sintió aliviado al ver su equipaje apilado en medio del suelo, el parecer sin haber sido tocado. Cerró la puerta por dentro a sus espaldas, encendió la luz del techo y frunció los ojos ante el molesto brillo. Se dedicó a las maletas, esparciendo su contenido hacia todos lados en su frenética búsqueda de los paquetes de oscuro pota.

—¡Ah! —Estaban intactos.

El alivio le hizo derrumbarse en la cama aferrando dos paquetes contra su pecho. Luego se sintió bruscamente avergonzado por el revoltijo que había organizado a su alrededor. Se obligó a sí mismo a deshacer meticulosamente las maletas y guardar como correspondía sus pertenencias. Recogió los preciosos paquetes, las bolsas, cajas y botellas de preciosos nutrientes, y los frascos de tabletas de apoyo con todas sus falsas etiquetas, en la encimera que servía como cocina.

Anotó que tendría que rellenar de nuevo su receta para la medicación para la presión sanguínea, y dejó caer la tableta del día en el eliminador de basuras. El medicamento hacía a los humanos sensibles al ultravioleta, y la falsa receta era su excusa para no usar el solario.

Había un fregadero, una nevera debajo de la encimera, y un horno microondas Sears. Encima de todo esto había una alacena con platos, utensilios de cocina y artículos básicos indispensables que incluían Nescafé, té Earl Grey, y un paquete de galletas Osem con mermelada Fortnum Masón que llevaba, en una etiqueta, el saludo del Rey de Inglaterra. Titus halló una jarra de tamaño mediano y la llenó de agua. La calentó en el microondas y disolvió en ella sus polvos.

Su mano temblaba cuando echó un poco de la solución en una taza desechable. Se obligó a llevar la jarra y la taza a la pequeña mesa y se sentó antes de probar el divino líquido.

Sólo entonces se sumió en el tembloroso éxtasis. Bebió tres tazas antes de echar realmente una mirada a la habitación que durante un tiempo debería llamar su hogar.

Estaba alegremente decorada en amarillo y marrón, con una moqueta de pelo corto y gruesas cortinas en la pared al lado de la puerta. Miró a través de ellas y descubrió que había una ventana redonda, en realidad una portilla, que daba al pasillo.

La habitación era amplia. Con la cama doblada dentro de la pared, había espacio suficiente para celebrar una fiesta. Un armario contenía una mesa Samsonite extra y varías sillas ultraligeras. Otra puerta conducía a un cuarto de baño lleno de brillantes pegatinas que advertían de terribles multas por malgastar el agua.

Un pequeño nicho tenía un escritorio y un terminal de ordenador. Había un sofá y varios sillones. En una pared, una pantalla visora mostraba un paisaje lunar del lado que miraba a la Tierra, pero Titus vio los controles debajo y comprendió que se trataba de un videocom al mismo tiempo que su ventana al exterior. Jugueteó con él, y descubrió los canales por cable de la Estación Proyecto, y encontró las noticias y dos concursos. Luego leyó las instrucciones.

Había una ranura para las videocintas. Seguramente las cintas había que comprarlas en las galerías comerciales.

Halló los canales que mostraban los ángulos de las cámaras situadas alrededor de toda la Estación Proyecto, e incluso una enfocada sobre la nave alienígena.

Se detuvo a medio movimiento y gozó de la vista. No tenía más idea de lo que estaba viendo que cualquier humano de la Tierra. Excepto que ahora estaba seguro —seguro hasta la médula de los huesos— de que se trataba de una nave luren.

Era un vehículo espacial, sólo vagamente fusiforme. Diminutas figuras enfundadas en trajes de vacío se movían por la zona, dando una clara idea de su tamaño. Había albergado y alimentado a cincuenta luren. Según la cuenta de los humanos, había habido doscientos orls a bordo. La relación uno-a-cuatro era estándar en el espacio, o eso decía la leyenda.

Había sido un carguero, y sus bodegas estaban llenas de intrigantes artefactos. La investigación llevaba ya dos años ahora, y el manto del secreto gubernamental envolvía aún todos los detalles. Algunos de ellos estaban clasificados incluso por encima del rango de Titus. «Armas», se susurraba, pero Titus lo dudaba. Las armas serían embarcadas en una nave armada. Esta parecía simplemente una nave de transporte.

Tendré que salir ahí fuera…, echar un vistazo a los cadáveres.

Se rió para sí mismo, sorprendido de lo que una comida podía hacerle a su ambición. Terminó la sangre artificial, y se dijo a sí mismo que la estación era tan grande que podía completar su trabajo allí y eludir a Abbot, evitando así el desafiarle de nuevo. Después de todo, era posible que las cosas no salieran demasiado mal.

Se estaba lavando cuando sonó el videocom, y un rostro no familiar apareció en una esquina de la enorme pantalla.

—¿Doctor Shiddehara? Soy Shimon Ben Zvi. Lamento despertarle después de su viaje, pero algo muy extraño está ocurriendo con su ordenador, y creemos que debería saberlo. ¿Doctor Shiddehara? —Evidentemente, el hombre, que hablaba con un claro acento israelí, no podía ver ni oír a Titus.

¡Abbot! ¡Abbot ha hecho algo! Con rápidos y hoscos gestos, Titus abrió un canal y respondió:

—Aquí el doctor Shiddehara. ¿Qué le ocurre a mi ordenador?

—¡Oh, doctor! Soy Shimon…, a cargo de las operaciones para usted. Carol, ejem, la doctora Colby nos dijo que contaba usted con que el ordenador estuviera instalado y a punto para el nuevo límite de tiempo. Y lo estaba, pero hará como una hora empezó a lanzar extraños mensajes de error…, ¡unos que ni siquiera están en la unidad! Sé que no están en la unidad…

—Le creo —le tranquilizó Titus—. Obtuvo usted su título en el Technion, ¿no? Me dijeron que era usted el mejor.

—Y lo soy, pero doctor, creo que debería usted venir a echarle un vistazo a esto. No creo que sea salvable en menos de tres semanas de trabajo. Y Carol dijo…

—¡Tres semanas! De acuerdo, estaré ahí de inmediato. —Fue a cortar la comunicación—. ¡Espere! Shimon, ¿dónde es ahí? Quiero decir, ¿cómo puedo llegar desde aquí?

—Hubieran debido proporcionarle un mapa. —Shimon le dio un número de habitación en otro domo, en un piso superior—. No se tienen que tardar más de diez minutos en llegar hasta aquí desde cualquier otro sitio.

—Estaré ahí en veinte.

Quince minutos y cinco giros incorrectos más tarde, Titus cruzó la puerta del Laboratorio 290, se detuvo arriba de los tres planos escalones que bajaban hasta el suelo y contempló el caos. Diez o quince personas con monos blancos estaban gritando y gesticulando como si estuvieran trabajando en parchear una fuga de aire. Una grande.

Algunos de ellos tenían abiertos paneles de acceso en las paredes, dejando al descubierto placas de circuito. Uno empujaba un carrito con un osciloscopio hacia un par que estaban destripando una de las muchas consolas. Otro par discutían en japonés. Alguien maldijo en ruso, y fue respondido extravagantemente en un denso e incomprensible dialecto australiano.

En el fondo de la habitación, las paredes de cristal daban a la zona del observatorio. Estaba unida al mástil de la antena que había visto a su entrada, y a la Batería de antenas, y a través de ellas a todos los observatorios en órbita en torno a la Tierra y en torno al Sol. Este observatorio podía dirigir o entrar en comunicación con la mayor parte de los instrumentos del sistema solar, incluso algunas de las sondas más alejadas, y correlacionar cualquier nuevo dato con todos los datos archivados de las últimas décadas. Una figura esbelta y en cierto modo femenina enfundada en blanco permanecía intensamente inclinada sobre una pantalla en aquella zona acristalada, ignorando todo lo que pasaba fuera.

Titus inspiró profundamente y gritó:

—¡Silencio!

En la subsiguiente quietud de alientos contenidos, algo crujió, y un repentino surtidor de chispas y humo brotó de varias localizaciones distintas. Agónicos comentarios brotaron con las chispas:

—¡Oh, mierda!

—Eso.

—¡Rtondall!

El australiano murmuró:

—Le dije que esos fusibles no eran suficientes.

Un extintor de incendios siseó.

—Ya está. Que alguien ponga en marcha los renovadores de aire.

Este último era Shimon Ben Zvi, que emergió tosiendo de la nube de vapor. De la misma nube, como la aparición de una película de horror, surgió Abbot Nandoha, con su mono blanco acentuando la palidez de su rostro.

—Lo sabía —gruñó Titus.

Inocentemente, Abbot alzó una ceja. Envolviendo sus palabras en Influencia, el viejo vampiro explicó:

—Todo lo que hice fue insertar una pequeña malfunción en el sistema operativo. Su frenética búsqueda hizo todo lo demás. Oh, bueno, también realicé algunos trucos con el voltaje, por supuesto. —Sonrió—. Eso deberá darme tiempo suficiente para construir un nuevo dispositivo orientador.

Entre dientes apretados, sin envolver sus palabras, Titus dijo:

—Este es mi laboratorio. Salga usted de aquí y no vuelva.

Aún envolviendo sus palabras, Abbot respondió:

—Veo que tu comida no fue muy satisfactoria. Mide tu temperamento, Titus. Siempre he dicho que tu temperamento era tu peor defecto. —Se deslizó por un lado de Titus y se dirigió hacia la puerta.

El aire limpio empezó a disipar la bruma. La gente se reunió en pequeños grupos contemplando la ruina. Incluso la persona del observatorio encerrado en cristal emergió para reunirse con ellos.

Shimon alzó la vista hacia Titus.

—Al menos cuatro semanas, doctor Shiddehara.

Ante aquellas palabras, todo el mundo se volvió hacia Titus. La mujer de la parte de atrás se abrió camino hasta situarse delante el grupo y le miró con los ojos entrecerrados entre la bruma residual. Un fruncimiento se concentró en su rostro mientras murmuraba en silencio su nombre, Shiddehara.

Pero, incluso a través de aquel fruncimiento, Titus la reconoció. Llevaba el pelo cortado de modo distinto, y era casi veinte años mayor. Los planos de su rostro, suavizados ahora para realzar la nariz y los pómulos de la aristocracia británica, encajaban de forma extraña con la boca sensual y la hendida barbilla que a él tanto le había gustado besar. Su corazón se detuvo, luego inició un ritmo pánico, accionado por la alegría y el terror. ¡Inea!

Una desconcertada sorpresa reemplazó su fruncimiento cuando avanzó hacia él, contemplando fijamente su rostro. Para ella estaba muerto, destrozado en un accidente de coche y enterrado. Sin embargo, la certeza creció en ella a medida que se acercaba, una certeza nacida de la impresión y no atemperada por el azaramiento ante una confusión de identidad.

Si hablaba, ella reconocería su voz. Revelaría su identidad. No importaba lo que el hiciera, alguien comprobaría. La Seguridad del Proyecto era implacable. Todos los luren de la Tierra podían verse en peligro a causa de aquella humana. Titus sabía que debía usar la Influencia para enturbiar su percepción de él hasta que se hubiera acostumbrado a ella y decidiera que tan sólo era un sorprendente parecido.

Pero no podía.

Siempre había odiado Influenciar a los humanos. Estaban indefensos ante ese tipo de tratamiento. Para esta misión se había resignado a la necesidad, pero no podía usarla con Inea. Ella era sagrada, en su memoria y en su corazón.