El 17 de febrero fue un día fatídico para Sam Flemming.
Sam se consideraba una persona muy afortunada. Había trabajado como broker para una de las firmas más importantes de Wall Street, y a los cuarenta y seis años ya era rico. Más tarde, como el jugador que sabe retirarse a tiempo, Sam cogió su dinero y huyó de los desfiladeros de cemento de Nueva York hacia el idílico Bartlet, en el estado de Vermont. Una vez allí, se dedicó a hacer lo que más le gustaba: pintar.
Sam siempre había disfrutado de buena salud. Y ello formaba parte de su caudal de suerte. Sin embargo, el I7 de febrero, a las cuatro y media de la tarde, empezó a ocurrirle algo muy extraño. Un alto número de moléculas de agua del conjunto de sus células se dividió en dos fragmentos: un átomo de hidrógeno, hasta cierto punto inofensivo, y un radical puro de hidroxilo, muy activo y virulentamente destructivo.
A raíz de esos fenómenos moleculares, las defensas celulares de Sam se dispararon. Pero las defensas contra aquellos radicales puros se agotaron ese mismo día. Ni siquiera las vitaminas antioxidantes E y C, ni el beta-caroteno, sustancias que consumía a diario, pudieron contener el repentino y arrollador curso de los acontecimientos. Los radicales puros de hidroxilo empezaron a socavar químicamente el propio núcleo del organismo de Sam Flemming. Muy pronto, las membranas de las células afectadas filtraron fluidos y electrolitos.
Y al mismo tiempo, algunas de las enzimas proteicas de las células se abrieron y se volvieron inactivas. Incluso algunas moléculas de ADN sufrieron el ataque y ciertos genes resultaron dañados.
En su lecho del Bartlet Community Hospital, Sam permanecía ajeno a la fenomenal batalla molecular que se desarrollaba en el interior de sus células, aunque sí era consciente de algunas de sus secuelas: subida de temperatura, trastornos digestivos y un principio de congestión pulmonar.
A última hora de la tarde, cuando el doctor Portland —su cirujano— entró a verle, comprobó con alarma y contrariedad que le había subido la fiebre. Tras auscultarle el pecho, intentó explicarle que, al parecer, había surgido una pequeña complicación. Portland explicó que un principio de neumonía estaba interfiriendo en la normal recuperación de su operación de cadera. Pero a aquellas alturas, Sam se sentía apático y ligeramente desorientado, y no entendió las explicaciones de Portland. La prescripción facultativa de antibióticos y la promesa de una rápida recuperación no llegaron a registrarse en su mente.
Pero lo peor fue que el diagnóstico del medico resultó equivocado. Los antibióticos prescritos fracasaron a la hora de detener la infección. Sam ya no pudo recuperarse y apreciar la ironía que suponía haber sobrevivido a dos atracos en Nueva York, a un accidente de aviación en el condado de Westchester y a un peligroso accidente de cuatro coches en la autopista de Nueva Jersey, para acabar muriendo por las complicaciones de un resbalón en el hielo frente a la ferretería del señor Staley, en la Main Street de Bartlet, Vermont.
JUEVES 18 DE MARZO
Delante de los altos cargos del Bartlet Community Hospital, Harold Traynor hizo una pausa lo bastante larga como para saborear el momento. Él había convocado la reunión. Los asistentes, todos jefes de departamento, permanecían en sumiso silencio. Todos los ojos estaban clavados en él. Para Traynor, la dedicación a su cargo como presidente del consejo del hospital era un motivo de orgullo. Disfrutaba de momentos como aquel, pues sabía que su sola presencia bastaba para despertar el temor entre sus subalternos.
—Muchas gracias por haber acudido a esta reunión, a pesar de la nieve. Les he convocado para asegurarles que el consejo del hospital esta investigando a fondo la desafortunada agresión que sufrió la enfermera Prudence Huntington la semana pasada, en el aparcamiento subterráneo. El hecho de que la violación se viera frustrada por la aparición providencial de un miembro del servicio de seguridad del hospital no disminuye la gravedad de la agresión.
Traynor hizo una pausa y dirigió una significativa mirada a Patrick Swegler. El jefe de seguridad del hospital apartó la vista para evitar la expresión acusadora de Traynor. La agresión contra la señora Huntington era la tercera de aquella naturaleza en lo que iba de año, y Swegler se sentía responsable.
—¡Hay que acabar con estas agresiones! —Traynor miró a Nancy Widner, la supervisora de enfermeras.
Las tres víctimas estaban a su cargo.
—La seguridad de nuestros empleados es una preocupación prioritaria —afirmó Traynor, mientras sus ojos saltaban de Geraldine Polcari, encargada de dietética, a Gloria Suárez, responsable de la limpieza—. Por tanto, el consejo ejecutivo ha propuesto la edificación de un edificio de aparcamientos que se construirá en la zona del aparcamiento subterráneo.
Estará comunicado con el edificio principal del hospital y contará con un sistema de iluminación adecuado y cámaras de vigilancia.
Traynor hizo un gesto de asentimiento en dirección a Helen Beaton, la directora del hospital. Siguiendo su indicación, Beaton levantó la tela que cubría la mesa de reuniones y dejó al descubierto una detallada maqueta del hospital tal como era en la actualidad, junto con la ampliación propuesta: una enorme estructura de tres plantas que sobresalía por la parte trasera del edificio principal.
En medio de una exclamación de aprobación, Traynor avanzó unos pasos hasta situarse junto a la maqueta. La mesa de reuniones solla convertirse en expositor de cualquier parafernalia medica susceptible de ser adquirida por el hospital.
Traynor se acercó un poco más y retiró una estructura con tubos de ensayo que impedía la visión completa de la maqueta. Luego examinó a su público. Todas las miradas estaban clavadas en la maqueta. Todas, excepto la de Werner van Slyke, que se había puesto de pie.
El aparcamiento siempre había sido un problema para el Bartlet Community Hospital, sobre todo cuando hacia mal tiempo. Así pues, Traynor sabía que su propuesta de ampliación habría sido bien acogida aunque no se hubieran producido las recientes agresiones en el mismo. Le alegró comprobar que la propuesta obtenía tanto éxito como había imaginado. La sala estaba radiante de entusiasmo. Sólo el malhumorado Van Slyke, jefe de material y mantenimiento, permanecía impasible.
—¿Qué pasa? —dijo Traynor—. ¿No aprueba la propuesta?
Van Slyke miró a Traynor con expresión ausente.
—¿Y bien? —Traynor se notaba tenso. Van Slyke le sacaba de quicio. Nunca le había gustado su carácter frío y lacónico.
—Esta muy bien —contestó Van Slyke con tono aburrido.
Antes de que Traynor pudiera replicar, la puerta de la sala de reuniones se abrió bruscamente y chocó con el tope del suelo. Todos, excepto Werner van Slyke se habían puesto de pie.
En el umbral de la puerta estaba Dennis Hodges, un setentón de aspecto fuerte aunque ligeramente rechoncho, de rasgos toscos y piel curtida. Tenía una nariz rojiza y bulbosa, y ojos pequeños y fríos. Llevaba un grueso abrigo de lana verde oscura y pantalones de pana. En la cabeza, una gorra de cazador a cuadros moteada de nieve. En la mano izquierda sostenía un fajo de papeles.
No cabía duda de que Hodges estaba enfadado. También apestaba a alcohol. Sus ojos, oscuros como el cañón de una escopeta, taladraron a los reunidos y después apuntaron hacia Traynor.
—Tengo que hablarle de unos antiguos pacientes, Traynor.
Y a usted también, Beaton —añadió, dirigiéndole una mirada fugaz e irritada—. ¡No se que clase de hospital se creen que están dirigiendo, pero no me gusta ni pizca!
—Oh, no —murmuró Traynor cuando se repuso de la repentina irrupción. El susto dejó paso a la irritación. Una rápida mirada alrededor le confirmó que el resto de los presentes estaban tan contentos como el de ver a Hodges—. Doctor Hodges —empezó Traynor, intentando guardar las formas—. Parece evidente que aquí se esta celebrando una reunión, si nos perdona…
—Me importa un pimiento lo que estén haciendo —espetó Hodges—. Sea lo que sea, no es nada comparado con lo que usted y su consejo han hecho con mis pacientes. —Se acercó con altanería a Traynor, que instintivamente retrocedió. El tufo a whisky era muy intenso.
—Doctor Hodges —dijo Traynor, enfadado—. Este no es momento para una de sus interrupciones. Estaré encantado de reunirme mañana con usted y escuchar sus quejas. Y ahora, si es tan amable de dejarnos con nuestros asuntos…
—¡Quiero hablar ahora! —exclamó Hodges—. ¡No me gusta lo que están haciendo usted y su consejo!
—Escúcheme, viejo chalado —le espetó Traynor—. ¡No me levante la voz! No tengo ni puñetera idea de que se trae entre manos. Pero déjeme decirle lo que hacemos mi consejo y yo: pasamos el día estrujándonos el seso para que este hospital siga abierto, lo que no es tarea fácil en los tiempos que corren. Y considerare una ofensa cualquier alusión en sentido contrario. Y ahora, sea razonable y déjenos seguir trabajando.
—No puedo esperar —insistió Hodges—. Me dirijo a usted y a Beaton. El descontrol de enfermería, dietética y mantenimiento pueden esperar. Esto es más importante.
—¡Ja! —terció Nancy Widner—. Muy propio de usted, doctor Hodges, irrumpir atropelladamente para decirnos que las preocupaciones de las enfermeras no son importantes. Me gustaría decirle…
—¡Basta! —dijo Traynor, extendiendo las manos con gesto conciliador—. No nos soliviantemos. El caso es, doctor Hodges, que estamos tratando del intento de violación ocurrido la semana pasada. No creo que lo que esta usted sugiriendo sea que una violación consumada y dos intentos de violación llevados a cabo por un hombre que se cubría el rostro con un pasamontañas no son importantes.
—Me parece algo muy grave —corroboró Hodges—, pero no más grave de lo que yo tengo en mente. Además, el problema de la violación es un asunto interno.
—Un momento —replicó Traynor—. ¿Quiere decir que sabe quién es el violador?
—Digamos que más o menos —respondió Hodges—. Tengo unos cuantos sospechosos. Pero ahora no quiero hablar de eso, sino de mis pacientes. —Y para enfatizar golpeó con fuerza los papeles que había dejado en la mesa.
—¿Cómo se atreve a entrar aquí y decirnos lo que es importante y lo que no lo es? Usted no es más que un administrador emérito y no le corresponde esta cuestión —dijo Helen Beaton con una mueca.
—Gracias por darme un consejo que no le he pedido —repuso Hodges.
—Esta bien, esta bien —suspiró Traynor, desanimado. La reunión se había convertido en una batalla verbal. Cogió los papeles de Hodges, se los entregó y le acompañó fuera de la sala. Hodges se resistió al principio, pero luego cedió.
—Tenemos que hablar, Harold —le dijo Hodges una vez estuvieron fuera de la sala—. Es algo muy serio.
—Seguro que sí —dijo Traynor, intentando parecer sincero.
Traynor sabía que en algún momento tendría que escuchar las quejas de su colega. Hodges era el administrador del hospital cuando Traynor todavía iba a la escuela. Había asumido un cargo que ninguno de sus colegas quería. En los treinta años que permaneció al pie del cañón, Hodges había conseguido que el Bartlet Community Hospital dejara de ser un pequeño hospital rural para convertirse en el principal centro asistencial del condado. Y esa institución en expansión era la que le había entregado a Traynor tres años atrás, cuando fue relevado del cargo.
—Escuche —le dijo Traynor—, sea lo que sea lo que ocurre, puede esperar hasta mañana. Hablaremos a la hora del almuerzo. Además, haré que Barton Sherwood y el doctor Delbert Cantor asistan a la reunión. Si lo que usted quiere tratar afecta la política de esta institución, que es lo que me temo, será mejor que estén presentes el vicedirector y el coordinador de personal. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —admitió Hodges, reticente.
—Muy bien —dijo Traynor aliviado y a la vez ansioso por volver a la reunión y tratar de salvarla, ahora que Hodges parecía aplacado—. Esta noche hablare con ellos.
—Aunque ya no sea administrador —añadió Hodges—, todavía me siento responsable. Después de todo, de no haber sido por mí, no te habrían elegido miembro del consejo, y mucho menos presidente.
—Estoy de acuerdo —dijo Traynor. Y luego bromeó—: Pero no se si debo darle las gracias o recriminarle por tan dudoso honor.
—Me preocupa que el poder se te haya subido a la cabeza.
—¡Por Dios! ¿Qué quiere decir con la palabra «poder»?
Este trabajo no da más que quebraderos de cabeza.
—Diriges una entidad con un presupuesto de cien millones de dólares. Además, eres el mayor patrono de esta parte del estado. Eso es poder.
—Pero siguen siendo quebraderos de cabeza. —Traynor sonrió, nervioso—. Y tenemos la suerte de seguir en funcionamiento. Supongo que no hace falta recordarle lo ocurrido a nuestros competidores. El Valley Hospital ha cerrado y el Mary Sackler se ha privatizado.
—Seguiremos funcionando, pero me parece que vosotros, los que manejáis el dinero, estáis olvidando cual es la misión del hospital.
—¡Y una mierda! —espetó Traynor—. Ustedes, los médicos de la vieja escuela, tendrían que adaptarse a los tiempos actuales. No es fácil llevar un hospital con continuas reducciones de gastos, controles administrativos e intervención gubernamental. Se ha acabado la abundancia de la que ustedes disfrutaban. Los tiempos han cambiado y exigen una readaptación, y estrategias nuevas para sobrevivir. Nos lo imponen desde Washington.
—Seguro que Washington no esta ordenando lo que tú y tus colegas estáis haciendo —rio Hodges, irónico.
—Pues claro que sí. Se llama competitividad, Dennis. La supervivencia de los mejor dotados y los más aptos. Se acabó aquella época de sacar adelante los presupuestos con juegos malabares.
Traynor se detuvo, consciente de que estaba perdiendo los papeles. Se enjugó el sudor de la frente con la palma de la mano y respiró hondo.
—Oiga, Dennis. Tengo que regresar a la sala de reuniones.
Vuelva a casa, tranquilícese y duerma un poco. Nos veremos mañana y hablaremos de todo lo que le preocupa, ¿de acuerdo?
—Me siento cansado —reconoció Hodges.
—Se le nota.
—Bien, comeremos juntos mañana. ¿Me lo prometes? Sin excusas.
—Por supuesto —dijo Traynor, y le dio una palmadita de ánimo en el hombro—. A las doce en punto en la cafetería.
Traynor observó aliviado cómo su anciano mentor se dirigía hacia la entrada del hospital. Tenía un andar muy peculiar, avanzaba pesadamente, balanceando el cuerpo como si no pudiera articular las caderas. Traynor regresó a la sala de reuniones, maravillado de la capacidad de Hodges para montar jaleos. Pero, por desgracia, Hodges era algo más que un simple pelmazo se estaba convirtiendo en un autentico pájaro de mal agüero.
—Silencio, por favor. —Traynor elevó la voz por encima del barullo reinante—. Disculpen la interrupción. Por desgracia, nuestro amigo el doctor Hodges tiene la facultad de presentarse en los momentos más inoportunos.
—Y no sólo eso —dijo Beaton—. Se pasa el día irrumpiendo en mi despacho para quejarse de que sus antiguos pacientes no reciben un tratamiento de primera. Actúa como si todavía dirigiese este centro.
—Nunca le parece bien la comida —se quejó Geraldine Polcari.
—Ni la limpieza de habitaciones —añadió Gloria Suárez.
—Se presenta en mi despacho todas las semanas —explicó Nancy Widner—. Y siempre con la misma queja: las enfermeras no responden solícitas a las peticiones de sus pacientes.
—Se ha autoproclamado defensor de los pacientes —dijo Beaton.
—Los pacientes son los únicos que le aguantan —dijo Nancy—. En la ciudad se le considera un bobalicón excéntrico.
—¿Creen que de verdad conoce la identidad del violador? —preguntó Patrick Swegler.
—Por Dios, claro que no —dijo Nancy—. Es un farol.
—¿Que cree usted, señor Traynor? —insistió Patrick Swegler.
—Dudo que lo sepa —se encogió de hombros—, pero se lo preguntare mañana cuando comamos juntos.
—No le envidio —dijo Beaton.
—No me apetece en absoluto —reconoció Traynor—. Siempre he pensado que se merecía un respeto, pero si he de ser sincero, últimamente ya no lo tengo tan claro. —Y añadió—: Bueno, volvamos a lo nuestro.
Sin embargo, para él, la tarde ya se había estropeado.
Hodges avanzaba pesadamente por el centro de Main Street.
En aquel momento no circulaban coches. Estaba nevando y las maquinas quitanieves no habían salido todavía a la calle.
Toda la ciudad estaba cubierta de una capa de cuatro centímetros de nieve.
Hodges maldecía entre dientes, intentando dar salida a su enfado. Ahora, camino de casa, se sentía furioso por haberse dejado despachar por Traynor.
Andando junto a la zona arbolada de la ciudad, con su desierto mirador lleno de nieve, mirando en dirección norte, Hodges contempló el paisaje que se extendía más allá de la iglesia metodista. Y allí, a lo lejos, un poco más arriba de Front Street, divisó el edificio principal del hospital. Hodges se detuvo y observó pensativamente la mole del hospital.
Tuvo un presentimiento que le provocó un escalofrío. Había dedicado toda su vida al hospital, intentando ofrecer un servicio a los habitantes de la ciudad. Ahora se preguntaba si no estaría abandonando su misión.
Dio la vuelta y desanduvo el camino hasta Main Street. Estrujó las fotocopias que llevaba en el bolsillo del abrigo. Los dedos se le habían quedado entumecidos. Se detuvo al cabo de media manzana. Esta vez observó las ventanas con parteluces de la Iron Horse Inn. Un atractivo resplandor incandescente se derramaba sobre el césped helado y cubierto de nieve.
A Hodges no le costó mucho decidirse a tomar otra copa.
A fin de cuentas, su mujer Clara pasaba más tiempo con su familia en Boston que con el en Bartlet. Las cosas habrían sido muy distintas si ella le hubiera estado esperando en casa.
Aquella especie de separación tenía algunas ventajas. Hodges sabía que su cuerpo agradecería una dosis extra de reconfortante para aguantar la media hora de caminata que le quedaba hasta su casa. En la entrada, Hodges se sacudió la nieve de las suelas de goma de sus botas, colgó el abrigo de un perchero de madera y dejó la gorra en un anaquel que había encima.
Pasó junto al guardarropa, que sólo se utilizaba cuando había fiesta, avanzó por un pasillo corto y llegó a la puerta del bar.
La sala estaba recubierta de pino tosco, sin pulir, que después de casi dos siglos de uso parecía chamuscado. Una enorme chimenea de piedra con un fuego crepitante ocupaba por entero una pared.
Hodges examinó el recinto. A su entender, el reparto de personajes allí reunidos era una pobre reminiscencia del Cheers de la NBC. Vio a Barton Sherwood, presidente del Green Mountain National Bank y vicepresidente del consejo de administración del hospital, gracias a la ayuda de Traynor. Sherwood estaba sentado en un reservado con Ned Banks, el odiado propietario de la New England Coat Hanger Company.
En otra mesa, el doctor Delbert Cantor estaba sentado con el doctor Paul Darnell. La mesa estaba atestada de cervezas, patatas fritas y platos de queso. A Hodges le parecieron dos cerdos en su pocilga.
Durante una décima de segundo, pensó en sacar los papeles del abrigo y pedirles a Sherwood y a Cantor que le escucharan. Pero abandonó la idea porque no se veía con fuerzas, y además, a Cantor y Darnell les sacaba de quicio la osadía de Hodges. Cantor era radiólogo y Sherwood patólogo, y los dos habían sufrido las consecuencias de que Hodges se hiciera cargo de los dos departamentos cinco tenía atrás. No parecían el público más adecuado para escuchar sus quejas.
En la barra estaba John MacKenzie, otro vecino al que también le hubiera gustado evitar. Tenía un disputa pendiente con el desde hacía mucho tiempo. John era propietario de la gasolinera Mobile, situada cerca de la autopista, y a la que Hodges había llevado durante mucho tiempo los vehículos del hospital. Pero la última vez que había reparado el coche de Hodges, John no encontró la avería. Hodges tuvo que acudir al concesionario de Rutland. En consecuencia, no había pagado la factura a John.
Un par de taburetes más allá de John MacKenzie, Hodges vio a Pete Bergan y gruñó para sus adentros. Pete había sido cianótico en su niñez, y no había podido acabar la secundaria.
A los dieciocho años había abandonado los estudios, intentando ganarse la vida a base de trabajos esporádicos. Hodges le consiguió un trabajo de jardinero en el hospital, pero no tuvo más remedio que despedirle por su falta de formalidad.
Desde entonces, Pete se la tenía jurada.
Al otro lado de Pete se extendía una hilera de taburetes vacíos. Un poco más allá de la barra y bajando un par de escalones, había dos mesas de billar. La música tronaba en un viejo jukebox situado en la pared del fondo. Alrededor de las mesas de billar se había reunido un grupo de estudiantes del Bartlet College, una pequeña y liberal institución de humanidades que recientemente se había convertido en mixta.
Por un instante, Hodges titubeó en la entrada, intentando decidir si merecía la pena encontrarse con aquella gente para tomar una copa. El recuerdo del frío y la expectativa de un escocés le empujaron finalmente hacia el interior del bar.
Ignorando a todos, Hodges se dirigió al extremo más alejado de la barra y se sentó en un taburete. El radiante calor del fuego le calentaba la espalda. Carleton Harris, un camarero bastante gordo, puso un vaso frente a él y lo llenó de Dewar’s sin hielo. Carleton y Hodges se conocían desde hacía años.
—Me parece que tendrá que cambiar de sitio —le advirtió Carleton.
—¿Por qué? —preguntó Hodges. Estaba contento de que nadie se hubiera fijado en él.
Carleton señaló una copa medio vacía dos taburetes más allá.
—Me temo que nuestro intrépido jefe de policía, Wayne Robertson, ha venido a repostar. Esta en los servicios.
—¡Mierda! —dijo Hodges.
—No diga que no le he avisado —añadió Carleton mientras se dirigía a los estudiantes, que se habían acercado a la barra.
—Joder, seis contra uno. Media docena contra mí —murmuró Hodges para sí. Si se cambiaba a la otra esquina tendría que enfrentarse a John MacKenzie. Decidió quedarse allí. Se llevó el vaso a los labios.
Antes de que pudiera beber un sorbo, alguien le dio una palmada en la espalda. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para que la bebida no se derramara.
—¡Pero si es nuestro amigo el matasanos!
Hodges se volvió y miró con ira a la cara del ebrio Wayne Robertson. Robertson tenía cuarenta y dos años y era bastante corpulento. Tiempo atrás había sido todo músculo.
Ahora era mitad músculo y mitad barriga. El aspecto más prominente de su perfil era el abdomen, que casi le tapaba la hebilla del cinturón oficial. Robertson iba de uniforme, con pistola y todo.
—Wayne, esta borracho —dijo Hodges—. ¿Por qué no se va a casa a dormir? —Hodges se volvió hacia la barra.
—Gracias a usted, no tengo nada que hacer en casa.
Hodges se dio la vuelta muy despacio y miró a Robertson, que tenía los ojos enrojecidos, casi tan rojos como sus gruesas mejillas. Tenía el pelo rubio y lo llevaba cortado a cepillo, estilo años cincuenta.
—Wayne —empezó Hodges—, no empecemos otra vez con lo mismo. Su mujer, que en paz descanse, no era mi paciente.
Está borracho. Váyase a casa.
—Usted era el responsable de esa mierda de hospital.
—Eso no quiere decir que yo fuera el responsable de todo lo que pasara allí dentro, idiota —dijo Hodges—. Y además eso pasó hace diez años. —Intentó darse otra vez la vuelta.
—¡Hijodeputa! —gruñó Robertson al tiempo que cogía a Hodges por el cuello de la camisa, intentado levantarle de la banqueta.
Carleton Harris salió de la barra con una rapidez asombrosa para su gordura, y se colocó entre los dos hombres. Liberó a Hodges de la presa de Robertson.
—Eh, ustedes —dijo—. Cada uno a su rincón. En el Iron Horse están prohibidos los combates de boxeo.
Hodges se arregló la camisa indignado, cogió su copa y se marchó al otro extremo de la barra. Cuando pasaba al lado de John MacKenzie, le oyó murmurar:
—Gorrón.
Hodges no cayó en la provocación.
—Carleton, nadie le ha pedido ayuda —le gritó el doctor Cantor al camarero—. Si Robertson le hubiera partido la cara a Hodges, media ciudad se habría alegrado.
Los doctores Cantor y Darnell se echaron a reír ruidosamente. Se jaleaban el uno al otro y acabaron atragantándose con las cervezas y palmeándose las rodillas. Carleton los ignoró y volvió a situarse detrás de la barra para servirle una copa a Barton Sherwood.
—El doctor Cantor tiene razón —dijo Sherwood en voz alta para que le oyera todo el mundo—. La próxima vez que Hodges y Robertson se peleen, déjeles en paz.
—¿Usted también? —dijo Carleton mientras mezclaba hábilmente la bebida de Sherwood.
—Le diré una cosa del doctor Hodges —dijo Sherwood, todavía en voz alta para que todos le oyeran—. No es un buen vecino. Por un avatar del destino, es propietario de una pequeña franja de tierra que divide mis dos parcelas, ¿y sabe lo que ha hecho? Ha levantado una valla.
—Sí, he vallado mi parcela —exclamó Hodges sin poder contenerse—. Era la única forma de evitar que sus malditos caballos se cagaran por todas partes.
—¿Y por qué no me la vendió? —Sherwood se volvió para encararse con Hodges—. Usted no la quiere para nada.
—No puedo venderla porque esta a nombre de mi mujer —contestó Hodges.
—Tonterías —dijo Sherwood—. El hecho de que la casa y las tierras estén a nombre de su esposa no es más que una artimaña legal para proteger sus propiedades contra un posible juicio por negligencia profesional. Usted mismo me lo contó.
—Quizá debería saber la verdad —replicó Hodges—. Sólo intentaba ser diplomático. En realidad, no le vendí las tierras porque le desprecio. ¿Le cabe eso en su cabeza de chorlito?
Sherwood se volvió hacia la sala y se dirigió a todos los presentes.
—Sois testigos. El doctor Hodges reconoce que actúa por desprecio. Desde luego, no me sorprende esta actitud tan poco cristiana.
—¡Cállese! —replicó Hodges—. Parece hipócrita que un banquero hable de ética cristiana teniendo sobre su conciencia todos esos juicios hipotecarios. Usted ha echado a mucha gente de sus casas.
—Eso no tiene nada que ver —respondió Sherwood—. Así es el mundo de los negocios. Tengo que pensar en mis accionistas.
—Paparruchas —dijo Hodges haciendo un gesto obsceno.
Una súbita conmoción en la puerta llamó la atención de Hodges. Se volvió y vio a los asistentes de la reunión del hospital entrar en el bar. Le pareció que a Traynor no le hacía mucha ilusión verle. Hodges se encogió de hombros y volvió a su bebida. Pero no pudo quitarse de la cabeza que estuvieran allí los tres responsables máximos: Traynor, Sherwood y Cantor.
Hodges cogió su whisky, bajó del taburete y siguió a Traynor hasta la mesa de Sherwood y Banks. Le dio una palmadita en el hombro.
—¿Podemos hablar ahora? —sugirió—. Estamos todos aquí.
—Joder, Hodges —soltó Traynor—. ¿Cuantas veces tengo que decírselo? No quiero hablar esta noche. ¡Hablaremos mañana!
—¿De que quiere hablar? —preguntó Sherwood.
—Algo de unos antiguos pacientes —respondió Traynor—. He quedado con el para comer mañana.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor Cantor uniéndose a la refriega. Había olisqueado la sangre y se había acercado a la mesa como un tiburón atraído por el cebo.
—El doctor Hodges no esta de acuerdo en cómo dirigimos el hospital —dijo Traynor—. Pero ya nos enteraremos mañana.
—Seguro que son las quejas de siempre —intercaló Sherwood—. Sus pacientes nunca reciben un trato de primera.
—¡Cuánta ingratitud! —dijo el doctor Cantor, interrumpiendo a Hodges, que se disponía a responderles—. Nosotros, dedicando nuestro tiempo desinteresadamente para mantener el hospital a flote, ¿y que recibimos a cambio? Críticas y más críticas.
—Y una mierda, desinteresadamente —dijo Hodges—. A mí no me engañan. Su interés no tiene nada que ver con la caridad. Tú, Traynor, utilizas el cargo para alimentar tu ansia de grandeza. Lo suyo es más sofisticado, Sherwood. Lo suyo son puras finanzas, el hospital es el principal cliente del banco.
Lo de Cantor es más sencillo. A este sólo le interesa el Centro de la Imagen, esa aventura conjunta que yo permití en un momento de locura. De todas las decisiones que tome cuando era administrador del hospital, esa es de la que más me arrepiento.
—Entonces le pareció un buen trato —dijo el doctor Cantor.
—Lo hice porque considere que era la única forma de poner al día la Unidad de Scanner —dijo Hodges—. Pero luego comprendí que la maquina podía amortizarse por si sola en menos de un año. Eso me hizo comprender que usted y los demás radiólogos privados estaban robándole al hospital.
—No tengo ningún interés en reabrir esa vieja batalla —dijo el doctor Cantor.
—Ni yo —replicó Hodges—. La cuestión es si alguna vez les mueve la caridad en las cosas que hacen. A ustedes les preocupan las finanzas, y no el bienestar de los pacientes o de la comunidad.
—Usted no es el más indicado para hablar —espetó Traynor—. Usted dirigía el hospital como un señor feudal. ¿Podía explicarnos quién ha cuidado de su casa todos estos años?
—¿A que te refieres? —balbuceó Hodges, con los ojos saltando de uno a otro.
—Es muy sencillo —dijo Traynor animado por la ira. Le había marcado con un cuchillo y ahora quería clavárselo hasta la empuñadura.
—No se que tiene que ver mi casa con todo esto —dijo Hodges.
Traynor se puso de puntillas para examinar la sala.
—¿Dónde se ha metido Van Slyke? —preguntó—. Estaba por aquí.
—Esta junto al fuego —dijo Sherwood, señalando. Tuvo que esforzarse para contener una sonrisa de satisfacción. El asunto de la casa de Hodges le reconcomía desde hacia mucho tiempo. Y si nunca lo había sacado a colación era porque Traynor se lo había prohibido.
Traynor llamó a Van Slyke, que aparentemente no le oyó.
Traynor insistió, pero esta vez subió el tono de voz y le oyó todo el mundo. Se interrumpieron todas las conversaciones.
La habitación quedó momentáneamente en silencio, a excepción de la música que salía del jukebox.
Van Slyke avanzó por la sala, incómodo por la sensación de ser el centro de todas las miradas. Pero enseguida los presentes perdieron interés y reanudaron sus conversaciones.
—Vaya, hombre —le dijo Traynor a Van Slyke—. Parecía que estuviera usted avanzando por un mar de gelatina. A veces, en vez de treinta parece que tenga ochenta años.
—Lo siento —dijo Van Slyke, sin perder su expresión impávida.
—Tengo que hacerle una pregunta —prosiguió Traynor—. ¿Quien ha cuidado la parcela del doctor Hodges?
Van Slyke miró a Hodges. Sus labios esbozaron una sonrisa burlona. Hodges apartó la vista.
—¿Y bien? —preguntó Traynor.
—Nosotros —dijo Van Slyke.
—Sea un poco más concreto —dijo Traynor—. ¿Quienes son «nosotros»?
—Los jardineros del hospital —dijo Van Slyke. No apartaba la vista de Hodges, ni tampoco abandonaba su sonrisa.
—¿Desde cuando?
—Desde antes de que yo llegara —respondió Van Slyke.
—Desde hoy, queda prohibido —dijo Traynor—. ¿Entendido?
—Claro —contestó Van Slyke.
—Gracias, Werner —dijo Traynor—. Vaya a la barra y beba una cerveza mientras nosotros hablamos con el doctor Hodges.
Van Slyke volvió a su sitio junto a la chimenea.
—Ya conoce el dicho —dijo Traynor—: los que están en el candelero…
—¡Cállese! —espetó Hodges.
Iba a decir algo, pero se detuvo. En lugar de eso, salió orgullosamente de la sala con rabia contenida, cogió su abrigo y la gorra, y se zambulló en la glacial noche.
—Viejo tonto —murmuró mientras se dirigía hacia el sur de la ciudad.
Estaba furioso consigo mismo por permitir que aquel idiota neutralizase momentáneamente su indignación ante el problema de la atención a los pacientes. Era cierto que el personal de mantenimiento del hospital cuidaba sus propiedades.
Todo había empezado hacía años. La cuadrilla del hospital había aparecido un buen día. Hodges nunca había solicitado sus servicios, pero tampoco había hecho nada para evitarlos.
La larga caminata a casa en aquella noche helada sirvió para aliviar la culpabilidad de Hodges respecto a lo del jardín. Después de todo, aquello no tenía nada que ver con la atención al paciente. Cuando entraba por el camino nevado de su casa tomó la decisión de pagar una cifra razonable por los servicios que había recibido. No pensaba permitir que aquel asunto sofocase sus protestas por cuestiones más serias.
Cuando Hodges llegó a la mitad del largo camino de entrada, vio la explanada inferior. Entre la nieve y el viento distinguió la valla que había levantado para evitar que los caballos de Sherwood entraran en su propiedad. Nunca le vendería un trozo de tierra a un bastardo como aquel. Sherwood se había quedado con el segundo terreno gracias a un juicio hipotecario contra la familia de un antiguo paciente de Hodges. De hecho, su ficha de ingreso en el hospital era uno de los documentos que Hodges llevaba en el bolsillo.
Hodges dejó el camino y cogió un atajo que bordeaba el estanque de las ranas. Se dio cuenta de que algunos niños del barrio habían patinado allí, porque habían retirado la nieve que cubría el hielo y habían colocado unas porterías improvisadas de hockey. Más allá del estanque, la casa vacía de Hodges se recortaba en la noche nevada y oscura.
Rodeando la casa, Hodges se acercó a una puerta lateral del añadido que unía la casa principal con el granero. Se sacudió la nieve de las botas, entró en aquella habitación embarrada, se quitó el abrigo y lo colgó. Después de hurgar torpemente en el bolsillo del abrigo, sacó los papeles que había llevado a lo largo del día y los llevó a la cocina.
Dejó los papeles en la mesa de la cocina y se dirigió a la biblioteca para servirse una copa, en honor de la que no había podido tomar en el bar. Unos golpes insistentes en la puerta le detuvieron en medio del comedor.
Hodges miró su reloj, confundido. ¿Quien podría ser, tan tarde y en una noche como aquella? Dio media vuelta, atravesó la cocina y se encaminó a la habitación embarrada.
Ayudándose con una manga de la camisa, borró el vaho del panel de la puerta acristalada. Fuera había alguien.
—¿Qué pasa? —murmuró Hodges retirando el cerrojo de la puerta. Abrió y dijo—: Me parece raro que vengas a verme a estas horas. —Hodges se quedó mirando a su visitante, que no abrió la boca. La nieve se arremolinaba entre sus piernas—. Mierda —dijo, encogiéndose de hombros—. En fin, pasa. —Se dirigió a la cocina—. Pero no esperes que te haga el numerito del anfitrión simpático. ¡Y haz el favor de cerrar la puerta!
Cuando Hodges iba a subir el solitario escalón que llevaba al nivel de la cocina, se dio la vuelta para comprobar si la puerta había sido cerrada. Por el rabillo del ojo distinguió algo que se dirigía a su cabeza a gran velocidad. Se agachó instintivamente.
Aquel brusco movimiento le salvó la vida. Una varilla metálica y plana le golpeó un lado de la cabeza. La fuerza del golpe impelió la barra hacia su hombro, fracturándole la clavícula, y el impacto derribó al atónito Hodges.
Hodges chocó contra la mesa de la cocina. Se agarró a los bordes y logró ponerse en pie. La sangre le manaba en pequeños hilos desde la herida de la cabeza y goteaba sobre los papeles. Hodges se dio la vuelta y vio que su agresor se abalanzaba con el brazo levantado. La mano enguantada sujetaba una varilla de hierro que tenía el aspecto de una palanca corta y plana.
Cuando el arma descendió para asestar un segundo golpe, Hodges alargó la mano y le sujetó el antebrazo a su agresor, impidiendo así el impacto. No obstante, la barra le alcanzó en el cuero cabelludo. Más sangre empezó a brotar de las dañadas arterias.
Desesperado, Hodges clavó las unas en el antebrazo de su asaltante. Sabía que no podía soltarle, tenía que evitar a toda costa un nuevo golpe.
Las dos figuras siguieron forcejeando durante unos instantes. En una danza mortal, ejecutaron piruetas por la cocina, chocando contra las paredes, derribando sillas y rompiendo platos. La sangre se esparcía por todas partes.
Cuando finalmente pudo liberar su brazo de la presa de Hodges, el agresor gritó de dolor. Una vez más, la varilla se levantó hasta su terrible cenit antes de golpear el antebrazo de Hodges. Los huesos crujieron como frágiles ramas ante el impacto.
La varilla de metal volvió a levantarse por encima del desventurado Hodges, y de nuevo cayó con fuerza. Esta vez, el arma no encontró obstáculos e impactó directamente en la desprotegida cabeza de Hodges, produciéndole una incisión en el cráneo y clavándosele en el cerebro.
Hodges cayó al suelo, misericordiosamente inerte.