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LUNES 6 DE SEPTIEMBRE

Traynor desvió el Mercedes de la carretera y se dirigió por el terreno pedregoso hacia la fila de coches aparcados frente a una valla de tablones. En los meses de verano, las tierras que había al otro lado de la valla se utilizaban para ferias artesanales. El doctor Traynor y su mujer Jacqueline se dirigían a la octava fiesta anual del trabajador patrocinada por el Bartlet Community Hospital. La fiesta había empezado a las nueve con unas carreras de atletismo para niños.

—Vaya manera de estropear un día de fiesta —dijo Traynor—. Odio estas celebraciones.

—Tonterías —rezongó su mujer—. A mí no me engañas.

—Era una mujer pequeña y regordeta, e iba vestida de manera excesivamente convencional: sombrero blanco, guantes también blancos y zapatos de tacón. La verbena incluía una comida al aire libre consistente en panochas de maíz, almejas al vapor y langosta de Maine.

—¿De que estas hablando? —preguntó Traynor mientras aparcaba.

—Yo se que te encantan todos estos saraos del hospital, no te hagas el mártir conmigo. Te encanta fingir, te encanta jugar tu papel de presidente del consejo.

Traynor miró indignado a su mujer. Su matrimonio era una continua pelea y los insultos estaban a la orden del día. Traynor se contuvo esta vez: Jacqueline tenía razón en lo de la verbena, aunque le irritaba que después de veintiún años de matrimonio ella hubiera llegado a conocerle tan bien.

—¿Y ahora que pasa? —preguntó Jacqueline mientras esperaba la respuesta de Traynor—. ¿Vamos o no?

Se apearon y caminaron torpemente junto a la hilera de coches aparcados. Beaton les saludó con la mano y se acercó hacia ellos, acompañada de Wayne Robertson, el jefe de policía.

Traynor se dio cuenta de que pasaba algo.

—¡Qué oportuna! —dijo Jacqueline cuando vio acercarse a Beaton—. Aquí llega una de tus mayores aduladoras.

—¡Cállate, Jacqueline! —le espetó Traynor entre dientes.

—Tengo muy malas noticias —dijo Beaton sin ningún preámbulo.

—¿Por qué no vas al bar y pides un refresco? —le dijo Traynor a Jacqueline dándole un leve codazo. Jacqueline obedeció no sin antes dirigirle una mirada despectiva a Beaton.

—No parece muy contenta de estar aquí —comentó Beaton.

Traynor sonrió.

—¿Cuales son esas malas noticias? —preguntó.

—Me temo que ayer por la noche fue atacada otra enfermera —dijo Beaton—. O quizá esta mañana. La han violado.

—¡Maldita sea! —renegó Traynor—. ¿Ha sido el bastardo de siempre?

—Creemos que sí —contestó Robertson—. Responde a las anteriores descripciones y también usaba pasamontañas.

Aunque esta vez en lugar de un cuchillo llevaba pistola y esposas. Se la llevó a los árboles, igual que a las otras.

—Yo pensaba que con la iluminación se acabarían los ataques —dijo Traynor.

—Y tendría que haber sido así —dijo Beaton dubitativa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Traynor.

—El ataque tuvo lugar en el aparcamiento superior, que no esta iluminado. Como recordaras sólo pusimos focos en la parte de abajo para ahorrar dinero.

—¿Quien sabe lo de la violación? —preguntó Traynor.

—Muy poca gente —dijo Beaton—. He contactado personalmente con George O’Donald, del Bartlet Sun, y esta de acuerdo en no publicar la noticia. Hemos conseguido una pequeña tregua, y desde luego la víctima no se lo va a contar a nadie.

—Me gustaría que no se enterasen los de la AGM —dijo Traynor.

—Supongo que esto acentúa aún más la necesidad del nuevo aparcamiento —observó Beaton.

—Lo necesitamos, pero no podemos construirlo —dijo Traynor—. Es mi mala noticia para la reunión del consejo ejecutivo de esta noche. Mi antiguo enemigo, Jeb Wiggins, ha cambiado de opinión. Y lo que es peor, ha convencido a los de la comisión de que el proyecto del aparcamiento es inviable.

Dice que estéticamente es una aberración.

—¿Quiere decir que debemos olvidarnos del proyecto? —preguntó Beaton.

—No es que sea el final, pero sí es un toque de atención —reconoció Traynor—. Cuando te tumban un proyecto de este tipo es muy difícil levantarlo, pero yo estoy dispuesto a pedir una nueva votación. Quizá esta violación, pese a que ha sido una desgracia, sea el catalizador que necesitábamos para que nos aprueben el proyecto.

Traynor se volvió hacia Robertson, y vio su propio reflejo en las gafas de espejo de Robertson.

—¿Puede hacer algo la policía? —preguntó Traynor.

—Salvo que deje a uno de mis hombres vigilando toda la noche —dijo Robertson—, no hay mucho más que podamos hacer. De hecho ya patrullan con las luces encendidas cuando están por la zona.

—¿Dónde esta el encargado de seguridad del hospital, Patrick Swegler? —preguntó Traynor.

—Lo traeré —dijo Robertson—. Hacía footing cerca del estanque.

—¿Estas preparada para lo de esta noche? —preguntó Traynor cuando Robertson se alejó.

—¿Te refieres a la reunión?

—A la reunión y a después de la reunión —dijo Traynor con una sonrisa lasciva.

—De lo de después no estoy tan segura —dijo Beaton—. Tenemos que hablar.

—¿Hablar de que?

—Este no es el sitio más apropiado para hablar —dijo Beaton. Vio acercarse a Patrick Swegler y Wayne Robertson.

Traynor se apoyó contra la valla. Se sentía un poco débil.

Lo único que le quedaba era el afecto de Beaton. Se preguntó si Beaton lo estaría engañando con alguien, alguien como el asno de Charles Kelley. Traynor suspiró, siempre había algo que iba mal.

Patrick Swegler miró a Traynor directamente a los ojos.

A Traynor le parecía un niño grande. Había jugado a fútbol americano en la Universidad de Bartlet, y durante ese período habían dominado la liga universitaria.

—No hemos podido hacer nada —dijo Swegler, dispuesto a no dejarse intimidar por el incidente—. La enfermera había hecho un turno doble y cuando salió no avisó a los de seguridad. Todas las enfermeras estaban advertidas de que nos avisaran cada vez que tuvieran que salir de noche. Y encima, había dejado el coche en el aparcamiento de arriba, que, como usted sabe, no esta iluminado.

—¡Por el amor de Dios! —murmuró Traynor—. Se supone que tendría que estar dedicado en cuerpo y alma a una operación en la que están en juego millones de dólares y tengo que preocuparme por cosas totalmente banales. ¿Por qué no avisó la enfermera a los de seguridad?

—No me lo han dicho, señor —dijo Swegler.

—Si construimos el aparcamiento nuevo se acabaría el problema —dijo Beaton.

—¿Dónde esta Werner van Slyke, el de mantenimiento? —preguntó Traynor—. Que venga ahora mismo.

—Ya sabes que Van Slyke es la única persona del hospital que no asiste a actos sociales —explicó Beaton.

—¡Mierda, tienes razón! —dijo Traynor—. Dile que quiero que los dos aparcamientos tengan la misma iluminación.

—Quiero que los iluminen como si fueran árboles de navidad. —Traynor se volvió hacia Robertson—. ¿Por qué no han podido encontrar a ese maldito violador? Si todas las violaciones han sido cometidas por la misma persona, ya deberían tener algún sospechoso. Y sobre todo en una ciudad tan pequeña como Bartlet.

—Estamos en ello —contestó Robertson.

—¿Te apetece ir al bar? —preguntó Beaton.

—Sí, será lo mejor —contestó Traynor, furioso—. Me gustaría tomar unas almejas. —Traynor cogió a Beaton del brazo y se dirigieron al bar.

Traynor estaba a punto de hablarle de su cita para la noche, pero Caldwell y Cantor les vieron y se acercaron. Caldwell estaba de muy buen humor.

—Supongo que se habrá enterado de que el programa de incentivos empieza a funcionar —le dijo a Traynor—. Las cifras de agosto son muy esperanzadoras.

—No, no sabía nada —dijo Traynor volviéndose hacia Beaton.

—Pues es cierto —dijo Beaton—. Esta noche presentare las cifras. El número de hospitalizaciones de la AGM ha bajado un cuatro por ciento respecto a agosto del año pasado. No es mucho, pero estamos en el buen camino.

—Resulta alentador oír una buena noticia de vez en cuando —dijo Traynor—. Pero no podemos bajar la guardia. El viernes estuve hablando con Arnsworth, y me dijo que los números rojos volverían a subir coincidiendo con la marcha de la gente que ha venido a pasar el verano. El censo del hospital de enfermos de pago durante julio y agosto ha superado con creces al de asegurados de la AGM. A partir de mañana, todos los veraneantes de Bartlet vuelven a sus lugares de origen.

—Creo que deberíamos reactivar nuestro plan de estricto control de hospitalización —añadió Beaton—. Es la única manera de mantenernos a flote hasta que empiecen a firmarse nuevos contratos de capitación.

—Por supuesto que lo haremos —dijo Traynor—. No nos queda otro remedio. Por cierto, y para que lo sepa todo el mundo, el CEN ahora se llama CER: Control Estricto de Recursos.

Todos se echaron a reír.

—Estoy muy enfadado —dijo Cantor riendo—. Como autor del proyecto, prefiero que se llame CEN. —A pesar del verano estaba tan pálido como siempre. Cantor llevaba unas bermudas con calcetines negros, lo que destacaba aún más la blancura lechosa de sus piernas.

—Tengo una pregunta delicada —dijo Caldwell—. ¿Cómo contempla el CER una enfermedad como la fibrosis quística?

—No me lo pregunte a mi —dijo Traynor—. No soy medico. ¿Qué coño es la fibrosis quística? Se que existe esa enfermedad, pero no me pregunte que es.

—Es una enfermedad crónica hereditaria —explicó Cantor—. Produce problemas respiratorios y problemas GI.

—Él quiere decir gastrointestinales —explicó Caldwell—. El aparato digestivo.

—Gracias —dijo Traynor sarcásticamente—. Se lo que significa GI. ¿Qué pasa con esa enfermedad, es mortal?

—Normalmente, sí —dijo Cantor—. Pero con cuidados respiratorios intensivos, algunos pacientes pueden vivir normalmente hasta los cincuenta años.

—¿Qué es el coste anual de estos enfermos? —preguntó Traynor.

—Una vez empiezan con problemas respiratorios, unos veinte mil dólares por año —dijo Cantor.

—¡Por Dios! —dijo Traynor—. Un coste así debería incluirse en el apartado del CER. ¿Es una enfermedad común?

—La padece uno de cada dos mil bebes —respondió Cantor.

—¡Ah, bueno! —dijo Traynor moviendo una mano—. Es demasiado rara para que tengamos que preocuparnos.

Después de prometer que asistirían puntualmente a la reunión, Caldwell y Cantor se marcharon en distintas direcciones. Caldwell fue a ver el partido de voleibol que se jugaba en una especie de cala que había junto al lago. Cantor fue directo a la nevera de las cervezas.

—Vamos a comer —dijo Traynor.

Se dirigieron a la tienda que albergaba una hilera de barbacoas de carbón. Traynor saludaba a todo el mundo. Su mujer tenía razón, le encantaban los acontecimientos sociales. Se sentía como un rey. Iba vestido de manera informal aunque sin descuidar ni un detalle: pantalones a medida, mocasines con alzas y sin calcetines, y un polo de manga corta. En esas ocasiones nunca llevaba bermudas, y le sorprendía que Cantor se preocupase tan poco de su aspecto.

Su felicidad se vio interrumpida por la presencia de su mujer.

—¿Te lo estas pasando bien, cariño? —preguntó, sarcástica—. Tienes todo el aspecto de que sí.

—¿Que se supone que tendría que hacer? —preguntó retóricamente—. ¿Pasearme por ahí con el ceno fruncido?

—Pues no veo por qué no —replicó Jacqueline—. En casa estas todo el día así.

—Bueno, he de marcharme —dijo Beaton.

Traynor la cogió del brazo.

—No, quiero que me expliques los datos de agosto antes de la reunión de esta noche.

—En ese caso, me iré yo —dijo Jacqueline—. Creo que regresare a casa, querido. Ya he visto a la gente que quería ver.

Estoy segura de que alguno de tus numerosos colegas estará encantado de llevarte de vuelta.

Traynor y Beaton observaron cómo Jacqueline se alejaba caminando descalza por la hierba.

—Se me ha quitado el hambre —dijo Traynor cuando Jacqueline desapareció de la vista—. Vamos a dar un paseo.

Se acercaron al lago y estuvieron viendo el partido de voleibol. Después se encaminaron hacia la pequeña cancha de béisbol.

—¿De que querías hablarme? —preguntó Traynor, haciendo acopio de valor.

—De nosotros, de mí, de nuestra relación —respondió Beaton—. Estoy satisfecha de mi trabajo, disfruto con él y me resulta estimulante. Pero cuando me contrataste, diste a entender que nuestra relación iría a más: me contaste que estabas a punto de divorciarte. Pero no lo has hecho. No quiero pasarme el resto de mi vida escondiéndome. Necesito algo más que encuentros fugaces.

Traynor notó que el sudor le perlaba la frente. Con todo lo que estaba pasando en el hospital, y ahora esto. No quería cortar su relación con Helen pero tampoco se atrevía a enfrentarse con Jacqueline.

—Piénsatelo —dijo Beaton—, pero hasta que no cambien las cosas, olvídate de los encuentros furtivos en mi despacho.

Traynor asintió y pensó que era lo mejor que le podía pasar. Llegaron hasta el campo de béisbol y lo contemplaron con aire ausente. Estaba a punto de empezar un partido.

—Ahí esta el doctor Wadley —dijo Beaton. Le saludó y Wadley le devolvió el saludo. A su lado había una mujer en pantalones cortos, joven y atractiva, de cabello castaño oscuro. Llevaba con mucho garbo una gorra de béisbol colocada del revés.

—¿Quien es la mujer que esta con él? —preguntó Traynor deseoso de cambiar de tema.

—Es nuestra nueva patóloga —dijo Beaton—. Angela Wilson. ¿Quieres que te la presente?

—De acuerdo, adelante —dijo Traynor.

Se acercaron y Wadley hizo las presentaciones. Ensalzó a Traynor y dijo que era el mejor presidente que había tenido el consejo de administración del hospital. También se prodigó con Angela, a la que presentó como una brillante y prometedora patóloga.

—Encantada de conocerle —dijo Angela.

Los jugadores gritaron a Angela y a Wadley que se colocaran en sus puestos. Iba a empezar el partido. Beaton observó cómo Wadley acompañaba a Angela hasta su posición en la segunda base. Wadley jugaba entre la segunda y la tercera base.

—El viejo Wadley ha cambiado mucho —comentó Beaton—. Angela Wilson ha resucitado el maestro que llevaba dentro. Ella le ha dado un nuevo sentido a su vida. Wadley esta como en una nube desde que ella ha llegado.

Traynor observó a Angela practicar recogiendo bolas con el guante y luego lanzándolas hábilmente hacia la primera base. Entendía muy bien el repentino interés de Wadley y, a diferencia de Beaton, no lo atribuía únicamente a un puro interés académico. Angela Wilson no tenía el aspecto de una médica, o por lo menos de las médicas que Traynor había conocido.