VERANO EN VERMONT
Conforme avanzaba el verano, los días se convertían en semanas y las semanas en meses. El dulce maíz crecía enhiesto más allá de la casa de los Wilson. Desde el porche principal, con la brisa nocturna, se podía oír crujir el maíz. Por debajo de la terraza, los tomates maduraban hasta un rojo intenso. El árbol junto al granero dejaba caer manzanas silvestres del tamaño de pelotas de golf. El zumbido de las cigarras llenaba las calurosas mañanas de agosto.
Según se iban adaptando a sus nuevos trabajos, Angela y David se iban encontrando más a gusto. Cada día tenían experiencias nuevas que compartían entusiasmados en largas y apacibles cenas.
El apetito de Rusty seguía siendo muy voraz y el animal crecía rápida y proporcionalmente, acorde con el tamaño de sus zarpas. Pero seguía siendo tan encantador como de cachorro. Todo el que pasaba a su lado le daba una palmadita en la cabeza o le rascaba detrás de la oreja.
Nikki crecía espléndidamente en el nuevo entorno. El estado de su respiración era normal y sus pulmones estaban muy limpios. Tenía muchos amigos nuevos entre los que destacaba Caroline Helmsford. Caroline era un año mayor que Nikki y también tenía fibrosis quística. Pese a que habían tenido pocas experiencias en común, la enfermedad les unía en un vínculo muy fuerte.
Se habían conocido por casualidad. A pesar de que a los Wilson les habían hablado de Caroline en su primera visita a Bartlet, no habían intentado ponerse en contacto con ella. Las dos niñas se conocieron en la tienda de ultramarinos de los padres de Caroline.
Nikki también era amiga de Arni, el hijo de Yansen, que tenía su misma edad. Sus cumpleaños estaban separados por una semana. Arni era como su padre: bajo, fuerte y agresivo. Arni y Nikki hicieron buenas migas y pasaban las horas entrando y saliendo del granero. Siempre tenían cosas que hacer.
Los Wilson disfrutaban con su trabajo, pero adoraban los fines de semana. Los sábados por la mañana, David se levantaba al salir el sol e iba a hacer sus visitas al hospital. Al acabar, iba al gimnasio de la universidad a jugar a baloncesto con un grupo de médicos. La tarde del sábado y la del domingo, Angela y David se dedicaban a los trabajos de la casa. Mientras Angela trabajaba en el interior, haciendo cortinas o restaurando muebles viejos, David se dedicaba a reparar las cañerías o a reforzar el porche. David era aún más manazas de lo que Angela pensaba, y se pasaba el día pidiendo consejos en la ferretería. Por suerte, el señor Staley se había apiadado de él y le había ensenado a arreglar mamparas, grifos que goteaban e interruptores quemados.
El sábado 2I de agosto David se levantó pronto, como era habitual, se preparó un café y se dirigió al hospital. La ronda terminó enseguida porque sólo tenía que visitar a John Taylor, el paciente con leucemia. Como sucedía con otros enfermos de David que tenían cáncer, a John había que hospitalizarlo con cierta frecuencia a causa de multitud de problemas. La última vez había sido por un absceso en el cuello del que, por suerte, se recuperaba satisfactoriamente. David le aseguró que le daría de alta muy pronto.
Al acabar la visita al hospital, fue en bicicleta a la universidad a jugar a baloncesto. Al entrar en el gimnasio vio que había más gente de lo normal esperando para jugar. Cuando empezó el partido, David advirtió que se jugaba con más agresividad de lo normal. La razón era que nadie quería perder, porque los perdedores dejaban de jugar.
David respondió ante aquella agresividad jugando con más fuerza. Mientras luchaba por coger un rebote, le propinó un fuerte codazo en la nariz a Kevin Yansen. David se volvió y vio cómo Kevin se llevaba las manos a la nariz: la sangre se escurría entre sus dedos.
—Kevin —dijo David—. ¿Estas bien?
—¡Mierda! —protestó Kevin—. ¡Eres un gilipollas!
—Lo siento —dijo David. Se sentía avergonzado de su propia agresividad—. Deja que te mire. —Se acercó e intentó apartarle las manos de la cara.
—No me toques —espetó Kevin.
—Venga, señor agresivo —le dijo Trent Yarborough desde el suelo. El cirujano Trent era uno de los mejores jugadores y había jugado a baloncesto en Yale—. Veamos esa narizota. Me alegro de que te hayan dado un poco de jarabe de palo.
—Que te den por culo, Yarborough —escupió Kevin.
Retiró las manos de la cara. Sangraba por la nariz y el tabique nasal se le había desviado.
Trent se acercó para observarlo mejor.
—Me parece que se te ha roto —dijo Trent.
—¡Mierda! —dijo Kevin.
—¿Quieres que te lo coloque en su lugar? —le preguntó Trent—. No te cobrare mucho.
—Espero que tengas al día tu maldita póliza de negligencias profesionales —dijo Kevin. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Trent sujetó la nariz de Kevin entre el pulgar y el nudillo de su dedo índice, y volvió a colocar el tabique en su sitio.
Todos se sintieron conmocionados, Trent incluido, al oír el ruido que hizo el cartílago.
—Esta mejor que antes —dijo Trent dando un paso atrás para admirar su obra.
David le preguntó a Kevin si quería que le acompañase a casa, pero este gruñó que podía ir solo.
Entró uno de los suplentes para sustituir a Kevin. David se quedó mirando cómo salía Kevin del gimnasio. Se sobresaltó al sentir una palmada en la espalda y se dio la vuelta. Era Trent.
—No te preocupes por Kevin. Él ya ha roto dos narices.
No es muy deportivo, pero es un buen tío.
David reanudó el partido de mala gana.
Cuando David volvió a casa, Nikki y Angela le estaban esperando para salir de excursión. Ese sábado no habían hecho planes porque estaban invitados a pasar la noche junto a un lago relativamente cerca de Bartlet. El plan consistía en bañarse en el lago por la tarde y luego una cena al aire libre. Los Yansen, los Yarborough y los Young, los tres de la «Y», —como se llamaban a ellos mismos—, habían alquilado por un mes una casita junto al lago. Steve Young, uno de los habituales del baloncesto, era ginecólogo.
—Venga, papa —dijo Nikki, impaciente—, llegaremos tarde.
David miró la hora: había estado jugando a baloncesto más tiempo que otras veces. Subió corriendo las escaleras y se metió en la ducha. Media hora más tarde estaban de camino.
El lago era de color esmeralda y estaba rodeado de árboles.
Se encontraba situado en un frondoso valle entre dos montanas, una de las cuales albergaba una magnífica estación de esquí que era de las más concurridas de la zona.
La casita era una preciosidad, de construcción irregular, y todas las habitaciones estaban dispuestas de forma que daban a una gran chimenea de piedra. Tenía un porche cubierto que ocupaba todo el frontal de la casa y que daba directamente al lago. Del porche salía una plataforma que llevaba a un embarcadero que penetraba unos quince metros en el agua.
Enseguida, Nikki formó equipo con Arni Yansen y ambos fueron corriendo al bosque para que Arni le enseñara la cabaña que había encima de un árbol. Angela se dirigió a la cocina, donde Nancy Yansen, Claire Young y Gayle Yarborough estaban preparando la comida. David se unió al grupo de los hombres, que bebían cerveza y veían un partido de los Red Sox en un televisor portátil.
La tarde transcurrió lánguidamente y sólo se vio alterada por los pequeños dramas de ocho inquietos niños que escalaban rocas, se raspaban las rodillas o se peleaban entre ellos.
Los Yansen tenían dos hijos; los Young, uno; y los Yarborough, tres.
El humor de Kevin fue el único lunar de un día magnífico.
Tenía los ojos morados a causa del golpe en la nariz. Le regañó varias veces a David por haber sido tan patoso y se pasó el día despotricando contra él. Finalmente, David lo llevó a un aparte, divertido de que se lo hubiera tomado tan a pecho.
—Lo siento —dijo David—. Te vuelvo a pedir disculpas.
Lo siento. Ha sido un accidente, no lo he hecho ex profeso.
Kevin le miraba enfadado, y David pensó que no le iba a perdonar.
—De acuerdo —dijo suspirando—. Vamos a bebernos una cerveza.
Después de cenar, los adultos se quedaron sentados a la mesa y los niños fueron a pescar al embarcadero. El cielo todavía estaba rojo hacia el oeste y su luz se reflejaba en el agua. Las ranas de San Antonio, los grillos y algunos insectos habían empezado ya con su sinfonía nocturna. Las luciérnagas moteaban las sombras bajo los árboles.
La primera conversación versó sobre la belleza de los alrededores y las claras ventajas de vivir en Vermont. Ventajas que el resto de la gente sólo podía disfrutar en vacaciones.
Al final, y para disgusto de tres de las cuatro esposas, acabaron hablando de medicina.
—Casi prefiero que hablen de béisbol —se quejó Gayle Yarborough. Nancy Yansen y Claire Young estaban totalmente de acuerdo con ella.
—Es muy difícil no hablar de este tema con todas las «reformas», que se nos vienen encima —dijo Trent. Ni él, ni Steve trabajaban para la AGM. Entre los dos habían intentado crear una sociedad médica, fusionando para ello una importante compañía de seguros con la organización benéfica Blue Shield. Pero la experiencia resultó fallida: llegaron demasiado tarde. La mayor parte de los posibles clientes ya habían sido captados por la AGM, que había llevado a cabo una campana mucho más agresiva.
—Todo esto me tiene un poco deprimido —dijo Steve—. Si encontrara otra forma de ganarme la vida, cambiaría de trabajo sin dudarlo ni un momento.
—Pero eso sería tirar por la borda toda una carrera —comentó Angela.
—Ya lo se —dijo Steve—. Pero sería mucho mejor que volarme la tapa de los sesos como ya sabes quien.
La referencia al doctor Portland les dejó a todos en silencio durante un momento.
—A nosotros nadie nos ha contado la historia de Portland —dijo Angela por fin—. Tengo cierta curiosidad, lo reconozco. He visto una vez a su pobre mujer, lo esta pasando muy mal.
—Ella se considera culpable —dijo Gayle Yarborough.
—Lo único que se es que estaba deprimido —dijo David—. ¿Estaba deprimido por algo en concreto?
—La última vez que jugó a baloncesto con nosotros estaba muy tenso porque un paciente se le estaba muriendo —explicó Trent—. El paciente era Sam Flemming, el artista. Y me parece que poco después se le murieron otros dos.
Un escalofrío recorrió a David. Le vino a la memoria su propia reacción ante la muerte de algún paciente cuando era medico residente.
—Yo no estoy seguro de que se haya suicidado —dijo Kevin de repente, sorprendiendo a todo el mundo.
Lo único que había hecho en todo el día había sido meterse con David por su torpeza. Nancy, su mujer, le miró como si acabara de decir una blasfemia.
—Será mejor que te expliques —dijo Trent.
—No hay mucho que explicar, pero David no tenía pistola —dijo Kevin—. Es un detalle que nadie se ha molestado en aclarar. ¿De dónde la sacó? Nadie ha dicho que le había prestado su pistola. Tampoco salió de la ciudad. ¿Cómo lo hizo, la encontró en la calle? —Kevin rio gravemente—. Pensad en ello.
—Venga —dijo Steve—, la tenía y ya esta. —Arlene ha dicho que ella no sabía nada de la pistola insistió Kevin—. Además, el tiro lo tenía en medio de la frente y en trayectoria descendente. Esa es la razón de que su cerebro estuviera esparcido por las pareces. Nunca he oído que alguien se suicidase así. La gente suele ponerse el cañón en la boca para estar seguros de no fallar. Es difícil pegarse un tiro en la frente, y sobre todo si el arma es una Magnum de cañón largo.
Kevin colocó los dedos en forma de pistola como ya había hecho el día de la llegada de David. Esta vez, cuando se apoyó la supuesta pistola en la frente, hizo que el gesto resultara especialmente difícil.
Gayle estaba a punto de vomitar: aunque estaba casada con un medico, hablar de vísceras y sangre le ponía enferma.
—¿Estas diciendo que le han asesinado? —dijo Steve.
—Lo único que digo es que no estoy seguro de que se suicidara —repitió Kevin—. A partir de ahí, cada uno puede extraer sus propias conclusiones.
El canto de los grillos y de las ranas dominaba la noche.
Todos meditaban las palabras de Kevin.
—A mi todo esto me parece un disparate —dijo por fin Gayle Yarborough—. Yo creo que fue un suicidio cobarde.
Sólo me preocupan su mujer y sus dos hijos.
—Estoy de acuerdo —dijo Claire Young.
Se produjo otro silencio embarazoso hasta que Steve lo rompió.
—¿Y que tal vosotros dos? —preguntó a Angela y a David—. ¿Qué os parece Bartlet? ¿Estáis contentos?
David y Angela se miraron.
—Yo estoy disfrutando muchísimo —dijo David—. Me encanta la ciudad, y como pertenezco a la AGM tampoco tengo que preocuparme de la política sanitaria. Estoy adquiriendo una gran experiencia, quizá demasiada. Tengo más pacientes de oncología de los que esperaba y, por supuesto, más de los que me hubiera gustado.
—¿Qué quiere decir oncología? —preguntó Nancy Yansen.
Kevin miró a su mujer entre incrédulo e irritado.
—Cáncer —dijo Kevin despectivamente—. Por Dios, Nancy, te lo he explicado muchas veces.
—Lo siento —replicó Nancy igualmente irritada.
—¿Cuantos pacientes de oncología tienes? —preguntó Steve.
—A ver —dijo David cerrando los ojos—: John Taylor, leucemia; Mary Ann Schiller, cáncer de ovarios; Jonathan Eakins, cáncer de próstata; y Donald Anderson, al que habían diagnosticado cáncer de páncreas, pero que en realidad es un adenoma benigno.
—Conozco al último —dijo Trent—. Le aplicamos el tratamiento Whipple.
—Gracias por la aclaración —dijo Gayle sarcásticamente.
—Sólo son cuatro pacientes —dijo Steve.
—Hay más —dijo David—. También tengo a Sandra Hascher con melanoma y a Marjorie Kleber con cáncer de mama.
—Estoy impresionada de que los recuerdes a todos —dijo Claire Young.
—Es muy fácil —repuso David—. Los recuerdos porque me he hecho amigo de todos y les veo con bastante regularidad porque tienen muchos problemas, lo que tampoco es muy raro dados los numerosos tratamientos que han tenido que soportar.
—Bueno, ¿y cual es el problema? —preguntó Claire.
—El problema es que ahora los considero mis amigos, y como soy responsable de su salud, estoy convencido de que me sentiré culpable si mueren.
—Te entiendo perfectamente —dijo Steve—. No se cómo puede estudiar alguien oncología. Son unos santos. Yo elegí obstetricia porque, en general, es una especialidad bastante agradecida.
—Lo mismo que oftalmología —apostilló Kevin.
—No estoy de acuerdo —dijo Angela—. Yo entiendo muy bien por qué la gente escoge oncología. Seguro que resulta gratificante tratar a enfermos incurables que tienen muchas necesidades. En otras muchas especialidades nunca llegas a saber si ayudas a tus pacientes o no. Pero en oncología nunca se te plantean estas dudas.
—Conozco bastante a Marjorie Kleber —dijo Gayle Yarborough—. Dos de mis hijos la han tenido de profesora. Es una mujer maravillosa. Enseñaba ortografía a los niños con unos avioncitos de plástico que iba moviendo por la pizarra.
—Me gusta verla en mi consulta —dijo David.
—¿Y que tal tu trabajo? —le preguntó Nancy Yansen a Angela.
—De maravilla. El doctor Wadley, el jefe de mi departamento, es un verdadero tutor. Además, contamos con el material más moderno. La verdad es que tenemos bastante trabajo: cada mes hacemos de quinientas a mil biopsias, lo que es una cifra bastante respetable. Tratamos con muchas patologías porque nuestro departamento trabaja para otros hospitales aparte del Bartlet. Tenemos incluso un laboratorio viral, cosa que yo desconocía. El trabajo es muy estimulante y podemos desarrollarlo sin agobios.
—¿No has tenido todavía ningún encontronazo con Kelley? —le preguntó Kevin a David.
—Pues no —dijo David, sorprendido—. Nos llevamos bastante bien. De hecho, esta misma semana he tenido una reunión con Kelley y con el director de control de calidad de la AGM en Burlington. Los dos estaban muy satisfechos por los resultados de las consultas a mis pacientes sobre la calidad de la asistencia.
—¡Ja! —se burló Kevin—. Pasar el control de calidad esta chupado. Espera a que te toque la inspección de hospitalización. Las hacen a los dos o tres meses. Ya me dirás entonces lo que piensas de Charles Kelley.
—Eso no me preocupa —dijo David—. Practico una medicina meticulosa y de calidad. Me importa un bledo el programa de compensaciones por baja hospitalización. Y desde luego no pienso participar en la carrera por el premio a las Bahamas.
—A mi no me parece mal —dijo Kevin—. Creo que es una buena idea. ¿Por qué no pensárselo dos veces antes de hospitalizar a alguien? La gente de por aquí hace bastante caso a sus médicos, y seguro que están mejor en sus casas que en un hospital. Si el hospital quiere regalarnos a Nancy y a mí un viaje a las Bahamas, no pienso protestar.
—La situación es muy diferente para un oftalmólogo que para un Internista.
—Basta ya de conversaciones sobre medicina —dijo Gayle Yarborough—. Podíamos haber alquilado The Big Chill. Es una película fantástica para ver en grupo.
—Por lo menos tendríamos algo de que hablar —dijo Nancy Yansen—. Y por lo menos sería mejor que todas estas tonterías de médicos.
—Yo no necesito una película para saber si dejaría que mi marido se acostara con una de mis amigas, aunque fuera para que pudiera tener otro hijo —dijo Claire Young—. Me negaría en redondo.
—Oh, vamos —dijo Steve incorporándose—. A mí no me importaría, sobre todo si fuera Gayle. —Se inclinó y abrazó a Gayle, que estaba sentada a su lado. Ella rio nerviosa e intentó zafarse en broma.
Trent vertió un poco de cerveza por encima de la cabeza de Steve, que sacó la lengua para bebérsela.
—Tendría que ser en una situación desesperada —dijo Nancy Yansen—. Además, siempre queda el remedio del fontanero.
Durante los minutos siguientes todos rieron, excepto Angela y David. A continuación todos se gastaron bromas subidas de tono y se lanzaron indirectas de tipo sexual. Angela y David permanecieron con una media sonrisa, asintiendo cuando alguien decía algo ingenioso, pero sin participar en las bromas.
—Un momento —dijo Nancy Yansen medio ahogada de risa por un chiste de médicos muy procaz. Contuvo la risa—. Creo que deberíamos mandar a los niños a la cama y así podríamos bañarnos en cueros. ¿Qué os parece?
—Magnífico —dijo Trent haciendo chocar su botella de cerveza con la de Steve.
David y Angela se miraron, preguntándose si aquella sugerencia era otra broma. Los demás se levantaron y llamaron a los niños, que estaban pescando a oscuras en el embarcadero.
Más tarde en su habitación, mientras se lavaba la cara, Angela se quejó de que sus amigos parecían haber sufrido una regresión a la adolescencia. Mientras hablaban les oían, en medio de risas y gritos, chapotear en el agua.
—Parecen alumnos de una cofradía —dijo David—. Pero tampoco es algo terrible. No deberíamos ser tan criticones.
—Yo no estoy tan segura —dijo Angela—. Parecen los típicos personajes de una novela de John Updike. Todas esas bromitas de antes y lo de bañarse desnudos hacen que me sienta a disgusto. Quizá es porque se aburren mucho y Bartlet no es el paraíso que habíamos imaginado.
—¡Por favor! —dijo David—. Creo que eres demasiado crítica y demasiado cínica. A mí me parece que afrontan la vida de una forma plena, hedonista y juvenil. Quizá somos nosotros los que tenemos prejuicios absurdos.
Angela se volvió hacia David y le miró sorprendida, como si fuera un extraño.
—Por mí puedes salir ahí desnudo y unirte a la bacanal, si eso es lo que deseas. ¡Adelante, no me importa!
—No saques las cosas de quicio —dijo David—. No tengo ningunas ganas de participar en la fiesta. Pero tampoco me parece algo para ponerlo en términos maniqueos. A lo mejor es por culpa de tu educación católica.
—No pienso hacer caso de tus provocaciones —contestó Angela dándole la espalda—. Me niego a caer en tus trampas, no quiero enfrascarme en una de esas absurdas discusiones de religión que tanto te gustan.
—Por mí, mejor —dijo David.
Más tarde, cuando estaban en la cama con la luz apagada, el croar de las ranas había sustituido al ruido de júbilo y alegría.
Había tanto silencio que se podía oír el agua acariciar la orilla.
—¿Crees que todavía están ahí fuera? —susurró Angela.
—No lo se —dijo David—. Y no me importa.
—¿Qué te ha parecido lo que dijo Kevin del doctor Portland? —preguntó Angela.
—No se que pensar. La verdad, para mí Kevin es un misterio. Es más raro que un perro verde. Nunca había visto a nadie enfadarse tanto por un simple golpe en la nariz.
—Sus comentarios me parecieron fuera de lugar, por decirlo de una forma suave. Pensar en un asesinato en Bartlet, aunque sea sólo por un momento, me pone la carne de gallina.
Tengo la desagradable sensación de que va a ocurrir alguna desgracia. A lo mejor es porque somos demasiado felices.
—Eso es culpa de tu histeria —dijo David medio en broma—. Te encanta melodramatizar y eso hace que te vuelvas pesimista. Yo creo que somos felices porque hemos hecho lo que teníamos que hacer.
—Espero que tengas razón —repuso Angela acurrucándose bajo el brazo de David.