MIÉRCOLES 30 DE JUNIO
Tanto el departamento de medicina interna como el de patología celebraban una pequeña fiesta de fin de curso para los graduados de aquel año, acto que marcaba el final de sus residencias. Después de recoger sus respectivos diplomas, Angela y David decidieron no asistir a las fiestas programadas para la tarde y se apresuraron a volver a casa. Era el día en que se marchaban de Boston para iniciar una nueva vida en Bartlet, estado de Vermont.
—¿Estas nerviosa? —preguntó David a Nikki.
—Estoy deseando ver a Rusty.
Habían alquilado una camioneta para hacer la mudanza. Tardaron bastante tiempo, escaleras arriba y abajo, para colocar las cosas en los dos vehículos. Cuando terminaron, Angela subió al Volvo y David a la camioneta. Durante la primera parte del viaje Nikki fue en la camioneta con su padre.
David se pasó todo el rato preguntándole cosas a Nikki: cómo sería el colegio nuevo o si echaría de menos a sus amigas.
—A algunas sí —dijo Nikki—, pero a otras no. Pero creo que lo superare.
David rio y se prometió recordar la precoz respuesta de Nikki para repetírsela a Angela.
Se detuvieron a comer al sur de la frontera con New Hampshire. Como estaban ansiosos por llegar a su nueva casa, comieron deprisa.
—Estoy encantada de haberme marchado de una ciudad tan loca y peligrosa —dijo Angela cuando salían del restaurante y se acercaban a los coches—. No pienso volver nunca más.
—Pues yo echare de menos las sirenas, los tiros, el ruido de cristales rotos y los gritos de la gente —bromeó David—. La vida en el campo ha de ser muy aburrida.
Nikki y Angela empezaron a perseguirle con expresión de enfado.
Nikki hizo el resto del viaje con Angela.
Conforme se iban acercando al norte, el tiempo mejoraba.
En Boston hacía un tiempo bochornoso y húmedo. Aunque seguía haciendo calor, en cuanto entraron en Vermont dejaron de notar la humedad. El cielo era mucho más límpido.
Bartlet parecía muy tranquilo con el calor de principios del verano. Los alfeizares de las ventanas estaban adornados con flores. Disminuyendo la marcha, los vehículos de los Wilson entraron en la perezosa ciudad. Había poca gente en la calle, como si todo el mundo estuviera durmiendo la siesta.
—¿Podemos recoger a Rustíy? —preguntó Nikki cuando pasaron junto a la ferretería de Staley.
—Primero tenemos que instalarnos —dijo Angela—. Y también habrá que construir una caseta para el perro hasta que este educado.
Angela y David subieron por el camino de entrada y aparcaron los dos coches. Estaban un poco asustados ahora que la casa era oficialmente suya.
—Este sitio es encantador. —David había bajado de la camioneta y miraba fijamente la casa—. Pero necesita más arreglos de lo que yo pensaba.
Angela se acercó a David y buscó lo que estaba mirando su marido. De la cornisa se habían desprendido algunos elementos decorativos.
—Eso no me preocupa, ¿o acaso no estoy casada con unas manitas?
—No será fácil hacerte cambiar de opinión —dijo David, riendo.
—Nunca es tarde —bromeó Angela.
Abrieron la casa con la llave que les habían remitido por correo y entraron. Sin los muebles tenía un aspecto muy diferente. La otra vez la habían visto con todas las pertenencias de Hodges.
—Hay eco —dijo Nikki. Dijo «Hola» y se notó el efecto.
—En estas ocasiones es cuando uno se da cuenta de que esta en el mejor momento de su vida —dijo David adoptando un acento británico—. Que una casa tenga eco es definitivo.
Los Wilson recorrieron lentamente el vestíbulo. Como no había alfombras, el suelo crujía a su paso. Habían olvidado lo grande que era la nueva casa, sobre todo si la comparaban con la de Boston. A excepción de un taburete y una mesa de cocina, no quedaba nada.
En el vestíbulo, junto a la escalera principal, colgaba una impresionante lámpara de araña. A la izquierda, la biblioteca y el comedor; a la derecha, un amplio salón. De ahí se pasaba a un distribuidor que conducía a la cocina. La cocina ocupaba casi toda la parte trasera. A continuación venía el añadido de madera que unía la casa con el granero; el suelo de este añadido era de tierra. Había varios cuartos de almacenaje y una escalera que llevaba al segundo nivel.
De vuelta a la escalera central, los Wilson subieron a la segunda planta. Allí había dos habitaciones con sus respectivos cuartos de baño y una suite que ocupaba toda la planta de la cocina.
Pasado el distribuidor, junto a la habitación principal había una puerta. Subieron por la estrecha escalera hasta la tercera planta, en la que había cuatro habitaciones sin calefacción.
—Estamos llenos de almacenes —bromeó David.
—¿Cuál es mi habitación? —preguntó Nikki.
—La que tú elijas —respondió Angela.
—Quiero la habitación que da al estanque de las ranas.
Bajaron al segundo piso y entraron en la habitación que quería Nikki. Discutieron sobre dónde pondrían los muebles y el escritorio, que estaba por comprar.
—Venga, chicos —ordenó Angela—, basta ya de perder el tiempo.
David le dedicó un saludo militar.
Volvieron a los coches y empezaron a sacar sus pertenencias para meterlas en la casa. Trasladar el sofá, las cajas de libros y la ropa de cama fue una tarea bastante ardua. Cuando acabaron con el traslado, Angela y David se quedaron en el pasillo que daba a la sala.
—Sería gracioso si no fuera tan patético —dijo Angela—. La alfombra, que en el apartamento de Boston iba de pared a pared, parece un felpudo en medio de la enorme sala. El gastado sofá, los dos sillones y la mesita de café parecen comprados en un mercadillo de baratijas.
—Elegancia mal entendida —dijo David—. Decoración minimalista, si estos muebles salieran en el Architectural Digest, todo el mundo intentaría imitarnos.
—¿Qué hacemos con Rusty? —preguntó Nikki.
—Vamos a buscarlo —dijo David—. Te lo mereces, has trabajado mucho. ¿Quieres venir, Angela?
—No, gracias. Me quedare y ordenare algunas cosas, sobre todo en la cocina.
—Supongo que esta noche cenaremos en el restaurante —dijo David.
—No, prefiero que cenemos en nuestro hogar —respondió Angela.
Cuando Nikki y David se marcharon, Angela desembaló algunas cajas que había en la cocina y se ocupó de colocar botes, sartenes, platos y cubiertos. También comprobó cómo funcionaban la cocina y la nevera.
Llegó Nikki con el adorable cachorrito, que tenía la cara toda arrugada y las orejas colgando. El cachorro había crecido considerablemente desde la última vez que lo habían visto.
Sus patas eran del tamaño de los puños de Nikki.
—Va a ser un perro muy grande —dijo David.
Mientras Nikki y David preparaban al perro un corral en la habitación de suelo de tierra, Angela preparó la cena de Nikki. A Nikki no le hacía muy feliz comer antes que sus padres, pero estaba muy cansada para protestar. Después de cenar hizo sus ejercicios de drenaje y se fue a dormir, agotada.
—Y ahora tengo una pequeña sorpresa para ti —dijo Angela mientras bajaba con David de la habitación de Nikki. Le cogió de la mano y le condujo a la cocina. Abrió la nevera y sacó una botella de Chardonnay.
—¡Oh! —exclamó David contemplando la etiqueta—. No es lo que solemos beber.
—Pues no —dijo Angela. Volvió a la nevera y sacó un plato cubierto con una servilleta de papel. Retiró la servilleta y dejó a la vista dos chuletones de ternera.
—Me parece que celebramos algo —dijo David.
—Pues sí —respondió Angela—. Ensalada, alcachofas, arroz salvaje, chuletones y Chardonnay, el champán más caro que había en la tienda.
David preparó la carne en la barbacoa que había en la terraza de la biblioteca. Cuando volvió, Angela tenía el resto de la comida dispuesta en el comedor.
La noche había ido cayendo lentamente y llenaba la casa de sombras. En la penumbra, la luz de las velas sólo iluminaba una zona bastante pequeña. El desorden del resto de la casa quedaba oculto por la oscuridad.
Se sentaron a los extremos de la mesa y guardaron silencio, mirándose el uno al otro mientras comían. Los dos se dejaron envolver por aquella romántica atmósfera, y comprendieron que el romanticismo se había alejado de sus vidas durante los últimos años. Sus trabajos de médicos residentes y los problemas de salud de Nikki habían absorbido todo su tiempo.
Mucho después de haber terminado de cenar, seguían a la mesa mientras la sinfonía de sonidos de una noche de verano en Vermont se filtraba por las ventanas abiertas. La llama de las velas oscilaba sensualmente con la límpida y fresca brisa que corría por la habitación y acariciaba sus rostros. Era un momento mágico que ambos querían saborear.
El deseo mutuo les condujo del comedor a la oscura sala. Se tendieron en el sofá y unieron sus labios mientras se estrechaban en un calido abrazo. Se desnudaron ansiosamente. Hicieron el amor en su nuevo hogar con un coro de grillos como telón de fondo.
El nuevo día amaneció en medio de una gran confusión. El cachorro ladraba porque tenía hambre y Nikki lloriqueaba porque no encontraba sus vaqueros favoritos. Angela pensó que se le iba a agotar la paciencia. David no ayudaba en nada, y no encontraba la lista que detallaba el contenido de las docenas de cajas que aún quedaban por desembalar.
—¡Bueno, ya basta! —gritó Angela—. No quiero oír más lloriqueos ni ladridos.
Durante un momento hasta Rusty guardó silencio.
—Cálmate, cariño —dijo David—. Enfadándote no conseguirás nada.
—No me digas lo que tengo que hacer, David Wilson —replicó Angela, desquiciada.
—De acuerdo —dijo David serenamente—. Iré a buscar a la niñera de Nikki.
—Yo no soy un bebe —terció Nikki entre sollozos.
—¡Oh, Dios! —dijo Angela elevando su mirada al techo.
Angela se tranquilizó una vez David fue a buscar a Alice Doherty, la hermana mayor de Dorothy Weymouth. Comprendió que había sido un error comprometerse a empezar a trabajar el 1 de julio. Tendrían que haberse tomado unos cuantos días para instalarse.
Alice resultó ser un regalo de los dioses. Su aspecto era protector y maternal: cara simpática, peculiar pestañear de ojos y cabello blanco como la nieve. Poseía modales cautivadores y una energía sorprendente para una mujer de setenta y nueve años. Tenía también la paciencia y la comprensión que necesitaba una niña con una enfermedad crónica y de un carácter tan fuerte como el de Nikki. Y además le encantaba Rusty, lo que le hizo granjearse la amistad de Nikki.
Lo primero que hizo Angela fue enseñarle la terapia respiratoria de Nikki. Era importante que Alice lo aprendiera, y demostró ser una alumna aventajada.
—No os preocupéis por nada —les dijo cuando salían por la puerta de atrás.
Nikki tenía a Rusty en sus brazos, y le movió una pata en señal de despedida.
—Iré en bicicleta —dijo David cuando salieron de la casa.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Angela.
—Por supuesto —respondió David.
—Como quieras —le dijo mientras subía al coche y lo ponía en marcha.
Saludó a David mientras torcía a la derecha para salir a la carretera que llevaba a la ciudad.
Aunque Angela confiaba en sus cualidades, se sentía muy nerviosa porque este era su primer trabajo de verdad. Haciendo acopio de todo su valor, y repitiéndose que era normal estar nerviosa el primer día, se encamino al despacho de Michael Caldwell. Este la acompañó a que conociera a Helen Beaton, la directora del hospital. Beaton estaba reunida con Delbert Cantor, el director de la plantilla profesional, pero interrumpió la reunión para dar la bienvenida a Angela. La invito a entrar en su despacho y le presentó al doctor Cantor.
Después de estrecharle la mano, Cantor la miro descaradamente de arriba abajo. Angela había escogido para su primer día de trabajo uno de sus mejores vestidos de seda.
—¡Vaya! —dijo Cantor—. Desde luego no se parece en nada a las chicas de mi clase. Eran unos cardos. —Soltó una risotada.
Angela sonrió. Estaba a punto de decir que en su clase pasaba al revés, que todos los chicos eran unos cardos, pero se contuvo. El doctor Cantor le pareció un impertinente. Pertenecía a la vieja escuela, hombres a los que molestaba que una mujer pudiera tener su misma profesión.
—Estamos muy contentos de que se haya unido a la gran familia del Bartlet Community Center —dijo Beaton acompañando a Angela a la puerta—. Espero que la experiencia le resulte interesante y enriquecedora.
Dejaron la zona de administración y Caldwell la acompaño hasta el laboratorio. En cuanto el doctor Wadley la vio entrar, se incorporo de la silla y la abrazó como si fueran viejos amigos.
—Bienvenida al equipo —dijo Wadley con una calida sonrisa, cogido del brazo de Angela—. Llevaba esperando este día desde hacia semanas.
—Lo siento, pero he de dejarla —dijo Caldwell—. Veo que esta en buenas manos.
—Han hecho ustedes una magnífica labor fichando a esta brillante patóloga —dijo Wadley a Caldwell—. Tendrían que darle una medalla.
Caldwell sonrió.
—Es un buen tipo —dijo Wadley cuando salía.
Angela asintió, pero ella estaba pensando en Wadley. Aunque seguía creyendo que aquel hombre era igual que su padre, ahora apreciaba más las diferencias. El fervor entusiasta de Wadley satisfacía más que la parquedad de su padre. Era reconfortante sentirse tan arropada el primer día de trabajo.
—Lo primero es lo primero —dijo Wadley frotándose las manos. Sus ojos verdes brillaron con entusiasmo infantil—. Déjeme que le enseñe la oficina.
Abrió una puerta que comunicaba su despacho con otro que parecía recientemente decorado. La habitación era totalmente blanca: paredes, mesa, todo.
—¿Le gusta? —preguntó Wadley.
—Es fantástico —dijo Angela.
—Siempre esta abierta —dijo Wadley señalando la puerta que separaba los dos despachos—. En el sentido real y el figurado.
—Magnífico —dijo Angela.
—Y ahora, veamos el laboratorio —dijo Wadley—. Aunque ya lo ha visto, quiero que conozca a la gente. —De un perchero cogió una bata inmaculadamente blanca y se la puso.
Durante los siguientes quince minutos Angela conoció a más personas de las que podía recordar. Después de recorrer el laboratorio, se detuvieron junto a un despacho sin ventanas contiguo a la sección de microbiología. El despacho pertenecía al doctor Paul Darnell, el colega patólogo de Angela.
En contraste con Wadley, Darnell era bastante bajito. Llevaba un traje arrugado y una bata moteada caprichosamente con la tintura que se empleaba para preparar los portaobjetos.
Parecía buena persona, aunque un poco tímido y reservado; era la antítesis del amable y flamante Wadley.
Al acabar la visita, Wadley acompañó a Angela a su despacho y le explicó cuales eran sus responsabilidades.
—Haré de usted una de las mejores patólogas del país —dijo con entusiasmo de maestro.
David disfrutó mucho de los cinco kilómetros de paseo en bicicleta. El aire era limpio y puro, y había más pájaros de los que hubiera imaginado nunca. Durante el paseo se encontró varios colibríes. Y lo que colmó todas sus expectativas fue ver fugazmente unos ciervos correr por un campo cubierto de rocío al otro lado del Roaring River.
Al llegar al edificio donde trabajaría, David reparó en que llegaba demasiado temprano. Charles Kelley no apareció hasta casi las nueve.
—¡Válgame Dios, es usted extremadamente puntual! —dijo cuando vio a David hojeando unas revistas en la sala de espera de la AGM—. Pase, pase.
David siguió a Kelley a su despacho, donde rellenó varios formularios.
—Entra usted en un equipo de primera línea —dijo Kelley mientras David escribía—. Le gustara mucho trabajar aquí: magníficas instalaciones y unos colegas estupendamente preparados.
—Me siento halagado —reconoció David.
Tras acabar con el papeleo, Kelley le explicó las reglas básicas del centro y luego lo acompañó a su nuevo despacho.
A David le sorprendió encontrar la placa con su nombre en la puerta, pero aún más ver el nombre «Doctor Kevin Yansen» encima del suyo.
—¿Es el mismo despacho? —preguntó David en voz baja a Kelley después de ponerse a su altura. Había seis pacientes en la sala de espera.
—El mismo de la otra vez —dijo Kelley. Dio unos golpes al espejo y este se abrió. Le presentó a la recepcionista que iba a compartir con Yansen.
—Encantada de conocerle —dijo Anne Washington con un fuerte acento de Boston. Hizo un globo con el chicle que masticaba y luego lo explotó. David pegó un respingo.
—Vamos a ver su despacho —dijo Kelley. Por encima del hombro le dijo a Anne que fuera a buscar a Yansen para presentárselo a David.
David estaba un tanto confuso. Siguió a Kelley hasta el que había sido el despacho de Randall Portland. Habían pintado las paredes de color gris claro y habían colocado una moqueta verde.
—¿Que le parece? —preguntó Kelley radiante.
—Muy bien —respondió David—. ¿Qué ha pasado con el doctor Portland?
Antes de que Kelley pudiera contestar, el doctor Yansen entró en la habitación con la mano tendida. Se presentó a sí mismo, haciendo caso omiso de Kelley, y le dijo a David que le llamara Kevin. Después le dio una palmada en la espalda.
—¡Bienvenido! Me alegro de que te hayas unido a la pandilla —dijo Yansen—. ¿Juegas a tenis o a baloncesto?
—Un poco a todo —dijo David—, pero hace mucho que no practico.
—Nos ocuparemos de que recuperes la forma —dijo Yansen.
—¿Eres traumatólogo? —preguntó David mirando a su nuevo colega.
Era un tipo bastante fuerte, de aspecto agresivo. Tenía una nariz algo ganchuda que sostenía unas gruesas gafas. Era diez centímetros más bajo que David, y comparado con Kelley parecía diminuto.
—¿Traumatólogo? —Kevin rio burlonamente—. ¡Todo lo contrario! Soy oftalmólogo.
—¿Qué ha sido del doctor Portland? —volvió a preguntar David.
—¿Aún no se lo ha contado? —Kevin miró a Kelley.
—No he tenido oportunidad —dijo Kelley extendiendo las manos con las palmas hacia arriba—. Acaba de llegar.
—Me temo que el doctor Portland ya no esta con nosotros —dijo Kevin.
—¿Ha dejado el grupo? —preguntó David.
—Podría decirse así —dijo Kevin con una mueca.
—Siento decirle que el doctor Portland se suicidó el mes pasado —especificó Kelley.
—Justo aquí, en esta habitación —dijo Kevin—. Estaba sentado en ese escritorio. —Señaló el escritorio. Luego simuló que sostenía una pistola en la mano y encañonó la frente—. ¡Bang! Se pegó un tiro entre ceja y ceja. Por eso han tenido que pintar las paredes y cambiar la moqueta.
David se quedó helado. Miró la pared blanca que había detrás del escritorio y trató de no pensar en lo que había pasado.
—Es terrible —dijo David—. ¿Estaba casado?
—Por desgracia, sí —dijo el doctor Yansen—. Mujer y dos hijos. Una verdadera tragedia. Yo ya imaginaba que pasaba algo. De pronto dejó de venir a jugar a baloncesto los sábados.
—No tenía muy buena cara la última vez que le vi —dijo David—. ¿Estaba enfermo? Parecía muy delgado.
—Padecía una depresión —dijo Kelley.
—¡Cuando uno menos se lo espera…! —suspiró David.
—Hablemos de cosas más agradables —dijo Kelley carraspeando—. Le he tomado la palabra, doctor Wilson, y esta mañana tiene citados unos cuantos enfermos. ¿Esta preparado?
—Por supuesto —dijo David.
Kevin le deseó suerte a David y se encaminó a un consultorio. Kelley le presentó a Susan Beardslee, la enfermera que iba a trabajar con él. Susan era una mujer atractiva, de veintitantos años, la cara enmarcada por una cabellera corta y oscura.
Lo que más agradó a David fue su carácter entusiasta y vivaz.
—Su primer paciente esta en el consultorio —anunció Susan jovialmente. Le pasó la ficha—. Si me necesita avíseme por el intercomunicador. Tendré preparado el próximo paciente —agregó y se dirigió al segundo consultorio.
—Bueno, he de marcharme —dijo Kelley—. Buena suerte, David. Si tiene algún problema o quiere preguntarme algo, no tiene más que llamarme.
David cogió la ficha y leyó el nombre: Marjorie Kleber, treinta y nueve años. Se quejaba de dolores en el pecho. Estaba a punto de entrar al consultorio cuando leyó el resumen del diagnóstico: cáncer de mama tratado con cirugía, quimioterapia y radioterapia. El cáncer se lo habían detectado cuatro años antes, a los treinta y cinco, y la enfermedad ya se había extendido a los nódulos linfáticos.
David estudió rápidamente el resto del expediente. Estaba ligeramente desconcertado y necesitó un momento para recuperarse. Era duro tener que empezar con una paciente con cáncer de mama y metástasis en otras zonas del cuerpo. Por suerte, Marjorie estaba mejorando.
David llamó a la puerta y entró. Marjorie Kleber estaba en una camilla, con una bata del hospital. Levantó la vista y miró a David con ojos grandes, tristes e inteligentes. Su sonrisa inspiró simpatía a David.
David se presentó y cuando le iba a preguntar por el dolor, ella le cogió la mano y se la llevó al pecho, a la altura del cuello.
—Gracias por haber venido a Bartlet —dijo la mujer—. No puede imaginarse lo que he rezado para que viniera alguien como usted. Estoy muy contenta.
—Yo también lo estoy —balbuceó David.
—Antes de que usted llegara, tenía que esperar un mes para que me visitaran —dijo soltando la mano de David—. Es así desde que la AGM se hizo cargo de toda la cobertura asistencial. Cada vez te toca un medico diferente. Me han dicho que usted va a ser mi medico. Eso me tranquiliza.
—Me siento muy orgulloso de ser su medico —dijo David.
—Es horroroso tener que esperar un mes para ser visitada —prosiguió Marjorie—. El invierno pasado cogí una gripe tan fuerte que pensé que era neumonía. Por suerte, cuando me visitaron lo peor ya había pasado.
—Tendría que haber ido a urgencias —sugirió David.
—Me hubiera gustado —dijo Marjorie—. Pero no me admitieron. Fui una vez el invierno pasado, pero la AGM se negó a pagar porque era gripe. Aunque este a punto de morirme, estoy obligada a acudir primero a la consulta. No puedo presentarme en urgencias sin la autorización de un medico de la AGM. Y si no es así, no pagan.
—Pero eso es absurdo —dijo David—. ¿Cómo puede usted saber la gravedad de su dolencia?
—Eso mismo pregunte yo, pero no me contestaron —dijo Marjorie encogiéndose de hombros—. Sólo dijeron que había que atenerse a las normas. Bueno, me alegro de que este aquí.
Si tengo algún problema le llamare a usted.
—Le agradecería que lo hiciera —dijo David—. Y ahora hablemos de su salud. ¿Quien se ocupa del seguimiento de su tumor?
—Usted —respondió Marjorie.
—¿No va usted al oncólogo?
—La AGM no tiene oncólogos —dijo Marjorie—. Primero tengo que verle a usted, y si lo considera necesario luego acudiré al doctor Mieslich. Como el doctor Mieslich no es de la plantilla de la AGM, no puedo ir a verle a menos que usted lo prescriba.
David asintió. Empezaba a tomar conciencia de que había algunas cosas que le costaría trabajo asimilar. Pensó que tendría que dedicarle más tiempo al historial de Marjorie.
Los siguientes quince minutos los pasó buscando el dolor en el pecho de Marjorie. Mientras la auscultaba le preguntó por su trabajo en el colegio.
—Doy clases a los pequeños —dijo Marjorie.
—¿Qué curso? —preguntó David.
Dejó el estetoscopio y empezó con los preparativos para hacerle un electrocardiograma.
—Tercero —dijo con orgullo—. Durante años he sido profesora de segundo curso, pero me gusta más enseñar en tercero.
—El próximo curso mi hija ira a tercero —dijo David.
—Fantástico —dijo Marjorie—. La tendré de alumna.
—¿Tiene usted familia? —preguntó David.
—Desde luego. Mi marido, Lloyd, trabaja en la empresa de informática. Es programador. Tenemos dos hijos: el mayor va a la universidad y la pequeña cursa sexto.
Media hora más tarde, David se sentía lo bastante tranquilo como para asegurarle a Marjorie que el dolor del pecho no era importante, y que no tenía nada que ver con el cáncer ni con el corazón, las dos principales preocupaciones de Marjorie.
Antes de marcharse, ella volvió a darle las gracias por haber venido a Bartlet.
David entró en su despacho sintiendo una alegría desbordante. Si todos los pacientes se mostraban tan agradecidos y cordiales como Marjorie, su trabajo en Bartlet sería muy gratificante. Dejó el historial de Marjorie encima de la mesa para estudiarlo con más tranquilidad.
Cogió el historial del nuevo paciente. El resumen del diagnóstico decía: leucemia tratada con quimioterapia masiva. David gimió para sus adentros; otro caso difícil que también implicaría llevarse «deberes» a casa. El nombre del paciente era John Tarlow. Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba tres años y medio de tratamiento.
David entró en el consultorio y se presentó. John Tarlow tenía muy buen aspecto, era simpático y sus ojos reflejaban inteligencia y cordialidad, como los de Marjorie. A pesar de su complicado historial, el insomnio que le había llevado a la consulta era mucho más fácil y rápido de tratar que el dolor en el pecho de Marjorie. Después de una breve conversación, a David le quedó claro que el problema, por lo demás comprensible, había sido la reacción psicológica de miedo ante la muerte de un familiar. David le recetó unos somníferos para que recuperara su ritmo habitual.
Después de despedir a John, colocó su historial junto al de Marjorie para estudiarlo más tarde. Luego salió a buscar a Susan. La encontró en un pequeño laboratorio que se utilizaba para análisis sencillos y rutinarios.
—¿Suele haber muchos pacientes de oncología? —le preguntó.
David admiraba a sus colegas especialistas en oncología. Se conocía a sí mismo lo bastante como para saber que eso no era lo suyo, y el que sus dos primeros pacientes en la AGM tuviesen cáncer le había producido cierta ansiedad.
Susan le aseguró que había muy pocos pacientes con ese tipo de enfermedades. David formuló votos para que así fuera. Cuando cogió el historial del próximo paciente se sintió más tranquilo: diabetes.
La mañana transcurrió rápidamente. Los pacientes de David eran todos encantadores. Habían sido muy amables y habían escuchado atentamente todo lo que David les decía, y parecían dispuestos a seguir sus recomendaciones. (Todo lo contrario de los enfermos que había atendido cuando era medico residente en Boston). Además, se habían mostrado muy contentos por la llegada de David a Bartlet, y él se sentía plenamente satisfecho de la acogida que le habían dispensado.
David había quedado con Angela en la cafetería del hospital, que estaba atendida por voluntarios. Mientras tomaban unos sandwiches comentaron sus respectivas impresiones.
—El doctor Wadley es maravilloso —dijo Angela—. Es muy servicial y le encanta enseñar. Cuanto más le conozco menos me recuerda a mi padre: es mucho más efusivo, entusiasta y afectuoso. Cuando he llegado esta mañana me ha dado un abrazo. Mi padre preferiría morir antes de hacer una cosa así.
David le contó los pacientes que había visitado. A ella le conmovió la reacción de Marjorie Kleber por la llegada de David.
—Es profesora —agregó David—. De hecho da clases a los de tercero, será la profesora de Nikki.
—¡Vaya casualidad! —dijo Angela—. ¿Tiene buen carácter?
—Parece generosa, cariñosa e inteligente. Supongo que será una profesora maravillosa. El problema es que tiene un cáncer de mama con metástasis.
—¡Oh, Dios mío!
—Se esta recuperando —dijo David—. No creo que de momento tenga una recaída, pero aún tengo que estudiar detalladamente su historial.
—Es una enfermedad muy grave —dijo Angela, pensando en todas las veces en que ella misma había creído tener la misma enfermedad.
—Lo único malo es que hoy he tenido dos pacientes con cáncer.
—Se que no es lo tuyo —comentó Angela.
—Mi enfermera dice que es una casualidad que me hayan tocado dos seguidos. Cruzare los dedos.
—No te iras a deprimir ahora, ¿verdad? Estoy segura de que tu enfermera no miente.
Angela recordaba demasiado bien cómo había reaccionado David, en sus primeros tiempos de residencia, ante la muerte de varios pacientes de oncología.
—Hablando de depresiones —dijo David. Se inclinó hacia adelante y le susurró—: ¿Te has enterado de lo del doctor Portland?
Angela negó con la cabeza.
—Pues se ha suicidado. Se pegó un tiro en el que ahora es mi despacho.
—Es terrible. ¿Y tienes que quedarte ahí? Quizá podrías utilizar otro despacho.
—No seas ridícula —dijo David—. ¿Qué quieres que le diga a Kelley? ¿Que soy supersticioso y no soporto las muertes y los suicidios? No puedo hacer una cosa así. Además, han pintado las paredes y colocado una moqueta nueva. —David se encogió de hombros—. No te preocupes.
—Pero ¿por qué lo hizo? —preguntó Angela.
—Estaba deprimido.
—Eso lo sé. Ya sabía que estaba deprimido. ¿No te acuerdas que te lo comenté?
—Pero yo no dije que no estuviera deprimido —dijo David—. Yo dije que parecía enfermo. Además, se suicidó poco después de que le viéramos nosotros. Charles Kelley me ha contado que lo hizo en mayo.
—Pobre hombre —se compadeció Angela—. ¿Tenía familia?
—Mujer y dos hijos pequeños.
Angela meneó la cabeza. El suicidio de médicos era algo de lo que ella ya tenía experiencia. Uno de sus colegas residentes también se había suicidado.
—Bueno, cambiando de tema —dijo David—, Charles Kelley me ha contado que hay incentivos por baja hospitalización. Cuantos menos pacientes hospitalizas mayor es la prima. Y también regalan un viaje a las Bahamas. ¿Qué te parece?
—Ya me han hablado de ese plan de incentivación. Es un subterfugio del que se valen las sociedades médicas para reducir los costes.
—Tanto el «control asistencial», como el «control de competitividad», me parecen un disparate. Personalmente lo encuentro inmoral.
—Bueno, otra noticia normal: el doctor Wadley nos ha invitado a cenar esta noche en su casa. Le he dicho que lo hablaría contigo. ¿Qué te parece?
—¿Quieres que vayamos? —preguntó David.
—Ya se que tenemos muchas cosas que hacer en casa, pero creo que debemos ir. Esta siendo muy atento y generoso conmigo, no quiero que me considere una desagradecida.
—¿Qué haremos con Nikki?
—También tengo buenas noticias para eso —dijo Angela—. Me he enterado por un técnico del laboratorio que Barton Sherwood tiene una hija en la universidad y que por las noches cuida niños. Además, son nuestros vecinos más próximos. La he llamado y estaría encantada de venir esta noche.
—¿Crees que a Nikki no le importara? —preguntó David.
—En realidad, ya he hablado con Nikki —contestó Angela—. Me ha dicho que no le importaba y que estaba deseando conocer a Karen Sherwood, que además es una de las animadoras del equipo de baloncesto.
—Pues entonces aceptemos la invitación —dijo David.
Poco antes de las siete llegó Karen Sherwood. David la hizo pasar. Nunca hubiese dicho que fuera una animadora del equipo local. Era muy delgada, bastante joven y por desgracia se parecía bastante a su padre. Sin embargo era muy simpática e intuitiva. Cuando le presentaron a Nikki tuvo la habilidad de comentar que le encantaban los perros, y sobre todo los cachorros.
Mientras David conducía, Angela daba los últimos retoques a su maquillaje. David notó que estaba un poco tensa e intentó tranquilizarla diciéndole que estaba radiante. Los dos se quedaron impresionados al llegar a casa de Wadley. La casa no era tan grande como la suya pero se conservaba mucho mejor. El jardín estaba impecable.
—Bienvenidos —dijo Wadley cuando abrió la puerta.
El interior de la casa era aún mucho más impresionante que el exterior. Todo estaba cuidado hasta el último detalle. Magníficos muebles de época sobre gruesas alfombras orientales.
De las paredes colgaban cuadros del siglo XIX con motivos bucólicos.
Gertrude Wadley y su educado marido eran dos personas muy diferentes, y desde luego hacían honor al dicho de que «los opuestos se atraen». Ella era tímida, reservada y poco habladora; parecía como si la personalidad de su marido la hubiera engullido. Tenían una hija adolescente, Cassandra, que al principio se mostró tan reservada como su madre, aunque a medida que avanzaba la noche se fue pareciendo más a su extrovertido padre, que era el que dominaba la reunión y pontificaba sobre todo lo que se hablaba. También era evidente que se sentía fascinado por Angela. En cierto momento, incluso elevó la mirada al techo y dio gracias al cielo por tener un equipo que se había vuelto tan competente con la incorporación de Angela.
—Una cosa es segura —le dijo David a Angela cuando volvían a casa—: el doctor Wadley esta encantado contigo, y le comprendo perfectamente.
Angela se acurrucó contra su marido.
Al llegar, acompañó andando a Karen hasta su casa aunque ella insistió en que podía ir sola. Cuando David volvió a la casa, Angela le estaba esperando con una ropa interior que no se ponía desde la luna de miel.
—Me queda mejor ahora que no estoy embarazada —dijo Angela—. ¿Verdad?
—Te quedaba muy bien entonces y te queda muy bien ahora.
Entraron furtivamente en el salón en semipenumbra y se tendieron en el sofá. Lenta y tiernamente volvieron a hacer el amor. Esta vez, sin el frenesí de la noche anterior, fue más gratificante y sincero. Al terminar, permanecieron abrazados escuchando el canto de los grillos y el croar de las ranas.
—Hemos hecho más veces el amor en dos días que en los dos últimos meses en Boston —dijo Angela con un suspiro.
—Hemos estado sometidos a mucha presión —dijo David.
—A veces me planteo lo de tener otro hijo —dijo Angela.
David se volvió para ver el perfil de su mujer en la penumbra.
—¿Lo dices en serio?
—En esta casa cabría una litera —repuso Angela riendo.
—Tendríamos que asegurarnos de que el bebe no tuviera fibrosis quística. Podríamos enterarnos haciendo una amnio.
—Supongo que sí —dijo ella sin entusiasmo—. ¿Qué haríamos si diese positivo?
—No lo sé. Da miedo. Sería una difícil encrucijada.
—Como decía Scarlett O’Hara, ya lo pensaremos mañana.