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LUNES 24 DE MAYO

Traynor llegó al hospital con tiempo de sobra para la reunión de la tarde. En lugar de ir directamente a la oficina de Helen Beaton, se dirigió al ala de pacientes en la segunda planta para visitar la 20g. Después de aspirar hondo para darse ánimos, abrió la puerta de la habitación. El hecho de presidir el consejo de administración de un hospital no había cambiado la aversión que sentía por las cuestiones médicas, sobre todo por las graves.

Oyendo un tipo de respiración jadeante que anunciaba una enfermedad grave, Traynor avanzó por la habitación en penumbra y se acercó a la cama ortopédica. Procurando no tocar nada, Traynor se inclinó para escrutar a su cliente. Tom Baringer no tenía buen aspecto y Traynor no quería acercarse demasiado por temor a pillar alguna enfermedad terrorífica.

La cara de Tom tenía el color de la ceniza y respiraba con dificultad. Un tubo de plástico le proporcionaba oxigeno por la nariz. Tenía los ojos vendados y de los parpados rezumaba una pomada.

—Tom —llamó Traynor suavemente. Como no hubo respuesta, insistió un poco más fuerte: Tom no se movió.

—No puede responder.

Traynor dio un respingo y se quedó libido. Creía estar a solas con Tom.

—La neumonía no responde al tratamiento —dijo el desconocido, enfadado. Estaba sentado en un rincón de la habitación, sumido en la oscuridad. Traynor no podía distinguir su rostro—. Se esta muriendo de lo mismo que los otros.

—¿Quien es usted? —preguntó Traynor secándose el sudor de la frente.

El hombre se puso de pie. Traynor vio que iba vestido de cirujano y que llevaba una bata blanca.

—Soy el medico del señor Baringer, Randall Portland —se acercó a la cama y observó a su paciente—. La operación ha sido un éxito pero el enfermo esta a punto de morir. Supongo que habrá oído esto alguna vez.

—Creo que si —dijo Traynor, nervioso. El susto que le había dado Portland con su presencia se estaba trocando en preocupación. Había algo muy raro en la actitud de aquel hombre. Traynor no sabía que hacer o decir.

—Le he operado de la cadera —dijo el doctor Portland. Levantó el borde de la sabana para que Traynor viese la herida suturada—. No ha habido ningún problema, pero el tratamiento ha resultado letal. El señor Baringer ya no saldrá de aquí. —Portland dejó caer la sabana y miró desafiante a Traynor—. En este hospital esta pasando algo raro. Y yo no pienso asumir toda la responsabilidad.

—Doctor Portland —dijo Traynor, dubitativo—, no tiene usted muy buena cara, tendría que verle un medico.

Portland echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa sorda y melancólica, que se apagó con la misma rapidez con que había empezado.

—A lo mejor tiene razón —dijo—. Quizá vaya a ver un medico. —Se dio la vuelta y abandonó la habitación.

Traynor estaba aturdido. Miró a Tom como si este se fuera a despertar para explicarle la conducta del doctor Portland.

Traynor entendía que los médicos se sintieran implicados emocionalmente con sus pacientes, pero Portland parecía totalmente trastornado.

Traynor intentó comunicarse con Tom, pero comprobó la futilidad de su esfuerzo y salió de la habitación. Observó con cautela y como no había ni rastro de Portland, se dirigió a la oficina de Beaton. Caldwell y Kelley ya estaban allí.

—¿Conocen ustedes al doctor Portland? —preguntó Traynor cogiendo una silla.

Todo el mundo asintió.

—Trabaja para nosotros, es traumatólogo —dijo Kelley.

—He tenido un encuentro con el un tanto desconcertante —explicó Traynor—. Cuando venía hacia aquí, pase a ver a mi cliente, Tom Baringer, que esta muy grave. El doctor Portland estaba sentado a oscuras en un rincón de la habitación. Al entrar no repare en él. Luego me habló de una manera extraña y un tanto agresiva. Supongo que esta destrozado por la situación de Tom. Comentó algo de que en el hospital estaba pasando algo raro y que él no pensaba cargar con las culpas.

—Yo creo que esta fatigado por exceso de trabajo —dijo Kelley—. Necesitaríamos por lo menos otro cirujano de su especialidad. Pero por desgracia, nuestros esfuerzos por contratar a alguien han sido nulos hasta el momento.

—Me dio la sensación de que estaba enfermo —añadió Traynor—. Le dije que fuera a ver a un medico, pero él se rio.

—Hablare con él —prometió Kelley—. Quizá necesite un descanso. A lo mejor podríamos encontrarle un sustituto durante un par de meses.

—Bueno, basta de este tema —dijo Traynor intentando recuperar su actitud de presidente del consejo—. Tenemos una reunión.

—Antes de empezar con eso —dijo Kelley esbozando una de sus cautivadoras sonrisas—, tengo algo que decir. Mis jefes están muy disgustados por la no concesión de la licencia para las operaciones a corazón abierto.

—Nosotros también lo estamos —dijo Traynor, nervioso. No le gustaba empezar la reunión con una nota negativa—. Pero por desgracia es algo que no esta en nuestras manos.

Pese a que pensábamos contar con un buen expediente, los de Montpelier nos lo han denegado.

—En la AGM esperábamos ponernos enseguida con el plan de operaciones a corazón abierto —dijo Kelley—. Es una de las condiciones del contrato.

—Es parte del contrato, siempre que obtuviéramos la licencia —le corrigió Traynor—. Pero no la han concedido. Pasemos ahora a lo que si hemos conseguido: hemos arreglado lo de los médicos residentes, hemos creado una unidad de cuidados intensivos para neonatos, y hemos sustituido la vieja maquina de cobalto o por un acelerador lineal de última generación. Creo que hemos demostrado nuestra buena voluntad, aunque para ello hayamos tenido que perder dinero.

—Si el hospital pierde o gana dinero no es cosa de la AGM —dijo Kelley—. Seguramente tendrá la culpa una mala gestión por parte de la dirección.

—Me parece que se equivoca —replicó Traynor, intentando ahogar la rabia que le producía la actitud insultante de Kelley—. Yo creo que a la AGM tendría que preocuparle el que el hospital pierda dinero. Si las cosas se ponen peor nos veremos obligados a cerrar. Tenemos que trabajar juntos, no nos queda otra elección.

—Si el Bartlet Community Hospital cierra —dijo Kelley—, la AGM seguirá funcionando.

—No es tan sencillo —replicó Traynor—. Los otros dos hospitales de la zona tienen instalaciones más anticuadas que las nuestras.

—Eso no será problema —dejó caer Kelley—, trasladaremos nuestros pacientes al hospital de la AGM en Rutland.

El corazón de Traynor empezó a latir con fuerza. No se le había ocurrido que la AGM trasladara sus pacientes. Él había pensado que la carencia de hospitales en la zona les serviría de protección. Pero aparentemente no era así.

—Eso no significa que yo no quiera colaborar con su gente —añadió Kelley—. La nuestra ha de ser una relación dinámica. Después de todo, los dos tenemos el mismo objetivo: la salud de la comunidad. —Volvió a sonreír y mostró una dentadura blanca y perfecta.

—El problema esta en que la cuota de capitación es demasiado baja —dijo Traynor bruscamente—. Las hospitalizaciones de la AGM están un diez por ciento por encima de las previsiones iniciales. No podremos soportar durante mucho tiempo este exceso de pacientes. Tendremos que volver a negociar la cuota de capitación. Así de sencillo.

—La cuota de capitación no puede renegociarse hasta que expire el contrato —respondió Kelley amistosamente—. ¿Por quien nos toma? Ustedes hicieron su oferta en competencia con otras instituciones y firmaron un contrato. Eso es lo que vale. Lo que si podemos renegociar es la cuota de capitación para urgencias, puesto que quedó fuera de nuestro acuerdo Inicial.

—Lo de urgencias no es algo que se pueda hacer de la noche a la mañana —dijo Traynor sintiendo que el sudor le bajaba por las axilas—. Primero tenemos que contener los números rojos.

—Que es el motivo de la reunión de esta tarde —añadió Beaton, que hablaba por vez primera. Luego explicó la propuesta del programa de incentivos para los médicos de la AGM—. A cada medico de la AGM se le asignara un bono que se hará efectivo si mantiene el índice de hospitalizaciones en el nivel que se le asigne. Si el nivel baja las primas suben, y viceversa.

—Eso me suena a soborno de guante blanco —dijo Kelley, sonriendo—. Con lo sensibles que son los médicos a los incentivos económicos, eso hará que se reduzca el número de hospitalizaciones y de operaciones.

—Es prácticamente el mismo plan que el CMV lleva a cabo en su hospital de Rutland —dijo Beaton.

—Si funciona allí también funcionara aquí —dijo Kelley—. No veo inconveniente en que se ponga en marcha, siempre y cuando no nos cueste dinero.

—Será totalmente financiado por el hospital —dijo Beaton.

—Lo consultare con mis superiores —añadió Kelley—. ¿Algo más que comentar?

—No, nada más —dijo Beaton.

Kelley se levantó.

—Le agradeceríamos que nos diera su respuesta lo más rápidamente posible —dijo Traynor—. Tenemos la contabilidad del hospital llena de números rojos.

—Hoy mismo pasare la propuesta a mis jefes —prometió Kelley—. Intentare tener la respuesta definitiva para mañana.

—Dio la mano a todos y abandonó el despacho.

—Creo que ha ido todo lo bien que podíamos esperar —comentó Beaton cuando se marchó Kelley.

—Yo estoy más animado —dijo Caldwell.

—No me ha gustado esa alusión a la mala gestión —dijo Traynor—. No me agrada su aire de gallito. Es una verdadera desgracia que tengamos que tratar con él.

—A mí lo que no me ha gustado ha sido la amenaza de trasladar sus pacientes a Rutland —dijo Beaton—. Me preocupa, nuestra posición es más débil de lo que yo pensaba.

—Tienes razón —dijo Traynor—. Es increíble que en una reunión al más alto nivel, y en la que se esta decidiendo la suerte del hospital, no haya ningún medico presente.

—Es el signo de los tiempos —dijo Beaton—. Los gestores de los hospitales son los que tienen que soportar la pesada carga de la crisis sanitaria.

—Yo creo que la expresión «la guerra es demasiado importante como para dejarla en manos de los generales», podría aplicarse también en el caso de los médicos —dijo Traynor.

Los tres se echaron a reír. Fue una forma de romper la tensión de la reunión.

—¿Qué hacemos con Portland? —preguntó Caldwell—. ¿Queréis que haga algo?

—Creo que es mejor no hacer nada —respondió Beaton—. Sólo he oído elogios de su capacidad como cirujano. En realidad no ha contravenido ninguna norma, yo esperaría a ver que hace la AGM.

—Pero no tiene muy buen aspecto —reiteró Traynor—. No soy psiquiatra y no se la pinta que tiene la gente cuando esta al borde de un colapso nervioso, pero apuesto a que están igual que Portland.

El sonido del teléfono sorprendió a todos, y sobre todo a Beaton, que había dado órdenes de que no se les molestara.

—Malas noticias —dijo tras colgar—. Tom Baringer ha muerto.

Los tres se quedaron en silencio. Traynor fue el primero en hablar:

—No hay nada como una muerte para recordarnos que un hospital es un negocio diferente y que los números rojos y los azules están en segundo plano.

—Es verdad —dijo Beaton—. Lo más duro de este trabajo es que la región es como una gran familia, y en una familia tan numerosa siempre hay gente que tiene que morir.

—¿Cuál es nuestra tasa de mortalidad? —preguntó Traynor—. Es algo en lo que nunca se me ha ocurrido pensar.

—Estamos en la media —dijo Beaton—. Punto arriba o punto abajo. De hecho nuestra tasa es mejor que la de los hospitales de las grandes urbes.

—Afortunadamente —comentó Traynor—. Ya pensaba que tenía un nuevo motivo de preocupación.

—Ya basta de esta conversación tan truculenta —dijo Caldwell—. Tengo buenas noticias. La parejita que queríamos fichar junto con la AGM ha decidido trasladarse a Bartlet: acabamos de contratar a una magnífica patóloga.

—Me alegra saberlo —dijo Traynor—. Eso pondrá en marcha el departamento de patología.

—Han comprado la casa del amigo Hodges —añadió Caldwell.

—¿Bromeas? —dijo Traynor—. Me gusta, hay algo irónico en todo esto.

Charles Kelley subió a su Ferrari cupé, puso el motor en marcha y pisó el acelerador. El motor respondió como la maravilla de ingeniería que era. Cuando salía del aparcamiento la aceleración le pegó contra el asiento. Le encantaba conducir, y sobre todo por la montaña. Era una delicia cómo el Ferrari se agarraba a la carretera en las curvas.

Después de la reunión con la gente del Bartlet Community Hospital, Kelley había telefoneado directamente a Duncan Mitchell. Le parecía una buena ocasión de darse a conocer ante el hombre que ocupaba el puesto más alto en la cópula del poder. Duncan Mitchell no sólo era el consejero delegado de la AGM, sino también de otras tantas sociedades médicas y de varios hospitales del sur. La sede de todas sus empresas estaban en Vermont, donde Mitchell tenía una granja.

Kelley estaba algo nervioso, pero el consejero delegado se había mostrado bastante simpático. Aunque Kelley le telefoneó justo antes de su vuelo a Washington, el consejero accedió amablemente a que se encontraran en uno de los hangares del aeropuerto de Burlington.

Mientras que el Learjet privado de la AGM terminaba de repostar, Mitchell invitó a Kelley a subir a la parte trasera de su limusina. Le ofreció una copa del bar del coche. Kelley rehusó dándole las gracias.

Duncan Mitchell era un hombre que impresionaba y, aunque no era tan alto como Kelley, rezumaba poder. Iba vestido de manera impecable: traje cruzado, corbata de seda, gemelos de oro y mocasines de cocodrilo.

Kelley se presentó e hizo un breve resumen de su cometido en la AGM. Comentó, por si Mitchell no lo sabía, que era el director regional del área de influencia del Bartlet Community Hospital. Pero Mitchell parecía estar al corriente de todo.

—Estamos pensando en quedarnos con el hospital —dijo Mitchell.

—Me lo imaginaba —respondió Kelley—, y por eso quería hablar con usted personalmente.

Mitchell sacó una pitillera de oro del bolsillo del chaleco y cogió un cigarrillo. Golpeó con aire pensativo el cigarrillo contra la pitillera.

—Se pueden sacar muchos beneficios de esos hospitales rurales —dijo—. Pero hay que administrarlos con mucho cuidado.

—Estoy absolutamente de acuerdo —dijo Kelley.

—¿De que quería hablarme? —preguntó Mitchell.

—De dos cosas. La primera tiene que ver con un programa de incentivos a los médicos similar al que tenemos en nuestros hospitales. Quieren frenar el número de hospitalizaciones.

—¿Y la otra? —preguntó Mitchell, exhalando el humo del cigarrillo hacia el techo del coche.

—Uno de nuestros médicos se esta comportando de una forma bastante extravagante. El caso es que se ha visto implicado en varias complicaciones postoperatorias —dijo Kelley—. Va por ahí diciendo que no es culpa suya y que en el hospital pasan cosas raras.

—¿Tiene antecedentes de problemas psíquicos? —preguntó Mitchell.

—Creo que no.

—Respecto a la primera cuestión, les dejaremos desarrollar su programa de incentivos. A estas alturas no cambiara demasiado su cuenta de resultados.

—¿Y el medico?

—Tendremos que hacer algo, evidentemente —dijo Mitchell—. No podemos admitir ese tipo de comportamientos.

—¿Se le ocurre alguna cosa?

—Haga todo lo que sea necesario. Los detalles se los dejo a usted. La habilidad para dirigir una organización como la nuestra consiste en saber delegar responsabilidades. Y esta es una de esas ocasiones.

—Gracias, señor Mitchell. —Estaba encantado, sabía que eso era un voto de confianza.

Kelley bajó orgulloso de la limusina y se dirigió al Ferrari.

Cuando salía del aeropuerto vio de reojo a Mitchell bajar de la limusina y encaminarse al jet de la AGM.

—Algún día —se prometió Kelley— seré yo quien coja ese avión.