SÁBADO 22 DE MAYO
David había puesto el despertador a las cinco y cuarenta y cinco, como si fuera un día normal de trabajo. A las seis y cuarto estaba de camino al hospital. La temperatura rondaba los veinte grados y el cielo estaba bastante claro. A las nueve había terminado con todas sus visitas y ya estaba de vuelta a casa.
—Venga, tías —dijo al entrar en el apartamento—. No quiero pasarme todo el día esperando. Sigamos la fiesta en la carretera.
—No tiene gracia, papa —dijo Nikki saliendo de su habitación—. Llevamos un buen rato esperándote.
—Era una broma —dijo David y le hizo cosquillas.
Enseguida estuvieron listos. Dejaron atrás el paisaje urbano, pasaron por las afueras y se adentraron en un paisaje boscoso. Cuanto más al norte se dirigían, más hermoso era el paisaje, sobre todo ahora que los árboles reverdecían.
Al llegar a Bartlet, David aminoró la marcha a paso de tortuga. Parecían turistas ansiosos de embeberse del paisaje.
—Es mucho más pintoresco de lo que recordaba —dijo Angela.
—¡Pero si es el cachorro de la otra vez! —exclamó Nikki. Señaló al otro lado de la calle—. ¿Podemos parar?
—Es verdad —dijo David y detuvo el coche—. Me acuerdo de la señora.
—Y yo del perro —dijo Nikki. Abrió la portezuela y se apeo.
—Un momento —dijo Angela. Salió del coche, cogió a Nikki de la mano y cruzó con ella. David las siguió.
—Hola otra vez —dijo la señora cuando vio acercarse a Nikki. El cachorro vio a Nikki y tiró de la correa. Nikki se acuclilló y el cachorro le lamió la cara. Nikki rio, sorprendida.
—No se si les interesara, pero la perdiguera del señor Staley ha tenido cachorros hace poco más de un mes —dijo la mujer—, están en la ferretería al otro lado de la calle.
—¿Podemos ir a verlos? —suplicó Nikki.
—Claro que si —dijo David. Dio las gracias a la señora.
Volvieron a cruzar la calle y entraron en la ferretería. La perra del señor Staley, Molly, estaba en un corral cerca del mostrador, amamantando a cinco cachorros.
—Son un encanto —exclamó Nikki—. ¿Puedo acariciarlos?
—No lo se —contestó David. Se volvió para ver si veía a algún dependiente, y se encontró con Staley que estaba justamente detrás suyo.
—Claro que puede acariciarlos —dijo Staley después de presentarse—. De hecho están en venta. Yo no necesito seis perdigueros.
Nikki se hincó de rodillas, metió los brazos en el corral y acarició delicadamente a un cachorro. El animalito se agarró al dedo de Nikki como si fuera una teta. Nikki chilló encantada.
—Cógelo si quieres —dijo Staley—. Es el más bruto de la camada.
Nikki lo cogió entre sus brazos. El perrillo se arrimó a la cara de Nikki y le lamió la nariz.
—Me encanta —dijo Nikki—. Me gustaría que nos lo quedáramos. ¿Puedo, papa? Yo lo cuidare.
David se sorprendió al notar que las lágrimas le afloraban, pero las contuvo. Apartó la mirada de Nikki y la dirigió a su mujer. Angela se estaba enjugando la comisura de los ojos con un pañuelo de papel y miraba a su marido. Sus miradas compartieron un sentimiento de complicidad. La petición de Nikki les había afectado más que la primera vez.
—¿Estas pensando lo mismo que yo? —preguntó David.
—Creo que sí —dijo Angela. Las lagrimas dieron paso a una sonrisa—. Pero tendríamos que comprarnos una casa.
—Adiós a los crímenes y a la contaminación —dijo David mirando a Nikki—. De acuerdo. Puedes quedarte con el perro. ¡Nos mudamos a Bartlet!
La cara de Nikki se iluminó. Apretó el cachorro contra su pecho y este le lamió la cara.
David se dirigió a Staley y se pusieron de acuerdo en el precio.
—Creo que dentro de un mes o así podremos separarlos de la madre —dijo Staley.
—Perfecto —respondió David—. Volveremos para instalarnos a finales de mes.
Nikki se separó del cachorrito con reticencia y los Wilson salieron de la tienda.
—¿Qué hacemos? —preguntó Angela, excitada.
—Vamos a celebrarlo —propuso David—. Comeremos en el restaurante.
Pocos minutos después estaban sentados a una mesa con vistas al río. David y Angela pidieron vino blanco; Nikki, un zumo de arañadnos. Brindaron.
—Propongo brindar por nuestra llegada al jardín del paraíso —dijo David.
—Y yo porque acabemos de pagar nuestras deudas —brindó Angela.
—¡Bravo! ¡Bravo! —dijo David.
—Parece mentira —comentó Angela—. Nuestros ingresos sumaran unos ciento veinte mil dólares al año.
David entonó la canción Somos millonarios.
—Creo que mi perro se llamara Rusty —dijo Nikki.
—Es un nombre bonito —comentó David.
—¿Qué te parece que yo gane el doble que tú? —bromeó Angela.
—Sí, pero lo ganaras en un laboratorio triste y lóbrego —dijo David devolviéndole la broma. David ya estaba preparado para que Angela le tomara el pelo con lo del sueldo—. Yo por lo menos veré gente de verdad y simpática.
—Supongo que esto no herirá tu susceptibilidad masculina —siguió Angela.
—Ni lo más mínimo. Y si nos divorciamos tendrás que pasarme una pensión.
Angela se abalanzó sobre la mesa tratando de golpear a David en las costillas. David esquivó el golpe.
—Además —dijo—, esa diferencia no será por mucho tiempo. Son reminiscencias del pasado. Esa tradición de que patólogos, cirujanos y otros especialistas estén tan bien pagados, se acabara muy pronto.
—¿Quien lo dice? —preguntó Angela.
—Lo digo yo —respondió David.
Después de comer decidieron ir directamente al hospital para comunicarle su decisión a Caldwell. La secretaria les hizo pasar en cuanto se presentaron.
—¡Es fantástico! —dijo Caldwell—. ¿Lo saben en la AMG? —preguntó.
—Todavía no —respondió David.
—Pues vamos —dijo Caldwell—, vamos a darles la buena noticia.
Charles Kelley se sintió igualmente complacido con la noticia. Después de estrecharle la mano, le preguntó a David cuando podía empezar a visitar a sus pacientes.
—Pues enseguida —dijo David sin vacilar—. El uno de julio.
—Pero su trabajo en Boston no acaba hasta el día treinta, ¿no? —dijo Kelley—. ¿No necesitaran un poco de tiempo para instalarse?
—Con las deudas que tenemos —añadió David—, será mejor que empiece a trabajar cuanto antes.
—¿Y usted igual? —preguntó a Angela.
—Por supuesto.
David preguntó si podía volver a ver el despacho que le habían asignado. Kelley se mostró encantado de complacerle.
David se detuvo en el exterior de la sala de espera, fantaseando sobre cómo luciría su nombre en la casilla que había bajo el nombre del doctor Randall Portland. Había sido un camino largo y difícil que había empezado en el bachillerato, cuando decidió que quería ser medico. Y al final lo había conseguido.
David abrió la puerta y cruzó el umbral. El ensueño quedó roto por la aparición de un cirujano que se levantó bruscamente del sillón de la sala de espera.
—¿Que significa esto? —preguntó el hombre.
David tardó un poco en reconocer al doctor Randall Portland. En parte se debió a lo inesperado del encuentro, y en parte porque Randall había cambiado mucho desde que se conocieran hacía poco más de un mes. Había adelgazado bastante, tenía los ojos hundidos y el rostro demacrado.
Kelley se adelantó y volvió a presentar a Randall y a David.
Le explicó a Randall el motivo de la visita. La ira de este se fue aplacando progresivamente y acabó dejándose caer en el sillón como exhausto. David se fijó en que además de delgado, Randall estaba muy pálido.
—Siento haberte molestado —dijo David.
—Estaba echando una cabezadita —explicó Randall. Su voz sonaba muy apagada, acorde con su aspecto—. He tenido una operación esta mañana y estoy muy cansado.
—¿Tom Baringer? —preguntó Caldwell.
Randall asintió.
—Supongo que todo habrá ido bien —dijo Caldwell.
—La operación ha sido un éxito. Cruzaremos los dedos para que el postoperatorio vaya bien.
David volvió a disculparse y salió con los demás del despacho.
—Siento lo que ha pasado —dijo Kelley.
—Pero ¿qué le ocurre? —preguntó David.
—Que yo sepa, nada —repuso Kelley.
—No tiene muy buena cara —añadió David.
—Parecía deprimido —comentó Angela.
—Está un poco estresado —dijo Kelley—. Tiene demasiado trabajo. —El grupo se detuvo frente a la oficina de Kelley—. Ahora que sabemos que se van a quedar, ¿puedo hacer algo por ustedes?
—Tendremos que buscar una casa —dijo Angela—. ¿A quien podemos consultar?
—A Dorothy Weymouth —contestó Caldwell.
—Sí, estoy de acuerdo —apostilló Kelley.
—Es la mejor agente inmobiliaria de la ciudad —añadió Caldwell—. Vengan a mi despacho, llamaremos desde allí.
Media hora después los Wilson se encontraban en la oficina de Dorothy Weymouth, situada en el segundo piso del edificio que había frente al puesto de hamburguesas. Era una mujer grandullona y simpática, e iba ataviada con una enorme túnica informe.
—He de admitir que estoy impresionada —dijo Dorothy. Tenía una voz increíblemente aguda para una mujer tan corpulenta—. Mientras venían hacia aquí, me ha llamado Barton Sherwood. El banco estará encantado de poder ayudarles. No es muy normal que el presidente de un banco me llame antes incluso de que yo conozca a los clientes.
—Me gustaría conocer sus preferencias —dijo Dorothy poniendo sobre el escritorio unas cuantas fotos de casas en venta—. Necesitare su ayuda. ¿Qué prefieren, una casa blanca de madera en el centro de Bartlet, o una casa aislada y de piedra en las afueras? ¿Qué me dicen del tamaño, es importante?
—¿Piensan tener más hijos?
Angela y David se sintieron un poco tensos ante la pregunta de si iban a tener más hijos. Cuando nació Nikki descubrieron que los dos eran portadores del gen de la fibrosis quística. Era una realidad que no podían ignorar.
Sin saber que había tocado un tema espinoso, Dorothy siguió con su monólogo, al tiempo que les enseñaba más fotos de casas.
—Acaba de ponerse a la venta una casa que me parece especialmente atractiva. Es una preciosidad.
Angela se quedó sin aliento. Cogió la foto y miró a David de reojo.
—A mí me gusta esta —dijo Angela.
Le pasó la foto a David. Era una casa de ladrillo de finales del estilo georgiano y principios del federal: ventanas con mirador a ambos lados de una puerta principal acristalada, blancas columnas estriadas sostenían un pórtico de frontón por encima de la puerta; y, coronándolo todo, una gran ventana paladina.
—Es una de las casas de ladrillo más antiguas de la zona —dijo Dorothy—. Fue construida en I820.
—¿Qué es esto que hay en la parte de atrás? —dijo David señalando la foto.
—Un viejo silo —respondió Dorothy—. Esta detrás de la casa y comunica con el granero. En esta foto no se ve el granero porque esta tomada justo enfrente de la casa, desde abajo de la colina. En realidad era una granja y, por lo que tengo entendido, bastante productiva.
—Es alucinante —dijo Angela con anhelo—. Pero nunca podremos comprarla.
—Por lo que me ha dicho Barton, creo que sí podrán —dijo Dorothy—. Y además, la dueña, Clara Hodges, tiene mucha prisa por vender. Estoy segura de que podríamos acordar un precio interesante. No se pierde nada yendo a verla. Elijamos cuatro o cinco más y vayamos a visitarlas.
Dorothy ordenó las visitas apropiadamente y dejó la de Hodges para el final. Estaba situada a unos cinco kilómetros del centro y se levantaba en lo alto de una pequeña colina. La casa más próxima quedaba a unos doscientos metros por la carretera. Cuando subían por el camino, Nikki se fijó en el estanque de las ranas y se quedó fascinada.
—El estanque, además de exótico —dijo Dorothy—, sirve para patinar sobre hielo en invierno.
Dorothy detuvo el coche entre el estanque y la casa. Desde allí podía verse la estructura con el añadido del granero. Ni Angela ni David pronunciaron palabra. Los dos estaban abrumados por la solidez y majestuosidad de la casa, que tenía tres pisos, no dos. A ambos lados del tejado de pizarra alquitranada se veían cuatro ventanas de otras tantas buhardillas.
—¿Esta segura de que el señor Sherwood ha dicho que podemos comprar esta casa? —preguntó David.
—Claro que sí —contestó Dorothy—. Vamos a verla por dentro.
David y Angela siguieron a Dorothy por el interior de la casa en un estado cercano a la hipnosis. Dorothy siguió con su cháchara de agente inmobiliaria, y de vez en cuando decía cosas como «esta habitación tiene muchas posibilidades» o «con un poco de trabajo y un poco de imaginación esta habitación quedaría muy acogedora». Minimizaba cualquier problema, como un empapelado en mal estado o un marco de ventana deteriorado. Alababa los aspectos positivos de la decoración, el tamaño de las muchas chimeneas y las bellas molduras.
David quería verlo todo. Incluso bajaron al sótano, que parecía especialmente húmedo y mohoso, por la escalera de granito gris.
—Aquí huele mal —dijo David—. ¿No estará inundado?
—No lo se —respondió Dorothy—. Pero es un sótano muy grande. Si usted es un poco manitas, aquí podría montar hasta una tienda.
Angela contuvo una carcajada y se abstuvo de hacer comentarios sarcásticos: David ni siquiera sabía cambiar una bombilla.
—El suelo es de tierra —dijo David. Se agachó y cogió con el dedo un trozo de tierra.
—Tierra prensada —explicó Dorothy—. Es bastante frecuente en las casas de esa época. Este sótano tiene otras características típicas de las casas del diecinueve. —Abrió una gruesa puerta de madera—. Esta es la antigua bodega.
Había estantes para conservas y arcones para patatas y manzanas. El recinto estaba débilmente iluminado por una bombilla desnuda.
—Da un poco de miedo —comentó Nikki—. Parece una mazmorra.
—Esto nos vendrá muy bien si tus padres vienen a vernos —dijo David—. Podrían instalarse aquí.
Angela puso cara de susto.
Después de enseñarles la bodega, Dorothy les acompañó a la esquina opuesta del sótano y señaló con orgullo un enorme congelador.
—La casa dispone de sistemas antiguos y modernos de conservación de los alimentos —dijo Dorothy. Antes de salir del sótano, abrió una segunda puerta. Tras ella había una segunda escalera de granito que conducía a unas trampillas—. Esta escalera da al jardín de atrás. Por eso se guarda aquí la leña.
—Señaló un montón de leña apilada contra la pared.
La última nota destacable del sótano era una enorme caldera. Parecía casi una vieja locomotora a vapor.
—Funcionaba con carbón —comentó Dorothy—, pero la han reconvertido a petróleo. —Señaló un tanque de petróleo que descansaba sobre unos ladrillos en el extremo opuesto al congelador.
David asintió; no tenía idea de cómo funcionaba ninguna clase de estufa.
Cuando subían por las escaleras hacia la cocina, David reconoció otra vez el olor dulce a moho, y preguntó si la fosa séptica funcionaba bien.
—Funciona perfectamente —dijo Dorothy—, la hemos revisado hace poco. Esta al oeste de la casa. Puedo indicarle el lugar exacto.
—Si la han revisado, seguro que estará bien —dijo David, que tampoco tenía idea de cómo funcionaba una fosa séptica.
David y Angela permitieron que Dorothy les acompañase al Green Mountain National Bank. Estaban emocionados y nerviosos a la vez. Barton Sherwood les atendió enseguida.
—Hemos visto una casa que nos gusta —comentó David,— la dueña de la casa es una tal Clara Hodges —dijo David. Le pasó a Sherwood la documentación de la inmobiliaria—. Piden doscientos cincuenta mil dólares. ¿Que le parece a su banco la relación calidad precio?
—Es una buena propiedad —dijo Sherwood—. La conozco muy bien. —Empezó a revisar la documentación—. Y esta muy bien situada. El precio me parece una ganga.
—¿Quiere decir que el banco nos concedería una hipoteca por ese precio? —preguntó Angela. Quería estar segura, era demasiado bueno para ser verdad.
—Por supuesto ustedes ofrecerán algo menos —dijo Sherwood—. Sugiero una oferta inicial de ciento noventa mil dólares. Pero de todas formas, el banco estaría encantado de prestarles la cantidad que piden.
Quince minutos después, Nikki, Angela y David salieron a la calida luz solar de Vermont. Nunca habían tenido una casa propia. Era una decisión muy importante. Pero como ya habían decidido trasladarse a Bartlet, estaban dispuestos a comprar la casa.
—¿Y bien? —preguntó David.
—No puedo imaginarme una casa mejor —respondió Angela.
—Podré tener una mesa de trabajo en mi habitación —terció Nikki.
—En una casa con tantas habitaciones, podrás tener tu cuarto de trabajo propio —dijo David despeinando a Nikki cariñosamente.
—Comprémosla —dijo Angela.
De vuelta a la oficina de Dorothy le comunicaron su decisión, lo que alegró a la agente inmobiliaria. Unos minutos después, Dorothy telefoneaba a Clara Hodges y llegaban a un acuerdo verbal por doscientos diez mil dólares.
Mientras Dorothy preparaba los documentos, Angela y David se miraron el uno al otro. Estaban atónitos de haber comprado una casa con la que jamás habrían podido soñar.
Sin embargo, también estaban un poco agobiados: habían duplicado sus deudas y ahora sumaban más de trescientos cincuenta mil dólares.
A última hora del día, después de unos cuantos viajes de la oficina de Dorothy al banco, todos los documentos necesarios estuvieron preparados y se fijó una fecha para cerrar el trato.
—Tengo algunos nombres para ustedes —dijo Dorothy mientras cumplimentaban el papeleo—. Uno es Peter Bergan, hace chapuzas para todo Bartlet. No es el tipo más listo del mundo, pero trabaja muy bien. Y como pintor yo suelo contratar a John Murray.
David anotó los nombres y también sus números de teléfono.
—Y si necesitan a alguien para cuidar a Nikki, mi hermana mayor, Alice Doherty, estaría encantada de ayudarles. Se quedó viuda hace unos años. Y además, vive cerca de vuestra casa.
—Esa sí que es una buena noticia —dijo Angela—. Los dos estaremos todo el día fuera de casa y necesitaremos a alguien.
David y Angela quedaron esa misma tarde con Pete y el pintor en la nueva casa. Acordaron hacer lo indispensable: una limpieza general, la pintura imprescindible y los arreglos necesarios para sellar la casa.
Tras una nueva visita a la ferretería para que Nikki viese a Rustíy, los Wilson cogieron la carretera para regresar a Boston.
Condujo Angela. Estaban demasiado excitados con lo que habían conseguido, y llenos de sueños sobre lo que les depararía la nueva vida que iban a empezar.
—¿Qué te parece Randall Portland? —preguntó David después de una pausa.
—¿A que te refieres? —dijo Angela.
—Se mostró un poco antipático —añadió David.
—Si, pero es que le despertamos —dijo Angela.
—Pero no era para ponerse así. Y además, tenía un aspecto fatal. Ha cambiado totalmente en sólo un mes.
—Creo que estaba deprimido —comentó Angela.
—Ahora que lo pienso, la primera vez tampoco estuvo muy simpático. Lo único que me preguntó fue si jugaba a baloncesto. Hay algo en el que me inquieta. Espero que compartir el despacho no acabe convirtiéndose en una tortura.
Ya era de noche cuando llegaron a Boston; habían parado a comer durante el viaje. Una vez en el apartamento, lo contemplaron con extrañeza. Les parecía curioso haber podido vivir durante cuatro años en un espacio tan pequeño y claustrofóbico.
—Todo el apartamento cabe en la biblioteca de la casa nueva —comentó Angela.
David y Angela decidieron llamar a sus padres para compartir con ellos su emoción. Los de David se mostraron encantados y les hizo mucha ilusión. Se habían retirado a vivir a Amherst, New Hampshire, y ahora estarían mucho más cerca.
—Nos veremos mucho más, chicos —comentaron sus padres.
Los padres de Angela tuvieron una reacción muy distinta.
—Es muy fácil alejarse de los círculos académicos —comentó el doctor Walter Christopher—, pero es mucho más difícil volver a ellos. Creo que tendríais que haber pedido mi opinión antes de tomar una decisión tan alocada.
Luego, la madre de Angela se puso al teléfono y mostró su disgusto porque Angela y David no se hubieran trasladado a Nueva York.
—Tu padre ha invertido mucho tiempo hablando con gente importante para que cuando os trasladarais aquí tuvierais una buena posición. Creo que es una desconsideración por vuestra parte el tirarlo todo por la borda.
—Nunca han sido especialmente solidarios —comentó Angela después de colgar—. Ahora no iba a ser diferente.